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El agua volvió a salir por la pileta del Chorro de Quevedo después de 31 años. La fuente se abre a las 9 de la mañana y se cierra en las noches. | Foto: SEMANA

BOGOTÁ

Al Chorro de Quevedo le cierran el ‘chorro’

Las noches en la plazoleta donde dicen que se fundó Bogotá han cambiado. El Código de Policía ha impuesto su rigor, y ese plan de tomar cerveza y chicha en los andenes parece cosa del pasado.

5 de agosto de 2017

La noche del viernes 28 de julio el traqueteo contra el piso de los rodachines de las maletas que arrastraban dos jóvenes mujeres ya ni se sentía de tantas veces que se había repetido en cuestión de minutos. A primera vista Patricia y Viviana podrían pasar por turistas, pero sus valijas no iban cargadas de ropa ni de recuerdos de viaje.

Se les vio bajar desde la carrera primera con calle 12 hasta la plaza del Chorro de Quevedo. Caminaban sin prisa, y recorrían las cuatro esquinas de la plazoleta, acercándose a los corrillos formados por la gente que pasaba el tiempo hablando y aguantando frío. Volvieron a atravesar la plaza, pasaron frente a la pila de piedra del chorro y se sentaron en las escaleras de la ermita de San Miguel del Príncipe, réplica de la capilla del Humilladero, donde dicen que se celebró la primera misa en Bogotá. Allí, a todo el que pasaba le decían: “Club Colombia fría, a la orden”.

A las nueve de la noche las dos mujeres habían vendido 6 latas de cerveza. “¡Trajimos 96!”, dijo Viviana mirando las dos maletas, donde las latas cargadas de pola, como se le dice a la cerveza en Bogotá, aún se conservaban frías, y que esperaban vender como pan caliente.

Para muchas generaciones de universitarios, la plazoleta del Chorro de Quevedo ha sido sinónimo de pola, de chorro (así se le dice al trago) y de algo más. El lugar donde Gonzalo Jiménez de Quesada fundó Bogotá 1538, según algunos historiadores, y que este 6 de agosto cumple 479 años, ha sido por muchos años sitio de peregrinación de estudiantes los viernes a partir del mediodía. Llegan desde el Externado, también del Rosario, universidades que quedan a menos de diez cuadras del lugar, pero pueden caer desde más lejos, pues desde los años 80 se volvió casi que una tradición entre universitarios ir alguna vez a ponerle colofón a una semana de clases con unas polas o unos chorros en el Chorro.

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En el asadero El Chorro se toma pola y se come fritanga, en las tiendas se bebe del pico de la botella mientras se está jugando rana. Por la calle del Embudo, un empedrado y estrecho callejón, la gente sube y baja entre cafés y bares, donde además de cerveza, ron y aguardiente, se toma chicha en totuma y con pitillo.

Esa bebida espesa de maíz fermentado, que Simón Bolívar combatió en su campaña libertadora cuando cincuenta de sus soldados se envenenaron con ella, y a la que Leo Kopp, primer propietario de Bavaria, le montó una guerra sucia con sugestivos mensajes como “la chicha embrutece” para que no hiciera competencia a su negocio, es hoy una de las reinas del Chorro de Quevedo. Y eso que la chicha estuvo prohibida por más de cinco décadas por un decreto del presidente Mariano Ospina Pérez en 1948, tras responsabilizarla de los desórdenes y la efervescencia del Bogotazo.

Como es considerada una bebida artesanal y no alcohólica, se puede producir libremente pero cumpliendo requerimientos sanitarios. Ese control se hace junto con el Hospital Centro Oriente. Todos los viernes y sábados se hacen controles en las chicherías.

La chicha la venden por totumas a 6.000 pesos, o también en botellas plásticas de litro, lo que puede garantizar una buena borrachera. La que más se vende es la tradicional, pero también las hay de colores y sabores, como para convencer a los más reacios a probar la bebida sagrada de los muiscas. Su aspecto no es atractivo a la vista pero su sabor refrescante baja despacio por la garganta, dejando en la boca algunos granitos de maíz. Prejuicios atrás, la chicha suele atrapar y bastan unos cuantos sorbos para empezar a sentir sus efectos en la cabeza, que sin embargo no pasan a mayores con una sola totumada, suficiente como para "quedar prendo", como se suele decir en el sector. Es difícil que las decenas de extranjeros que a diario caminan por la Candelaria, no se dejen convencer al menos de probarla.

Un par de hippies haciendo y vendiendo manillas y collares, extranjeros trastabillando por el empedrado, uno que otro loco pidiendo limosna, y algún jíbaro que a punta de señas ofrece marihuana, se ven en la Calle del Embudo cuando esta se vuelve más angosta, precisamente cuando desemboca en la plazoleta del Chorro de Quevedo.

Allí los más pudientes agarran sitio en restaurantes y cafés, otros convierten las escalinatas de la capilla en improvisadas tribunas, y frente a ellos van saltando al ruedo cuenteros y malabaristas, que se pasan horas sacando carcajadas y robando aplausos. La mayoría se desperdiga por la plaza para tomar cerveza o aguardiente al aire libre, sentados en el piso o los andenes,  hasta perder la cabeza. En esas andanzas les podía llegar la noche, pero también la policía.

El viernes 28 de julio el alcalde inauguró las obras de remodelación y volvió a abrir la fuente de agua después de 31 años. En la noche el chorro estaba cerrado y la plazoleta quedó sola.

Parecía que aquella noche de viernes del 28 de julio Patricia y Viviana se hubieran preparado lo suficiente para adelantar su agosto. Pero cuando la noche en el corazón del barrio La Candelaria apenas calentaba motores, para estas jóvenes la jornada acabó.

Cinco policías, recostados sobre la Puerta Real, amenazaban con estrenar las multas del Código de Policía. Y cuando veían a algún infractor comenzaba el juego del gato y el ratón.

Cuando los policiales iban al costado norte, los que estaban allí se iban hacia el costado sur. Cuando iban a las escaleras de la capilla, Patricia, Viviana y los bebedores escondían las latas o las botellas entre bolsas de papel y se pasaban al otro costado. Los más astutos ya habían notado que con solo pasar la calle del Palomar del Príncipe y ubicarse en la acera del frente a la plaza, la ley ya no los tocaba y el chorro podía fluir con tranquilidad por las gargantas.

El juego se acabó a las 10. Las luces azul y roja de dos patrullas, una camioneta, cinco motos, y cerca de 20 policías ocuparon el Chorro. Parecía una batida. Los agentes empezaron a formar un cordón y a desalojar a cuantos se encontraban en el lugar. A unos los requisaban, a otros les pedían la cédula.  El sargento a cargo del operativo explicaba la prohibición de consumir licor en espacio público y por eso retiraban a los que pillaban en esas. Pero también evacuaron a los que no tenían nada en las manos y simplemente permanecían en un lugar abierto al público. “Tienen aliento alcohólico”, justificaba el comandante.

Patricia y Viviana volvieron a hacer tronar los rodachines de sus maletas, pero esta vez para marcharse. Si la Policía las hubiera agarrado tendrían que pagar una multa de $197.000, casi el mismo dinero que invirtieron en las 96 cervezas para revender.

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La ruina se la atribuían al alcalde Enrique Peñalosa, que ese día, a las 3:00 de la tarde, había llenado la plazoleta con su comitiva y decenas de periodistas para inaugurar las obras de remodelación, las primeras en 51 años, y volver a ver agua saliendo de la pileta de piedra que durante 31 años había permanecido seca. “Con razón tanta tomba”, lamentaban las dos mujeres.

Pero el Chorro de Quevedo, dice Manuel Calderón, alcalde de la localidad de La Candelaria, es el segundo atractivo turístico de Bogotá, después del Museo del Oro, y por eso se tiene que reformar. “En el Chorro no solo se dedican al chorro", y con eso se refiere a que los universitarios y los extranjeros en plan de fiesta no son los únicos que están interesado en aprovechar la plazoleta. Hay un segmento de familias y de personas interesadas en la historia de la ciudad que también llegan hasta allí, y que con el imaginario de que en el Chorro solo se tomaba trago o se fumaba marihuana, evitaban pasear por sus calles empedradas.

"El orden y la organización atraen a la gente", dice el alcalde menor. “En abril se desmanteló la banda los chicheros, dedicada al microtráfico en la zona. Eran siete personas. Van varios meses de muchos operativos y por eso hoy el Chorro está muy tranquilo”. El uniforme verde de los policiales es impopular para los visitantes, pero los vecinos del sector lo agradecen. “Debe haber control pero también actividades culturales y pedagógicas”, piensa Calderón.

Aquella noche del 28 de julio el Chorro de Quevedo se había quedado despoblado cuando en otras épocas se reía, se bailaba al aire libre, pero también se veía las consecuencias del vino de caja de cartón. Hasta acaloradas riñas se presentaban. Un par de familias, viejos y niños a bordo, llegaron para tomarse fotos con el chorro de agua, recién inaugurado, con la frustración de que no salía agua de la pila. “Se abre de 8:00 de la mañana a 6:00 de la tarde”, decía el vigilante de la plaza, encargado de abrir y cerrar la llave. Ese viernes que pintaba para fiesta en el lugar donde se fundó Bogotá terminó apagado. A los que querían conocer la fuente y los que fueron con ganas de tomarse unas polas “les cortaron el chorro”.