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La vida en tres barrios populares que son islas en El Poblado

Hay tres vecindarios que resisten al auge inmobiliario de la comuna 14. Han sufrido estigmatización.

  • El horizonte se pobló de edificios. Ahora, los habitantes de El Garabato tienen una vista plagada de torres residenciales estrato 6. FOTOS esneyder gutiérrez
    El horizonte se pobló de edificios. Ahora, los habitantes de El Garabato tienen una vista plagada de torres residenciales estrato 6. FOTOS esneyder gutiérrez
  • La vida en el barrio El Chispero, en la Loma de los González, es tranquila. Al lado construyeron un hotel.
    La vida en el barrio El Chispero, en la Loma de los González, es tranquila. Al lado construyeron un hotel.
  • La Chacona es un barrio cercado por un muro y unos guaduales. Es un vecindario alargado.
    La Chacona es un barrio cercado por un muro y unos guaduales. Es un vecindario alargado.
09 de octubre de 2022
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La casa de Alicia González no está hecha de adobes, sino de tapia. No tiene ventanales amplios, de vidrio, sino ventanas modestas, de madera, que crujen al abrirse. La baldosa no es brillante, ni fastuosa, sino amarilla y roja, como la de las fincas de antes. La casa de Alicia González no está en el campo, ni en un pueblo lejano. La casa de Alicia González está en El Poblado, entre decenas de edificios estrato 6.

El Poblado es, desde la segunda mitad del siglo XX, el barrio de mayor prestigio de la ciudad. Cuando el Centro se deterioró y el barrio Prado cayó en desgracia, sus habitantes se movieron hacia el sur. Las fincas, sembradas con mangos, guayabas y acacias dieron paso a urbanizaciones modernas, privadas, seguras que ofrecían a sus habitantes la prosperidad perdida de otros barrios.

El frenesí de las urbanizaciones se fue tomando la ladera, desde lo que se conoce como El Poblado histórico —el parque, la iglesia— hacia el sur, el límite con Envigado. Pero en ese proceso, los constructores se encontraron más que fincas y pastizales. Dispersos, en las lomas más empinadas, había unos barrios ya construidos, habitados por mayordomos o servidores de las haciendas.

Esos barrios, como islas, se resistieron a la transformación. Sus habitantes, a la vera del vértigo inmobiliario, vieron cómo el horizonte se llenaba de torres de adobe. Pero la cotidianidad siguió siendo la misma: la tienda que fía, las fiestas alegres en diciembre, las natilleras. Esta es la historia de esos barrios que han resistido a pesar de todo.

* * *

Alicia González tiene 84 años y vive en El Poblado. Su casa, heredada de sus padres, tiene más de siete décadas. Ha pasado toda su vida en esa vivienda, que está junto a la avenida 34, en un barrio llamado El Chispero. Le tocó afrontar dificultades, cuenta, junto a sus nueve hermanos. Solo estudió hasta cuarto de primaria y se considera “una pobre que vive en medio de los ricos”.

El Chispero es una de esas “islas” que quedaron en El Poblado. Está junto a la Loma de los González y sus habitantes, orgullosos, dicen que el nombre hace alusión a la alegría, a las parrandas decembrinas y los bailes. Sus fundadores fueron capataces de las fincas de otrora, como la de los Echavarría. Como pudieron, esos capataces levantaron las casas que luego heredaron a sus hijos y que hoy conforman el barrio.

Alicia, en el corredor de su casa, recuerda la niñez: los guayabos que crecían a su antojo, las caminatas hasta el colegio Guillermo Echavarría, el equilibrio justo para llevar un balde de agua en la cabeza desde la quebrada hasta la casa. Los recuerdos de Alicia concuerdan con la descripción que Manuel Uribe Ángel hacía de El Poblado en 1887: “Tiene alegre plaza, casas cómodas y bien construidas y una iglesia de regular aspecto. En sus alrededores hay lúcidas casas de campo, arboledas frutales y corrientes de superior agua potable”.

En El Chispero todos se conocen. Muy cerca de la casa de Alicia hay un hombre que lee la prensa, sentado en una silla desvencijada. Está a unos metros de donde vive Ómar Sánchez, un líder del barrio. Ómar ha sido presidente de la junta de acción comunal y testigo de la transformación del barrio. A todo el frente de su casa levantaron hace poco un hotel. Desde la sala puede ver las habitaciones, donde se ha asombrado y disgustado al ver hombres y mujeres que, sin pudor, se asoman desnudos.

Pero eso es una pequeñez. Con indignación, cuenta que le han dicho que los que viven en El Chispero son invasores y que el barrio es muy feo. Esa anécdota se repite, casi calcada, en los otros barrios-islas que hay en El Poblado.

En la entrada de El Chispero hay una tienda donde ponen música y la gente se reúne. Hasta ahí han llegado personas ajenas al barrio a preguntar si las casas están en venta. Alicia recuerda que una vez fue una mujer, supuestamente en representación de una constructora, a decir que quería comprar terrenos para levantar edificios. Pero se llevó una respuesta contundente: el barrio no está en venta. “Nosotros de acá no nos vamos. Si nos compran para construir un edificio, nos tienen que comprar a todos”, sentencia Alicia.

Unas cuadras más arriba está El Garabato, otro de los barrios-isla. Sentado en el andén, Francisco Rodríguez dice que lleva 75 años viviendo allí, desde que nació. Usa chanclas y lleva puesta una camiseta de Millonarios, equipo del que varios vecinos son hinchas. Su casa, como la de Alicia, se asemeja más a una casa de campo: un corredor amplio con sillas, una pequeña huerta. También le han ofrecido vender. Vender para construir, para construir como hicieron con todo El Poblado. Pero, con la voz calma, dice: “De acá, solo para el cementerio”.

El Garabato queda en el sector de El Tesoro y también es estrato 2, como El Chispero. Su nombre, dicen los vecinos, se debe a que hace más de 50 años había unas mujeres que allí hacían, “garabateando”, gelatina de pata de vaca. De esos tiempos se acuerda Clara Inés Mesa, una octogenaria que vive en el barrio “desde que abrió los ojos”.

Como los vecinos más viejos, Clara Inés vuelve a su infancia, a los árboles de guayaba a los que se trepaba. En particular, revive lo que pasó “junto a un fogón de leña”. Hacía arepas, junto a su madre y hermanas. La ropa la lavaba en la quebrada. Con la llegada de “las palomeras”, como les dice a los edificios, la vida cambió. Tanto así que una vez le dijeron “invasora”. Rememora: “Una señora, que vive en un edificio, me dijo que nosotros estábamos invadiendo. ¿Nosotros? ¿Acaso no son ellos, que acabaron de llegar?”.

Francisco, por su parte, se ofende al ver unos árboles que hay sembrados en frente de su casa. Son enormes y, dice, los plantaron ahí para tapar el barrio: “Los sembraron ahí para no vernos, que porque esto les parecía muy feo”.

En El Garabato se vive como en cualquier barrio popular de la ciudad. Las escaleras tienen rampas de cemento para que las motos suban, hay varias tiendas donde fían y una barbería en el frente de una casa.

Como en El Chispero, los habitantes se niegan a vender. Para qué se van a ir a otro barrio, dicen, si ahí viven seguros, sabroso. Lo mismo dice Lisandro González, un habitante de La Chacona, el otro barrio-isla de El Poblado. La Chacona es un vecindario empinado, rodeado de algunas casas de ladrillos sin revocar. La historia se repite: fue fundado por capataces y trabajadores y hoy lo habitan los nietos y bisnietos de los fundadores.

El barrio es alargado y está cercado por ambos costados. “Cómo le parece. Por un lado le pusieron un muro, para no vernos, y por el otro nos sembraron un rastrojo. De una unidad dijeron que éramos invasores, cuando nosotros todos tenemos títulos de propiedad”, se lamenta Lisandro.

¿Hasta cuándo resistirán las islas la presión urbana desmedida que se ha cernido sobre El Poblado?

Parece que los barrios-islas van para largo. Federico Estrada, gerente de la Lonja Medellín, dice que estas comunidades están “urbanísticamente muy arraigadas”. “Ellos tienen un arraigo muy grande por su territorio. Y eso lo han entendido los constructores. Va a ser muy difícil que se unan para vender. Entonces, el desarrollo sí o sí va a tener que ser sobre el río y las partes planas”, comenta Estrada.

Lo cierto es que El Poblado no volverá a ser lo que fue, esa ladera llena de naturaleza que describió Manuel Uribe Ángel a finales del siglo XIX. Y los recuerdos de esos tiempos deseados morirán con los habitantes más viejos. Entonces quedarán unas islas urbanas sin recuerdos.

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