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Francesca GARGALLO, “El feminismo y su instrumentalización como fenómeno de mestizaje en Nuestramérica”, julio de 2009.

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El feminismo y su instrumentalización como fenómeno de mestizaje en Nuestramérica

Dra. Francesca Gargallo
UACM-SECNA

No hay nada en la escritura de las mujeres americanas posterior a la Invasión y Conquista que pueda equipararse con ese instrumento de permanencia en la historia encarnado en los Comentarios Reales del Inca Garcilaso de la Vega. Para el joven mestizo aristócrata, el mundo que desapareció en el transcurso de una generación  permanecería vivo mientras él fuera capaz de dar orden literario a los recuerdos de su madre, mucho más noble que su padre; a lo aprendido por las medias palabras de quienes todavía se acordaban de su alcurnia y orgullo; al respeto que ella -o la memoria de los hombres de su familia- despertaba entre los derrotados. Permanecería en el tiempo de la historia y alimentaría la esperanza política del grupo que podía identificarse aún con los poderosos derrotados, aunque ya mezclado, como él mismo, con nuevos miedos y una nueva divinidad, tal y como en el mundo clásico griego el o los mundos anteriores a las invasiones aqueas quedaron plasmados en los mitos con los nombres de edad de oro y edad de plata.

A las mujeres, el recurso de identificar la propia nobleza con la de un pueblo por venir que las rescatará de la derrota y la mezcla, les era vedado o quedaba demasiado separado de sus vidas reales. Por supuesto, pocas sabían escribir y, menos, entre las que fueron marginadas de los conventos y las enseñanzas particulares por ser indias, mestizas o negras.[1] No obstante, en castellano como en Bogotá, en Santiago de Chile o en náhuatl como en la Ciudad de México, ya en los siglos XVI y XVII hubo mujeres principales y cacicas que escribieron sus testamentos [2] o dejaron testimonio de las enseñanzas para mujeres nobles y “mujeres bajas” de sus antiguos pueblos. Nomás que no formularon ninguna reivindicación de lo anterior a su condición presente, no escribieron un solo renglón acerca de lo que aportaron al mestizaje en cuanto indias, porque ellas eran el instrumento y no el fruto de ese mestizaje.

La violada no le ve ningún resquicio amoroso, ningún futuro numínico a la violación. A la vez, el “conservadurismo” femenino, criticado hasta por feministas generalmente muy sutiles como Julieta Kirkwood,[3] se caracteriza por el anclaje de las mujeres a la concreción histórica, eso es, en un principio de realidad marcado por ser personas responsables de sí y de otros/as, en particular de sus hijos y de quienes dependen de ellas. Ante la minoría étnica invasora, las mujeres de los pueblos originarios acomodaron sus enfoques de la realidad. Su “conservadurismo” (en realidad, su estrategia de sobrevivencia) implicó en el caso de las mujeres principales casadas con españoles de alcurnia, como la hija menor de Moctezuma, el pasarle el título nobiliario al marido, como prueba de la participación y el reconocimiento personal en la gesta colonizadora, a cambio de la protección y reconocimiento de su estatus de mujer casada en el sistema dominante de los conquistadores peninsulares; y en el caso de las mujeres no aristócratas, el aceptar su lugar de esposa maltratada, de barragana o de madre de mestizos[4] a los que, para salvarlos de la marginación y discriminación, intentaban dar una ubicación social distinta a la de “indios”: “Las mujeres nativas forjaron alternativas en medio de las nuevas pautas de subordinación. Al lado de aquellas que permanecieron en sus comunidades viviendo en los reducidos márgenes que les quedaban y manteniendo sus costumbres tradicionales, hubo las que renunciaron a su condición de indias mitayas y se emparejaron con hombres no indígenas, justamente para rehuir ellas y su descendencia de las imposiciones tributarias”.[5]

En los siglos posteriores, la cultura escrita fue fundamentalmente criolla. Si Sor Juana Inés de la Cruz conocía el náhuatl al punto de poder componer piezas teatrales en la lengua del altiplano mexicano donde nació, la mayoría de monjas escritoras y, luego, de las humanistas en busca de una expresión criolla no conocieron otra cultura y lengua que la colonial dominante. Entre las Independentistas, de toda América, Gertrudis Bocanegra hablaba purépecha, Manuela Sáenz reconocía como motivadora de su propio compromiso la gesta de Tupac Amaru, pero sólo Juana Azurduy hizo de su mestizaje un elemento político contracolonial. Eso es, utilizó su condición de mestiza no para separarse de lo indio sometido, sino de lo español opresor, vinculándose a través del origen mixto de su familia con el pueblo aymara con el que peleó la liberación del Alto Perú y América. En 1825, en una carta a Manuela Sáenz, Juana Azurduy reafirmaba su pasión indoamericanista, posición política derrotada en la revolución de Independencia triunfante:

Llegar a esta edad con las privaciones que me siguen como sombra, no ha sido fácil; y no puedo ocultarle mi tristeza cuando compruebo como los chapetones contra los que guerreamos en la revolución, hoy forman parte de la compañía de nuestro padre Bolívar. López de Quiroga, a quien mi Asencio le sacó un ojo en combate; Sánchez de Velasco, que fue nuestro prisionero en Tomina; Tardío contra quién yo misma, lanza en mano, combatí en Mesa Verde y la Recoleta, cuando tomamos la ciudad junto al General ciudadano Juan Antonio Álvarez de Arenales. Y por ahí estaban Velasco y Blanco, patriotas de última hora. Le mentiría si no le dijera que me siento triste cuando pregunto y no los veo, por Camargo, Polanco, Guallparrimachi, Serna, Cumbay, Cueto, Zárate y todas las mujeres que a caballo, hacíamos respetar nuestra conciencia de libertad.

No me anima ninguna revancha ni resentimiento, solo la tristeza de no ver a mi gente para compartir este momento, la alegría de conocer a Sucre y Bolívar, y tener el honor de leer lo que me escribe.[6]

Cuando el viejo feminismo emancipacionista de las anarquistas, liberales y socialistas de finales del siglo XIX renació como un movimiento de liberación de las mujeres a mediados del siglo XX, las mujeres de América Latina se percataron de su diferencia con Europa, ya no como una “falla” en su occidentalidad, sino como una característica propia de su historia de discriminación. Lourdes Arispe daba entonces talleres a mujeres en los que sostenía que la Conquista de América debía leerse como la violación de las americanas, y que esa condición del mestizaje no podía obviarse si se quería enfrentar una liberación femenina ubicada en el tiempo y el espacio de América.[7] Igualmente durante un taller, más de una década después, Margarita Pisano propuso a las asistentes que no pensáramos el mestizaje como un acuerdo, sino como una mezcla obligatoria en función de la dominación, el fruto de una violación como instrumento de la conquista total de las mujeres. Insistió en que en la conformación del mestizaje se reivindican por lo menos dos culturas, por lo tanto en América no hubo mestizaje sino dominación, porque desde la primera generación se hizo presente una jerarquía de valorización positiva del lado español o blanco del propio ser y saber y el ocultamiento, con fin de desaparición, de los aportes de los pueblos originarios.[8]

Por supuesto, en las décadas de 1970 y 1980, la reflexión sobre la o las identidades era un tópico del pensamiento latinoamericano del que ningún/a científica/o social podía escabullirse. Sería suficiente revisar la literatura filosófica, antropológica y sociológica de esos años, así como los títulos de los talleres y cursos que se impartían, para corroborar la fijación continental de darse una identidad con la que defenderse de las agresiones económicas, culturales, tanto del imperialismo como de los grupos dirigentes locales, a los que más que por burgueses se les enjuiciaba por no identificarse con la historia, la economía y los sectores populares de sus naciones. Las feministas en ese entonces no podían escaparse de ese horizonte: qué era y cómo se conformaba la identidad femenina, por ejemplo, era una cuestión que fácilmente conducía a la pregunta por la existencia o menos de una identidad feminista, con su correlato de dudas acerca de si ésta entraba o menos en contradicción con las identidades políticas y étnicas de la mujer feminista.

Antropólogas, sociólogas y, en general, mujeres de los sectores medios cultos, blancos o mestizos claros, universitarias o artistas, las feministas latinoamericanas intentaban liberarse de los roles femeninos tradicionales heredados por la “cultura patriarcal”, en particular, de los que identificaban las mujeres con las madres, condenándolas y negándolas como artífices de su propia vida individual a través de ella.[9] En este esfuerzo de liberación, se afirmaba el derecho individual de las mujeres, su elección personal y no genérica, su independencia de los colectivos que las aprisionaban, fueran éstos la familia o la comunidad política, étnica o religiosa.[10] No es por conservadurismo o por incomprensión de la importancia de la liberación de las mujeres que, en América Latina y el Caribe, la tensión entre la propia búsqueda de una identidad feminista individual y la afirmación de la identidad colectiva –nacional o de grupo económica, social y culturalmente marginado- alejara a muchas mujeres indígenas y negras del feminismo durante las décadas de 1970 y 1980, marcadas por las dictaduras militares en el Sur y por las guerras de liberación nacional en el Centro.

El feminismo continental encaró ese conflicto apenas en 1987, durante el IV Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe, en Taxco, Guerrero, cuando, en el taller más concurrido, las centroamericanas dieron voz a su malestar para con un feminismo que no comprendía su necesidad y elección de estar vinculadas con la lucha para revertir las injusticias crónicas de las que eran víctimas sus pueblos desde la Conquista, y que las obligaban a analizar en primer término el imperialismo estadounidense en relación con sus clases dominantes.[11] Estas mujeres demandaban el derecho a participar en la formulación de un feminismo continental, aunque era en la lucha política mixta donde querían reivindicar su igualdad con los hombres y el derecho a una expresión propia, juntando de forma muy peculiar las etapas emancipativa y de liberación en su propio feminismo, sin hacer de la autonomía feminista el eje indispensable para lograrlo.

En Taxco se expresaron críticas muy difusas en esos años al machismo, no sólo de la sociedad tradicional, sino de los partidos y organizaciones de izquierda, popularizando expresiones como “El hombre nuevo no sabe cocer ni un huevo”, y analizando el uso que desde la izquierda se hacía de la maternidad como reproductora de ideologías patriarcales-revolucionarias (“A parir madres latinas, a parir más guerrilleros”, había sido una consigna dizque revolucionaria). Por fin se escucharon las voces de las mujeres mayas involucradas en la guerra de Guatemala, que enfrentaban a la vez el racismo de la sociedad guatemalteca, la represión etnocida del ejército, la opresión comunitaria de su condición de mujeres intercambiables en el mercado matrimonial y la instrumentalización que de ellas hacían los cuatro partidos de la Unión Revolucionaria Nacional Guatemalteca.

A más de dos décadas de distancia, podría decirse hoy que hasta el Encuentro de Taxco el feminismo latinoamericano todavía debatió sus propios olvidos históricos, las deudas con sus orígenes, las maneras de explayarse en nuevas direcciones. Sin embargo, en esa ocasión apenas rozamos el problema que se venía perfilando de una institucionalización de las demandas y los intereses de las feministas en sus diversas agrupaciones, y que después del fin de las dictaduras militares de Argentina, Chile, Bolivia, Brasil y Uruguay y de los procesos de paz en El Salvador y Guatemala, se manifestó con fuerza aplanadora en el horizonte de las así llamadas “transiciones” a la democracia.

Institucionalización del feminismo y feminismo hegemónico fueron un par peligroso durante los veinte años recién pasados, porque la fuerza de la institucionalización redundó en un renovado intento de absolutización de la hegemonía, tendencia que de por sí le es propia. La institucionalización del feminismo intentó afirmar la participación en las instancias del poder como “la única vía” para la liberación de las mujeres latinoamericanas, una vía entre liberal y socialdemócrata, sostenida por el voto y la presencia de mujeres marcadamente específicas (indígenas, negras, lesbianas “representantes” de su sector) en la contienda electoral. Se cobijó para esta cruzada de institucionalización democrática hegemónica en un nuevo discurso sobre la crítica universalidad de los derechos humanos, la sublimada identificación de democracia y libertad de mercado, la emancipación definitiva de las mujeres mediante la ley y su incorporación en las estructuras nacionales e internacionales, y la negación de las diferencias profundas en la organización social de las naciones, en particular de las ideas religiosas y colectivas del ser y el saber de los pueblos originarios.

Hasta el 1 de diciembre de 1993, cuando las mujeres mayas de Chiapas dieron a conocer la Ley Revolucionaria de Mujeres,[12] parecía que las demandas feministas se habían vuelto todas (aun las más críticas, como las de Las Cómplices, que en el VI EFLAC de Costa del Sol, El Salvador, en noviembre del mismo año, habían reivindicado su derecho a un feminismo autónomo de las financiadoras y las directrices internacionales de su pensamiento) de algún modo “mestizas” en el sentido de dominadas, café con leche, integradoras de una inexistente identidad latinoamericana que aceptaba sus excepcionalidades negras e indias, sin incorporar sus reflexiones sobre la colectividad como contraparte de la individualidad como fundamento de la cultura occidental.

Dada la cortedad de esta exposición, no puedo llegar a unas conclusiones –por supuesto nada definitivas- sino de manera abrupta. En la escritura de las mujeres nuestroamericanas, o el mestizaje es el elemento del que asirse para no identificarse con el lado opresor y violatorio de la cultura dominante, como lo fue para Juana Azurduy, hablante del aymara, el quechua y el castellano, o corre el riesgo de perpetuarse como un instrumento de sumisión. En particular, los intentos de controlar los movimientos populares e identitarios de los gobiernos latinoamericanos de la época del “tránsito a la democracia” (aproximadamente de 1989 a 2008), impulsaron la hegemonización de un feminismo de las instituciones y con ello la ratificación de la imposición de una americanidad femenina hegemónica que tiende a borrar sea la expresión rebelde de la cultura feminista en su vertiente de reivindicación de un sujeto femenino ajeno a la construcción del sistema legal de la modernidad colonial y racista, sea la concreta existencia de perspectivas culturales originarias en las que las mujeres pueden alcanzar su liberación desde una perspectiva no acorde con las de la etnia invasora, en particular desde una perspectiva no únicamente individualista. No es casual que hoy en día las mayores corrientes del feminismo autónomo, en Chile, México y Centroamérica, estén profundamente vinculadas con la defensa de los derechos de los pueblos originarios, y que la desconstrucción del racismo internalizado sea hoy un instrumento del feminismo para pensarse desde otro lugar que el de la lucha por el poder. Aun en tiempos, o precisamente por los tiempos, de recrudecida violencia contra las mujeres, cuando las violaciones sexuales se han convertido en un instrumento de represión de los ejércitos y policías continentales contra las mujeres que participan en las luchas por la defensa de la tierra, y el feminicidio, en un instrumento delincuencial de control de la movilidad, liberación y expresión femenina en todos los países de fuerte migración del campo y las pequeñas comunidades hacia los polos de industria del ensamblaje.


[1] Las historiadoras Josefina Muriel (Conventos de monjas en la Nueva España, Editorial Santiago, México, 1946, Las Indias caciques de Corpus Christi, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 1963, Los recogimientos de mujeres, respuesta a una problemática social en la Nueva España, UNAM, México, 1973, La sociedad Novohispana y sus colegios de niñas, UNAM, México, 1995, Cultura femenina novo-hispana, UNAM, México, 1982, etc.) y Asunción Lavrín (Mujeres Latinoamericanas, Fondo de Cultura Económica, México, 1985) han analizado cuidadosamente algunos conventos particulares, donde las actividades de las monjas en los ámbitos económicos, artísticos y gastronómico fueron muy importantes. Por ello sabemos que la práctica comúnmente acatada de excluir a las no peninsulares no se cumplía a cabalidad y que en la Nueva España existieron conventos para indias cacicas y principales (en 1552, dos novicias de la Concepción eran nietas de Moctezuma), así como beaterios y casas de recogimiento donde encontraron refugio de los prejuicios raciales mestizas, mulatas e indias de variadas condiciones. Asimismo, a pesar de que todos los monasterios femeninos eran de vida contemplativa, en ellos desde su fundación muchas monjas enseñaron religión y primeras letras a mujeres indias y mestizas. Según Josefina Muriel, tan temprano como en 1528, Catalina de Bustamante se convirtió en la primera maestra de América.

[2] Hay que recordar que las exigencias de la conquista y la cristianización hicieron de la evangelización y el ordenamiento por grupos étnicos-sociales la mayor empresa de transculturización de la Modernidad. Cfr: Margarita Iglesias Saldaña, “Pobres, pecadoras y conversas: mujeres indígenas del siglo XVII a través de sus testamentos”, Revista de Historia Indígena, Universidad de Chile, Facultad de Historia y Humanidades, Santiago, 1 de enero de 2001; Pablo Rodríguez Jiménez, Testamentos Indígenas de Santafé de Bogotá, Siglo XVI-XVII, Alcaldía Mayor de Bogotá-Instituto Distrital Cultura y Turismo, Bogotá, 2002.

[3] Julieta Kirkwood, en Ser política en Chile: las feministas y los partidos, Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, Santiago, 1986, sostiene que las feministas y, aún más, las mujeres en América Latina, por lo general, tienen posiciones conservadoras que redundan en acciones que favorecen las políticas moderadas o directamente reaccionarias.

[4] Según la peruana María Emma Mannarelli  la desestructuración de las sociedades originarias posterior a la Conquista desmanteló las pautas matrimoniales y de parentesco tradicionales. Mientras los indígenas eran obligados a dejar sus comunidades, hombres españoles llegaban a ellas, afectando la vida de las mujeres comuneras: encomenderos, corregidores y clérigos les impusieron relaciones de servidumbre que pasaban por el reclamo de favores sexuales, en su mayoría al margen de la conyugalidad.  Este es uno de los orígenes más ciertos de la población mestiza. Ver: “Espacios femeninos en la sociedad colonial”, en VV.AA, La mujer en la historia del Perú (siglos XV al XX), Fondo editorial del Congreso de Perú, Lima, 2007, pp. 191-215

[5] Ibidem, p. 193.

[6] Las cartas entre Manuela Sáenz y Juana Azurduy, testimonio de la simpatía y mutuo reconocimiento entre las dos únicas coronelas del Ejército Libertador, así como testimonio en palabra de Juana Azurduy de la presencia de muchas mujeres en la lucha de Independencia, se encuentran en vario sitios de internet. Entre ellos: http://elortiba.galeon.com/azurduy.html. Igualmente han sido reproducidas en: Mónica Deleis, Ricardo de Titto, Diego L. Arguindeguy, Mujeres de la Política Argentina, Editorial Aguilar, Buenos Aires, 2001.

[7] Temas recogidos también en textos posteriores de Lourdes Arispe, como «El Indio: mito, profecía y pasión», en América Latina en sus ideas, Siglo XXI, México, 1987.

[8] En un taller que la feminista chilena impartió en 1990 en México, en el Claustro de Sor Juana, al finalizar el Foro Mujer, Violencia y Derechos Humanos.

[9] Desde las tempranas reflexiones de Rosario Castellanos acerca de la maternidad y la cultura femenina, hasta las tipificaciones del maternazgo de Marta Lamas y la crítica a la identificación de la maternidad como naturaleza femenina de Yanina Ávila, en México el esfuerzo por desindentificar a las mujeres con las madres ha cruzado la filosofía, la antropología y la sociología de las feministas durante tres décadas.

[10] En esos años, las feministas eran básicamente jóvenes que tenían por ideal la pareja Simone de Beauvoir-Sartre, aparentemente libre de ataduras monogámicas y convivencias; que leían los clásicos del feminismo marxista de Sheila Rowbotham o Zillah Eisenstein; que se apasionaban por las brujas; que descubrían el componente libertario de su lesbianismo; y que soñaban con vivir en París, Londres o Barcelona. La liberación no tenía ninguna relación con las tradiciones latinoamericanas, como si esos no fueran también los años en que adquirían presencia conceptual y práctica la teología y la filosofía de la liberación. El rechazo a las tradiciones patriarcales en América Latina se identificó con el rechazo a todas las tradiciones americanas, también las de la familia indígena y de la cultura negra: el feminismo era individualista y antimaternal. Cfr. María Cristina Suaza Vargas, Soñé que soñaba. Una crónica del movimiento feminista en Colombia de 1975 a 1982, JM Limitada, Bogotá, 2008.

[11] Cfr: Memorias del  IV Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe, Taxco,  1987.  A cargo de la Comisión Coordinadora, México, 1987.

[12] Ejército Zapatista de Liberación Nacional, Ley Revolucionaria de Mujeres: En su justa lucha por la liberación de nuestro pueblo, el EZLN incorpora a las mujeres en la lucha revolucionaria sin importar su raza, credo, color o filiación política, con el único requisito de hacer suyas las demandas del pueblo explotado y su compromiso a cumplir y hacer cumplir las leyes y reglamentos de la revolución. Además, tomando en cuenta la situación de la mujer trabajadora en México, se incorporan sus justas demandas de igualdad y justicia en la siguiente LEY REVOLUCIONARIA DE MUJERES: Primero.- Las mujeres, sin importar su raza, credo, color o filiación política, tienen derecho a participar en la lucha revolucionaria en el lugar y grado que su voluntad y capacidad determinen. Segundo.- Las mujeres tienen derecho a trabajar y recibir un salario justo. Tercero.- Las mujeres tienen derecho a decidir el número de hijos que pueden tener y cuidar. Cuarto.- Las mujeres tienen derecho a participar en los asuntos de la comunidad y tener cargo si son elegidas libre y democráticamente. Quinto.- Las mujeres y sus hijos tienen derecho a ATENCION PRIMARIA en su salud y alimentación. Sexto.- Las mujeres tienen derecho a la educación. Séptimo.- Las mujeres tienen derecho a elegir su pareja y a no ser obligadas por la fuerza a contraer matrimonio. Octavo.- Ninguna mujer podrá ser golpeada o maltratada físicamente ni por familiares ni por extraños. Los delitos de intento de violación o violación serán castigados severamente. Noveno.- Las mujeres podrán ocupar cargos de dirección en la organización y tener grados militares en las fuerzas armadas revolucionarias. Décimo.- Las mujeres tendrán todos los derechos y obligaciones que señala las leyes y reglamentos revolucionarios. En El Despertador Mexicano, Órgano Informativo del EZLN, México, No.1, diciembre 1993.

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