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Verano de 1935.

Clara tiene once años y ha conocido al hombre más


fascinante del mundo: Roberto Montenegro, pintor y aristócrata, que acaba de
llegar a Deauville, la capital extravagante y frívola de la costa normanda
donde se reúnen príncipes y millonarios. Poco se sabe de su pasado y su
fortuna tiene orígenes inciertos, aunque los rumores hablan de obras de arte
robadas y golpes de tahúr en los casinos. El único que conoce sus secretos de
juventud es Gabriel Caron, el tío de Clara, pero los guarda en silencio, fiel a
un pacto de amistad establecido entre ambos hombres quince años atrás.
Sin embargo, cuando Clara encuentra el cadáver del pintor, asesinado durante
una noche de fiesta, empieza a desvelarse paulatinamente todo cuanto
Montenegro escondía. El descubrimiento de un valiosísimo lienzo de
Velázquez, en el que el maestro sevillano retrató a su amante Flaminia
Triunfi, quizá oculte la clave de lo ocurrido.
Un adictivo rompecabezas ambientado en la glamurosa costa francesa de los
años treinta sitúa a María Soto como la nueva maestra de la novela de evasión
y misterio.

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María Soto

El ladrón de veranos
ePub r1.0
Titivillus 03.10.2023

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Título original: El ladrón de veranos
María Soto, 2023
Imagen de la cubierta: Agustín Escudero

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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A mi padre,
que fue quien me llevó por primera vez a Deauville
y al Museo del Prado y a París y a las carreras,
y hasta al casino.
Y a tantos otros sitios.

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C’est cela qui est commode dans la tragédie.
On est tranquille.
Cela roule tout seul.
C’est propre, la tragédie.
C’est reposant, c’est sûr…
JÉAN ANHOUIL, Antigone

Un camarade t’a regardé ce matin-là:


—On y va?
—On y va.
Et vous y êtes «allés».
ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY, Terre des
hommes

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Verano de 1935

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Una noche irreal, estremecida y fabulosa como un cuento de hadas.
Así es como la recuerda Clara.
El temblor de las lámparas en el salón en fiesta, el vestido de gasa
pintada de su madre, el perfume retozón del galán de noche insinuándose
desde el jardín, y el mayordomo, un hombre mayor con el pelo blanco,
prometiéndole que la llevaría a ver a los gatos si se terminaba el postre.
Clara conserva viva la impresión de verdor intenso del pequeño parque.
Del roce del aire del verano sobre su piel. De la luna escabulléndose de las
nubes e inventándose un camino de luz hasta los pies de la terraza de piedra
blanca. Pero, sobre todo, guarda el recuerdo de las sombras. Más allá de los
ventanales encendidos y las notas en sordina, de ronda entre las siluetas de
los invitados, lo que recuerda es una noche más oscura y misteriosa, más
invitadora, que cualquier historia mágica.
Y, sin embargo, era todo de verdad. No hay duda. Lo ha sabido nada más
cruzar la verja de entrada, de repente, en un instante.
Es el mismo jardín. La misma casa.
Desciende los escalones, atenta a no mancharse los zapatos de satén
plateado, y respira hondo, con el corazón tamborileando.
Hace un momento, nada más darse cuenta de dónde estaba, ha
estrechado con fuerza la mano de su madre y ha querido susurrarle con voz
rápida: «No sabía que fuera un sitio de verdad».
Pero su madre no podía comprender. Clara nunca le ha hablado antes de
esos recuerdos.
No por nada. Sino porque no pensaba que fueran reales. Estaba segura
de que no eran más que retales de algún sueño que se le había quedado
prendido a la memoria a fuerza de repetírsele cuando era muy muy pequeña.
Tenía que ser así, porque esas noches fabulosas forman parte de sus
recuerdos desde siempre… Y ella no tiene más que once años cumplidos el
pasado invierno.
Por eso encontrarse allí, esta noche, le resulta tan inverosímil como si
hubiera saltado a pies juntillas al interior de cualquier ilustración de uno de
sus libros de cuentos favoritos: el de Genoveva de Brabante o el de La reina

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de las nieves. Solo que su mundo de fábula no es ni una ciudad medieval ni
un mundo blanco y helado, sino un jardín oscuro en el que los ojos de los
gatos brillan escondidos entre los arriates. Animales imposibles y salvajes a
los que hay que perseguir entre los túneles de enredadera para evitar que
corran a refugiarse a la negrura de los árboles.
Gira sobre sí misma y levanta la vista a la terraza. Las puertas de cristal
están abiertas a la noche, igual que entonces. Avanza unos pasos y rodea una
enorme hortensia azul, tecleando con los dedos sobre las flores inmensas.
Hay más episodios de su primera infancia que nunca ha sabido dónde situar;
y ahora comprende que también pertenecen a ese lugar. Recuerdos breves y
remotos, esplendorosos destellos de luz de verano que, tras iluminarlo todo
un instante, desaparecen, asustados de su propia intensidad, igual que
cuando en las salas en penumbra de los cines un fotograma se queda
atrapado en el proyector, rompe a arder y se consume en unos instantes, con
un brusco fogonazo.
Imágenes temblorosas, bañadas de calidez, con un regusto indecible a
alegría y a aventura y a secreto infantil.
Una ventana abierta sobre el mar desde lo más alto; el balcón de piedra
blanca de su cuarto, al que acuden las palomas a picotear las migas del
desayuno; una cama enorme, con dosel, desde la que tiene que saltar al suelo
todas las mañanas; el ramo blanco de peonías que una mujer con manos de
abuela consiente en bajar una y otra vez de la repisa de la chimenea para que
ella las huela; y su madre, con su vestido de flores claras, asomada a la
terraza del primer piso, como una princesa en su torreón, preguntándole si
ha atrapado muchos gatos en el mismo tono de aliento que si los arriates de
boj y las azaleas del jardín nocturno compusieran una selva impenetrable en
la que solo las criaturas mágicas osaran adentrarse.
¿Cómo es que nunca se le ha ocurrido que el escenario de todo aquello
fuera la casa del doctor Vidal? Más de una vez su madre le ha contado que,
cuando ella tenía solo dos años y medio, pasaron unas vacaciones allí. Aún
no habían comprado la casita en la que veranean ahora en familia, colina
abajo, algo más cerca del puerto. Y su padre estaba muy ocupado. No había
manera de arrancarle más de un par de días seguidos del hospital, así que el
doctor Vidal, su jefe y antiguo maestro, que ya entonces era muy rico, muy
respetado y tenía una mansión en lo alto de la ladera desde la que se
dominaba toda la costa, las invitó a instalarse allí un par de semanas. Clara
ha escuchado a su madre hablar más de una vez de aquel verano, pero nunca
había relacionado sus palabras, que hablaban de cosas tan banales, con las

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fugaces imágenes llenas de luz vibrante que lleva guardando en un lugar
secreto de su corazón todos estos años.
Es extraño. Ahora que sabe que el océano lejano e inaprensible que
contemplaba desde la barandilla de piedra blanca hace tantos años es el
mismo que en el que se baña en las tardes de playa, y que el mundo
tembloroso de su jardín perdido ha estado siempre ahí, a su alcance, no tiene
claro si se siente feliz o triste.
Pero no puede detenerse a averiguarlo. Es hora de volver al salón. Solo
le han permitido salir un momento. Y con lo que le ha costado que la dejen
asistir a esa cena no quiere que sus padres se enfaden. Así que no hay tiempo
más que para un paseo rápido, para adentrarse un momento en la zona más
frondosa del jardín y buscar los túneles vegetales bajo los que jugaba de
pequeña.
Clara camina con mucho cuidado. No sabe si está recuperando el jardín
mágico de sus sueños o perdiéndolo para siempre. Y tiene que mantener
impecables los zapatos plateados. Pero no encuentra las galerías de hojas de
sus recuerdos.
A lo mejor las han podado.
Entonces cae en la cuenta, desilusionada. No es eso. Es solo que ella ha
crecido: los pasadizos misteriosos bajo los que se escabullía entonces ahora
no son más que matorrales que apenas le llegan a la cintura.
Temiendo que la desilusión acabe por devorar del todo la sensación de
maravilla, decide regresar al salón de una vez. No puede molestar a su madre
durante la cena para explicarle lo que ha descubierto, pero mañana por la
tarde, camino de la playa, se lo contará a Luca.
Aunque no tiene claro que su amigo lo entienda del todo.
Luca cree que es el que más sabe de los dos de las cosas de la vida, pero
a la hora de la verdad siempre es ella quien tiene que enseñarle las más
importantes.
De pronto, Clara siente un desagradable calor en las mejillas. Qué
rabia… No ha pensado en Luca más que un momento, pero solo con eso ya se
ha puesto colorada.
A lo mejor mañana por la tarde se queda en casa, leyendo, y no baja a la
playa, para no verle. Cada vez que se acuerda de que el muy tonto le ha dado
un beso se muere de vergüenza y le entran unas ganas enormes de pegarle
una paliza, por idiota.
Justo entonces ve dos lucecitas amarillas que la observan desde dentro de
un arbusto.

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Los ojos de un gato.
Y, sin más, porque es una buena forma de descargar el enojo que siente
hacia Luca y porque eso era lo que hacía en sus recuerdos cuando era
pequeña, echa a correr detrás de ellos, impetuosa, olvidándose de ir
pendiente de no engancharse el vestido con las ramas. Pero en unas pocas
zancadas el gato ha desaparecido. Se gira, buscándolo, y entonces tropieza
con algo tirado en mitad de un arriate y se trastabilla.
Un zapato de hombre.
A la luz azulada de la luna parece un zapato nuevo, limpio y reluciente.
¿Quién puede haber dejado un zapato recién lustrado en mitad del jardín?
Se agacha a recogerlo y mira alrededor. Se encuentra en una especie de
pasillo formado por dos setos tan altos como una persona mayor. No se
escucha nada, más allá del murmullo de charla proveniente del interior de la
casa.
Da dos pasos al frente. Y entonces lo ve.
Un hombre, tendido boca abajo. Viste traje oscuro y le falta un zapato.
Tiene la cabeza vuelta hacia el lado opuesto a donde ella se encuentra,
pero Clara lo reconoce.
Porque en el brazo izquierdo, doblado hacia atrás en una posición
forzada, lleva la pulsera de cuentas verdes y azules que ella misma le ha
ayudado a colocarse en la muñeca hace unas horas.
El hombre no se mueve.
Asustada, gira la cabeza buscando ayuda y llama bajito. Tan bajito que
es imposible que nadie la oiga. Aun así, cuando mira hacia arriba, ve como
una silueta oscura se desprende de las demás sombras alargadas que
deambulaban dentro de la casa y sale a la terraza recogiéndose la falda. Su
madre. Pero no puede haberla escuchado. Debe estar buscándola porque se
ha hecho tarde y estarán sentándose a la mesa para cenar.
Clara la observa acercarse a la barandilla. Lleva un vestido de gasa
floreada, como esa noche remota de hace casi diez años, en el sueño que ha
resultado no ser un sueño. E igual que entonces la oye pronunciar su nombre,
mitad llamada, mitad susurro, engañoso. Por un momento le parece que el
jardín palpita, y el corazón le tiembla, inseguro de en qué edad y en qué
mundo se encuentra realmente. Pero la brisa salada del verano le acaricia la
piel de improviso, destemplándola y recordándole que está despierta.
Tiene que responder y pedir auxilio. Decirle a su madre que baje con ella
a asistir a ese hombre que yace tendido, inmóvil y a oscuras, con un solo
zapato.

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Pero no es eso lo que hace. En lugar de pedir ayuda coge aire y da dos
pasitos para acercarse al cuerpo caído en el suelo. Se agacha a su lado.
Silencio.
No se le oye respirar.
Acuclillada, ve de nuevo los ojos amarillos y vigilantes del gato, redondos
y pérfidos. Ya no pertenecen a una fiera silvestre, sino a un espíritu burlón
que se ríe, taimado, regodeándose en lo que Clara está a punto de descubrir.
El hombre del suelo tiene la cara contra el suelo. Lo llama por su
nombre, muy bajito, y, como no hay respuesta, se atreve a acariciarle el
hombro, el pelo. Al rozarle la nuca nota algo extraño y repliega la mano
antes de volver a palparlo. Es un surco largo y grueso como dos de sus dedos
que le recorre el cuello, parecido a una huella de rodada sobre un camino
embarrado.
Clara comprende.
La noche acaba de devorar de un bocado feroz los recuerdos de su
infancia que convertían ese jardín en un lugar mágico.
Roberto Montenegro, el personaje del que toda la ciudad habla sin parar
desde hace una semana, el hombre de mundo, apostador, tramposo y
coleccionista de arte de orígenes inciertos, el aventurero que ha trastocado
su vida y la de su familia en los últimos días —⁠su amigo⁠— está tendido a sus
pies, muerto.

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Una semana antes

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Martes

Gabriel Caron no sabrá nunca por qué mintió. Nadie le obligó a hacerlo, ni
tampoco ganaba nada con ello, más allá de una minúscula satisfacción de
amor propio. Pero lo hizo. Y su mentira, irreflexiva e insignificante como fue,
se convirtió en el disparador de todo lo que sucedió a continuación.
A mediados del mes de agosto el verano se agota despacioso, con una
satisfecha monotonía de sol, playa y cenas tardías, confundiéndose con otros
veranos recientes. Entre los habituales de la Costa Florida ya ha empezado a
correr la noticia de la llegada de Roberto Montenegro. Pero Gabriel aún no lo
sabe.
Será de los últimos en enterarse. Aunque hará lo posible porque nadie se
dé cuenta. Solo su hermana Emma llegará a mirarle con suspicacia un
momento, pero enseguida disimulará, considerada y discreta, igual que
siempre.
Gabriel ha llamado a su puerta a las doce y media, como suele hacer un
par de veces por semana, entre julio y septiembre, desde hace años. Emma
veranea con su marido Léon y con su hija en una casita encaramada a una de
las calles en cuesta que suben desde el puerto de Trouville, cerca de la iglesia
de la Virgen de las Victorias.
No es grande. Apenas puede considerarse una villa. Dos alturas y un
desván. Una fachada blanca de mortero con traviesas de madera pintadas de
azul celeste y un tejado de pizarra con voladizos. No tiene jardín. Pero tras la
verja de entrada hay un pequeño patio donde, cuando su cuñado Léon está en
casa, el ritual establece que ambos se acomoden un rato a compartir un trago
de Calvados para abrir el apetito antes de sentarse a comer.
Esa mañana el sol brilla blanco y rabioso, resarciéndose después de una
semana de lloviznas, y Gabriel se encuentra a Léon instalado en una de las
sillas de mimbre, leyendo el periódico a la sombra del exuberante liquidámbar
que todos los años los recibe, al inicio de julio, vestido de un verde descarado
que va mudando poco a poco, hasta que a mediados de septiembre, cuando su

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hermana y su familia se despiden de la costa normanda, luce ya una atrevida y
pinturera cabellera pelirroja.
Gabriel saluda al marido de su hermana con un apretón de manos y se
deja caer a su lado, con el sombrero de paja entre los dedos. No es fácil lograr
que su cuñado escape muchos días del hospital donde trabaja, ni siquiera en
verano, pero nunca falta a mediados de agosto, cuando se aproximan la
Semana Grande y el Gran Premio del Hipódromo.
Léon, sin embargo, no le cuenta nada.
Le habla del tiempo, que hasta ahora ha refrescado. De que el motoclub de
Deauville quiere organizar una carrera urbana de bólidos para el verano
siguiente. Y de Brantôme, el campeón de la cuadra del barón de Rothschild,
que viene a correr el Gran Premio.
Pero ni una palabra sobre Roberto Montenegro.
Cierto es que a su cuñado Léon no le interesan los ecos de sociedad, y
aunque más tarde, durante la comida, confesará que algo había escuchado en
el club de golf, lo más probable es que apenas prestase atención a lo que se
hablara. O quizá considerase inadecuado sacar a colación la noticia por temor
a ser inoportuno.
Cortés, reflexivo y templado, Léon Castel apenas ha cumplido los
cuarenta, pero el pelo fino y rubio le clarea hace tiempo. Los ojos azules,
escondidos tras sus lentes redondos, se le han empequeñecido con los años, y
sus mejillas, sonrosadas por la brisa marina, comienzan a descolgarse un
poco. No es un camarada de francachelas ni un cómplice a quien confesar
andanzas inconvenientes, pero es un buen hombre, buen marido y buen padre,
que a pesar de su impecable traje de lino conserva el mismo aire de ratón de
biblioteca deslumbrado por el sol de los tiempos en que no era más que un
joven doctor de provincias que cortejaba con timidez a su hermana Emma. El
propio Gabriel, que tiene nueve años menos que él y por entonces no era más
que un pipiolo, tuvo que darle un empujón para que se decidiera a declararse
de una vez por todas.
Con los años, su cuñado ha ganado seguridad, pero sigue siendo un
hombre de trato modesto y afable. Solo en su ambiente profesional —⁠es un
neumólogo de primera fila⁠— se desenvuelve con un aplomo cargado de
confianza.
—¡Tío! ¡Estoy aquí!
Gabriel alza la vista. Su sobrina Clara le saluda desde una de las ventanas
del primer piso y, antes de que le dé tiempo a responder, desaparece de su
vista. Sus pasos se escuchan escaleras abajo e irrumpe en la terraza, se abraza

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a su cuello, le planta un sonoro beso en la mejilla y, sin más, se sienta a su
lado, con las piernas en chinito.
Aunque ha estado casado, Gabriel no tiene hijos y mima a su sobrina todo
lo que su hermana y su cuñado le permiten. Clara es una niña estupenda. No
ha heredado ni pizca del carácter modoso de Léon. Es alegre y lista, una
polvorilla capaz de parlotear durante horas y luego quedarse atenta y callada,
pendiente de las conversaciones de los adultos sin dar muestras de aburrirse
durante mucho más tiempo del razonable para sus once años.
Hoy apenas atiende a lo que hablan de refilón, distraída con el periódico
de su padre, hasta que Gabriel se burla del enorme lazo amarillo que le han
colocado en lo alto de la melena de color rubio oscuro y ella le saca la lengua,
alborotada, e intenta arrebatarle el sombrero en venganza. Luego, sin
transición, pregunta cuánto falta para sentarse a comer. Se está haciendo tarde
y su amigo Luca, el hijo del sastre italiano, va a venir a buscarla a las dos para
ir a la playa.
El pequeño Luca y su familia viven un par de calles más abajo, cerca del
puerto pesquero de Trouville, aunque la sastrería familiar no atiende allí a su
elegante clientela, sino en la otra orilla del río, en la ciudad de Deauville,
donde se alojan los veraneantes de más relumbrón y los precios pueden
inflarse con desfachatez, de modo que los ingresos de la temporada estival
permitan capear airosamente los mortecinos meses de invierno.
Separadas tan solo por un puente, a un brevísimo paseo a pie, Trouville y
Deauville son dos vecinas recelosas obligadas a convivir a la fuerza.
La coqueta Trouville, puerto de pesca medieval, refugio de escritores y
pintores románticos, con sus callejuelas empinadas, sus colinas verdes, su
muelle y sus traineras, fue durante largos años la favorita de aristócratas y
hombres de negocios que se daban cita en su casino, sus hoteles de lujo o sus
baños de mar. Hasta que Deauville, surgida de la nada hace solo unas décadas
en la orilla izquierda del río, hija de la especulación y las altas influencias,
con sus calles rectilíneas trazadas sobre plano donde antes no había sino
terrenos pantanosos, su hipódromo, su golf y su campo de polo, le robó la
primacía. Y la vieja Trouville, pintoresca pero discreta y elegante, se vio
desbancada por aquella estrella ascendente de la vida social, una nueva rica a
la que cortejan los pretendientes más granados, pero en torno a la cual rondan
de igual modo los aventureros y los vendedores de humo.
Forzadas a compartir estación de tren, como dos elegantes resignadas a
utilizar los servicios de la misma costurera, las dos grandes damas de la costa
normanda pasan los días de sol vigilándose esquinadas. Ambas viven con

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intensidad el verano y dormitan medio desiertas durante los meses de
invierno, cuando marquesas, millonarios, actrices y ases del deporte
desaparecen y ellas se quedan sin más distracción que las conversaciones
diarias con las aguas frías y grises del canal de la Mancha.
Gabriel también regenta un pequeño negocio en Deauville, cerca de la
sastrería del padre de Luca. La mayor parte del año vive en Rouen, donde
tiene su estudio de fotografía, pero en verano deja el establecimiento a cargo
de un ayudante y se instala en la costa, aprovechando el flujo de visitantes
acomodados dispuestos a pagar precios disparatados por un retrato frente al
mar.
El cuarto donde revela las películas está en los bajos de un edificio
cercano a la plaza del mercado, y él se aloja en la primera planta, en un
pequeño apartamento. El trabajo se lo toma con relajo. Su propósito no es
obtener grandes beneficios. Le basta con sacar lo suficiente para pasar dos o
tres meses de felices semivacaciones sin incurrir en gastos.
Hace solo cuatro años que ideó esa fórmula de aunar ocio y negocio, poco
después de que su hermana y Léon compraran su casa de verano, aunque su
primera visita a la ciudad fue hace ya casi tres lustros, y fue, precisamente,
junto a Roberto Montenegro. Un verano novelesco e inagotable, con el
diploma de fin de estudios en el bolsillo y todo el futuro por delante.
Pero en ese momento, sentado a la sombra del liquidámbar, entre su
cuñado y su sobrina, apurando su copa de Calvados, ni se le pasa por la
cabeza el recuerdo de su viejo amigo. No se ha acordado de él en siglos. O
solo vagamente. Desde luego, no se acuerda de él ahora, mientras defiende a
Clara ante su padre, que la riñe por su impaciencia: aguardan a una invitada a
comer y tendrá que esperar; igual que tendrá que hacer su amigo Luca cuando
venga a buscarla.
Léon y Emma han intentado que su hija trabe mayor amistad con las niñas
de su círculo de veraneantes. Sin éxito. Clara es muy sociable y juega con
ellas en la playa o en el paseo, acude a sus meriendas y las invita a su vez a
casa de cuando en cuando; pero su camarada inseparable sigue siendo ese
rapaz de pantalones bombachos e impecables chaquetas deportivas cortadas
en la sastrería paterna que, invariablemente, aparecen con botones de menos o
desgarros en las coderas a los pocos días.
Clara calla, obediente, aunque su mohín contrariado deja bien claro lo
injusto que le parece que sea Luca quien tenga que pagar la impuntualidad
ajena. Afortunadamente, la invitada que aguardan no se hace esperar, y en
pocos minutos se encuentran los cinco instalados a la mesa.

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Dora Vernon es una inglesa rellenita con las mejillas encendidas y los
labios siempre pintados de rojo vivo que pasará por poco los cuarenta. Viuda
de un primer marido y divorciada del segundo, sin hijos, deportista,
organizadora incansable de subastas y funciones de caridad, se desplaza casi
siempre en bicicleta, y va y viene sin parar durante todo el día sobre las
planchas de la playa para cumplir con sus múltiples compromisos.
Emma la conoció el verano pasado en el Lawn-Tennis de Deauville y casi
de inmediato la inglesa se erigió en su amiga íntima, envolviendo, por
extensión, a toda su familia con una dulzura protectora un tanto empalagosa.
A Gabriel lo que más le cansa es que tiene una opinión sobre todo y sobre
todos. Con la misma determinación imparte lecciones sobre la educación de
los perros de aguas que sobre las sonatas de Mozart, aconseja a una amiga que
abandone a su marido o deje sin pagar una factura cuantiosa. Y su hermana,
que no concibe que otros puedan alardear de conocimientos que no poseen, se
deja aleccionar por ella.
Hoy acaban de servir el segundo plato cuando Dora Vernon entrecruza los
dedos bajo la barbilla:
—Por cierto, no os he contado de qué hablaba todo el mundo esta mañana.
En el paseo de las Tablas he escuchado el mismo nombre mil veces. Parece
ser que hoy esperan en el hotel Royal a un tal Roberto Montenegro. Ya ha
llegado su equipaje. El nombre no me decía nada, al principio. Pero enseguida
me he informado de quién es. ¡Menudo personaje de novela! Desde luego, los
devotos del casino van a tener que estar bien alerta a partir de hoy…
Gabriel devuelve a la mesa la copa que iba a llevarse a los labios, sin
beber. Sin duda, la inglesa se ha enterado mal. O ha confundido los nombres.
Porque sus palabras no tienen sentido. Da igual que hayan sido claras y
sonoras.
Quizá sea porque, por bien que creamos recordar nuestra vida pasada, en
realidad no conservamos de ella más que unas pocas instantáneas, un puñado
de escenas y caras que guardamos en álbumes ordenados en la memoria.
Álbumes que solemos ojear de cuando en cuando y que conocemos al dedillo.
Constituyen un relato mal hilvanado en el que abundan las hojas en blanco,
pero es un relato coherente, con sus propios hitos, sus protagonistas y sus
leyendas. Sabemos perfectamente qué página y qué esquina ocupan cada una
de las imágenes que lo componen, qué amigos y familiares aparecen en ellas
y qué momento evocan.
Pero con sus palabras, Dora Vernon acaba de recolocar, inesperadamente
y sin pedirle permiso, una de las viejas imágenes del manoseado álbum de

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fotos de su pasado, amarillenta y cuarteada, entre las instantáneas de su vida
actual.
El efecto es tan desconcertante que, allí sentado a la mesa de su hermana,
ese mediodía de agosto, Gabriel se siente de pronto en un terreno incierto y
casi ilusorio, igual que cuando, durante una visita, un pariente lejano extrae de
una vieja caja de galletas una fotografía de nuestra infancia que no hemos
visto nunca y nos invade la extrañeza de encontrarnos cara a cara con una
vida que no recordamos haber vivido pero debe ser forzosamente la nuestra.
Emma reacciona más rápido:
—¿Roberto está aquí? Madre mía, ¿cuánto tiempo hace que no le vemos,
Gabriel? Más de doce años seguro. Desde antes de mi boda…
—¿No te lo conté, Emma? —pregunta Léon⁠—. El otro día, cuando estaba
en el Golf con el doctor Vidal, escuché algo al respecto en el bar. Creí que te
lo había dicho…
Dora Vernon sonríe, melosa. A Gabriel le parece que tiene la coquetería
inoportuna de las mujeres que nunca han sido bellas y con la edad adquieren
un atrevimiento extemporáneo para compensar el tiempo perdido; y que a
veces revolotea demasiado en torno a Léon:
—Disculpadme, pero no sé si hablamos de la misma persona. El
Montenegro del que se hace lenguas todo Deauville es un aristócrata
sevillano. Un tipo un tanto misterioso y con una, digamos, ambigua
reputación. Una especie de Arsenio Lupin del sur. ¿Seguro que es el mismo
que vosotros conocéis?
Léon sacude la cabeza:
—No, no, yo no lo conozco. Es un viejo amigo de Emma y Gabriel.
—¿Quién es ese Arsenio Lupin del sur, mamá? —⁠interrumpe una vocecita
cargada de impaciencia⁠—. ¿Es amigo tuyo de verdad?
Clara mira a su madre con los ojos como platos, entre maravillada e
incrédula ante la posibilidad de que exista un Arsenio Lupin de carne y hueso
y, más aún, de que su propia madre goce de su amistad.
Todos sonríen. Arsenio Lupin, ladrón de guante blanco y caballero,
ingenioso y galante, prestidigitador, experto en artes marciales y hombre de
ciencia. Es el héroe de las mil caras que protagoniza las famosas novelas de
Maurice Leblanc. Un héroe que lo mismo desvalija a los pasajeros de un
trasatlántico rumbo a Nueva York que asiste a la cena del embajador de
Inglaterra o vacía de obras de arte el castillo de un avaro millonario mientras
se escurre alegremente de entre las manos de la policía. Clara conoce de
memoria cada una de sus rocambolescas aventuras y colecciona todos los

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volúmenes de sus historias. El último, publicado hace apenas un mes, ya lo
tiene desgastado de leerlo y releerlo. Incluso ha conseguido que la lleven tres
veces a ver la película rodada en Hollywood que protagoniza John
Barrymore, aunque el actor es muy viejo y no se parece en nada al Lupin que
ella imaginaba, y siempre sale de la sala de cine quejándose.
Es normal que al oír hablar de la aparición de un sosia de carne y hueso de
su admirado bandido de fantasía se haya olvidado por completo de la norma
que sus padres le han impuesto para concederle, ese verano por primera vez,
permiso para sentarse a comer con ellos todos los días, incluso cuando haya
invitados: no le está permitido intervenir en las conversaciones de los adultos
a no ser que alguno se dirija a ella directamente.
Gabriel tampoco tiene muy claro cómo reaccionar.
Sí, por supuesto, él también ha leído su nombre en la prensa en los
últimos años. Pero cuando lo ha hecho no le ha parecido más que un simple
puñado de letras impresas, irreal como un relato de ficción, sin conexión con
su propia vida. Nada que ver con el desconcierto de escuchar a una persona de
carne y hueso, sentada a su lado, hablar de Roberto Montenegro, el estudiante
de medias caídas, flaco y fantasioso que él recuerda, como de un intrépido y
chispeante malhechor de folletín. La posibilidad de que el hombre que llega
esa tarde al Royal, uno de los dos grandes hoteles de lujo de Deauville,
precedido por su novelesca reputación sea la misma persona que su viejo
compañero de pupitre le resulta más fantástica que cualquiera de las aventuras
del famoso Arsenio Lupin con el que la prensa popular, ávida de héroes y
malvados, suele compararlo.
Su cuñado también se ha reído un momento, pero hace por retomar su
papel de educador rápidamente. Mira severo a su hija y, con un dedo
acusador, señala el tenedor que la niña empuña en la izquierda, olvidado, con
los dientes apuntando hacia el techo.
—Pero, papá…
—Clara…
La niña calla, resignada, y pincha otro trozo de carne con fiereza
vengativa. Dora Vernon sonríe e inclina la cabeza con expresión afectuosa:
—No la regañes, Léon. Es normal que tenga curiosidad. Ese Montenegro
debe ser un hombre con una vida cautivadora. Al parecer, su primer gran
golpe, no está claro si de suerte o de tahúr, fue en el casino de Biarritz. Logró
arrebatarle a uno de esos rusos blancos, un príncipe de algo, una auténtica
fortuna y, sobre todo, un lienzo valiosísimo de ese pintor del Renacimiento o

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del Barroco, no sé, que retrataba a toda la gente alargada y con cara triste.
¿Sabéis quién os digo?
Todas las cabezas se giran hacia Gabriel.
—¿El Greco? —pregunta. Una parte de sí mismo escucha ávida las
palabras de Dora Vernon, atenta a cualquier detalle, pero hay otra distraída
por un cosquilleo candente que le remueve el pecho, como de burbujas en
ebullición. Un recuerdo de ilusiones apagadas y viejos sentimientos de
traición.
—Ese mismo. —Dora acaricia la mejilla de Clara y la niña arruga los
labios, recurriendo a toda su fuerza de voluntad para no esquivar la carantoña
de la inglesa⁠—. Parece que se encaprichó del cuadro, sin más. Aunque llevaba
siglos en posesión de la familia del príncipe ruso. El pobre hombre había
logrado escapar con bien de la revolución bolchevique y esa noche fue su
ruina. Además, parece que Montenegro está implicado en la desaparición y
misteriosa reaparición de varias obras maestras. Al parecer, su galería no es
más que una tapadera… Desde luego, a poco agraciado que sea, no me
extraña que levante pasiones femeninas…
Parpadea igual que una adolescente coqueta y su sonrisa azucarada
recorre la mesa hasta acabar posándose, como si tras un breve vuelo hubiera
alcanzado por fin su destino, en los ojos de Léon, a pesar de que su cuñado ha
dejado claro que no conoce a Montenegro. Inmediatamente inclina la cabeza
y su voz se convierte en un arrullo:
—Qué casualidad tan increíble que seáis amigos. Tenéis que contármelo
todo. ¿Cómo es que no sabíais que venía a pasar unos días a Deauville?
—Hace siglos que dejamos de tener contacto —⁠replica Emma⁠—. No
hemos sabido de él desde que dejó de escribir a casa. Tú tampoco tenías
noticia, ¿verdad, Gabriel?
Está claro que solo le interroga porque le resulta raro verle tan callado.
Emma sabe mejor que nadie que él no mantiene relación ninguna con Roberto
Montenegro. Conoce de sobra la respuesta a su pregunta. Y, obviamente, no
espera que conteste como lo hace.
Él tampoco.
De hecho, Gabriel es el primero que se queda sorprendido cuando rompe
el silencio defensivo que guarda contra esa entrometida, contra los recuerdos
y el tiempo desordenado, y se escucha responder, con el mismo descuido
negligente que si no hubiese reparado hasta ese momento en que la
información podría interesarle a su hermana:

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—Bueno, sí, en realidad, sí… Me llegó un telegrama a principios de
semana. Él mismo me lo mandó. No sé cómo habrá conseguido mi dirección
ni cómo habrá averiguado que tengo aquí un estudio. Decía que llegaba en un
par de días y que me avisaría en cuanto estuviera instalado. Que tenía muchas
ganas de que volviéramos a vernos. —⁠Siente la necesidad de justificar su
silencio y añade⁠—: No te dije nada para darte la sorpresa cuando llegara el
momento.
Lo que acaba de hacer es una estupidez y Gabriel lo sabe. Él no miente
nunca. O casi nunca. Si acaso, a los fisgones que meten las narices de forma
grosera donde no les corresponde. O para eludir un compromiso inoportuno
con educación. Como mucho, deja escapar algún embuste piadoso para
alegrarle el día a alguien, ocasionalmente. Nada más.
Y aun así, acaba de mentir ahora mismo. De la manera más gratuita.
Probablemente, los días por venir habrían sido muy distintos sin esa
mentira. Si Gabriel hubiese admitido lo que Emma ya sabe: que no ha
intercambiado ni una palabra con Roberto Montenegro desde hace trece años.
Entonces, quizá, a lo largo de la siguiente semana, habría llegado a ver a su
viejo compañero de lejos, circulando en su coche de lujo por la Terraza, o se
lo habría cruzado saliendo de madrugada del casino. Pero este ni siquiera le
habría reconocido después de tanto tiempo. No habrían llegado a cruzar
palabra y todo habría quedado en una incómoda charla de sobremesa en casa
de su hermana; en el relato de un par de anécdotas del pasado.
Nada más.
Pero ha mentido. De un modo fútil e innecesario. Y ni siquiera está seguro
de por qué lo ha hecho.
Lo cierto es que Roberto Montenegro jamás habría podido avisarle de su
llegada, porque no tiene forma de saber que él también se encuentra en
Deauville, a apenas cuarenta kilómetros pero a un mundo entero de distancia
de la aldea en la que ambos pasaron la adolescencia trazando futuros llenos de
viajes y aventuras, miseria y fortuna, mujeres misteriosas y desamores, y en
los que siempre triunfaba, sobre todo y todos, su amistad, sólida e
inquebrantable como la de las novelas.
Para haber podido anunciarle lo que fuera, Montenegro habría tenido que
saber algo de él.
Que se gana la vida haciendo fotografías, por ejemplo, tal y como
ambicionaba cuando era un crío, aunque los clichés que revela en su negocio
situado bajo el Gran Reloj de Rouen no los toma en África, ni en Arabia, ni
tampoco en Extremo Oriente, sino allí mismo, en un estudio decorado con

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pesadas cortinas de damasco, telones que simulan jardines ficticios y
columnas de papel maché. Y sus modelos no son exóticos héroes, sino recién
casados de la burguesía local, niños envueltos en mantillas de encaje o
disfrazados de marinero y mocitas casaderas que quieren enviarle un recuerdo
a su prometido, que cumple el servicio militar lejos de allí. O que de vez en
cuando publica crónicas de la opaca vida social de la capital normanda en el
provinciano Journal de Rouen, pero nunca llegó a escribir para el Bulletin de
la Société Géographique de Paris, ni para las páginas del Journal des
Voyages, relatando sus encuentros con peligrosos indígenas del Amazonas o
con caníbales del Congo, como había planeado.
No. El Roberto Montenegro que está a punto de instalarse en el hotel
Royal, ataviado con su sugestiva reputación de truhan de vodevil no sabe
nada de eso. De modo que no ha podido enviarle telegrama alguno ni ponerse
en contacto con él de ningún otro modo. Lo más probable es que haya
olvidado por completo lo que significó aquel lugar para ambos hace tanto
tiempo. Y, se confiesa avergonzado, eso le humilla y le enfada de una forma
irracional.
Por eso ha mentido, sacudido por un impulso idiota que ahora le incita a
seguir defendiendo sus palabras, como los malos embusteros:
—La verdad es que es asombroso que supiera que iba a encontrarme aquí
y que haya dado con mi dirección, tendré que preguntarle cómo lo ha hecho.
—Entonces, ¿sois muy amigos, tío?
Los ojos dorados de Clara brillan de admiración hacia el desconocido y
misterioso extranjero y hacia su tío Gabriel, que tiene el privilegio de recibir
telegramas de semejante personaje.
Y ya no hay más tema de conversación hasta el final del almuerzo. A los
postres, Dora Vernon sigue haciendo preguntas y compartiendo rumores: al
parecer, el misterioso señor Montenegro trae un potro a correr el premio
Morny, el próximo domingo, y cuando termine la Semana Grande, tiene
planeado viajar a Beirut —⁠el mismísimo Habib Pachá le ha invitado a su
residencia⁠— y, desde allí, realizar un largo tour por Siria, Palestina y Líbano.
Emma recuerda las singulares noticias que llevaron por primera vez el
nombre de Roberto a las páginas de la prensa hace tres o cuatro años y cavila
sobre cuánto tendrán de verdad y cuánto de exageración. Clara interrumpe sin
parar y Léon, que escucha en silencio, parece haber olvidado las normas de
urbanidad que le han impuesto a la niña para sentarse a la mesa de los adultos.
Gabriel tampoco habla mucho. Emma le invita de cuando en cuando a que
relate alguna anécdota de los años que compartieron los tres en la escuela o a

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que complete cierta historia que ella no vivió de primera mano, pero él
responde invariablemente que no se acuerda bien. Ha transcurrido mucho
tiempo. Y las deja hablar. A pesar de que sigue mintiendo. Por supuesto que
se acuerda. Se acuerda con detalle de todos y cada uno de los episodios que
cuenta su hermana.
Se acuerda de todo.
Pero un resabio áspero le aja los recuerdos, intoxicándolos y trayéndole a
la garganta un sabor desapacible: el insidioso sentimiento de que, años atrás,
Roberto Montenegro le robó la vida que le correspondía vivir a él y que
ahora, desde un pasado lejano y olvidado, reaparece sin aviso para colarse en
su existencia y restregarle la usurpación en la cara.

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El tío Gabriel acaba de marcharse y la señora inglesa está tomando café con
sus padres en el saloncito de atrás, que es más fresco, así que a Clara le han
dado por fin permiso para reunirse con su amigo Luca, que la espera frente a
la verja del patio desde hace un buen rato.
Los dos están sentados en los escalones de la entrada, aguardando a que
su nanny regrese. A Luca, que tiene los mismos años que ella, le dejan ir a la
playa solo, pero a Clara no le permiten acercarse al mar sin la supervisión de
miss Kelly o de otro adulto. Y hoy la miss ha pedido permiso para ir a visitar
a una amiga a la que han operado de apendicitis y quedarse con ella a
almorzar, así que seguro que no salen de casa hasta las cuatro de la tarde. Pero
a Clara no le importa. Tiene muchas cosas que contarle a Luca. Aunque
enseguida ve que no van a estar de acuerdo:
—Eso no puede ser. No puede ser que haya ladrones tan habilidosos que
la policía no averigüe nunca quiénes son. Bueno, a lo mejor pasa con alguno
que haya cometido un crimen una vez nada más, o que haya robado dos o tres
bancos y luego se haya retirado y se haya ido a vivir a América, eso sí podría
ser. Pero si es uno que vive de robar y que roba y roba sin dejarlo, no me lo
creo. Seguro que al final te pillan. —⁠Luca tiene los brazos cruzados sobre el
pecho para defender con más firmeza su postura⁠—. Eso de que haya ladrones
tan listos que se escapen siempre y encima se rían en la cara de la policía y
todo son cosas de películas y novelas. En la vida real van a la cárcel de todas
todas.
Clara suspira, indulgente. Luca piensa así porque a él siempre le
descubren en cuanto hace la más mínima trastada.
Que coge un poco de chocolate de la alacena antes de la hora de la
merienda, su madre se entera. Que caza una lagartija o un ratón y acecha la
entrada de un cliente con una mujer bien peripuesta para soltar el bicho en la
sastrería de su padre, le escuchan reírse detrás de la puerta. Le pescan hasta
cuando es inocente y la travesura la ha cometido otro. El verano pasado, por
ejemplo, estuvo una semana castigado por romper la vitrina de una panadería
de un balonazo, cuando él ni siquiera estaba jugando en la calle a la hora en
que habían destrozado el cristal.

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Ella, en cambio, es mucho más lista. Entre otras cosas, lleva toda la vida
copiando cada vez que tiene examen de Geografía y sus maestras todavía no
se han enterado de nada. Siempre le ponen buenas notas.
Si Luca es un torpe, eso no le da derecho a sacar conclusiones ni a
imaginarse que todo el mundo es tan patoso como él y todos los ladrones
terminan siempre en la cárcel sí o sí. Eso tiene que quedarle claro:
—Pues en los libros de Arsenio Lupin, ni siquiera Sherlock Holmes
consigue detenerle. —⁠Y, antes de que Luca pueda interrumpirla, añade de
carrerilla⁠—: Que ya sé que es mentira y que Sherlock Holmes tampoco existe,
pero yo creo que si lo que contara el libro no fuera posible pues el autor no lo
habría escrito, porque la gente se daría cuenta y no tendría éxito.
Luca no contesta. Clara se inclina un poco para intentar mirarle a los ojos.
Su amigo está sentado en el mismo escalón que ella pero no para de hacer
dibujitos en el suelo con un palo, con la cabeza gacha. Así no hay manera de
saber si le ha convencido o si se ha quedado callado porque está pensando en
otra cosa.
Le hinca el codo, impaciente, para obligarle a contestar.
Luca sacude el flequillo desordenado en el que irrevocablemente se
convierte, en cuanto pisa la calle, el tupé que con tanto esmero le componen
en su casa y sonríe:
—Pues si es así, a mí me gustaría ser un ladrón de esos.
Cómo no. Menos sastre, igual que su padre, Luca de mayor quiere ser
cualquier cosa. Cuando se conocieron, con siete años, decía que cuando
creciera se haría pirata. De los de bandera negra y calavera y loro de colores
en el hombro. Parche y pata de palo, no, eso no. Él tenía intención de ser un
pirata que permaneciera entero.
A Clara le costó todo el verano convencerle de que eso no podía ser. Que
ya no quedaban piratas y que, además, si hubiera alguno, los tiempos habían
cambiado: ¿cómo iba a abordar todo un trasatlántico con un simple barco de
madera? Era una carrera condenada a la ruina.
Ahora a Luca le da vergüenza que le recuerde aquella vocación primera y
dice que eso no es verdad, que él no ha querido ser nunca bucanero ni pirata
ni corsario. O a lo mejor sí, no se acuerda bien. Pero cuando era mucho más
pequeño. Desde luego, no con siete años, que es una edad ridícula para querer
ser pirata del Caribe porque con esa edad todo el mundo sabe que los piratas
ya no existen.
Aunque la verdad es que, quitando el episodio pirata, casi todas las
ocupaciones que se le ocurren a Luca son mucho más divertidas que las de los

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adultos que Clara conoce, y su arsenal de propuestas es una fuente inagotable
de inspiración para sus juegos: ese verano, por ejemplo, ya han sido
buscadores de tesoros, aviadores y trapecistas.
—Sí, señor. Ladrón de arte —⁠Luca sigue dándole vueltas a su imposible
proyecto⁠—. Eso sí, ladrón solo no. Ladrón y tahúr. E ir por todos los casinos
del mundo dejando a los millonarios sin blanca.
Hala. Ya no hay quien se lo saque de la cabeza. Y menos quien sea capaz
de convencerle de que él no puede ser ladrón, que a él lo pillan seguro:
—Yo sería mucho mejor ladrona que tú.
—Pero no puedes. Las chicas no pueden ser ladronas.
Clara se cruza de brazos. Otra vez. Está harta de pelearse con él por lo
mismo:
—Claro que pueden, idiota. Seguro que hay un montón. Igual que hay
chicas aviadoras. Y exploradoras.
Luca tuerce la boca, evaluando la verosimilitud de sus palabras. Clara
sabe que no se acabará de convencer hasta que no le pregunten a algún adulto.
A su tío Gabriel, por ejemplo, que siempre le da a ella la razón en esas
cuestiones. Mujeres piratas no está seguro de que haya habido alguna vez, eso
sí que se lo ha confesado. Pero nunca ve problema en que quiera ser reportera,
arqueóloga o buzo.
—Además —decide dejar claro—, si yo no te cuento lo del ladrón que
llega esta tarde al hotel Royal a ti ni se te habría ocurrido la idea. Así que ya
me puedes dar las gracias. Si llegas a robar algo valioso algún día, me lo
debes a mí.
Luca no se las da. Se encoge de hombros y sigue dibujando con el palito
en la arena.
Clara no sabe qué narices le pasa, pero últimamente está un poco raro. No
hace más que llevarle la contraria y a veces se enfada por tonterías. Por
ejemplo, si echan una carrera y ella le gana. Su madre le ha dicho que eso es
que le molesta que le gane una niña, pero está claro que eso no puede ser
porque ella ha sido siempre una niña y a él nunca le ha importado que sea la
más rápida de los dos.
—¿Qué hora es? Ya es muy tarde —⁠protesta Luca⁠—. ¿Cuándo vuelve tu
nanny?
—No lo sé. No creo que tarde mucho.
Se estira el orillo de la falda y cruza los tobillos. En realidad, no está
segura de que le guste la idea de ser ladrona de mayor. Bueno, gustarle sí le
gusta, pero no tiene nada claro que valga para ello. Debe ser muy difícil. No

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es solo ejecutar los robos, sino estar siempre vigilante para que no te atrapen.
Tener cuidado con todo lo que dices para que no se te escape un indicio que te
descubra. Y seguro que no puedes confesarle tu verdadera identidad a nadie
por miedo a que te traicionen, ya sea por maldad o por descuido. Solo faltaría
que, por un despiste de un amigo o de un pariente, la sigilosa ladrona de
guante blanco, Clara Castel, terminara en la cárcel.
Además, en verdad, ella solo le ha contado a Luca lo de ese ladrón tan
famoso que está a punto de llegar a Deauville porque está tan emocionada que
es incapaz de hablar de otra cosa. No se puede creer que en la vida real exista
un personaje tan parecido al Arsenio Lupin de sus libros. Y que encima sea
amigo de su madre y de su tío.
Solo la idea de conocerlo le llena la cabeza de nubes. No piensa en
interrogarle ni en aprender nada de él. Pero Luca es mucho más práctico:
—A lo mejor, si nos hacemos amigos suyos y le juramos secreto eterno
nos cuenta algún truco, o nos explica cómo empezó él y si ya se puede
empezar a aprender desde pequeño.
A Clara le parece que eso no va a poder ser. Que los ladrones de ese tipo
no le cuentan sus secretos al primer llegado así como así. Menos aún a dos
niños.
—Y si no, pues le espiamos —⁠sentencia Luca.
Eso la convence aún menos. Para empezar, a ella no la dejan ir sola a casi
ningún sitio, lo que ya pone las cosas difíciles. Pero es que, además, ni solos
ni acompañados, a ninguno de los dos les van a permitir entrar al casino. Ni
salir de casa por las noches.
Y puede que se estén haciendo demasiadas ilusiones. A lo mejor se ha
dejado llevar y le ha contado todo a Luca de un modo un poco fantástico. En
la vida real las cosas siempre son menos emocionantes y más insípidas que en
los libros, y ella no conoce a ese extranjero de nada.
Lo mismo es un señor normal y corriente, quién sabe si hasta feo. Y quizá
tampoco ha robado gran cosa ni a nadie importante. Porque ahora que lo
piensa, si de verdad es un ladrón, es muy raro que todo el mundo lo sepa,
hasta la policía, y no lo metan en la cárcel. Ningún criminal auténtico es tan
bobo como para ir por el mundo presentándose con su verdadero nombre.
Pero no quiere ponerse a porfiar con Luca. Es su mejor amigo y no le
apetece discutir más con él. Porque no ve cómo van a llegar a ser
exploradores, ni ladrones, ni ninguna otra cosa los dos juntos en el futuro si
no paran de pelearse por tonterías.

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—Bueno, ya veremos. Mi tío me ha dicho que me lo va a presentar. Y mi
tío nunca miente.
Para remachar sus palabras, le propina un pescozón sorpresa y, cuando
Luca se gira para protestar, le arranca el palo de las manos y sale corriendo
calle abajo, desafiándole a que la atrape para arrebatárselo.

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Léon cuelga el teléfono y clava la vista en la doble puerta del salón, que ha
cerrado con cautela antes de atender la llamada. Las manos le tiemblan. No
puede permitir que nadie lo vea. Ya ha sido lucha suficiente tratar de
mantener la voz baja mientras intentaba que sonara, primero, indiferente y,
luego, firme e indignada, para acabar desintegrándose en una súplica asustada
y trémula.
Cuando hace un momento ha descolgado el auricular y ha escuchado el
acento del hombre del otro lado del hilo ha sentido una náusea. Les ha dicho a
Dora y a Emma que se trataba de un paciente con una dolencia grave y les ha
pedido intimidad para guardar la confidencialidad del caso. Afortunadamente,
ambas le han creído.
Cielo santo, cómo se arrepiente de todo. Cuánto se arrepiente…
Abre la ventana y escucha la voz jovial de Clara, que parlotea con el hijo
del sastre sentada en los escalones de la entrada.
No se imagina anunciándole que a final del verano tendrán que abandonar
esa casa para siempre.
Aunque quizá eso sea lo más fácil.
Es una niña. Puede contarle una historia cualquiera, inventar cualquier
excusa y, aunque se entristezca y quizá se enfade, se la creerá. No, a Dios
gracias, no tendrá que rebajarse ante los ojos de su hija confesándole la
verdad.
Pero ¿y Emma? ¿Y sus padres? ¿Y sus pacientes? ¿Cómo reaccionará el
doctor Vidal cuando se entere?
No es difícil de imaginar. Le pedirá que acuda a su despacho o quizá le
invite a comer al reservado de algún restaurante discreto y allí, a solas, le hará
ver que a pesar del afecto que le profesa no puede permitirse que su nombre
siga asociado al suyo. Es su reputación profesional lo que está en juego.
Por supuesto, lo ocurrido no afecta a su competencia médica, le dirá. Pero
la gente carece de altura de miras. Son tantos los que creen que los
desarreglos de la vida privada deterioran las capacidades laborales… Y su
clientela pertenece a la alta burguesía, a la aristocracia de las finanzas, incluso
al entorno del Gobierno. A Vidal le resulta imprescindible mantener una

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imagen impecable. No puede dejar que su nombre quede asociado al desorden
y al vicio. Seguro que Léon lo comprende. A nadie le apetece poner su vida
en manos de un médico que no sabe gobernarse a sí mismo.
Cierto que el comportamiento privado del doctor Vidal no ha sido siempre
intachable. Él también ha tenido sus deslices. Alguna relación amorosa
inconveniente, un par de inversiones económicas de ética dudosa. Pero sus
pecados siempre son comedidos, razonables, circunspectos casi. Jamás se
convierten en motivo de embarazo público.
Seguramente le aconsejará que se centre en solucionar sus problemas. Por
su bien, por supuesto. Y le hará prometer que en caso de que necesite ayuda
se lo comunicará de inmediato. Aunque luego tomará todas las precauciones
necesarias para asegurarse de que no le localice llegada la ocasión.
Eso es exactamente lo que puede esperar del doctor Vidal. Léon no se
hace falsas ilusiones.
Y tampoco se siente con derecho a exigir otra cosa. Solo cabe estar
agradecido por todas las bondades que ha tenido el ilustre doctor con él desde
que le conoció siendo un joven médico de provincias recién licenciado. Vidal,
que ya era toda una autoridad en el campo de las enfermedades respiratorias,
fue su mentor y su gran maestro, antes de convertirse en su socio. A él le debe
el éxito de su carrera y todo lo que ha llegado a ser. Es él, Léon Castel, y
nadie más que él, quien lo ha arrojado todo por la borda.
Se apoya en la ventana y hunde la cabeza entre los hombros, abrumado.
Hace unos años, cuando leyó en la prensa que la súbita caída de la bolsa de
Nueva York estaba provocando suicidios de desesperación entre los
financieros y especuladores arruinados que se arrojaban desde lo alto de los
rascacielos, no lo entendió. Que alguien decidiera acabar con su vida por
dinero…
Pero ahora lo comprende. Vaya si lo comprende. No es la ruina; es la
humillación. La vergüenza. La imposibilidad de mirar a los ojos a los tuyos.
La certeza de todo lo que se murmura a tus espaldas. De las puertas que se te
cerrarán con desprecio, como si fueras un criminal. Además, al fin y al cabo,
piensa, mientras en su mente, como un remolino, se repite la absurda imagen
de un inversor neoyorquino, con puro y chistera, planeando desde el piso
decimoquinto del hotel Savoy, aquellos hombres no eran culpables más que
de imprevisión y de ambición excesiva.
No como él.
Él es un auténtico culpable.

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Si al menos hubiera sabido parar a tiempo… El verano pasado, cuando no
vio más salida que hipotecar su villa de verano en secreto. O hace unos
meses, en Italia, antes de la funesta incursión al casino de San Remo.
Pero no supo. Obcecado en la esperanza absurda de que la suerte le
devolviera cuanto le había arrebatado. Ofuscado por la obsesión del tapete
verde. Inventándose pacientes a los que visitar para escaparse en secreto.
Contemplando, de madrugada, en los espejos de cuartos de aseo rococó, el
rostro desconcertado de un hombre derrotado y pálido, con los labios
temblorosos de ansia porque las fichas de colores se le habían vuelto a
esfumar de entre los dedos.
Y el 30 de septiembre se cumple el plazo que le han otorgado. Para eso
han llamado. Un hombre con acento griego. El secretario del señor
Nikolopoulos. Para recordárselo.
Se pasa las manos por el rostro, con fuerza, buscando una forma de borrar
la crispación y componerse un visaje apacible y templado con el que
presentarse de nuevo ante Emma y su amiga inglesa, que aguardan,
terminándose el café, y ya deben preguntarse por qué tarda tanto.
Qué duro es el disimulo, día tras día. Qué difícil se le hace. Él no es
hombre de dobleces ni de secretos. Si al menos tuviera alguien a quien acudir.
Alguien de confianza con quien poder desahogarse. La única persona que se
le ocurre cada vez que la necesidad de confesión le agarrota la garganta es
Gabriel, el hermano de su mujer. Tiene la inexplicable certeza de que él le
entendería y hasta le guardaría el secreto. Pero ¿para qué? Su cuñado no
puede ayudarle. No es más que el propietario de un estudio de fotografía de
una ciudad de provincias al que no le van mal las cosas, dentro de la modestia
de su negocio, pero que no puede aspirar a ahorrar ni en veinte años la suma
de dinero que él necesita de forma inmediata para salir de apuros.
Además, ya hace un rato que se ha marchado. Se ha tomado el café con
prisas y se ha despedido de ellos. Quizá va camino del hotel Royal. A reunirse
con ese amigo de la infancia que ha reaparecido por sorpresa.
Qué irónico.
Según los rumores, la fortuna de Roberto Montenegro arrancó con un par
de improbables y magníficos golpes de azar en la mesa de bacarrá. A saber
cuánto hay de verdad en la historia. Léon desconfía de los comadreos. Pero
está claro que la suerte no sonríe por igual a todos. Y que un hombre llano
como él jamás debió desafiarla.
El gorjeo de los dos niños continúa en el patio. Le llegan frases sueltas, de
las que usan para apuntalar sus castillos en el aire. Sobre piratas, ladrones y

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novelas. Fascinados por el halo folletinesco del tal Montenegro. Seguro que lo
último que Clara imagina es que es su propio padre, un necio que se creía
prudente, hogareño y sencillo, quien va a destrozar sus sueños de un pisotón.

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Gabriel atraviesa el puente de Deauville con paso flemático. A mitad de
camino se inclina sobre la barandilla, con los ojos guiñados al sol,
contemplando las embarcaciones de recreo que entran y salen, y un par de
veces se toca el ala del sombrero para saludar a algún conocido.
Un hombre ocioso, relajado, disfrutando de un paseo para hacer la
digestión. Eso es lo que verá quien lo observe y lo vea detenerse frente a la
terraza del café del Ferrocarril, acomodarse en una de las mesas y hojear el
último Paris-Soir, llegado por vía aérea la noche anterior. Durante los meses
de verano, todos los días, una avioneta venida de la capital arroja sobre la
playa varios paquetes recién impresos del diario vespertino poco antes de la
hora de la cena.
Pero es solo apariencia. Gabriel no está relajado. Se siente idiota. No se
explica por qué ha mentido, colocándose de la forma más boba en una
situación falsa. Ahora todos esperan que se presente con Roberto Montenegro
cogido del brazo en casa de su hermana. La dichosa inglesa estará contando
los minutos para despedirse de Emma y correr a anunciar que ha compartido
mesa y mantel con el amigo íntimo del enigmático recién llegado. Y Clara no
va a parar de preguntarle por él durante toda la semana.
Ya ha tomado café en casa de su hermana pero pide otro. Mala idea.
Nunca ha aguantado bien la cafeína, y al cabo de un rato la pierna izquierda
empieza a tamborilearle bajo la mesa.
En verdad, su metedura de pata no tiene tanta importancia.
Ha sido un error, es cierto. No ha debido prometerle a su sobrina que se lo
presentaría. No está en condiciones de prometer nada que implique a una
persona con la que no tiene contacto desde hace trece años. Además, no tiene
ninguna gana de hacerlo. Pero hay mil maneras de justificarse y salir del paso.
No, lo que le tiene de ese extraño humor es algo más personal, algo a lo
que no quiere poner nombre porque le resulta infantil y absurdo.
Si lo contara en voz alta se reirían todos de él. Incluso Emma. Y no podría
echárselo en cara. El final de su amistad con Roberto es algo ya tan lejano,
tiene tan poco que ver con quienes son ahora, que a él mismo le sorprende
que la herida siga tan viva.

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Eran solo dos chiquillos.
Pero la realidad es que se siente como si en su día le hubieran robado algo
importante y el ladrón viniera ahora, a destiempo, a pavonearse en su cara.
Por absurdo que sea, la posibilidad de reencontrarse con Roberto le ha
revuelto por dentro.
Repiquetea con los dedos de una mano sobre la mesa, mientras con la otra
pasa adelante y atrás las páginas del periódico. Malditas las ganas que tiene
de ir a hacerle zalemas a un desconocido para contentar a su familia. Porque
esa es la realidad. Ese Roberto Montenegro del que ha traído noticia Dora
Vernon no es más que un extraño. Aunque tenga el mismo nombre que su
viejo compañero de pupitre, Gabriel no es capaz de imaginarle ni el mismo
rostro ni la misma voz. Y mucho menos creer que comparte con él un pasado.
Un gentleman-amateur. Así es como habla de él la prensa. Un aristócrata
español, coleccionista reputado, pintor de talento y solicitado retratista de la
alta sociedad, que ha vivido en Holanda, Londres y Florencia antes de
establecerse en París, y cuya glamurosa vida no está claro si se mantiene
gracias al comercio del arte, a una sospechosa buena fortuna en los casinos o
a alguna herencia.
El nombre de Roberto Montenegro llegó al conocimiento del gran público
hace algo menos de cuatro años, en otoño de 1931. Gabriel recuerda
perfectamente su propia incredulidad al encontrarse con la fotografía de su
viejo compañero de clase en un recorte de periódico que le había enviado
Emma, después de casi diez años sin saber nada de él.
La noticia hablaba de un lienzo de Rembrandt conocido como Saskia
leyendo, desaparecido meses atrás de una mansión inglesa y llegado
subrepticiamente a manos de un galerista de la calle Laffitte de París. La
policía, prevenida, había abierto una investigación, y esta había conducido
hasta el conocido coleccionista Roberto Montenegro, que había sido detenido,
acusado de robo y procesado.
El caso llenó decenas de columnas de los diarios nacionales, que le
otorgaron un aura novelesca. Montenegro se convirtió en el gran favorito del
público. En las redacciones se acumulaban las cartas de amor que enviaban
modistillas, solteronas y niñas de buena familia. Y cuando, finalmente, fue
exonerado por falta de pruebas, los ditirambos de la prensa ya le habían
convertido ni más ni menos que en el doble de Arsenio Lupin y en toda una
celebridad.
Gabriel vuelve a abrir su ejemplar de Paris-Soir para echarle una enésima
ojeada. Más que nada, por tener las manos, nerviosas de tanto café, ocupadas

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con algo. Pero en ese momento una silueta masculina ensombrece la
superficie de su velador de mármol al tiempo que una voz poderosa sentencia
desde lo alto:
—Todo lo que pone ahí es mentira. No le dé usted más vueltas.
El que habla es un tipo de treinta y pocos años, no muy alto, ancho de
espaldas, y con una calva pronunciada, que señala su ejemplar del Paris-Soir
con un dedo acusador.
Gabriel arruga las cejas:
—¿Está usted seguro, caballero?
—Segurísimo. Si quiere informarse de verdad, lea El Mensajero de la
Costa. Un periódico moderno, influyente y dinámico. Además, suele publicar
fotografías firmadas por un tal Gabriel Caron, que, al parecer, no es malo del
todo. —⁠El hombre introduce la mano en el bolsillo de la chaqueta, extrae un
diario doblado en cuatro y lo arroja con un golpe sonoro sobre la mesa⁠—. Ah,
y dicen que el director es el hombre más guapo de toda la Costa Florida.
Gabriel suelta una carcajada y señala una silla vacía. Félix Oriot, veterano
redactor del Journal de Rouen, el diario señero de la capital de Normandía,
corresponsal en Deauville durante la Semana Grande desde hace años y
fundador y director de El Mensajero de la Costa se acomoda sin hacerse de
rogar, deslavazado, con un brazo sobre el respaldo de la silla y las piernas
abiertas:
—Mañana tienes que pasarte por el estadio —⁠decreta, después de pedir
dos aguardientes de sidra al camarero⁠—. Al profesor de educación física le
han dado una medalla. Hazle un par de fotos saltando una valla o lanzando
algo. Lo que tú veas. Pero en camiseta y calzón corto, que quede claro que es
un sportsman.
Gabriel le promete que se pasará a primera hora. El Mensajero de la
Costa ocupa las jornadas de Félix de manera obsesiva. Hasta hace poco, no
tenía periodicidad fija, pero ahora, con la Semana Grande en puertas, aparece
a diario, y su director no tiene tiempo para nada más. Se despidió en junio del
Journal de Rouen para ponerlo en marcha y es su gran proyecto, un todo o
nada con el que no está dispuesto a fracasar.
En Deauville se editan otras publicaciones durante el verano, por
supuesto. Pero no son más que números únicos o semanarios que apenas
ofrecen una sucinta crónica social, relatos cortos y alguna noticia breve
estampada junto a los resultados deportivos y los horarios de los espectáculos
y los transportes públicos. El plan de Félix Oriot para su joven periódico es
más ambicioso: su misión es ser un espejo de la vida diaria de la ciudad;

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hacerse eco de los rumores que circulan entre las mesas de los bares y
restaurantes de las Tablas, cuanto más escandalosos, mejor; ofrecer
entrevistas con personajes notables, fotografías de todos los eventos
sociales… Quiere que los veraneantes se lo arrebaten de las manos unos a
otros cada mañana para descubrir todos los secretos de la estación costera y
averiguar si, por casualidad, su nombre aparece en las páginas del indiscreto
mensajero.
Y todo con un fin: Félix quiere obtener lo más rápido posible una
reputación de periodista incisivo y, sobre todo, con una magnífica visión del
negocio, eficaz y moderna. Aprovechar la presencia de los capitalistas que
rondan la Costa Florida en verano para establecer contactos y encontrar entre
los huéspedes del Royal o del Normandy un socio inversor para un proyecto
más ambicioso o, al menos, auparse de una vez por todas a la redacción de
uno de los grandes diarios nacionales. Dar, por fin, el salto a la capital.
—¿Ya tienes cerrado el número de mañana? Te veo muy ocioso —⁠sonríe
Gabriel.
—Casi. Tengo a los dos esclavos dándole a la tecla como locos en la
redacción. Y la publicidad se me sale por todas partes. —⁠El periodista suelta
una risita entre dientes⁠—. Pero falta el toque del maestro, y tengo un hueco
vacío en primera, así que voy a darme una vuelta por las Tablas a ver si me
entero de algo que merezca la pena.
Gabriel sonríe. Esa fanfarronería jocosa es marca de la casa.
Conoce a Félix Oriot desde que ambos eran estudiantes de Derecho.
Congeniaron porque compartían gusto por el teatro y la vida nocturna y,
desde entonces, siempre ha estado ahí. Podría decirse que es su mejor amigo.
Y es extraño. Porque Gabriel ni siquiera está seguro de que le caiga bien.
Hay cosas de él que le irritan. Como esa risita entrecortada con la que
celebra cualquier pequeño éxito. O sus maneras apabullantes. Su suficiencia.
El modo que tiene de tratar a los demás por encima del hombro, bromeando
sobre su propia prepotencia; dejando que su interlocutor crea que su actitud es
simple chanza.
Cuando está sentado en una terraza, por ejemplo, y un conocido pasa por
delante, suele levantar una mano para que este se acerque, sin alzarse de la
silla ni siquiera al saludarle. Y entonces, para darle ligereza a su actitud y
disfrazar de zumba intencionada su mala educación, se palmea la panza y
explica: «Ya sabes que los señores, cuando estamos haciendo la digestión, no
nos levantamos ni aunque pase el mismísimo sah de Persia». Y el otro ríe,

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convencido de la buena intención de la broma y de que Félix es un tipo afable
y campechano.
Al fin y al cabo, no existe mejor camuflaje que una máscara idéntica al
rostro que uno quiere ocultar.
Pero sí, es su mejor amigo. A pesar de todo.
Quizá es que a partir de cierta edad, piensa Gabriel, los amigos ya no son
los que uno escoge, sino los que la vida te ha ido dejando.
Félix apura su aguardiente de un trago:
—¿Vas esta noche al teatro? Tengo dos entradas. Preferiría llevar a una
rubia del brazo pero ahora mismo no tengo ninguna a tiro. Supongo que te
gusta Ray Ventura, ¿no? Es a las ocho.
—Claro. Cuenta conmigo.
Félix se pone en pie y Gabriel deja un billete sobre la mesa:
—Te acompaño un rato. No tengo ganas de abrir el estudio esta tarde.
Atraviesan la plaza Morny, una rotonda coqueta de la que parten ocho
calles simétricas, trazadas a tiralíneas, charlando del próximo número de El
Mensajero, y no tardan en alcanzar la Terraza, ese amplio terreno sin edificar
que se extiende entre la primera línea urbanizada de la ciudad y el mar, una
extensión de tierras de aluvión cubierta por jardines y terrenos de deporte que
parece creada ex profeso por la naturaleza para separar la ciudad de la playa y
proteger así a los noctámbulos, los jugadores de ruleta y los bailarines de
tango de la soleada influencia del océano y la arena.
A esas horas, sin embargo, los juerguistas recién levantados se aventuran
ya a adentrarse por los caminos de tierra batida que atraviesan la campa
deshabitada y conducen al paseo de tablas de madera de la playa. Cómicos,
marajás, millonarios suizos, regatistas ingleses, pintores, bailarinas y reyes
destronados invaden el lugar, buscando sitio en las mesas de los bares, a la
sombra de los cuartetos de jazz.
Félix saluda a diestro y siniestro, graduando sabiamente la deferencia con
que se toca el ala del sombrero, sonríe o hace un gesto apenas perceptible de
cabeza según quién se cruce en su camino. A veces el cumplimentado
responde con una mirada de desconcierto, pero el periodista no se arredra. Se
detiene y le recuerda con desparpajo su identidad y su posición al frente de El
Mensajero.
Gabriel reconoce también un buen puñado de rostros. De algunos ha visto
los retratos en las páginas de la prensa nacional, otros se le han vuelto
familiares a base de cruzárselos todos los veranos; a muchos los ha
fotografiado él mismo a la salida de la playa, con la piel aún cubierta de

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salitre, o sentados en una terraza, tomando un gin-fizz con los amigos. Pero es
consciente de que no pertenece a su mundo. Él es solo un testigo.
En el Bar du Soleil no quedan mesas vacías y, entre los grupos que
conversan de pie, a Gabriel le parece escuchar un par de veces el nombre de
Montenegro.
Intenta poner atención. Pero están demasiado cerca de la orquesta. Hace
calor, aunque el cielo se ha encapotado y las charcas que ha dejado
abandonadas la marea baja sobre la arena reflejan un gris somnoliento. Y tal
vez haya bebido demasiado durante la comida, porque al segundo trago de
Oporto empieza a notar la cabeza nublada.
No, no hay duda. Ahora es Félix quien menciona a Montenegro. Gabriel
le aparta de la orquesta y le pide que repita lo que ha dicho:
—Que a ver si hay suerte y ese Montenegro se presenta esta noche en el
concierto y le saco unas palabras. Le he dejado otras dos entradas, mejores
que las nuestras, en la recepción del hotel, cortesía de El Mensajero de la
Costa. Sabes de quién te hablo, ¿no? El tipo del juicio del Rembrandt. Ha
llegado hace un rato al Royal en un Hispano-Suiza verde jade. Una maravilla
de trasto.
Gabriel responde con un gesto vago, incómodo por el cosquilleo ardiente
que una vez más le provoca la perspectiva de reencontrarse con Roberto
Montenegro por mucho que intente ignorarlo. Observa de reojo la suculenta
propina que un regatista con jersey marinero entrega al camarero que atiende
su mesa. Y le pega un trago largo a la nueva copa de Oporto que alguien le ha
puesto en la mano.

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Elena Ivánovna Volóshina abre el estuche dorado, forrado de terciopelo azul
noche, y sostiene el collar por los dos extremos, con delicadeza. Lo posa
sobre su cuello, comprobando el efecto en el espejo. Luego inclina la nuca y
abrocha el cierre.
Es más que hermoso. Lo han creado para ella los joyeros de Van
Cleef & Arpels. Un ave del paraíso de esmeraldas y zafiros de varios colores
prendida de una serpenteante cadena de oro blanco y diamantes.
No ha debido aceptarlo. Un regalo como ese exige demasiado en
correspondencia. No es un obsequio que se le haga a un amor de fortuna. Ni
siquiera cuando quien lo realiza es un millonario americano que puede
permitirse eso y más sin hacer ni una muesca a su capital.
Es un regalo para una futura esposa. Y eso no es algo que Elena Ivánovna
tuviera previsto.
Se retoca un bucle rubio, puliendo sin necesidad un peinado impecable.
Piensa en todas las dudas que ha traído consigo, escondidas en la maleta. En
las sospechas. En las preguntas que no ha querido hacer. Y en cómo cambiará
todo si acepta la propuesta que, está segura, Eliot Kaplan está a punto de
hacerle. En cómo se subvertirán las reglas del juego. Y en que ella no podrá
seguir cerrando los ojos.
Si acepta, claro… ¿Y si no? Si no, todo debe seguir adelante. Y tendrá que
restituir el collar a manos de su legítimo dueño, con una sonrisa y un beso de
agradecimiento, deseando que aparezca pronto una señora Kaplan que pueda
lucirlo orgullosa. Elena no tiene por costumbre devolver regalos, pero Eliot
Kaplan no es un hombre del que sea buena idea intentar aprovecharse de una
forma tan burda. Ni con quien jugar alegremente.
Suspira. Las cortinas del balcón están abiertas pero el atardecer es hoy tan
mortecino que ha tenido que encender la luz eléctrica para maquillarse. Las
lámparas multiplican el destello de los diamantes que le adornan el cuello. Se
pone en pie. Abre la puerta del armario para mirarse en el espejo y gira a
derecha e izquierda admirando su silueta ceñida por un vestido de lamé
plateado con reflejos de agua marina de Patou. El pronunciado escote de pico
hace destacar el collar, pero no se siente confiada.

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Compara su semblante, liso y disfrazado de indiferencia, con el rostro
retratado en el viejo lienzo que ahora mismo reposa, en secreto, en la cámara
de seguridad del Crédit Lyonnais. Es el rostro de una mujer morena, con una
mirada alerta y centelleante de nobleza, tan segura de sí misma que a Elena no
le cuesta imaginarla en otro momento y en otra estancia, desnuda y tendida
sobre un lecho revuelto, sumida en la contemplación de su propia belleza en
el espejo que un niño con alas sostiene frente a ella. Ignorando al hombre que
reproduce sobre la tela las líneas de su cuerpo para que las admire la
posteridad.
Ojalá ella tuviera esa confianza en sí misma. Esa franqueza.
¿Es posible envidiar a una mujer que vivió hace tres siglos?
Elena Ivánovna no tiene más que veinticinco años pero ya ha vivido
varias vidas. Sabe lo que es criarse en la opulencia y también lo que es servir
a otras fortunas cuando la propia se ha esfumado, sepultada por el odio, los
vientos de la historia y las nieves silenciosas de San Petersburgo. Eso la ha
hecho cautelosa. Y rápida. Y astuta. Una buscavidas capaz de detectar una
oportunidad al vuelo. Pero no había previsto que Eliot Kaplan pudiera
ofrecerle una escapatoria definitiva…
Por eso ya no está segura de qué papel está representando. El argumento
de la comedia ha dado un giro inesperado y ahora no está claro quién es quién
en esta historia ni a quién debe más lealtad.
Y no quiere equivocarse.
Porque hay otro actor en esta obra de teatro. Otro hombre.
Aunque su relación es meramente profesional. Y su instinto le dice que así
debe seguir siendo. Porque ese hombre es todo lo contrario de lo que ella ha
buscado toda la vida. Nunca podrá ofrecerle ni seguridad ni certezas.
No debe olvidarlo.
Se asoma al balcón, apoya las manos en la barandilla de madera verde,
adornada con geranios blancos, y entorna los ojos hasta que la arena de la
playa y el mar se confunden en una sola superficie parda y gris que se
extiende hasta el infinito envuelta en bruma y a la que solo dotan de vida las
figuras de un hombre con un perro y de dos jinetes que pasean con los
caballos hundidos hasta los corvejones en el agua.
Poco a poco, respirando el aire húmedo de ese atardecer gris, empieza a
sentirse más tranquila. El negocio está casi sellado. La firma y el pago de la
transacción no son ya más que un trámite. El óleo aguarda en las cámaras de
seguridad del banco a que llegue de Southampton el barco que lo transportará
al Nuevo Mundo. Su papel, honesto o deshonesto, ha concluido.

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Y aún le queda tiempo para decidir qué respuesta dar a Eliot Kaplan:
todavía no ha recibido la propuesta de matrimonio.
Sabe que va a llegar. Kaplan está enamorado de ella. Pero un matrimonio
es un negocio y como tal hay que evaluarlo. Eliot le ofrece fortuna, posición,
poder y seguridad. Y a cambio ella no tendría que entregarle más que su viejo
nombre de la Rusia blanca y un título nobiliario que exhibir del brazo en
cenas de gala y viajes.
Ha empezado a refrescar. Elena regresa al interior de su habitación de
hotel. El Normandy, con su falso aire de granja tradicional, es uno de los dos
grandes hoteles de lujo que presiden la primera línea de costa en Deauville. El
Royal es algo más opulento y también un poco más caro, pero seguro que un
americano que no conoce la ciudad prefiere el más pintoresco de los dos.
Y ella se siente a gusto allí. Ha estado más veces, con otros
acompañantes.
Pensativa, se detiene de nuevo frente al espejo del armario abierto,
acariciando el ave del paraíso que pende de su cuello.
No hay prisa.
Que pasen los días.
Que la lluvia siga mojando el arenal inmenso de esa playa color ocre
mientras los distinguidos jaraneros ven amanecer al volante de sus Rolls
descapotables; que las fichas de colores rueden implacables sobre los tapetes
verdes, haciendo y deshaciendo fortunas de un plumazo; que los caballos
galopen, con el corazón en los pulmones y pies de viento, sobre la hierba
fresca del hipódromo todas las tardes…
Aún hay tiempo antes de tener que tomar ninguna decisión.

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Gabriel llama a la puerta con dos toques rápidos y, sin apenas pausa, una voz
responde: «Está abierto, ¡pasa!».
Ha sido un impulso. Hace solo un instante iba camino del teatro del
casino, ataviado con su chaqueta blanca de esmoquin, para asistir al concierto
de Ray Ventura. Y, sin pensarlo, ha pasado de largo y ha continuado camino
hasta el Royal. El recepcionista le ha pedido el nombre y, tras una llamada
rápida, ha anunciado, sin más: «El señor Montenegro estará encantado de
recibirle. Su número de habitación es el 321».
Gabriel ha entrado en el ascensor desconfiado y arrepentido ya de su
arrebato, preparándose para la humillación de una acogida desganada. Dos
extraños sin nada que decirse. Uno de ellos, moviendo el rabo y blandiendo
viejos recuerdos como si eso le diera derecho a inmiscuirse en la vida privada
del otro, que hace tantos años habrá perdido todo interés en una lejana
amistad.
Por eso el entusiasmo de la voz que le invita a pasar le desconcierta.
Empuja la puerta, obedeciendo, y se encuentra en un salón vacío. Solo un
segundo. De inmediato surge un hombre del dormitorio, abotonándose la
camisa. Va descalzo y en una mano lleva el lazo negro de una pajarita
deshecha.
No ha cambiado apenas. Alto, moreno, más flaco que delgado, con el pelo
muy corto para mantener dominados los rizos, la media sonrisa apacible de
siempre y, a pesar de los treinta y un años que ambos han cumplido, el mismo
aire de adolescente desgarbado. Gabriel se queda mirando a su viejo
compañero de pupitre, disfrazado de dandi en aquel suntuoso decorado. Un
bigote fino, a la moda, es casi lo único que lo distingue de aquel que él
recuerda. Y está a punto de echarse a reír.
Afortunadamente, se recompone a tiempo. Pero entonces es Roberto el
que ríe, como si él tampoco creyera que el atuendo de comedia que viste
pudiera dar el pego. No solo ríe, suelta una carcajada incrédula, desbridada,
abre los brazos y corre a estrecharle entre ellos de un salto.
Gabriel le devuelve el abrazo, sin pensárselo, contagiado por su alegría.
Se palmean la espalda, riendo y brincando, como si tuvieran quince años otra

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vez y acabaran de marcar un gol en la portería del equipo contrario, hasta que
por fin Roberto se aparta, sin lograr ponerse serio, sujetándole por los
hombros:
—¿Qué demonios haces aquí? —⁠le pregunta⁠—. No me lo podía creer
cuando me han dicho tu nombre por teléfono.
Gabriel imita su gesto, con algo de incertidumbre, contemplando cómo
sus suspicacias se hacen añicos.
—¿Yo? Yo vengo a Deauville todos los veranos. La cuestión es qué haces
tú aquí. ¿Y de dónde…? —⁠Hace un gesto amplio, que abarca las paredes de la
suite y al mismo Roberto, y que contiene todo su asombro y su extrañeza, sin
atreverse a preguntar en voz alta de dónde ha sacado el dinero para todo
aquello. Y ya de paso, cómo diablos se ha convertido en el personaje en el
que se ha convertido, más allá de las simplezas que cuentan los diarios, y si
vive permanentemente en ese mundo, travestido de actor de vodevil.
Roberto se deja caer en el sofá y cruza las piernas, alborozado todavía,
pero el gesto con el que se acomoda, indolente y preciso, hace que se esfume
la ilusión de que sigue siendo un mozalbete recién salido de la escuela y
disfrazado de adulto. Su cuerpo no interpreta ningún papel. Se siente en
verdad confortable en ese lugar y en esa postura displicente, con los brazos
sobre el respaldo del sofá, ataviado con esa ropa formal con la que viste, a
buen seguro, casi todas las noches.
—¿Quieres beber algo? —Alarga el brazo y, sin aguardar respuesta, coge
una botella de cristal esmerilado de la mesita que hay junto al sofá y llena dos
vasos anchos de líquido dorado.
Gabriel tarda un momento en sentarse en un butacón, frente a él,
incómodo de repente, como si de verdad tuviera quince años y su mejor
amigo se hubiera convertido en adulto de la noche a la mañana mientras él
sigue siendo un crío.
—No sé si estoy hablando con un señor abogado… —⁠murmura Roberto,
entornando los ojos.
Gabriel niega con la cabeza. Le llama la atención que Roberto recuerde
que estudió en la escuela de Derecho. Eso quiere decir que por esa época aún
recibía sus cartas. Las dos o tres que le envió aquel año. Aunque no las
respondiera.
El caso es que, de una forma u otra, le está preguntando qué ha sido de su
vida todos estos años. Y Gabriel no sabe bien por dónde empezar. De repente
se da cuenta de que nada de lo que podría contar le parece interesante, y se
siente desubicado. No está acostumbrado a sentirse así. Normalmente, se

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considera un hombre afortunado cuando compara su vida con las de sus
conocidos. No es esclavo de ningún despacho ni de ninguna oficina, como la
mayoría de sus compañeros de estudios. Su oficio le agrada y le deja tiempo
libre. Conoce a todo el mundo en su ciudad. Pasa el verano en el mar, como
los millonarios. Y no se le dan nada mal las mujeres, a pesar del fracaso de su
matrimonio.
Pero es como si Roberto le hubiera puesto delante un espejo deformante
en el que se reflejaran al mismo tiempo la imagen de quien es ahora y de
quien creyó ser hace mucho tiempo, creando un monstruo contrahecho.
Incómodo, siente un deseo súbito de escabullirse. Y lo disimula dándole
toda la ligereza de la que es capaz a su relato, pasando por encima de sus hitos
desteñidos a vuelapluma: los estudios interrumpidos, la pequeña herencia que
le permitió abrir el estudio de fotografía en Rouen y su matrimonio, breve y
sin hijos, brotan rápidos y se desvanecen en sus labios, entre bromas. Datos,
nombres y fechas que el mundo suele considerar un retrato coherente de quién
es cada uno.
Como si las elecciones que uno hace o deja de hacer en la vida
constituyesen golpes de cincel que fueran desgajando la materia sobrante de
un bloque de piedra noble hasta hacer aparecer la forma de nuestro verdadero
yo.
Gabriel sospecha que es más bien al contrario.
Las acciones y omisiones de nuestras vidas no son esquirlas de mármol.
Son granos de arena, minúsculos e incontables, como los que forman las
nubes de tormenta del desierto que desgastan la piedra arenisca y dejan con la
nariz roída a los faraones.
Y lo que queda de nosotros, a partir de cierta edad, no es más que lo poco
o mucho que haya resistido a la erosión del tiempo.
Roberto le pregunta por sus padres y su hermana, y Gabriel le cuenta que
ambos siguen trabajando de maestros, en otra escuela, en una población más
grande, y que Emma acabó casándose con el médico que la curó de su
enfermedad de pulmón y tiene una niña de once años.
A él hay tantas cosas que le gustaría saber que no tiene idea de por dónde
empezar. Casi espera que Roberto se quite el antifaz y le confiese entre risas
que todo aquello es una fabulosa y elaborada mascarada. No le extrañaría que
sus viejos compañeros de la escuela rural salieran de detrás de las cortinas,
con sus zuecos y sus gorras de paisano, burlándose regocijados de que haya
sido víctima de una inocentada semejante.

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Al final, lo que se le ocurre es lo más intempestivo. Lo que menos tiene
que ver con la extraña transformación de su amigo en acaudalado aristócrata y
coleccionista de arte o con su habitación de hotel con vistas al mar. Le mira a
los ojos y pregunta:
—¿Qué ocurrió con Anna?
Hace muchos años que no pronuncia el nombre de la muchacha de ojos
soñadores y viveza de ave silvestre de la que ambos se enamoraron cuando
tenían diecisiete años, al mismo tiempo y en esa misma ciudad, y tiene la
impresión de que ha pillado a Roberto de improviso.
Su amigo tarda en responder unos instantes:
—Se acabó, sin más. Ya te contaré con calma en otro momento. —⁠Se ha
mostrado acogedor mientras hablaban de él y de su familia, pero está claro
que no le gusta que haya llegado su vez. No tiene intención ninguna de
corresponder. Gabriel le observa recoger el lazo de la pajarita que había
dejado sobre el sofá y ponerse en pie, dándole a entender que tiene que
arreglarse para alguna cita y no podrá remolonear mucho más tiempo⁠—.
Volvemos a vernos, ¿no?
Le está despidiendo. A Gabriel le parece otra vez que está frente a un
extraño y vuelve a refugiarse en la ligereza:
—No hay más remedio. Mi sobrina ha oído hablar de ti. Es una
admiradora entusiasta de las aventuras de Arsenio Lupin y solo con los
rumores que ha escuchado esta mañana se ha quedado fascinada con el ilustre
señor Montenegro. Si no consigo presentártela, no me lo perdonará en la vida.
Roberto sacude la cabeza y se echa a reír de buena gana:
—Vaya por Dios… Intentaré estar a la altura. —⁠Levanta un dedo,
recordando algo⁠—. Espera.
Pasa un momento al dormitorio. Gabriel le escucha abrir y cerrar un
cajón.
Enseguida regresa y le pone en la mano un objeto pequeño.
—¿Una perla?
—Dásela de mi parte. Dile… Dile que era de una duquesa. Que la he
robado para ella. Un regalo. Por ser la sobrina de mi mejor amigo. —⁠Seguro
que se le ha quedado cara de pasmarote porque su interlocutor suelta otra
carcajada⁠—. No me mires así, se me ha caído de unos gemelos y está dañada,
ha perdido una esquirla; no te estoy regalando ninguna fortuna.
Gabriel comprende, encantado. Roberto se está riendo de su propia
reputación. Sabe qué tipo de historias ha debido escuchar la niña y no quiere
desilusionarla.

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El gesto es tan propio de su viejo amigo que no se le ocurre replicar y se
guarda la perla en el bolsillo, recordando una tarde de verano, a orillas del
Dives, hace ya quince años, y la confesión que entonces le hizo Roberto. Y
aunque es evidente que su opulencia presente es real, e inexplicable si no es
de orígenes turbios, Gabriel empieza a intuir, en cierta medida, cómo se ha
fraguado su novelesca reputación.
—En fin… me esperan —concluye Roberto.
—Sí. Yo también tengo que irme. Voy al teatro del casino a ver a Ray
Ventura y empiezan en veinte minutos.
—Qué casualidad. Yo también tenía entradas. Me las ha dejado alguien en
la conserjería. Un tal Félix Oriot u Oriol… Algo por el estilo. El director de
un periódico local. No sé quién es. Pero tengo un compromiso ineludible. Se
las he regalado al conserje, que tiene una hija casada con un chófer del hotel.
Ellos las aprovecharán.
Roberto no es consciente del tono condescendiente, tan propio de alguien
colmado de atenciones, con el que ha hablado. A Gabriel le pica el orgullo:
—Oriot. Félix Oriot. Es amigo mío. Quiere que le concedas una entrevista
y deseaba tener un detalle contigo.
—Vaya, dile que lo siento, que me es imposible ir al concierto, pero que
le estoy agradecido igualmente. De todos modos, nunca hablo con la prensa.
—⁠Una pausa alerta⁠—. ¿Le has dicho que nos conocemos?
—No.
Roberto hace un gesto de asentimiento, aprobando su silencio, y hunde las
manos en los bolsillos. No está cómodo con lo que va a decirle ahora:
—Oye, si hablan de mí… en alguna conversación… Por lo que sea. Ya
sabes lo que le gusta a la gente cotillear. Prefiero que no cuentes mucho… No
es que me avergüence de nada. Pero, ya sabes, para los negocios…
Le mira a los ojos, asegurándose de que le ha entendido. Gabriel le tiende
la mano:
—Tranquilo.
Claro que le ha entendido. Demasiado bien. Lo que le pasa es que su
aparición le ha sorprendido con el pie cambiado y tras el primer impulso de
entusiasmo, diluido entre risas y abrazos, ahora debe estar pasando lista a las
complicaciones que puede suponerle. Su presencia allí le embaraza y quizá le
compromete. No debe resultar fácil conciliar la realidad de su infancia y
adolescencia con el personaje que se ha creado. Y menos de cara al público.
Tal vez esa sea la razón por la que Roberto no había regresado hasta ahora
a Deauville. Montecarlo, Cannes o Biarritz son sin duda destinos más seguros

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y discretos. A cientos de kilómetros de la comarca en la que ambos se criaron.
Pero ha dicho que no se avergüenza de nada. Y, a pesar de que lo lógico
sería desconfiar de sus palabras, Gabriel se da cuenta de que le cree.
Es curioso, piensa, mientras desciende las escaleras, después de
despedirse. Le ha creído porque en ese momento ha sentido que quien le
hablaba no era el distinguido extraño de los periódicos, sino su amigo de
juventud. A pesar de lo excepcional de sus circunstancias y de los secretos
que sin duda guarda, Gabriel se marcha con la desconcertante impresión de
que Roberto no ha cambiado apenas desde los viejos tiempos.
O, en cualquier caso, de que ha cambiado mucho menos de lo que lo ha
hecho él, que apenas se ha alejado de su lugar de nacimiento y durante todo
este tiempo no ha hecho sino dejar pasar los años, mecido por el runrún
tedioso del día a día.

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1919

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El día en que Roberto Montenegro llegó a nuestra escuela, llevaba lloviendo
sin parar desde primera hora de la mañana.
No era la lluvia lenta, perseverante y brumosa a la que estábamos
habituados, sino un torrente impenetrable, violento y ruidoso, bajo un cielo
casi negro. Así que a mitad de aquella tarde de noviembre, a la hora del
recreo, estábamos todos encerrados en el aula, gritando y corriendo entre los
pupitres, cuando mi madre entró a avisar a mi padre, que corregía ejercicios
en su mesa, inmune a nuestro vocerío.
Yo enseguida me puse alerta.
Hacía dos semanas que una mujer desconocida había llamado a la puerta
de casa a la hora en que mi madre empezaba a preparar la cena y mi padre
organizaba las lecciones del día siguiente en el cuartito con vistas a los
manzanos del huerto que le servía de estudio. La habían hecho pasar y,
mientras ambos se sentaban con ella frente a la chimenea, Emma y yo
habíamos corrido a la ventana de mi cuarto cuchicheando. Desde allí
habíamos espiado una calesa nuevecita, pintada de verde y rojo, detenida
frente a la verja del patio, con una jaquita de tiro ligero, con el pelo reluciente
y las crines trenzadas, enganchada entre las varas.
Por aquel entonces llevábamos algo más de dos años instalados en el
pueblecito de Cambremer. Nuestro hogar, que estaba en el mismo recinto que
el edificio de la escuela, era una casona normanda con tejado de chamiza y
vigas de madera pintada y un corral grande en el que el pasto crecía lustroso
todo el año. En la mitad izquierda mi padre había plantado un huerto, y la
mitad derecha nos servía de patio de juegos durante los recreos.
Mi madre y mi hermana, que tenía ya dieciocho años, se ocupaban del
aula de los más pequeños, a los que enseñaban a leer y a hacer cuentas; un
adjunto, que iba y venía todos los días en bicicleta, daba clases a los alumnos
del Curso Intermedio; y mi padre, que era el director, se ocupaba del Curso
Superior, el menos numeroso, ya que a partir de los trece años los alumnos
iban abandonando la escuela para ayudar a sus padres en las granjas lecheras,
los campos de manzanos o los comercios locales.

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Yo tenía quince años y en casa habíamos acordado que intentaría obtener
lo antes posible el Diploma de Enseñante. Mi padre quería que obtuviese un
título que me permitiese ganarme la vida por mí mismo lo antes posible, por
si un día él faltaba. Luego, ya con un oficio seguro, tendría tiempo de seguir
estudiando, si así lo deseaba, y perseguir mayores ambiciones.
Aquella noche, después de que la forastera de la calesa de colores se
despidiera, nuestros padres nos contaron que era viuda, propietaria de una
granja grande pero solitaria, situada a una docena de kilómetros al sur. Tenía
un hijo de mi edad y había venido a preguntar si aceptaríamos acogerlo en
casa como pensionado para que pudiera seguir los estudios del Curso Superior
en nuestra escuela.
A mí la idea no me hizo ninguna gracia. Adoraba nuestro hogar. La aldea
de Cambremer se agazapaba en un suave valle y nuestra casona estaba situada
en un altozano orientado a poniente y a los pastos vecinos. Las vistas que
tenía desde mi ventana, sobre todo en los días soleados de primavera, cuando
la hierba estaba más verde y los cerezos en flor, eran una delicia. Pero solo
teníamos tres dormitorios, y si el nuevo alumno se instalaba con nosotros
sería yo quien tendría que compartir mi cuarto con él.
Aun así, sabía que no podía quejarme. A la modesta economía de
maestros de escuela de mi familia no le sobraba ningún ingreso
extraordinario. Además, conocía a mi padre; adivinaba la reprimenda que me
caería encima si me atrevía a protestar. Desde bien pequeño me había
enseñado que no había nada más valioso que la educación. Era inaceptable
que un miembro de nuestra familia pusiera la menor traba a que un muchacho
de una granja cercana pudiera formarse; menos aún si tenía predisposición y
condiciones.
Pero eso no aliviaba mi pesadumbre. Me acosté mustio y malhumorado y
apagué la luz enseguida.
Al llegar a Cambremer, dos años atrás, me había costado hacer amigos.
En nuestra vieja escuela todos me conocían desde muy niño y nadie reparaba
siquiera en que mi padre era el director. Pero al mudarnos a un lugar nuevo
había descubierto que ser el hijo del maestro podía hacerse muy cuesta arriba.
Desde el primer día, los demás alumnos me habían dado de lado. No me
trataban mal ni me insultaban, pero estaba claro que no me consideraban uno
de los suyos. Temían que fuese un chivato y le contara todo a mi padre. Las
risas se cortaban en seco cuando yo me acercaba. Siempre era el último al que
escogían en los juegos de equipo. Y los días festivos no me invitaban a
unirme a ellos fuera de la escuela.

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Mi primer curso allí había sido triste y solitario. Y el verano, sin la
distracción de las lecciones, se me había hecho aún más eterno. Me
abochornaba no haber sabido hacer amigos y más aún que mi familia se diera
cuenta.
Sin embargo, al otoño siguiente, con el regreso de las clases, todo cambió.
Nunca supe por qué. Quizá era solo que mis camaradas se habían
familiarizado con mi presencia. O tal vez era yo el que ya no resultaba tan
diferente. El caso es que desde el primer día me saludaron como a uno más y,
con la misma naturalidad, me invitaron a participar en sus juegos. Fui feliz
durante todo el curso. Pero al dejar de sentirme solo, fue cuando descubrí que
el refugio de mi cuarto me hacía más falta que nunca.
Todas las noches, después de la cena, subía a encerrarme a mi cuarto a
estudiar o a leer a solas, aliviado y satisfecho. Por eso la idea de tener que
compartir mi santuario me producía un disgusto que no estaba seguro de saber
disimular cuando llegara el momento.
Pero había pasado una semana y luego otra. El curso estaba ya avanzado.
Y la mujer de la calesita verde y su hijo no habían vuelto a dar señales de
vida.
Estaba ya convencido de que no había razón para la alarma cuando aquel
día lluvioso de noviembre, durante la hora del recreo, mi madre vino a buscar
a mi padre a clase y, cuando este regresó, lo hizo acompañado de un mozo
desconocido.
A mí, a la vista de la blusa de escolar del recién llegado, el mundo se me
cayó a los pies, y lo examiné sin ninguna simpatía.
El intruso era un tipo moreno, larguirucho, con el pelo rizado, las manos
hundidas en los bolsillos del pantalón y una media sonrisa tranquila, que no
parecía intimidado ante el examen descarado y curioso de la docena de rostros
adolescentes que tenía enfrente.
—Señores, quiero presentarles a su nuevo compañero de estudios. Estoy
seguro de que todos harán un esfuerzo para hacer que se sienta como en casa.
Su nombre es, veamos si lo digo bien… Roberto Montenegro. —⁠Mi padre
pronunció titubeante aquel nombre exótico, pidiendo con la mirada a su
nuevo alumno que confirmase que no se había equivocado demasiado⁠—.
Repitan todos, por favor.
Entre risas tratamos de reproducir aquel nombre impronunciable, pero ni
por esas se azaró el recién llegado. Nuestros trastabilleos burlones daban la
impresión de resultarle comprensibles y hasta divertidos.

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—Bueno, ya basta, nos acostumbraremos todos con el uso —⁠cortó en seco
mi padre, viendo que el jolgorio no tenía visos de terminar⁠—. Ahora quiero
hacerles otra pregunta. ¿Saben de dónde viene el nombre de su nuevo
compañero? ¿No? Voy a darles una pista. El señor Montenegro hace tiempo
que vive en una granja del camino de Saint-Pierre, con su familia materna,
pero ha nacido en Sevilla. ¿Quién sabe dónde está Sevilla?
Morel alzó la mano como un rayo. Era el primero de la clase. El candidato
favorito de mi padre para aprobar el acceso a la Escuela Normal en un par de
años, el más atento y aplicado.
—¿Sí, Morel?
—Está en España, señor.
—Muy bien. ¿Y qué famosa obra de teatro del Siglo de las Luces
transcurre en Sevilla? Vamos, piensen, hace poco que leímos juntos un
extracto en nuestro manual de lectura.
Otra vez la mano de Morel:
—El barbero de Sevilla, señor, de Beaumarchais.
—Muy bien —le felicitó mi padre⁠—. ¿No era muy difícil de acertar, no,
señores? El barbero de Sevilla transcurre en Sevilla. Les estará echando humo
la cabeza.
En apariencia, el irónico comentario de mi padre iba dirigido a toda la
clase, y mis condiscípulos respondieron adecuadamente, con risitas festivas y
apenas avergonzadas por la común torpeza. Pero había fijado su mirada
interrogadora en mí, preguntándose por qué no respondía. Dejando además
que fuera Morel, que no me era simpático, quien se luciera.
Mi padre sabía que yo conocía la respuesta de sobra.
La culpable de mi afición a El barbero de Sevilla era mi madre, que
adoraba la música. Tenía una voz rica y densa, de mezzosoprano, que en las
mañanas de fiesta brotaba desde el cuarto en el que se encontrara faenando y
culebreaba hasta mi habitación y la de mi hermana para despertarnos. Su
posesión más preciada era su gramófono, con su colección de discos de arias
de ópera, y durante las largas tardes de verano, cuando se sentaba a coser
junto a la ventana, yo me instalaba a su lado, encargado de la labor de
cambiar los discos y accionar la manivela. Las voces nasales de Caruso,
Fernando de Lucia, la Melba y Rosina Storchio brotaban entre los crujidos y
arañazos del aparato, y ella tarareaba el aria traviesa de Rosina o la más dulce
de Mimì, y me contaba historias de amores y odios que a menudo sucedían en
ciudades luminosas y lejanas situadas en Italia y, sobre todo, en España.

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Así había aprendido dónde estaba Sevilla y había conocido a su barbero
Fígaro, que se reía de las miserias humanas; al seductor don Juan, que
convidaba a cenar a estatuas de mármol; y a la gitana Carmen, que se citaba
con contrabandistas en la taberna de Lillas Pastia y cantaba que el amor era
un pájaro rebelde que no sabía de leyes.
Por eso me daba igual que Morel contestara a las preguntas de mi padre.
Aunque se aprendiera de memoria todo el libro de lecturas del Curso
Superior, yo sabía muchas más cosas de las que él podía siquiera imaginar
sobre aquella ciudad de luz blanca y cielo azul, mujeres de ojos negros y
hombres valientes vestidos con trajes de colores, tan distinta del verdigrís de
los campos que ambos habíamos conocido toda la vida.
Pero, sobre todo, me había quedado sin habla, contemplando al recién
llegado. Que alguien hubiera venido desde un lugar como aquel para
presentarse ante nosotros, de pie sobre la tarima de la escuela, me parecía
absolutamente incomprensible. Y maravilloso.
De la manera más inesperada, el indeseable intruso que venía a instalarse
en nuestro hogar sin que nadie le reclamara había abierto en los muros de
nuestra vieja escuela una ventana desde la que se divisaban paisajes lejanos,
palacios legendarios y rostros misteriosos que siempre había creído a miles de
leguas de distancia.
Mientras yo, a buen seguro, le miraba como un pasmarote.
Todos decían que me parecía a mi madre. Había heredado sus mejillas
llenas, su pelo oscuro y lacio y su labio superior, tan fino que desaparecía
cuando nos echábamos a reír. Lo malo era que, por lo visto, también tenía sus
ojos, grandes y verdes, limpios e incapaces de disimular la curiosidad.
Cuando algo me sorprendía, se abrían de par en par, inocentes y maravillados,
como si quisieran comerse el mundo, repetían siempre mis tías. Algo que a
mí, con esa edad, me azoraba, porque quería parecer mayor.
Pero la voz de mi padre me espabiló:
—Bien, señores, ¿le hacen un sitio a su nuevo condiscípulo en los bancos?
Morel, que estaba sentado en el extremo opuesto al mío, hizo hueco en su
esquina, y yo me pasé las dos horas que quedaban de clase lanzando ojeadas
en su dirección. A primera vista, el novato no se diferenciaba de nosotros en
gran cosa y su acento era indistinguible del nuestro. Si acaso, sus botas
estaban más brillantes y su ropa parecía más nueva.
Cuando por fin cerramos el libro de Gramática y dimos por concluidas las
lecciones del día, seguía lloviendo con fuerza. Uno a uno, mis compañeros se

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fueron calzando los zuecos y salieron corriendo cuesta abajo hacia sus casas,
con las carteras sobre la cabeza.
Yo acompañé a Montenegro a mi habitación.
Mi madre ya le había subido la maleta. La había dejado, cerrada, a los pies
de la que iba a ser su cama, junto a la pared, y había reordenado el armario,
colocando todas mis cosas a un lado para hacer hueco.
Yo tenía ganas de preguntarle si era verdad que venía desde Sevilla.
Aquel apellido impronunciable no me parecía prueba suficiente, y recelaba de
que nos estuviese engañando. Sin embargo, me sentía intimidado. Aunque
ambos teníamos la misma edad, aquel desconocido me daba la impresión de
ser mayor que yo. Era más alto, más espigado y, sobre todo, no había manera
de que perdiera ese aire de tranquilidad afable. Me figuraba que debía tener
mucho más mundo que yo y que mis dudas, mis gustos y mis aficiones iban a
parecerle infantiles.
Me senté a los pies de la cama, contemplando mis ropas apretujadas a la
izquierda del armario, mientras él ordenaba las suyas. Me molestaba verlas
así. Aunque además del pijama y la ropa interior, apenas poseía tres camisas,
un par de jerséis de punto, una chaqueta y dos pantalones. Unos zapatos de
diario y otros para los domingos.
Eché un vistazo de reojo a la repisa de la ventana. La noche anterior, antes
de acostarme, había dispuesto mis pertenencias personales sobre el alféizar,
unas junto a las otras: dos libros leídos y releídos —⁠Los tres mosqueteros y
Los tigres de Mompracem⁠—, mi globo terráqueo, la brújula cromada que me
había regalado mi tío César y un cuaderno con las páginas en blanco, una
cinta separadora de color rojo y tapas de cuero blando atadas con un cordel.
Había estado un rato contemplándolo todo, orgulloso, y luego me había
colado bajo las sábanas para dormir, arropado por su presencia.
Era una vieja costumbre. Me gustaba colocar todas mis propiedades juntas
y comprobar el poco espacio que ocupaban. Pero no había contado con tener
que exponerlas ante ningún invitado.
Montenegro acabó de ordenar su lado del armario y cuando terminó echó
una ojeada satisfecha al cuarto, con las manos en los bolsillos y los mismos
modos apacibles que en clase:
—Te he invadido por completo. Ahora hay casi más cosas mías que tuyas.
—No importa —mentí.
Se tumbó a mi lado, en la cama, sin pedir permiso, y, alargando el brazo,
hizo girar mi bola del mundo.

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—Tienes que decir «ya», y el sitio donde caiga mi dedo será donde vivirás
dentro de diez años.
—¡Ya! —exclamé, y me puse de rodillas, para ver qué lugar me había
tocado en suerte. Desilusionado, comprobé que el índice de Montenegro
descansaba sobre la enorme extensión vacía del océano Pacífico⁠—. Vamos,
que voy a vivir en mitad de la nada.
—A lo mejor te haces marino. Mi padre era marino.
Quise preguntarle más, pero la timidez me pudo. En su lugar, al ver que
ya se había olvidado del globo terráqueo y hojeaba mis libros, le dije:
—En la biblioteca de mi padre hay muchos más. Seguro que te permite
leer los que quieras. Menos los del aparador. Esos los tiene guardados con
llave y dice que solo me los dejará leer cuando tenga edad.
—¿Estos son tus favoritos?
—Sí. —Nos quedamos los dos callados. Él seguía tendido en la cama,
observando los objetos de la repisa, con el mismo desahogo que si se
encontrara en su propio cuarto. No daba en absoluto la impresión de sentirse
extraño y al cabo de un momento yo también me relajé, me tendí sobre la
espalda, a su lado, y entonces me pareció lo más natural del mundo contarle
algo que no le había confesado a nadie. Ni a mi familia ni mucho menos a mis
compañeros de clase⁠—. Tenía más libros, siempre me regalan alguno el día
de mi santo, pero se los he dado todos a mi hermana. Me gusta la sensación
de que en cualquier momento podría recoger todas mis pertenencias, meterlas
en una mochila e irme a recorrer el mundo, sin más. Así que no quiero tener
muchas cosas.
Me había puesto colorado mientras hablaba. Me daba vergüenza parecerle
infantil. O estúpido. Porque de momento, la verdad, no tenía planes
inmediatos de irme a recorrer mundo ninguno. Si mi padre me hubiera
escuchado hablar así habría levantado una ceja y luego me habría dicho que
me sacara todas esas pamplinas de la mollera. Que lo que tenía que hacer era
estudiar. Y yo no habría sabido explicarle que no importaba que mis planes
no fueran a hacerse realidad de forma inmediata, porque cuando me sentaba a
solas en mi habitación a contemplar mis posesiones, o a repasar las páginas en
blanco del cuaderno en el que pensaba escribir mis aventuras y experiencias
—⁠cuando tuviera aventuras y experiencias que contar⁠—, me veía a mí mismo
no con los quince años que tenía entonces, sino dentro de otros quince o
veinte, como un hombre de mundo que regresara a la casa de su niñez,
cargado de lejanas experiencias, y, dejándome invadir de forma anticipada

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por la nostalgia que un día me inspiraría el recuerdo de la sencillez de mi
infancia campestre, me sentía libre y solitario, como si todo fuera posible.
Montenegro rio de buen humor, sin burlarse de mí. Solo dijo:
—Yo no he planeado nunca ningún viaje. Ni siquiera antes de venir aquí.
Ayer mi madre me hizo la maleta, esta mañana salimos para acá y ya está.
—¿Y a Sevilla? ¿Es verdad que eres de allí? ¿No has pensado en volver?
—Puede ser. No sé. A lo mejor un día. —⁠Se apoyó en un codo y se
incorporó⁠—. Te podrías venir, si quieres. Así estrenas ese cuaderno de viaje.
¿Hecho?
Me tendía la mano, con la gravedad de un tratante de ganado que cerrase
una compraventa en una feria. Y yo se la estreché con la misma seriedad:
—Hecho.

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Nos hicimos amigos. De la noche a la mañana.
Aunque éramos muy distintos.
Yo era inquieto, bullicioso y respondón. O eso decían mis padres.
Siempre tenía la cabeza llena de planes e invenciones. Roberto era tranquilo,
amable, daba la impresión de no preocuparse por nada y siempre parecía más
seguro de sí mismo que los otros chicos de nuestra edad.
No era un cabecilla. No le gustaba mandar. Pero enseguida adquirió una
suerte de estatus especial que no quedaba claro por qué ni cómo le habíamos
concedido.
Ocurrió, por ejemplo, con el fútbol. Durante mucho tiempo habíamos
utilizado vejigas de cerdo envueltas en trapos a modo de pelota, pero ese año
al pelirrojo Leroy le habían regalado un balón de cuero y eso había desatado
de forma contundente nuestra pasión.
Nuestros partidos eran torneos medievales, juegos de gladiadores, duelos
de espadachines en los que las únicas opciones eran la victoria o la muerte.
Moratones, cejas rotas y cortes en la frente provocados por las costuras
endurecidas del balón eran nuestras más preciadas condecoraciones.
Roberto, sin embargo, jamás metía el pie en un barullo cuando la cosa se
ponía bronca y nunca se acaloraba. Eso era algo inaudito y, para nosotros,
inadmisible. A cualquier otro que hubiera mostrado esa indiferencia le
habríamos enviado al banquillo sin dudarlo.
Tampoco entendíamos por qué nuestro nuevo compañero hablaba igual
que nosotros si había nacido en esa lejana Sevilla que aparecía en nuestro
libro de lectura. Aunque ese misterio se resolvió rápido. El padre de Roberto,
que tal y como yo ya sabía era marino, había conocido a su madre en el puerto
de El Havre, una vez que una tormenta había dejado a toda la tripulación de
su barco varada en el muelle. Ella se encontraba de paso en la ciudad,
ayudando en casa a una tía enferma. Se habían enamorado y, después de un
año carteándose, el intrépido marinero había regresado para llevársela con él
para siempre.
Roberto había nacido poco después, en Sevilla, en un palacio que había
sido de un rey moro y que tenía un patio con naranjos y una fuente de

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azulejos; y en los días de lluvia nos contaba aventuras maravillosas que había
vivido antes de que su padre muriera en un naufragio frente a las costas de
África y su madre decidiera regresar junto a su familia y llevárselo con ella,
de vuelta a la granja del camino de Saint-Pierre.
Nosotros le escuchábamos en corro, sin pestañear. Eran historias que
sucedían en una ciudad de música y colores en la que siempre era de día
porque el sol no se ponía hasta muy tarde, y entonces salía la luna, más blanca
y espléndida que la de nuestros campos, que lo iluminaba todo.
Nos hablaba de los animales exóticos que su padre le traía de América,
sobre todo de un monito de Cuba que no se alejaba nunca de su hombro y que
robaba monedas a los forasteros por la calle y se las daba a él para que las
guardara. Nos contaba de los toreadores que visitaban su casa y de las fiestas
con guitarras y mujeres con vestidos de volantes rojos que se organizaban
hasta altas horas de la madrugada; de los bandidos perseguidos por la justicia
a los que una noche dieron asilo y, refugiados en su dormitorio, le
prometieron llevarle con ellos a su guarida de las montañas cuando fuera un
poco mayor; y de las monedas de oro que habían encontrado en el fondo del
pozo y que eran parte de un tesoro escondido de tiempos de los moros sobre
el que pesaba una maldición.
La mayoría le admirábamos, deslumbrados por sus relatos, aunque
algunos, encabezados por el pelirrojo Leroy, murmuraban a sus espaldas,
presas de una aversión instintiva por esas extravagancias tan fuera de lugar en
nuestras vidas. Pero a todos nos fascinaba aquel pasado exótico.
Mi rutina también cambió. Ya no me encerraba solo en mi habitación por
las tardes y, en cuanto nos poníamos a estudiar, Roberto me distraía con
cualquier cosa. Aprendía rápido, pero estudiar le aburría. No le preocupaban
las notas ni tenía ningún plan de futuro.
Cuando le pregunté qué pensaba hacer cuando dejara la escuela se quedó
un rato cavilando hasta que por fin sonrió: le gustaría ser cartero. Y pasar el
día pedaleando bajo las flores blancas de los manzanos, cruzando arroyos y
sorteando cercados, para entregar una carta de amor que alguien llevara días
aguardando o las noticias de un pariente lejano del que no se supiera nada
desde hacía años.
Me pareció una ambición peculiar. Aunque ahora, tantos años después,
me pregunto qué habría sido de nosotros si Roberto hubiese cumplido su
propósito. Si él seguiría vivo. Y si yo viviría de otra manera. Sin tener que
montar guardia permanentemente contra las acometidas de los
remordimientos.

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Pero nunca fue una opción real. Porque a los pocos días de su llegada a
casa, descubrimos que mi nuevo amigo tenía un verdadero talento.
Los sábados, nuestras clases acababan media hora antes de que las niñas
salieran de su escuela. Mis compañeros y yo teníamos la costumbre de
esperarlas sentados en el murito de piedra de una granja vecina, como los
gallinas que éramos, para verlas salir y tratar de intimidar a las que más nos
gustaban con nuestras bromas. La colegiala que me encandilaba a mí tenía el
pelo más rubio del mundo y se llamaba Aline. Era la hija del notario y
normalmente no se molestaba siquiera en girar la cabeza en mi dirección. Los
días que se dignaba responder a mis burlas con una mirada de desprecio yo
regresaba a casa sintiéndome el más feliz del mundo.
Aquella tarde Roberto nos acompañaba por primera vez y se había
sentado junto a nosotros en uno de los extremos del muro, con las piernas
larguiruchas colgando y su media sonrisa apacible. Cuando salieron las niñas
permaneció callado, con las manos en los bolsillos, mientras los demás
competíamos en rechiflas y torpezas. Yo me reí, viéndole tan pudoroso. Él se
encogió de hombros y respondió, con un tono de suave reproche, que lo que
hacíamos no era nada caballeroso.
Le miré, mudo e incapaz de asimilar su estrafalaria reconvención. Si solo
estábamos importunando un poco a las niñas para que nos miraran… Pero
cuando apareció mi colegiala la interpelé con menos ingenio que otras veces.
Y me quedé caviloso toda la tarde.
La sorpresa llegó a la mañana siguiente, cuando nos sentamos a desayunar
en la mesa de la cocina y, al meter una mano en el bolsillo, me topé con un
papel doblado por la mitad. Lo desplegué, intrigado, y allí estaba la rubia
Aline, no en carne y hueso, sino calcada al carboncillo, con sus libros bajo el
brazo, sus andares de bailarina y su larga trenza rebotando sobre la espalda.
Cuatro trazos magistrales habían bastado para remedar su rostro. Estaba
pintiparada, con su naricilla respingona y su inconfundible mohín orgulloso.
Lo había hecho Roberto, por la noche y a la luz de la lamparita de
petróleo, de memoria, mientras yo dormía.
Me dejó boquiabierto. Una cosa era dibujar con más o menos maña, pero
aquello era un auténtico don.
Al menos, eso fue lo que declaró mi padre aquella noche, durante la cena.
Un don especial que no se podía dejar marchitar de ningún modo. Le
preguntó a Roberto si había tomado alguna vez clases formales de dibujo y,
cuando él dijo que no, le aseguró que convencería a su madre para que cuando
terminase la escuela le enviara a una academia de Bellas Artes.

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Roberto no le daba importancia a su destreza, dibujaba de manera
espontánea y sin esfuerzo. A nuestros ojos de escolares, sin embargo, el
descubrimiento de su pericia con el lápiz le hizo aún más peculiar. Le
pedimos que realizara retratos de todos y cada uno de nosotros. Incluso del
pelirrojo Leroy, que cuando vio el resultado se enfadó porque, en su opinión,
no tenía la nariz chata ni los ojos tan pequeños.
Fue por entonces cuando adoptamos la costumbre de coger un par de
mantas gruesas y subir a refugiarnos al granero en las noches despejadas. Allí
tumbados nos quedábamos mirando al cielo estrellado a través del tragaluz
del techo, y hacíamos planes para ese día en que yo, por fin, guardaría mis
contadas pertenencias en un petate y me lanzaría a correr mundo. Ahora que
tenía con quién compartir mis maquinaciones en voz alta, lo que no habían
sido sino aspiraciones vagas se había vuelto mucho más real.
Hasta entonces me había bastado con imaginar el mañana en las horas
morosas y solitarias de los domingos de invierno, entre mapas, libros y mi
bola del mundo. Nunca me había preocupado por los aspectos prácticos. Pero
cuando Roberto me preguntaba de qué pensaba vivir durante mis viajes, qué
continente quería explorar primero o cuánto dinero tenía ya ahorrado, el
futuro empezaba a resultar menos remoto. De pronto, la quietud de mi vida
diaria se había vuelto quebradiza, perturbada por la certeza de su caducidad.
Cada mínimo gesto tenía un peso premonitorio y, aunque ni en mis
previsiones más audaces se me había ocurrido abandonar la casa de mis
padres antes de terminar los estudios, vivía expectante, como un corredor
consciente de que el juez de salida ya tiene la pistola en alto.
Poco a poco, los proyectos de aventura dejaron de ser solo míos y
empezamos a desmenuzarlos y a imaginar todos los detalles en plural. Yo
había infectado a Roberto con las ideas que sacaba de mis lecturas y él a mí
con las historias de la vida en esa Sevilla de fábula que contaba en los
descansos de clase.
Un día, pasada ya la Navidad, descubrimos en un rincón del desván una
caja que yo creía perdida para siempre, olvidada en nuestra vieja casa.
Desembalé el contenido, eufórico. Allí estaba: la colección de revistas de mi
tío César. Decenas de ejemplares del Journal des Voyages y Le Tour du
Monde. Me había regalado todos los números que guardaba el día de mi doce
cumpleaños y yo estaba convencido de que no habían sobrevivido a la
mudanza.
Cogí la primera del montón y de inmediato reconocí la imagen del
hidroavión levantando el vuelo sobre las aguas del Pacífico. Aquello era un

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tesoro. Recordaba cada uno de los artículos, cada una de las ilustraciones: los
minaretes de Constantinopla oteando el horizonte sobre las cúpulas de las
mezquitas; los cerezos milenarios y las islas sagradas del Japón, con sus
gigantescas puertas abiertas al mar; los camellos de los mercaderes rumiando
pacientes frente a las murallas de El Cairo; las tenebrosas procesiones
sicilianas con hombres y mujeres cubiertos de la cabeza a los pies; la crónica
de la campaña militar contra los beduinos de Mauritania…
Ni aquella noche ni en ningún otro momento se nos ocurrió pensar que las
apasionantes escaramuzas del ejército colonial en el desierto tuvieran algo
que ver con las batallas de lodo, alambre de espino y granadas que habían
llenado los diarios durante buena parte de nuestra infancia.
Nuestra región no había sufrido ni los bombardeos ni la cercanía de los
combates de la Gran Guerra. La sangre, el terror y la muerte en las trincheras
eran algo fantasmal, lejano y difícil de imaginar, algo que había ocurrido en
otras tierras, a las que habían partido los reclutas de la comarca mientras
nuestras vidas seguían discurriendo seguras y tranquilas. Acontecimientos
remotos sobre los que discutían en el café de la plaza los reservistas como mi
padre, los ancianos y los hombres que no tenían salud para ser llamados a
filas. Nada más.
La aventura era otra cosa: los ríos inmensos de Cantón, los hombres
salvajes del Amazonas con la piel teñida de rojo, los templos fantásticos de
Siam, los jinetes a la caza del chimango en la pampa argentina y las
expediciones al corazón del Senegal bajo el acoso de los indígenas.
A la mañana siguiente escribí a mi tío para contarle que sus viejas revistas
habían aparecido y él me respondió a vuelta de correo, anunciando su visita
para las vacaciones de Pascua: me tenía preparada una sorpresa.
Empecé a contar los días que faltaban para su llegada. Mi tío César era el
pequeño de los cuatro hermanos de mi madre. Todos habían nacido y se
habían criado en Rouen, donde mis abuelos, que vivían en una casa atendida
por dos criadas y una cocinera, en la planta noble de un edificio de la avenida
Juana de Arco, tenían una pequeña fábrica química que surtía a la industria
pañera de la ciudad de cloro para blanquear las telas y colorante para teñirlas.
Nunca habían terminado de admitir que su hija se casara con un simple
maestro de escuela rural, y de ahí el empeño de mi padre en que yo adquiriera
los medios para valerme por mí mismo lo antes posible. Él jamás había
aceptado ni un céntimo de su familia política y no quería que yo me viera en
la posición de tener que recurrir a ellos nunca.
De todos sus cuñados solo transigía con mi tío César.

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Siete años menor que el resto de los hermanos, él era el único que no
trabajaba en la empresa familiar. Vivía de una pequeña imprenta, regentada
con descuido, y de su actividad como empresario teatral especializado en los
vodeviles y comedias amables que tanto gustaban a los burgueses de Rouen.
Era un tipo alegre y bien intencionado, medio calvo, con las mejillas
sonrosadas y una barriga abultada que a menudo palmeaba, riendo y
explicando que estaba llena de felicidad. Sus atuendos tenían siempre un
toque vistoso, pero lo que más me llamaba la atención de él eran sus manos,
blanditas y regordetas. «Manos de zángano», decía mi padre, que detestaba a
los gandules, aunque se mostraba tolerante con mi tío César porque mi madre
lo adoraba.
Cada vez que venía a vernos nos traía algún regalo a mí y a mi hermana.
Y como era perspicaz y considerado, siempre se las apañaba para encontrar
algo que nos hiciera ilusión pero no costara mucho dinero, para no ofender a
mi padre.
La única extravagancia que se permitió fue la de aquellas vacaciones de
Pascua:
—Es de segunda mano —explicó, mirando de reojo a mi padre, mientras
yo contenía el aliento, deslumbrado⁠—. Era de un amigo que la quería vender
para comprar una más moderna.
Sí, se notaba. No era nueva. La caja de caoba tenía muescas en las
esquinas y los pliegues del fuelle de cuero habían perdido un poco de color
con el uso. Pero era el regalo más maravilloso que me habían hecho nunca.
Mi propia cámara fotográfica.
Me arrojé a sus brazos, entusiasmado. Mi tío no podía siquiera sospechar
la enormidad del regalo que acababa de hacerme. Aquel aparato era mucho
más que un simple instrumento con el que obtener retratos de familiares
endomingados. Era la respuesta a una pregunta que Roberto me había hecho
una y otra vez durante los últimos meses.
El propio tío César me lo había explicado. Hoy en día, un fotógrafo no
vivía solo de hacer retratos. Cada vez más revistas y periódicos ilustraban sus
noticias con imágenes reales. Y estábamos solamente al principio. La ciencia
pronto encontraría nuevos medios de transmitir de un rincón a otro del globo,
y la fotografía cobraría más y más importancia.
Yo no tenía el talento de Roberto. Pero por fin había encontrado algo que
lo suplía. Tenía un plan: cuando viajara iba a hacer unas fotografías tan
increíbles de los lugares y la gente que me encontrara a lo largo y ancho del

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mundo que la prensa me las arrebataría de las manos. Solo necesitaba entrenar
el ojo y mucha práctica.
Aquella misma tarde mi tío me enseñó a utilizar la cámara y a cargar los
rollos de película. Cuando terminara alguno no tenía más que enviárselo a él
por correo, en una caja estanca, para asegurarme de que no le diera la luz, y él
se encargaría de llevarlo a revelar a un laboratorio y me enviaría las
fotografías de vuelta.
—Mucho cuidado con volverte loco con el aparato. Moderación ante todo
—⁠advirtió mi padre⁠—. Que el revelado no creo que lo regalen.
Yo asentí, dispuesto a aceptar cualquier condición, y, durante las semanas
siguientes, todo mi tiempo libre se lo dediqué a la cámara, aunque, para no
gastar película, a menudo me limitaba a encuadrar la imagen y fingir que
disparaba.
Jugué a inmortalizar los emparrados de lilas que colgaban del porche
trasero, convirtiéndolo en una melancólica capilla silvestre; el agua que
canturreaba bajo el lavadero; el campanario cónico de la iglesia; las flores de
los manzanos, dormidas sobre el suelo de la plaza… Y espiaba a los vecinos,
para sorprenderlos en mitad de sus quehaceres y evitar que posaran adoptando
gestos artificiales, lo que me granjeó más de una regañina por acecharlos con
aquel «aparato del demonio».
Una tarde, después de clase, rondando ya el mes de julio, Roberto me
propuso que fuéramos a bañarnos a las aguas del Dives, que corría hacia el
norte, a una decena de kilómetros de nuestra casa, rumbo a la costa.
Durante las vacaciones de verano los chavales del pueblo teníamos la
costumbre, los días de mucho calor, de montar en una carreta cargada de
viandas y botellas de sidra ligera y tomar un camino bordeado de álamos que
conducía, ondulando entre los cercados donde pastaban el ganado vacuno y
los caballos de raza, a un paraje soleado en el que un meandro había creado
una pradera salpicada de dientes de león y margaritas, junto a un molino
viejo. Pero Roberto regresaba a casa de su familia al día siguiente, a pasar los
meses de vacaciones, y no volveríamos a vernos hasta el comienzo del nuevo
curso, así que decidimos adelantar la excursión.
Íbamos a pie, acortando camino a través de los prados y los senderos
apenas trazados de los bosques. El día anterior había llovido. La hierba alta y
el follaje abigarrado del sotobosque nos empapaban los tobillos a medida que
las sendas se abrían a nuestro paso. Nos bañamos en el agua helada y, ya
avanzada la tarde, nos tendimos tiritando al sol para devorar la merienda de

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paté de cerdo con cebolla, queso de vaca y morcilla de tripas que había
preparado mi madre.
Hacía justo una semana que había recibido un sobre con el resultado de
los primeros rollos de película que le había enviado a mi tío César y no podía
estar más decepcionado. El paquete no contenía ni una docena de fotos. Las
demás, me explicaba la carta que las acompañaba, habían quedado demasiado
oscuras o demasiado claras. Apenas se veía la imagen y habría sido absurdo
pagar por positivarlas.
No me estaba resultando fácil asimilar mi fracaso. Sabía que era sobre
todo cuestión de práctica y no debía desilusionarme tan pronto. Pero no veía
cómo iba a mejorar sin un maestro que me enseñara los procedimientos
técnicos. Además, había otra cuestión que me preocupaba.
Al mostrar a mis modelos las pocas fotografías que me había enviado mi
tío, todos, invariablemente, me habían dicho que se veían raros. Igual que el
pelirrojo Leroy cuando Roberto lo había dibujado. Nadie parecía reconocerse
en ellas. Aunque saliesen clavados.
—¿Tú tienes retratos de cuando eras un niño? —⁠le pregunté a Roberto,
pegándole un bocado a mi torta con queso.
—Tres o cuatro —respondió.
—Yo tengo solo uno que nos hicimos en un estudio, cuando estaba aún en
mantillas, para mandárselo a mis abuelos, y otro que nos sacaron en mi viejo
colegio. Pero ya tenía doce o trece años —⁠expliqué⁠—. Así que en realidad no
sé qué cara tenía de niño.
—¿Y?
—Pues que yo pensaba que sí sabía cómo era. Que me acordaba de ver mi
cara en los espejos. Pero si nadie se reconoce en las fotografías que he hecho,
aunque salgan idénticos, eso es que en el espejo no nos vemos tal como
somos realmente… No sé por qué es así, pero es lo único que se me ocurre.
Así que si no me puedo fiar de lo que recuerdo y no tengo ninguna foto de
cuando era niño, no puedo saber qué aspecto tenía. Y si no tengo ni idea de
cómo era, no sé… es un poco como si no hubiera existido. —⁠Me quedé
callado un momento, cavilando, antes de concluir⁠—. Ojalá me hubieran hecho
más retratos. Aunque fuera a lápiz.
Roberto rio, como siempre que pensaba que mi imaginación me estaba
llevando por derroteros estrambóticos, pero después, como de costumbre, se
quedó meditando mis palabras en silencio, rumiándolas, hasta acabar
conduciéndolas a una de sus propias conclusiones:

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—Yo creo que a todo el mundo le acaba pasando algo parecido, con
retratos o sin ellos. Cuando mueren tus padres y tus abuelos, que son quienes
recuerdan tu infancia —⁠hablaba mirando a las nubes escuálidas, tan
trasparentes que parecían fantasmas, tumbado sobre la manta con los brazos
abiertos en cruz⁠—. Si no queda nadie que se acuerde de cuando eras un niño
es como si no lo hubieras sido nunca. Esa parte de tu vida se muere cuando
ellos mueren. Por muchos retratos que tengas.
Aquello nunca se me había ocurrido:
—Eso es muy triste.
—Bueno. El consuelo es que si quieres inventarte cualquier cosa sobre tu
pasado o jugar a que eres otra persona, no habrá nadie que pueda llevarte la
contraria.
Resoplé, con la boca llena:
—¿Y para qué vas a querer inventarte tú nada? Si tu infancia parece
sacada de una novela de aventuras…
Roberto se incorporó, se pasó la mano por la boca para limpiarse los
restos de merienda y me miró, serio de repente. Sus ojos plácidos tenían una
expresión compasiva que me desconcertó. De repente, me sentí otra vez como
si fuera mucho más joven que él, igual que aquel día de noviembre en que
había llegado a casa y se había instalado en mi cuarto.
—Gabriel. —Él era el único de mis compañeros que me llamaba por el
nombre de pila⁠—. Mi madre y yo nos marchamos de Sevilla cuando yo tenía
tres años. No me acuerdo de casi nada. Del patio de nuestra casa sí. De que
había un pozo y muchas flores rosas. Y de la luz. Muchas veces sueño con la
luz tan blanca que había en las calles. Pero no recuerdo nada más.
Al principio no lo entendí. Estuve a punto de preguntarle. ¿Y los
bandidos? ¿Y los tesoros de los reyes moros? Entonces caí en la cuenta.
Se lo había inventado todo.
La decepción me atizó tan de golpe que ni fuerzas tuve para enfadarme.
¿Cómo había podido? ¿Y cómo me había tragado yo todos sus embustes?
Bobo y más que bobo.
De inmediato sentí el impulso de justificarle, supongo que para que mi
papel no resultara tan humillante. Me dije que, en realidad, nunca me había
mentido a mí. Siempre contaba esas historias en la escuela, ante todo un corro
de espectadores.
No logré convencerme y me enfadé conmigo mismo por intentar buscarle
atenuantes:
—Pero ¿por qué…?

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No me entraba en la cabeza. Muchos se inventaban aventuras para darse a
valer. O las exageraban. Pero Roberto nunca buscaba destacar ni dárselas de
más de lo que era. Ni siquiera alardeaba de su talento con el lápiz.
—No sé. Cuando estaba recién llegado a la escuela, una mañana,
empezaron todos a preguntarme y se me ocurrió. Surgió solo. —⁠Se encogió
de hombros⁠—. No me lo he inventado del todo. Son historias que me contaba
mi madre y que mi padre le había contado antes a ella. A mí me gustaba
escucharlas de pequeño, así que me imaginé que a los demás también les
gustaría. No pensaba que todo el mundo se las fuese a creer, ni que os
divertirían tanto. Y llegado a un punto, ya no podía confesar la verdad.
Además, todo el mundo disfrutaba con ellas… No os quería decepcionar.
Yo no sabía qué decir. Si lo pensaba con calma, tampoco era tan grave.
¿Qué más daba que Roberto hubiera engrandecido poco o mucho los
recuerdos de su primera infancia? No tenían nada que ver con nuestras
vidas…
Pero no podía evitarlo. Una sensación intensa de desengaño me había
nublado el día de verano. Sin su pasado de sol y colores, sus historias de
bandidos y sus monedas de oro escondidas en pozos, Roberto ya no era tan
distinto de mis otros compañeros de clase. Y ser su mejor amigo también
dejaba de ser algo especial.
El sol se había marchado, y entre los juncos comenzaban a silbar los
suspiros de las mujeres ahogadas a lo largo de los siglos en las aguas del río.
Recogimos las mantas y los restos de las provisiones y emprendimos el
camino de vuelta.
Yo iba mohíno. Nunca me había sentido tan defraudado.
El disgusto se me acabaría pasando con los días. Era difícil guardarle
rencor a Roberto o, incluso, acusarle de falsedad, después de la naturalidad
con la que había confesado. Pero lo que más recuerdo de aquel anochecer,
mientras desandábamos el sendero de regreso a casa, es una desapacible
impresión de incertidumbre, de que el mundo se había vuelto tan cambiante e
inseguro como las sombras vagas de la tarde que emborronaban las distancias
entre nuestros pasos y los árboles, los tejados de las granjas y el horizonte,
fundiéndolo todo en una atmósfera turbia y gris, dentro de cuyos límites nada
estaba cerca ni lejos.
Llegamos al cruce de San Juan. El enorme reloj de la antigua parada de
postas montaba guardia en su esquina, como desde hacía siglos, con sus dos
agujas doradas e inmóviles, marcando siempre la misma hora, aguardando a
los viajeros que ya nunca más volverían.

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Caía la noche. Varios puntos de luz verde brillaron de golpe en la negrura,
oscilantes, como guardianes en vela impacientes por recibirnos, mientras
descendíamos el camino de la aldea, entre las primeras casas. Pero no eran
más que luciérnagas, de las que los aldeanos supersticiosos conservaban junto
a las vaquerías para asegurar la buena calidad de la leche. Una voz femenina
canturreaba arrullando a unos niños recién acostados. Y Roberto me pidió que
acelerásemos el paso. Estaba muy cansado y aún tenía que hacer la maleta
antes de meterse en la cama. Su madre venía a buscarle temprano al día
siguiente.

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Verano de 1935

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Miércoles

Eliot Kaplan le indica al mozo de equipajes que aguarde un momento y se


detiene en el andén, observando a las parejas que se abrazan a su alrededor.
Dos niños pequeños se arrojan al cuello de un hombre que ha descendido del
vagón contiguo y una jovencita vestida con un polo de punto alza los brazos
con entusiasmo a la vista de su galán. Cuando echa a correr, Kaplan lanza una
ojeada veloz a sus pechos agitados. Pero aparta enseguida la mirada, temiendo
que Lena pueda verle.
Temor vano, por supuesto. Elena Ivánovna Volóshina no es de las que
esperan en el andén. Los años de necesidad la han adiestrado, aún más que su
infancia principesca, en ese tipo de minucias aristocráticas.
Kaplan infla el pecho, orgulloso de su altiva duquesita rusa, y echa a
andar hacia la salida, escoltado por sus dos hombres. A sus cincuenta y seis
años está enamorado como un pollo que revoloteara por primera vez fuera del
nido, y no se avergüenza.
Hace apenas dos meses que la conoce. Se la presentaron durante una cena
en el hotelito particular de uno de esos amanerados costureros parisinos cuyos
trapos vuelven locas a las mujeres de ambos lados del Atlántico. Lena
acompañaba a un listillo pretencioso, un niño de papá relamido y vacuo que
gastaba más de lo que tenía y que se pasó media velada intentando
convencerle para que le sufragara el rodaje de un largometraje romántico. El
espejismo de los dólares americanos abre de par en par todo tipo de puertas en
la vieja Europa. Lo único malo es que, a cambio, hay que pasarse las horas
esquivando parásitos pedigüeños.
Lena se dedicó a ignorarle durante buena parte de la noche, a pesar de que
Kaplan era incapaz de dejar de mirarla. Le había llamado la atención desde el
primer momento. Había algo especial en ella, una mezcla insólita de frialdad
y calidez que le desordenaba por dentro y que tardó en descifrar. Elena
Volóshina tenía el rostro redondo, de muñeca, de las mujeres eslavas y unos
ojos pálidos e indolentes, incapaces de posarse demasiado rato en nada ni en
nadie sin dar muestras de aburrimiento. Se mantenía distante y apenas

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participaba en las conversaciones, pero cuando, inesperadamente, decidía
prestar atención, sus labios trazaban una amplia sonrisa gatuna y sus ojos
helados se convertían en dos rendijas chispeantes.
A Kaplan le intimidaba un poco. Y era una sensación que no
experimentaba desde hacía tanto tiempo que le resultó nueva y excitante. Le
costaba encontrar excusa para entablar conversación, pero cerca ya de los
postres, suponiendo que, como la mayoría de los exiliados rusos que vagaban
por Europa, Elena Volóshina habría pasado dificultades económicas, decidió
que la manera menos burda de dejar traslucir su propia fortuna y hacerse
admirar sin parecerle un vulgar mercader era hablarle de su colección de
pintura: Renacimiento italiano y obras del Barroco internacional,
principalmente. Había comprado algún Cézanne y un par de Monets hacía ya
años, siguiendo la moda, pero no le interesaban mucho.
Disfrutó charlando con ella. Su voz de terciopelo le encandilaba. Y
descubrió, con delicia, que la duquesita rusa tenía una mente práctica e
interesada en los negocios.
Al día siguiente, aguijoneado, le envió rosas y la llamó para invitarla a
cenar, pero Lena le dio largas. Igual que el segundo día. Y el tercero. Hasta
que el cuarto, nada más coger el teléfono, fue ella quien propuso que se
encontraran. Pero no para cenar. Tenía una propuesta que hacerle. Como
coleccionista. Estaba a punto de salir al mercado una obra muy especial. Algo
único, digno de un lugar de honor en un museo de primera fila.
Y le dejó claro que si el negocio salía adelante, ella se llevaba una
comisión del uno por ciento de cada una de las partes.
—Me parece una petición razonable. Modesta incluso, diría yo, señorita
Volóshina —⁠respondió Kaplan. Estaba dispuesto a comprar el lienzo tuviera
la calidad que tuviera. Y a doblar, triplicar e incluso multiplicar por diez la
comisión de Lena para mostrarse espléndido.
Le encantó oírla reír por primera vez:
—No se preocupe, señor Kaplan. Cuando vea la obra comprenderá que no
estamos hablando de cantidades modestas. No se precipite.
Impaciente por salir de la estación y volver a verla, alarga la zancada.
Rosenberg y Santoro le siguen un par de pasos por detrás.
Sus secretarios. Así es como los presenta en Europa. Aunque solo de
Rosenberg podría decirse que ejerce funciones secretariales. Flaco, con la faz
alargada, orejas de soplillo y unos labios gruesos, flanqueados de largas
arrugas como pliegues de bandoneón, tiene toda la pinta de un duende
sarcástico. Ejerce a la vez de contable y hombre de confianza, y es un tipo

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pausado, al que no le gusta que le saquen durante mucho tiempo de su rutina
de despachos y papeles. Kaplan lo conoció cuando su ahora secretario
dedicaba las noches a incrementar, granito a granito, y de casino en casino, un
pequeño capital acumulado gracias a su genio para las matemáticas, y nadie lo
tomaría por un individuo peligroso a primera vista. Pero en un bolsillo interior
de la chaqueta lleva siempre consigo una agendita, con las tapas roídas y la
mitad de las hojas sueltas, que contiene números de teléfono y datos
personales que podrían destrozar muchas reputaciones y varias vidas.
A Santoro, en cambio, cuesta imaginárselo trabajando entre papeles.
Posee el cuerpo de un búfalo de las praderas y la cabeza de otro búfalo
aún más grande, y durante una época se ganó la vida como forzudo y
levantador de peso en la feria de Coney Island. Más tarde se dedicó a reventar
huelgas o encabezar piquetes sindicales en los muelles, según se encartara, y
cuentan que un estibador de Brooklyn saltó desde la ventana de un tercer piso
para no tener que enfrentarse con él. Pero no es solo fuerza. También tiene
cabeza. Es algo que Kaplan descubrió hace tiempo. Y, desde entonces,
Santoro trabaja solo a sus órdenes.
Kaplan busca el Chevrolet amarillo de Lena en las inmediaciones de la
estación. Es un cochecito descapotable de dos plazas y apenas dispone de
espacio para el equipaje, así que el mozo llama a un taxi para Rosenberg,
Santoro y las maletas.
Lena sonríe, achicando los ojos, sin hacer ademán de bajarse del vehículo,
y Eliot Kaplan siente un alivio exagerado e impropio al verla allí,
esperándole.
Abre la puerta del coche y la besa. Ella vuelve a dedicarle esa sonrisa
gatuna que tanto le turbaba los primeros días y ahora le derrite. Ya la conoce,
y sabe que su gatita rusa no es caprichosa. No araña sin motivo a quien
pretende acariciarla. Tiene las uñas afiladas, no le cabe duda. Pero sabe
reconocer a los amigos. No las desenfundaría jamás contra la mano que le da
de comer. Su Lena es una gata dorada y apacible, un poco desconfiada, pero
mimosa y ronroneante, cuya sola presencia hace cualquier lugar más
acogedor.
—Buenos días. ¿Has tenido un buen viaje?
Lena habla un inglés preciso y bastante correcto. Dice que lo aprendió
hace años de un aristócrata británico y Kaplan no quiere saber más. Es celoso.
—Perfecto. Pero estaba deseando llegar.
En cuanto el motor se pone en marcha, Eliot Kaplan inclina el sombrero
hacia atrás y se relaja en el asiento, dejando que el sol le tueste la frente. Los

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dedos blancos con las uñas pintadas de rojo vibrante de la bella rusa hacen
girar el volante con agilidad y el muslo que queda más cerca de su mano
izquierda se tensa bajo la tela fina del vestido de verano para pisar el
acelerador.
Necesita acariciarlo ya. Igual que el resto de su cuerpo. Lena asegura que
el trayecto es corto, pero él no ve el momento de llegar al hotel donde se
alojan, en habitaciones contiguas, y cerrar la puerta con cerrojo. Las calles
rectas y anchas de esa ciudad de ociosos en la que va a pasar los próximos
días, antes de su regreso a Estados Unidos, desfilan lentas, demasiado lentas,
a su paso.
Lena gira el volante hacia la derecha y pregunta, con un guiño cómplice:
—Todo ha ido bien, ¿verdad?
Kaplan sonríe. Le encanta que ella sepa leer en su actitud complacida.
Se pregunta qué pensarán los demás hombres al ver a esa mujer joven y
hermosa en la sala de fiestas del casino, en el paseo marítimo o en las
carreras, acompañada por un americano con el pelo canoso y expresión
taciturna que le dobla la edad y cuyo rostro rectangular, marcado de arrugas
profundas, delata cada uno de sus años. Pero la duda solo dura un instante.
Envidia, eso es lo que sentirán. Envidia.
—Ningún problema —responde—. Los expertos están de acuerdo. Se han
pasado dos días examinando la tela con lupa por delante y por detrás. Estaban
maravillados.
—¿Velázquez?
—Velázquez.
—¿Y ella?
—Flaminia Triunfi. Es el retrato perdido. No les cabe duda.
Cuando Eliot Kaplan comenzó a coleccionar obras de arte no era capaz de
distinguir un Botticelli de un Goya. Durante un par de años compró sin ton ni
son, por afán de cubrir de lujo y raigambre los muros de su casa. Gastó sumas
desproporcionadas en piezas de supuestos maestros del Barroco holandés que,
a la postre, resultaron ser obra de pintores anónimos de segunda o tercera fila.
Tanto el ilustre profesor Hofstede de Groot, que se desplazó desde
Ámsterdam, como Wilhelm Valentiner, el crítico alemán, fueron claros
cuando los invitó a apreciar su incipiente colección: su valor no alcanzaba ni
el cinco por ciento de lo que había pagado por ella.
Kaplan no lo denunció. No quería exponer su ridículo a la luz pública.
Pero la galería del marchante neoyorquino responsable de la mayor parte de
sus adquisiciones sufrió un grave incendio. Y el hijo mayor, que quedó

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encerrado dentro del local, perdió la vida. Poco después, el propietario cerró
el negocio.
De aquello ha pasado más de una década. En este tiempo ha aprendido de
los mejores. Ha estudiado, ha visitado colecciones. Ahora sabe a quién
comprar nuevas piezas y a quién recurrir para autentificar un cuadro. También
qué tipo de obras pueden encontrarse en el mercado y cuáles no.
Y las de Diego Velázquez son una auténtica rareza.
El artista sevillano no fue un pintor prolífico. Apenas produjo un centenar
de óleos durante sus sesenta años de vida. Y la mayoría permanecieron
ocultos a los ojos del público durante casi dos siglos, custodiados en el
sanctasanctórum de las residencias reales de Madrid. De sus grandes lienzos,
apenas hay un minúsculo puñado fuera de la capital española: el retrato del
papa Inocencio de Roma, la Venus de la National Gallery de Londres… Hasta
sus obras menores son escasas, difíciles de encontrar en el mercado.
Y el Velázquez que él ha comprado, desde luego, no es una obra menor.
En absoluto. Es algo muy muy especial.
Lena gira el volante del Chevrolet amarillo y toma una calle de la derecha
mientras lo mira de reojo:
—A la prensa le va a encantar la historia.
Kaplan sonríe, saboreando la perspicacia de su duquesita. Hasta ahora
todo se ha llevado en secreto. Pero tras el visto bueno de los expertos, ya es
hora, no solo de dejar de rehuir la publicidad, sino de buscarla. Su intención
es que su Flaminia Triunfi arribe al puerto de Nueva York entre cornetas y
tambores.
Desde que se encontró frente a frente con ella, por primera vez, en la
frialdad de la cámara acorazada del banco, se enamoró por completo. Había
acudido a la cita solo para reencontrarse con Lena, dispuesto a adquirir lo que
fuera que la emigrada rusa quisiera venderle, nada más que para
impresionarla. Y no estaba preparado para algo así.
Lo que le aguardaba en aquella sala inhóspita era un retrato ejecutado
sobre una simple superficie ocre, sin adornos, en una pose de tres cuartos. La
mujer vestía un jubón oscuro en el que solo destacaban los botones de nácar y
el cuello de encaje blanco. Era morena, joven —⁠quizá rozara los treinta⁠—,
con las mejillas llenas, la boca más generosa de lo que marcaban los cánones
de su época y la nariz pequeña. Analizando sus rasgos, uno por uno, no
resultaba demasiado bella.
Era su mirada lo que la hacía especial, lo que atrapaba irremisiblemente.
Sus ojos oscuros, medio entornados, como si acabara de levantar la vista,

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parecían escrutar el rostro del espectador, desnudándolo, produciendo la
impresión de que no era el visitante quien la consideraba a ella, sino al
contrario. Y la justificación de esa mirada estaba en el mismo lienzo, entre las
manos de la mujer.
En la izquierda llevaba una paleta manchada de colores y en la derecha un
pincel cuyo movimiento había quedado suspendido en el aire. Retratista y
retratada a un tiempo, su manera de observar, inquisitiva y un punto
desafiante, convertía al espectador que la contemplaba en objeto de
contemplación a su vez. Era inevitable imaginarla viva, respondona, con una
cierta desfachatez.
Eso fue lo que vio Kaplan en un primer momento, cuando el marchante
levantó el paño que cubría el lienzo para mostrárselo. Luego dio unos pasos,
se aproximó, y la silueta de la mujer se diluyó en una veladura casi diáfana de
pinceladas más ligeras que el aire, a través de las cuales se adivinaba sin
dificultad la trama de la tela. El pelo trenzado de la modelo se deshacía al
aproximarse, disolviéndose en el lienzo. El cuello de encaje no era más que
unos trazos sueltos de pincel que creaban toda la ilusión; los exigentes labios,
unas gotas de rojo; los botones de nácar, toques de luz; la mandíbula, una
sombra; y las manos, dos borrones informes. Pero lo que más le asombró
fueron los ojos: dos manchas oscuras, en una de la cuales brillaba un
minúsculo puntito de pintura blanca. Eso era todo. Toda la fuerza de su
mirada, toda su inteligencia, estaba en esa pincelada maestra.
Era difícil contener la excitación, sobre todo a medida que las
elucubraciones se iban abriendo paso en su mente, en cuyo interior danzaba
un nombre que no se atrevía a articular en voz alta.
Fue el marchante quien lo pronunció por primera vez.
Le preguntó si había leído los textos de Antonio Palomino, un pintor
español nacido a mediados del siglo XVIII que había sido el primer biógrafo de
Velázquez y había tenido oportunidad de recoger los testimonios de los
contemporáneos del maestro, incluido alguno de sus alumnos. En sus escritos
contaba que, durante su segunda estancia en Roma, alrededor de 1650, el
genio sevillano había realizado el retrato de una excelente pintora llamada
Flaminia Triunfi, pero no se sabía casi nada de ella y el óleo se consideraba
perdido.
Era imposible no atar cabos. Pero, lo primero, antes de tomar cualquier
decisión, era establecer la autenticidad del óleo, convocar de urgencia, bajo la
más estricta confidencialidad, a las autoridades en la obra del pintor.

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Y el veredicto ha sido unánime. Los especialistas, encabezados por
Allende-Salazar y Lafuente Ferrari, llegados desde Madrid, han emitido por
fin su dictamen, tras constatar, con emoción, tanto la calidad de la factura
como la antigüedad del soporte y de los pigmentos utilizados. El maestro
sevillano rara vez firmaba sus obras, pero ninguno de sus contemporáneos
habría sido capaz de crear algo semejante. Todos y cada uno de los trazos de
pincel proclaman su nombre. Los materiales, los colores y la libertad de la
pincelada eran los propios de las obras maestras de su segundo viaje a Italia.
Nadie más que Diego Velázquez podía ser el autor. Y el lienzo solo podía
ser el retrato perdido de la enigmática Flaminia Triunfi.
El orgullo de cualquier museo. El culmen soñado de una colección
particular. Arribando, de su mano, a las costas de Estados Unidos.
Es un golpe de prestigio inconmensurable. Una auténtica consagración
para un hombre hecho a sí mismo que no forma parte de la vieja aristocracia
de magnates de las finanzas y el acero de Manhattan. Esa que arruga el hocico
en su presencia por culpa de los ronchones de su pasado, como si ellos
tuvieran las manos limpias y no les rebosaran los bolsillos de políticos
comprados.
Pero eso no es todo. La historia de su lienzo es aún más maravillosa.
Porque entre los historiadores del arte se especula no solo con que la
misteriosa Flaminia fuera la amante del genio sevillano durante su segunda
estancia en Roma, la madre de su hijo Antonio y la causa de sus continuas
dilaciones cada vez que el rey Felipe IV le reclamaba que regresase a Madrid,
sino con que se tratara de la modelo de la misteriosa Venus del espejo, uno de
los lienzos más fascinantes de la historia de la pintura: por su asombrosa
ejecución, por ser el único desnudo realizado por un artista español hasta ya
entrado el siglo XIX y por su maravillosa sensualidad.
La Venus de Velázquez es una mujer carnal, de una belleza terrena,
cercana. Está a años luz de las decenas de representaciones mitológicas de
Rubens, Tiziano o Tintoretto, de carnes coloridas, rostros idénticos y formas
irreales. Da la impresión de que uno podría encontrarse con ella en cualquier
calle de hoy en día, en el mercado o en la playa. A pesar de que su faz, que se
refleja en el espejo que sostiene Cupido, aparece tan borrosa que es imposible
distinguir sus rasgos. Han permanecido en secreto durante siglos.
Hasta ahora.
Evidentemente, ningún especialista puede afirmar a ciencia cierta que
Flaminia fuera sin duda alguna la modelo de la Venus o la amante del pintor.
Son solo hermosas especulaciones. Pero son verosímiles. Y, a día de hoy,

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irrefutables. Así que Kaplan ha tomado la decisión de creer en ellas y utilizar
todos los medios a su alcance para que la prensa las difunda.
Entorna los ojos, recreándose en la imagen de su próximo triunfo,
mientras Lena introduce el coche en el aparcamiento de gravilla del hotel,
echa el freno de mano y, con una sonrisa, le pregunta qué le parece el
alojamiento que ha escogido para los dos. Eliot sonríe a su vez. El hotel es
una especie de palacio rústico que imita la arquitectura tradicional de la
región, pero en una versión mucho más amplia, más alegre, airosa y elegante.
Perfecto para una luna de miel.
Un recepcionista encopetado abre la puerta del pequeño vehículo
amarillo, del lado de la conductora, y luego corre a sostener su propia
portezuela, mientras los botones se apresuran a descargar las maletas del taxi
que los ha ido siguiendo. Kaplan extrae la cartera del bolsillo interior de la
chaqueta y deposita una generosa propina en las manos de cada uno de ellos,
fiel a su costumbre de premiar de manera espléndida la solicitud del servicio
por anticipado para asegurarse las mejores atenciones.
Lena camina delante de él como si no hubiese visto nada y el dinero, su
exceso o su escasez, no formaran parte de sus preocupaciones, mientras él
contempla el cimbreo resuelto de la tela ligera que abanica sus muslos largos
y ciñe sus caderas, distrayéndole de sus cálculos, sus ambiciones de futuro y
sus dudas.
Porque hay un detalle que no consigue quitarse de la cabeza, un detalle
que le provoca incertidumbre y que está en el origen de la circunspección con
la que todas las partes implicadas están actuando. La razón por la que el
lienzo no ha salido a subasta pública.
El origen de su Flaminia Triunfi.
Lo único que se sabe con certeza es que, hasta hace pocos meses, colgaba
de los muros de una casa solariega de la Liguria italiana, bajo el hueco de una
escalera, ignorada. Un cuadro anónimo, tan ennegrecido que ni siquiera se
distinguía la paleta de pintura que la modelo lleva en la mano. Solo su rostro
y el cuello de encaje blanco.
Sus propietarios, hijos de una familia noble venida a menos,
decididamente antifascistas y asediados por los Camisas Negras de Mussolini,
deseaban abandonar el país y emigrar a Sudamérica. Para recaudar fondos
habían optado por desprenderse de las obras de arte que les quedaban y, por
primera vez desde que el patriarca tenía memoria, habían descolgado de la
pared aquel óleo al que nunca habían atribuido gran valor y, con un retal de
muselina empapado en agua, habían lavado la superficie del lienzo, revelando

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los blancos y los grises del cuello de encaje, apagados por el barniz
envejecido, el brillo de la mirada de la modelo, la sutileza de la pincelada.
Sorprendidos, no se habían atrevido a tocarlo más, por miedo a estropearlo, y
habían hecho llamar a un viejo profesor, amigo de la familia, que era quien
había pronunciado la palabra mágica: «Velázquez».
Los hallazgos fortuitos de obras perdidas del Renacimiento o el Barroco
no son algo frecuente, pero tampoco son acontecimientos completamente
inusitados. Kaplan lo sabe perfectamente. Es casi imposible que se le pierda
el rastro, por muchos años que pasen, a la pintura de una infanta con
miriñaque que nunca ha abandonado los muros de un palacio real. Pero los
retratos de personajes privados, sin firma ni identidad clara, sucios y
oscurecidos por el tiempo, a menudo corren más desventuras. Algunos
desaparecen para siempre por culpa de los incendios, las guerras y las
revoluciones. Otros, víctimas de peripecias más cotidianas, atribuciones
erróneas, mudanzas y herederos que venden sin miramientos, terminan en los
lugares más inusitados. Por eso siempre existe la posibilidad de encontrarse
un tesoro olvidado.
Lo extraordinario era un descubrimiento de semejante valor.
Así que, de manera subrepticia, para eludir las severas leyes italianas, que
prohibían la exportación de obras de arte, los propietarios habían establecido
contactos con un influyente marchante extranjero. Este había prometido
encontrar, con sigilo y a la mayor brevedad, un comprador solvente y, a través
de un amigo de la familia, habían logrado sacar el lienzo de Italia. A
escondidas, por supuesto, ya que de otro modo el Gobierno fascista jamás
habría permitido que abandonara el país.
De ahí la importancia del secreto. Los italianos piden que la compraventa
no se haga pública hasta que no se encuentren a salvo, lejos de Italia, y a
Kaplan le parecen condiciones razonables. A él también le conviene que se
guarde silencio hasta que Flaminia Triunfi no se halle a bordo del barco que
zarpa en unos días de Cherburgo. Una vez que el cuadro navegue sobre el
Atlántico, que los fascistas le echen un galgo, si les place.
A Kaplan no le preocupa la manera tan irregular en la que el lienzo ha
sido escamoteado a través de la frontera. Y comprende perfectamente que sus
viejos propietarios exijan anonimato para evitar represalias contra los
parientes que permanecen en el país. Pero considera imprescindible conocer
el resto de los eslabones del proceso para poder rastrear de modo fehaciente el
recorrido que ha seguido la Flaminia hasta llegar a sus manos.

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Se lo dejó claro al marchante desde el primer momento, durante el
almuerzo privado en el que, acompañados por Lena, acordaron las
condiciones de la venta, en una mesa discreta del Café de la Paix de París. Su
duquesita le había explicado, antes de la cita, que el vendedor no era
exactamente un galerista profesional, sino un reconocido retratista de la alta
sociedad, con un olfato sobresaliente para encontrar piezas de valor. Solo
aceptaba tratar con obras excepcionales, en ocasiones pertenecientes a su
propia colección, de las que se desprendía puntualmente para mantener su
dispendioso nivel de vida. Y cuando por fin le había dicho su nombre, Kaplan
lo había reconocido de inmediato.
Roberto Montenegro. Por supuesto que sabía quién era. El americano
recordaba perfectamente la noticia que hacía cuatro o cinco años había
mantenido alerta al mundillo del arte. La misteriosa desaparición de un lienzo
de Rembrandt —⁠un retrato de Saskia, la esposa del pintor, con un libro entre
las manos⁠—, de una casa de campo inglesa. Su reaparición en París. El juicio.
Los ecos de aquel asunto revuelto habían llegado también a Estados Unidos.
De ahí que exija confirmar en lo posible la historia que le han contado
sobre la procedencia del lienzo. No quiere enterarse, cuando ya sea tarde, de
que estaba maquillada para hacerla parecer más honesta de lo que es. De que,
por ejemplo, Montenegro adquirió el óleo a sus propietarios por una miseria,
sin informarles de lo que tenían entre manos. O, peor aún, de que se hizo con
él sustrayéndolo subrepticiamente de su hogar. Posibilidades ambas que, por
todo lo que ha averiguado estas últimas semanas sobre el personaje, con la
ayuda de Rosenberg, no serían inverosímiles.
No por escrúpulo. Que la Flaminia Triunfi haya llegado a manos del
vendedor de manera más o menos honrada a él le resulta indiferente. Si sus
anteriores poseedores la tenían arrinconada en una esquina, ignorantes por
completo de su valor, está claro que no la merecían. Pero no quiere sorpresas.
No puede permitirse que una operación en la que ha depositado tantas
esperanzas acabe tiñendo su nombre de escándalo. Si hay la más mínima
posibilidad de que exista algo turbio en la transacción —⁠más allá de la salida
subrepticia e ilegal de la tela de su país de origen, con sus aires novelescos⁠—,
necesita estar al tanto de los detalles, escondan lo que escondan, para así
prevenir cualquier contratiempo.
Esa es la razón por la que ha venido a Deauville. La idea de pasar unos
días de asueto no le disgusta. Además, la ciudad tiene la ventaja de
encontrarse camino de Cherburgo, desde donde el martes que viene zarpa el
barco que le llevará de vuelta, junto al lienzo, a los Estados Unidos. Pero,

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sobre todo, está allí para encontrarse con el intermediario de los condes
italianos, que veranea en la costa normanda. Con la persona que burló la
vigilancia de los aduaneros, cosiendo el lienzo al forro de su abrigo para
hacerlo pasar a Francia. Al parecer, se trata de un tipo respetable y con una
vida discreta, que no se dedica profesionalmente al mercado del arte y que,
después de haber burlado a la policía de fronteras del Gobierno fascista, no
está, lógicamente, interesado en darse a conocer. Montenegro, sin embargo,
piensa que podrá convencerlo para que lo reciba.
Esas son las cuestiones que Kaplan no logra quitarse del todo de la cabeza
mientras registra su pasaporte en la recepción del Normandy y sube en el
ascensor hasta la planta que le corresponde.
Acompaña a su duquesita a su habitación y luego va en busca de la suya.
Pero apenas permanece dentro unos instantes. El tiempo de abrir las maletas
sobre la cama y asearse un poco. Enseguida sale del cuarto, atraviesa el
pasillo y llama con los nudillos a la puerta de Lena.
Ella le está esperando.
Solo después, cuando yace desahogado sobre las sábanas y ella alarga el
brazo para encenderse un cigarrillo, llega el momento de hablar de negocios:
—¿Hay noticias? ¿Se sabe ya cuándo voy a conocer a nuestro heroico
contrabandista?
Lena enciende primero el pitillo y luego responde, sin mirarle a los ojos:
—Francamente, no tengo ni idea. Y la verdad es que estoy un poco
preocupada. Anoche cené con Montenegro y se mostró remiso a darme su
nombre. Dice que le está costando convencerlo.
Pero Eliot Kaplan no es alguien que acepte un fiasco así como así:
—Pues dile al señor Montenegro que se busque las vueltas. Las regatas y
los caballitos están muy bien para distraerse un rato. Pero si he venido hasta
aquí es para lo que he venido.
Lena le lanza un vistazo de reojo al escuchar su tono seco y a Kaplan le
parece percibir en su mirada un brillo de disgusto que enseguida se esconde,
con un parpadeo. Sus ojos de gatita doméstica se cubren otra vez de
terciopelo:
—¿Ah, sí? ¿Para nada más? ¿Seguro? —⁠E inclinándose sobre sus labios,
le regala un beso largo que sabe a humo y a caramelo.

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«¡Vamos allá! Agua, piedra, agua, piedra, agua, piedra…». Clara achica los
ojos y parpadea muy deprisa, mientras una serpiente imaginaria, sinuosa y
veloz como una centella, zigzaguea entre los postes de arenisca que separan
los rieles del ferrocarril del mar abierto.
Adora las excursiones a Cabourg, precisamente porque para ir y volver
hay que subir en un trenecito que parece de juguete, pintado de colores y con
solo unos pocos vagones, que durante buena parte del trayecto rueda por la
orilla misma del mar, tan arrimado al agua que da la impresión de que va a
caerse dentro en las curvas, y siempre viaja con la nariz pegada a la ventana,
contando las barquitas varadas sobre los islotes de arena que deja la marea
baja mientras juega a culebrear con la imaginación entre los postes de la
baranda de piedra y el gris blancuzco del Atlántico, que ese día se ha
levantado nublado y lloviznoso.
En verdad, ella se habría quedado tan contenta en casa, leyendo. Pero
Dora Vernon, la amiga de sus padres, dice tantas veces que es nefasto para la
salud de los niños que permanezcan entre cuatro paredes, sin tomar el aire,
que durante todo el verano no ha habido forma de que la dejaran tranquila ni
una sola vez los días de mal tiempo.
—¿Me la dejas ver otra vez? —⁠pregunta Luca, desde el asiento de
enfrente.
Clara abre la mano donde esconde la perla que Roberto Montenegro ha
robado para ella y se la entrega a su amigo. Luca la hace rodar entre los dedos
mientras sacude las piernas al compás bajo el asiento, como el rabo de un
perro excitado. Su madre le ha invitado a que las acompañe a Cabourg
después de que apareciera en su casa a media mañana con un enigmático
mensaje del tío Gabriel, a quien se había encontrado en la puerta de su estudio
de fotografía cuando regresaba de la sastrería de su padre, a donde había ido a
llevar un recado:
—Dice que es un secreto. Que tiene un regalo para Clara pero que tiene
que ir ella en persona a buscarlo. Y que es algo muy especial.
Al final, murmurando un «Ya está otra vez mi hermano con sus
fantasías», pero intrigada, en vez de mandarla de paseo con miss Kelly, su

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madre pidió un taxi y cruzaron el puente de Deauville. Una vez allí, su tío
abrió con sigilo un cajón de su estudio y, desenvolviendo un paño, le mostró
una perla preciosa, pequeña pero muy blanca y brillante:
—¿Sabes quién me la ha dado? Roberto Montenegro. Anoche estuve con
él. Se la ha robado a una duquesa para regalártela. Así que guárdala en
secreto.
Clara se quedó boquiabierta, mirándose la palma de la mano, sin saber
qué decir. ¿Había robado una perla para ella? ¿Sin conocerla? Levantó los
ojos y no logró entender del todo el cruce de miradas que sorprendió entre su
tío y su madre, como si él hubiera impedido que ella protestara, quitándole
importancia al regalo con un visaje.
—¿Es de verdad? —preguntó recelosa.
—Por supuesto que es de verdad.
Los tres lo acribillaron a preguntas, pero su tío se escabulló con la excusa
de que a Montenegro no le gustaba que hablaran de él. No podía contarles
más o se enfadaría, y con razón. Si quería hacerles alguna confidencia se la
haría él mismo, en persona. Había prometido que pronto los conocería.
A Clara aquello le resultó razonable y no insistió. Pero Luca llevaba toda
la tarde sin parar de fantasear. Ni en el trayecto de ida ni en el paseo ni
mientras merendaban batido de vainilla y tarta de fresas en la terraza del
Grand Hôtel de Cabourg. Y ahora, de vuelta en el tren, no cesa de
cuchichearle al oído planes de todo tipo. Hasta quiere que le preste alguno de
sus libros de Arsenio Lupin de los que tanto se burlaba ayer. Menos mal que
su madre se ha encontrado con una vecina de Trouville y las dos charlan, sin
hacerles caso, en la otra esquina del compartimento.
—Aunque no sean más que novelas —⁠insiste Luca⁠—, algo podremos
aprender. Lo principal es estar siempre muy atentos. Seguro que ahora
mismo, en el tren, hay algún pasajero dormido al que podríamos robarle la
maleta sin que se diera cuenta.
—¿Y para qué queremos robar una maleta cualquiera? Eso no tiene
sentido. Lo primero que habría que hacer sería localizar un objeto valioso por
el que mereciera la pena correr el riesgo. Y luego, trazar un plan. Yo no me
voy a arriesgar a que me castiguen para el resto del verano por una maleta
llena de camisas sucias.
—¡Si no digo que lo hagamos de verdad, boba! Digo que lo podríamos
hacer. Solo para entrenar. Y no tenemos por qué llevarnos la maleta.
Podríamos dejarla en el vagón de al lado.

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A Clara esa idea no le gusta nada. Ni de verdad ni como broma. Antes de
llevarse la maleta de nadie, habría que empezar por algo más pequeño. Un
cucurucho de altramuces de uno de los puestos del paseo, por ejemplo.
Pequeños desafíos, eso sí que puede ser un juego divertido para el resto del
verano, pero que sean cosas sin importancia, cuya desaparición no haga daño
a nadie. Pueden ponerse pruebas el uno al otro y ver quién supera más al final
de la semana.
Pero apenas le da tiempo a planteárselo a Luca porque, justo en ese
momento, la vecina de Trouville se pone en pie. Tiene que hacer una visita en
Blonville y no los acompaña hasta el final de la línea. Se despide de Luca y de
ella con dos pares de besos sonoros y al abrir la puerta del compartimento se
cruza con un hombre bajito, vestido con una chaqueta estrecha de tela rayada
y un sombrero panamá con las alas muy grandes que entra, ocupa su lugar
frente a su madre y, tras descubrirse, se queda mirándola fijamente a los ojos.
Sonríe y, con sus labios gruesos, sus ojos saltones, la cabeza chata y las
piernas y los brazos tan larguiruchos, a Clara le recuerda a una rana.
—¿Nos conocemos? —pregunta su madre, extrañada.
—No, no… O más bien, usted no me conoce a mí, señora Castel. —⁠El
hombre habla con un acento raro que no es francés pero tampoco inglés como
el de miss Kelly⁠—. En cambio, yo llevo observándola a usted toda la tarde,
mientras paseaba con su preciosa hija y su amiguito. En su lugar, me habría
comprado el sombrerito verde que se ha probado en la boutique que hay
detrás del Kursaal. Le sentaba de maravilla. Por cierto, esos batidos de
vainilla tenían un aspecto delicioso…
Se gira hacia ella y hacia Luca, pasándose la lengua por los labios, igual
que si acabara de cazar un insecto, y a Clara su expresión de batracio
satisfecho le produce un escalofrío. Su madre alarga con presteza el brazo,
alerta y rígida de golpe, para que no se acerquen:
—Disculpe, ¿quién es usted?
—Un amigo de su marido, señora Castel. O mejor dicho, el amigo de un
amigo. Los he estado siguiendo para asegurarme de que no les ocurriera nada
malo. Hay tantos accidentes hoy en día… Una mujer joven y hermosa como
usted, sola… Y los niños, que van corriendo sin prestar atención y en un
descuido los atropella un automóvil. Menuda desgracia…
El hombre habla muy despacio. Sigue sonriendo y mirando fijamente a su
madre, como si tuviera una mosca en la frente y se la fuera a tragar de un
lengüetazo. Y aunque le han dicho mil veces que no hay que meter baza en
las conversaciones de los mayores, a Clara le parece que su madre está

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asustada y que va a tener que intervenir ella para decirle al hombre rana que la
deje en paz y se vaya a cazar insectos a otro sitio, por muy amigo de su padre
que sea.
Pero no hace falta. Su madre reacciona:
—Márchese inmediatamente y déjenos en paz, a mí y a los niños, o llamo
al revisor.
El hombre rana se pone en pie, con una sonrisa más amplia todavía:
—A sus órdenes, señora. No quería molestarla. Se lo repito, soy solo un
amigo. Dígale a su marido que he estado toda la tarde a su lado, vigilando que
no les ocurriera nada, ni a usted ni a su hija. Y dele recuerdos de parte del
señor Nikolopoulos.

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—Queremos levantar una nueva escuela para acoger a los huérfanos del
protectorado de Sierra Leona. Aquí se explica con todo detalle el proyecto de
los misioneros. No deseo molestarla más, pero si tiene unos minutos para
leerlo, muchos niños le estarán agradecidos. Cualquier vestido, cualquier
bolso, un accesorio cualquiera del que esté aburrida, nos vendrá bien. Piense
que unos pocos francos pueden hacer milagros en África.
La mujer coge el impreso que le tiende Dora y lo deposita sobre la mesa,
sonriendo, pero sin echarle ni una ojeada. La inglesa se aleja, deseándole una
noche agradable y disculpándose si la ha molestado, por pura educación, y
regresa resoplando a la barra donde la aguarda Félix Oriot.
—No sé si esa rusa guardará en el banco todo el oro del Kremlin
—⁠resopla⁠—, pero, desde luego, aún piensa que está en la corte de los zares.
Se ha quedado mirándome con una sonrisa tiesa, como si fuese una
menesterosa inoportuna pidiendo limosna, y casi no ha abierto la boca.
El periodista ríe y le pregunta qué quiere tomar mientras ella se acomoda
en una de las banquetas. Ya puede invitarla a una copa para disculparse,
porque él ha sido quien la ha animado a acercarse a esa rusa engreída y le ha
hecho pasar el bochorno.
A fuer de ser sincera, lo cierto es que ha sido ella quien le ha preguntado a
Oriot, hace un momento, si sabía quién era aquella mujer, para poder
saludarla. Pero al escuchar el nombre ruso había decidido que no merecía la
pena acercarse. Lo que ella busca son mujeres adineradas, benefactoras
dispuestas a alimentar y difundir entre sus amigas su proyecto de caridad. Y
la mayoría de los príncipes rusos que deambulan por Europa apenas
mantienen con esfuerzo la fachada. Muchos no tienen siquiera dónde caer
muertos.
Entonces, Oriot le había hecho fijarse en el collar, fastuoso y exagerado,
que llevaba la rusa en torno al cuello. Esa no era una pordiosera más del Este
sin otra riqueza que una lista de patronímicos confusos e interminables.
Detrás de esa joya había dinero. Y mucho.
Pero está claro que su propietaria no tiene intención de compartirlo.
Porque ahí sigue, sentada a solas en su butaca del hall del Normandy, frente a

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la chimenea apagada, dándole sorbitos a una copa de champán e ignorando a
conciencia los folletos que Dora le ha entregado.
Con su particular belleza, casi parece parte de la decoración del hotel.
Tiene las manos finas, con unos dedos largos que parecen de cristal, etéreos
como el humo del cigarrillo que sostienen con indiferencia. El cuello esbelto,
la espalda recta y los hombros delgados transmiten la misma impresión de
falsa fragilidad que los de una bailarina del Bolshói, disimulando su firmeza
tras los gestos lánguidos. Lleva un vestido de noche de seda en color añil que
recuerda vagamente a un sari, con bandas de gasa a modo de tirantes, y que
Dora apostaría que proviene de los talleres de Elsa Schiaparelli. Y, enredada
al cuello, esa ave fantástica, con su suntuoso plumaje de zafiros y esmeraldas.
Félix Oriot alza su copa de Campari, insinuando un brindis, y Dora
corresponde. El periodista y ella no son íntimos, pero han tomado algo juntos
un par de veces. Él es muy amigo de Gabriel, el hermano de Emma, y es
habitual encontrarle rondando entre el Royal y el Normandy.
—Me cuesta mis buenas propinas todos los días saber quién es quién —⁠le
ha susurrado hace un rato, inclinándose hacia ella en una actitud de
conspirador tan exagerada que, más que disimularlo, parecía anunciar al
mundo que le estaba contando un secreto⁠—. Pero están bien empleadas. Los
botones, los camareros y los ascensoristas son los primeros en enterarse de
todo, así que las considero una inversión profesional.
Dora observa la mandíbula enérgica y los hombros corpulentos del
reportero, que ha aprovechado el momento en que le ponía en la mano su
Martini blanco para dejar caer los ojos sobre su escote, y endereza la espalda,
más halagada más que incómoda. Ni la calva ni la barriga de vividor de Félix
Oriot le resultan demasiado molestas. Tampoco le disgustan su iniciativa y su
falta de remilgos para llamar a las cosas por su nombre. Pero es un hombre
vulgar.
A través de la cristalera del bar, le lanza otro vistazo a la duquesa rusa. Su
displicente belleza resulta fascinadora a pesar de los pesares.
Inesperadamente, Dora la ve alzar la mirada y sonreír para darle la
bienvenida a un hombre alto y flaco, en esmoquin negro, que se aproxima a
ella con expresión amistosa.
Oriot silba entre dientes:
—Vaya, vaya, vaya, ¡mira quién ha aparecido!
—¿Quién?
—El hombre de moda, nada menos. Don Roberto Montenegro. Llevo
desde ayer intentando coincidir con él. Al parecer, nunca habla con la prensa.

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Pero no hay regla sin excepción.
¿En serio? Dora no puede evitar la decepción. ¿Ese es el famoso
aventurero? No lo habría adivinado jamás. En su mente evocaba una imagen
muy distinta. Más varonil. Más cercana a la de John Barrymore en la película
de Arsenio Lupin o a la de un Gary Cooper.
Se obliga a observar más despacio a ese hombre que tan indiferente le ha
resultado a primera vista. En realidad, corrige de inmediato, es más esbelto
que flaco, se mueve con una elegancia que no había apreciado de entrada y su
media sonrisa rezuma confianza. Se fija en el modo en que el sevillano
contempla a la bella rusa, con una mirada profunda y oscura, que no está claro
si se dirige a la mujer o al collar que luce al cuello, y no entiende cómo no se
ha dado cuenta a primera vista de que ese no era un hombre corriente. Ella no
se equivoca habitualmente con sus percepciones.
El periodista responde con una risilla burlona:
—No se preocupe. Es un fenómeno muy habitual. A todas las mujeres les
pasa lo mismo con los actores de cine y los potentados. Basta con que salgan
en las páginas de las revistas o tengan unos cuantos millones en el banco para
que, a sus ojos, los feos se conviertan en guapos por arte de birlibirloque.
Dora se niega a considerar siquiera la posibilidad de que la transformación
que ha sufrido Montenegro a sus ojos se deba al efecto mágico que produce
en la imaginación escuchar un nombre célebre, pero no se molesta en
responder.
Sacude la cabeza, condescendiente, constatando una vez más la poca clase
del periodista. A pesar de su tono ligero, Félix Oriot observa a la pareja
compuesta por la rusa y el español con la fijeza de una alimaña al acecho,
hasta el punto de que las fosas nasales le tiemblan y el chaleco de su traje de
chaqueta gris claro, tan inapropiado a esas horas, parece a punto de estallarle.
Quizá entre los de su gremio sean habituales esos modos. Pero su zafiedad
resulta tan evidente si se le compara con un señor de verdad…
Léon Castel, por ejemplo. El marido de Emma sí que es un hombre
elegante. Con categoría. Hasta cierto punto no es sorprendente, ya que por su
trabajo frecuenta las mejores compañías. Pero hay en él una cortesía y una
nobleza naturales que no son aprendidas y que Dora no está segura de que su
esposa aprecie en su justa medida. Quizá sea una cuestión intelectual. Emma
es la dulzura misma, pero mucho se teme que no es del todo capaz de
comprender como se merece a un hombre tan inteligente y absorbido por su
labor. Léon debe sentirse muy solo en ocasiones.

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Le pega un trago a su Martini, aprovechando para dibujar en el borde de la
copa, con la punta de la lengua, las cuatro letras que componen el nombre del
marido de su amiga. Un placer minúsculo y recóndito, pero tan sensual que le
deja la piel electrizada, y cuando alza la mirada se apresura a buscar algo que
decirle a Félix Oriot para encubrir su secreto:
—¿De verdad tiene problemas para que el señor Montenegro le dedique
unos momentos? ¿Por qué no habla con Gabriel Caron?
—¿Gabriel?
—Era amigo suyo en la escuela. Bueno, los dos hermanos lo eran, Gabriel
y mi queridísima Emma. ¿No lo sabía?
—Debe estar equivocada, miss Vernon. Emma y Gabriel se criaron cerca
de aquí, en el campo. Su padre es maestro rural. Y Roberto Montenegro es un
aristócrata sevillano.
—Yo no suelo estar equivocada, querido amigo. De las andanzas del
señor Montenegro no sé más que lo que he oído estos días. Pero le aseguro
que para Emma y Gabriel es alguien muy cercano.
Le lanza una ojeada de arriba abajo, saboreando el desconcierto incrédulo
del periodista, y duda si darle algún detalle más. Compartir con él alguna de
las anécdotas que Emma narró ayer durante el almuerzo mientras el descortés
de su hermano hacía poco más que gruñir de cuando en cuando. Pero se lo
piensa mejor. No. Son historias que le han contado solo a ella porque existe
confianza mutua. Confesiones realizadas en la intimidad. Si Félix Oriot, que
es tan amigo de Gabriel, no sabe nada, Dora no va a hacerle partícipe de su
privilegio sin más.
Mientras, un tercer personaje se ha unido a Montenegro y la duquesa rusa.
Un hombre de pelo gris con entradas pronunciadas, rostro enjuto y arrugas
hondas. Dora le calcula unos cincuenta y largos. Tiene el cuerpo delgado, los
hombros estrechos y el porte algo rígido, aunque no falto de distinción. Un
profesor universitario de buena familia o un académico. Un juez, quizá. Un
hombre seguro de sí mismo, en cualquier caso, que besa la mano de la rusa
con actitud de propietario mientras, visiblemente, se excusa por la tardanza.
—¿Y ese quién diablos es? —⁠masculla Oriot a su espalda, casi ofendido
de no conocerle. Aunque no tarda en ponerle remedio a esa laguna
inadmisible. En cuanto el trío se aleja hacia el fondo del vestíbulo, en
dirección al restaurante del hotel, le hace un gesto discreto al camarero que
atiende la barra.
—¿El caballero del pelo gris? No sabría decirle con certeza, señor Oriot.
Ha llegado esta misma mañana. Pero entre mis compañeros se rumorea que es

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un millonario americano. Un millonario de verdad. De los que pueden
comprarse un rascacielos de una tacada.
A Dora el millonario del pelo gris no le produce mayor curiosidad, aunque
ahora comprende de dónde han salido las imponentes joyas que luce la rusa.
¿Estará Montenegro detrás de ellas? Se le veía extraordinariamente pendiente
de la pareja.
Oriot pide la cuenta y deja en el platillo un billete de veinte francos, con
aire ausente. Sigue dándole vueltas a las palabras de Dora:
—¿Y dice usted, miss Vernon, que Roberto Montenegro fue amigo de
juventud de Gabriel Caron?
Dora parpadea, despistada, y afronta la mirada incrédula del periodista,
que la interroga casi con ansia:
—¿Perdón, decía…?
—¿Roberto Montenegro y Gabriel eran amigos? ¿Está segura?
Dora sonríe:
—Amigos no —recalca—. Inseparables.

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Léon observa las luces encendidas desde la acera de enfrente y se decide a
cruzar. Tenía pocas esperanzas de encontrar a Gabriel en su domicilio a esas
horas, cuando los noctámbulos toman al asalto las salas de fiestas, los
restaurantes y el casino. Pero no se sentía capaz de regresar a casa. Lleva dos
horas recorriendo las calles planas de Deauville, caminando con zancadas
desorientadas y mecánicas. Le falta el resuello y no es por cansancio.
Llama al timbre y su cuñado tarda en aparecer unos minutos, con el pelo
revuelto y en mangas de camisa. Se disculpa. Estaba a punto de meterse en la
cama y se ha quedado dormido en el sofá. Está derrotado. Lleva varios días
acostándose a las tantas y hoy ha estado haciendo fotos para El Mensajero de
Félix Oriot desde las ocho, sin parar. Y encima mañana toca levantarse al
alba:
—Te lo ha dicho Emma, ¿no? Me paso a buscar a la niña a las seis y
media.
Léon no sabe de qué diantre habla Gabriel. Sí. Ha hablado con Emma. De
ahí la angustia y la culpabilidad que han impulsado su ciego deambular por
esa ciudad frívola y festiva, cruel en su alegría indiferente, hasta llamar a su
puerta. Pero no entiende lo que dice su cuñado, que ha soltado su discurso
somnoliento con los ojos pegados y agarrado a la puerta, sin moverse del
umbral ni invitarle a pasar.
Solo ahora parece despertar, mientras le mira, tratando de enfocar, y
pregunta, serio de repente:
—¿Te ha ocurrido algo?
Qué rápido se ha dado cuenta. Debe llevar pintado el crimen en la cara.
Sigue a Gabriel escaleras arriba y, cuando su cuñado cierra la puerta, se
derrumba en el canapé con la cara oculta entre las manos. Se ahoga. Se afloja
el nudo de la corbata, pero no vale de nada. El pecho se le infla como si le
fuera a estallar y, sin saber cómo, se encuentra sollozando. Los hombros le
tiemblan y los espasmos le sacuden el cuerpo y ya no sabe cómo parar. Hace
tanto tiempo que no llora —⁠desde una noche, hace más de trece años, en que
sintió que la vida de Emma se le iba entre las manos por culpa de una

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pleuresía, de tensión y alivio, cuando todo hubo terminado⁠— que incluso
tarda unos instantes en comprender lo que le está ocurriendo.
Cuando logra sosegarse y reunir arrestos para levantar la mirada, Gabriel
se encuentra frente a él, ofreciéndole un vaso de agua:
—Cuéntame, Léon, ¿qué ha pasado? ¿Están bien Emma y la niña?
Léon sacude la cabeza:
—Sí. No es eso…
Aunque sí lo es. Ambas se encuentran perfectamente, pero cuando a su
regreso de Cabourg, Emma se ha encerrado con él a solas, asustada y
nerviosa, y le ha contado su inexplicable encuentro con el desagradable
pasajero del trenecito local, por un instante las ha visto a las dos tendidas
sobre una acera mientras un coche sin matrícula se daba a la fuga, y ha
comenzado a balbucear incoherencias. Debía ser un error. ¿Qué nombre había
dicho? No conocía a nadie llamado así. Sí, claro, por supuesto que podían
estar tranquilas: tenía que tratarse de un desequilibrado. Pero en cualquier
caso, iba ahora mismo a acercarse a la policía y a poner una denuncia. Qué
era eso de ir por ahí asustando a una familia decente.
Y había agarrado el sombrero y había salido de casa casi a la carrera, sin
atreverse a mirar a su mujer a los ojos para no arriesgarse a descubrir que ella
sabía que estaba mintiendo.
Durante su recorrido alucinado por la ciudad se ha repetido una y otra vez
que Clara y Emma no corren peligro. Solo quieren asustarle. Recordarle que
están ahí. Presionarle. No tienen interés en causarle mal alguno a una mujer y
a una niña inocentes. No les traería más que complicaciones. Si alguien tiene
que sufrir el escarmiento será él. El griego solo quiere su dinero.
Pero han logrado su propósito. Está aterrorizado.
Masculla todo aquello de cualquier manera, consciente de que Gabriel no
puede entender, pero incapaz de ordenar su discurso hasta que, finalmente,
toma aire, levanta la cabeza, que mantenía escondida entre los hombros, y se
enfrenta a la mirada de su cuñado:
—Debo novecientos mil francos.
Gabriel tarda en responder. Se sienta en una silla, frente a él, sin hacer
aspavientos. Debe resultarle difícil de creer. Casi un millón.
—Pero… ¿Cómo…? ¿En qué…?
—Son deudas de juego.
Ahora sí que se queda mudo. Léon sonríe. Comprende su desconcierto.
Él siempre ha sido un mojigato en lo tocante a los juegos de azar. Su
cuñado Gabriel sabe de sobra que no se acerca a las mesas del casino más que

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muy de cuando en cuando y solo ocasionalmente apuesta una ficha, de las de
menor valor. En Deauville, nunca pone el pie en los salones del interior.
Nunca pasa de las mesas de la primera sala, donde ni siquiera es obligatorio el
esmoquin y los crupieres se limitan a despojar de calderilla a los visitantes de
clase media. Nunca ha creído en los golpes de fortuna. Toda su vida ha
confiado en el valor del esfuerzo y el mérito.
Hasta hace dos años.
Toma aliento, para aclararse la mente y la voz, y empieza a contar.
Esa noche el doctor Vidal le invitó a cenar al casino de Trouville, junto a
dos de sus pacientes, dos políticos de relumbrón, y, después de las copas,
decidieron pasar a las mesas de juego. Él quiso excusarse, nunca apostaba con
fichas tan altas y además no llevaba dinero. Pero Vidal insistió. No podía ser
un aguafiestas. Qué iban a pensar sus acompañantes.
El consejero de Estado se dio cuenta de la situación y quiso hacerle un
favor. Le prestó cinco mil francos. Él se sintió intimidado, no supo negarse. Y
los perdió. Pero el político había bebido de más:
—Se empeñó en prestarme otros cinco mil. «Los novatos siempre tienen
suerte», decía. Insistía e insistía, por más que yo me negaba. Creo que llegué
a ponerme violento. Sabes cómo me incomodan esas situaciones… Sentía que
la mesa entera nos miraba. Vidal tampoco me quitaba ojo de encima, con
gesto de reproche, como si le estuviera poniendo en evidencia. Y cuando el
consejero de Estado anunció que él iba a jugarse el dinero en mi nombre,
quisiera yo o no, me rendí, por debilidad. Acepté que esa noche iba a perder
no cinco mil, sino diez mil francos. Era una lección bien merecida por no
haber sabido retirarme a tiempo. En cuanto la banca se los tragara me
marcharía de allí. Y entonces ocurrió lo peor que podía haber ocurrido.
—⁠Hace una pausa, mostrándole a su cuñado las palmas de las manos
vacías⁠—: Gané.
En un momento llegó a verse con treinta mil francos en las manos. Se
envalentonó. Comenzó a divertirse. Y volvió a perder. Mucho más de lo
ganado.
Al alba, cuando dejó el casino, regresó a casa con una deuda de ocho mil
francos pero entusiasmado, excitado y vivo, y cuando el día siguiente, por
algún motivo, la resaca no trajo consigo los remordimientos que podían
haberle salvado, se dijo que ocho mil francos eran una pérdida sustancial pero
asumible. El error había sido no parar cuando iba ganando. La avaricia, la
tensión y el alcohol le habían arrastrado de forma irreflexiva y desatinada. La
clave estaba en la moderación. Lo importante era tener templanza para fijarse

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un límite de gastos máximo. Un presupuesto a no sobrepasar de ningún modo
durante lo que restaba de Semana Grande.
—Decidí ignorar los ocho mil francos que ya había perdido. Como si no
hubieran existido. Los consideré el precio a pagar por mi aprendizaje. Una
tasa de ingreso a un club selecto. Además, pensaba que podía recuperarlos
—⁠ríe, recordando su propia estupidez⁠—. Me impuse dos normas que, a mi
juicio, no podían fallar: primero, todo lo que fuera ganando iría a un montón
que no podría volver a poner en juego y, segundo, respetaría de forma rígida
un límite de gastos establecido.
Naturalmente, el método no funcionó. Desde la segunda noche, en cuanto
se quedó sin nada, empezó a sustraer fichas del montoncito de las ganancias.
Las pérdidas no solo no se enjugaron sino que fueron aumentando y, en
otoño, de regreso a París, comenzó a escaparse en secreto a la estación termal
de Enghien, el único casino autorizado de los alrededores. Para finales de año
había adoptado la costumbre de inventarse pacientes que le reclamaban a
deshora cuando el ansia se hacía irreprimible, y así escabullirse a pasar la
noche frente al tapete verde.
Las pérdidas crecían. En primavera pidió un préstamo de doscientos mil
francos, convencido de que bastaría para alimentar al monstruo durante
mucho tiempo. Pero se equivocó. Y en verano no encontró más remedio que
hipotecar la casita de Trouville. Armándose de toda su fuerza de voluntad
logró no poner el pie en ninguno de los dos casinos locales durante las
vacaciones. No podía arriesgarse a que alguien le descubriera a Emma su
enfermedad. Pero, buscando una vía de escape, cada pocos días regresaba a
París, con la excusa del trabajo, y a las escapadas nocturnas al balneario de
Enghien.
Hasta que este invierno tocó fondo.
—Fue cuando viajé a Italia a atender a la hermana de Marchetti.
Andrea Marchetti, el sastre. El padre de Luca. En febrero le había pedido
ayuda. A su hermana, que residía en Savona, le habían diagnosticado un
cáncer de pulmón y nadie se atrevía a operarla. Era una mujer joven, con tres
niños, y su familia estaba desesperada. Incapaz de negarse, Léon había
viajado hasta la Liguria.
—Savona está a apenas dos horas de San Remo. Así que para celebrar el
éxito de la intervención decidí acercarme hasta allí.
Entró al casino a las seis de la tarde y ya no fue capaz de abandonarlo. Se
reponía y volvía a perder lo ganado. Cuando se quedaba sin fichas
garabateaba en garantía un cheque sin fondos e iba a buscar más. Acabó tan

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agotado que, ya de amanecida, solo tuvo fuerzas para caminar como un
sonámbulo hasta la cama solitaria de un hotel cercano. Pero al día siguiente,
en lugar de poner rumbo a la frontera, de vuelta a casa, volvió a ascender la
escalinata blanca del casino. Y al día siguiente. Y al otro. Perdió la noción del
tiempo; los límites y las reglas que otras veces había tratado de imponerse no
existían. Solo una minúscula bola blanca que se burlaba una y otra vez de él.
Al quinto día, el encargado de la caja se negó a proporcionarle más
crédito. La orden venía del señor De Santis, el director, que estaría encantado
de recibirle en cuanto llegara a su despacho para discutir su situación.
Le invitaron a tomar algo en el bar, mientras tanto. Y a los pocos minutos
se sentó a su lado un hombre al que conocía de vista. Se lo había cruzado
alguna vez en otras salas de juego. Le llamaban el griego. Y todos los
jugadores habituales sabían a qué se dedicaba.
En media hora se vio de nuevo con dinero en el bolsillo.
—¿Pero por qué no esperaste a hablar con el director del casino? Habrías
llegado a un acuerdo. Te habría ofrecido un modo de pagar a plazos, aunque
fuera a lo largo de una década. Cualquier cosa antes que ponerte en manos de
un prestamista de ese tipo…
—Porque quería seguir jugando. Quería dinero en efectivo. Saldar mi
deuda de inmediato, conducir hasta Montecarlo o Cannes y seguir jugando.
—Cielo santo, Léon.
—Y eso hice. Pagué a De Santis con el dinero del griego y crucé la
frontera. Del viaje no recuerdo más que una sensación de frenesí ardiente.
Hasta que de pronto detuve el coche en mitad de la cornisa. Ni siquiera pensé
que podían embestirme por detrás. Estaba anocheciendo, las luces de Mónaco
eran mil ojos que brillaban en el fondo de un pozo y yo estaba al borde del
abismo. Recuerdo que vomité en la cuneta y luego conduje hasta Niza.
Aparqué frente a la Prefectura de Policía y pedí que me incluyeran en el
registro de prohibición de acceso a las salas de juego.
Gabriel se ha puesto en pie y pasea por la sala, sin mirarle a la cara.
Probablemente no le reconoce. No sabe cómo comportarse con ese
desconocido que dice ser su cuñado.
Léon sigue contando. Aquella noche tocó fondo de verdad. No ha vuelto a
jugar. Pero en septiembre tiene que devolverle a Nikolopoulos buena parte del
dinero que le prestó. Y ni siquiera ha reunido bastante para pagar los intereses
draconianos que acordaron. No tiene más que treinta mil francos en efectivo.
Si, al menos, la casa de Trouville no estuviera hipotecada…

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—Yo creo que lo importante es que muestres buena voluntad —⁠razona
Gabriel⁠—. Ese tipo sabe que no puedes pagar tan rápido. Y lo sabía cuando te
prestó el dinero. Te está apretando las tuercas para presionarte, para que te
sangres al máximo. Solo quiere asegurarse de que cumples. Mientras vayas
pagando lo que puedas irá alargando los plazos.
Pero aunque pretenda tranquilizarle con sus palabras, los ojos huidizos de
Gabriel dicen bien claro que entiende lo irresoluble de la situación. Tendrá
que contarle todo a Emma. Y el prestamista seguirá apretando la soga.
Nikolopoulos no es un acomodaticio director de casino dispuesto a algún
arreglo en forma de cómodos plazos. A cada retraso los intereses irán
aumentando, inmisericordes. Exigirá nuevos pagos inasumibles. E irá
dejándole poco a poco sin aliento, sin llegar a ahogarle del todo, para que siga
pagando, pero sin concesiones. Hasta que no pueda seguir ocultando su
infamia a los ojos ajenos y todo se derrumbe.
Su cuñado le escucha en silencio, sin juzgarle ni recriminarle, y a Léon le
embarga una gratitud inmensa. Gabriel siempre ha sido el soñador de la
familia. El fantasioso, el desatinado. El que todos temían que se embarcara de
repente en alguna aventura descabellada. Y, sin embargo, ahí está, a pesar de
algún pequeño infortunio personal, con su vida modesta y tranquila,
establecido, escuchando las miserias del desgraciado en el que él, el hombre
prudente y sensato, sin saber cómo, se ha convertido.
Siente otra vez el nudo en la garganta:
—Lo siento. Lo siento tanto… No tengo derecho a venir a tu casa a llorar
después de lo que le he hecho a tu hermana. Y sé que no puedes hacer nada.
Pero iba a explotar, Gabriel. Necesitaba hablar con alguien.
—Tiene que haber una solución. Alguna forma de conseguir dinero… No
sé. Mi amigo Félix Oriot conoce a todo el mundo…
—No, Gabriel, por favor. Nadie puede saberlo, prométemelo. Guárdame
el secreto.
Y, sin embargo, hay un nombre que Léon no puede sacarse de la cabeza
desde ayer. Aunque no se atreve a pronunciarlo. No quiere que Gabriel piense
que esa es la razón por la que está allí. Además, seguro que no serviría de
nada.
Pero su cuñado parece leerle el pensamiento porque le pregunta, con voz
plana y baja, como cuidando de no ofenderle:
—Léon, escucha. ¿Y Montenegro? ¿Por qué no me dejas hablar con él?
Sin mencionar tu nombre. Solo contarle la historia. No sé si es buena idea. No
sé si sigue siendo el que era después de tanto tiempo. Ni si tiene dinero. Pero

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si es verdad lo que hablan de él, tiene que saber cómo manejarse en una
situación así. Puedo pedirle consejo. Para un amigo anónimo. Él es jugador
habitual y dicen que apuesta a lo grande. Quizá conozca a Nikolopoulos. A lo
mejor puede ayudarnos a llegar a un acuerdo con él. O sabe cualquier cosa
que nos ayude.
Léon no tiene fuerzas para fingir resistencia. Asiente, con un suspiro que
le arranca sus últimas fuerzas, mientras escucha a Gabriel explicarle que
buscará un momento mañana, cuando los niños no estén cerca, y entonces se
acuerda de que su cuñado le ha dicho que pasará por su casa a buscar a Clara
a las seis y media de la mañana.
—Creí que lo sabías. Voy con los niños al hipódromo. Vamos a ver al
potro que ha traído Roberto a correr el Morny. Me ha enviado un mensaje esta
tarde para invitarnos.
Léon cabecea, esforzándose con toda su alma en no poner demasiada fe en
esa única y minúscula ventana de esperanza que ha abierto Gabriel.

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Algo no marcha bien. Lena no sabría decir qué es, pero está convencida.
Le habría gustado preguntarle a Montenegro antes de que Kaplan, que se
retrasaba, atendiendo una conferencia con Nueva York, bajara de su
habitación. Pero no ha habido tiempo. Y ha sido el americano quien ha
planteado directamente la cuestión nada más sentarse a la mesa, antes incluso
de que aparezca el maître.
—Bien, señor Montenegro, ¿cuándo voy a conocer al héroe?
El héroe es el hombre que sustrajo el lienzo de Italia. El intermediario de
los condes italianos y el único que conoce su identidad. Eliot está impaciente,
pero ha preguntado en voz baja y sonriendo, ya sea porque están en público o
porque está tan acostumbrado a que cualquier deseo que expresa se cumpla
sin dilación que no concibe que nadie pueda contrariarlo.
Lena guarda silencio, analizando la naturalidad con la que Montenegro se
excusa por el retraso, asegurando que hará todo lo posible por vencer la
resistencia a salir a la luz del desconocido. Se le ve relajado, convencido de lo
que está diciendo. Y ella no le conoce lo suficiente para saber si está
fingiendo.
Eliot parece aceptar de buen grado las explicaciones, pero Lena no se fía
de su cordialidad. Sabe que está poco dispuesto a transigir. Y que tiene prisa.
El barco en el que está previsto que la Flaminia Triunfi parta hacia el Nuevo
Mundo zarpa en pocos días.
Mientras saborean los hors-d’œuvre, tratan de decidir cuál será el mejor
momento para avisar a la prensa. Montenegro tiene una buena noticia. Los
nobles italianos han telegrafiado a su discreto amigo:
—Llegaron ayer a São Paulo. Están a salvo. Así que por ese lado tenemos
vía libre.
—Lo anunciaremos un par de días antes de zarpar, entonces. El domingo
—⁠concluye Eliot⁠—. Pero no daremos todos los detalles el primer día. Es
importante dosificar la información para mantener a la prensa hambrienta y a
los lectores expectantes. Créame, conozco el negocio. Usted es el entendido
en arte pero yo soy el profesional de los medios de comunicación.

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Desde el momento en que el americano posó por primera vez sus ojos en
el lienzo y Lena vio brillar en ellos primero la admiración, y luego la codicia,
tuvo claro que aquello iba a ser para él más que una simple inversión. Eliot
busca un golpe de efecto. Y para eso es imprescindible controlar la
publicidad. Que el público conozca la historia de Flaminia Triunfi antes de su
arribada a América y la aguarde expectante.
—Tenemos todos los elementos de un folletín apasionante, señor
Montenegro. No solo vamos a revelarle al mundo el rostro de la enigmática
mujer cuyo sensual cuerpo hemos contemplado frente a un espejo, extasiados,
durante siglos, sin saber a quién pertenecía. No es tampoco el mero
descubrimiento de una obra maestra que se creía perdida. Lo que vendemos es
la historia de amor del genio y su misteriosa musa, una artista desconocida y
extraordinaria. El destino oscuro de una pieza única, ignorada bajo una
escalera durante siglos. La noble familia italiana perseguida por el fascismo.
El audaz y generoso amigo que arriesga la vida atravesando la frontera con el
valioso cuadro. —⁠Respira hondo, ahuecando el pecho⁠—. Tenemos entre
manos una historia mucho más apasionante que el robo de La Gioconda.
Kaplan recita la lista de méritos de su tesoro con voz tranquila y lenta,
mientras corta en pedacitos pequeños, con precisión quirúrgica, la anguila
ahumada que ha pedido de primero.
—Es una lástima —declara finalmente⁠— que no haya habido tiempo de
hacerle al cuadro más que una limpieza sumaria antes de enviarlo a América.
El efecto sería mayor si pudiera mostrarlo desde el primer día restaurado y en
todo su esplendor. En cualquier caso, el trabajo que ha realizado con él en tan
poco tiempo es magnífico, señor Montenegro. Inmejorable.
—Me alegra que se lo parezca —⁠responde el sevillano⁠—. Estoy seguro de
que en Nueva York hay especialistas con capacidad sobrada para terminar la
tarea.
Lena observa a Montenegro llevarse la copa a los labios y se queda
mirando sus dedos ágiles y delgados. Dedos capaces de reproducir con una
pericia mágica cualquier imagen, a su capricho. Ha estado en el estudio que
tiene en su casa de París varias veces. Y verle dibujar es un placer casi táctil,
íntimo, como un soplo en la nuca o un roce sobre la piel desnuda.
Eso sí, la pintura de Montenegro está muy alejada de las experiencias de
vanguardia. Sus retratos recuerdan a los de un Boldini o un Madrazo,
chispeantes, coloristas, halagadores, calculados para agradar a los pudientes
que posan o hacen posar a sus mujeres y a sus hijos frente a él. De ahí su éxito
entre la alta sociedad. Pero son de una soltura y una maestría técnica

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apabullantes. Solo acepta los encargos con cuentagotas, como favores
personales. Y a pesar de que no necesita el dinero, cobra caras sus obras. Lo
que no le impide considerarse a sí mismo un simple amateur, del mismo
modo que solo se considera un diletante del coleccionismo y del comercio del
arte. Un gentleman-dealer que en ocasiones busca y restaura antiguos óleos
por petición de clientes selectos.
El americano bebe también un sorbo de vino y luego carraspea y clava sus
ojos pardos en los de su interlocutor:
—Descuide. A nuestra Flaminia solo la tocarán las mejores manos. Mi
intención, después de mostrarla en mi casa, es cedérsela al Metropolitan
Museum de Nueva York para que disfrute de ella toda la ciudad.
Montenegro le felicita calurosamente por su generosidad. Es lo bastante
listo como para saber que eso es lo que espera Kaplan. Simple y pura
admiración.
Lena le observa de reojo. El sevillano está muy delgado y, cuando sonríe,
los pómulos se le marcan y su semblante adquiere un contorno afilado que le
da un aire exótico que siempre le resulta fascinante. Sonríe ella también, sin
casi darse cuenta.
En ocasiones así le resulta difícil recordar que le odió durante años, sin
apenas conocerle.
Entorna los ojos mientras sus compañeros de mesa discuten de
pormenores, y, perdiéndose en el juego de trompe-l’œil que forman la gran
cristalera del jardín y los enormes espejos de la pared que le hace frente,
multiplicando espacio y comensales, se descubre a sí misma en el reflejo de
uno de ellos, con la fantástica ave del paraíso enroscada al cuello. Se
sorprende de su apariencia distante, somnolienta, como si le aburriera lo que
ocurre a su alrededor.
Frente a esa criatura inapetente, en la que le cuesta reconocerse,
comparten mesa los reflejos de los dos hombres.
De uno de ellos solo se ve la espalda, rígida y alerta, con los hombros
estrechos y una cabellera gris que de cuando en cuando se inclina en un gesto
breve. El otro está de perfil, reclinado levemente en el respaldo de su silla.
Tiene los brazos largos y sus movimientos, cuando gesticula con las manos
para subrayar sus palabras, son elásticos y pausados. Pero mientras le
observa, deleitándose con la elegancia de su desembarazo, Lena siente que el
equilibrio entre los tres personajes del espejo es más frágil de lo que a simple
vista parece, y se le ocurre que ese segundo hombre y ella deberían protegerse

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mutuamente del comensal del pelo gris, ese del que solo pueden ver la
espalda y cuya actitud vigilante resulta casi voraz.
Se estremece, confusa, y vuelve a interesarse por la conversación.
Montenegro siente una especial predilección, quizá sentimental, por las obras
del Barroco sevillano. Y son buenos tiempos para conseguirlas a buen precio,
explica. Muchos nobles españoles que abandonaron el país en el treinta y uno,
tras la espantada de Alfonso XIII, están en serias dificultades financieras, y no
les queda más remedio que deshacerse de sus colecciones. Obras de Murillo,
Valdés Leal, Alonso Cano o Zurbarán. Pero también de Ribera, Goya o El
Greco.
Al escuchar ese último nombre, Eliot la mira de soslayo, con una
precaución enternecedora. Lena le ha contado con todo detalle cómo se hizo
Montenegro, años atrás, con un preciado lienzo del pintor griego durante
aquella famosa partida de cartas del casino de Biarritz. O, al menos, la versión
que todo el mundo repite. Era necesario. Si no se lo contaba ella, el tema
saldría a relucir tarde o temprano.
El desesperado príncipe ruso. El jugador encaprichado con un óleo de su
propiedad. El desafío y el largo mano a mano sobre el tapete verde.
Lo que no le ha dicho es que buena parte de esa historia es mentira.
Pero eso nadie lo sabe. Y nadie debe saberlo. Así que Eliot interpreta la
mención del pintor griego como una inconveniencia y hace por cambiar de
tema para protegerla:
—Imagino que con tanta obra nueva en el mercado habrá que andarse con
mil ojos. ¿No intentan darle gato por liebre de vez en cuando?
Montenegro alza los hombros. Siempre hay pillos que intentan hacer pasar
óleos anónimos, rescatados de un anticuario de poca monta, por el trabajo de
un maestro de primera fila. En ocasiones hasta añaden una discreta firma en
una esquina. Pero él no se encuentra con muchos casos. Compra poco y muy
escogido, y todo el mundo lo sabe.
—Las víctimas de ese tipo de timadores suelen ser coleccionistas
inexpertos que creen haber hallado una ganga. Muchos de ellos,
lamentablemente, compatriotas suyos, señor Kaplan.
El americano escucha en silencio mientras Montenegro relata, locuaz,
varios casos jocosos, regodeándose en la descripción de los bodegones
repintados y los ángeles maltrechos, recuperados del carro de cualquier
trapero, que cuelgan de importantes salones de Boston o Filadelfia con firmas
falsas.

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—En una ocasión, un cliente recalcitrante se encaró con un respetado
profesor inglés al que había contratado para que valorase sus obras. Se negaba
a aceptar que la joya de su colección, una escena bíblica de Tintoretto, fuera
en realidad un óleo anónimo del XVI sin apenas valor. Y, sobre todo, que la
firma del maestro veneciano que aparecía en una esquina del lienzo pudiera
ser falsa. Acusó al experto de intentar engañarle con fines espurios. Entonces,
este, sin mover ni una ceja, pidió que le trajeran un frasco de alcohol
concentrado y, delante de los ojos del industrial y de toda su familia, empapó
un pedazo de algodón, retiró el barniz que protegía la esquina del cuadro y, en
un santiamén, disolvió la firma del maestro.
Lena ríe de buena gana, imaginando el bochorno del millonario. Aunque
es una novata en el mundillo de la compraventa de obras de arte, sabe que no
existe una prueba más elemental para demostrar que un óleo es falso. Los
pigmentos diluidos en aceite tardan en endurecerse, a veces más de un siglo,
de modo que, por mucha aplicación que haya puesto un mistificador en darle
un aspecto antiguo a su obra, basta con frotar la superficie del óleo con
alcohol, tal y como hizo el profesor inglés frente a su cliente americano, para
que la pintura reciente se ablande y el engaño salga a la luz.
Montenegro hace una pausa calculada, con los ojos brillantes de regocijo:
—Si se disolvía con alcohol, era evidente que la firma había sido añadida
recientemente. El cuadro no era de Tintoretto, sino de a saber qué italiano
anónimo. Pero el millonario, que no tenía ni idea del efecto del alcohol en el
óleo, acusó al experto, indignadísimo, de haber saboteado el cuadro para
poder llevárselo a precio de saldo. El pobre hombre pasó una semana en el
calabozo hasta que se aclaró todo.
Kaplan también ríe, pero la tensión de sus labios finos le da a su aparente
regocijo un aire forzado, y Lena presiente que el papel de yanqui fatuo al que
un galerista tunante coloca obras sin valor por una fortuna, no debe serle del
todo ajeno. Quizá él también padeció experiencias semejantes cuando se
inició en el coleccionismo. Aunque jamás lo reconocerá. No es hombre capaz
de reírse de sí mismo.
Intuye que Montenegro también se ha dado cuenta y no se recrea en esas
anécdotas de incautos millonarios y falsarios ladinos inocentemente, y
aprovecha que Eliot está entretenido, buscando sus gafas en el bolsillo interior
de la chaqueta para leer la carta de postres, y le lanza una mirada de
reconvención. Pero él sonríe achinando los ojos, como un pilluelo de la calle,
divertido y orgulloso de su diablura. Ella suspira con disimulo y anuncia que
le apetece pera al coñac.

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Cuando el camarero termina de tomar nota, Eliot se excusa y pide licencia
para ir un momento al lavabo.
Lena le observa mientras se aleja entre las mesas, con sus andares algo
envarados, y de inmediato se gira hacia Roberto Montenegro. Ella no es una
simple clienta, como Kaplan. Es su colaboradora. Tal vez su cómplice. Y se
siente con derecho a preguntar, sin rodeos:
—Dígame la verdad, ¿qué está pasando?
Él sonríe, apacible:
—¿A qué se refiere?
—Dijo usted que el hombre que sacó el cuadro de Italia aceptaría hablar
con Kaplan si se le aseguraba discreción. ¿A qué se debe el súbito ataque de
timidez?
—Tenga paciencia. Mañana volveré a intentarlo. Le aseguro que le haré
cambiar de opinión.
—Eso espero. No creo que Kaplan se lo esté tomando tan bien como
puede parecer. Es de los que si quieren algo tienen que tenerlo sí o sí. Y usted
le ha prometido una historia digna de una novela. No va a renunciar a ella.
Los dedos de Montenegro acarician su pitillera de plata y la hacen girar
sobre sí misma, distraídos. En ocasiones Lena tiene la impresión de que para
él todo es un juego —⁠como la fingida inocencia con la que se ha reído de los
coleccionistas ignorantes hace un momento⁠—, y teme que pretenda jugar con
un hombre que no acepta perder.
Está convencida de ello: antes que ser derrotado, Eliot rompería la baraja
o lanzaría la mesa por los aires.
Insiste, irritada:
—Esta situación de impasse no le gusta. Lo noto. No quiere cabos sueltos.
—No la entiendo, ¿a qué cabos sueltos se refiere? ¿Qué imagina el señor
Kaplan que le puedo estar ocultando?
Lena respira hondo:
—Lo sabe usted perfectamente.
Por supuesto, es imposible que la Flaminia Triunfi haya sido sustraída de
ningún museo ni de una colección prestigiosa, sería vox populi. Pero las
sacristías de las iglesias rurales y las viejas casas de campo abandonadas a la
ruina por los terratenientes empobrecidos guardan a menudo tesoros
magníficos cuyo valor nadie conoce, ni siquiera sus propietarios. Hasta que
un traficante avispado los identifica y se hace con ellos, sin ruido. Ese tipo de
desapariciones rara vez causan alarma. No es extraordinario que pasen
desapercibidas. Que nadie se moleste en investigar el desvanecimiento de un

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par de objetos sin valor que un buen día reaparecerán, con otro nombre y otro
precio, como hallazgos legítimos, en manos de un marchante o de un
coleccionista del otro lado del Atlántico.
En Nueva York se murmura sin recato, entre los entendidos, sobre el
origen de ciertas colecciones. Se dice que varias de las piezas de J. P. Morgan,
el banquero, provienen de excavaciones ilegales en Grecia. Y que un cierto
número de sus esculturas medievales fueron robadas en Francia con un
ingenioso ardid. En el momento de sustraerlas, sus emisarios colocaban una
copia idéntica en su lugar, de modo que nadie se diera cuenta de que habían
desaparecido. Ni siquiera el Metropolitan es demasiado escrupuloso con
respecto al origen de las piezas que adquiere para sus colecciones, una vez
que están en suelo americano. Y Eliot tampoco es ajeno a semejantes
prácticas.
Pero la Flaminia es algo muy distinto, y quiere tener todos los flancos
cubiertos.
Lena insiste:
—Yo también tengo dudas. —Le mira fijamente a los ojos⁠—. Otras
dudas.
La mirada oscura del sevillano provoca que unas alas trepidantes le
revoloteen en la garganta y en el pecho, pero se la mantiene con firmeza.
Montenegro alza las cejas, adivinando hacia dónde apuntan sus sospechas,
y se echa a reír, incrédulo.
Es una risa tranquila que le dice que no se preocupe y no se le ocurra
siquiera pensar algo tan descabellado. Que todo está en orden. Pero es
evidente que aún la considera su aliada. Y Lena piensa que debería advertirle.
Advertirle de que son sus propias dudas, no las de Kaplan, las que debería
aplicarse en borrar. Advertirle de que no debería fiarse demasiado de ella.
Porque ya no está segura de a quién pertenece su lealtad. Y hay secretos
de su pasado que solo ella conoce.

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Jueves

Gabriel inclina la cabeza, intentando vislumbrar a los dos caballos que se


acercan al galope. Apenas amanece y los colores aún no se distinguen del
todo. Clara y Luca murmuran inquietos a su lado. Llevan excitados desde
ayer, cuando les dijo que si se animaban a madrugar, Roberto los invitaba a ir
con él al hipódromo a ver entrenar a su mejor caballo, un potro de dos años
llamado Juan Sin Miedo.
Las siluetas negras de los dos animales giran por fin a mano derecha y
entran como centellas en la recta. Se acercan, cada vez más rápido y, poco a
poco, empiezan a distinguirse una de la otra entre la neblina. La más oscura se
abre hacia las tribunas y comienza a despegarse. La humedad de la alborada
escarba en los huesos y Gabriel se sacude los pies mojados. Entonces el suelo
empieza a tronar y el corazón se le acelera, tratando de seguir el ritmo, más y
más raudo, en un esfuerzo imposible, hasta que de repente el ruido se
convierte en viento y tiene que girar la cabeza a toda velocidad para ver pasar
frente a él como una exhalación a las dos sombras, una varios cuerpos por
delante de la otra, con los cuellos largos, los ojos dilatados y las orejas
gachas, azotando la hierba mojada con los cascos.
Retrocede dos pasos con una exclamación. Los niños siguen inmóviles,
pegados a la barandilla, con las naricillas rojas y caras de entusiasmo. Y a su
lado, Roberto, con una mano en el hombro del tipo achaparrado que le
acompaña, trata de reprimir la sonrisa sin conseguirlo.
El hombre, que sostiene en una de sus manos recias un cronómetro que
contempla una y otra vez con incredulidad, se toca el ala de la gorra de tweed
en un discreto saludo de admiración. Tiene el rostro gastado, surcado de
profundas arrugas, y Gabriel calcula que tendrá diez o quince años menos de
los que aparenta. Su nombre es Albertson y es el jockey inglés retirado que
entrena los caballos de Roberto.
Mientras, los dos jinetes han detenido a sus monturas, que vuelven a ser
dos manchas turbias en la lejanía. Luca y Clara se vuelven hacia él,
expectantes.

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—¿Qué tal lo ha hecho, tío Gabriel? —⁠pregunta Clara.
—¡Muy bien! ¿A que sí? —declara Lucas, sin ambages⁠—. ¡Ha ido
superrápido!
Hace un rato, cuando se han encontrado con Roberto, Clara se ha quedado
muda de golpe. Impresionada como si de verdad tuviera delante al auténtico
Arsenio Lupin, se ha pasado un buen rato respondiendo con monosílabos, con
las mejillas coloradas y la mirada huidiza, pero él ha estado estupendo,
bromeando con los niños y contestando a todas sus preguntas. Ambos han
cogido confianza enseguida y ahora le escoltan, orgullosos, hasta el centro de
la pista, aguardando el regreso de los purasangres, que se acercan al paso,
resoplando.
El jinete de Juan Sin Miedo trae una sonrisa de oreja a oreja que no
miente. Palmea el cuello de su montura y declara, rotundo: «Es un avión».
Los dos niños saltan, celebrando el veredicto, y a Gabriel le dan ganas de
unirse a ellos.
La emoción contenida de los tres hombres, entrenador, jockey y
propietario, es contagiosa. Apenas hablan. La expectación se lee en las
miradas brillantes, en el gesto tenso con el que el inglés hunde las manos
hasta el fondo de los bolsillos, en el mimo con el que el jinete peina la crin del
potro. Nadie quiere decir una palabra de más. Los dos caballos caminan en
círculo para reponerse del esfuerzo, como si se tratara de una ceremonia
ritual, y el pequeño grupo plantado en el centro del redondel los contempla
respetuoso, temeroso de romper el sortilegio.
Juan Sin Miedo alza su cabeza arrogante. Tiene aún los ollares agitados y
los capilares, que recogen la sangre de cada centímetro de su cuerpo para
alimentar sus pulmones, se dibujan en relieve sobre el pelo castaño oscuro,
casi negro. La expresión rapaz de los ojos, con el iris cercado de blanco,
indica que se siente invencible.
No es un potro precoz, pero es muy rápido, les ha explicado Roberto, y la
clase se le sale por las orejas. Lo ha criado él mismo. Lo vio nacer. Y lo
considera especial. Está matriculado en el Morny, el plato fuerte del próximo
domingo; una prueba reservada a los potros de dos años con un premio de
cien mil francos al ganador. Es una de las competiciones más prestigiosas de
Francia y la que más esperanzas alimenta, ya que el vencedor suele estar
prometido a un futuro brillante.
Gabriel respira hondo, llenándose los pulmones del frescor de la mañana.
Ha tardado en espabilar y no solo por el madrugón. Anoche, tras la fantasmal
aparición de Léon, apenas pudo pegar ojo. Finalmente, el entrenador da a los

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jinetes la orden de regresar a las cuadras y se aleja a pie detrás de ellos. Los
niños preguntan si pueden acompañarlos y Roberto propone ir a buscar el
coche.
Atraviesan las pistas verdes, en dirección a las tribunas, hundiendo los
pies en la hierba fresca, y Clara y Luca se lanzan a una carrera desenfrenada,
levantando las rodillas como caballos al galope, empuñando unas riendas
invisibles con un brazo y fustigándose a sí mismos con el otro.
Gabriel tiene desde hace rato un gusano en el estómago. No sabe cómo
abordar a Roberto para hablarle de Léon. Por momentos tiene la impresión de
que ese hombre que ahora camina a su lado es su amigo de siempre, que el
tiempo no ha pasado, pero en otros siente que le acompaña un extraño.
Sonríe, observando la alegría de los niños. Da gusto ver cómo todo cobra
una vida mucho más vibrante a través de sus ojos nuevos.
Él pisó por primera vez ese lugar hace ya catorce años. Junto a Roberto.
Pero sus recuerdos de aquel día están hundidos bajo el peso de tantos veranos
posteriores que le cuesta desenterrarlos. No le resulta fácil reconocer en esas
tribunas, ahora vacías, las gradas remotas y vibrantes que rugían aquella
tarde; o en la pista de césped, escenario de tantas pequeñas decepciones
recientes en forma de boletos de apuestas fallidos y arrojados a sus pies, la
mágica alfombra de color verde sobre la que corrían sus corazones y sus
gargantas, tras los cascos de los purasangres, aquel verano lejano. Por más
que se esfuerza en despertar el cosquilleo de la añoranza, su esfuerzo resulta
baldío.
El asombro y el entusiasmo de los niños, en cambio, es fresco y auténtico.
Luca intenta agarrar de la falda a Clara, que galopa delante de él, estirando el
cuello como una potrilla, y Roberto los alienta, a voz en grito, y luego le pasa
el brazo por los hombros y le pregunta si se acuerda de la carrera que echaron
ellos dos por la playa, aquel otro verano, horas antes de abandonar la ciudad.
A Gabriel le pilla de improviso su familiaridad. No responde. Pero claro
que se acuerda. ¿Cómo podría olvidarse?
El mar. Los chillidos de las gaviotas. La llovizna en los ojos. Las
salpicaduras del agua salada. La punzada del aire en el costado. Los pies
mojados. La sensación de felicidad pura. Es posible que nunca haya vuelto a
sentir nada semejante a la dicha furiosa de aquella carrera desenfrenada.
Pero llevaba tanto tiempo sin pensar en esa tarde de agosto que le
sorprende lo inmediato y doloroso que le resulta el recuerdo. No es un dolor
desagradable, sin embargo. Y saber que Roberto tampoco ha olvidado le
sorprende y le reconforta extrañamente. Se pregunta si, quizá, a pesar de todas

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las apariencias, nada de lo que vino a continuación habrá merecido la pena
para él tampoco.
Un dejo cálido le envalentona el ánimo y la prevención que le hace
comportarse con modales rígidos y distantes ante ese nuevo Roberto se
difumina, y se atreve a proponer, en voz baja:
—Vamos a dejar que los niños jueguen un rato.
Se instalan en la tribuna vacía, a media altura. Roberto apunta con un
dedo a lo lejos, al fondo de la recta, a un minúsculo punto oscuro que se
acerca al galope. Lo sigue con la vista y cuando pasa frente a ellos, convertido
en un animal de cuatro patas, frunce el ceño, dubitativo:
—Creo que es Fragance, la potra de lord Derby. Es la favorita.
No hay muchos más caballos. La mayoría están en la playa, a donde sus
jinetes los llevan a estirarse a diario antes de la hora a la que bajan los
bañistas. Son cerca de las ocho. El sol mañanero se ha comido la niebla y
brilla ya blanco y deslumbrante. Y a Gabriel le da por pensar si Roberto no le
habrá invitado a ese lugar y a esas horas para evitar que el público de
Deauville los vea juntos. Ya se lo dijo en el Royal. No es bueno para sus
negocios que la gente sepa de dónde proviene. Su pasado común no es
compatible con el personaje que se ha creado.
No han vuelto a hablar de ello, y Gabriel sigue sin comprender muchas
cosas. De dónde procede la fortuna de Roberto. O cómo se ha transformado
en quien es. Pero ha cumplido su promesa. No le ha hablado de él a nadie. Ni
siquiera a Félix, a pesar de que el director de El Mensajero lleva dos días
convertido en un indecoroso tiralevitas, obsequiando a unos y a otros con
desesperación para encontrar un modo de acercarse al misterioso señor
Montenegro.
Carraspea para aclararse la voz y apoya los antebrazos en las rodillas:
—Necesito consejo, Roberto. No para mí, para un amigo cercano. Es un
tema serio. Una situación desesperada. Ya sé que no puedes darme una
solución mágica, pero quizá se te ocurra algo. Tú conoces a la gente que se
mueve por los casinos. El mundo del juego.
Roberto le mira, curioso. Cruza los tobillos con las piernas estiradas y se
apoya en las palmas de las manos, escuchándole con atención. Al final, se
queda un buen rato en silencio antes de responder:
—Mal asunto. Con una soga así de prieta al cuello la única solución que
se me ocurriría es desaparecer del mapa. Pero está claro que en este caso no
es una opción.

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Se incorpora, sacudiéndose la culera de los pantalones y con una palmada
en el hombro le indica que le acompañe. En lugar de utilizar los escalones,
salta de grada en grada, balanceando una pierna y dejándose caer, y Gabriel le
sigue brincando a pies juntillas.
Roberto llega abajo antes que él. Se gira y le mira muy serio:
—¿Cuánta confianza tienes en ese amigo tuyo, Gabriel? —⁠Y de inmediato
añade⁠—: Entiendo que te haya pedido discreción, pero para poder ayudarte
necesito saberlo, ¿quién es?

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Félix Oriot pide un segundo café. Lo apura de un trago y deja unas monedas
en el mostrador. Casi no ha dormido porque ayer, después de aceptar que
Dora Vernon no iba a terminar la noche en su cama, estuvo rondando por los
bares hasta la madrugada. Necesitó un rato largo, un par de copas más y un
jugoso rumor sobre una famosa actriz de cine para dejar de rumiar lo que la
inglesa le había contado. ¿Montenegro y Gabriel eran amigos íntimos? Ni
tenía sentido ni comprendía que su camarada fuera tan cabrón como para no
haberle dicho nada si de verdad era así.
Cruza la calle, pensativo.
La redacción de El Mensajero se encuentra en un bajo próximo a la
estación de tren. Es un local pequeño, con ventanas estrechas. Solo hay dos
mesas a la vista, para los dos redactores, y, tras un biombo que Oriot corre o
descorre, según la discreción que requiera el momento, está su despacho, un
simple escritorio con dos sillas para los visitantes.
A esas horas, los dos reporteros están ausentes, a la caza de noticias. Oriot
cuelga la chaqueta del perchero y se dispone a echarle un vistazo a la prensa
regional y nacional, como todas las mañanas. Puede que la sede de su diario
no sea más que un chiringuito deslustrado, pero ha invertido todo lo que tiene
para ponerlo en marcha. Recordarlo siempre que abre la puerta es un buen
acicate para prepararse a devorar el día. Además, cada vez tiene más claro su
objetivo. Con treinta y dos años está convencido de que ha llegado el
momento de dar el salto a la capital. Está hambriento. Es ahora o nunca. Pero
no quiere verse convertido en un gacetillero obligado a hacer malabarismos
para llegar a fin de mes. Quiere llegar con un nombre ya hecho.
Abre la libreta que siempre lleva encima y en la que anota todos los datos
de interés que va recabando. Anoche, antes de abandonar el Normandy,
apuntó un nuevo nombre:
«Eliot Kaplan».
Fue un botones quien, finalmente, le dio el nombre del millonario
americano. También le dijo que había llegado esa misma mañana con dos
secretarios. Y que la rusa guapa había ido a buscarle a la estación.

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Oriot elucubra con la idea de que el americano le conceda una entrevista.
A los magnates del Nuevo Mundo les gusta alardear cuando vienen a Europa.
Y, por supuesto, acaricia la posibilidad de hacerle hablar de su relación con
Roberto Montenegro.
Es él quien le interesa de verdad. Quien le tiene con la mosca detrás de la
oreja.
La semilla la plantó, hace apenas una semana, un viejo conocido, el
comisario Jacob, una noche en que Oriot le invitó a unos tragos de
aguardiente de sidra en una taberna del puerto de Trouville.
Jacob es un cínico. Lleva asignado al Servicio del Juego desde antes de la
Gran Guerra, cuando el departamento aún destacaba por su sentido del deber,
repite siempre. Ahora, asegura, no hay más que indiferencia y
confabulaciones. Se persigue con saña a los don nadie que conciertan
apuestas por veinticinco céntimos en los cafés, pero nadie molesta a los
bookmakers adinerados que proliferan en los hipódromos. Por no hablar de
las órdenes misteriosas que le llegan periódicamente de sus superiores
referidas a este o a aquel ricachón aficionado al casino: «No se acerque a su
mesa, Jacob. No hace falta que le observe».
El comisario es un hombre desencantado que, al calor de una copa, suele
contar interesantísimas historias de juegos con cartas marcadas ante los que
hace la vista gorda o de tramposos conocidos a los que saluda con cortesía
todas las noches. Ha escogido la prudencia y se limita a obedecer a los
propietarios de los casinos. Solo trabaja con su consentimiento. Solo investiga
cuando se lo ordenan.
Aquella noche le contó, entre trago y trago, que Roberto Montenegro
había reservado una suite en el Royal para la segunda quincena de agosto, y
sus superiores ya le habían avisado para que no le molestara. Pero conocía al
pájaro. Había coincidido con él años atrás en el casino de San Juan de Luz y,
antes de eso, en Biarritz, donde había sido testigo de la famosa partida de
bacarrá que permitió al sevillano birlarle a un emigrado ruso un cuadro
valiosísimo. Y nadie le iba a quitar de la cabeza que hubo algo raro en ese
lance. Muy raro.
A Oriot la historia le interesó enseguida porque, casualmente, esa misma
mañana había leído el nombre de Roberto Montenegro en las páginas de Le
Petit Parisien, uno de los principales diarios de la capital. El artículo lo
firmaba Pierre Busson, un antiguo colega de Rouen que tiempo atrás había
dado el salto a París y que no solía perder el tiempo con noticias de poco
alcance.

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Era una historia de esas que entremezclan nombres de la alta sociedad con
insinuaciones sórdidas y atrapan a los lectores igual que un folletín. Un viejo
general, héroe de guerra y miembro de un par de Gobiernos conservadores,
cuya hija, casada con un millonario canadiense, aparecía con frecuencia en las
crónicas de sociedad, había denunciado a un prestigioso abogado liberal por
venderle una obra de juventud de Anton van Dyck que había resultado ser
falsa. El diario insinuaba nuevas revelaciones para los próximos días. Y en un
párrafo final, entre los nombres de los testigos y expertos convocados a
declarar, aparecía el de Roberto Montenegro.
Para el común de los lectores, aquella era sin duda una alusión
intrascendente. Pero Oriot almacenó los nombres de todos los personajes
mencionados. Conocía muy bien a Busson. Y sabía que cuando publicaba
historias inconvenientes sobre gente importante siempre callaba mucho más
de lo que escribía. Seguro que merecía la pena seguirle la pista a aquello. Y
ahora que el comisario le había revelado que Roberto Montenegro estaba a
punto de llegar a Deauville, todo cuando pudiera contarle sobre el personaje
era bienvenido.
Jacob se encogió de hombros. Él no sabía nada de arte. Lo suyo era el
juego. Por eso no se había olvidado del célebre episodio de Biarritz. Se le
habían quedado grabados el semblante del exhausto príncipe ruso, la fiereza
con la que aun así había aceptado el desafío de Montenegro, la dignidad con
la que había asumido su derrota y la circunspección despiadada del sevillano.
—¿Y qué fue lo que le resultó tan sospechoso, Jacob? —⁠preguntó Félix.
El comisario no supo decirle algo concreto. Era más bien una intuición.
Una cuestión de instinto. Cuando uno pasa tantos años en los casinos, en
ocasiones barrunta cosas que no sabe explicar. La serenidad con la que
Montenegro pedía carta con seis o siete puntos en la mano. El modo en que
siempre caían de su lado las apuestas más altas y perdía las pequeñas. Cierta
forma de acariciar los naipes. Y no solo era él. También el ruso. Todo parecía
medido. Calculado. Coreografiado por ambos, casi.
Pero era una apuesta entre dos particulares. No tenía motivos para
intervenir. Además, no habría sabido de qué acusar exactamente al ganador.
Oriot pasa hacia atrás varias páginas de su libretita, buscando el nombre
que apuntó aquella noche en el puerto de Trouville, después de su
conversación con Jacob: «Iván Alexandróvich Voloshin. Duque ruso. Biarritz.
1928».
Sonríe. Hace un par de días, cuando el ascensorista del Normandy le
susurró, con un suspiro enamorado, el nombre de la espléndida belleza eslava

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que acababa de cruzar frente a él, no estableció la conexión. Todos esos
nombres rusos suenan igual. Pero anoche, después de verla acompañada por
Kaplan y Montenegro, se fue a la cama con un runrún en la cabeza.
Elena Ivánovna Volóshina. El mismo apellido que el del desafortunado
duque ruso. Y el patronímico Ivánovna: «hija de Iván».
Tienen que ser padre e hija. Pero entonces, ¿cómo interpretar su amistosa
relación con el hombre que les arrebató su tesoro familiar, aprovechándose de
su penuria?
Félix está convencido de que ahí hay una historia que merece la pena
investigar. Con un poco de suerte, a lo mejor hasta desentraña la noticia
estrella del verano. Y Oriot conoce a la persona que puede ayudarle a atar
cabos. Saca la agenda del cajón y busca el número de la redacción de Le Petit
Parisien:
—¿Eres tú, Busson? Buenos días, sí, Félix Oriot al habla. ¿Qué tal? No
sabía si habías salido ya para acá y estaba probando suerte. Ah, ¿llegas
mañana? ¿En el tren de las nueve? ¡Fantástico! Te invito a comer.

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—¿Y cuándo estuvo en el norte de Italia exactamente? ¿Lo sabes?
—No estoy seguro. Creo que fue en febrero.
Gabriel mira de soslayo a Roberto, que está recostado en una traviesa de
madera con los brazos cruzados.
Cuando han llegado a la cuadra, los dos caballos, duchados y frescos, se
encontraban ya pastando de la mano de sus mozos. Roberto ha invitado a los
niños a que se acercaran al compañero de entrenamientos de Juan Sin Miedo,
un alazán tostado muy experto, acostumbrado a enseñar a los caballos más
jóvenes, y les ha preguntado si querían dar un paseo en él. Los dos han
respondido entusiasmados y el mozo ha sujetado a Clara por las axilas con un
galante «Las damas primero» y la ha depositado sobre el dorso del caballo, a
pelo.
La niña pasa frente a ellos con una sonrisa de oreja a oreja y saluda con la
mano. Luca va detrás dando saltos, impaciente. Roberto devuelve el saludo,
como si estuviera pendiente de ellos y no de la conversación, huidiza y en voz
baja, que ambos mantienen.
Gabriel ha terminado por desvelarle la identidad de Léon.
—Puede —murmura finalmente Roberto, sin casi despegar los labios⁠—
que tenga una propuesta que hacerle a tu cuñado. Pero requiere prudencia,
tacto y discreción. Y mucha confianza por mi parte.
Gabriel trata de mirarle a los ojos, pero Roberto tiene la mirada oculta por
el ala del sombrero. Le grita a Luca que tenga paciencia, que ya vendrá su
turno, y luego añade:
—Ven.
Con un breve codazo, le indica que le siga.
A medida que se alejan de las cuadras el camino de tierra se convierte en
un sendero que se adentra por los prados verdes. Roberto le pega un puntapié
a una piedra y le mira de reojo.
—Escucha. Tengo un colaborador que me ha dejado en la estacada y
necesito una persona fiable que ocupe su lugar. Si todo sale bien puede ganar
mucho dinero en unos días.
—¿Cuánto dinero?

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No es la pregunta más discreta. Pero es necesaria. Las deudas de Léon son
enormes. No se le ocurre qué tipo de negocio puede ayudar a cubrirlas en solo
unos días.
Se detienen junto a un cercado de madera tras el que pasta un rebaño de
vacas normandas. Roberto apoya los codos en la valla, sin contestar, y Gabriel
duda:
—No será algo ilegal…
—Es… irregular. Bueno, en realidad, es muy sencillo. Se trata de contar
una historia. Nada más.
—Pero exiges discreción a toda prueba. Y dices que se puede ganar
mucho dinero.
Roberto sigue acodado en la empalizada, mirando fijamente a un toro
blanco con los ojos cercados por dos manchas marrones, simétricas, que
rumia recostado frente a ellos, como si temiera que fuese un espía vacuno
pendiente de sus palabras.
—Te voy a contar en qué consiste. Me fío de ti. Pero si crees que tu
cuñado no es la persona adecuada o que no podemos estar seguros de él, te
pido que lo olvides todo. No puedes repetir ni una palabra a nadie.
Gabriel está a punto de echarse a reír. Tantas precauciones le resultan
teatrales. Dignas de un juego infantil. Como los que practican Clara y Luca
fingiendo que son conspiradores o intrépidos reporteros. O como las
aventuras que imaginaban ellos mismos, de adolescentes, en la buhardilla de
la casa de sus padres.
Piensa en Léon, un hombre previsible, feliz con su vida de carriles
trazados de antemano. Piensa en su caída. En su debilidad, en su locura
oculta. Y nota un regusto amargo en la boca que empieza a resultarle familiar.
Es el mismo de hace dos días, cuando Dora Vernon dejó caer sobre la mesa,
con el mayor descuido, la noticia de la llegada de Roberto a Deauville. Esta
vez no le pilla de improviso. Ha tenido tiempo de ir acostumbrándose a ese
sabor insidioso que le agria la saliva cuando menos se lo espera y que dice de
él cosas que no le gustan y que intenta ignorar. Pero se sorprende de que esta
vez le haga sentir algo tan absurdo, injusto y hasta cruel.
Resentimiento.
Y no porque su cuñado pueda arrastrar a su familia al desastre. No. Eso es
lo vergonzoso. Sino porque él no ha conocido nunca algo parecido. Porque no
puede ni imaginarse una pasión tan arrolladora como la que ha llevado a la
ruina a Léon. Nada ha trastocado nunca su vida, atiborrada de esperas sin
desenlace, de manera similar.

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«Me fío de ti», ha dicho Roberto. Es difícil darle valor a esas palabras.
¿Se puede confiar en otra persona después de tanto tiempo?
No sería impropio de la forma de ser de su viejo amigo. Pero él es incapaz
de borrar esos años en blanco. Quizá se ha vuelto más cínico. O quizá es,
simplemente, que no ha conseguido perdonarle que desapareciera del modo
en que lo hizo. Está convencido de que Roberto sería capaz de dejarle en la
estacada de nuevo solo porque sí, por seguir un arrebato.
O puede que el defecto sea suyo. Tal vez sea incapaz de entregarse a un
impulso generoso y espontáneo, o de embarcarse en una aventura sin más,
solo porque se lo pida el corazón.
Quizá por eso Roberto se fue y él se quedó.
Pero no le gusta pensar en ello. Saca la pitillera, enciende un cigarro para
quitarse el sabor ruin de la boca y le ofrece otro a Roberto, que lo acepta, le
da una calada larga, y apoya la espalda en la valla de madera:
—Necesito que tu cuñado me ayude a vender un cuadro. Eso es todo.
Gabriel le imita, fumando con calma antes de responder, ganando tiempo
para pensar.
—Explícate.
—Bueno, en realidad, ya está vendido. He cobrado la señal. Y el
comprador me entregará el resto antes de embarcarlo rumbo a Nueva York.
Pero hay un detalle que le tiene mosca. Le prometí que le presentaría a la
persona que escamoteó el óleo de Italia y me lo entregó. Y resulta que esa
persona, ahora mismo, no se encuentra disponible.
Roberto apura el cigarro, lo aplasta sobre la hierba y enciende otro, sin
pausa.
Le habla de una familia italiana perseguida por los fascistas, de un óleo
olvidado y oscurecido por el tiempo, de una misteriosa mujer del siglo XVII,
de ojos negros y mirada inquisitiva, de unas pinceladas leves como un aliento,
ocultas bajo el barniz endurecido del lienzo, de una huida a América para
empezar una nueva vida y del nombre de otro sevillano, pronunciado por los
expertos primero con timidez y luego con certeza y maravilla: Velázquez.
Habla del mismo modo en que en la escuela les contaba historias de su
infancia extraordinaria en Andalucía, de los exóticos viajes de su padre y de
los tesoros moros de su patio encalado.
Gabriel solo ha tenido ocasión de contemplar en persona un lienzo de
Velázquez. Un Demócrito burlón que, casualmente, conserva el museo de
Rouen. Del resto solo conoce reproducciones, y su nombre le evoca la imagen

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de palacios oscuros, personajes tristes en salas sombrías y niñas destinadas a
morir demasiado pronto.
Pero a medida que escucha a Roberto hablar del retrato de la misteriosa
Flaminia, el óleo que su amigo pinta con palabras se va llenando de la luz y la
fuerza que brotaba a borbotones de las arias de ópera que escuchaba de niño,
desbordando el lienzo.
Intenta resistirse al encantamiento:
—Muy interesante —espeta—. Pero no entiendo qué papel puede tener
Léon en esa historia.
Roberto le mira a los ojos:
—El hombre que sacó el cuadro de Italia. Como ya te he dicho, el
comprador quiere conocerlo. Tiene preparada una campaña publicitaria que
arrase en Nueva York y necesita tener controlados todos los detalles de la
historia. Sin embargo, las circunstancias hacen que ese encuentro sea
imposible. Ahora mismo no puedo contar con la persona en cuestión. Así que
necesito a alguien que la sustituya. Alguien de toda confianza. Un hombre
íntegro, con una reputación intachable. Si es posible, que haya estado en Italia
recientemente. Que posea la situación social o los contactos adecuados.
—⁠Hace una pausa, antes de remachar sus últimas palabras⁠—. Y que necesite
dinero.
Gabriel parpadea, tratando de ordenar sus ideas para decir algo coherente,
pero su primera pregunta vuelve a ser:
—¿Cuánto dinero?
—Cincuenta mil dólares.
Hace un cálculo aproximado, a toda velocidad. Eso es más de un millón
de francos. Suficiente para cubrir las deudas de Léon e incluso dejarle un pico
de ganancias. Aturdido, intenta ordenar las preguntas que se le amontonan:
—Roberto, ¿a qué tipo de negocios te dedicas exactamente?
Su amigo se aúpa sobre la traviesa más alta del cercado. Sus aires de
enigmático hombre de mundo se esfuman una vez más y reaparece el
camarada de juventud que, con un gesto, le invita a que se acomode a su lado:
—Soy pintor, Gabriel. Hago retratos. Y los cobro caros. Pero en mis ratos
libres, digamos que también soy y no soy marchante de arte. No dispongo de
galería pública ni de empleados. En realidad, no soy más que un aficionado.
Pero tengo algunos clientes exclusivos que confían en mí para ayudarlos a
encontrar piezas especiales. No te imaginas la de errores que cometen los
expertos. La de ocasiones en que son incapaces de ver lo que tienen delante
de las narices. —⁠Ríe, no con malicia, sino admirado⁠—. Otros acuden a mí

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para que los ayude a encontrar un comprador o a poner en valor un lienzo de
su propiedad antes de sacarlo a la venta. Normalmente hay que limpiarlo.
Devolverle la vida. Y lo hago yo mismo. Aprendí de los mejores hace mucho
tiempo.
—Pero no lo haces por amor al arte.
—Claro que no. Cobro siempre. Los aficionados también tenemos que
vivir…
—¿Y el Velázquez…?
—El Velázquez es algo realmente especial. Único. Y quizá el lienzo más
caro que se haya vendido nunca.
—¿Cuánto…?
—Dos millones de dólares.
La cifra es mareante. Una verdadera fortuna. A Gabriel le surgen cada vez
más preguntas:
—Y el hombre que sacó el cuadro de Italia, ¿qué ha pasado con él? ¿Por
qué ha desaparecido?
—Es largo de explicar. Digamos que no era quien aparentaba ser. Está
implicado en un asunto turbio y le han surgido problemas con la justicia.
Ahora mismo es imposible presentárselo a mi cliente. Ni siquiera debe
mencionarse su nombre. Le daría que pensar y el cuento de hadas que quiere
vender en su país empezaría a hacer aguas.
Gabriel respira profundo y los pulmones se le llenan de olor a hierba
recién segada. A lo lejos, los niños corren por las inmediaciones de la cuadra,
perseguidos por un perro.
—¿Quién es el comprador?
—Un judío americano. Se llama Eliot Kaplan y está alojado en el
Normandy. Es un coleccionista serio. Quiere ceder el lienzo al museo de
Nueva York después de exponerlo en su casa durante una temporada. Por lo
que sé, es un hombre hecho a sí mismo desde lo más bajo, con un pasado
opaco. Y no está comprando solo una obra de arte. Compra respetabilidad.
Estatus. Por eso paga lo que paga. Quiere que el mundo sepa lo que se ha
gastado. Esa es la razón por la que ni se ha molestado en regatear. Le interesa
que sea el cuadro más caro del mundo. Y por eso es tan importante para él la
puesta en escena. Quiere ser reconocido como benefactor de la ciudad y que
su nombre aparezca en todos los periódicos.
—¿Es peligroso?
—¿Comparado con los hampones con los que anda enredado tu cuñado?
—⁠Roberto se encoge de hombros⁠—. Kaplan es un hombre de negocios. Pero

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no creo que acepte que le tomen el pelo, si eso es lo que quieres saber. Así
que cuanto menos sepa el marido de tu hermana, mejor. Una historia sencilla,
breve, es todo lo que tiene que contar. Sin embrollos ni complicaciones. Pocas
palabras. Su personaje es el de un hombre honrado, discreto, un profesional
prestigioso que no tiene nada que ver con el mercado del arte y que huye del
protagonismo. Eso es lo que ha de parecer. Y eso es lo que es, según me
cuentas. Ni siquiera tendría que interpretar.
Gabriel no cree que representar un papel así sea lo propio de alguien
honrado. Pero Léon es un hombre acorralado, dispuesto a cualquier cosa por
salvar a su familia. Y por ilícita que resulte, esta puede ser su única
oportunidad. Lo que le disgusta es que Roberto pueda estar jugando con su
desesperación. Aprovechándose de que su cuñado no tiene otra alternativa
para que acepte su propuesta casi a ciegas. Todo lo que le ha contado son
vaguedades. No le ha dado ningún detalle concreto. Ningún nombre, aparte
del del comprador.
Baja de la valla de un salto. Al sol aún le queda un buen trecho hasta
llegar a lo más alto y ya hace calor. Léon y Emma deben estar desayunando
en la terraza de su casita de Trouville, aguardando su regreso.
La decisión no es suya, se fuerza a recordar, sino de su cuñado. Él es tan
solo un mensajero.
Aun así. Es demasiado dinero solo por contar la historia de otro hombre.
Teme que haya más de fabulación de lo que parece a simple vista.
Piensa en la perla que Roberto le ha regalado a Clara. En el cuento que se
inventó en unos segundos sobre la duquesa a la que se la había robado para
hacerla más interesante.
Una sospecha brusca:
—Dime solo una cosa, Roberto. Ese tipo, el que dices que sacó el cuadro
de Italia y que ahora, de repente, tienes que esconder. ¿Existe de verdad?
Su amigo le mira fijamente:
—Claro que existe. Es un viejo conocido. Un intermediario con el que
había trabajado ya.
Pero sonríe de un modo extraño, de medio lado. Se diría que le invita a
seguir indagando.
—No entiendo. ¿Cómo que habías trabajado ya antes con él? Antes has
dicho que era alguien ajeno al mercado del arte.
Roberto enarca las cejas:
—Esa es la historia que le he contado al comprador.

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Gabriel se queda con la palabra en la boca, atando cabos a toda velocidad.
¿Qué es lo que está insinuando Roberto?
—¿No le has contado la verdad?
—No del todo. He adornado un poco la historia, para darle un aire de
aventura al asunto.
—O sea, que el cuadro no lo sacó de Italia ningún generoso espontáneo.
Te lo trajo un amigo tuyo. Con el que ya habías trabajado.
—Pudiera ser. Aunque claro, en ese caso, no sé si hubiera merecido la
pena inventar nada. Habría sido más sencillo contarle la verdad a Kaplan, sin
más.
Gabriel le mira fijamente, cada vez más escamado por la expresión
socarrona de Roberto. Y vuelve a verse a orillas del Dives, hace quince años,
tendido en la hierba con cara de bobo mientras escucha a su amigo confesar
sus embustes. Solo que ahora no hay ni gota de remordimiento en su
semblante. Lo que Gabriel lee en él es simple y maliciosa diversión.
—No entiendo nada. Vale que no lo rescatara de Italia un valeroso
desconocido. Pero si ahora dices que tampoco lo hizo tu colaborador…
Es pura intuición, pero de repente cree adivinar lo que encierran las
medias palabras de Roberto:
—No me lo puedo creer. Ese amigo tuyo que ahora no puedes utilizar
también iba a representar una pantomima, ¿verdad? Igual que Léon. —⁠La
media sonrisa de su amigo se amplía, satisfecha. Así que ha acertado. La
apasionante historia del rescate del cuadro no es real. Es solo un cuento a
medida de las expectativas del comprador⁠—. No puede ser, ¿es eso? O sea
que todo tu problema es que te has quedado sin actor.
El muy cabrón posa un dedo sobre los labios:
—Shhh. Ni una palabra a nadie. Ni a tu cuñado, por supuesto.
—Pero entonces, ¿cómo ha llegado el cuadro a tus manos?
—Qué más da. La historia oficial es más emocionante. Digna de una
novela por entregas. Y eso es lo que busca Kaplan.
Gabriel sacude la cabeza. Cada vez entiende menos. Roberto le está
mostrando una confianza desproporcionada, haciéndole cómplice de un
secreto que no debería conocer. ¿Qué es todo esto para él? ¿Un negocio o una
diversión? Más allá del rendimiento económico que vaya a sacarle a la
maniobra, es obvio que está disfrutando. Como cuando de chaval contaba las
historias que consideraba que los demás querían escuchar.
«Me fío de ti», le ha dicho. Pero a Gabriel le cuesta creérselo. La lealtad
de hace un montón de años, entre dos críos, no puede servir de argumento

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para sellar un pacto entre dos adultos. Es todo un truco. Mera palabrería de
comerciante. Un buen chalán siempre guarda una oferta especial para ti, solo
por ser tú quien eres.
Y aun así la triquiñuela funciona. Porque a pesar de los pesares está
dispuesto a entrar en el juego.
No por ese desconocido que le observa acodado en la valla de madera con
un chispazo granuja en los ojos. Sino por el camarada de adolescencia. Por la
amistad de las novelas. Contra todo y contra todos.
Y entonces comprende. A Roberto le sucede lo mismo. No es del Gabriel
Caron de treinta y un años, que le observa con suspicacia y ha venido a
pedirle ayuda esa mañana, de quien se fía. Sería estúpido confiar así en un
extraño. De quien se fía es de aquel que fue.
Pero esto no es un entretenimiento de adolescentes. Es la vida real. Y
Gabriel tiene miedo de acabar metiendo a Léon y, de rebote, a su hermana, en
una situación aún más emponzoñada de la que ya vive.
—Al menos, asegúrame que el cuadro no es robado.
Le ha salido de sopetón, harto de tanto aguantar sin hacerle preguntas
sobre la fama que arrastra.
Roberto se sacude el polvo de las perneras y se endereza el ala del
sombrero:
—¿Quieres saber la verdad? —⁠Le mira con calma y sonríe de nuevo, pero
esta vez sin dobleces. Su expresión es absolutamente franca⁠—. No he robado
ni una escoba en mi vida.
Y sin darle tiempo a considerar si está mintiendo o tomándole el pelo,
cambia de tono bruscamente, solemne:
—No tenemos mucho tiempo, Gabriel. Necesito que me digas si tu
cuñado será capaz de cumplir. Kaplan puede ser peligroso. Y hablamos de
poner un negocio muy importante en las manos de un hombre al que ni
siquiera conozco. Eres tú quien debe juzgar si es la persona adecuada. Y si, en
caso de rechazar mi oferta, guardará silencio sobre lo que hemos tratado.
Gabriel respira hondo. Las risas de los niños alborotan a lo lejos, felices.
En mitad de esa mañana tan luminosa, la angustia nocturna del marido de su
hermana le resulta lejana e incongruente. Debe esforzarse para recordar lo
real y apremiante que es. Para calcular si Léon se atreverá a aceptar la oferta
de Roberto y si será capaz de sacar adelante su papel.
—Hablaré con él —conviene, al final.
No las tiene todas consigo pero no ve otra salida. No va a presentarse
ninguna otra oportunidad de salvación. Léon tendrá que intentarlo.

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De inmediato, siente un pellizco de culpabilidad. Porque, por mucho que
formule razonamientos para lavar su conciencia, en el fondo, desea que Léon
acepte, y está dispuesto a usar toda su fuerza de persuasión para convencerlo.
A pesar de los riesgos y a pesar de todas sus dudas. No por su cuñado, ni por
su hermana, sino por él mismo. Porque no quiere quedarse fuera de esa
historia.
Después de años de calma chicha, de pronto siente como si hubiera
levantado, tímidamente, la esquinita de una de las revistas de viajes y
aventuras que leía junto a Roberto en el granero de sus padres, de adolescente.
Para descubrir que sus protagonistas le han estado guardando un
huequecito entre ellos, lealmente, durante todos estos años.

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1921

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Me basta con cerrar los ojos para revivir la algarabía de nuestro primer viaje a
Deauville.
Roberto y yo nos pasamos casi todo el trayecto de pie, con la cabeza fuera
de la ventanilla de nuestro vagón de segunda, señalando cuanto nos llamaba la
atención y gritándonos el uno al otro contra el viento. Solo descansábamos
para comprobar en el horario que mi tío César había pedido en la estación de
Lisieux los nombres de las poblaciones que atravesábamos: Fierville,
Manneville, Canapville, Bonneville, una cantinela que a nuestros oídos
sonaba a peregrinaje fantástico. Los demás viajeros sonreían, soportando
nuestro alboroto con paciencia. No los molestábamos mucho. Enseguida
regresábamos a nuestra atalaya móvil, volcando todo nuestro entusiasmo en
saludar, agitando las manos, a los automóviles que circulaban paralelos a la
vía del tren.
No lográbamos imaginar de dónde salían tantos. Nada más sobrepasar uno
ya teníamos a la vista el siguiente. A algunos los adelantábamos hasta dos y
tres veces, ya que aprovechaban nuestras paradas en las estaciones para
recuperar el terreno perdido, y entonces era como reencontrarnos con viejos
amigos. Los pasajeros nos devolvían el saludo, sacudiendo un pañuelo o
haciendo sonar el claxon, encantados de anunciarle al mundo que ellos
también estaban de vacaciones y, en los tramos en los que la carretera se
pegaba a la vía, extendían los brazos hacia nosotros hasta que casi lográbamos
rozar sus manos con la punta de los dedos.
Era un día sin nubes. A medida que nos aproximábamos a Deauville el
aire iba adquiriendo una consistencia distinta, más densa, y, una vez pasado
Pont-l’Évêque, el cielo empezó a aclararse más y más, anunciando sin
titubeos la cercanía del océano.
Yo no conocía el mar. Roberto sí, porque de niño su madre le había
llevado más de una vez a visitar a sus parientes de El Havre. Pero tampoco
había estado nunca en la playa. Acostumbrados a las corrientes rápidas y sin
hondura de nuestros arroyos, no nos imaginábamos cómo sería un baño
marino. Solo nos habíamos alejado unos cuarenta kilómetros de casa y a
ambos lados de las vías brillaban los mismos pastos verdes que habíamos

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conocido toda la vida, pero teníamos la sensación de estar penetrando en un
mundo nuevo.
La aventura había comenzado el día anterior.
Poco después del mediodía habíamos subido las maletas a la calesa de uno
de nuestros vecinos para recorrer los catorce kilómetros que nos separaban de
Lisieux. Allí nos habíamos alojado en la pequeña pensión que había reservado
mi tío y, tras pasar buena parte de la noche cuchicheando de cama en cama,
casi sin pegar ojo, nos habíamos plantado de buena mañana en la estación de
tren.
Los vagones venían ya casi llenos, atestados de gente fina de París que
nos intimidaba un poco. Pero en cuanto la locomotora se puso en marcha y
empezó a correr, nos olvidamos por completo de ellos.
Aquel viaje era un regalo que mi tío nos había prometido durante las
últimas vacaciones de Pascua. Teníamos diecisiete años. Ya era hora de que
conociéramos un poco de mundo, decía. Aunque mi padre se había enfadado
tanto con la ocurrencia que habían acabado discutiendo en voz alta, por la
noche, cuando pensaban que los demás dormíamos. Según él, «esos sitios» no
eran más que ridículos teatros de vanidades donde nada se nos había perdido.
Allí no había más que juego, mujeres, viciosos desocupados y decadentes
ricachones pavoneándose ante los papanatas con ínfulas. Por muy saludables
que fuesen los baños de mar, nada podía compensar la influencia negativa de
un entorno semejante. Pero nuestra insistencia, unida a los requerimientos de
mi madre, fue haciendo mella y, al final, terminó por rendirse.
Así que allí estábamos por fin, ese lunes de agosto, muertos de
impaciencia, apresurándonos a bajar las maletas de las redes aun antes de que
el tren acabara de entrar en la estación.
Aquel había sido un año raro y moroso. Solitario. La presencia de Roberto
había perdido ya el encanto de la novedad para nuestros compañeros de
escuela y, poco a poco, a lo largo del curso, ambos nos habíamos ido aislando
de ellos. Jugábamos juntos al fútbol, pero poco más. Fuera de clase apenas los
tratábamos. No habríamos sabido siquiera decir por qué. Las semanas y los
meses habían transcurrido a rastras, insoportablemente lentos. Pero solo en
apariencia, porque mientras nos engañaban con largas tardes de aburrimiento
habían acabado por llevarnos, casi de sopetón y sin que nos enteráramos,
hasta el final del curso y el verano.
El último antes de empezar la vida adulta.
Yo había superado con brillantez los exámenes del diploma superior, que
permitía empezar a trabajar como enseñante sin tener que pasar por la Escuela

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Normal, y dos días antes de coger el tren para Deauville había recibido una
carta del ministerio informándome de mi destino como auxiliar en una
pequeña escuela al noroeste de Cambremer. Ser maestro no era mi vocación.
Así que mi intención era ahorrar algún dinero propio, trabajando durante uno
o dos años, para invertirlo en mi sueño de dedicarme a la fotografía. Roberto,
por su lado, se había presentado a las pruebas de acceso a la Escuela de Bellas
Artes de El Havre y, con solo un puñado de clases preparatorias, las había
superado sin esfuerzo.
El alojamiento que teníamos reservado en Deauville estaba justo enfrente
de la estación, en el café hotel de l’Arrivée, donde mi tío, previsor, se había
hecho con dos habitaciones ya en el mes de marzo, antes de que mi padre
diera el visto bueno a la excursión. Y podíamos dar gracias, porque nada más
salir del apeadero del tren, en pleno vestíbulo, nos encontramos un cartelón
con el escudo del Ayuntamiento que anunciaba a los recién llegados: NO
QUEDAN HABITACIONES LIBRES EN TODO DEAUVILLE.
El patrón de nuestro hotelito nos lo confirmó mientras nos ayudaba a
instalarnos. En algunos establecimientos estaban alquilando a los veraneantes
incluso las camas de los trabajadores y, para que los empleados durmieran,
los restaurantes se convertían de madrugada en grandes dormitorios comunes.
Roberto y yo nos aseamos a toda prisa. Nos vestimos con las chaquetas de
lino claro que había hecho confeccionar su madre y nos cubrimos con sendos
sombreros de rafia. Junto a la camisa de los días de fiesta y los pantalones y
zapatos oscuros de pueblerinos endomingados, el conjunto resultaba bastante
incoherente, pero nosotros nos veíamos hechos unos señores. Saltamos a la
calle, impacientes.
Ni él ni yo estábamos preparados para el deslumbramiento que nos
produjo aquel primer paseo. Había tanto de lo que maravillarse que no
dábamos abasto. Era un mundo cuya existencia ni siquiera podíamos
sospechar. Un continente nuevo y portentoso.
Los grandes hoteles, inmensos como castillos, frente a los que aguardaban
relucientes las filas de automóviles con insignias de Rolls-Royce e Hispano-
Suiza cargados de maletas y sillas de playa; las bandas de jazz que ocupaban
las esquinas desde el mediodía hasta la madrugada; las villas de verano con
los balcones cargados de geranios, similares a nuestras granjas, con su
entramado de madera, pero mucho más elegantes, más alegres y relucientes,
como si un hada las hubiese tocado con su varita; las heladerías, con esos
barquillos coronados por bolas de todos los colores del arco iris; los barcos de
pesca, que se mecían entre yates blancos de los que descendían personajes

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vestidos con inmaculados jerséis de rayas azules y blancas; las sombras
fugitivas de los caballos galopando por la orilla; el aluvión de sombrillas
multicolores, y los hombres y mujeres vestidos de blanco que corrían detrás
de las pelotas de tenis entre los aplausos de unos espectadores circunspectos.
No recuerdo la impresión que me produjo ver el mar, pero sí nuestra
algazara boquiabierta ante todos aquellos veraneantes en albornoz, o en
kimono, o con pañuelos anudados a la cabeza. Nunca antes habíamos tratado
con gente de otras razas. Y por los caminos de tablas de la playa deambulaban
mujeres de piel oscura envueltas en saris de azafrán y rubí, mulatos y negros
con sus instrumentos de música, escandinavos de pelo casi blanco y persas
con elaborados atavíos de seda y turbantes enjoyados. Nos emocionaban los
fotógrafos, los vendedores de periódicos y los pequineses gruñones que nos
lanzaban ladridos de aviso desde los brazos de sus amas. Pero, sobre todo, las
mujeres.
Las dependientas de los almacenes Printemps que venían de París en
verano para atender a la exclusiva clientela y cruzaban la calle a la hora del
almuerzo en un remolino de risas y faldas. Las que conducían sus propios
automóviles, con el cuello largo, el cabello corto y una seguridad de dueñas
del mundo en sus ademanes. Las que paseaban con un mantón español sobre
los hombros y el puño apoyado desafiante en la cadera, a la moda de aquel
año. Las cabelleras teñidas de rubio, las pieles doradas, los tobillos ágiles y
las espaldas medio desnudas.
Incluso ahora, después de tantos años, entre toda esa apabullante
confusión de miembros esbeltos y risas solares, teces morenas y nucas altivas,
tengo presente la silueta particular de alguna de ellas: la de una rubia muy
pálida que parecía vestida solo con una gasa transparente pero que en
realidad, comprobamos, llevaba una malla color carne debajo; la de una
marquesa que se hacía acompañar por cuatro lebreles; la de la americana que
fumaba puros en la terraza de la Potinière o la de la aviadora, llegada hasta
Deauville en su aeroplano, que se paseaba vestida de hombre por los bares,
con su pantalón encerado y su gorro de astracán.
Para almorzar ese primer día, mi tío César decidió que hiciéramos un
pícnic en la playa. En las casetas municipales alquilamos una sombrilla
rayada, sillas plegables, albornoces, sandalias y trajes de baño. Recuerdo el
arrebato de vergüenza al poner el pie fuera de la cabina, medio desnudo y con
la piel lechosa, aunque el atuendo de tirantes azul marino tampoco me hacía
tan mala estampa comparándome con mis compañeros. A Roberto, que estaba
flaco, el suyo le quedaba holgadísimo, y mi tío, que vestía su propio maillot,

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verde vivo, comprado en unos grandes almacenes de París, lucía
decididamente cómico, con el vientre redondo tan ajustado que parecía una
aceituna.
Entre risas, nos instalamos en las sillas. A poca distancia de nuestra caseta
unos cuantos niños jugaban a las carreras de bólidos montados en pequeños
cabriolets a pedales y un auto oruga cargado de bañistas subía desde la orilla
hasta los vestuarios. El propio André Citroën, que se hospedaba en la ciudad
todos los años, era quien ponía aquellos vehículos a disposición de los
veraneantes.
Pero a pesar del calor, no había mucha gente en la playa. Mi tío nos dijo
que era habitual. Eran ya las tres de la tarde y, a partir de esa hora, quien no
estaba en las carreras iba ya camino del casino. En Deauville todo se hacía a
toda velocidad: del aperitivo al tenis, del golf a la playa, de los caballos al
yacht club, de la mesa de bacarrá al tango.
No recuerdo tampoco nuestro primer baño de mar, quizá porque nuestras
ansias de devorar aquel mundo rutilante eran más grandes que el océano y
más intensas que el placer del agua fresca, pero sí del camino de vuelta al
hotel, con el pelo mojado, riendo y empujándonos, señalando todo aquello
que nos llamaba la atención, convencidos de que el mundo era nuestro, de que
todos esos millonarios y estrafalarios aventureros que nos rodeaban eran
insignificantes a nuestro lado y de que la vida, por fin, iba a comenzar.
Yo había traído la cámara de fotos pero la había dejado en el hotel para
que no la estropearan el agua y la arena.
Sabia decisión. Porque para obtener fotografías que merezcan la pena es
imprescindible comprender lo que uno está viendo. Averiguar dónde se
esconde su misterio. Por qué un gesto cotidiano, unos niños jugando o un gato
acurrucado junto al fuego poseen en ese momento algo que nos emociona y
que merece la pena conservar en un papel teñido de bromuro de plata que se
irá cuarteando con los años. Era algo que ya había descubierto por aquella
época y que procuraba aplicar a rajatabla. No podía permitirme desperdiciar
película sin escoger antes con cuidado qué era lo que merecía la pena
fotografiar, y en el torbellino de nuestras primeras horas en Deauville no solo
era completamente incapaz de distinguir lo vulgar de lo extraordinario, sino
que ignoraba qué significado podía tener nada de nada.
Aquella noche, mi tío César nos invitó a cenar en el Ciro’s, un lujo
inusitado que nosotros no estábamos en condiciones de apreciar. Habíamos
reservado a una hora muy temprana para lo que se estilaba en Deauville, y

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aún no había anochecido cuando, a la salida, vimos una multitud que se
agolpaba a la puerta del casino y corrimos a unirnos a ella.
—¡Si no son más que mirones! Papanatas que vienen a aplaudir la llegada
de los que acuden a cenar —⁠resoplaba mi tío, trotando detrás.
Pero a nosotros nos daba igual parecer unos pazguatos. No queríamos
perdernos el espectáculo. Y como nos resultaba imposible distinguir a los
príncipes y potentados de aquellos que acudían a Deauville a dilapidar en
quince días cuanto habían ahorrado en un año, con tal de hacerse ver, nos
dejábamos guiar por los murmullos admirativos y las exclamaciones del resto
del público.
Los automóviles se detenían frente a la verja de entrada, uno tras otro, y
sus pasajeros iban descendiendo, unos presurosos y tímidos, otros sonrientes
y desbordantes de aplomo. Algunos incluso se detenían a posar delante de los
espectadores. Brillaban el lamé y los diamantes, y las perlas decoraban
cuellos y muñecas. Dos mujeres, con los rostros cubiertos por antifaces de
encaje, bajaron juntas de un Rolls y cruzaron a la carrera, pero otra, con los
pies desnudos y el cabello teñido de polvo dorado, se detuvo a lanzar besos a
la multitud. Vimos al sah de Persia y a los príncipes de Grecia y, por dos
veces, el gentío rompió en aplausos para celebrar la llegada, primero, de la
celebérrima Mistinguett y, después, del boxeador Carpentier, que acababa de
disputar el título mundial de los pesos pesados con una mano rota hacía solo
unas semanas.
La llegada de un hombre de unos veinticinco años, moreno y esbelto, con
un aire a Rodolfo Valentino, que conducía su propio automóvil hizo vibrar a
la multitud. El desconocido detuvo su descapotable delante de la puerta del
casino, abrió la portezuela, dio unos pasos entre los espectadores estirándose
las puntas de la levita del frac, sonrió… Y, de la manera más incomprensible,
regresó a su coche, lo puso en marcha y, doblando la esquina de la sala de
juego, desapareció de la vista del público sin entrar al casino.
Una mujercita regordeta que se había abierto paso a codazos hasta nuestro
lado nos explicó el enigma. Se trataba de un gigolo que aún no había
redondeado su fortuna. Acababa de adquirir un automóvil pero todavía no
podía permitirse un chófer y no le quedaba más remedio que aparcar por sí
mismo el vehículo. De modo que todas las noches repetía la misma maniobra:
detenía el motor delante de la reunión popular, descendía, posaba unos
instantes ante la concurrencia y luego regresaba a bordo de su coche para
estacionarlo detrás del edificio.

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Es curioso. Deauville ha cambiado en estos catorce años. Ya no se
producen aglomeraciones de mirones a la entrada del casino. Entre los
veraneantes hay más millonarios anónimos y menos excéntricos. La
concurrencia ya no ansía extasiarse ante el lujo y el derroche ajeno de la
misma manera que en los primeros años después de la Gran Guerra. Los
tiempos son otros. Pero yo sigo del mismo lado de la barrera, un espectador
más de las centelleantes vidas ajenas, mientras que Roberto se ha convertido
en uno de ellos. Uno de esos a los que el público contempla deslumbrado
mientras murmura su nombre.
Aquella noche de agosto mi tío dio pronto por terminado el espectáculo y
antes de las diez nos acompañó de vuelta al hotel. Él tenía intención de pasar
un rato por el casino, pero mi padre le habría despellejado vivo si nos hubiese
llevado con él. Además, no teníamos ropa apropiada.
Roberto y yo nos arrojamos sobre las camas, medio vestidos. Por la
ventana abierta se escuchaban las notas de un charlestón. Yo estaba tan
excitado que no pensaba que pudiera parar de hablar hasta la madrugada. Pero
el cansancio debió de derrotarme sin que me diera cuenta, porque cuando me
desperté con un escalofrío y buscando la sábana me fijé en que aún llevaba el
pantalón de vestir puesto. Se oía música a lo lejos y el cielo estaba igual de
negro.
Me aovillé sobre un costado y me volví a quedar dormido para que el día
siguiente llegara lo antes posible.

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Cuando nos despertamos, mi tío, que se había recogido de madrugada, seguía
durmiendo. En la recepción nos había dejado un par de billetes y una nota
dándonos cita después de comer para ir a las carreras, pero la mañana era
nuestra.
Esta vez sí, cargué con la cámara de fotos y salimos a la calle sin rumbo
fijo. Los trasnochadores aún no habían amanecido y la ciudad estaba en
calma. Ojeamos varias terrazas, pensando en sentarnos a desayunar. Los
camareros peripuestos nos intimidaban pero, finalmente, nos decidimos por el
Café du Siècle, que estaba en una plaza redonda, con una fuente en medio, y
era un buen puesto de observación para ver pasar a las mujeres que tanto nos
habían deslumbrado el día anterior.
A aquellas horas, la mayoría eran lugareñas que iban y venían del
mercado. También había criaditas de postín, con cofia y falda oscura, y
empleadas de los comercios de lujo realizando recados. Pero a medida que
avanzaba la mañana empezaron a aparecer las ciclistas y las jugadoras de golf
y tenis con sus faldas cortas, sin enaguas, los brazos al aire, el pelo recogido
con diademas anchas y unos ademanes tan seguros y desenvueltos como si
fueran muchachos.
Cuando una rubita con el pelo rizado pasó taconeando a nuestro lado,
ambos nos convencimos de que nos había lanzado una mirada de reojo. Nos
levantamos casi de un salto y nos animamos a seguirla a una distancia
prudencial, entre risitas. Hasta que desapareció en el interior de una pastelería
tan elegante, con sus cajitas de colores y sus dulces minúsculos, que al primer
vistazo pensamos que se trataba de una joyería.
No nos atrevimos a entrar y nos quedamos parados en la acera con las
manos en los bolsillos. Justo al lado había una tienda de porcelanas. Me puse
a mirar el escaparate, por disimular. Y entonces la vi, y la rubita de pelo
rizado se borró por completo de mi mente.
Iba ataviada con un vestido de gasa y plumas rosas. Ligera y esbelta,
revoloteaba por el establecimiento acariciando jarrones y juegos de té frágiles
y luminosos, adornados con pájaros de colores, ramitas delicadas y flores,
rozándolos apenas, como un ave más, envuelta en muselina. Tenía el pelo

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oscuro y los ojos claros, pintados con lápiz negro, vivos y alertas como los de
un pinzón. Con sus piernas largas y sus dedos veloces recorría la exposición
de un extremo a otro, pero su rapidez resultaba singularmente natural, sin
pizca de precipitación.
De repente, se detuvo frente a mí y nuestros ojos se cruzaron. Ella inclinó
la cabeza con un gesto delicado de curiosidad, y yo, asustado, pegué un bote
hacia atrás. Solo me dio tiempo a verla sonreír un instante antes de que se
diera media vuelta, revoloteando otra vez, pero el corazón casi se me sale del
pecho.
Le di un codazo a Roberto, que me comprendió enseguida y, armándonos
de valor, nos animamos a entrar en la tienda. Las dos impecables
dependientas, flacas como lanzas y vestidas de puntilla blanca, nos
impresionaban casi más que la hermosa desconocida. Pero las guerras no se
ganan permaneciendo en la trinchera.
Habría quizá media docena de clientes. En un rincón, un matrimonio de
mediana edad, con aspecto pueblerino, trataba de escoger un juego de tazas.
Un par de veces el hombre intentó preguntar algo a las vendedoras, con
timidez, pero ellas los ignoraban a conciencia, nariz en alto, como si fueran
invisibles, mientras se deshacían en amabilidad con la concurrencia elegante.
La pareja aceptaba el humillante trato con resignación. Roberto y yo nos
miramos, abochornados, pero sin atrevernos a hablar.
Entonces, la chica de rosa detuvo su vuelo, justo al lado de los dos
aldeanos. Entre las manos llevaba un jarrón blanco con las asas en forma de
lira. Lanzó una ojeada a las dependientas, otra al matrimonio y, con una voz
suave un tanto ronca que me causó una deliciosa sorpresa, anunció:
—Aguarden. Ya verán como ahora sí hacen caso.
Y sin más, abrió los dedos y dejó escapar las asas doradas. El florero se
deslizó hasta el suelo y estalló en mil pedazos. Las dependientas alzaron la
cabeza de inmediato. Roberto y yo estábamos pasmados. El matrimonio la
miraba espantado. Y ella solo sonreía, mirando a las vendedoras con
expresión de no haber roto un plato:
—Disculpen, pero estos señores llevan un buen rato reclamando su
atención. Creo que están interesados por el precio de un juego de té.
Las dos arpías se miraban la una a la otra, confusas. Si en un primer
momento habían pensado que se trataba de un accidente ya no lo tenían tan
claro. La que atendía el mostrador se acercó en tres zancadas:
—Señorita, permítame, ¿se le ha caído esta pieza al suelo sin querer?
—¿Qué pieza?

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—¿Qué pieza? ¡El jarrón vienés que acaba de hacerse añicos!
—Ah, esto… —La chica pájaro lanzó una ojeada a los pedazos de
porcelana que yacían a sus pies y, sacudiendo su plumaje rosa, señaló a la
segunda empleada, que permanecía encaramada a un taburete a un par de
metros de ella, y volvió a sonreír⁠—. Se le ha caído a su compañera. Creo que
le ha dado con el codo sin darse cuenta.
Dudo que alguna vez olvide la mueca de espanto de la mujer, que casi se
cae de la banqueta, balbuceando protestas; los tartamudeos de la otra
dependienta, repitiendo indignada que el jarrón era un diseño exclusivo y
costaba una cantidad absurda que ellas no iban a pagar; al resto de la clientela,
desconcertada; y al matrimonio de campesinos, mudo y buscando una salida.
Finalmente, una de las vendedoras corrió a la puerta a llamar a la policía y en
nada apareció un agente uniformado, arrastrando los pies.
Las dos empleadas se plantaron frente a él con gesto afianzado,
explicando a coro que una clienta había roto un jarrón carísimo y se negaba a
pagar. La más alta nos apuntó con el dedo:
—¡Esos dos jóvenes lo han visto todo!
El policía nos encaró con los brazos en jarras:
—Bien, caballeros, ¿quién ha roto el dichoso florero?
No había opción. Debíamos ser honestos. Así que me encogí de hombros
y señalé a una de las dos vendedoras:
—Ha sido esta señorita. Estaba subida a una banqueta y sin querer ha
tirado el jarrón.
Miré de reojo y vi a Roberto asentir al vuelo:
—Exactamente. Eso es lo que ha pasado.
¿Cómo olvidar nuestra gloriosa carcajada de alivio cuando salimos de la
tienda los tres de un salto y echamos a correr? A mitad de la calle la chica
pájaro se detuvo a sacarle la lengua a las dependientas, que nos observaban
desde la puerta, y nosotros la imitamos, uno a cada lado. Qué maravillosa me
parecía; su risa, las pecas que se le amontonaban sobre la nariz, y esos ojos
grises, y las pestañas negras, y las plumas rosas de su vestido aleteando con la
carrera.
—Les está bien empleado, por brujas —⁠sentenció, cuando por fin nos
detuvimos, a salvo, cerca ya de las pistas de tenis.
Calculé a toda velocidad cuánto dinero nos quedaba y propuse invitar a un
helado para celebrar nuestra victoria.
Caminamos hasta un puesto ambulante. Roberto casi no abría la boca.
Seguía siendo tímido con las chicas, igual que en Cambremer, cosa que a mí

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me parecía genial, porque me daba ventaja.
Nos sentamos en un banco a ver pasar a la gente mientras nos tomábamos
el helado. No me acuerdo de qué hablamos. Sé que ella nos contó que se
llamaba Anna, que tenía dieciocho años y que vivía en París. También nos
dijo que estaba alojada en una villa del camino de Honfleur y que le gustaban
el helado de cerezas, la música de tango y las historias de fantasmas. No
recuerdo más. Solo que tenía las pestañas interminables, que sus rizos oscuros
olían a lilas, que el pecho pequeño se le llenaba al reír y que sus brazos
carnosos, que se movían como alas, a veces rozaban las mangas de mi
chaqueta produciéndome escalofríos, como si estuviéramos piel con piel.
Era evidente que Anna pertenecía no solo a una clase social más elevada
que la nuestra, sino a ese otro mundo que habitaba Deauville. El de los
hombres insolentes vestidos con trajes impecables y las mujeres etéreas e
inalcanzables; ese mundo fantástico del que los veraneantes comunes no
éramos más que simples espectadores. Por eso me dio un poco de vergüenza
cuando Roberto le contó que nos alojábamos en un hotelito modesto frente a
la estación y, para impresionarla, le propuse que posara para mí, dándomelas
de fotógrafo profesional.
Estuvimos un rato haciéndonos retratos y gasté feliz más de medio rollo.
Ella parecía divertirse, pero era evidente que estaba acostumbrada a la
cámara, así que decidí que hacía falta más para deslumbrarla:
—La pena es que no tengamos lápiz y papel. Roberto es un dibujante
increíble, podría retratarla a usted aún con más fidelidad que una foto.
Ella frunció los labios, mostrando un interés sincero y, sin más, revoloteó
hasta una terraza cercana y en un santiamén regresó con una libreta de tomar
comandas y un lápiz roído:
—¿Esto valdrá?
Roberto asintió, sin abrir el pico. La miró fijamente un instante y, como si
eso le hubiera bastado para aprendérsela de memoria, apoyó la libreta sobre
una rodilla, agachó la cabeza y comenzó a dibujar, con el gesto fácil y
automático de costumbre.
En unos minutos había terminado. Examinó el resultado, se encogió de
hombros para darle el visto bueno y nos lo enseñó.
Ceñido al espacio limitado de la libreta, el retrato no medía más que unos
pocos centímetros, pero era una pequeña obra maestra. Esas cejas largas y
esos labios carnosos no eran rasgos genéricos que pudieran pertenecer a
cualquier chica bonita con un peinado de moda. El dibujo daba la impresión
de algo ligero y volátil, con el cabello dibujado de tal modo que parecía

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compuesto de pequeñas plumas pero, al mismo tiempo, los trazos veloces
resultaban extrañamente íntimos, ya fuera por la profundidad de la mirada de
Anna, cuya melancolía me había pasado desapercibida hasta ese momento, o
por la dulzura juguetona de su sonrisa.
Cogió la hoja que Roberto le tendía, deslumbrada:
—Soy yo. Soy yo de verdad.
Apretó el dibujo contra su pecho y se quedó mirándole a los ojos, y él la
miró a su vez, y, durante un instante, me hicieron sentir como un intruso.
Poco después nos despedimos. Ella tenía un coche con chófer aguardando
y nosotros nos fuimos a comer algo antes de reunirnos con mi tío para ir a las
carreras.
Prometimos vernos allí.
No sospechábamos que no sería posible. Ni Roberto ni yo teníamos ropa
adecuada para entrar en el recinto de peso, el de más postín del hipódromo,
así que mi tío había comprado entradas para la zona de pelouse, en el centro
de la pista. De lejos, nos resignamos a espiar a través de los prismáticos que
nos íbamos pasando el uno al otro a los opulentos habitantes de las tribunas,
relegados una vez más al papel de testigos boquiabiertos del misterioso
esplendor ajeno.
Lo que más lamentábamos era que desde nuestra posición no quedaran a
la vista el paddock ni el recinto de peso, lugares de todas las extravagancias,
según el tío César. El año anterior, una espectadora se había presentado en
palanquín, recostada sobre un montón de cojines de seda, y otra se había
hecho escoltar por un negrito en librea que sostenía su sombrilla. Pero todas
habían quedado eclipsadas por la maharaní de Kapurtala, que en realidad era
una cupletista española de la que el príncipe indio se había enamorado en un
teatro de Madrid y había hecho acto de presencia montada ni más ni menos
que en un elefante blanco.
Aun así, fue una tarde fantástica. Roberto estaba extasiado con el
centelleo raudo de las chaquetillas de colores de los jockeys, sus miradas
serias, que atravesaban a la multitud sin verla, los cuerpos de hombres y
animales estirándose para alcanzar la meta, el temblor del suelo, y el fuego de
las miradas y los ollares dilatados de los caballos. A mí me fascinaba la
pasión de los espectadores, el rugido de la multitud espoleando a los
participantes cuando se acercaban a la meta y, sobre todo, el frenesí que se
apoderaba de las elegantes tribunas. Impecables caballeros con chistera y
monóculo, damas de impoluta apariencia emparentadas con monarcas,
hombres acostumbrados a mover los hilos de la política europea o a invertir

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millones en la bolsa sin un titubeo, volcados de emoción, con las manos
agarrotadas en torno a unos gemelos o a una barandilla, empujando con el
aliento a sus favoritos.
Mi tío me puso una mano en el hombro:
—Es todo un espectáculo, ¿verdad? —⁠Señaló con un gesto a la tribuna⁠—.
Eso es lo bueno de estar de este lado. Que podemos disfrutarlo. Los que
forman parte de él no pueden verlo. Y lo mismo os ocurrirá a vosotros si un
día os sentáis entre ellos. Así que aprovechad.
Roberto, que estaba garabateando la silueta de un jockey en la esquina de
su programa de carreras, alzó la cabeza y se quedó mirando a mi tío como si
hubiese escuchado un presagio funesto, pero yo no entendía qué desventaja
podía tener formar parte del mundo de los privilegiados. Además, terminadas
las carreras del día, solo quería que nos apresurásemos para intentar cruzarnos
con Anna en la puerta de salida.
No hubo suerte. Pero de vuelta al hotel tuve que reconocer que Roberto
había hecho bien en confesarle dónde nos alojábamos, porque en la recepción
nos aguardaba una nota:
A mis queridos caballeros de Cambremer:
Si esta noche no tienen otro compromiso, un coche los aguardará a las nueve y
media en la puerta de su hotel para conducirlos cerca de Honfleur. No deben
preocuparse por el vestuario. A partir de la medianoche, nadie será quien es.

Corrimos a contárselo al tío César, rogamos, prometimos y, al final,


obtuvimos permiso para ir no sabíamos ni a qué ni a dónde exactamente. Pero
el aire novelesco de la invitación nos encandilaba. A las nueve y cuarto ya
estábamos en la puerta del hotel, peinados y vestidos con lo que consideramos
nuestras mejores galas. A pesar de lo que decía la invitación, nos preocupaba
dar mala imagen. Desde un bar cercano se escuchaban unas notas de tango y
nos costaba no bailotear de impaciencia.
El coche llegó puntualísimo. El chófer bajó a abrirnos la portezuela y nos
acomodamos en los asientos traseros, tratando de aparentar la soltura propia
de dos hombres de mundo.
Arrancamos y, tras atravesar el puente, cruzamos Trouville y nos
adentramos en una carretera oscura que oscilaba arriba y abajo sobre los
acantilados. Terminaba de caer la noche. El paisaje estaba salpicado de villas
y palacetes ajardinados y, a través de las ventanillas bajadas, respirábamos a
pleno pulmón el verdor lustroso del verano.
Al cabo de una media hora, el vehículo penetró en un camino de tierra que
descendía hacia la costa, atravesó una verja iluminada por una multitud de

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farolillos incandescentes y se detuvo frente a un edificio a medio camino
entre una granja normanda y una villa de recreo, con las ventanas inundadas
de candilejas encendidas. Una sombra se adelantó a recibirnos, y Roberto y
yo nos miramos.
Vestía una larga túnica que le llegaba hasta los pies. Se apoyaba en un
cayado de madera e iba tocado con un altísimo sombrero cónico, como los de
los hechiceros de los cuentos. La barba blanca y larguísima le llegaba hasta la
cintura, pero su voz era joven y despierta, y su paso, seguro:
—Bienvenidos, señores, los estaba aguardando. El resto de los invitados
se encuentran ya en los pabellones de la playa. Por favor, síganme.
El interior del edificio estaba iluminado del mismo modo que la fachada.
No había luz eléctrica, solo una miríada de candelas suspendidas de las
paredes, a cuyo fulgor comprendimos que nuestro anfitrión debía tener poco
más de nuestra edad. La barba era postiza y las arrugas que marcaban su
rostro, producto del maquillaje.
Abrió una puerta a nuestra izquierda y nos invitó a pasar a un salón. Los
muebles estaban arrinconados y el centro de la estancia lo ocupaban varias
barras de metal con perchas y multitud de trajes colgados, de las telas y
colores más vistosos.
—Veamos, para vos —anunció el mago, afectando un lenguaje anticuado
mientras trasteaba entre las ropas⁠—, ¿qué os parece convertiros esta noche en
Simbad el Marino?
Sin esperar respuesta me puso en los brazos un montón de sedas de
colores: un pantalón bombacho de color escarlata, un fajín y un chaleco
bordados, unas babuchas y un turbante.
—Y vos —decretó, entregándole a Roberto un extraño traje de pelo
gris⁠—, no os negaréis a transformaros en lobo feroz, ¿verdad? Sería
inconcebible que no tuviéramos un lobo feroz. Todos me han puesto excusas
por culpa de las orejas, pero si las aplastamos un poco bajo la capucha del
dominó y luego la sujetamos con imperdibles…
Roberto y yo nos dejábamos hacer, aturdidos. Nos embutimos en los
disfraces a trompicones mientras el impaciente Merlín descolgaba de otro
perchero sendas máscaras blancas, dos sombreros de tres picos y un par de
amplias capas negras con las que debíamos cubrirnos por completo una vez
vestidos, como personajes del carnaval de Venecia.
Una vez satisfecho, y después de comprobar que las orejas de lobo de
Roberto quedaban bien escondidas bajo el dominó negro, nos sacó de la casa

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por una puerta lateral y nos indicó un camino de tierra y una escalerilla que
bajaba hasta la playa.
No había más que una franja de luna, pero una docena de barcas ancladas
cerca de la orilla mecían un centenar de fanales de colores, y los arbustos que
crecían en las paredes del acantilado resplandecían con guirnaldas de luz.
Abajo, en la arena, se alzaba una especie de jaima moruna, rodeada de
pequeños pabellones con remates cónicos. El conjunto recordaba al
campamento de un ejército medieval, pero las lonas, teñidas de tonos
vibrantes y alegres, resultaban más propias de un cuento infantil y, entre las
tiendas, no deambulaban guerreros en armadura sino decenas de
enmascarados cubiertos con dominós blancos o negros iguales a los nuestros.
Si Anna se ocultaba tras alguno de los antifaces, era imposible
reconocerla.
Descendimos la escalerilla y nos adentramos en aquel escenario de
fantasía, hipnotizados. Un quinteto de cuerda interpretaba minués o
zarabandas, o a saber qué otra música antigua, y un puñado de máscaras
danzaba sobre la arena, imitando gestos de otras épocas entre risas. Ni
siquiera se distinguía a los hombres de las mujeres sin escuchar su voz. Las
máscaras venecianas se ensanchaban en la parte baja del rostro, para permitir
comer y beber, pero aun así lo ocultaban completamente a la vista, y las capas
amplísimas cubrían la forma del cuerpo.
Tras unos momentos de duda, Roberto y yo decidimos sumergirnos en
aquel ensueño. Había mesas con viandas en todas las tiendas. Las risas que se
escapaban de las caretas provenían de gargantas jóvenes. Todo era alegría,
música y malentendidos bienhumorados, y, al cabo de un rato, perdimos la
timidez y nos dejamos llevar.
Habría pasado quizá hora y media cuando el mago de la barba blanca
reapareció en lo alto de la escalera, invitándonos a todos a que entráramos en
la tienda principal y tomáramos asiento en las largas mesas corridas. Tras él
descendieron varios bufones cargados con tartas y pasteles de fantasía
decorados con bengalas. Y entonces dieron las doce en un gran reloj de
péndulo. El encantador agitó su cayado y nos ordenó a todos los asistentes
que nos desprendiéramos de las máscaras.
Fue cuando descubrimos que todos íbamos vestidos de personajes de
cuento. Brujas y hadas, duendes, ranas con corona, gatos con botas y
caperuzas rojas. Genios y muñecos de madera, soldaditos de plomo, bailarinas
y sirenas. Era un carnaval fantástico e inesperado. Aplaudimos, maravillados,
y cuando alcé la vista hacia una mesa un poco más pequeña que las demás,

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situada sobre un estrado, vi ponerse en pie a un príncipe azul y a una princesa
con melena de oro, ruborizados y felices, que se besaron tímidamente,
acunados por el regocijo general. Él debía llegar apenas a los veinte años, y
ella tendría poco más de nuestra edad.
A su lado, envuelta en el plumaje del pájaro azul del cuento de la princesa
Florina, estaba Anna, que contemplaba al joven príncipe con adoración. Se
parecían tanto que no me cupo duda de que eran hermanos. Igual que los dos
adolescentes que se sentaban al otro lado de la mesa guardaban un evidente
parecido familiar con la princesa de cabellos rubios. Ahora que nadie llevaba
máscaras, vi que todos los invitados eran muy jóvenes. Los mayores debían
de sacarnos apenas tres o cuatro años.
Entre todos, dimos cuenta rápidamente de las tartas y el champán. Unos
maestros de ceremonias vestidos de trovadores organizaban danzas y juegos.
Pero cuando íbamos a unirnos a ellos, un revoloteo cercano me provocó un
escalofrío. Anna estaba a nuestro lado:
—¡Cómo me alegra que hayáis venido!
Llevaba dos alas azules pintadas, a modo de máscara, que le hacían la
mirada casi transparente, y nos tuteaba como si fuéramos amigos de toda la
vida. Mientras nos acompañaba a buscar unos sorbetes helados nos contó que
había organizado aquella fiesta en honor a su hermano y a la princesa dorada,
su prometida, una muchacha argentina, hija de una familia de hacendados. Se
casaban en dos semanas y se marchaban a vivir a La Pampa, y ella había
querido que su despedida fuera inolvidable.
Nos instalamos los tres juntos en un banco, sobre la arena de la playa. La
mención de la pampa argentina, con sus ecos de aventura, era un soplo de
aliento al corazón de mis sueños que lo hacía todo aún más fantástico y la
noche todavía más hermosa.
Del resto de la fiesta tengo un recuerdo confuso. Sé que hablamos largo
rato, de todo y de nada, de nuestras esperanzas y nuestros miedos. También
que estuve bailando con un hadita de risa suave y nariz respingona. Y que,
avanzada la noche, justo antes de los fuegos artificiales, quise volver a buscar
a Anna y sentí un rasguño de celos cuando la distinguí cerca de la orilla,
paseando a solas con Roberto.
Pero me sentía lleno de benevolencia y no me importó demasiado.
Supongo que el champán tenía parte de culpa. Pero, sobre todo, influía la
certeza de que estábamos viviendo un sueño fugaz e irrepetible que acabaría
en cuanto amaneciera. Sentía que el hechizo era extraordinariamente frágil.

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Que había que moverse con mimo para no rasgar la urdimbre de aquella tela
mágica.
Y no estaba dispuesto a desperdiciar ni una gota de felicidad.
Regresamos al hotel casi de madrugada, en el mismo automóvil que a la
ida, agotados y somnolientos, con la cabeza en las nubes y los ojos llenos de
estrellas, y dormimos hasta bien pasado el mediodía.
Mi primera impresión al abrir los ojos fue que habíamos despertado en un
mundo de algodón en el que todo ocurría más despacio y los sonidos llegaban
atenuados. Fuera estaba nublado y chispeaba un poco.
El tío César nos hizo prometer durante el almuerzo que mi padre, que
como buen maestro educado en las escuelas de la Tercera República
abominaba del alcohol, no sabría nunca que habíamos pasado la noche
bebiendo. Luego, nos dejó solos. A última hora de la tarde cogíamos el tren
de vuelta a Lisieux, y él había quedado para tomar café con unos viejos
conocidos. Nosotros preferimos despedirnos de la playa.
Nos sentamos en la arena solitaria. Casi todo el mundo estaba en el
hipódromo a esa hora, y además no hacía tiempo de baño. Antes de salir,
habíamos dejado una nota de agradecimiento para Anna en la recepción, junto
a todo lo que nos quedaba en los bolsillos a modo de propina, para que
trataran de hacérsela llegar.
No pudimos proporcionar más que unos pocos datos vagos. Ni teníamos
su dirección ni estábamos seguros de su apellido, así que quizá no lograran
encontrarla. Lo más probable era que no volviésemos a vernos nunca. Era lo
razonable. No éramos habitantes del mismo mundo. Y, sin embargo, yo me la
imaginaba asomada a la ventana de su villa, iluminada por cientos de
candelas, contemplando el acantilado y pensando en mí igual que yo pensaba
en ella.
Mientras las gotas de agua de mar que el viento levantaba nos salpicaban
el rostro, urdimos mil y una combinaciones para volver a verla; algunas
realistas, otras decididamente fantásticas. Nos veíamos disfrutando de una
sucesión interminable de noches encantadas y nada nos parecía inalcanzable.
Teníamos talento, energía y una vida entera por delante.
Finalmente, nos pusimos en pie, con los zapatos en la mano.
—Te echo una carrera hasta el casino —⁠propuso Roberto.
A él también se le escapaba el ímpetu por todos los poros de la piel.
Echamos a correr por la orilla. Nuestros pies descalzos se hundían en la
arena, el agua gris nos mojaba la ropa y el viento nos azotaba el pelo y nos
quemaba los pulmones. Reíamos y gritábamos, aguijoneándonos el uno al

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otro con una felicidad salvaje que, sin embargo, ya contenía en su turbulencia
una premonición: nada de lo que soñábamos podría ser nunca mejor que aquel
momento en que todas las posibilidades del universo se abrían ante nosotros y
nuestra desenfrenada carrera.
Ni Roberto ni yo podíamos sospechar que aquellos breves días acabarían
siendo un lastre con el que tendríamos que cargar el resto de nuestras vidas.
Que la memoria de esas jornadas de verano y de nuestra amistad adolescente
se convertiría en la escala con la que mediríamos todos los sueños y las
alegrías futuras. Que aunque pasaran los años y las responsabilidades, los
amores carnales, los éxitos y los fracasos de la edad adulta lo arrinconaran, el
recuerdo de esas horas permanecería siempre agazapado en nuestros
corazones, aguardando, traicionero, para susurrarnos al oído, en el momento
más insospechado, que nada, jamás, volvería a estar a su altura.

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Verano de 1935

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Los zapatos de raso plateado no le llegan al suelo. Como si fuera otra vez
una niña pequeña. Pero no es ella, es la cama. Es más alta de lo normal.
Igual que aquella en la que se despertaba las mañanas de verano de hace
nueve años, en esa misma casa.
Tal vez sea incluso la misma habitación. Tiene un balcón de piedra
blanca parecido al que Clara recuerda, y por la mañana se debe ver el mar,
aunque antes le ha pedido a su madre que la dejara asomarse y a lo lejos no
había más que negrura sin luna ni estrellas. La casa del doctor Vidal está
escorada de tal modo que solo se divisa el océano oscuro, no la línea de la
costa. Y tan arriba en la colina que tampoco llega el rumor de la ciudad. Solo
las voces de los dos hombres que siguen circundando el jardín con sus
linternas y el bisbiseo de las conversaciones de la planta baja que se cuelan
por las ventanas sin cerrar.
—Clara, cariño, este señor quiere hacerte unas preguntas. Solo va a ser
un momento y luego nos vamos todos a casa a dormir, ¿vale?
Su padre está arrodillado frente a ella. Clara asiente.
Está cansada y muy asustada. Aunque hace un rato no ha querido que la
llevaran a casa. Se negó a irse, agarrándose con las uñas al vestido de gasa
de su madre, refugiándose contra ella.
La esposa del doctor Vidal sugirió entonces que la acostaran en uno de
los cuartos de invitados y que su madre se quedara con ella para que
estuviera tranquila. Pero tampoco quiso. Se sentó en un rincón del canapé,
estrechando un cojín contra el pecho, resistiéndose a todos los intentos por
convencerla, hasta que escuchó la voz del jefe de su padre, que murmuraba
sin apenas bajar el tono, como hacen a veces los adultos cuando hay niños
delante, pensando quizá que son sordos:
—Déjela, Castel. A lo mejor no es mala idea. Seguramente la policía
querrá hablar con la niña. Al fin y al cabo es ella quien ha encontrado el
cuerpo.
Así que se quedó en su esquina, abrazada al almohadón, observando. Los
esmóquines blancos y negros de los hombres y los vestidos de colores ligeros
de las mujeres erraban de un lado a otro del salón en una danza

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destartalada, trabándose unos con otros, entrecruzándose y separándose al
ritmo de los murmullos, los suspiros y las especulaciones.
El cuerpo yacía en el jardín.
El primer impulso de quienes la habían seguido fuera después de su voz
de alarma había sido tratar de alzarlo. Pero el doctor Vidal, agachándose,
había puesto dos dedos sobre el cuello de Roberto Montenegro, decretando
que no había nada que hacer. Estaba muerto. Una voz cargada de autoridad
que Clara no identificaba había advertido entonces:
—Que nadie toque nada. Hay que avisar a la policía.
Y allí se había quedado el cuerpo, solo y abandonado, bajo la vigilancia
de dos criados temerosos.
Ahora, sentada en el borde de la cama, Clara observa al hombre que
aguarda de pie, unos pasos detrás de su padre, con el sombrero entre las
manos. Su semblante es amable pero no se fía. No es la primera vez que lo ve.
Es uno de los dos policías que se acercaron a hablar en voz baja con Roberto
el domingo pasado, en las carreras. Y, aunque sonríe, antes, en el salón, la
ha mirado con una intensidad que la ha sobrecogido.
Tanto, que le ha dado miedo y ha sido cuando por fin ha dicho:
—Mamá, creo que ahora sí que me quiero ir.
Pero el policía le ha dicho algo al oído a su padre y, en vez de
acompañarla a casa, la han subido a esa habitación donde lleva ya un rato
largo, sin ganas de dormir y atenta a las voces que se cuelan por el balcón
desde la planta de abajo.
Los invitados repiten lo mismo, una y otra vez.
Nadie ha oído nada, nadie ha visto nada. Roberto Montenegro estaba con
ellos, en el salón, tomando un cóctel. Luego se ha excusado unos instantes y
al cabo de un rato la niña ha aparecido, pálida, en el umbral, pidiéndole a su
madre que saliera al jardín. Ella es la que ha encontrado el cadáver.
¿Estarán diciendo todos la verdad? Clara ha leído unas cuantas novelas
de Agatha Christie y no puede evitar preguntarse si alguno de los invitados
estará mintiendo o tendrá algo que ocultar.
¿Cómo saber si son todos inocentes? Quizá alguno haya abandonado la
casa en algún momento sin que nadie se fijara. ¿Y si uno de ellos es el
asesino?
Aunque en el salón escuchó al policía hablar con el doctor Vidal y decirle
que todo apuntaba a que alguien había escalado el muro del jardín desde la
calle. Uno de los parterres próximos al cercado estaba pisoteado y había

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restos de huellas que conducían hasta el lugar donde se hallaba el cuerpo.
Parecían pertenecer a un solo hombre.
—Han observado las señales del cuello, supongo —⁠preguntó el médico.
—Desde luego.
—Parece evidente que la causa de la muerte ha sido el estrangulamiento.
El doctor Castel está de acuerdo conmigo. —⁠Vidal señaló con la cabeza a su
padre y luego clavó otra vez la mirada en la del policía, sagaz⁠—. Si el
asesino ha sido uno solo, debe tratarse de alguien fuerte y entrenado para
haber actuado tan rápido y de un modo tan silencioso. Seguramente haya
atacado por sorpresa, o un hombre joven y en forma como el señor
Montenegro habría ofrecido resistencia. Alguien los habría oído luchar.
A Clara le pareció que el policía amable y cortés ya no tenía tanta cara
de amabilidad. Incluso gruñó un poco, con la boca arrugada, antes de
contestar. Normal. A los policías y a los detectives les gustaba ser ellos los
que dedujeran cómo se habían producido los asesinatos. Seguro que odiaban
que viniera un listillo a darles lecciones.
Pero como el doctor Vidal es tan rico y tan importante, no le dijo nada.
Solo mantuvo el hocico torcido:
—Es posible que sea como usted dice, doctor, aún no sabemos gran cosa.
Lo mejor es ser discretos de momento.
—Desde luego. Yo soy el primer interesado en evitar el escándalo. Una
desgracia así, en mi casa… Habrá comprobado que nadie ha tocado el
cuerpo antes de su llegada. He dado órdenes precisas —⁠señaló el doctor
Vidal con un retintín de orgullo.
Su mujer intervino también:
—Díganos, por favor, ¿han encontrado sus hombres algo de interés?
El policía arrugó las cejas. A Clara le pareció el mismo gesto que ponían
las maestras de su colegio cuando ella hacía alguna de las preguntas que
entraban en la categoría de «pamplinas de la señorita Castel», pero a
diferencia de sus enseñantes, él se encogió de hombros y optó por contestar:
—Nada fuera de lo normal. La cartera, una pitillera de plata. Ah, sí,
disculpen, y un detalle curioso. En la muñeca derecha el difunto lleva una
pulsera de cuentas de colores que parece un abalorio infantil. No sabrá
ninguno de ustedes, por casualidad, si tenía algún significado…
—Es cierto, yo me fijé —respondió una mujer morena y guapa, con un
vestido de tirantes de color celeste que había permanecido sentada en un
sillón con expresión de sofoco todo el tiempo⁠—. Cuando me tendió la mano

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para saludarme. Me llamó la atención pero no me atreví a preguntar. Era un
hombre con tantos secretos…
Como si la mujer de azul hubiera dado la señal que todos esperaban, el
silencio tenso de los invitados frente al policía se rompió de golpe. Se
reanudaron los cuchicheos excitados: un hombre joven y pálido repitió por
cuarta o quinta vez, con acento de incredulidad, que Roberto Montenegro le
había invitado a almorzar al día siguiente. Daba la impresión de que le
parecía inverosímil que a uno lo asesinaran cuando tenía una cita pendiente.
Ya nadie parecía asustado. Todos se regodeaban en la conmoción,
preguntándose sobre lo que diría la prensa al día siguiente y cuál sería el
enigma que encerraba la pulsera de cuentas que Montenegro llevaba en la
muñeca. ¿Tendría que ver con su muerte? ¿Y qué hacía rondando solo en el
jardín a esas horas a escondidas de todos? ¿Con quién se habría citado? Ese
hombre nunca había sido trigo limpio. De cualquier forma, qué horror, un
asesino, tan cerca, acechando entre ellos sin que nadie se diera cuenta…
Fue entonces cuando Clara empezó a tener miedo. ¿Por qué nadie más
estaba triste? No lo entendía. Apretó con fuerza la mano de su madre y le dijo
bajito:
—Mamá, la pulsera se la he regalado yo esta mañana. Como regalo de
despedida… Era un secreto que no os podía contar. ¿He hecho algo malo?
—No, cariño, claro que no, ¿cómo vas a haber hecho nada malo?
Entonces los vio. Los ojos del policía fijos en los suyos. Y fue cuando
pensó que su madre se equivocaba y algo malo sí que debía haber hecho y se
asustó de verdad.
Son los mismos ojos que la miran ahora, oscuros y un poco severos,
aunque el hombre sonría con una dulzura que no casa con ellos. Están solos
en la habitación, ella, el policía y sus padres.
—Te llamas Clara, ¿verdad? —⁠Ella asiente⁠—. Muy bien, Clara, no te
asustes. Has sido muy valiente toda la noche. Solo quiero hacerte una
pregunta, ¿vale? Y luego podrás irte a casa a descansar. Escucha. Antes, en
el salón, me ha parecido oír que eras tú quien le había regalado al señor
Montenegro la pulsera que lleva. ¿Eso es verdad?
Dice que sí con la cabeza. Las palabras no le salen.
—Muy bien, preciosa. Tranquila, que no pasa nada. Solo dime, ¿cómo es
que le hiciste un regalo de despedida? El señor Montenegro no iba a
marcharse a ningún sitio.
Clara gira la cabeza y clava la vista en el balcón. Balancea los pies, más
y más fuerte, ignorando la voz del policía, que no para de preguntar:

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—¿No me puedes decir por qué le regalaste la pulsera al señor
Montenegro?
Un, dos, un, dos, los zapatos plateados patean el aire.
—¿Clara?
Por el rabillo del ojo ve a su padre y a su madre, con los rostros serios y
cansados, a punto de intervenir. Agacha la cabeza y susurra:
—Porque se iba a marchar esta noche. Y me daba pena. Para que se
acordara de mí.
—¿Ese es el secreto del que le hablabas antes a tu madre? ¿El señor
Montenegro tenía previsto marcharse sin decirle nada a nadie? —⁠Silencio⁠—.
Don Roberto no podía dejar la ciudad sin autorización. Aún era sospechoso
del robo del hotel Normandy. Lo sabes, ¿no?
Clara se encoge de hombros y, dándole la espalda al policía, se queda
contemplando el negro azulado de la noche a través de las puertas abiertas
del balcón, hasta que siente que el lazo que le estrecha la garganta y no la
deja hablar le está estrujando también el pecho y el alma, y se levanta de la
cama de un salto y, abrazándose a las faldas de su madre, se echa a llorar.

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Cinco días antes

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Jueves

Eliot Kaplan abre la cajita lacada donde guarda los gemelos y escoge un par
en oro blanco con pequeños zafiros, de Chopard. Es una elección en la que
siempre pone mucho cuidado. Un toque de coquetería personal que cuida
especialmente.
Se ha levantado tarde, después de una larga noche en el casino, y siente
remordimientos. A esas horas, Nueva York está a punto de despertar y él, en
lugar de sentarse al teléfono junto a Rosenberg para despachar asuntos
pendientes, estará toda la tarde en las tribunas del hipódromo. Es consciente
de que en Deauville la diversión se trata con la misma eficiencia atareada con
la que un industrial se enfrenta a una agenda repleta durante un viaje de
negocios, pero el exceso de ocio le hace sentir incómodo.
Todo sea por complacer a Lena. La glotonería que siente por su duquesita
rusa crece y crece. Su compañía es un placer continuo: llevarla prendida del
brazo, saborear los movimientos lentos de su cuerpo envuelto en la tela
brillante de un vestido de noche, admirar la ligereza con la que arroja las
fichas al tapete verde como si el dinero fuera lo más aburrido de este mundo,
espiar las miradas envidiosas de los demás hombres antes de ser él quien la
acompañe a su habitación, la desnude y la haga suya.
Pero hoy es el último día de asueto que se permite. Además, es hora de
amarrar cabos sueltos, cerrar el trato de la Flaminia Triunfi y organizar su
arribada a América. Advertir a la prensa de ambos lados del Atlántico y
distribuir fotografías del lienzo.
El Gobierno italiano y su prohibición de exportar obras de arte no le
preocupan. Cuando el cuadro salió del país era aún un óleo anónimo, sin
autentificar, así que si alzan la voz en Roma, tanto mejor. Más publicidad.
Eso sí, sigue prefiriendo que los periódicos no citen su nombre por ahora,
un poco de misterio nunca viene mal para crear expectación. «Un
coleccionista anónimo», paladea, satisfecho, mientras se anuda la corbata.
Solo cuando estén a punto de zarpar revelará su identidad. De momento, es

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Montenegro quien se encargará de filtrar las primeras informaciones a las
agencias de prensa. Pero sin dar demasiados detalles.
A Kaplan el sevillano no acaba de caerle en gracia. Es el tipo de personaje
que la veleidosa Deauville adora. Un espécimen de la peculiar aristocracia de
esa ciudad en la que los reyes comparten alegremente mesa con jockeys y
estrellas de music-hall y en la que él no termina de encajar. Pero la afinidad
personal es lo de menos. La simpatía no tiene valor de cambio. Mientras
cumpla con su parte, todos contentos.
Descuelga la chaqueta del perchero y, una vez abotonada, contempla su
silueta en el espejo y eleva la barbilla, satisfecho con lo que ve. Luego se
dirige a la caja fuerte y extrae de su interior un estuchito rojo con la tapa
decorada con las filigranas doradas de Cartier.
La acaricia, pensativo:
—Viejo tonto…
Lena se ha empeñado en que antes de las carreras la acompañe a la
subasta de yearlings que se celebra en el hipódromo todos los años. Los
compradores escasean en los últimos tiempos y los precios están baratos. Pero
Kaplan no se fía. Si le ven levantar la mano por un potro, seguro que se lo
suben a las nubes. Los europeos salivan solo con husmear el olor de los
dólares, sobre todo desde que la depresión económica los ha hecho escasos, y
parecen creer que son inagotables.
Cierto es que sus negocios no se han resentido, más bien al contrario. En
tiempos duros, los consumidores retrasan la compra de un nuevo coche, una
radio o un sofá. Los matrimonios dejan de salir a cenar y los hermanos
pequeños heredan la ropa de los mayores. Pero todos siguen necesitando
jabón para lavarse, mantequilla para cocinar, betún para los zapatos y papel
para limpiarse el culo. Y de la venta al por menor de bienes básicos, por poco
glamurosa que resulte, es de donde se nutren el resto de sus inversiones.
La clave consiste en ofrecer precios bajos, y eso no es difícil. El
desempleo ha dejado la mano de obra más barata que nunca y el precio de los
bienes inmobiliarios ha caído en picado. Sobran edificios y terrenos de saldo
donde construir nuevas tiendas y almacenes.
Eliot Kaplan, como tantos de sus compatriotas, ha hecho fortuna partiendo
de la nada. Lo único que le diferencia de muchos de ellos es que él no optó
por el camino más recto. Su trayectoria está llena de meandros, remolinos,
cascadas ruidosas y enormes piedras de río de las que parten las corrientes en
dos.

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Sus padres eran judíos austriacos emigrados a Estados Unidos antes de
que él naciera. Su infancia fue pobre. A los once años empezó a trabajar,
primero como repartidor y, poco después, en el muelle de Brooklyn. La
potencia física nunca fue su fuerte, pero era listo. No tenía escrúpulos. Y supo
hacerse amistades.
Con solo veintiún años abrió una taberna propia, en cuya trastienda se
jugaba a los dados y a las cartas, y poco a poco el negocio se fue
diversificando. Apuestas deportivas. Carreras amañadas. A los treinta ya
contaba con un capital respetable, suficiente para contribuir en alguna
campaña electoral y recibir, a cambio, el agradecimiento de los políticos
locales: confidencias sobre asuntos industriales, soplos relativos a inversiones
en bolsa. Y, con ello, la necesidad de dejar atrás cierto mundo. De convertirse
en un hombre de negocios legítimo.
Cumplidos los treinta y cinco inauguró una red de pequeños comercios de
consumibles que poco a poco se extendió por toda la Costa Este. Las tiendas
se fueron convirtiendo en almacenes y sufragaron sus primeras emisoras de
radio, los primeros escarceos en el mundo de la prensa, que, en los últimos
años, con la avalancha de periódicos que sus propietarios arruinados ponían a
la venta por cuatro centavos, se fue convirtiendo en su principal ocupación,
mientras se alejaba con zancadas cada vez más firmes de su pasado.
Aún conserva a su lado algunos hombres de los viejos tiempos como
Santoro y Rosenberg. Ambos son imprescindibles. La agenda de tapas roídas
del uno y la presencia del otro han hecho entrar en razón a más de un socio
recalcitrante, pero hace al menos una década que Eliot Kaplan no se mancha
las manos. Las transacciones que se firman con políticos de impecables
apellidos anglosajones, tras una partida de golf, son mucho más seguras que
sus viejos negocios. Y también más lucrativas.
Su pasado en las calles aún hace alzar las cejas a la vieja aristocracia de
Manhattan, esa casta de banqueros e industriales del ferrocarril y el acero que
constituye la élite de la ciudad. Pero sabe que el día que abra las puertas de su
casa para presentar a la Flaminia Triunfi al mundo, todos los que aún
muestran escrúpulos acudirán como ratas a un festín, mezclándose con
fruición con las celebridades del mundo del arte y la farándula, y posando
ante los flashes de los fotógrafos para las crónicas de sociedad. Y que cuando
anuncie su intención de depositar su obra maestra en las salas del
Metropolitan para disfrute de todos los neoyorquinos, nadie volverá a poner
en cuestión su lugar de pleno derecho entre la élite de la ciudad.

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Abre la cajita roja, contemplando la sortija de platino y diamantes de su
interior, y sonríe, imaginando a todos esos chuchos de rancios apellidos
protestantes moviendo el rabo en el recibidor de su casa, haciendo cola para
saludar a su nueva y deslumbrante esposa.
Eso es lo único que le falta. Una mujer a su altura. Si ha de volver a
casarse, después de dos matrimonios y dos divorcios, Eliot Kaplan no está
dispuesto a llevar al altar a la hija del emperador de las máquinas de coser ni a
la del rey de los fabricantes de autobuses.
Quiere una verdadera princesa.

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Los tres cuencos de cerámica repletos de sidra reposan sobre la mesa de
madera frente a tres hombres en silencio.
Uno de ellos, pálido y con gafas, inclina la vista sobre sus manos
enlazadas, reflexionando. El más delgado, moreno y ataviado con un traje de
franela rayada, fuma, con un gesto relajado, como si se encontrara allí por
casualidad. El tercero observa a los otros dos con callada expectación. Viste
un polo blanco y a su lado reposa una cámara fotográfica.
La granja en la que han parado a almorzar está a unos diez kilómetros de
Deauville, en las afueras de Beaumont. Lo bastante cerca para un encuentro
improvisado y lo bastante lejos como para que la reunión resulte discreta. No
hay nadie más, a excepción de un grupo de ciclistas que se ha detenido a
hacer una pausa en su ruta y está a punto de reemprender la marcha.
Finalmente, el hombre miope suspira:
—Está bien. No sé si seré capaz, pero es mi única opción.
—Piénsatelo bien, Léon. Si tienes preguntas, Roberto te responderá a lo
que quieras.
A Gabriel le sorprende tanta determinación en un hombre al que siempre
ha considerado indeciso y débil. No sabe distinguir si la decisión de Léon es
una muestra de mansedumbre o de valentía.
—Es extremadamente sencillo, señor Castel —⁠le tranquiliza Roberto⁠—.
Solo tiene que ser usted mismo. Ni siquiera importa si se pone nervioso o si la
situación le intimida. Es normal que a un hombre honrado que se ha atrevido
a algo ilegal y peligroso le abrume la situación. Y, por supuesto, podemos
repasar la historia tantas veces como necesite antes de mañana.
Gabriel se pregunta si el cómplice originario de Roberto, ese del que su
viejo amigo ha debido prescindir a última hora, tendría un carácter tan
adecuado para el papel como Léon o si, en su caso, la respetabilidad sería solo
una fachada. Por alguna razón, se imagina a un caradura curtido. Un actor
consumado.
No sabe si Roberto estaría dispuesto a darle más detalles porque él no ha
querido preguntar. Le da miedo enterarse de algo que le haga arrepentirse de
haber implicado a Léon en el asunto.

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Rellena su cuenco de sidra y el de Roberto. Su cuñado no ha probado la
suya. Tiene los ojos acuosos:
—¿Y si el americano me pregunta por los nobles italianos, los dueños del
cuadro? ¿Y si quiere saber detalles de mi relación con ellos? Yo no valgo para
inventarme historietas…
—Ni debe hacerlo. Los dueños del cuadro exigen mantener el anonimato,
señor Castel, recuérdelo en todo momento. Ni siquiera yo conozco su
identidad. Así que usted no puede dar ningún detalle que permita
identificarlos, manténgase firme. Si Kaplan insiste, ofúsquese cuanto quiera y
respóndale que solo accedió a entrevistarse con él porque yo le prometí que
no tendría que responder a ese tipo de preguntas.
—Entonces —Léon repite la lección, aplicado⁠—, los italianos son unos
viejos amigos que se pusieron en contacto conmigo el pasado invierno cuando
visité el país en calidad de médico…
—Eso es. Según me ha contado Gabriel, usted estuvo realmente en el
norte de Italia el pasado mes de febrero, atendiendo a una enferma. Así que si
Kaplan hace indagaciones, comprobará que el viaje realmente existió.
—Y una vez allí me mostraron el cuadro. Me dijeron que sospechaban
que era muy valioso y que necesitaban la ayuda de alguien de toda confianza
para sacarlo del país.
—Y usted se ofreció a llevarlo consigo.
—¿Por amistad?
Roberto arruga la nariz:
—En buena parte. Digamos que esa es la versión que usted cuenta. Y debe
ceñirse a ella, por supuesto. Que lo hizo por sentido del deber. —⁠Roberto da
una calada larga al cigarro y sonríe de nuevo⁠—. Pero, en realidad, su
personaje es un pelín hipócrita. Porque lo cierto es que los italianos le
ofrecieron una generosa comisión. Lo suficiente para que el riesgo mereciera
la pena. Kaplan lo adivinará y quizá le insinúe algo. Si es así, hágase el
ofendido. Dígale que usted no es el tipo de hombre que se mueve por dinero.
Que actuó por principios, por amistad, por antipatía hacia el fascismo. Lo que
sea. No importa que no suene verosímil, ni que se embrolle dando
explicaciones. Resultará mucho más creíble. El americano pensará que le ha
calado y confiará en usted más que si fuese excesivamente honrado.
A Gabriel le llama la atención lo estudiada que tiene Roberto la
representación. Cómo ha evaluado las reacciones de cada uno de los actores y
la forma de jugar con su psicología. No hay ni rastro de la espontaneidad de

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las historias que inventaba en los tiempos de Cambremer. Es el plan medido
de un apostador acostumbrado a calcular.
Y eso, en lugar de tranquilizarle, le causa desconfianza. Le hace
plantearse si no los verá a ellos también como dos marionetas.
Léon parece darse cuenta, por primera vez, de que tiene un recipiente con
bebida entre las manos. La apura de un trago y sacude la cabeza:
—No sé si voy a ser capaz…
Gabriel le aprieta el brazo, dándole ánimos, aunque él tampoco las tenga
todas consigo. La sencillez con la que Roberto lo plantea todo le desasosiega.
—Si en algún momento no sabe cómo contestar, ciérrese en banda, diga
que de eso no piensa decir nada —⁠replica su amigo⁠—. Ah, y si Kaplan se lo
propusiera, niéguese a hablar con la prensa. Por mucho que le insista. Me
llamará a mí para que intente persuadirle, pero le diré que no es factible. Sería
absurdo que usted aceptara que su nombre saliera a la luz pública después de
haber infringido la ley. Ni siquiera podría volver a poner el pie en Italia.
Gabriel apura otro cuenco de sidra y, por un instante, desea que Léon se
acobarde para sentirse él más valiente. La misión de su cuñado parece tan
sencilla… Pero no tiene claro si, en su lugar, él tendría arrestos para llevarla a
cabo. Ahora mismo, su papel de intercesor le basta y le sobra para sentirse
partícipe de la peripecia.
Y prefiere no pensar lo que dice eso de él.
Se fija en Roberto, que fuma apaciblemente, con un brazo sobre el
respaldo de la silla y el sombrero inclinado para que no le dé el sol en los
ojos. Luego en Léon, que sigue recitando afanoso su lección.
¿De dónde narices saca Roberto esa calma? ¿De verdad está tan seguro de
sí mismo, o es que, como en los viejos tiempos, no se hace preguntas y ni
siquiera se plantea que algo pueda salir mal?
Lo ignora. Solo sabe que a su lado se siente en evidencia. Y eso le enoja.
Que Roberto no haya cambiado con los años le provoca una envidia
incómoda y tan vergonzante que no le queda más remedio que callarla, aún a
riesgo de intoxicarse con ella.
Le hace un gesto al chico de la granja para que les traiga otra botella,
mientras trata de recordar en qué momento de su existencia dejó él de ser
capaz de confiar en la vida de esa manera, de abandonar todo en manos de la
fortuna y el talento sin perderse en calcular y volver a calcular las
consecuencias de un mínimo paso en falso.
Pero ni siquiera sabe si alguna vez fue capaz de hacerlo o si siempre, a
pesar de sus sueños de juventud y sus fabulosas ambiciones, estuvo destinado

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a convertirse en un simple espectador de las pasiones ajenas.

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Ha llegado en bicicleta, como todos los jueves.
Dora Vernon es una convencida de los beneficios del deporte para la
salud. Practica algo de tenis, golf o natación de manera cotidiana, y tiene por
costumbre utilizar el coche lo mínimo indispensable. Además, cuando se
aproxima la Semana Grande, el tráfico es espantoso; resulta mucho más
rápido pedalear. Si hoy se ha retrasado tanto no ha sido culpa de la bicicleta,
sino de obligaciones más importantes que el respeto a la puntualidad.
Saluda a sus amigas besándolas en las mejillas, a la francesa, y ellas
corresponden de igual modo, a pesar de que las tres son británicas. Luego
maniobra hasta conseguir apoyar la bicicleta en la base del parasol que
protege su mesa y trata de llamar la atención del camarero. No es fácil en
medio de la vorágine de la segunda quincena de agosto.
Todos los jueves, Dora tiene una costumbre inamovible: acudir al Bar du
Soleil al mediodía para tomar el aperitivo con su pequeña tribu. Trabó
amistad con las tres mujeres tiempo atrás, cuando aún estaba casada con su
segundo marido. Ni Bob ni ella conocían a nadie en Deauville y cometieron
un error típico: relacionarse con personas de su misma nacionalidad y de una
extracción social parecida.
Es un pecado tan sumamente inglés que Dora considera que merece cierta
indulgencia. Además, en cuanto se dio cuenta de su error, comenzó a romper
con su estrecha órbita. Pero para ella la amistad es algo muy serio. Por eso,
mientras que una vulgar esnob habría hecho por olvidarse de su primer
círculo de amistades, Dora mantiene su cita semanal con sus inglesitas. Jamás
se le ocurriría abandonarlas. No solo por los viejos tiempos. También por
sentido del deber. A menudo tiene la sensación de que la necesitan. Por sus
consejos, por su experiencia y porque es la única de las cuatro que se expresa
en un francés fluido.
Catherine puede arreglárselas en la mayoría de las situaciones cotidianas
con lo que aprendió en el internado, pero es incapaz de mantener una
conversación. Rose es tan tímida que aunque comprende el idioma si le
hablan despacio, jamás se arriesga a juntar más de dos palabras. Y Belinda lo
considera tan innecesario que ni siquiera se plantea la posibilidad de

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intentarlo y se dirige siempre a los lugareños en un inglés rápido y seco que
casi nadie entiende.
Pero esa no es la única razón por la que Dora lleva la voz cantante en el
grupo. Sus tres amigas adoran estar al tanto de los pequeños sucesos de la
vida cotidiana de la ciudad. Saber quién es quién. Qué millonario se ha
emparejado con qué actriz. O qué príncipe oriental ha perdido la mayor
fortuna a la ruleta la noche anterior. Se entusiasman con las primicias con las
que siempre las sorprende, ella que se mueve en todos los corrillos y conoce a
todo el mundo, y la escuchan con tanta atención que la ternura que siente
hacia su pequeña tribu crece tras cada reunión.
Cuando por fin consigue atrapar al camarero, pide un Martini para ella y
una nueva ronda para sus inglesitas. Las cuatro se sientan mirando al mar, en
la primera fila de la terraza. Un puesto elegido a conciencia para no perderse
el espectáculo de las Tablas.
—Tenéis que perdonarme este retraso tan enorme… Lo siento mucho,
chicas. Pero ha sido una causa de fuerza mayor. Una amiga íntima necesitaba
verme con urgencia para solicitarme consejo. La pobre… Es un amor. Y está
muy preocupada por su marido. No, no, no, no la engaña, por Dios. Es un
hombre intachable. Os contaría, de verdad… pero no puedo. Me ha pedido
secreto absoluto y yo para estas cosas soy una tumba.
Emma la ha llamado por teléfono hace un par de horas. Sonaba angustiada
y necesitaba verla. Ahora que Léon no estaba. No sabía con quién más hablar.
Dora ha corrido a su casa y su amiga la ha recibido casi a hurtadillas, en un
rincón del salón y, en voz baja, le ha contado el encuentro con el extranjero en
el trenecito de Cabourg, el torpe intento por tranquilizarla de su marido, su
actitud huidiza desde hace dos días. Los silencios. Las noches en que regresa
tarde, las horas de desvelo en la cama y los paseos a horas intempestivas.
Incluso ha pensado en seguirle a escondidas. Sabe que algo grave sucede y no
entiende que no quiera compartirlo con ella.
Dora ha intentado consolarla, pero ha estado torpe. No se ha atrevido a
contarle que de camino a su casa se ha encontrado con Léon y ella también lo
ha notado extraño. Iba en su coche, pero estaba sentado en el asiento del
copiloto. Conducía Gabriel.
Apenas han intercambiado cuatro frases. Gabriel se ha mostrado tan
engreído como de costumbre y Léon, por primera vez desde que lo conoce, le
ha resultado distraído y casi descortés.
Le da un sorbito al Martini y decide abandonarse un ratito a la frivolidad.
Al fin y al cabo, si cada semana se preocupan por hacerse con una mesa en

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primera fila, bien temprano, es precisamente para poder examinar a gusto a
los paseantes.
—Cada año hay más populacho —⁠se lamenta Belinda, soplándose un rizo
pelirrojo de la frente⁠—. Fijaos en esa banda. Parece que vienen de romería.
¿De dónde habrán salido?
Catherine ojea con el mismo desprecio al grupo de tres parejas, ataviadas
con ropas oscuras y cargadas con cestas de mimbre llenas de provisiones:
—Les falta el carromato con la mula —⁠constata⁠—. ¿Para qué vendrán
hasta aquí? Seguro que se topan de bruces con el mismísimo barón de
Rothschild y no saben reconocerlo.
Cierto. Pero tampoco Catherine, ni Belinda, ni la silenciosa Rose sabrían
adjudicar nombre alguno a las caras de los veraneantes de no ser porque ella
las ha adiestrado en saber quién es quién, quién importa y quién es un
arribista sin distinción. Dora jamás les haría el feo de hacérselo saber, pero lo
cierto es que sus tres inglesitas están mucho más próximas a esa plebe a la
que miran por encima del hombro que de los personajes sobre los que
chismorrean con El Mensajero de Félix Oriot en la mano.
De hecho, aunque nunca lo admitiría en voz alta, su propio estatus es muy
inferior al que ellas le otorgan. Es cierto que asiste con regularidad a las
fiestas del casino, que organiza eventos benéficos a los que acuden los
personajes de primera fila, que los identifica en el paddock del hipódromo…
Pero ¿qué posición ocupa alguien que conoce a todas las personas de
importancia pero a quien ellas no distinguen?
Es parte del público, ni más ni menos. Aunque ocupe una butaca mejor
situada, más cerca del escenario.
Piensa de nuevo en Léon. Y no solo en lo que le ha contado Emma. La
realidad es que Dora piensa en el marido de su amiga muy a menudo. En sus
palabras suaves. En su mirada tranquila pero llena de inteligencia. En la
sencillez de sus modales exquisitos. En esa sonrisa tímida pero absolutamente
desarbolante que ella intenta hacerle esbozar siempre que están juntos y que
siempre le deja un sabor de triunfo y deleite en sus propios labios cuando lo
consigue. Piensa también en lo fácil que él lo tendría para interpretar un papel
más protagonista en la suntuosa representación de todos los veranos si así lo
deseara, gracias a su talento y a su prestigiosa clientela. Pero está demasiado
sumido en su labor profesional. No sabe lo que es la frivolidad, y Emma no
tiene interés en ayudarle a descubrir nuevos caminos.
No, su amiga no sabe guiarle. Es algo sobre lo que Dora ha reflexionado
muchas veces, imaginándose que es ella quien ocupa su lugar. Y mientras se

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inclina sobre Rose para susurrarle el nombre del hombre de rasgos árabes que
acaba de pasar del brazo de una estrella de cabaret, vuelve a recordar a
Gabriel al volante del coche de Léon, hace un rato, y se pregunta si no será él
quien le habrá enredado en algún negocio turbio.
Se alegra de haberle aconsejado a su amiga, que quería pedirle a su
hermano que hablara con su marido, que espere un poco. «A veces los
hombres necesitan su espacio», le ha dicho, pero Emma no le ha parecido
muy convencida. Dora no cree que tarde mucho en abordar a Gabriel, y ella
no se fía de ese arrogante.
Así que antes de que la pobre dé un paso equivocado, quizá deba ser ella
quien tome cartas en el asunto. Léon necesita desesperadamente una amistad
firme y sincera. A Emma le falta fuerza, por eso su marido intenta protegerla
en vez de buscar su apoyo.
Pero Dora es otro tipo de mujer. Y Léon debe saber que puede contar con
ella.

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—¡Vamos! ¡Te echo una carrera hasta la plataforma!
Clara suspira y levanta la vista del libro que está leyendo.
Luca la observa impaciente, a cuatro patas, con las manos hundidas en la
arena y una sonrisa expectante.
—Venga —se agacha como un perrillo incitando al juego⁠—, llevas todo
el rato leyendo, no seas aburrida. Deja ya el libro. Vengaaaa.
Qué pesado. Todo el tiempo con las competiciones. Si no puede ganar.
Ella nada mucho mejor. Durante el curso va a clase de natación todos los
jueves a la piscina Molitor y es de las mejores de la clase. Luca nada con
mucha fuerza, pero sin orden ni concierto. No tiene técnica.
—Si lo sé, me voy a jugar al fútbol a la orilla —⁠rezonga el muy pesado⁠—.
Eres un tostón.
Clara se incorpora, vencida. Le dan ganas de decirle que se vaya con sus
amigos de una vez y la deje en paz. Las niñas de su pandilla también están
sentadas un poco más lejos, jugando a las prendas, pero a ella lo que le
apetece es estar tranquila con su libro. Ha decidido volver a leerse todas las
novelas de Arsenio Lupin de cabo a rabo y ayer tuvo que insistir e insistir
para convencer a su madre de que llamara a París para que le mandaran en el
tren los tomos que se había dejado en casa.
En fin. Luca está pidiendo que le den en las narices. Por pesado:
—Vale. Pero cuando te gane no empieces a poner excusas de mal
perdedor, que te conozco.
Miss Kelly los acompaña a la orilla para dar la salida y Luca escapa
corriendo como un demonio y se tira en plancha en cuanto el agua le llega a
las rodillas. Clara le vigila por el rabillo del ojo cada vez que asoma la nariz
para respirar, acortando distancias, y casi se ahoga de la risa al llegar a su
altura y verle cabecear con el cuello tieso como un espantajo y salpicando
agua a lo loco para mantener la ventaja. Al final alcanza la plataforma con
una ventaja de varias brazadas y con mucho más aliento que él.
Ambos se izan sobre la madera y se sientan con los pies colgando. Luca
llega tan mohíno que acaba por darle pena:

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—Venga, no te enfurruñes. Te prometo que no me vuelvo a pasar todo el
rato leyendo cuando vengamos a la playa, ¿vale? Aunque yo creo que es útil
que me relea las novelas de Lupin. ¿Tú no querías ser ladrón? Pues ahora que
hemos conocido a Montenegro hay que ver qué coincide con lo que sale en
los libros y qué no, para ver qué es verdad y poder imitarlo.
Clara lo dice más bien por consolarle. Sigue sin ver muy realista la nueva
ambición profesional de Luca. Se está releyendo los libros porque le apetece
y porque ahora que le pone a Lupin los rasgos de Montenegro le resultan aún
más emocionantes. También lo ha dicho porque le gusta pronunciar su
nombre en voz alta. Aunque le da la impresión de que se pone roja cuando lo
hace. Como ahora. Por eso baja la vista y se queda mirando las burbujitas de
agua que se le forman entre los pliegues del bañador de lunares azules,
mientras sacude las piernas.
No entiende muy bien por qué, pero le apetece hablar de Montenegro todo
el rato. De lo amable que es. Y lo simpático. De cuando esta mañana le dijo
que era una niña muy valiente porque no se inmutó cuando el caballo en que
iba subida dio un respingo que casi la tira al suelo. Y de cuando, de regreso al
coche, se inclinó sobre su oído y le hizo prometer secreto absoluto sobre la
procedencia de la perla que le había regalado. ¡Si prácticamente le había
pedido que fuera su cómplice!
Luca sigue con el hocico torcido:
—Pues yo no entiendo tanto trajín —⁠responde al fin, brusco⁠—. No creo
que haya que aprender esas cosas de los libros. Si Montenegro ha conseguido
llegar a donde ha llegado por sí solo, es que no hace falta estudiar, digo yo.
No puede ser tan difícil.
Clara le mira extrañada de esa agresividad. ¡Si esta mañana ha vuelto del
hipódromo aún más entusiasmado que ella! No había manera de que callara.
Y cuando su madre los ha llevado a desayunar, se ha sentado en la terraza del
café con un brazo sobre el respaldo de la silla y ha estado haciendo como que
fumaba de un cartoncito enrollado, imitando los gestos y la forma de hablar
de Montenegro. Vamos, que hace nada quería parecerse a él y ahora da la
impresión de que hasta le molesta que lo mencione.
—Pues nada, oye, si no quieres aprender de los libros, a mí, plin. Ya ves
tú lo que me importa.
Se pone a patalear en el agua, salpicando a propósito, hasta que Luca
protesta.
—¡Estate quieta! ¡Que no es eso! Que no es que no quiera aprender. Pero
que yo sé más que tú porque hay una cosa que no te he dicho. Y es que

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cuando estabas dándoles zanahorias a los caballos le he estado preguntando.
—¿Que le has estado preguntando qué?
—Pues que qué hay que hacer para ser ladrón. Que cómo se empieza y
eso. Si le ha enseñado alguien.
—¿A Roberto Montenegro?
—Pues claro, ¿a quién se lo voy a preguntar?
—Pero ¿cómo has preguntado eso? ¿Le has llamado ladrón en su cara?
¿Tú estás tonto?
—Pues no, no estoy tonto. Lo que pasa es que en vez de estar todo el día
«Roberto Montenegro es el más guapo, Roberto Montenegro es el más listo»,
que no vale para nada, como tú, pues voy y le pregunto. Y no le ha importado
nada. ¿Sabes lo que me ha dicho?
—¡Yo no he dicho nunca que sea guapo ni listo! —⁠se indigna Clara, y
otra vez siente que se le suben los colores.
Luca está bobo. Ella no ha dicho nada de eso. A lo mejor lo piensa un
poco, pero no lo ha dicho. Es mentira mentirosísima. Le da tanta rabia que ni
ganas de preguntarle qué es lo que le ha respondido Montenegro le quedan.
Además, no se atreve. A ver si se va a reír de ella por nombrarlo otra vez.
Pero Luca no espera a que le interrogue:
—Pues fíjate lo que me ha contado. Me ha dicho que un verdadero ladrón
no se hace, sino que nace. Y que un ladrón de guante blanco es un artista que
lleva el talento dentro, y que él ya sabía que tenía ese don desde niño.
A Clara le pica la curiosidad, a su pesar:
—¿Y no le preguntaste cómo sabe uno si tiene ese don?
—Claro. Pero me ha contestado que no podía darme muchos detalles
porque aún no nos conocemos tanto y tenía que tener mucho cuidado, a ver si
me iba a ir de la lengua.
—¡Lo ves! Ahora no se fía de nosotros. Por bocazas.
—Pues no sé si se fía. A mí me ha parecido que me lo ha dicho un poco
en broma. Porque luego me ha contado otro secreto. —⁠Hace una pausa y baja
la voz⁠—: Que, para ser un verdadero maestro, nunca nunca nunca hay que
robar nada solamente por dinero.
—¿Y entonces qué es lo que hay que robar?
Luca se encoge de hombros, como si él mismo no entendiera muy bien lo
que le va a decir:
—Cosas que hagan soñar a la gente.
Desde la orilla, miss Kelly les hace gestos con los brazos para que
regresen de una vez. Clara arruga la nariz. Ella tampoco tiene claro qué

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quieren decir las palabras de Roberto, pero de repente esa tontería de Luca de
querer convertirse en ladrón de guante blanco ya no le parece tan infantil ni
tan boba.
Aun así, le guiña un ojo, para chincharle, antes de tirarse al agua.
—No sé. Yo creo que te ha estado tomando el pelo. Eso no tiene ningún
sentido.

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En el sanctasanctórum del casino de Deauville hay solo una gran mesa con
tapete verde. A su alrededor, dieciocho sillas, ocupadas por otros tantos
adoradores del azar que vigilan hipnotizados los frenéticos virajes de la bola
blanca, parapetados tras sus montones de fichas y placas de colores.
Tras ellos, de pie, se apiñan varias filas de acólitos de menor jerarquía que
arrojan sus fichas sobre la mesa con gestos determinados, calculados para
disimular la indecisión de sus corazones, y estiran los cuellos para divisar a la
minúscula diosa de marfil gastado que determinará su ruina o su fortuna esa
noche. Los hay con una expresión imperturbable, de convidados de piedra.
Otros poseen rostros transparentes en los que se leen todas las pasiones, desde
la esperanza a la devastación. Unos pocos sonríen ante la congregación,
tratando de aparentar que aquello no es sino un mero entretenimiento. Pero
casi todos tiemblan cuando los sumos sacerdotes del azar, ataviados con sus
fracs y sus corbatas blancas, pronuncian, imperturbables, su sentencia negra o
roja, par o impar, pasa o falta.
La serenidad de Elena Ivánovna Volóshina, en cambio, es auténtica. Está
sentada en una de las plazas de la primera fila, casi en el centro de la mesa, y
frente a ella tiene un pequeño montículo de fichas de colores. Son menos que
cuando empezó la velada, pero no le preocupa.
Escoge con un ademán lento media docena de plaquitas doradas y las
deposita a caballo entre los dos números que le quedan más cercanos, justo
antes de la voz de «Rien ne va plus», y cuando la fatídica bolita blanca se
detiene temblequeando en el cero y el crupier proclama el funesto resultado y
se apropia de su apuesta, sonríe tibiamente, más sorprendida que contrariada.
Después de otro par de rondas, recoge el puñadito de fichas que le queda y
regresa al salón principal del casino, donde se baten aquellos que no son
dignos de penetrar en el sanctasanctórum. En esa enorme estancia, conocida
como la fábrica, se da cita el grueso de la fauna que rinde pleitesía a la pasión
del juego. Los amantes del riesgo, aposentados en la mesa de bacarrá; los
profesionales del albur, calculadores y flemáticos, y los héroes de la ruleta,
dispuestos a atrapar de los cabellos a la fortuna de una vez por todas o a
arruinarse antes de la madrugada.

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Hace calor. Disimulados entre el blanco y negro de las chaquetas de los
hombres y las sedas y lamés de las damas, los fisonomistas del casino
escrutan los rostros con disimulo, a la caza de tramposos conocidos, deudores
recalcitrantes y ludópatas insolventes. En el aire se entremezclan el relente del
sudor humano con las fragancias de los perfumes de Worth, Lanvin y
mademoiselle Chanel, y las paredes reverberan con el zumbido de mar
resacoso de la sala.
A Lena no le pasan desapercibidas las miradas que, arrancándose con
esfuerzo de las mesas de juego, la siguen a su paso. El vestido de noche de
satén verde le moldea el cuerpo, los largos tirantes de la espalda le dejan el
dorso al aire y la cola de la falda es una invitación coqueta que arranca justo
bajo las nalgas, en forma de pico, y ondula suavemente a su paso. Pero sabe
que lo que encandila de verdad a esos ojos codiciosos no es su belleza, sino el
suntuoso pájaro verde y azul que se enrosca alrededor de su cuello.
Se dirige al exterior, a la elegante terraza de piedra blanca que funciona
como bar y restaurante. Camina entre los grupitos ruidosos que ocupan las
mesas, las parejas enlazadas en la oscuridad y los solitarios que reflexionan
sobre las malas jugadas del azar con una copa en la mano, y se reclina en la
barandilla, tratando de respirar el frescor marino a través de la distancia.
Siempre olvida lo lejos que queda el océano de la primera línea urbanizada; lo
absurdo de esa ciudad costera que se empeña en mantenerse apartada del mar.
Permanece unos minutos disfrutando de la soledad. Atisbando las
temblorosas líneas de claridad que coronan las olas cuando estas rompen
suavemente sobre la arena lisa, a lo lejos. Eliot está encerrado en su
habitación de hotel, pegado al teléfono y poniendo en orden sus negocios
americanos. Y a ella le aguarda otra cita.
Se gira, buscando, con un nudo inquieto en el estómago, como si lo que ha
ocurrido hace unas horas entre ella y Kaplan la convirtiera en culpable ante
los ojos del hombre que la espera en una de las mesas.
Roberto Montenegro está sentando en un rincón en penumbra. Lena se
acerca, él se pone en pie para recibirla y ella se fija en que los ojos del
sevillano se van directos al anular de su mano izquierda, donde luce su nuevo
anillo. Alza las cejas, inquisitivo, y ella inclina la cabeza en señal de
asentimiento.
Todo queda dicho. Y, sin embargo, Lena se siente impelida a aclarar,
como si debiera una explicación:
—Me lo ha pedido esta tarde. Y he dicho que sí.
Pero su acompañante no hace ningún comentario.

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El camarero se acerca. Piden sendos gin-fizz y Montenegro hace un gesto
con la cabeza, indicando el interior del edificio:
—¿Cómo va la noche?
—Mal. Pero he tenido suerte toda la semana, así que hoy tocaba ponerlo
todo sobre la mesa. Quería saber lo que era jugar a lo grande, sin
preocupaciones.
—¿Y cuál es el veredicto? ¿Menos divertido?
—En absoluto. De hecho, es la primera vez en toda mi vida que he
disfrutado en una mesa de juego.
—¿Jugando sin tensión?
Montenegro le ofrece su pitillera y Lena coge un cigarro y lo ensarta en su
boquilla de marfil:
—Sin miedo. Sin necesidad de ganar. —⁠Se inclina sobre el mechero
encendido de su acompañante⁠—. Si le soy sincera, nunca he entendido la
atracción por las emociones desapacibles. Ni a los que las buscan de forma
artificial. Me parece algo propio de aburridos y empachados.
El camarero regresa con las bebidas y Lena le echa una mirada de reojo a
Montenegro para comprobar si le ha ofendido. Al fin y al cabo, él es jugador.
Desearía haberle ofendido. Verle reaccionar de alguna manera. Pero no es
probable. No es un hombre susceptible. Y quizá ni siquiera tenga motivo para
sentirse aludido. Lena desconoce qué es lo que le seduce a él del juego y no
sabe si ella lo comprendería si se lo explicara. Al fin y al cabo, lleva buscando
seguridad desde que era una niña, sin éxito.
Hasta ahora.
Observa la sortija de su mano izquierda, meditativa. La propuesta de
Kaplan ha llegado tan rápido que no ha sabido reaccionar. La voz no le salía.
Así que le ha besado, confusa. Los labios le temblaban de pura indecisión, y
él ha interpretado su emoción como un sí.
Ya no hay marcha atrás.
Así que no tiene sentido dejarse invadir por fantasías. Menos aún esa
noche, en esa mesa, a solas, junto a ese hombre de ojos oscuros y corazón
pantanoso. Insondable.
Ella es la prometida de Eliot Kaplan.
Aunque no está segura del todo de qué es lo que eso significa o qué se
espera de ella ahora. Lealtad, probablemente. En cualquier caso, si va a
convertirse en la aliada de Kaplan en la alegría y en las penas, en la salud y en
la enfermedad, todos los días de su vida, no puede seguir siéndolo del hombre
que está ahora sentado a su lado. Y no sabe si él lo ha comprendido:

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—Eliot me ha dicho que la persona que sacó el cuadro de Italia ha
accedido por fin a entrevistarse con él.
—Así es. Espero que mañana se entiendan bien y todo quede resuelto. Por
mi parte, tengo ya su cheque preparado con la comisión acordada, señorita
Volóshina. Aunque imagino que a mister Kaplan le perdonará la parte que le
debe tras el cambio de circunstancias.
Lena alza la cabeza, picada por la impertinencia, pero no hay ironía en el
tono de Montenegro. Cualquiera diría que es curiosidad sincera. Aun así, es
una indiscreción insólita en un hombre tan cortés y no sabe cómo
interpretarla. Es la primera vez que atisba un fallo en la corrección distante
con la que siempre la trata.
Y no le disgusta del todo.
Le da una calada al cigarrillo y tarda en responder, fingiendo distraerse
con la música de la banda de jazz de la sala de baile.
—Señor Montenegro, si he querido verle esta noche no es para tratar de
mi comisión. He venido a hablarle como una amiga. Una amiga que ya no
puede permitirse ser su cómplice.
Una amiga.
Qué curioso. Hasta no hace mucho odiaba a ese hombre con toda su alma.
Le odiaba por lo que le había hecho a su padre, obligándole a desprenderse de
su último orgullo, del tesoro que había pertenecido a su madre y a la madre de
su madre. Lo único que seguía recordándole quién era. Se había jurado no
perdonar nunca.
Hasta que hace exactamente un año, una noche pesada y calurosa, de esas
en las que falta el aliento y la ropa se adhiere a la piel como si fuera saliva, su
padre le había contado la verdad. Lo que nadie más sabía. Le había hablado
de la comedia que ambos habían representado de cara al público aquella
noche en Biarritz. Y Lena había comprendido que ese hombre que tanto
despreciaba los había salvado a ambos.
—Supongo que entiende lo que quiero decir, señor Montenegro.
Él le dedica una sonrisa esquinada, plácida:
—Por supuesto.
—Nunca le he preguntado, desde que empecé a trabajar con usted. Nunca
he querido saber. Pero ahora todo es distinto. Y no solo porque la Flaminia
sea un hallazgo fantástico. Excepcional. —⁠Le mira fijamente a los ojos, con
toda la intensidad que es capaz de transmitir⁠—. Ahora es un tema personal.
No puedo permitir que me deje en una posición comprometida.

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Confía en no tener que decir más. En que su última frase haya tenido el
tinte justo de amenaza, sin excesos que suenen a fanfarronería. Él sigue
sonriendo. Juega con la pitillera de plata, haciéndola girar sobre la mesa,
como la otra noche, y Lena vuelve a fijarse en sus manos.
Es extraño. Nunca las ha tocado más que para un breve saludo. Extraño y
excitante. Decide permitir que las fantasías que ha resuelto mantener a raya
esa noche se cuelen por un leve resquicio y la envuelvan solo un instante.
Imagina esas manos morenas de dedos largos desatando lentamente los
tirantes de su vestido de satén, bajando la cremallera de su espalda y
desabrochando el collar frío y pesado que ciñe su cuello. Y un escalofrío le
recorre la columna.
—En serio, señorita Volóshina, ¿de verdad piensa que si la procedencia
del lienzo no fuera legítima me expondría tan alegremente al show mediático
que quiere organizar su prometido? —⁠Montenegro busca su mirada y a Lena
le da la impresión de que sus pupilas ríen, desafiándola⁠—. ¿Qué cree que
puedo haberle ocultado?
Lena no responde. Observa esos ojos oscuros, tan seguros de sí mismos y
tan cálidos a la vez, encendidos por la misma chispa juguetona de la otra
noche, durante la cena con Kaplan, y medita sobre la distancia que siempre ha
existido entre ellos. ¿Cuánto tendrá que ver con ese secreto de hace años que
nadie más que ella conoce?
Comprende que la está retando. Invitándola a poner nombre a sus
sospechas.
Lena le observa llevarse el cigarro otra vez a los labios y siente en el
pecho un deseo excéntrico de arrebatárselo de entre los dedos, llevárselo a sus
propios labios y así disolver el espacio silencioso que los separa. Y piensa en
lo disparatado del destino, que los ha conducido juntos hasta esa ciudad
artificial y quimérica, en busca de fortuna, y que ahora que ambos la han
hallado, los separa irremediablemente.

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Viernes

Félix Oriot dobla el periódico en dos para leerlo con más comodidad, pero no
pierde de vista el ascensor. Cada vez que escucha el ruido de las puertas
metálicas alza la mirada, raudo, para verificar la identidad de los pasajeros.
Por las mañanas, antes de sumirse en la vorágine de la elaboración del
número del día, le gusta sentarse un rato en el vestíbulo del Royal o el
Normandy a hojear la prensa con un café. Es un buen momento para cazar
comentarios indiscretos entre los huéspedes que aún se están desperezando,
presentarse a aquellos que han decidido madrugar para practicar algún
deporte, identificar a quienes regresan con la chaqueta del esmoquin a rastras
o el maquillaje descompuesto, y extraerles algún secretillo nocturno a los
botones y las camareras de piso.
Y hoy, mientras se acomodaba en la mesita baja y pedía su cortado
cotidiano, le ha parecido ver pasar, desubicado y casi furtivo, a Léon Castel,
el cuñado de Gabriel. Ha sido tan de refilón que ni siquiera le ha dado tiempo
a comprobar si llevaba un maletín de médico en la mano, pero por la urgencia
con la que se ha sumergido en el ascensor debe tratarse de una emergencia
profesional. Quizá algún huésped prestigioso que requiera discreción.
De modo que permanece atento mientras con un ojo recorre los renglones
de Le Petit Parisien, en busca de novedades sobre ese asunto que picó su
curiosidad hace poco más de una semana: el escándalo del Van Dyck falso en
el que están implicados el prestigioso abogado y el heroico general, y del que
su viejo colega, Pierre Busson, lleva informando varias semanas.
Si no conociera tan bien al viejo zorro, no le daría importancia. Porque a
medida que han pasado los días, el diario ha ido dándole al tema menos
espacio, relegándolo a huecos menores, con un tratamiento menos
sensacionalista. Además, ha desaparecido cualquier mención a Roberto
Montenegro.
Los primeros días Busson remataba infaliblemente la pieza citando el
nombre del sevillano entre aquellos que poseían información relevante sobre
el caso, pero desde antes de ayer las insinuaciones han cesado de manera

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total. Y, curiosamente, en su lugar ha aparecido un recuadro publicitario en el
que se anuncia que el prestigioso coleccionista Roberto Montenegro abrirá al
público las puertas de su galería privada el próximo quince de septiembre.
Eso es lo que más le ha llamado la atención a Félix, que ha sido testigo en
el pasado de las artimañas de su colega. No es la primera vez que le ve
ejecutar una danza parecida.
Además, Busson conoce bien a Montenegro. O, al menos, todo lo bien
que un gacetillero puede conocer a un hombre tan inasible. De hecho, cuando
el famoso juicio por el asunto del Rembrandt, él fue uno de los periodistas
que contribuyeron a convertir el caso en ese apasionante folletín que mantuvo
enganchados a los lectores durante semanas. El primero que comparó a
Roberto Montenegro con Arsenio Lupin, convirtiéndole en un personaje
novelesco.
Así que Félix tiene una mesa para dos reservada en el Grill dentro de un
rato, con la esperanza de que un buen vino y la mejor carne le desaten la
lengua al muy bribón.
Las puertas del ascensor vuelven a abrirse y el periodista pega un
respingo. Ahí está de nuevo Léon Castel. Viste con formalidad, algo
aprestado, y su atavío rechina un poco entre los relajados atuendos matutinos
de los huéspedes del hotel pero, constata Félix, no lleva ningún maletín
consigo.
Léon, que camina cabizbajo, se sobresalta al encontrárselo a su lado:
—¡Buenos días, Castel! ¿Cómo usted, tan de buena hora, por aquí? ¡Hacía
tiempo que no nos veíamos! Una visita profesional, supongo. Espero que nada
grave. —⁠Sonríe efusivamente, sacudiendo la mano del médico, que farfulla
algo incomprensible.
A Castel le cuesta encontrar las palabras y mira de soslayo una y otra vez,
como si temiera que hubiese alguien escuchando:
—No, no… Solo ha sido una visita de cortesía. Un colega. De París. He
tenido que venir temprano porque he quedado para jugar al golf… Con
Emma. Mi mujer. Mientras la nanny lleva a la niña a la playa…
Aprovechando que hoy tenemos sol otra vez.
La incomodidad del pobre hombre es notoria. Pillado de improviso, habla
embarullado y casi tartamudea.
A Félix le da un poco de lástima. ¿Está intentando disimular? Porque,
desde luego, esa es la peor manera. Si le hubiera dicho que viene de visitar a
un paciente, sin más añadidos, no le habría extrañado lo más mínimo. Aunque
no lleve el maletín. Pero como todos los que no saben mentir, se está

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embrollando en una sarta de explicaciones que nadie le ha pedido y que
resultan la mar de sospechosas.
Se despide de él sin insistir, y le observa salir del hotel con paso rápido y
huidizo. Luego se acerca al mostrador de recepción.
Un joven espigado le saluda con cortesía. Oriot sonríe. Ambos se conocen
y se entienden.
—Buenos días. ¿Desea algo el señor? —⁠pregunta el recepcionista con
indiferente gentileza.
—Buenos días —responde Oriot en el mismo tono neutro⁠—. ¿Sería tan
amable de informarme de si ha llegado al hotel una persona a la que estoy
esperando? Si me permite una tarjeta, le escribo su nombre.
—Por supuesto.
El recepcionista le entrega la tarjeta con eficiencia profesional. Oriot
extrae la pluma del bolsillo y garabatea:
¿A quién ha venido a ver el hombre al que acabo de saludar?

El recepcionista recoge el cartón sin mudar el gesto:


—Déjeme que lo compruebe, señor. —⁠A continuación, hojea el libro de
registro, con la misma atención que si realmente estuviera buscando un
nombre en él⁠—. Sí, señor, sí que está aquí. De hecho, me ha pedido que si
alguien preguntaba por él a lo largo de la mañana, le indicara que podía
encontrarle en esta dirección.
El joven coge otra tarjeta y escribe a su vez. Oriot lee:
Mr. Eliot Kaplan

Deposita un billete en la mano del empleado del hotel con discreción,


dándole las gracias, y se guarda la cartulina. Luego se dirige hacia la puerta
trasera del hotel y sale al pequeño patio normando que hace frente al mar.
¿Eliot Kaplan? ¿El millonario americano que acompaña a la duquesita
rusa y a Roberto Montenegro?
Un hombre interesante. Félix se acercó ayer mismo a él en las carreras y
se presentó, y el americano le invitó a tomar una copa. Le pareció un tipo
reservado pero afable. Le habló de su pasión por el arte europeo y le dio
permiso para que reflejara su charla en El Mensajero sin ningún
inconveniente.
Solamente se mostró algo huidizo cuando le preguntó por su relación con
Roberto Montenegro. Los habían visto juntos en el restaurante del Normandy.
¿Quizá era su afición al arte lo que los unía? Kaplan sonrió, ladino, y

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prometió contárselo más adelante. En unos días iba a anunciar algo muy
interesante, añadió, enigmático y con un deje de orgullo.
Desde luego, no parecía un hombre enfermo, piensa Oriot, evaluando la
posibilidad de que el cuñado de Gabriel haya acudido a atenderle por alguna
dolencia. Aunque, entonces, ¿a cuento de qué el secretismo? Lo normal
habría sido decirle que venía de visitar a un paciente, sin dar más detalles.
Nadie le estaba pidiendo que cometiera ninguna indiscreción ni diera ningún
nombre.
No, una simple visita profesional no encaja ni con los nervios ni con el
disimulo de Castel.
¿Por qué le habrá mentido?
A saber. La verdad es que no se lo imagina escondiendo nada relevante. Y
es posible que esté viendo fantasmas. Pasar tantas horas a la caza de rumores,
negocios y romances ocultos le acaba pasando factura a cualquiera. Pero se ha
quedado con la mosca detrás de la oreja.
Hunde las manos en los bolsillos, bien plantado, con las piernas abiertas y
los ojos cerrados al sol. Lo más sencillo sería hablar con Gabriel. Pero no se
fía. Ayer, cuando el muy caradura acudió a la redacción a entregarle las
fotografías que había hecho para el periódico, Félix aprovechó para sacar a
relucir lo que le había contado Dora Vernon y preguntarle por su amistad con
Montenegro. Pero el cabrón se cerró en banda. Primero le dijo que eso era una
fantasía de la inglesa. Y cuando le acorraló, acabó replicando, con chufla, que
le preguntara al interesado directamente. Se despidieron casi de malos modos.
Seguro que si vuelve a intentarlo el hijo de mala madre se sale otra vez por la
tangente.
Con todos los favores que le ha hecho desde que se conocen…
Es un mal amigo.
Y va siendo hora de hacérselo saber.

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La llamada de Emma ha sorprendido a Dora cuando estaba a punto de salir a
la calle para hacer su ronda matutina de las Tablas.
Léon otra vez. Anoche no pegó ojo, le ha dicho su pobre amiga. No paró
de dar vueltas y vueltas en la cama. Hasta que se levantó y se marchó del
dormitorio. Al cabo de un rato Emma decidió ir a buscarlo y se lo encontró
fumando en el salón, mirando fijamente por la ventana, pero él no quiso
decirle qué le pasaba. Cuando le preguntó si tenía algo que ver con el
misterioso hombre del tren, su marido le repitió, con un punto de impaciencia,
que no tenía por qué preocuparse por ese asunto, que ya le había dicho que no
lo conocía de nada y el tema estaba en manos de la policía.
Le dolía el estómago, eso era todo, y no conseguía dormir. En cuanto
regresara a París le pediría a un colega del hospital que le hiciera una revisión.
Pero Emma sabe que algo ocurre. Esta mañana tenían planeado ir a jugar
al golf los dos juntos y, sin embargo, Léon se ha marchado a visitar a un
paciente al hotel Normandy. Ha cogido el maletín y ha salido de casa hace un
rato, diciendo que era una urgencia. A pesar de que el teléfono no ha sonado
en toda la mañana.
Sí, Emma está convencida de que su marido le oculta algo grave y,
aunque ayer prometió que tendría paciencia, no se ve capaz de mantener su
palabra. Hasta había pensado en seguirle para comprobar que no le había
mentido, le ha confesado a Dora.
Ella ha intentado calmarla. Tiene que fiarse de Léon. Su marido es
incapaz de hacer nada que pueda ponerlas en peligro ni a ella ni a la niña. Son
lo más importante del mundo para él. Pero si se quedaba más tranquila… Ella
estaba a punto de salir de casa, ¿quería que se acercara al hotel para
comprobar si Léon estaba de verdad allí?
Emma ha tardado en responder. Y Dora no la ha dejado dudar. Le ha
dicho que lo dejara todo en sus manos y ha colgado el auricular.
Así que ahí está ahora, apoyada de manera conspicua en el muro del
Normandy, junto a su bicicleta, a unos cincuenta metros del coche de Léon,
simulando que espera a alguien. El plan es aguardar a que el marido de su
amiga salga del hotel y hacerse la encontradiza. Pedirle que la invite a tomar

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un aperitivo y charlar un rato con él a solas. Entre amigos. Hacerle
comprender que puede confiar en ella.
Sin embargo, cuando por fin le ve salir del hotel, cambia de opinión de
inmediato. Léon se dirige hacia su coche con un paso tan presto y huidizo que
parece que alguien le persiguiera. Dora se da cuenta de lo torpe que resultaría
atropellarle a la carrera para proponerle tomar nada. Además, advierte
escamada, el marido de su amiga no lleva ningún maletín, a pesar de que
Emma le ha dicho que lo ha cogido antes de salir de casa.
Como en una mala película de espías, decide seguirle. No es complicado.
Hay tanto tráfico en estas fechas que los coches avanzan bastante más
despacio que las bicicletas. Le basta con pedalear tranquilamente y
mantenerse a cierta distancia, hasta que, al llegar a la plaza Morny, Léon
aparca el vehículo y entra con paso decidido en el estudio de fotografía de
Gabriel Caron.
Dora se detiene y emite un bufidito.
Lo sabía. Sabía desde el principio que Gabriel estaba detrás de lo que
fuera que estuviera sucediendo. Seguro que está enredado en algún asunto
cuestionable en el que ha implicado a Léon. El hermano de su amiga nunca le
ha parecido a Dora trigo limpio, con esos aires de suficiencia y esas ínfulas de
veraneante ocioso, cuando si sobrevive es gracias a un negociete de medio
pelo.
Solo hacía falta escucharle el otro día, hablando de Roberto Montenegro
en casa de Emma y Léon con ese tono de aburrimiento para comprender que
era un esnob. Sin contar con que, después de darse tanta importancia, ni les ha
presentado aún al pintor sevillano, tal y como prometió, ni parece siquiera que
haya tenido contacto con él. Nadie los ha visto juntos. Así que Dora empieza
a pensar que no solo Gabriel, sino también Emma exageraban al hablar de su
amistad.
Ella, por el momento, solo ha visto al famoso personaje de lejos. Desde la
barra del Normandy, dos días atrás, y de nuevo anoche, en la terraza del
casino. Acompañado otra vez por la rusa del collar con forma de pájaro.
Estaban solos los dos en una mesa en penumbra. No se tocaban, no hubo
ningún gesto íntimo entre ellos. Pero a Dora le dio la impresión de que si
intentaba acercarse a saludar la mujer le silbaría como una culebra para
espantarla. De que, con la excepción de su acompañante, cuantos la rodeaban
le parecían pequeños y desdeñables. Tristes integrantes de la rutinaria ronda
de diversión y remordimientos, infidelidades y amoríos fugaces de la ciudad.

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Echa un vistazo rápido a la puerta del estudio de fotografía, dudando.
Léon llevará apenas cinco minutos dentro. No sabe si esperarle o…
Dora no es alguien a quien le guste perder mucho tiempo en
elucubraciones. Apoya la bicicleta en la pared y empuja ella también la puerta
del estudio con suma delicadeza, como si temiera molestar.
Tan despacio que ninguno de los dos hombres logra darse cuenta a tiempo
de que tienen visita, y Dora alcanza a escuchar las últimas palabras que
Gabriel, que está acodado en el mostrador, le dirige a su cuñado: «Tu nombre
no va a salir en la prensa, Léon. Ni Emma ni nadie se va a enterar de nada.
Seguro».
Justo en ese instante, Gabriel alza la vista, intuyendo su presencia, pero
Dora reacciona con rapidez y, para que no sospechen que ha escuchado nada,
sacude sus rizos rubios y sonríe, con toda la candidez de que es capaz:
—Buenos días, Gabriel. Muy buenos días, Léon. Estaba aquí enfrente, en
la sombrerería, y me ha parecido verte entrar y me he dicho, Dora, tienes que
ir a saludar inmediatamente. ¿Qué tal todo?

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Pierre Busson es alto, delgado y extraordinariamente bien parecido. El pelo
rubio cortado al ras ya le va clareando, constata Félix Oriot con cierto
regodeo, pero no hay duda de que esos ojos metálicos, ese bigotín altanero y
esos trajes impecables siguen causando estragos. Son cosas que hay que
aceptar. Cuando le conoció, hace más de una década, su compañero de mesa
le pareció un figurín amaneradito y delicadete, totalmente desdeñable. Pero a
la fuerza ahorcan y no queda más remedio que reconocerlo: su éxito con las
faldas es incontestable.
Los dos son buenos camaradas desde que tenían veintipocos años. Félix
fue quien introdujo a Busson en la redacción de un periódico por primera vez.
Aunque quien le ayudó a llegar lejos fue, cómo no, una mujer. Ni más ni
menos que la esposa del director, ya que cuando este se enteró de la relación
amorosa de su esposa y su subordinado, y su amigo tuvo que abandonar el
diario por patas, fue ella quien se encargó de buscarle una posición en la
capital, en la redacción de Le Petit Parisien, donde tenía contactos familiares.
El camarero deposita el costillar que han pedido en el centro de la mesa y
rellena sus copas de vino tinto. Han aprovechado los entrantes para ponerse al
día. No se ven desde el verano pasado y Félix tiene mucho que contar: sus
ambiciones, sus planes, la puesta en marcha de El Mensajero. Le ha traído a
Busson un par de ejemplares para que los ojee.
—Oye, esto no está mal del todo… Nada mal. ¿Y dices que solo tienes
dos chicos en plantilla?
—Más un par de fotógrafos que nos ayudan y los espontáneos que me
traen rumores a cambio de unas pocas perras. Me mato a trabajar. Ni duermo
ni como. —⁠Ríe, consciente de lo poco verosímil de la afirmación mientras se
enjuga la grasa de los labios con una costilla de cerdo en el plato⁠—. Pero es
cuestión de aguantar el tirón. En nueve días se corre el Gran Premio y las
piezas de caza mayor regresan a casita.
—Es un trabajo excelente, qué quieres que te diga. Popular pero incisivo.
Y has conseguido buenas entrevistas con personajes difíciles.
—Aquí todos bajan las defensas… Son más abordables que en el día a
día.

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—Pues te vas a hacer un nombre. Al final voy a tener que preocuparme
por mi puesto.
Busson bromea, pero su tono tiene un toque afilado, de puesta en guardia.
Quizá tema que le haya invitado a comer para pedirle trabajo.
—No te alarmes, que no doy el tipín de dandi. Además, ya tengo
pretendientes. Lo que debería preocuparte es que te haga la competencia y te
robe todos los pelotazos.
Ambos saben que es una broma. A Busson no le inquietan esas minucias.
Félix se ha fijado en sus gemelos de oro y en su corbata de seda. Demasiada
elegancia para que la sustente un simple salario de plumilla, por mucho
redactor jefe que sea y mucha popularidad que tenga su firma. No hay ningún
periodista, ni en provincias ni en París, cuyo sueldo permita dispendios.
La conversación continúa en el mismo tono de chacota durante un buen
rato. Solo después de los postres se reclina Oriot en la silla, se desabrocha un
botón y pronuncia un «Bueno, vamos a lo que vamos».
Busson sonríe, apoya un codo en la mesa:
—Hora de pagar la pitanza, ¿eh? Dime, ¿por dónde van los tiros?
—Elena Ivánovna Volóshina. Una rusa blanca. Veintitantos. Muy guapa.
¿Te suena?
—No. ¿Tendría que conocerla? —⁠responde Busson, y alza la mano para
llamar a la cigarrera, que se acerca a ellos con su caja colgada del cuello⁠—.
¿Un par de habanos para acompañar el Calvados?
—Quizá a ella no, pero a su familia seguro que sí. Es hija de aquel duque
ruso que se jugó hasta los calzoncillos contra tu amigo Montenegro hace siete
años y lo perdió todo.
Busson achica los ojos. Es obvio que la mención del sevillano le hace
presagiar una conversación más interesante de lo que había previsto. Conoce
al personaje al dedillo, ha escrito a menudo sobre él y Félix está convencido
de que sabe bastante más de lo que ha publicado.
—Sí. Ya sé quién es la rusa —⁠responde, acercándose el cigarro al oído y
haciéndolo crujir entre los dedos⁠—. Una yegua de gran premio, sin duda.
—Pues te voy a contar algo que te va a llamar la atención. La otra noche
estaba en el bar del Normandy, tomando un trago, y me los encontré a los dos
allí, a la rusa y a Montenegro. Y me dio la impresión de que tenían una
relación estupenda. —⁠Hace una pausa para concentrarse en cortar el cigarro
con el cortapuros⁠—. Curioso, ¿no?, teniendo en cuenta lo que le hizo a su
padre…
—Es peculiar, desde luego.

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El tono de Busson ha adquirido una untuosidad golosa y Oriot se pone en
guardia para no dejarse pisar el terreno. Su colega tiene un talento especial
para detectar los rumores con mimbres para convertirse en historias que
atrapen al público, y es un maestro tanto en dotarlas de enjundia como en
utilizar su poderosa red de contactos, labrada a lo largo de los años.
Fueron, por supuesto, las mujeres quienes le ayudaron a subir el primer
peldaño de esa escalera de pagos y favores que le ha conducido a la posición
dorada que ahora disfruta cuando, recién llegado a la capital, rondaba por las
noches, medio muerto de hambre, por los teatros de los bulevares. Las
actrices siempre guardan secretos sobre los políticos y empresarios que ven a
escondidas, y el muy cabrón, con esos aires de galán de cine, sabía
apañárselas para que se los acabaran revelando. Pero Oriot no le quita mérito.
Otro más torpe habría cometido el error de publicar lo que le contaban. Él no.
Siempre tuvo claro que comprar la amistad de un poderoso era mucho más
inteligente que granjearse un enemigo.
Por eso Félix está convencido de que Busson tiene algún asunto a medias
con el hombre que a él le interesa.
—Te aseguro que si hubieras estado allí a ti también te habría dado que
cavilar. —⁠Aspira hondo mientras hace girar el puro para asegurarse de que
prende de modo regular⁠—. Primero me planteé hacerles un hueco en El
Mensajero, en la sección de «Ecos». Pero luego pensé… Aguarda, Félix,
Montenegro es el personaje más interesante del verano, no te precipites. A lo
mejor si hablas con alguien que le siga desde hace tiempo, alguien que le
conozca más allá de lo que repite todo el mundo, sacas algo con más chicha…
—¿Y has pensado en mí? ¿Qué sé yo de lo que ocurre en Deauville? En el
periódico solo me dejan escaparme una semana al año. Y acabo de llegar.
Con una sonrisa socarrona, Oriot introduce la mano en el bolsillo interior
de la chaqueta y pone sobre la mesa unos recortes de periódico: son las
primeras noticias que publicó Busson en Le Petit Parisien sobre el Van Dyck
falso, hace un par de semanas. En todas, invariablemente, aparece el nombre
de Roberto Montenegro. Nada concreto. Solo insinuaciones veladas.
Busson sacude la cabeza:
—¿Esto? Pero si no es nada. Me gusta meter su nombre en una pieza de
cuando en cuando si no hay nada reseñable que decir sobre él en un tiempo.
Lo hago con todos los favoritos de los lectores. Para mantenerlos vivos.
Como si fueran personajes de folletín.
—Ajá. Muy convincente. Si no fuera porque esta semana has dejado de
mencionarle… Justo cuando habéis empezado a publicar esto otro. —⁠Saca del

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bolsillo otro recorte. Se trata del anuncio de la próxima apertura al público de
la colección privada de Roberto Montenegro, que aparece en la última página
desde hace unos días⁠—. Venga, Busson, que no he nacido ayer y tú mismo
me has enseñado cómo funciona el negocio. ¿Qué es lo que hay? Entre
colegas. Si habéis llegado a un acuerdo, punto en boca, te lo prometo. Sabes
que soy de fiar.
La sonrisa de Busson admite, sin lugar a dudas, que sus sospechas no van
muy desviadas:
—Imposible. No es solo cosa mía. —⁠Le da una calada honda al puro⁠—.
Voy a medias con el periódico.
A Félix no le resulta extraño. Si no hay redactor que llegue con holgura a
fin de mes solo con su sueldo, tampoco hay periódico que sea rentable por sí
mismo.
Ni el dinero de los abonos, ni el de las ventas, ni la publicidad han bastado
nunca para sostener una publicación, ni tan siquiera las más leídas. Por eso
sus responsables practican todos juegos similares: una discreta donación por
parte de un ministerio asegura un enfoque adecuado de la información
política, una generosa dádiva de un financiero garantiza una pieza optimista
sobre los rendimientos futuros de las acciones de una empresa. Los diferentes
acuerdos a los que puede llegar un diario son variadísimos.
Oriot sacude la ceniza de su cigarro, preguntándose cuál será la mejor
estrategia para hacer hablar a su colega. Porque no piensa levantarse de esa
mesa sin conseguirlo. Podría invocar su vieja amistad o alguno de los favores
que Busson le debe desde la noche de los tiempos. O volver a atacar desde
otra banda:
—¿Y de la rusa? ¿Tampoco puedes hablar?
—Mira, de ella sí que podría, porque no sé nada de nada. —⁠Busson
levanta la vista para pedir que les rellenen las copas justo cuando uno de los
camareros se acerca presuroso. Viene a avisarle de que tiene una llamada
telefónica. Una conferencia de París⁠—. Discúlpame un momento, Félix. He
dejado dicho en el hotel que comía aquí, por si intentaban localizarme.
Oriot agradece el momento para reflexionar a solas.
Hay una palabra que ningún periodista pronuncia jamás y que, sin
embargo, es la única que se ajusta a una práctica tan extendida en el gremio
que pocos diarios sobrevivirían sin recurrir a ella.
Extorsión.
El método tiene sus variantes. En ocasiones, se organiza un ataque en toda
regla y una publicación embiste sin miramientos contra la reputación de una

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empresa o un personaje público, pero la mayoría de las veces basta una
insinuación, la mención entre líneas de un nombre, como al descuido, en
relación con un asunto turbio, sin acusaciones claras. Una invitación tácita a
negociar.
No suele ser difícil llegar a un arreglo, y una de las fórmulas más sencillas
es, precisamente, establecer un contrato publicitario. El interesado paga la
inserción de unos cuantos anuncios a un precio desorbitado, exageradamente
superior a la tarifa habitual, y, de manera inmediata, la información indeseada
desaparece de las páginas del diario que, llegado el caso, publica incluso una
sentida disculpa y un desmentido. Más aún, si el proceso se lleva a cabo con
tacto y destreza, como Pierre Busson sabe hacer, todas las partes resultan
satisfechas. La víctima queda encantada de haber firmado, a cambio de un
precio asequible, un pacto con un poderoso aliado que, si los peliagudos
rumores volvieran a salir a flote en algún otro lugar, defenderá su
honorabilidad con uñas y dientes.
Por eso, cuando Oriot vio el recuadro publicitario que anunciaba la
apertura al público de la colección privada de Roberto Montenegro, lo tuvo
claro. Busson sabe algo sobre él. Algo que el sevillano quiere callar.
En cuanto ve a su colega regresar al salón prepara todas las baterías de
ataque, pero de inmediato se percata de su expresión glotona. Busson viene
saboreando algún tipo de información aún más jugosa que las costillas que se
han metido entre pecho y espalda:
—Hablando del rey de Roma… No te lo vas a creer. Era de la redacción,
¿y sabes para qué? Para ver qué puedo averiguar sobre tu querido
Montenegro. Desde luego, es el hombre de moda.
Se sienta y le hace un gesto al camarero para que rellene las copas de
Calvados. Al parecer, ha llegado al diario una información de la agencia
Havas. Una historia curiosísima sobre un cuadro perdido de Diego Velázquez,
una misteriosa pintora, unos condes italianos perseguidos por Mussolini y un
valiente contrabandista. Una historia de las que a él le gustan. De esas a las
que se les puede sacar jugo y convertir en una novela por entregas.
Y uno de los protagonistas es ni más ni menos que Roberto Montenegro.
—Faltan los detalles. Lo que ha llegado es solo el cable de agencia.
—Así que toda la prensa tiene la misma información. No es precisamente
una exclusiva.
—No, claro. —Busson apura la copa, impaciente⁠—. Por eso me han
llamado. Para que aproveche que estoy aquí, a ver si puedo sacarle algo antes

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de que entren en máquinas. Pero lo veo jodido. Tu amiguito nunca habla con
la prensa.
—Vaya. Pensaba que con vosotros haría una excepción —⁠responde
Oriot⁠—. Al fin y al cabo, tenéis una relación especial. Os compra un espacio
de publicidad diario.
Busson hace una mueca:
—No, ese no es el trato. Lo que tenemos es un pacto entre caballeros.
Nosotros retiramos la información errónea que estábamos publicando y él, en
reconocimiento a nuestra profesionalidad, nos ha escogido para insertar unos
anuncios privados. No quedan deudas entre nosotros. Y los acuerdos hay que
respetarlos siempre para garantizar la confianza de los clientes y que el
negocio siga funcionando…
—¿Entonces?
—En la redacción se rumorea que el cliente es un millonario americano,
pero no saben más. Están llamando a todas partes para averiguar su nombre y
abrir con algo que nadie más tenga.
Félix Oriot sonríe y le pega una calada larga a su puro, arrellanándose en
la silla con actitud de pachá. Porque, mientras Busson traza estrategias en
balde, él acaba de unir los puntos que forman el retrato oculto del enigmático
comprador. O eso cree.
Hay un millonario americano al que ha visto últimamente acompañado
por Roberto Montenegro. Un apasionado del arte europeo. Que ayer mismo,
con un whisky en la mano, le reveló que pronto tendría algo que anunciar.
«Un descubrimiento deslumbrante», fueron sus palabras exactas.
—A lo mejor yo puedo decirte quién es el comprador…
—¡No jodas!
—Es una sospecha. Verificarlo es cosa tuya. Pero creo que te será más
fácil que con Montenegro. Si es quien pienso, me da en la nariz que tiene
ganas de que se sepa. Pero no puedes mencionar mi nombre. Bajo ningún
concepto. Quiero que me conceda una entrevista en profundidad y no quiero
enfadarlo.
—Si el chivatazo es bueno te debo una.
—No, no, no, déjate de deudas. Yo te doy y tú me das. Yo te ayudo con
esto y tú me ayudas a mí. Algo está pasando con Montenegro y la rusa. Ahí
hay una historia. Pero necesito conocer más al personaje. Y tú sabes cosas.
Busson suspira:
—No puedes publicar nada. Ni en El Mensajero ni en ningún otro sitio. Se
lo cuento a un amigo, no al periodista. En Le Petit Parisien respetamos

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nuestros compromisos.
—Soy una tumba.
—Te advierto de que te va a desilusionar. Es una historia de hace casi diez
años y no hay pruebas firmes contra Montenegro, solo el testimonio de un
cómplice chivato. Y te lo repito, no tiene nada que ver con la rusa.
—No te preocupes, soy un tipo muy fácil de contentar. Estoy seguro de
que por nimio que sea lo que tienes, sabré darle provecho.

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—He hablado con Kaplan dos veces desde esta mañana. Tu cuñado no ha
podido hacerlo mejor. En serio. La venta está casi cerrada. Dile que esté
tranquilo.
—Pues él no piensa lo mismo. Está hecho un manojo de nervios.
—Ya se serenará. De verdad, todo ha salido bien.
La voz de Roberto, al otro lado del auricular, transmite una completa
calma con un punto de condescendencia. Un profesional dando lecciones a los
novatos.
—Entonces, ¿cómo es que la compraventa no está aún cerrada del todo?
—Porque supongo que Kaplan le estará investigando.
—¿A Léon?
—Claro. Qué menos que un barrido rápido para asegurarse de que tu
cuñado es al menos quien dice ser, que no tiene cuentas pendientes con la
justicia y que ha estado en Italia en las fechas que dice. Precauciones
mínimas. La mayoría de los compradores ni se molestan en verificar esas
cosas, pero es algo elemental.
No es la primera vez que a Gabriel le llama la atención lo medido que
tiene Roberto todo el procedimiento. Está claro que tiene aún más experiencia
en este tipo de negocios de la que imaginaba.
—Seguramente tienes tú razón. Creo que lo que a Léon le ha puesto tan
nervioso ha sido encontrarse con Félix. No se lo esperaba y se ha
embarullado.
—Bueno, pues que no se preocupe más. Kaplan me ha insinuado a medias
palabras la posibilidad de pedirle que hable con la prensa, pero es
perfectamente consciente de que no puede ser. No ha insistido lo más
mínimo.
Roberto habla del asunto con tal deje de rutina que Gabriel decide dejar de
porfiar. Aunque le sigue preocupando que Léon, en vez de encontrarse
aliviado, estuviera hoy mucho más nervioso que ayer y, sobre todo, más
enfadado. No está claro si consigo mismo, con las circunstancias o con quién.
Esta mañana ha ido a verle al estudio nada más reunirse con el americano.
Le ha pedido disculpas mil veces por haber puesto en riesgo a su familia y ha

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insistido, Gabriel no sabe en cuántas ocasiones, en advertirle que tuviera
cuidado con la gente con la que Roberto hacía negocios. Kaplan le había
tratado como un caballero. Pero los dos hombres que le acompañaban tenían
una forma de observar y, sobre todo, de callar, que le recordaba mucho al
griego Nikolopoulos. Tenía que tener mucho cuidado con su amigo.
Gabriel duda también si contarle a Roberto lo que ha sucedido con Dora
Vernon. Está convencido de que no tiene importancia. Es posible que la
inglesa haya oído algo de lo que Léon y él estaban discutiendo cuando ha
entrado al estudio inesperadamente, pero es imposible que haya entendido
nada.
Si fuera cualquier otra persona no le dedicaría ni un minuto a darle
vueltas, pero esa mujer es tan cotilla que, si ha llegado a tiempo de oírlos
hablar de la prensa y de su intención de mantener en la ignorancia a Emma,
capaz es de irle con el cuento a su hermana, aunque no sepa de qué estaban
tratando.
Pero Roberto no le da la más mínima importancia:
—¿Qué es lo peor que puede pasar? ¿Que Léon tenga que darle
explicaciones a tu hermana? La información no va a salir de las cuatro
paredes de su casa. Y, a fin de cuentas, Emma se merece saber lo que ha
ocurrido. Es su familia, después de todo. Y la estáis manteniendo a oscuras.
A Gabriel no se le ocurre qué replicar. Le molesta que Roberto se tome las
cosas con tanta ligereza, pero también le hace gracia que defienda a su
hermana de esa manera. Eso es que aún le guarda cariño, después de tantos
años, y es algo que le agrada.
Se deja convencer. Además, él tampoco es muy dado a agobiarse por
anticipado. Su estado de alerta es culpa de Léon, que le ha contagiado su
humor convulso. Lo que deberían hacer es celebrar que todo ha salido bien.
—Esta noche no estoy libre —⁠responde Roberto tras una pausa breve⁠—.
Pero mañana quiero quitarme de en medio temprano. Van a salir publicadas
las primeras informaciones sobre el lienzo y no me apetece soportar a los
periodistas desde primera hora.
—¿Y a dónde quieres ir?
—Se me ocurre que podríamos coger el coche y hacer una excursión a
Cambremer. No he vuelto desde que acabamos la escuela. Y seguro que tú
tampoco has estado allí desde que se marcharon tus padres. Podemos hacer un
pícnic a orillas del Dives, como en los viejos tiempos.

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Jacob apura su aguardiente de un trago y paladea ruidosamente el regusto que
le ha quedado en el paladar y en la lengua. Félix Oriot le pega un sorbo más
comedido al suyo. Es ya el tercero y aún es temprano.
Es una de las pocas noches que Jacob tiene libres durante el verano, y esa
taberna de maderas desvencijadas, abierta al arenal de la playa, en la que se
refugian los pescadores de Trouville, es el lugar donde es más fácil
encontrarlo en esas ocasiones. A Félix no le ha costado apenas dar con él. Ha
encargado una botella para los dos y le ha pedido que le cuente otra vez la
historia del ruso de Biarritz y Roberto Montenegro. Lo que ocurrió
exactamente aquel día.
Jacob se encoge de hombros. No tiene nada nuevo que contar. El príncipe
muerto de hambre. Una burla. Una discusión tonta. El mano a mano entre los
dos. La firmeza inmisericorde con la que Roberto Montenegro había
despojado a su rival. El círculo de espectadores curiosos. La implacabilidad
con la que el azar se había puesto del lado del sevillano.
No tiene ni idea de qué fue del cuadro después de que el ruso lo perdiera.
Ya se lo ha dicho otras veces. Los asuntos artísticos no le interesan. Lo suyo
es el juego.
Pero eso Félix Oriot no necesita preguntarlo. Se lo ha contado Busson,
que es quien mejor conoce esos aspectos de las hazañas de Montenegro. El
lienzo está en Ginebra, en un museo privado. El tahúr lo vendió poco después
de la partida de Biarritz por unas decenas de miles de dólares.
Una pequeña fortuna para un ciudadano corriente y moliente como él o
como Jacob, pero una cantidad nimia para un Montenegro, acostumbrado a
comprar y vender lienzos de grandes maestros por cantidades muchísimo más
importantes. Decía muy poco a favor del personaje que hubiera arrebatado al
viejo su tesoro familiar por una cantidad menor. Por eso, en los tiempos en los
que cubría el juicio del Rembrandt, Busson solo había rozado de soslayo ese
detalle.
Había optado por destacar lo glamuroso del escenario y del mano a mano
de Biarritz, pasando de puntillas por los detalles que arrojaban una luz más
sombría sobre Montenegro. Quería que el público lo adorara y comprara

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periódicos para saber más de él y, por lo tanto, no podía pintarlo como un tipo
cruel y avaricioso.
Oriot no tiene ese problema. Hace ya tiempo que el público idolatra a
Montenegro. No tiene que preocuparse por cuidar su reputación para vender
ejemplares. Más bien al contrario. Daría un par de años de vida por encontrar
algo que desnudase aunque fuera un ápice al personaje. Que, además, le
resulta antipático. Tampoco estaría de más hacerle pagar por sus aires
desdeñosos. Las dos veces que ha intentado acercarse a él, desde su llegada a
Deauville, para presentarse y proponerle una breve entrevista, el sevillano se
ha negado a hablar con una displicencia insultante. Por lo visto, se cree por
encima de los presidentes de Gobierno y los maharajás.
Vuelve a rellenar ambos vasos.
—¿Y de la hija del ruso, sabe algo?
—¿Qué hija? Si no frecuenta los casinos, no la conozco —⁠responde
Jacob.
Oriot extrae del bolsillo la fotografía de Elena Volóshina y Kaplan que
tiene previsto publicar mañana en El Mensajero para ilustrar el anuncio de su
compromiso.
Jacob alza las cejas en un gesto de aprobación. La rusa luce un vestido de
satén pegado al cuerpo que permite adivinar todas y cada una de sus curvas.
—Claro que la conozco. El año pasado no apareció por aquí, pero otros
veranos sí. Con tipos distintos. No es una gran jugadora. Apuesta con las
fichas que le proporcionan sus acompañantes y, aun así, es bastante
circunspecta. No le gusta tirar el dinero.
—¿Y antes de este verano, se la había visto alguna vez con Montenegro?
—¿En un casino? No que yo sepa. Pero no tengo ojos en todas partes.
Durante un rato, cambian de tema. Jacob le habla, en su estilo lacónico, de
un par de episodios acaecidos en su pequeño reino de tapices verdes y
fortunas azarosas, y Félix toma nota, meticuloso, calculando cuánto más de lo
habitual tendrá que deslizarle al comisario de forma discreta en la palma de la
mano esta noche, antes de despedirse, a cambio del favor que está a punto de
pedir.
Sabe que Jacob no ha pisado París desde hace años y que niega tener
información sobre nada que no ataña directamente al Servicio del Juego, pero
eso no le impide sacar a relucir de cuando en cuando a sus viejas amistades de
la Prefectura.
Cuando pronuncia el nombre de la persona que le interesa, el comisario le
escucha con la misma expresión imperturbable con la que circula, casi todas

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las noches, entre las mesas del casino:
—¿Claude Marchal? ¿El abogado?
—El mismo. Está metido en un enredo judicial por comerciar con un Van
Dyck falso. Los detalles técnicos los tengo más o menos claros, me los ha
explicado un colega. Lo que me gustaría saber es si en el sumario de la
investigación se menciona a Roberto Montenegro. Y qué se dice exactamente.
Sé lo que Marchal le ha contado a mi amigo. Pero me gustaría saber qué es lo
que le ha dicho al juez.

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1921

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Septiembre fue un mes largo y extraño, suspendido entre los que habían sido
los tres días más fascinantes de nuestras vidas y el futuro que se resistía a
llegar. Por momentos parecía que el tiempo se había parado y octubre no
empezaría nunca. El día a día nos resultaba incongruente y casi irreal
comparado con los recuerdos resplandecientes que traíamos de Deauville.
Otras veces, en cambio, mirábamos atrás y no podíamos creer que ya
hubieran transcurrido dos, tres, cuatro semanas desde nuestro viaje a la playa.
A nuestro regreso, Roberto se quedó unos días en Cambremer para
despedirse de mis padres y mi hermana, y después yo lo acompañé a casa de
su familia, a pasar diez o quince días.
La granja en la que vivían su madre y una tía con dos niños pequeños
parecía sacada de uno de esos risueños lienzos costumbristas de mediados del
siglo XIX. Una fila de hayas rodeaba la finca, protegiéndola del viento. El
edificio principal era una vivienda amplia de piedra y ladrillo, con el tejado de
pizarra y los muros cubiertos de hiedra, y, dispersas sobre la hierba verde, se
alzaban el resto de las construcciones de madera y chamizo: el establo, el
granero, un palomar y un gallinero. Cerca de la casa estaban los manzanos,
que utilizaban para elaborar sidra. También había un huerto y un estanque en
el que chapoteaban patos y ocas, un riachuelo con un pequeño molino y un
lavadero de piedra, y varios perros peludos que correteaban por doquier.
La madre de Roberto lo supervisaba todo, pero tenía quien se ocupara de
la casa y manos de sobra para el campo y el ganado, así que nuestra ayuda no
era necesaria. Sin embargo, aprovechamos poco nuestra libertad. El clima
estaba lluvioso y había empezado a refrescar antes de tiempo, y eso contribuía
a acentuar esa mezcla peculiar de melancolía y expectación impaciente que
ambos nos habíamos traído de Deauville.
Roberto estaba especialmente taciturno. Andaba distraído y más callado
de lo habitual. Ya en Cambremer me había dado cuenta de que trataba a
nuestros viejos condiscípulos por compromiso pero tenía el corazón lejos.
Solo se animaba cuando hablábamos del verano y, sobre todo, de la fiesta
medieval de la playa.

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A mí no me molestaba su talante moroso porque yo tampoco me cansaba
de revivir nuestra aventura, pero me extrañaba que a él, a quien aguardaban
tantas posibilidades brillantes en el futuro inmediato, le estuviera costando
tanto desprenderse del hechizo.
Ahora creo que lo entiendo mejor. A Roberto nunca le había preocupado
el porvenir. Se dejaba llevar, confiado en que la suerte conduciría su navío a
buen puerto, del mismo modo en que veinte años atrás un temporal había
llevado a su padre, varado en país extraño, a los brazos de su madre, desde las
lejanas tierras de Andalucía. Y hasta ahora le había ido bien. El azar le había
depositado una inesperada noche de agosto en una tierra llena de maravillas.
Por eso no estaba interesado en explorar nuevos fondeaderos: solo le
preocupaba hallar el rumbo de vuelta al que había dejado atrás.
Aunque los habitantes de esa tierra perdida ya la hubieran abandonado
con la llegada de los días cortos del otoño.
Anna estaba de regreso en París. Eso lo sabíamos con certeza porque, de
algún modo, en nuestro hotelito de Deauville habían logrado entregarle
nuestra tarjeta de agradecimiento. Enseguida nos había llegado su respuesta,
en un sobre que decía, sin más: «Gabriel y Roberto. Escuela de Cambremer»,
y desde ese momento habíamos empezado a cartearnos.
Roberto y yo redactábamos las cartas juntos, aunque era yo quien las
escribía casi al completo, porque era a quien se le ocurrían más cosas que
contar. Él se quedaba en blanco cuando le pasaba la pluma y se limitaba a
añadir un par de líneas a pie de página.
Las respuestas de Anna llegaban con rapidez. Eran misivas breves, llenas
de juegos de palabras y adornadas con dibujos, en las que apenas hablaba de
su vida cotidiana. Solo sabíamos que su gran pasión era la danza y le dedicaba
todo el tiempo que podía. Casi todo eran pensamientos deshilvanados,
observaciones sobre los personajes que se cruzaba aquí y allá y ocurrencias
fantásticas. Recuerdo, por ejemplo, lo que me desconcertó leer en su primera
carta: «Ayer, cuando regresaba de visitar a una amiga, vi un gato gris sentado
en la acera que me guiñó un ojo al pasar. No le hice caso, pero esta mañana,
cuando salía de la modista, he vuelto a encontrármelo y ha vuelto a guiñarme
el mismo ojo. Naturalmente, me he acercado a preguntar qué quería y por qué
me estaba siguiendo, pero él se ha hecho el ofendido y me ha dicho:
“Disculpe, señorita, se lo tiene usted muy creído si piensa que me intereso por
su persona. Me ha entrado un poco de arenilla en el ojo, eso es todo”».
—No entiendo esta historia del gato. ¿Qué quiere decir?

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Roberto se encogió de hombros, pero cuando terminé de redactar nuestra
respuesta me pidió la pluma y añadió: «Un saludo muy respetuoso de nuestra
parte al señor Gato Gris. Dice la lechuza que anida en la tercera rama de la
izquierda del manzano más alto de nuestro huerto que para la arenilla en los
ojos lo mejor son unas gotas de cola de ratón cinco minutos antes de la
medianoche. Esperamos que se recupere pronto».
En poco tiempo me acostumbré a que todas las cartas que recibíamos,
prácticamente a vuelta de correo, contaran cosas semejantes y, aunque no
terminaba de comprender el juego, me encantaba leerlas.
Ya empezaba a emborronárseme el rostro de Anna de la memoria, porque
cuando pensaba en ella lo que veía eran siempre las imágenes fijas de las
fotografías que nos habíamos hecho, pero conservaba intactas todas las
sensaciones. El cosquilleo de las plumas de ave de color rosa, la calidez de la
piel de su brazo, la dulzura de sus palabras y la alegría de su risa. Y sabía a
ciencia cierta que era la chica más guapa del mundo. Cada vez que hablaba de
ella con Roberto sentía el mismo cosquilleo en el estómago.
Así que no había duda. Estaba total e irremediablemente enamorado.
Y seguro como estaba de que mis sentimientos perdurarían en el tiempo,
me pasaba las noches imaginando nuestro reencuentro al siguiente verano,
cuando yo me hubiera convertido en un hombre con más mundo y mucha más
experiencia.
Finalmente, llegó el mes de octubre. Roberto se instaló en El Havre para
seguir los cursos de la Escuela de Bellas Artes y yo me incorporé a mi puesto
de asistente en una escuelita rural, muy parecida a la que dirigía mi padre, a
cuarenta kilómetros al noroeste de Cambremer.
Tenía claro que aquello no era más que una etapa, un trámite con el que
ganarme la vida y ahorrar algo de dinero mientras estudiaba para el examen
de bachillerato. No quería trabajar de enseñante. Por eso había descartado
presentarme al examen de la Escuela Normal. Pero no imaginaba que el día a
día se me pudiera hacer tan cuesta arriba.
El responsable de la escuela era un hombre joven y soltero pero
desganado y poco hablador, que vivía con su madre. El alojamiento que me
había asignado, en la segunda planta, era un cuarto grande pero desangelado y
orientado al norte. Las comidas que preparaba la mujer, abundantes pero
insípidas. Y los aldeanos de mi edad pasaban el día trabajando en el campo y
tenían poca curiosidad por hacer amistad con el nuevo maestro.
Echaba de menos a mi familia y me sentía triste y solo, así que pasaba el
tiempo libre estudiando en mi habitación como una fiera para aprobar con

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nota el examen de bachillerato a final de curso. Si todo salía bien, al año
siguiente dejaría la escuela y me instalaría en Caen o en Rouen para estudiar
Derecho.
No porque me atrajeran las leyes. Seguía teniendo claras mis ambiciones.
Pero no tenía contactos, ni experiencia profesional, ni siquiera dinero para
comprar material fotográfico, de modo que se imponía algún tipo de
estrategia. Lo primero era escapar del campo y la aldea. En la ciudad
encontraría espíritus afines y puertas a las que llamar. Y los estudios eran la
mejor coartada.
Mi padre estaba dispuesto a ayudarme dentro de sus modestas
posibilidades, pero antes tenía que ganarme la plaza aprobando por libre el
peliagudo examen de bachillerato, así que los jueves, como no había clase, los
pasaba en El Havre, donde un profesor jubilado me ayudaba a repasar y me
adiestraba en las destrezas necesarias para el examen.
Me las había apañado para que en la escuela me dejaran salir pronto los
miércoles, y, en cuanto sonaban las campanas de las dos cogía la bicicleta y
pedaleaba durante una hora hasta el embarcadero, donde subía al trasbordador
que cruzaba el Sena, remontaba el canal de Tanquarville hasta El Havre y, al
atardecer, me plantaba en la buhardilla que la familia de su madre le había
prestado a Roberto, dejaba allí mi muda limpia y, en cuestión de minutos,
saltábamos a la calle, rumbo a alguno de los restaurantes y cafés baratos que
frecuentaban los estudiantes.
Roberto, por su lado, se había adaptado a las exigencias de su escuela sin
inmutarse. Absorbía las enseñanzas académicas con una facilidad natural,
recortando a marchas forzadas su desventaja de partida con respecto al resto
de los alumnos, que llevaban años estudiando perspectiva, proporción o
anatomía humana.
Sus compañeros de clase se quejaban del academicismo de la instrucción
que recibían. Los profesores eran carcamales, dinosaurios que se creían
modernos solo porque apreciaban el impresionismo. Ellos, en cambio,
admiraban a Picasso y Matisse, a Chagall, Delaunay y Léger, nombres que ni
Roberto ni yo habíamos escuchado en la vida. Sobre todo, renegaban de las
horas que pasaban reproduciendo a mano alzada láminas con figuras
geométricas o partes del cuerpo humano, de las sesiones de dibujo del natural
o de la obligación de realizar copias de los cuadros de los grandes maestros
que coartaban su creatividad.
A él, en cambio, aquello no le molestaba en absoluto. Reproducía con
desconcertante soltura los modelos de esculturas griegas y romanas que les

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proponían los instructores, modelaba manos y pies, y remedaba
composiciones clásicas con absoluta fidelidad y sin buscarle tres pies al gato.
Yo me había planteado si sus compañeros no le harían de menos. A mí,
que los escuchaba discutir sobre lo divino y lo humano una vez a la semana,
me intimidaban. Me resultaban cultos y sofisticados. Y Roberto era un
pueblerino que había desembarcado en la escuela sin la más remota idea de lo
que era el cubismo. Pero su habilidad innata, la fluidez sin pretensiones con la
que llevaba a cabo cada tarea, sin inmutarse, les fascinaba. Le respetaban y
buscaban su compañía, y él parecía uno más del grupo. Aunque en ocasiones
se quedaba callado, sumido en sus pensamientos, y a mí me parecía que
escuchaba a sus amigos desde un sitio muy lejano.
Gracias a mis viajes a El Havre, el otoño se me hizo mucho más
soportable. La rutina de las solitarias e interminables jornadas en la escuela se
volvía mucho más llevadera en cuanto me despertaba los miércoles y
empezaba a contar las horas que faltaban para encontrarme en un café lleno
de humo, debatiendo sobre lo divino y lo humano con Roberto y sus
compañeros de clase.
Pero cada vez anochecía más temprano y a veces los caminos estaban tan
embarrados que eran impracticables en bicicleta. En ocasiones, no me
quedaba más remedio que quedarme toda la semana en la escuela y enviarle
los ejercicios por correo a mi tutor. En diciembre, entre ventiscas y nieves, no
pude viajar a El Havre más que un solo miércoles. Me pasaba el día en mi
cuarto, con la nariz en los libros, contando las horas que quedaban para el
permiso de Navidad, que por fin llegó y transcurrió en un vuelo. De esos
cinco días que disfruté con mi familia, en Cambremer, recuerdo sobre todo las
horas que pasé en la cocina con mi madre, charlando, y que Emma no paraba
de toser y nos tenía a todos preocupados.
La mañana de mi regreso a la escuela amaneció soleada y eso me dio
ánimos. Me dije a mí mismo que, ahora que empezaban a crecer las horas de
luz, me iría siendo cada vez más fácil retomar mis viajes semanales a El
Havre y me decidí a afrontar el resto del curso con entereza.
El día siguiente era miércoles y, como continuaba el buen tiempo, en
cuanto terminaron las clases subí a mi cuarto a coger la mochila, que había
dejado preparada la noche anterior, para salir corriendo hacia el muelle.
Entonces vi que me habían dejado una carta sobre el escritorio. La letra
era de Roberto:
Querido Gabriel, perdona que no te haya avisado antes, pero la verdad es que esto no
estaba planeado. Las próximas semanas no nos veremos. No sé cuándo volveré a la
escuela, ni si lo haré alguna vez.

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Esta mañana, después de pasar el día de Navidad con mi madre, estaba en la
estación de Rouen, esperando el tren de El Havre y, de repente, decidí subirme al de
París.
Me di cuenta de golpe, al verlo en el andén: no me apetecía regresar a las clases.
Lo que quería era volver a ver a Anna. Nada de lo que he hecho estos meses me
parece muy interesante cuando lo comparo con el pasado verano. Y no quiero esperar
meses.
Tengo un poco de dinero, no sé lo que me durará. Nada más llegar me he
acercado a casa de Anna pero no había nadie. El portero me ha dicho que siempre
pasan la Navidad fuera y que no regresarán hasta el nuevo año, así que me he alojado
en una pensión, cerca de la estación de Saint-Lazare. He pagado una semana por
adelantado, pero no está muy limpia y me parece muy cara, así que me mudaré en
cuanto pueda. Por eso no te mando la dirección.
En unos días te volveré a escribir para contártelo todo.

Roberto

Me senté en la cama con el papel en la mano. No lo entendía. Entonces,


¿los viajes a El Havre se habían terminado? Era lo único que alcanzaba a
pensar. Que tenía que resignarme a quedarme en la escuela, solo. Y no solo
ese día, sino todas las semanas siguientes. Durante meses y meses.
Todos los ánimos que había reunido para afrontar el resto del curso se
desmoronaron de golpe, y me invadió una congoja tan honda y tan sincera
como la de un niño pequeño.
¿Cómo iba a afrontar los meses que quedaban hasta final de curso? Yo
solo no tenía fuerzas. Ni para seguir con las clases ni para estudiar para el
examen de bachillerato. Nada merecía la pena. Me tumbé sobre la colcha
raída, escondí la cabeza entre los brazos y empecé a sollozar.
Si hubiera tenido que explicarle a alguien de dónde me venía un
desconsuelo tan enorme, no habría sabido decirle. No tenía ni idea de que se
pudiera sentir tanto hastío ante el futuro. Notaba un vacío enorme y, al mismo
tiempo, mi reacción me abochornaba. ¿Cómo era posible que la marcha de
Roberto me afectase tanto?
Ahora lo sé. Tenía diecisiete años. Un adulto, con el alma desgastada y
habituada a las mezquinas aflicciones cotidianas, me habría dicho sin duda
que me sofocaba por una nadería. Pero yo aún estaba incólume. Sabía darle a
cada cosa su categoría. Sabía que la amistad y la aventura eran mucho más
importantes que las dificultades para llegar a fin de mes, la batalla diaria en la
oficina o los desasosiegos familiares.
Cuando la vida aún es grande, los deseos espléndidos y el corazón
generoso, una traición así es por fuerza un crimen. E intuía —⁠no, sabía⁠—, sin
lugar a dudas, que sin Anna y Roberto estaba perdido. Que yo solo no tenía
ánimos ni fortaleza para salir adelante.

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Lo único que me aliviaba, por momentos, era el convencimiento de que
todo había sido un arrebato y Roberto no tardaría en volver a casa. ¿Qué iba a
hacer, solo y sin dinero, en una ciudad como París? En cuanto se diera cuenta
de que allí no pintaba nada, regresaría para terminar los estudios.
Pero al poco comprendía que eran ilusiones falsas. No iba a volver.
Aquella carta era una despedida en toda regla.
Era ya de noche cuando me incorporé. Vi en el espejo que tenía los ojos
hinchados como los de una tortuga. En esas condiciones no podía bajar a
cenar.
Apoyé la frente sobre el cristal helado de la ventana y me quedé un buen
rato mirando la negrura, dejando que el frío me aliviara. Poco a poco, la
desolación se convirtió en enfado. Nunca me habría imaginado semejante
traición. Éramos amigos. ¿Cómo había sido capaz de tomar una decisión así
sin avisarme? Además, yo era quien estaba enamorado de Anna. Él nunca
había dicho nada.
Y, en cualquier caso, éramos cómplices. Hermanos. Íbamos a recorrer el
mundo juntos. Lo teníamos todo planeado.
Pues muy bien. Si así estaban las cosas, así estaban. Yo también podía
liarme la manta a la cabeza y marcharme lejos, sin encomendarme a Dios ni al
diablo.
Vacié con rabia la mochila cargada con los textos de bachillerato, la llené
a toda velocidad con mi ropa, mi cuaderno de tapas de cuero y mis libros
favoritos, y me la eché al hombro, con furia.
Luego me senté en la cama, rendido.
No había ningún sitio al que quisiera ir.

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No tuve más noticias de Roberto hasta bien entrado el mes de enero, cuando
me llegó su segunda carta.
Y ni siquiera entonces supe de sus primeros días en París.
Solo me hablaría de ellos muchos años más tarde, de vuelta a la playa de
Deauville, una madrugada de agosto, poco antes de su muerte.
Entonces me contaría que aquella primera noche apenas había dormido. El
cuartucho que le habían adjudicado en la pensión estaba justo bajo el tejado y
era frío y húmedo. Se había pasado las horas tiritando, esperando a que
amaneciera y el desayuno le hiciese entrar en calor. Pero el café aguado, las
dos tostadas rancias y la mermelada de ciruela llena de grumos de la mesa
mañanera confirmaron su sospecha de que la patrona de la casa de huéspedes,
al ver sus aires de pueblerino, le había timado.
No estaba seguro de si lo que le delataba era el acento, la ropa o la forma
de dirigirse al prójimo —⁠allí todos eran más bruscos e impacientes⁠—, pero
estaba claro que el portero de la finca donde vivía la familia de Anna lo había
clasificado en la misma categoría a primera vista. Al acercarse a preguntar, el
día anterior, le había contestado de tan malos modos que no se había atrevido
a quedarse rondando.
Pero hoy regresaba armado de resolución.
Tampoco tenía otra cosa que hacer, así que se acercó dando un paseo y se
sentó en un banco, frente a la puerta cochera, aguardando no sabía qué. Los
postigos de los balcones del primer piso, donde vivía Anna, seguían cerrados.
Intentó adivinar cuál sería la ventana de su dormitorio, y al final, con los pies
helados, se levantó y se animó a acercarse otra vez al portero.
El día anterior no le había querido decir dónde pasaba la Navidad la
familia de Anna ni qué quería decir eso de que no regresarían hasta el año
nuevo. Solo faltaban cinco días para el uno de enero. Pero a lo mejor la fecha
de retorno no era exacta.
Esta vez el hombre fue un poco más amable, quizá porque hacía tanto frío
que Roberto no era capaz de disimular la tiritona y tenía las pestañas
congeladas y las orejas y la nariz completamente rojas, pero no le dijo mucho
más. Aunque en los días sucesivos le invitó a refugiarse un rato en su caseta y

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hasta le convidaba a una taza de caldo caliente. Estaba claro que le
consideraba un paleto un poco bobo pero inofensivo.
Roberto se acercaba por allí todos los días, un rato por la mañana y otro
por la tarde. El resto del tiempo lo pasaba desocupado, deambulando de un
lado a otro o buscando un café barato donde refugiarse del frío.
El dinero empezaba a preocuparle. En unos pocos días les había tomado la
medida a los precios de la capital y, aunque estaba más alerta y no creía que
volvieran a timarle con tanta facilidad, se daba cuenta de que los ahorros no
iban a durarle mucho tiempo. Eso, sin embargo, no lo supe hasta después,
porque tardó dos semanas en volver a enviarme noticias.
Yo me había calmado un poco, aunque seguía enfadado. No entendía por
qué Roberto no escribía para pedirme que me reuniera con él en París. Eso era
lo único que le habría redimido a mis ojos.
Creo que estaba resentido y deslumbrado al mismo tiempo. A mí ni se me
habría ocurrido seguir un impulso espontáneo sin más ni más y marcharme
lejos a buscar a la mujer de mis sueños sin parar ni un minuto a sopesarlo.
El romanticismo arrebatado de Roberto me llenaba de admiración, pero
también me dejaba en evidencia, porque a veces me sorprendía pensando que
esas no eran formas de hacer las cosas, abandonando los estudios y sin pensar
en su madre. Y me daba rabia que me hiciera sentir tan encogido. Tan
razonable. A lo mejor eso era lo que no conseguía perdonarle.
Que tuviera más corazón que yo.
Fue por entonces cuando recibí su segunda carta. No era muy larga, pero
venía cargada de novedades:
La he visto. Ayer, cuando pasé por delante de su casa antes de volver a la pensión a
dormir, como todas las noches, vi que las luces estaban encendidas. Y esta mañana,
antes de que amaneciera, he regresado y me he sentado en el banco de siempre a
esperar.
Hasta que mi amigo el portero ha abierto la garita. Entonces me ha dado miedo
que me animase a subir y he cruzado al otro lado de la calle y me he tirado dos horas
caminando de un lado a otro de la acera, sin resolverme a acercarme.
Finalmente, cerca de las diez, la he visto salir de casa. Iba envuelta en un abrigo
azul, con el cuello y los puños de pelo, y la tela vibraba con reflejos que atrapaban
toda la luz. Parecía un hada andando de puntillas.
Me he puesto a seguirla a distancia, indeciso, pero al final, temiendo que se
encontrara con alguien y mi oportunidad se esfumara, me he lanzado a la carrera y la
he cogido de la mano.
Anna apenas se ha sobresaltado. Me ha sonreído, como si fuera lo más natural del
mundo que estuviera a su lado, y nos hemos quedado juntos toda la mañana,
paseando por los mismos parques y bulevares por los que he deambulado a solas
todos estos días, entre el Sena y los Campos Elíseos. Sin embargo, todo era diferente.
No sé decirte de qué hemos hablado. Creo que de nada en concreto, ni siquiera de
este verano. De repente han dado las doce y me ha dicho que se tenía que ir. Pero

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mañana volveremos a vernos a la misma hora y continuaremos paseando.
¿Te conté en mi última carta que tenía poco dinero? He encontrado una solución.
Me instalo a la puerta de los espectáculos o frente a los monumentos que visitan los
turistas y les hago retratos. Aunque no gano mucho, es suficiente para pagar la
pensión y otros pequeños gastos.

Eso era todo. Al menos esta vez incluyó la dirección de la casa de


huéspedes a la que se había mudado, a los pies de la colina de Montmartre, de
modo que pude escribirle, a mi vez, a vuelta de correo.
Yo me había ido acostumbrando a la nueva situación —⁠o me había
resignado⁠—, y había vuelto a estudiar. Si quería echar a volar yo también,
tenía que aprobar el examen de bachillerato. El verano acabaría por llegar y
con él el regreso de Anna y sus amigos, y también el de Roberto. Además, sus
cartas tenían un aroma irresistible a peripecia. Estaba impaciente por saber
más.
Pero pasaban las semanas y no llegaba nada. Volví a enviarle una carta
breve, por si la primera se había perdido y, algo más tarde, tras la enfermedad
de Emma, le escribí otra vez para contarle todo. Lo cerca que habíamos
estado de perderla por culpa de una pleuresía y cómo había acabado
enamorándose del joven doctor que la había salvado. En vano.
Yo no lo entendía. Unos días pensaba que su silencio se debía a que Anna
le había confesado que ella también le amaba y su felicidad era tan completa
que se había olvidado de todos nosotros. Otros, en cambio, me convencía de
que ella le había despreciado y, avergonzado, no se atrevía ni a regresar a casa
con el rabo entre las piernas.
La verdad era que Roberto no habría tenido mucho que contar más allá de
sus diarias caminatas sin destino junto a Anna, las horas pasadas en un banco
con otra mano en la suya o la timidez de un primer beso. No necesitaba más.
Aquellos paseos helados valían a sus ojos tanto o más que el mundo fantástico
de jóvenes enmascarados y pabellones de colores del verano. Estaba feliz y
embelesado, y se habría quedado todo el tiempo del mundo dando vueltas por
los parques y la orilla del río, o retratando a Anna, que posaba con la nariz
roja, aterida y radiante, al carboncillo o al óleo. No notaba el frío. No le
molestaban ni la escarcha ni la humedad.
Hasta que una tarde de lluvia intensa no tuvieron más remedio que
refugiarse en un café de los Campos Elíseos, y el precio de dos tazas de
chocolate y dos pedazos de tarta se llevó las ganancias de toda la mañana de
trabajo.
Fue la primera vez en su vida que se sintió fuera de lugar. Su traje de lana
basta, su gorra y sus zapatos gruesos destacaban, incongruentes, entre los

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relamidos atuendos del resto de la clientela. Se sentía cohibido. Y eso era algo
que no le había sucedido jamás; ni frente a un aula llena de rostros
desconocidos, en su primer día de clase en Cambremer; ni en los bancos de la
Escuela de Bellas Artes, rodeado de esnobs desbordantes de pretensiones
artísticas con arrobas de cultura a las espaldas; ni tan siquiera en las calles de
Deauville, entre el extravagante derroche de lujo de los veraneantes.
Allí, ambos habíamos experimentado la admiración divertida de quien
asiste a un espectáculo. Príncipes, jockeys y vedettes eran especies exóticas,
raras y delicadas que se ofrecían al público para ser admiradas. Sin embargo,
en aquel café y en aquel momento, él era el elemento pintoresco. Discordante.
No se le escapaban las miradas de curiosidad de sus vecinos, y la altivez del
camarero no le pareció casual.
Pero no era solo cosa de aquel establecimiento. En esas calles, el público
fino y adinerado como aquel no era una excepción. Eran miles, quizá decenas
de miles, los que habitaban esas avenidas espaciosas, entraban y salían de los
restaurantes y las tiendas de postín y circulaban al volante de relucientes
automóviles. Era un mundo entero. El mundo de Anna.
Ella no daba muestras de percatarse. Se calentaba las manos con la taza de
chocolate caliente. Los ojos le brillaban y, con el cambio de temperatura, le
habían brotado en las mejillas dos ronchones colorados. Estaba guapísima. Y
cuando Roberto le enseñó el malintencionado retrato del camarero que había
dibujado en la parte de atrás de la cuenta, rio con ganas.
Era maravillosa. Pero no podían pasarse el resto de la vida dando vueltas,
arrecidos de frío, por los jardines de la ciudad. Y él no tenía ningún plan de
futuro. Nunca lo había tenido.
Entonces Anna le tomó de la mano y le miró a los ojos, seria de repente:
—Tengo que contarte una cosa.
Roberto aguardó, impresionado por su tono de voz sombrío.
—No sabía si decírtelo. A lo mejor se queda en nada, pero… Tienes que
saberlo. Es mi padre. Los negocios van mal desde hace tiempo. En casa
tenemos problemas de dinero muy serios, aunque nadie lo sabe aún… Y mi
hermano nos ha propuesto que nos mudemos con él y su mujer a Argentina. A
empezar de nuevo.
La pregunta le brotó a borbotones, urgente:
—¿Y tú? ¿Te quieres ir?
A Anna le temblaban las pupilas:
—No. Yo quiero quedarme. Aunque se vayan todos.

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Pero casi enseguida se encogió de hombros, como dejándolo todo en
manos del destino.
—Anna…
—No hay nada decidido aún, pero he pensado que debías saberlo…
A mí, los ecos de aquella conversación me llegaron ya a fines de febrero,
con la tercera carta de Roberto:
No se me había ocurrido pensarlo, pero puede que el dinero acabe siendo un
problema. Yo estoy feliz con lo que tengo. Y con lo que hago. Esta ciudad es
inagotable. Es imposible aburrirse. Ni siquiera cuando me paso las horas sentado a la
puerta de la catedral de Notre-Dame o debajo de la torre Eiffel, haciendo retratos. Me
gusta hablar con todo el mundo, sobre todo con los extranjeros, y hasta estoy
practicando el español.
Anna y yo nos vemos todos los días. Casi siempre la espero a la salida de su
estudio de danza. ¿Te he contado que su familia tiene dificultades económicas? Me
parece que no. De todos modos, no es fácil de comprender. No es lo que ni tú ni yo
entenderíamos. Creo que los ricos se arruinan de una manera diferente a como lo
hacemos la gente normal. Porque Anna sigue comprando vestidos y conduciendo su
automóvil. Sigue cenando en restaurantes de lujo y yendo al teatro.
Eso complica las cosas, además yo no quiero ser un gorrón. Así que necesito
conseguir más dinero. Y puede que haya encontrado la solución. Ayer estaba
retratando a una niña, frente al Louvre, cuando se me acercó un hombre. Hablaba un
francés perfecto pero tenía acento extranjero. Me pidió que le enseñara más dibujos y
luego me preguntó: «¿Solo manejas el carboncillo o también pintas al óleo?». Le dije
que había estudiado en la Escuela de Bellas Artes, aunque no le confesé que solo
durante unos meses. Le invité a mi pensión y le enseñé un par de telas que tengo
secándose en mi cuarto. Pura casualidad. Las pinté la semana pasada porque Anna
me regaló el material. Creo que al hombre le gustaron porque me entregó su tarjeta y
me dijo que fuera a visitarle. Se llama Bart Landi, tiene una galería de arte y un taller
de restauración, y busca un ayudante.

Al día siguiente, con la tarjeta de visita en la mano, Roberto se acercó a la


dirección indicada. La calle Laffitte estaba a un breve paseo desde su pensión,
pero no conocía la zona. Ignoraba que allí se concentraban la mayoría de las
galerías de arte y que los parisinos la llamaban «la calle de los cuadros».
Pasó, sin reconocerlos, ante los prestigiosos nombres de Durand-Ruel,
Weil o Bernheim-Jeune. No tenía ni idea de que aquella calle estrecha
albergara las galerías que habían puesto de moda a Manet, Renoir, Gauguin o
Cézanne, y muchas de las que ahora promovían a Picasso, Matisse, Braque,
Kisling o Maillol. De vez en cuando se detenía a contemplar un lienzo que le
llamaba la atención. En algunos de los escaparates, las obras de vanguardia
desafiaban pendencieras a los paseantes con sus estallidos de color, sus
rostros deformes y sus composiciones geométricas, mientras que otros, más
recatados, se decantaban por señoriales lienzos decimonónicos con temas
históricos, escenas galantes del XVIII o púdicos bodegones.
Finalmente empujó la puerta de la galería que regentaba Bart Landi. En el

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local, alargado y estrecho, no había más que un joven empleado. El patrón se
encontraba en el café de la Ópera con un cliente y no regresaría en un rato, le
dijo. Roberto aprovechó para echar un vistazo. Aquel no era de los
establecimientos que se especializaban en artistas modernos. Colgados de las
paredes y apoyados en el suelo, decenas de lienzos, montados en aparatosos
marcos dorados invadían el espacio. Todas obras realistas, con aires del siglo
anterior.
Introdujo las manos en los bolsillos, impaciente. No se había preguntado
hasta ahora en qué consistiría la prueba a superar pero estaba confiado. Nunca
había tenido problemas para pintar lo que le pidieran.
Bart Landi apareció al cabo de media hora. Entró con el sombrero en la
mano, sacudiendo los cabellos entrecanos y lacios, y, en cuanto reconoció a
Roberto, sonrió. Era alto y destartalado, con el rostro alargado, la mandíbula
cuadrada y unos párpados gruesos y algo caídos.
Entregó la ropa de abrigo a su asistente y le tendió la mano:
—Así que se ha decidido usted. Me alegro.
—Necesito trabajo. Así que, si le valgo, aquí estoy.
—Bueno, eso lo vamos a ver enseguida. A mí me hace falta un ayudante
—⁠explicó Landi mientras firmaba unos papeles que le iba presentando su
empleado⁠—. Y los candidatos no faltan, pero ninguno me ha convencido. Por
lo que pude comprobar ayer, su ojo y su mano son excepcionales, y no se
maneja nada mal con el color.
Sin más, le indicó que le siguiera y abrió la puerta del fondo del local. Al
otro lado había un almacén mucho más amplio que el espacio dedicado al
público. Uno de los laterales lo ocupaba una cristalera que comunicaba con un
jardín privado. Era un espacio luminoso, perfecto para servir de taller.
En un rincón, un hombrecillo encorvado aplicaba una capa de barniz
nuevo a un óleo que representaba un paisaje otoñal.
—Como puede usted comprobar, aquí la habilidad con el carboncillo no
es de mucho uso. Trabajamos sobre todo con óleos, poniéndolos en
condiciones para la venta. Hay casos en los que basta con retirar el barniz que
ha amarilleado y aplicar una capa nueva, como está haciendo ahora mismo el
maestro Bamberg, pero nos llegan lienzos mucho más dañados. A veces
necesitamos coger el pincel y utilizar la imaginación para recuperar lo que se
ha perdido.
—Perfecto. Yo creo que eso lo puedo hacer.
Bart Landi sonrió:

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—Pues vamos a comprobarlo. —⁠Se puso a trastear entre un montón de
lienzos apiñados en un rincón. De vez en cuando se detenía a considerar
alguno, lo descartaba y seguía su búsqueda⁠—. Material de trabajo no ha
traído, ¿verdad? No importa, Bamberg le ayudará con lo que necesite…
Vamos a ver… Qué tal… este.
Se giró, con un óleo enmarcado entre las manos. Era una escena
costumbrista, dulzona e idealizada. Dos niñas campesinas recogían flores,
junto a un río, bajo la mirada protectora de su padre, que cargaba con una
brazada de heno.
—¿Qué tengo que hacer?
—No se asuste, no le voy a hacer copiarlo entero. Solo quiero ver cómo se
maneja con el pincel. ¿Qué tal la cabeza de una de las niñas, por ejemplo?
Ni Bart Landi ni Bamberg le molestaron durante el resto del día. Le
dejaron trabajar tranquilo, sin atosigarle con miradas por encima del hombro.
Roberto avanzaba resuelto. El boceto a carboncillo no le supuso ninguna
dificultad. Con el óleo tuvo que tantear un poco, por falta de experiencia. Pero
al atardecer estaba listo para enseñarlo.
—Salta a la vista que le falta oficio —⁠constató Landi⁠—, pero he visto
pocas manos tan precisas. Y aquí podemos enseñarle lo que necesita.
Roberto sonrió, entusiasmado. Se limpió las manos y acompañó a Landi a
su despacho. Ni había preguntado ni tenía idea del sueldo que este pensaba
ofrecerle. No había elucubrado demasiado al respecto. Pero después de dos
meses en París, sabía lo que costaba la vida, y con la primera oferta no le
salían las cuentas.
Pensó en cómo podía decírselo a Landi sin ofenderle, después de todo el
interés que se había tomado el galerista en él, pero no estaba acostumbrado a
negociar, y al final no se le ocurrió más que exponérselo tal cual se le pasaba
por la cabeza. Se incorporó en la silla, apoyó los codos en la mesa y se lo
explicó. Con cortesía y sin fanfarroneos. Por ese dinero prefería seguir
pintando en la calle. Y, mientras hablaba, se iba percatando de que tenía las
de ganar.
Landi estaba entusiasmado con su trabajo. Se lo notaba. Seguramente
había cientos de restauradores y de jóvenes licenciados en Bellas Artes con
mucha más práctica y más instrucción, pero si lo había escogido a él, sin
conocerle de nada, era por algo.
Se dio cuenta de que el galerista sonreía. No estaba molesto. Más bien
todo lo contrario. En el pliegue de sus labios se adivinaba incluso cierto

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regocijo, como si viera en él algo prometedor que hasta entonces no había
sospechado, más allá de sus dotes pictóricas.
Cogió la pluma y sin abrir la boca apuntó en un papel una cantidad que
duplicaba la que le había ofrecido de entrada. Luego le tendió la mano:
—Acaba usted de cerrar su primer negocio, señor Montenegro. Y algo me
dice que no será el último.

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Verano de 1935

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Sábado

Clara y Luca están sentados en un butacón de terciopelo oscuro,


cuchicheando el uno a la oreja del otro, medio adormilados. Gabriel le echa
una ojeada al reloj. Las ocho y diez.
A esas horas, la mayor parte de la elegante clientela del Royal aún no ha
despertado y el gran salón donde se sirven los desayunos está medio vacío,
observa, asomando la cabeza.
Una curiosa pareja le llama la atención. En una de las mesas hay un
hombre de unos sesenta años, con monóculo y el cabello engominado y teñido
de negro. Y, frente a él, sentado muy tieso en su asiento y manteniendo una
perfecta compostura, un perrito jack russell con una pajarita en el cuello.
Gabriel sonríe, a la vista de los impecables modales del animalito. Clara y
Luca llevan un rato empujándose el uno al otro para arrebatarse el espacio, a
pesar de que casi todas las butacas están libres.
Roberto se retrasa, aunque ha sido él quien ha insistido en salir temprano
y en que llevasen con ellos a los niños, si le apetecía. Luca obtuvo permiso de
inmediato. Pero a Gabriel le ha costado trabajo convencer a Léon para que
dejara venir a la niña. Su cuñado no la quería cerca de Roberto. Sigue
nervioso. Aterrorizado con que la prensa pueda descubrir su nombre. Y no se
saca de la cabeza a los dos tipos que escoltaban al americano cuando fue a
verlo, uno con pinta de bestia y otro pequeñito y arrugado, con hechuras de
trasgo. Dos gánsteres. Como los de las películas.
Las ocho y cuarto. Unas risas apagadas atraviesan el ambiente algodonoso
del hall, revestido de maderas nobles y telas sombrías. El jefe de conserjes
pulsa dos veces el timbre, en sordina. Uno de los botones cruza con un
montón de periódicos bajo el brazo y los va distribuyendo en montoncitos en
varios puntos estratégicos. Gabriel se hace con un ejemplar de Le Matin y,
nada más ver la fotografía que ilustra a varias columnas la primera página, la
reconoce.
No hay duda. La mujer que arroja esa mirada penetrante y orgullosa a los
lectores solo puede ser Flaminia Triunfi. La imagen tiene una calidad muy

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mediana, pero las palabras con las que Roberto —⁠que aparece más abajo, en
un retrato pequeño⁠— se la describió el otro día bastan para dotarla de fuerza y
vida a sus ojos. Coge otro periódico, y ahí está también, en la primera de Le
Journal, y en la del Figaro. Los ojea con rapidez. Los tres diarios cuentan
más o menos lo mismo. El resumen que le filtró ayer Roberto a la agencia
Havas. Ninguno menciona todavía el nombre del comprador. Como estaba
previsto.
Pero cuando desdobla Le Petit Parisien se lleva una sorpresa. Bajo el
retrato de Flaminia Triunfi aparece la fotografía de un hombre con traje claro,
sentado en la terraza del Bar du Soleil. El pie de foto lo identifica como el
multimillonario y coleccionista estadounidense Eliot Kaplan. Según se
rumorea, es él quien ha adquirido el lienzo y planea trasladarlo de manera
inmediata a su país. Estos últimos días se le ha visto en Deauville, junto a
Roberto Montenegro y una bellísima aristócrata rusa que le acompaña de
manera asidua.
Firma Pierre Busson, un amigo de Félix que Gabriel ha tratado alguna
vez, hace ya años, en Rouen, pero apenas le da tiempo a hacerse preguntas.
La puerta del ascensor se abre y Roberto aparece pidiendo disculpas por el
retraso.
Gabriel guarda el periódico para enseñárselo más tarde y Roberto se
apresura a acercarse al mostrador de conserjería a solicitar el coche antes de
que aparezcan los moscardones de la prensa.
El empleado del hotel le informa de que tiene varias notas que le han
dejado en su casillero.
—¿Por qué no os vais instalando en el coche mientras les echo un vistazo?
No tardo.
Gabriel sale al patio con los niños. El chófer del hotel detiene el Hispano-
Suiza de Roberto frente a los escalones de entrada y pregunta si desean que
repliegue la capota. Clara y Luca responden que sí, dando saltos.
Él no es muy aficionado a los automóviles. Ni siquiera posee uno propio.
No entiende nada de motores ni de válvulas. Pero el J12 es inconfundible
hasta para un profano. El primero que se fabricó fue a parar a las manos del
sah de Persia y es un vehículo inasequible para el común de los mortales. Una
verdadera belleza. Un cabriolet elegante y longilíneo. El modo sinuoso en que
la línea del estribo se prolonga hasta convertirse en guardabarros recuerda a
los brazos verdes de una mantis religiosa dispuesta a abalanzarse al ataque, y
sus curvas suaves le dan aspecto de bólido y coche señorial a un tiempo.

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Gabriel le da las gracias al aparcacoches que le sostiene la portezuela y se
dispone a acomodarse en el asiento del pasajero cuando siente una mano en el
hombro:
—¡Un momentito, señor elegante! Vaya, vaya… Cómo nos las gastamos
desde que tenemos amigos ricos…
La voz de Félix Oriot retumba expansiva y a Gabriel no le queda más
remedio que enfrentarse a él. Es un encuentro incómodo. Antes de ayer casi
terminan de malas porque ya no sabía cómo esquivar sus preguntas sobre
Roberto. Al parecer, la bocazas de Dora Vernon le había contado que eran
amigos de juventud.
Cuando le exigió que respetara su vida privada al periodista casi se lo
llevan los demonios.
Y ahora tenía que aparecer allí, a primera hora, antes que ninguno de sus
colegas.
—¿Qué?, ¿de paseo en el J12 del célebre señor Montenegro? Creí que
habíamos quedado en que no le conocías de nada…
Gabriel resopla, pero se refrena. La expresión de Félix es amistosa. No
busca bronca. Es solo su impertinente sentido del humor.
—¿Cómo tú por aquí tan temprano? Déjame que adivine. Has leído la
exclusiva de Le Petit Parisien y vienes a recuperar el terreno perdido.
—Siento decepcionarte, pero estaba enterado de quién era el comprador
del cuadro desde ayer, amigo mío. No solo escribo periódicos. También
ayudo a otros a escribirlos.
El retintín de Félix encierra una segunda intención clara, pero Gabriel no
se da por aludido:
—Le Petit Parisien es el periódico de tu amigo Busson…
—Ya me conoces. Si me preguntan algo y lo sé, no me lo guardo para mí.
Lo comparto con mi gente de confianza. Y, en este caso, solo había que sumar
dos más dos. —⁠Félix alza un par de dedos de cada mano con gesto
enfático⁠—. Me he limitado a contarle a Busson lo que sabía de las andanzas
de Montenegro en Deauville y de las compañías que frecuenta. Me ha
parecido un trato justo. La exclusiva que le he cedido tenía las patas cortas.
Hoy o mañana el nombre del comprador iba a hacerse público de todos
modos. Y él, a cambio, me ha contado otras cosas. Muy interesantes. ¿Sabes
que Busson se encargó de cubrir el juicio de hace cuatro años?, ¿el del
Rembrandt? Conoce muy bien a tu amigo. Y no es el único… Hay más gente
que me ha contado historias muy instructivas con las que espero cocinar algo
verdaderamente sabroso. Una pena que el señor Montenegro se niegue a

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hablar con la prensa. Podríamos aclarar tantas cosas con una entrevista…
Sería mejor para todos que obligarme a hacerme mi propia composición con
los retales que voy pescando aquí y allá.
—¡Tío Gabriel! ¿Cuándo nos vamos?
Gabriel agradece la interrupción de Clara. Félix habla tan rápido y con
tanta energía que no ha encontrado hueco para meter baza.
—Hola, Clarita —saluda el periodista⁠—. No te había visto. Qué sobrina
más guapa, Gabriel. Ya es toda una mujercita.
La niña arruga el hocico con desagrado. Detesta que le digan eso. Gabriel
aprovecha para entrar en el coche:
—Sé que me estás insinuando algo, Félix, pero no tengo ni idea de por
dónde van los tiros. En serio.
El periodista apoya los codos en la portezuela y baja la voz, con el rostro a
un par de palmos del suyo:
—No insinúo nada. Solo he venido a saludar al señor Montenegro y a
preguntarle si tiene alguna declaración que hacer sobre esa historia del
Velázquez que todos publican hoy.
—¿Y por qué no hablas con el comprador? Si sabes que Montenegro no…
Oriot levanta un dedo:
—¡Ah, el comprador!, mister Kaplan. Todo un caballero. Un hombre de lo
más cordial. Y no tiene reparos en hablar con la prensa. Se ve que al otro lado
del Atlántico tienen más claros los códigos del mundo moderno. Por cierto,
¿sabes que se acaba de prometer con la belleza rusa que le acompaña? La han
visto con el anillo en el dedo. ¿Qué me dices? ¿Les podrías hacer una buena
foto esta noche? La que hemos publicado hoy es una porquería. Estoy seguro
de que posarán encantados. Por supuesto, si interfiero en tu vida de
veraneante ocioso, dímelo con toda confianza…
Gabriel se ablanda. Es cierto que en los últimos días ha dejado a Félix en
la estacada.
—Te lo prometo. Esta noche le hago todas las fotos que quieras a quien tú
quieras. Esta noche y todas las noches hasta que acabe la Semana Grande.
—¡Espléndido! Nos vemos luego. Sin rencores —⁠remacha, propinándole
una palmada en el brazo⁠—. Por cierto, una preciosidad el coche de tu amigo.
Y un maquinón: doce cilindros en V, doscientos veinte caballos, más de
ciento setenta kilómetros por hora… Y un acierto el color de la carrocería.
Verde jade, ¿no? Precioso, sí señor. Hasta la tapicería es bonita. —⁠Acaricia el
cuero de los asientos con manos golosas⁠—. ¿Te importa preguntarle una cosa
de mi parte? Nada personal, no te espantes. Solo es una curiosidad.

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Pregúntale, por favor, si los asientos están tapizados en color blanco de zinc.
No te confundas, ¿eh? Es importante. Blanco de zinc.
Y sin más, le guiña un ojo.
Gabriel sabe que se le escapa algo de la intención de Félix. Algo
primordial. Pero no consigue descifrar qué es. Como un papanatas, le echa un
vistazo a la tapicería del coche, que a él le parece de un tono color gris muy
claro o blanco sucio de lo más normal.
Félix se despide de los niños y se dirige con paso firme hacia los
escaloncitos de entrada del Royal justo cuando sale Roberto por la puerta,
acompañado por un botones cargado con una cesta de pícnic. Casi se dan de
bruces, y el director de El Mensajero se endereza de golpe y se lleva la mano
al ala del sombrero:
—Buenos días, señor Montenegro, precisamente venía a solicitarle unas
palabras. Ya sé que tiene prisa, mi amigo Gabriel Caron me lo ha explicado,
pero no será más que un instante.
—Disculpe, pero no tengo por costumbre hablar con la prensa, creo que
no es la primera vez que se lo digo. Si me deja pasar…
Roberto le aparta con un ademán seguro, aunque no descortés, que
evidencia que está acostumbrado a esas situaciones, y rodea el coche para
dirigirse al asiento del conductor. Pero Félix le persigue, lanzando preguntas
al aire como una metralleta.
—Respóndame al menos a una cuestión sobre el comprador, señor
Montenegro. Se confirma que es mister Kaplan, ¿verdad? ¿Podría decirme
cómo entró en contacto con él? ¿No? ¿Sabe usted que mister Kaplan se ha
comprometido con la señorita Elena Ivánovna? Usted conocía a la familia de
la novia, ¿no es cierto? A su padre, al menos… ¿Mantienen ustedes una
relación de amistad? —⁠Roberto sacude la cabeza, ignorando la insensata ristra
de preguntas, y con un vistazo reclama la colaboración del portero, que corre
a apartar al inoportuno. Félix no se amilana y dispara otra tanda que a Gabriel
se le antoja frívola y azarosa, sin conexión con el Velázquez⁠—: Y al
comisario Jacob, del Servicio del Juego, ¿lo conoce usted? Estaba destinado
en Biarritz cuando disputó usted su famosa partida de naipes contra Iván
Alexandróvich Voloshin. Me ha asegurado que tiene serios motivos para
sospechar que amañó usted la partida, tal y como a veces se ha rumoreado.
¿Tiene algo que decir? ¿No le interesaría dar su versión y limpiar su nombre
antes de que la información salga a la luz?
El empleado del hotel se interpone entre ellos y Félix no tensa más la
cuerda. Deja que le acompañen a la salida. El botones guarda la cesta en el

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maletero y Roberto se sienta en el coche:
—Por el amor de Dios —resopla—. ¿De verdad ese tipo es tu amigo?
Gabriel intenta excusarle:
—Se toma muy en serio su trabajo. Y a veces se pone algo agresivo.
Roberto se coloca las gafas de sol y enciende el contacto del coche. Los
dos niños aplauden, celebrándolo, pero Gabriel sigue dándole vueltas al
incidente. No es la primera vez que ve a Félix acosar con esa agresividad a
alguien, pero jamás actúa así con los personajes de categoría. Su estrategia
habitual es congraciarse con ellos, halagarlos hasta que ceden, no sabotear
cualquier posibilidad de que le dirijan la palabra en el futuro a base de
hostigamiento.
Acaricia la tapicería de su asiento pensando en el inexplicable interés de
Félix por el color del cuero. Sigue sin adivinar dónde está la trampa.
Circulan despacio entre el tráfico denso de mediados de agosto. La brisa
marina sopla suave. Pasan frente a las mansiones y palacetes de veraneo que
bordean la Terraza: El Círculo, sede del selecto Jockey Club; La Gorizia, con
sus gabletes de aires flamencos, propiedad del Aga Khan; La Gardénia,
recubierta de vides, con sus refinadas pérgolas de madera; Les Abeilles,
construida por la costurera Paquin y que ahora ocupa André Citroën; La
Garenne, donde reside la condesa de Caraman-Chimay, que inspiró a Marcel
Proust.
Pasar el verano en Deauville se ha convertido para Gabriel en algo tan
habitual que ha perdido la capacidad de ver con ojos limpios la ciudad. La
costumbre le ha desgastado el fulgor. Ya no le asombran ni la magnificencia
de los millonarios ni las extravagancias de las actrices ni el frenesí de los
noctámbulos. Las resplandecientes aves de paso del mes de agosto, con su
abigarrado plumaje, apenas le hacen girar la cabeza. Lo que lo hace todo
distinto es que hoy, por primera vez, acodado en la portezuela, con los ojos
entornados frente al sol y al viento, consciente de las miradas de los paseantes
que se preguntan quiénes serán esos elegantes, se siente parte del espectáculo.
Pero eso no le produce más que una brevísima satisfacción. Le incomoda
sentirse accesorio. Dependiente de su amigo hasta ese punto. Un don nadie.
Y eso es algo que nunca antes le había sucedido. Él no es un hombre
envidioso. O eso había pensado siempre.
—Perdona que os haya hecho esperar —⁠se disculpa Roberto⁠—. Al final
eran todo llamadas de periodistas. Ah, y una invitación a cenar, este martes,
de un tal doctor Vidal, con el que estuve anoche charlando en el casino.
¿Sabes quién es?

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—¿Vidal? Sí, claro, es el jefe, bueno, el socio de Léon. Una eminencia, al
parecer. En el hospital le consideran un dios y en su consulta privada atiende
a un montón de pacientes de la alta sociedad.
—Pues parece ser que nos presentaron en París. Yo no me acuerdo. Me lo
encontré el otro día en el casino y está empeñado en que haga una serie de
retratos de toda su familia. Le he dado un precio descabellado para quitármelo
de encima, pero creo que no lo he conseguido, así que ya veré cómo me
escabullo de aquí al martes.
Gabriel no dice nada, pero espera que si al final Roberto aparece en la
cena, Léon no esté también invitado. Visto lo visto, no cree que le haga ni
pizca de gracia tener que compartir mesa y mantel con él.
—¿Has visto Le Petit Parisien? —⁠pregunta, desplegando el ejemplar que
ha guardado.
—Sí. No sé cómo se habrán enterado del nombre de Kaplan. A él no le
hará gracia, porque quería darle intriga a la historia, pero yo encantado de que
cargue con la atención de la prensa.
—Oye, siento lo de Oriot. No sé qué mosca le ha picado.
—No le des importancia. Estoy acostumbrado.
Luca se inclina hacia delante y se abraza al asiento de Gabriel:
—Señor Montenegro, ¿le siguen mucho los periodistas normalmente?
—No, no, gracias a Dios. Solo muy de tarde en tarde. Cuando persiguen
algún rumor.
—Como cuando robó usted ese cuadro tan famoso de la mansión inglesa.
Gabriel no puede evitar una carcajada. Caramba con los críos.
Roberto frunce el ceño, fingiendo una profunda reflexión:
—Eso es. Y pueden ser muy incómodos porque a veces son más listos que
la policía.
—Eso pensaba yo —replica Luca, muy serio⁠—. Que pueden ser
peligrosos. Porque a lo mejor, a la hora de preparar un golpe, planeas cómo
engañar a la policía, pero periodistas hay muchos, y no los puedes conocer a
todos, y a lo mejor uno te sigue sin que te des cuenta y te mete en líos.
—Por supuesto —responde Roberto, con la misma formalidad, y Gabriel
se plantea si no debería pedirle que ponga un límite al papel de Arsenio Lupin
que interpreta con los niños. Hace días que los dos están tan excitados que no
hablan más que de asaltos a museos y casinos⁠—. Por eso son tan importantes
la vigilancia y la discreción. ¿Por qué crees que aún no me han atrapado?
Porque soy muy prudente. Y, por eso mismo, no pienso contarte mis secretos,
aunque insistas.

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Le revuelve el pelo, riendo, y pisa el acelerador. El niño se recuesta en su
asiento, estirándose las mangas de la chaqueta, frustrado, y se echa el flequillo
cuidadosamente hacia atrás. Clara le susurra algo al oído y él sacude la
cabeza, enfurruñado.
Dejan atrás la ciudad y el coche emprende el vuelo entre las empalizadas
de madera, las granjas de piedra y los muros de hojas de un reluciente verde
oscuro. La carretera solo está asfaltada durante un tramo. Luego tendrán que
seguir por caminos de tierra hasta llegar a Cambremer. Pero de momento, a
esa velocidad y con el coche descapotado, es imposible seguir hablando.
Gabriel aprovecha para darle vueltas, en silencio, a esa pregunta tonta que
Félix le ha pedido que le haga a Roberto. Sabe que tiene truco. Y le da rabia
no encontrarlo.
Cuando el coche frena para atravesar Bonnebosq, atrapa al vuelo la
ocasión:
—Oye, Roberto, Oriot me ha pedido que te haga una pregunta un poco
rara. —⁠Le ve sonreír de medio lado y se apresura a aclarar⁠—: No, no, no es
nada personal. Es… sobre el coche.
—¿Sobre el coche?
—Sí. Quería saber de qué color es la tapicería de los asientos. Me ha
pedido que te pregunte si el color es blanco de zinc.
Roberto tarda en contestar. Sea lo que sea lo que esconda la dichosa
pregunta, es obvio que no se la esperaba:
—¿Eso te ha dicho? ¿Exactamente?
—Sí. Yo no lo he entendido. Me ha parecido una pregunta peculiar.
Silencio. Roberto deja pasar otro momento antes de responder:
—Pues, cuando le veas, dile… —⁠Reflexiona un instante⁠—. Dile que llega
tarde.
Han dejado atrás el pueblo y Roberto vuelve a pisar el acelerador del
coche. Mientras, en el asiento de atrás, los niños entonan a voz en grito
canciones de excursionistas.

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—Thank you, thank you very much, gentlemen. —⁠Eliot Kaplan se aproxima a
los fotógrafos con la mano tendida y estos responden encantados con el
inusitado gesto.
Qué fácil es ganarse la benevolencia de la prensa a este lado del Atlántico.
Los europeos no les dan importancia a las relaciones públicas, y la cordialidad
y la cercanía les resultan tan exóticas que los conquistan infaliblemente. Y eso
que Eliot ni siquiera es capaz de hablar su idioma. Han sido Lena y el
representante del Crédit Lyonnais quienes se han encargado de traducir
preguntas y respuestas.
La Flaminia Triunfi ha llegado a Cherburgo hace unas horas rodeada de
todas las medidas de seguridad imaginables. El plan era hacer coincidir su
arribada con la publicación de la nota que Montenegro le filtró ayer a la
prensa. Su propia identidad debía permanecer en secreto hasta que las
suposiciones y las apuestas no hubieran corrido durante un par de días, pero,
de algún modo, se había filtrado. Su nombre aparecía en primera de Le Petit
Parisien esta mañana.
¿Cómo? Kaplan no sabría decirlo. Ha intentado hablar con Montenegro
pero el cabrón está ilocalizable. Se ha quitado de en medio a tiempo,
adivinando la que se avecinaba. Así que no le ha quedado más remedio que
adaptarse a las circunstancias y acudir personalmente a recibir el cuadro, que
permanecerá en la sede local del Crédit Lyonnais, bajo vigilancia, hasta el
momento de hacerlo embarcar hacia América el próximo martes.
Un par de reporteros que chapurrean inglés se acercan con sus libretas
para hacerles unas últimas preguntas y, antes de contestar, Eliot solicita con
una mirada a Lena que traduzca una vez más sus respuestas para que todos los
representantes de la prensa puedan comprenderlas. Su duquesita asiente, con
una sonrisa amable, achicando los ojos con ese mohín gatuno tan arrebatador
y tan suyo. Tiene encandilados a los periodistas.
A pesar de que no se ha levantado precisamente de buen humor. A decir
verdad, ya ayer la notó rara. Por la mañana, se negó a salir de la cama. Le
dolía la cabeza y se sentía débil, cosa que a Kaplan le extrañó, porque Lena
no es de constitución delicada. Pero no quiso que se quedase a su lado para

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atenderla y al cabo de un par de horas llamó para decirle que ya se encontraba
perfectamente y le apetecía ir a jugar al tenis. Durante el resto del día y toda
la noche se mostró tan dulce y amorosa como de costumbre pero hoy, de
nuevo, se ha despertado de mal talante. Mientras realizaban el trayecto en
coche casi no le ha dirigido la palabra. Y cuando él le ha preguntado por qué
no se ha puesto el collar de Van Cleef & Arpels para recibir a la prensa le ha
mirado con altivez: ¿acaso piensa que tiene tan mal gusto como para lucir
algo así por la mañana?
Afortunadamente, en cuanto han descendido del coche todo rastro de
enfado ha desaparecido.
Un tipo rubio con los ojos fríos y aires de dandi, que habla un inglés ágil y
bastante correcto, a pesar del marcado acento francés, se presenta como Pierre
Busson, de Le Petit Parisien, y Rosenberg, que permanece apartado un par de
pasos, se acerca a susurrarle al oído que ese es el plumilla bocazas que ha
revelado su identidad esta mañana en las páginas de la prensa. Ahora quiere
saber si han realizado algún tipo de análisis científico que certifique la
datación del lienzo más allá de las garantías, incontestables, por supuesto, que
ofrecen los tres reputados expertos que lo han autentificado.
Kaplan le felicita, con irónica amabilidad, por su exclusiva de la mañana,
una salida que el resto de los congregados celebran con risitas aduladoras y a
la que Busson responde con una breve inclinación de cabeza.
Naturalmente, la antigüedad de la tela —⁠que se corresponde plenamente
con el tipo de tafetán que podía encontrarse en la Roma del Barroco⁠— ha sido
debidamente constatada, responde, así como la del bastidor. Además, se ha
comprobado que los pigmentos empleados son todos de la época y el lienzo
ha sido sometido a todos los test conocidos, con mejores resultados de lo que
podrían soñar. Las pruebas dicen que nadie lo ha repintado ni retocado en
tiempos recientes, ni siquiera para restaurarlo. Pero su celo ha llegado mucho
más lejos:
—Qué quieren, caballeros, los americanos amamos desaforadamente la
modernidad. No tenemos su historia ni sus tradiciones, y todos necesitamos
adorar algo.
Los periodistas responden con una risa amigable, encantados de que
reconozca la superioridad de su viejo mundo, y Kaplan sonríe. Los tiene de
nuevo en el bote.
En un alarde de escrupulosidad, explica, el señor Montenegro y él
enviaron el lienzo al innovador laboratorio Mainini del Museo del Louvre,
para someterlo a un análisis de rayos X, un tipo de examen novedosísimo que

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permite descubrir cualquier rastro que se esconda bajo las capas de pintura de
la superficie y que ha revelado la prueba definitiva de que el cuadro solo
puede ser de Velázquez.
Nada.
Sobre las manchas irregulares de la capa preparatoria de albayalde no se
aprecia nada más que la imagen fantasmal del rostro de Flaminia Triunfi. Ni
rastro de dibujos preparatorios ni rectificaciones.
En la época de su segundo viaje a Italia, cuando Diego Velázquez pintó la
Venus del espejo y realizó el retrato de Flaminia Triunfi, su técnica de pintura
alla prima había alcanzado una perfección tal que, más allá de unas sucintas
pinceladas oscuras con las que delimitaba de manera vaga los contornos de la
figura del retratado, antes de aplicar el color, no precisaba de más guía previa
ni disimular ajustes ni retoques. Las rápidas pinceladas del maestro hacían
aparecer directamente sobre la tela los rasgos de su modelo con intrepidez,
depositándose, aún húmedas, unas sobre otras, como un velo.
Por eso, bajo las pinceladas superficiales que componen el retrato de
Flaminia Triunfi, no hay absolutamente nada.
Kaplan saborea la expresión de asombro y veneración de los reporteros.
Es evidente que han quedado fascinados con este último detalle, que envuelve
en un aura casi de brujería al prestidigitador sevillano y a su mágica Flaminia.
Solo Busson hace un par de preguntas más, breves cuestiones sobre la
técnica velazqueña que demuestran un curioso interés sobre el proceso
pictórico. Lena abandona su papel de traductora e interviene en la
conversación:
—Disculpe, señor Busson, llevo desde esta mañana intentando recordar
dónde habíamos leído antes su nombre. ¿No es usted el periodista que está
escribiendo también sobre un Van Dyck falso?
—En efecto, señorita Volóshina. Últimamente parece que la actualidad
noticiosa y el mundo del arte están más entrelazados que nunca, y me temo
que mis modestos conocimientos de pintura me han convertido en el
especialista del diario.
Kaplan se congratula de la buena memoria de Lena. A él también le
interesa esa historia del falso Van Dyck. Hará unos diez días, cuando despertó
en la cama de su hotel de París, se encontró a su duquesita leyendo el
periódico con aire ensimismado. Le llamó la atención ver en primera página
la reproducción de un lienzo del gran retratista de la corte de Carlos I de
Inglaterra, y ella le contó que un prestigioso general había denunciado a un
conocido abogado que, años atrás, le había vendido un lienzo. Un reciente

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examen técnico demostraba que el cuadro era de factura reciente: la capa
preparatoria que recubría la tela contenía pigmentos que no se habían
inventado hasta el siglo XIX.
El militar estaba indignado. Entendía que el comercio del arte no era una
ciencia exacta. Podía comprender una atribución errónea. Que su Van Dyck
no fuera en realidad un Van Dyck sino obra de un discípulo, por ejemplo,
pero no comprendía cómo el experto que había certificado la autoría del óleo
antes de que él lo adquiriera no había puesto en duda su datación.
La respuesta era sencilla, sin embargo. En el momento de la compra, para
autentificar la edad del lienzo, el experto se había limitado a someterlo a un
par de rápidas y efectivas pruebas para verificar que la pintura era antigua: la
del alcohol y la de la aguja caliente. Superadas ambas, no había razón ninguna
para dudar de su antigüedad. Las intensas verificaciones que ha realizado
Kaplan antes de concertar la compraventa de su Flaminia Triunfi son algo
excepcional.
El americano agradece su presencia a los representantes de la prensa y da
por finalizada la reunión, pero antes de despedirse, le pide a Busson que le
acompañe hasta su coche. Hay una pregunta referida al asunto del Van Dyck
que queda en el aire y le gustaría saber cuál es su respuesta. Porque lo
realmente curioso del caso es que no es en la superficie del lienzo donde han
aparecido los pigmentos sospechosos, sino en la capa preparatoria que se
aplica sobre la tela antes de empezar a pintar. Por debajo de la capa visible de
óleo. ¿Cómo es posible que una imprimación reciente se esconda bajo una
capa de pintura antigua? ¿Tiene alguna teoría al respecto?
Lena y él han debatido sobre el asunto largamente y solo se les ocurre una
solución: el cuadro tiene que ser una falsificación del siglo XIX. Eso explicaría
tanto la presencia de los materiales modernos en la capa preparatoria como
que, bajo las condiciones adecuadas, el óleo de la superficie hubiera tenido
tiempo de endurecerse lo bastante como para superar las pruebas de
antigüedad a las que fue sometido antes de la compra.
—Muy bien visto, mister Kaplan. Puede que sea la única explicación
razonable que he escuchado.
—La verdad es que es un caso muy interesante y me encantaría conocer
todas sus particularidades. Aunque tiene todas las trazas de que el vendedor
cometió un error honesto, sin voluntad de engaño, presenta aspectos curiosos,
y a los coleccionistas siempre nos conviene conocer este tipo de historias para
prevenir las estrategias de los mistificadores.
Busson sonríe, cortés:

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—Estoy a su disposición para lo que necesite, mister Kaplan. Qué menos
para hacerme disculpar la indiscreción de revelarle al público su identidad.
Nada me gustaría más que hacerme perdonar.
—Entonces, está hecho. Ya tengo un compromiso para el almuerzo, pero
si está disponible a primera hora de la tarde, podemos tomar una copa en mi
hotel y charlar tranquilamente.
El periodista acepta la propuesta y se despide de él y de Lena, quien le
estrecha la mano para despedirse y se disculpa con exquisita gentileza porque
no podrá estar presente esta tarde. Tiene una cita ineludible en el salón de
belleza.
Pero una vez en el coche, de nuevo a solas, vuelve a transformarse. Se
encierra otra vez en el silencio, con la mirada perdida en la ventana.
Kaplan está convencido de que le está haciendo pagar por su
comportamiento de hace dos noches, cuando no tuvo más remedio que dejarla
sola, horas después de haber pedido su mano, por culpa de varias llamadas
urgentes desde Nueva York. Las mujeres se enfadan por esas cosas. De nada
vale explicarles que, a veces, el trabajo tiene prioridad.
Pero lo duda.
Lena no es así. Ella comprende. Es su socia. Su aliada.
Quizá su error haya sido insistirle para que le acompañe en el barco que
zarpa hacia Nueva York el martes. Él no puede esperar. La Flaminia no puede
arribar sola a la ciudad. Pero para ella va todo demasiado rápido. Es normal
que necesite unas semanas para decir adiós. Ordenar sus asuntos. Despedirse
de su mundo. Ha sido injusto insistiendo en que le acompañara por miedo a
perderla. Su inseguridad es ridícula. Impropia.
Le estrecha la mano y le susurra unas disculpas. Pero la respuesta tarda en
llegar. Lena sigue con la vista fija en la ventana, ausente. Kaplan vuelve a
apretarle los dedos y aguarda un poco más. Hasta que ella, por fin, despierta
de su ensoñación, achica los ojos y sonríe.

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Luca y el tío Gabriel se han quedado dormidos, tumbados en la manta de
pícnic, con las chaquetas por almohada. Clara está sentada en chinito sobre la
hierba, con la falda remangada y un par de margaritas en el pelo. Y frente a
ella, Roberto Montenegro, en mangas de camisa, con un bloc de dibujo bien
grande apoyado en las rodillas, le lanza rapidísimas ojeadas mientras su mano
moja rauda el pincel en la paleta de acuarelas que tiene en el suelo.
Como eran los únicos que no se dormían, le ha propuesto hacerle un
retrato. Al principio, Clara se ha puesto un poco tensa. No sabía cómo
colocarse. Pero él le ha dicho que no quería ver a una niña relamida porque
ella no lo es. Tenía que sentarse como estuviera más a gusto. Así que ha
cruzado las piernas, con la falda hecha un gurruño y las rodillas manchadas de
verde.
Hace mucho calor. La brisa de la mañana se ha apagado y no se escucha
ni un pájaro. Solo algún moscardón zumbando entre el parloteo del agua que
burbujea haciendo círculos a ese lado del molino, antes de salir otra vez
corriendo.
Es el mismo arroyo al que venían a bañarse su tío y Roberto Montenegro
cuando eran estudiantes, y a Clara le resulta un poco extraño. Aún no sabe
muy bien cómo encajar que un hombre que parece un personaje de novela
habitara en la misma casa que su familia, cenando los mismos guisos y
escuchando los mismos discos en el viejo gramófono de la abuela. Pero es un
día maravilloso y no puede estar más feliz. Luca y ella han hecho todo el viaje
cantando, con los ojos guiñados al viento, hasta llegar a Cambremer, la aldea
donde enseñaban sus abuelos hace muchos años y donde vivían su madre y su
tío cuando eran jóvenes.
Le ha encantado que el tío Gabriel le enseñara su casa, el patio donde
jugaban al fútbol y los rincones donde hacían travesuras, aunque le ha
parecido rarísimo cuando se han parado a saludar a unos lugareños. Decían
que eran viejos compañeros de clase, pero parecían señores mucho más
mayores.
Ha sido entonces cuando ha pensado que pasear junto a Roberto
Montenegro, tan distinguido y misterioso, por las calles de ese pueblecito

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donde sus abuelos habían sido maestros también era raro. Como si la condesa
de Cagliostro, la enigmática y hermosa rival de Arsenio Lupin, se presentara
un día en su colegio y se sentara a su lado en el mismo pupitre.
Y caminar así, en equilibrio, sobre un hilito tendido entre el mundo
normal y el de las novelas, le ha parecido lo más emocionante que le ha
ocurrido nunca.
Al salir del pueblo se han detenido en un cruce, frente a un viejo caserón
abandonado, que tenía un reloj enorme en el tejado de chamizo, tan
gigantesco y con los números tan grandes que le daba a toda la casa un
aspecto de ilustración infantil. Las agujas paradas marcaban las cinco en
punto, la misma hora que cuando su tío y Roberto eran estudiantes, como si
no hubiera transcurrido ni un minuto. Y ahí ha sido cuando Luca, que llevaba
un buen rato callado, le ha susurrado:
—Pues yo no lo entiendo. Si Montenegro ha ido a clase con tu tío en este
pueblo tan enano, ¿cómo va a ser un aristócrata español? A mí me da que va a
ser mentira.
Clara ha resoplado, impaciente. No hay manera de que Luca le coja
afición a leer. Y así, sabiendo solo de lo que le pasa a la gente que conoce en
persona, se le escapan muchas cosas:
—Pues no sé por qué. Arsenio Lupin tuvo una infancia pobrísima. Vivía
en una buhardilla minúscula con su madre, que era una sirvienta. Pero luego
resultó que en realidad era hija de una familia noble a la que habían repudiado
por casarse con un hombre sin fortuna.
—¿Y por qué no le preguntamos?
—¡Pero cómo vamos a preguntar eso! A lo mejor es un secreto y no se
puede saber.
Luca no le ha contestado, pero está claro que ha seguido dándole vueltas
al asunto. De ahí su ocurrencia de hace un rato. Algo muchísimo más
atrevido. Tanto que Clara se pone nerviosa solo de pensarlo. De reojo, le echa
un vistazo al coche de Montenegro, tan reluciente, con su cigüeñita plateada
en el frontal, aparcado bajo un árbol, un poco más allá, y tiene que apartar la
vista enseguida del cosquilleo que le entra en la tripa.
Montenegro no ha levantado casi la cabeza del papel desde que se han
sentado. Como si ya se la supiera y no necesitara observarla para pintarla. De
pronto, le hace un guiño y ella ríe, esperando no ponerse colorada.
—Ya está casi —anuncia—. ¿Ves? No te ha dado ni tiempo a aburrirte.
Clara parpadea, sorprendida. ¿Ya? Ha sido rapidísimo. Cuando le hicieron
el retrato que cuelga del salón de su casa de París tuvo que estar sentada sin

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moverse varias horas, y luego el pintor se llevó el lienzo a casa para retocarlo.
Y encima el resultado no le gusta nada, porque sale con cara de niña buena e
insulsa. Como un angelito. Eso fue lo que dijo su padre.
—Señor Montenegro, ¿puedo hacerle una pregunta?
—Claro.
—¿Ha pintado el retrato directamente a la acuarela? No le he visto dibujar
el boceto a lápiz.
—Sí. Prefiero hacerlo así. Es más espontáneo. Y me da mejor resultado.
—¿Y si se equivoca?
—Procuro no equivocarme.
—Es que a mí me han enseñado que hay que hacer primero un dibujo para
tener una guía.
—¿Das clase de pintura?
—En el colegio. Es obligatorio. Pero se me da fatal y siempre me sale un
churro.
—Bueno, espero que esto no te parezca un churro también. Mira a ver.
Clara se levanta de un salto, corre a su lado y se queda boquiabierta. Le
encanta. Más que ninguna foto que le hayan hecho nunca. Lo que más le
gusta de todo es que, aunque no sale sonriendo, sino seria y concentrada, salta
a la vista lo feliz que está.
—¿Te gusta?
—Muchísimo.
—¿Quieres ver cómo se hace? Siéntate. Vamos a pintar a esos dos
gandules. Verás que no hace falta dibujo preparatorio para nada.
Roberto deposita unos manchurrones húmedos, sin orden ni concierto
aparente, sobre la trama gruesa del papel. Pero poco a poco,
inexplicablemente, los tonos verdes comienzan a cobrar sentido. Las hojas de
los árboles empiezan a distinguirse de la hierba del suelo y de la nada surgen
las siluetas del puente de madera y el molino.
Clara le observa pasmada. Ese hombre es un mago. Si hace desaparecer
las imágenes que cuelgan de las mansiones de los millonarios con la misma
facilidad con la que las hace aparecer sobre un papel, debe ser casi cosa de
sortilegio. A Luca y a ella les va a costar muchísimo deslumbrarle.
Porque ese es el plan de Luca.
A lo largo de la mañana ha intentado de mil y una maneras que
Montenegro les contara cómo comenzó su carrera de bandido y a qué edad.
Pero no ha habido modo de que soltara prenda. Tampoco quiere darles
consejos sobre cómo seguir sus pasos. Ni enseñarles ningún truco.

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Clara piensa que quizá, si no estuviera su tío delante, vigilando, les
contaría algo. Pero Luca tiene otra teoría: lo que ocurre es que los considera
unos críos. No se fía de ellos. Así que lo que tienen que hacer es demostrarle
que se merecen su confianza. Impresionarle.
Los brochazos verdes, azules y marrones que Roberto Montenegro ha ido
aplicando sobre el cuaderno ya dibujan de manera inconfundible el paisaje
que rodea al arroyo. Ahora, con un pincelito más fino, se aplica en dibujar las
figuras de su tío y de su amigo, tendidos sobre el mantel de cuadros.
—¿Qué le gusta a usted más, señor Montenegro? ¿Pintar o…? —⁠Clara se
interrumpe sin saber muy bien cómo formular lo que le baila en la cabeza.
Finalmente, tiene un hallazgo feliz⁠—, ¿… o correr aventuras?
Él le pide que le tutee. Si no, es muy difícil hablar de igual a igual.
—La verdad es que nunca me lo he planteado. ¿A ti qué es lo que te gusta
hacer?
—No lo sé. Bueno, en realidad me gustan muchas cosas. Jugar al tenis, el
ballet, la natación. Pero es distinto. No hay nada que se me dé así de bien.
—⁠Señala el cuaderno de dibujo⁠—. Yo creo que lo que mejor hago es contar
historias. A veces cuento historias que me invento y mis amigas se creen que
son verdad o que las he sacado de algún libro.
—Eso no está nada mal. Narrar historias es un oficio muy bonito.
—Luca me ha contado que usted le dijo…, bueno, que tú le dijiste que un
ladrón de verdad es un artista. Como un pintor. Y que es un don que uno
tiene.
—Puede ser.
—Y que nunca, nunca, hay que robar nada solo por dinero.
—Eso es verdad.
—Pues yo no sé si lo entiendo muy bien…
—Es muy sencillo. A ver, dime, ¿cuál es el cuadro más famoso del
mundo?
Clara duda unos instantes:
—¿La Mona Lisa?
—Eso es. ¿Y sabes por qué es tan famosa?
—No.
—Porque la robaron. —Clara sigue sin comprender, pero Roberto le pide
paciencia con un gesto⁠—. ¿La has visto alguna vez?
—Sí. Las últimas vacaciones de Navidad mi madre me llevó al Louvre.
Lo que no se atreve a decir es que el célebre cuadro de Leonardo no le
pareció nada del otro mundo. Desde luego, le gustó mucho menos que La

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balsa de la Medusa, La coronación de Napoleón o una sala entera que había,
llena de cuadros enormes, a rebosar de personajes, colores y mujeres
gordísimas, que narraban la vida de una de las reinas de Francia desde su
nacimiento.
Entonces Roberto le cuenta cómo una buena mañana de hace veinticuatro
años la pared de la que colgaba La Gioconda apareció vacía. La conmoción
que se creó. La multitud que hacía cola para visitar el hueco que había dejado
el cuadro. Los dos años que la prensa de todo el mundo se pasó llenando
páginas y páginas con las más desbocadas teorías. Que si se la había llevado
un enamorado del rostro de Mona Lisa, que si era un golpe internacional o
que la había robado un joven Pablo Picasso. La imagen, desconocida hasta
entonces para el gran público, empezó a aparecer en las hojas de los
periódicos, y de ahí saltó a las cajas de galletas, a los envoltorios de las
chocolatinas, a las postales y los abanicos. Se reprodujo sin medida.
Convirtiéndose en la más famosa del mundo.
Clara escucha encandilada. A medida que Roberto va hablando, esa
señora con la frente calva le va resultando menos indiferente. Hasta empieza a
ver ese misterio en su sonrisilla del que todo el mundo habla.
—¿Y cómo la encontraron, al final?
—Porque el ladrón confesó. Era un italiano, un extrabajador del museo, y
la había tenido todo el tiempo escondida en su apartamento, debajo de la
cama. Para revenderla o quién sabe para qué.
—¿Y ya está?
—Ya está.
Pues vaya chasco. Se había esperado un bandido mucho más interesante.
—De la Saskia leyendo de Rembrandt tampoco había oído hablar casi
nadie hasta que desapareció —⁠continúa Roberto, y Clara contiene el aliento al
escucharle aludir así a su famoso golpe⁠—. Ahora es famosa. Pero tú, ¿qué
preferirías en un caso así? ¿Descubrir que el ladrón es cualquier hombrecito
inofensivo, como el de La Gioconda? ¿O que no la encontraran y seguir
imaginando que se la llevó un pintor celoso o un espía?
A Clara no le cabe duda:
—Preferiría que no la encontraran.
No está segura, pero le parece que ha entendido lo que quiere decir
Roberto. Un robo tiene que ser como una novela. A cambio del objeto
escamoteado hay que dejar una buena historia. Aunque no tenga final.
A lo mejor es que, a veces, los mejores relatos son los que se quedan a
medias. Los que no tienen un principio y un remate. Pero tiene una duda:

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—¿Y si la historia sí merecía la pena? Quiero decir, ¿y si el que se lleva el
cuadro es de verdad un pintor celoso o un espía? Entonces es mejor enterarse.
Si es una novela, aunque no atrapen al ladrón, te acabas enterando siempre de
quién era, porque el autor te lo cuenta. Pero en la vida real, si nadie lo
descubre, nadie se entera ni de quién es ni de cómo lo hizo, aunque sea una
historia de lo más emocionante. Y eso es una lástima.
Montenegro entrecierra los ojos como si nunca se hubiese parado a
considerar algo así y su reflexión le resultara de lo más interesante. Clara
desvía la mirada, azorada, y le echa otro vistazo al coche.
«Ya sé cómo impresionar a Montenegro», le ha dicho Luca, hace un rato,
mientras se refrescaban los pies en el agua fría del arroyo sentados en la
orilla.
Ha sido pura casualidad. Cuando estaban sacando los avíos del pícnic del
maletero se ha pisado un cordón y, al agacharse para atárselo, ha visto a
Roberto sacarse una bolsita de terciopelo oscuro de la chaqueta y guardarla,
con mucho cuidado, debajo del asiento del conductor.
—Lo ha hecho cuando creía que nadie miraba, hazme caso. —⁠Hablaba
emocionado, a trompicones⁠—. Tiene que ser algo valioso. Y secreto. Lo ha
sacado del bolsillo porque sabía que íbamos a estar tirados por el prado y no
quería que se le cayera y lo descubriéramos por error. Estoy seguro.
Y luego le ha susurrado al oído: «Quien roba a un ladrón…».
Clara no quiere ni pensar en ello ahora para que no se le note en la cara.
El plan de Luca es muy audaz. Puede salir mal por muchas razones. Pero cada
vez le tienta más.
Roberto termina de darle los últimos toques a la acuarela. Cambia el
pincel por un lápiz y en una esquinita que ha quedado libre de pintura escribe:
«Para mi amiga Clara, que solo quiere que le cuenten el final si las historias
merecen la pena».
—¿Somos amigos?
—Si tú quieres.
—Claro que quiero —responde Clara, solemne. La amistad de Roberto es
todo un honor. Y le va a demostrar que no se ha equivocado al otorgársela.
Que sabe estar a su altura.

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A Kaplan nunca le han gustado los periodistas. Ni siquiera los que trabajan
para él. La mayoría son gañanes groseros y llenos de ínfulas con una
propensión innata a sacar los pies del tiesto amparándose en el derecho del
público a la información. Y los que ni siquiera están a su sueldo se creen,
además, con derecho a ser impertinentes en aras de un supuesto interés
general. Los tolera solo porque son útiles. Un mal necesario.
Pero Pierre Busson es claramente la muestra de que toda regla tiene su
excepción. Sus gustos son gustos de hombre de mundo, como prueban la copa
de Martell Cordon Bleu que hace oscilar en su mano derecha y sus
conocimientos sobre cigarros puros. Viste un traje con un buen corte, a
medida, con su pañuelo de seda en el bolsillo superior. Sin embargo, no es
ningún petimetre. Su mirada afilada no engaña. Es un hombre inteligente, con
talante negociador y un humor sutil.
Lo primero que ha hecho, nada más poner pie en su habitación, ha sido
volver a disculparse por la exclusiva de esta mañana, que ha revelado su
nombre al público, pero como seguro que comprendía, no podía dejar volar la
información y que se la arrebataran otros. El oficio mandaba.
Tampoco podía decirle cómo había averiguado que era él el comprador ni
quién le había dado el soplo, ni si había sido allí o en París. Kaplan era un
hombre de los medios de comunicación y sabía mejor que nadie que las
fuentes eran sagradas.
Lo que sí podía hacer para compensarle, en la medida de sus escasas
posibilidades, era ponerse a su disposición para cuanto quisiera preguntarle.
Aunque mucho se temía que casi todo lo que sabía del falso Van Dyck de
Marchal estaba ya publicado.
Aun así, han pasado cerca de media hora comentando el caso. Un asunto
menor, según Busson, si no hubiese sido porque los protagonistas son dos
personajes conocidos de la vida pública parisina.
—Me temo que no soy ningún experto en arte, señor Kaplan. Me
interesan más los aspectos humanos de este tipo de noticia, tanto en este caso
como en el de su maravillosa Flaminia Triunfi. Y al público también. Es algo
que aprendí ya hace tiempo, cuando el señor Montenegro, a quien usted

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conoce bien, fue juzgado por su conexión con el famoso robo de la Saskia de
Rembrandt.
—Vaya, ¿siguió usted el caso?
—Atentamente. —Busson hace girar con parsimonia su copa de balón⁠—.
Y tengo la poca modestia de creer que, sin mi colaboración, la reputación del
señor Montenegro no habría alcanzado las cotas de las que disfruta hoy en
día.
—¿Lo conoce personalmente? Ahora que lo nombra, creo recordar que
también aludía usted a él en la pieza sobre el Van Dyck.
Busson alza los hombros:
—Tenía que darle color a la información de algún modo y se me ocurrió
mencionar que ese era el estilo de obras barrocas que poseía el señor
Montenegro en su colección, aunque él no tuviera nada que ver con el asunto.
—⁠Sacude la ceniza del cigarro y se recuesta en el butacón⁠—. No somos
amigos íntimos, pero tenemos una buena relación. Eso sí, me temo que no
voy a conseguir ni media palabra suya sobre el hallazgo de la Flaminia. No es
fácil hacerle hablar cuando tiene enfrente un lápiz y una libreta.
Kaplan le imita y cruza las piernas él también, con aire relajado. El azar le
ha sonreído al poner en su camino a ese tipo.
Él conoce la historia del robo y la misteriosa reaparición de la Saskia
leyendo de Rembrandt, igual que la conoce cualquiera que se dedique al
negocio del arte. El lienzo en cuestión era un retrato de la mujer del pintor
ricamente vestida, recostada en unos almohadones con un libro en la mano,
sobre un fondo oscuro y bañada en la característica luz dorada del maestro
holandés. Formaba parte de la colección privada de sir Edmund Adley, un
financiero británico a quien Eduardo VIII había concedido el título, y colgaba
de los muros de una imponente casa de campo de Surrey.
Hasta que, en la primavera de 1931, una noche en la que la mansión
acogía a unos veinte huéspedes, además de a los perros y la servidumbre, la
hermosa Saskia desapareció junto a otros tres lienzos: dos Gainsboroughs y
un Reynolds. Al despertar, sir Edmund se encontró los cuatro marcos vacíos
sobre una alfombra. En uno de los ventanales faltaba un panel de vidrio que
los ladrones debían haber retirado para entrar y salir en silencio de la casa.
Nadie había oído nada.
Las cuatro obras desaparecidas eran más que estimables, pero el
Rembrandt era una pieza de verdadera importancia. Valiosísima. Y las
circunstancias de su desaparición tenían un tinte novelesco, así que la noticia
captó la imaginación del público de inmediato. Su eco llegó hasta Estados

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Unidos, donde tanto la revista Time como el New York Times le dedicaron
largos reportajes comparando lo sucedido con el robo de la Mona Lisa.
—Recuerdo perfectamente que meses después la policía no tenía aún ni la
más mínima pista. Y, entonces, de repente, el cuadro reapareció en París, en
manos de un galerista.
—Así es. A mediados de octubre un viejo marchante de la calle Laffitte
acudió a la Prefectura de Policía para notificar que un individuo con acento
extranjero se había puesto en contacto con él para que le ayudara a encontrar
comprador para un lienzo cuya descripción correspondía con la del
Rembrandt desaparecido. Era un escocés, que fue detenido de inmediato, y
cuando la policía le instó a colaborar no supo proporcionar más que un par de
nombres. Entre ellos el de Roberto Montenegro.
La prueba definitiva, explica Busson, apareció cuando la policía registró
el domicilio del español, sin previo aviso, y encontró en el desván el óleo de
Reynolds que había desaparecido de la casa de campo de sir Edmund la
misma noche que el Rembrandt. Enseguida se supo, además, que Montenegro
conocía personalmente al financiero inglés, había frecuentado su mansión de
Surrey pocos días antes del robo y no tenía coartada para la noche de autos.
A partir de ese momento se desencadenó un confuso vodevil que mantuvo
a la opinión pública entretenida durante más de seis meses y fraguó para
siempre la reputación del misterioso sevillano.
No se le juzgaba por robo —⁠ni el delito se había cometido en suelo
francés ni había prueba sólida ninguna contra él⁠—, sino de comerciar con
obras de arte robadas, pero tanto la acusación como la prensa y el público
parecían dar por hecho que él había sido el autor del delito. El Montenegro
ladrón de guante blanco resultaba mucho más interesante que un simple
marchante deshonesto, más aún cuando todo lo que se iba sabiendo sobre él lo
iba convirtiendo en un personaje más fascinante. El origen desconocido de su
fortuna, su elusivo pasado, sus viajes a través de Europa, su afición por el
casino y su dedicación al coleccionismo y la compraventa de arte. Hubo
incluso quien insinuó una relación con dos tipos que cumplían condena por
sustraer tallas y retablos góticos en iglesias rurales y residencias campestres
abandonadas, a pesar de que los dos presos negaron cualquier vínculo.
—Tengo que reconocer que ese rumor fui yo quien lo puse en
circulación… Espero que me guarde usted el secreto —⁠ríe Busson entre
dientes.
Kaplan sonríe a su vez. Le gusta ese tipo. Tiene la impresión de que si no
habitasen dos continentes distintos podrían hacer buenos negocios juntos. Y le

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gusta haber dado con alguien que le ayude a poner orden en las cuatro cosas
que sabe sobre Montenegro.
Si hay algo de lo que está orgulloso es de su habilidad para calibrar a la
gente. Un par de horas de conversación, el tiempo de una cena, le bastan
normalmente para calar a cualquiera. Pero Montenegro aún se le escabulle y
eso le molesta.
No tiene queja contra él. El sevillano ha cumplido con creces lo
prometido. Le ha procurado un tesoro inimaginable y ha manejado la
situación con discreción y elegancia. Sin fallas. Pero le enfada que no se deje
adivinar. Y espera que el relato de Busson le sirva para poner cerco, de algún
modo, al personaje.
En vano.
—Montenegro —continúa el periodista⁠—, declaró que todo se trataba de
un error. Que la pintura que tenía en casa no era el cuadro desaparecido, sino
otro del mismo autor, de tema muy similar, que un galerista estadounidense le
había encargado restaurar antes de enviarlo a Nueva York. Para sorpresa de
todos, sir Edmund, el propietario del lienzo, ratificó sus palabras en cuanto
fue informado, asegurando que ese no era el cuadro que le habían robado. Y
el marchante neoyorquino confirmó también su versión. Todo daba a entender
que se había tratado de un lamentable error.
Pero, casi de inmediato, la exesposa de sir Edmund le rebatió de forma
fulminante. Busson le cuenta la llamada que recibió, a última hora de la tarde,
en la redacción. Era una mujer airada, indignada porque su exmarido ni
siquiera se había molestado en contarle lo que estaba pasando y se había
tenido que enterar por la prensa.
—Me aseguró que el lienzo que la policía había encontrado en manos de
Montenegro era, sin lugar a dudas, el Reynolds robado la misma noche de la
desaparición del Rembrandt y los dos Gainsboroughs. No había equívoco
posible porque era ella quien lo había aportado al matrimonio, recién casada,
y estaba dispuesta a jurarlo donde hiciera falta. Ante el juez y ante Dios. Su
marido había mentido solo para que ella no pudiera recuperarlo, tal y como le
correspondía. Las condiciones del divorcio aún se estaban negociando, y él la
odiaba tanto que estaba dispuesto a cualquier cosa, incluso a dejar que un
ladrón se saliera con la suya, solo por perjudicarla.
Ese fue el momento en el que todo se convirtió en un folletín desquiciado,
explica Busson, dándole una calada honda a su cigarro. La cuestión se enredó
más de lo imaginable. Los expertos en arte no se ponían de acuerdo, y menos
aún la prensa.

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—Nos contradecíamos los unos a los otros todos los días. Era una guerra
por conseguir más lectores.
Entonces, en un inesperado giro de la trama, salieron a la luz varias cartas
privadas que desvelaban que la esposa de sir Edmund había mantenido un
romance con Montenegro un par de años atrás.
—Las consiguió un colega del D’Artagnan, aún no me ha contado cómo.
La cuestión es que a partir de ese momento el público achacó las acusaciones
de la mujer al despecho y el caso dio un nuevo vuelco. Y, como bien sabe,
nuestro amigo Montenegro fue finalmente absuelto por falta de pruebas.
Kaplan apura los restos de coñac de su copa, un tanto decepcionado.
Busson es un cronista ameno y le ha divertido escucharle. Pero al final se ha
quedado con la impresión de que en aquel asunto nadie acabó de decir nunca
la verdad y el triunfo del acusado se debió, sobre todo, a la influencia de la
prensa, que había puesto de su lado a la opinión pública y al jurado popular.
En cualquier caso, no ha sido tiempo perdido. Le ha gustado conocer a
Busson. Esta mañana ha estado hablando con Rosenberg sobre la
conveniencia de concederle una entrevista más personal a algún periodista de
confianza. Una conversación reposada, para hablar más extensamente de sí
mismo y de su larga trayectoria, no solo de la Flaminia. Algo que pueda
traducirse y publicarse en Estados Unidos antes de su llegada. Y parece que
ha dado con el candidato ideal. Tiene buena sintonía con el pájaro y eso es lo
más importante.
Deja que el tema de la entrevista surja casi solo mientras saborean una
segunda copa de Cordon Bleu y hablan un poco de todo, de arte, de Deauville,
de las adquisiciones que ha realizado Kaplan durante su periplo europeo y de
las carreras de esa tarde. Finalmente, cierran la cita para el día siguiente. Él se
encargará de avisar a Lena para que ella también esté presente.
—Supongo —pregunta Busson mientras le tiende la mano para
despedirse⁠—, que no hay ninguna posibilidad de que el hombre que sustrajo
el lienzo de Italia acceda a hablar con ningún periodista.
—Imposible, me temo. Si estuviera en su lugar, ¿se sentiría usted muy
inclinado a aparecer en la prensa después de haber burlado al Gobierno de
Mussolini?
Busson responde con una mueca:
—No, claro, lo comprendo. Era un tiro al aire, pero tenía que intentarlo.
Me habría gustado compartir la exclusiva con un amigo. Alguien que me
proporcionó ayer la pista que me hizo llegar hasta usted, mister Kaplan. Pensé
que a lo mejor encontraba la forma de devolverle el favor. Pero otra vez será.

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A medida que se acercan a Deauville hay cada vez más tráfico. Luca viaja con
la cabeza y los brazos apoyados fuera de la ventanilla mientras, a su lado,
Clara duerme acurrucada en el asiento. Eso le obliga a trazar el plan de acción
a él solo, así que no admite discusiones: él será el capitán y ella tendrá que
conformarse con ser su lugarteniente.
Cada vez lo ve más claro. Montenegro los trata como a niños. Por eso no
confía en ellos, por mucho que le haya dicho a Clara que es su amigo y por
muchas perlas y muchos retratos que le regale. Ella no se da cuenta porque
está pasmada, pero Luca lo tiene clarísimo.
No en vano lleva estudiando a Montenegro a conciencia desde el primer
día. Bueno, también lo vigila porque le encantaría parecerse a él. Pero eso no
lo va a admitir ni aunque le escalden vivo. La otra noche le birló un sombrero
a su padre y estuvo un buen rato delante del espejo de su cuarto ensayando
gestos y actitudes sin éxito. Nada funciona con pantalones cortos y, por
mucho que ha insistido, no hay manera de que le dejen llevarlos largos de una
vez. «Cuando aprendas a comportarte como un hombrecito. Con esas rodillas
llenas de mataduras, ni lo sueñes», ha sido la respuesta.
—Entonces qué, ¿venís a las carreras? ¿No estáis cansados? —⁠pregunta el
tío de Clara.
Luca niega con la cabeza, enfático. Clara y él han insistido para que los
dejen acompañarlos y los dos adultos han aceptado encantados de no tener
que desviarse para llevarlos a casa. Ya llegan tarde y temen no llegar a tiempo
de ver si Ping-Pong, el alazán de la princesa de Faucigny, es capaz de batir a
Pen and Ink, el negrito del barón de Rothschild, en la principal carrera del día.
Le da un codazo a Clara para que se despierte. Están a punto de llegar y
aún no tienen plan. La bolsita de terciopelo oscuro debe estar todavía debajo
del asiento de Montenegro. No le ha visto cogerla. Pero no se atreve a
agacharse y mirar.
—¿Y si se enfada?
Eso ha sido lo primero que le ha preguntado Clara cuando le ha expuesto
la idea, hace un rato, antes de subir al coche.

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—¿Por qué se va a enfadar? Si vamos a hacer lo mismo que él hace…
Además, se la vamos a devolver. No es un robo de verdad. Cuando piense que
han sido unos ladrones profesionales, confesamos y le dejamos con la boca
abierta.
—¿Y si se enteran nuestros padres? Los míos se van a enfadar muchísimo.
Aunque les diga que era solo un juego.
—¿Cómo se van a enterar? Roberto no va a chivarse. Uno no se chiva de
sus amigos.
Pero para todo tenía pegas:
—Yo no creo que lleve nada valioso en esa bolsa. Si es valioso, ¿por qué
lo va a llevar encima en lugar de guardarlo en la caja fuerte del hotel?
Luca no ha estado nunca en un hotel y no sabía que las habitaciones
tuvieran caja fuerte, así que ha tenido que improvisar:
—Pues porque a lo mejor lo ha robado esta mañana en el hall, mientras le
esperábamos en el coche. O a lo mejor —⁠las ocurrencias se le amontonaban⁠—
es una pistola y la lleva siempre encima.
Lo de guardar una pistola en una bolsa de terciopelo la verdad es que sería
un poco raro, pero tenía la imaginación disparada. Un rato antes había
sorprendido una conversación entre dientes de Montenegro y el tío de Clara.
Y había escuchado con claridad la palabra gánster.
La había pronunciado el tío Gabriel, con entonación de respeto y
preocupación, y a Luca le había golpeado, nítida y distintiva, del mismo modo
que cuando uno escucha su nombre en una conversación ajena. Alguien tenía
miedo de un gánster. Era algo que tenía que ver con la prensa. Y ambos
repetían un nombre desconocido: «Caplan». Estaba en Deauville y era
peligroso. Pero, cuando se acercó, cortaron el tema en seco.
Esa era la prueba de que Montenegro los trataba como a críos. Dice que
no puede hablar de sus secretos, pero no es verdad. Porque al tío de Clara le
cuenta muchísimas cosas. Siempre están cuchicheando entre ellos.
Las cosas como son, al lado de un gánster americano, un simple ladrón a
Luca le parece ahora una nadería, pero la cuestión es que si quieren que
Roberto Montenegro los considere dignos de ser sus aprendices de verdad, y
no de simple boquilla, van a tener que demostrarle lo que valen.
Vuelve a clavarle el codo a Clara, que refunfuña. Menos mal que por lo
menos está dispuesta a colaborar. Luca está un poco hasta las narices de que
le contradiga en todo y le diga que sus ideas son tontas. Antes era diferente.
Los dos estaban siempre de acuerdo.

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Además, tiene que aguantar a los idiotas de sus amigos, a los que les ha
dado por burlarse y preguntarle por su novia. Menudos cretinos. Clara no es
su novia. Es su amiga, y es más divertida y mejor que todos ellos juntos. Sabe
muchas cosas que nadie más sabe y es más valiente. Pero por culpa de esa
pandilla de imbéciles que no paran de guiñarle el ojo y dar silbiditos, venga a
repetir lo guapa que es su novia, ahora a él también le parece guapa. Y hay
veces que se pone rojo cuando ella le sonríe. Y vale, a lo mejor sí que le
gustaría que fuera su novia. Pero aun así, piensa seguir dándole de puñetazos
a todo el que le diga algo parecido.
Ya están casi en el hipódromo. En los alrededores no caben más
vehículos. Bugattis, roadsters de BMW, Isotta Fraschinis, Rolls y Minervas.
Pero con una buena propina logran que el aparcacoches les haga un hueco.
Montenegro apaga el motor del Hispano-Suiza y baja del coche.
Luca no le quita ojo. Está preocupado porque el sevillano ha echado a
andar junto a ellos sin recuperar el paquetito. Y si de verdad fuera algo
valioso no se le ocurriría dejarlo allí, al alcance de cualquiera. ¿Se habrá
equivocado y será una simple fruslería?
Pero cuando apenas han avanzado unos pasos, Montenegro se detiene:
—Esperadme en la puerta si no os importa, vuelvo enseguida. Me he
dejado los prismáticos en el coche.
Luca cruza con Clara una mirada cargada de significado. Y mientras a ella
no le queda más remedio que fingir que escucha a su tío, que no para de
hablar, él vigila de reojo a Montenegro. No se atreve a mirar con mucho
descaro, pero está casi seguro de que le ha visto abrir la puerta del conductor
y agacharse a coger algo antes de dirigirse a la parte trasera del coche y sacar
los binoculares del maletero.
Ajá. O sea, que no es que no le importara dejar la bolsita sin vigilancia. Es
que no quería que nadie le viera cogerla. «Esto se pone aún más interesante»,
susurra al oído de Clara mientras acceden al recinto.
En el paddock de presentación los caballos pasean nerviosos de la mano
de sus mozos y las coloridas casacas de los jockeys brillan al sol con alegría,
pero Luca no tiene ojos para el espectáculo. Tiene un objetivo claro. Y no
piensa marcharse sin cumplirlo. Sin embargo, todas y cada una de las veces
que trata de meter la mano en el bolsillo de Montenegro se ve obligado a
retroceder después de acercarla solo unos centímetros. Robar al descuido es
más difícil de lo que parecía y empieza a pensar que va a ser complicadísimo
hacerse con el botín sin que nadie se dé cuenta. Y encima Clara, en vez de
apoyarle, no hace más que cabecear para que deje de intentarlo.

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Uno de los caballos lanza una patada al aire y el público que se agolpa en
torno retrocede entre exclamaciones. Luca está tan nervioso que el repentino
movimiento le sobresalta y está a punto de caerse de espaldas.
—Vamos a tener paciencia —murmura Clara⁠—. Ya aparecerá la
oportunidad.
Los caballos salen hacia la pista y suben todos a la tribuna. Pero ellos dos
no prestan ninguna atención a la carrera. Permanecen con las cabezas juntas,
cuchicheando, atentos a Roberto, que no para de saludar a medio hipódromo.
Inútilmente. No se presenta ni la más mínima oportunidad.
Cuando los caballos cruzan la meta y el tío Gabriel y Montenegro bajan
de las gradas, él y Clara se quedan unos pasos atrás, conspirando. Están
tomando demasiados riesgos y van a acabar por pillarlos. Lo mejor va a ser
mantener un rato la distancia y observar, aún queda mucho tiempo y puede
surgir la ocasión si son pacientes.
Montenegro conoce a todo el mundo y se acerca mucha gente a saludarle.
La mayoría le preguntan por el cuadro ese tan caro que le ha vendido a un
millonario, pero él no se para demasiado rato con ellos, cosa que a Luca le
parece normal, qué pesadez que todo el mundo te hable de lo mismo todo el
tiempo. Con los únicos con los que hace una excepción es con una pareja que
está sentada a una de las mesas instaladas en el césped, cerca del recinto de
peso. Cuando el hombre le saluda, a cierta distancia, Roberto le hace un gesto
a Gabriel y se acercan a ellos y hasta se quedan un rato charlando.
La mujer lleva un vestido de lunares y uno de esos sombreros amplios y
redondos que cubren media cara. Es rubia y muy guapa. Pero lo que deja a
Luca patidifuso es el nombre del señor que la acompaña. Montenegro lo ha
pronunciado con mucha claridad al presentarlo: mister Caplan.
Y además habla en inglés. No cabe ninguna duda. Es él.
Susurra al oído de Clara, excitado:
—Es un gánster americano.
Ella arruga la nariz, incrédula, pero a Luca le da igual. Le pide que le
traduzca de qué hablan. Porque él no pilla ni una palabra de lo que dice el
gánster. El inglés que hablan no parece el mismo idioma que le enseñan en el
colegio. En cambio Clara, que siempre ha tenido nannies inglesas o
irlandesas, se entera de muchas cosas. Dice que hablan de cuadros, para
variar, y de periódicos, y Luca se desilusiona un poco. Pero cuando escucha a
la mujer rubia preguntarle a Roberto Montenegro si quiere acompañarla al
paddock a ver los caballos mientras el gánster y el tío Gabriel se quedan
tomando algo, intercambia una seña con Clara.

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Rápidamente, le piden permiso a su tío para ir a jugar un rato solos y de
inmediato comienzan a seguir a Montenegro y a la mujer rubia con disimulo.
A lo mejor ahora que está distraído con la señora guapa se descuida más y
encuentran el momento.
Y entonces ocurre. Montenegro inclina un instante la cabeza sobre la de la
mujer rubia, murmurando algo, la sujeta del brazo y, velozmente, extrae el
saquito de terciopelo de su bolsillo y lo introduce en el bolso de su
acompañante, que ella mantiene abierto.
Clara y él se miran atónitos. ¡Es una cómplice! ¡Han descubierto a la
cómplice de Roberto Montenegro!
Esto se pone mucho más emocionante. ¿Qué narices será lo que ocultan
Montenegro y esa mujer? Lo malo es que siguen sin saber cómo hacerse con
la dichosa bolsita de terciopelo…
Cuando la mujer entra en el aseo de señoras, Clara la sigue por si hubiera
alguna posibilidad. Sin éxito. Y cuando, finalmente, Montenegro y Gabriel se
despiden de ella y del gánster, ellos optan por quedarse rondando cerca y
seguirle los pasos, escondiéndose tras los árboles y los quioscos. Pero no
encuentran el modo de acercarse. Y la jornada de carreras se acerca, tranco a
tranco, a la recta final.
Luca empieza a verlo cada vez más complicado. Solo se le ocurre una
estrategia con posibilidades de éxito. Intentarlo cuando se esté corriendo una
carrera y todo el mundo a su alrededor esté distraído con la vista fija en los
caballos. Y la prueba principal del día está a punto de comenzar. No van a
tener ocasión mejor.
Cuando la pareja asciende los escalones de las tribunas, él y Clara se
sitúan justo detrás con una velocísima arrancada. A la mujer el bolso le cuelga
del hombro y se le bambolea ligeramente.
Suena la corneta, se levantan las cintas de salida y toda la grada se pone
en pie. Luca y Clara se ven emparedados tras una barrera de espaldas en
tensión. El público guarda un silencio expectante. Solo se escucha la voz del
narrador a través de los altavoces y Luca no para de mirar de reojo el bolso de
la mujer rubia. Los caballos se aproximan a la última curva. Se les está
acabando el tiempo. Y, de pronto, sobrecogido, ve a Clara alargar la mano y,
con un gesto preciso y un breve clic, abrir el cierre del bolso. La mira a los
ojos y ella le devuelve la mirada, intrépida.
Es ahora o nunca. Todos tienen la atención puesta en la pista, con
prismáticos o sin ellos. Los caballos entran en la recta final y la grada explota.
A su espalda un hombrecito de grandes bigotes chilla como un endemoniado,

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dejándose los pulmones. Clara extiende otra vez el brazo, pero Luca tiene
mejor ángulo. Respira hondo e introduce la mano en el bolso con rapidez.
Sus dedos se cierran de inmediato en torno a un objeto suave y lo atrapan
con fuerza. Sin mediar palabra, cruza una mirada con Clara y ambos echan a
correr entre el público, abriéndose paso a pisotones, gradas abajo. Corren y
corren, saltando escalones. Los gritos y los aplausos alcanzan el límite del
crescendo y comienzan a desfallecer mientras ellos siguen corriendo. No se
detienen hasta no alcanzar la zona más remota del hipódromo y guarecerse
tras un seto.
No han llegado a decidir quién de los dos esconderá el botín ni dónde.
Tampoco qué harán con él. Pero ahora no puede pensar. Tiene demasiado
miedo a que dentro del ansiado saquito de tela no haya más que una bagatela.
Algo privado y sin valor.
Afloja el nudo y deja caer el contenido al suelo. Ambos se miran, sin
palabras.
Sobre la hierba del hipódromo, un enorme pájaro de diamantes y piedras
preciosas despliega las alas, exultante.

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A Léon no le gusta el whisky. Prefiere las bebidas dulces, suaves. Las que se
consideran poco masculinas. Pero cuando Dora deposita los dos vasos anchos
sobre la mesita de caoba y le sirve un trago largo de Macallan, se agarra a él
de inmediato como a un salvavidas.
Lleva en el bolsillo un cheque por valor de quinientos mil francos que
Roberto Montenegro le ha entregado hace un par de horas. Y, muy pronto,
antes de que la Flaminia Triunfi zarpe hacia Nueva York, será dueño del
resto.
Debería sentirse liberado. El griego tendrá pronto su dinero. Por fin los
dejará en paz, a él y a su familia. Y, sin embargo, cuando Dora lo ha
encontrado acodado a la barra del Brummel, hace solo un rato, llevaba cerca
de dos horas en el club nocturno, bebiendo. No podía parar de pensar en la
fantástica cantidad que el sevillano había inscrito en el trozo de papel que
guardaba arrugado en el bolsillo, con su letra grande y desacomplejada. Y en
todas las noches que él había tenido que gastar frente a una mesa de juego
para acabar así.
Al alzar la vista de la barra y reconocer el rostro amigo de Dora le ha
invadido una inmensa gratitud. Eso era exactamente lo que necesitaba. Una
compañía cálida, comprensiva, de alguien que no tuviera nada que echarle en
cara. Alguien a quien no debiese nada. Pero ella no ha querido sentarse. Allí
había demasiada gente. Demasiados conocidos. ¿Por qué no iban a un sitio
donde estuviesen más tranquilos? Tomándole del brazo, le ha guiado hasta su
coche y, mientras el chófer los conducía hasta la casita que la inglesa tiene
alquilada al pie del monte Canisy, le ha dicho cosas que no acababa de
entender. Sobre Gabriel. Que sabía que su cuñado le había metido en algún
problema y que no se atrevía a confesárselo a Emma. Pero que ella estaba a su
lado y podía contar con su apoyo. Era confuso. A veces parecía que aquella
mujer sabía cosas que no debería conocer y, otras, lo que decía no tenía
sentido, pero el mareo provocado por las curvas del camino no le permitía
pensar, por eso se ha limitado a escuchar, sin negar ni asentir a nada de lo que
le decía.

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Y allí está ahora. Sentado en el saloncito de Dora, con otra copa entre las
manos. Nada más entrar por la puerta, se ha dejado caer en el sofá y se ha
aflojado la corbata. El chalecito de la inglesa es una bombonera de principios
de siglo con ventanas mirador, techos con molduras, paredes enteladas y
cortinas llenas de flores. Un refugio donde no tiene que darle cuentas a nadie.
Dora se acomoda junto a él. Lleva un vestido que le queda un poco
pequeño, con un solo tirante en torno al cuello y un exuberante escote en pico.
Posa una mano sobre las suyas, húmedas, que continúan asidas al vaso, y
Léon las siente frescas y ligeras.
Debería estar aliviado. Ayer, en el hotel, todo salió bien. Los dos
secretarios del americano le dieron mala espina, sobre todo el pequeño y
arrugado, con ojos de comadreja, pero el millonario era un hombre amable.
Aunque a Léon le pareció percibir una punta de desprecio en sus modales.
Eso era que Kaplan pensaba que le había calado. No se creía que hubiera
sacado el cuadro de Italia sin llevarse nada a cambio para él. Tal y como
había previsto Montenegro. Así que hasta eso había ido rodado.
Pero luego, a la salida, ese amigo de Gabriel, el periodista cotilla, le había
puesto nervioso. No entendía por qué le miraba así. Como si supiera algo.
Gira la cabeza y se topa con los ojos azules de Dora.
—Ese tal Oriot —masculla—, el amigo de mi cuñado, ¿lo conoce usted?
Dora le pide que la tutee, por favor, son amigos. Luego responde mientras
le acaricia las manos con un movimiento lento y repetido:
—Me parece un tanto zafio y un husmeador interesado, pero no tengo
mala relación con él. ¿Por qué me preguntas? Cualquier cosa que necesites
compartir, aquí estoy yo para escucharte, Léon. Cualquier cosa. Te aseguro
que te comprenderé y te apoyaré.
No, cabecea Léon. No sabe ni por qué le ha preguntado por Oriot. El
periodista es un don nadie. Es el otro el peligroso, el americano.
Siente el peso del cuerpo caliente de Dora sobre su brazo:
—Hace tiempo que me he dado cuenta de que estás preocupado, Léon. Si
necesitas confesarte con alguien, estoy aquí, a tu lado. Para escucharte, para
acompañarte y para prestarte mi fuerza.
La mira, un poco asombrado de sentirla tan cerca. Está muy borracho. Y
no le importaría estarlo más. Le da otro trago al whisky. La inglesa lleva
colgado del cuello un medallón que le baila entre los dos pechos, rosados y
rotundos.
No sabe cómo podría explicarle lo que siente. Porque no es miedo. No. El
miedo es solo una excusa. Lo que siente es desprecio.

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Hacia sí mismo.
Desprecia su debilidad. Su hipocresía. Se desprecia por no haber sabido
encontrar una salida honorable al callejón al que le han abocado la flaqueza y
el vicio. Por haberse puesto a la merced de un Roberto Montenegro
cualquiera. De un aventurero del que no sabe nada y que acaso le haya
convertido en cómplice de un negocio ilegal. No se fía en absoluto de ese
negociante sibilino y menos aún de lo poco que les ha contado a él y a Gabriel
antes de hacerlos sus colaboradores. Con el griego, al menos, las cosas
estaban claras.
Quién sabe si no ha salido del fuego para caer en las brasas, y si Emma y
Clara no acabarán pagando las consecuencias. No ha sabido cuidarlas. Es un
mal marido y un mal padre, no cabe duda. Pero está seguro de que si no las
tuviera a su cargo, si no hubiera temido la amenaza del griego sobre sus vidas,
habría encontrado otra forma más digna de salir del atolladero. Y casi de
inmediato le ahoga la vergüenza, al darse cuenta de que está culpando a las
dos personas que más quiere en el mundo de su propia infamia.
Por todos los santos. No es posible caer más bajo.
Se siente cansado y muy pequeño, y cuando vuelve a mirar a la inglesa,
que sigue estrechando su cuerpo cálido y reconfortante contra el suyo, solo se
le ocurre preguntar:
—¿Te han dicho alguna vez que te pareces mucho a Mae West?
Ella ríe, llamándole bobo, y Léon descubre que, sin saber cómo, su mano
derecha se ha posado sobre uno de los pechos de Dora. Lo amasa con afán y
lo besa, cubriéndolo con su aliento y su saliva, e intenta bajarle el vestido a la
fuerza para devorarlo mientras se hunde en el asiento, cayendo casi de
rodillas.
Hasta que ella le sujeta la cabeza con ambas manos y le obliga a alzar la
vista.
Le acaricia la mejilla, enjugándole algo húmedo que le rueda por el rostro,
y luego le besa, largo y hondo.

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Es más de medianoche y Gabriel lleva sin descansar desde las siete de la
mañana. Nada más salir del hipódromo fue a buscar la cámara a su estudio y
se ha pasado la noche haciendo fotos para El Mensajero, tratando de
enmendar sus desaires y compensar a Félix de algún modo. Está agotado.
Pero antes de regresar a casa ha entrado al Bar Americano a tomarse una copa
rápida.
Endereza la espalda maltrecha y se dispone a pedir la cuenta cuando
escucha una voz a sus espaldas:
—¿Molesto? —Y Roberto, surgido de no se sabe dónde, se sienta a su
lado, en la barra, sin aguardar respuesta⁠—. Me han dicho que sueles parar
aquí por las noches. Llevo un rato buscándote. Se nos pasan los días y aún no
hemos tenido tiempo de charlar tranquilamente.
Gabriel se le queda mirando con sorna. Primera noción de que Roberto
tenga ganas de charlar con calma de nada. Lleva esquivando todas sus
preguntas desde el primer momento.
Le hace una seña al barman:
—Otro Pépa, por favor.
—Un french 75.
El barman deposita un cóctel de ginebra y champán frente a su amigo, y
uno de vodka y coñac, bautizado en honor a la famosa starlette Pépa Bonafé
—⁠que se sirve en una curiosa jarrita con asas, parecida a los trofeos
deportivos⁠—, delante de él. Entretanto, hablan de caballos. Sobre todo de
Juan Sin Miedo, que corre al día siguiente el Morny. Territorio neutro. Sin
riesgos.
Roberto habla con una pasión genuina, de auténtico turfman. Es algo que
a Gabriel siempre le llama la atención, que hombres vividos, a los que nada
debería conmover, sean presa de un entusiasmo tan puro. El estremecimiento
que les produce una llegada apretada y el modo en que sus emociones
dormidas resucitan a lomos de esos bichos, vestidas con las sedas de sus
colores, le maravilla. No sabe cuánto hay de ego y cuánto de manía en la
pasión por las carreras, pero a veces ha lamentado no ser capaz de
compartirla.

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Escuchando a Roberto, está claro que lo único que le retiene en la ciudad,
ahora que ya ha cerrado la venta del cuadro, es ver correr a su potro mañana.
—¿Te acuerdas de cuando mi tío nos trajo al hipódromo por primera vez?
Yo estaba fascinado con todo. Con los colores, los bookmakers, el lujo. Pero a
ti no se te iban los ojos de los caballos y los jockeys. Es curioso que no
hubieras vuelto a Deauville desde entonces. —⁠Apura la copa y añade con un
punto acusador⁠—. Está demasiado cerca de donde nos criamos, ¿no?
Lo que quiere decir es que está demasiado próximo a sus verdaderos
orígenes como para que su personaje público se sintiera seguro en sus calles.
Roberto se encoge de hombros antes de pedir otra ronda.
—Claro que me acuerdo. Sobre todo, no se me olvida una cosa que nos
dijo tu tío. Que disfrutáramos del espectáculo. Porque quienes formaban parte
de él no podían hacerlo.
Pero Gabriel está seguro de que su tono áspero no le ha pasado
desapercibido. Se ha dado cuenta perfectamente de que sus palabras encierran
una recriminación.
Finalmente, Roberto saca un cigarro de la pitillera y sonríe con candidez:
—Te debo una explicación, lo sé. El otro día, cuando apareciste en el
hotel, me alegré de verdad, Gabriel. No era teatro, te lo aseguro. Fue luego
cuando pensé que si se sabía quién era y de dónde venía, podía ser un
problema para los negocios. —⁠Alza la copa en un brindis burlón⁠—. Pero qué
diablos. A estas alturas, ya da lo mismo.
Así, sin más, Roberto tira por tierra la barrera de cortesía aristocrática con
la que se ha estado defendiendo de las cuestiones personales hasta ahora y
Gabriel percibe algo intangible pero radicalmente distinto en su actitud. Su
mirada tiene una franqueza de la que hasta ahora solo había visto breves
destellos y que reconoce de inmediato. Es la mirada honesta y segura de los
viejos tiempos.
Intuye que, esta vez, si vuelve a preguntarle por lo que ocurrió con Anna,
no se escabullirá. Tampoco se escabullirá si le interroga por lo que sucedió en
su vida después de que el marchante de la calle Laffitte del que le hablaba en
la última carta que recibió de su puño y letra, hace trece años, le ofreciera
trabajo. Nunca más volvió a saber de él. Ni el siguiente verano, que con tantas
ganas había anticipado, ni en ningún otro momento. Aunque él siguió
escribiéndole, de forma cada vez más espaciada, durante más de un año,
esperando que diera señales de vida, que regresara o le invitara a reunirse con
él. Pero no quiere que sus preguntas suenen a reproche. No quiere que
Roberto se dé cuenta de lo abandonado que se quedó tras su marcha.

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Y, una vez más, para preparar el terreno opta por hablar de sí mismo y de
lo que fue de su vida mientras su viejo compañero de clase se convertía en un
personaje de novela. Pero esta vez lo que le cuenta no es el resumen frívolo
de hace cuatro días en la habitación del Royal.
Habla de los meses, largos y solitarios en la escuela rural. De lo cuesta
arriba que se le hicieron. De los estudios de Derecho, monótonos y laboriosos.
Al parecer, su padre le había inculcado con más fuerza de lo que él
sospechaba la necesidad de disponer siempre de medios para valerse por uno
mismo. O quizá fuera solo una excusa que se puso a sí mismo. Un pretexto
para retrasar el momento de ir a la caza de sus ambiciones de una vez. En
cualquier caso, decidió que lo más sensato era licenciarse antes de partir en
busca de correrías. Su nueva vida de universitario ya estaba llena de
novedades emocionantes y, al fin y al cabo, solo tenía dieciocho años. Le
sobraba tiempo para llevar a cabo cualquier cosa que se propusiera.
Pero pasaba más horas en los cafés y en las tabernas, o haciendo retratos
en los merenderos del Sena, que en las aulas. Al cabo de cuatro años aún le
quedaban casi la mitad de las asignaturas. Y entonces llegó la pequeña
herencia de su familia materna y tomó la decisión de abandonar los libros y
abrir un estudio de fotografía bajo el Gran Reloj de Rouen.
Por fin había dado un paso determinado para dedicarse a su pasión. Pero
necesitaba asentar el negocio, ahorrar algo de dinero antes de lanzarse a la
aventura y a dar vueltas por el mundo. Después de todo, estaba en el camino
correcto. Y seguía siendo joven.
Fue entonces cuando conoció a Juliette y se enamoró como un auténtico
becerro.
Ni se le hubiera pasado por la imaginación marcharse a ningún lado en
aquella época. Solo quería estar con ella. Comenzaron a hacer planes de
matrimonio. Estaba a punto de cumplir los veinticinco. Ya no era tan joven,
pero seguía pensando que aún tenía tiempo por delante para cumplir sus
viejos planes.
Hasta que, sin darse cuenta, poco a poco, dejó de acordarse de sus grandes
ambiciones. Cuando a veces se le venían a la memoria, en una conversación
de café, las evocaba con la benevolencia con la que se rememoran ingenuos
sueños infantiles, como si hubiese querido ser espadachín o vaquero…
Gabriel narra sin ironía, desarmado y con el corazón en la mano.
Le alivia hablar en voz alta de todo lo que no fue. Admitirlo, por primera
vez, ante sí mismo. Solo calla lo inconfesable. Que desde el regreso de
Roberto, sus desfallecidas fantasías de adolescencia le escuecen como

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decenas de minúsculos cortes de papel en la yema de los dedos, y por eso no
sabe aún si su reaparición le alegra o le enfada. Si siente hacia él más estima o
enojo.
—La culpa del divorcio fue mía. Casi todas las noches, después de cerrar,
acababa en el café con los amigos. Y Juliette no quería tener hijos con un crío.
Eso me dijo. Así que me dejó.
No le cuesta hablar de ello porque son cosas que ya no le importan.
Lo que le duele es ese tiempo perdido tras los primeros años de juventud,
un tiempo en que todo era posible, las horas eran densas y el futuro parecía
inabarcable. Su existencia tiene ahora un peso tan liviano, es tan lisa y tan
dócil, que podría desvanecerse en la noche sin dejar rastro, como el humo de
sus cigarros.
Cambia de tema, bruscamente:
—Roberto, ¿puedo preguntarte una cosa?
—Claro.
—Eso que Félix me encargó que te dijera esta mañana, lo del blanco de
zinc…
Su amigo achica los ojos, y Gabriel reconoce la vieja sonrisa torcida de
otros tiempos:
—Ya me extrañaba que no quisieras saber más.
Gabriel no intenta siquiera contenerse:
—Joder, Roberto. Todo tú eres un puñetero enigma. ¡No tengo ni puta
idea de lo que se puede preguntar y lo que no!
Roberto suelta una carcajada:
—Ya era hora de que estallaras. No entendía cómo aguantabas tanto
tiempo sin atarme a una silla y obligarme a largar de principio a fin.
Le hace una seña al barman para que les ponga otra ronda y le advierte de
que la explicación va a ser larga. Luego se acoda en la barra, buscando las
palabras:
—Es una cuestión técnica. Verás. Para pintar un lienzo primero hay que
aplicar sobre la tela una capa preparatoria, una base sobre la que fijar la
pintura que se conoce como imprimación y cuya composición varía con cada
escuela de pintura, cada región de Europa o incluso con cada fase de la
carrera de un mismo artista. En Flandes, en el siglo XVII, eran habituales las
imprimaciones ricas en albayalde o blanco de plomo. Es un pigmento que
posee unas cualidades preciosas. Proporciona un tinte cálido y una
luminosidad especial a la obra, los colores aparecen más intensos, y además,
la velocidad a la que se seca permite trabajar muy rápido sobre él.

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—Vale. Voy siguiendo la lección.
—El albayalde, ya te digo, es un pigmento maravilloso. Pero tiene un gran
inconveniente: es terriblemente tóxico. Por eso hace décadas que dejó de
utilizarse. Desde que a mediados del siglo pasado se desarrolló un nuevo
pigmento, algo más frío y menos luminoso, pero inocuo. —⁠Alza las cejas⁠—.
El blanco de zinc.
—¿Y eso es lo que le interesa a Félix?
Roberto comprueba que su pitillera está vacía y roba un cigarro de la
suya, sin más formas.
—No te extrañe. ¿Has leído una noticia que ha aparecido en la prensa
recientemente sobre Claude Marchal, el famoso abogado, y un falso Van
Dyck?
—Por encima.
Es una historia que llama más la atención por la calidad de los personajes
implicados, un célebre abogado del partido radical y un ilustre general que
formó parte del Gobierno, que por los hechos en sí. Pero Roberto la conoce al
dedillo:
—El general le compró a Marchal el cuadro, una obra de juventud de Van
Dyck, hace nueve años. Y pagó por él un millón de francos. Lo mandó
certificar y los expertos lo dieron por auténtico. Sin embargo, hace unos
meses, solo Dios sabe por qué, decidió realizar nuevos análisis técnicos. La
ciencia avanza, el mercado del arte cambia día a día y este tipo de
diagnósticos cada vez son más usuales.
—¿Y qué descubrió?
—Pues algo francamente curioso, tratándose de una obra del siglo XVII
—⁠responde Roberto con una mueca singularmente ladina⁠—. Resulta que en la
capa preparatoria aplicada sobre el lienzo no hay albayalde, sino blanco de
zinc.
—Pero…
—Exacto. ¿Cómo puede esconderse un pigmento inventado en el siglo XIX
debajo de una pintura del XVII? Misterio.
—¿Y qué alega el vendedor?
Roberto frunce los labios en una mueca de burla. Hay algo en el relato que
le produce un maligno regocijo:
—Dice que el blanco de zinc se ha detectado solo en pequeñas áreas y que
puede ser que no recubra todo el lienzo, sino que alguien lo aplicara, a
parches, en alguna restauración más o menos reciente.
—¿Y puede ser verdad?

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—Es algo inverosímil. El supuesto restaurador habría tenido que
arramblar no solo con una buena parte de la pintura original sino, por algún
motivo ignoto, también con la imprimación antigua, para luego aplicar una
nueva imprimación con blanco de zinc y volver a pintar encima, esta vez con
pigmentos propios del Barroco. Un despropósito. Ningún profesional hace
eso. Además, las restauraciones se realizan con pigmentos modernos. Solo los
falsificadores utilizan materiales de siglos pasados, para que no se note su
mano.
—O sea, que tú no crees que sea un Van Dyck auténtico.
A Gabriel le parece que es todo muy interesante pero que no explica en
absoluto la insistencia de Félix con su dichosa pregunta sobre el blanco de
zinc ni la reacción suspicaz de Roberto al escucharla. Tiene que haber algo
más personal.
—No, pero dudo que condenen a Marchal por estafa. Aunque se
establezca de manera definitiva que el cuadro es falso, la acusación no tiene
manera de probar que él lo sabía. Como mucho, tendrá que devolverle el
dinero al general.
Gabriel echa un vistazo a su reloj de muñeca. Son casi las tres. Roberto
pide la cuenta y un nuevo paquete de tabaco.
—En cualquier caso —reflexiona Gabriel⁠—, si de verdad fuera una
imitación, el autor tiene que ser un fenómeno. Por lo que dices, antes de que
se descubriera la imprimación de blanco de zinc, nadie había sospechado que
el cuadro no fuera auténtico. Ni siquiera los expertos. Si de verdad el lienzo
es falso, lo increíble es que haya por ahí un tipo capaz de pintar como Van
Dyck y de colársela a todo el mundo de esa manera.
La misma mueca bribona:
—Hábil es, no cabe duda.
El barman deposita en la barra una bandejita de plata con la cuenta y
Gabriel se queda mirándola, hipnotizado. Está sumando. Pero no cuántas
copas se han tomado. Sino indicios. Tiene una corazonada que es una
insensatez, pero que es lo único que explicaría la actitud de Félix esa mañana.
Su inusitada agresividad. Esa pregunta sobre el blanco de zinc, con ese
tintineo sarcástico, su insistencia en que se lo mencionara a Roberto sin falta.
La actitud de este al escuchar su pregunta, sorprendido y cauto. Y ese brillo
zumbón que le baila ahora en los ojos.
No puede ser. Ya le cuesta bastante reconciliarse con su personaje de
tahúr novelesco como para que ahora le venga con esas. Su amigo tuvo
siempre un talento sobrenatural para copiar cualquier cosa que le pusieran

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delante, pero imitar a uno de los grandes maestros de tal modo que ni los
especialistas puedan distinguir la falsificación…
Roberto guarda la cartera. Le propina una palmada en el hombro y con
una mirada significativa a la numerosa concurrencia le invita a salir del bar.
Gabriel sigue haciendo cálculos y, en cuanto pisan las Tablas, se cuadra
frente a él:
—Venga ya.
Roberto no rechista. Pero basta con el modo en que le mira.
—No me lo puedo creer. —Gabriel cabecea, incrédulo⁠—. Lo pintaste tú.
—Supongo que eso es lo que quería decirme ese reportero amigo tuyo
—⁠replica Roberto, con absoluta placidez⁠—. Que lo sabe.
—Pero si es un gacetillero de provincias, ¿cómo puede haberse
enterado…?
—Tendrá amigos. Una vez que brota el rumor, acaba saltando por algún
sitio. Y eso que me ha costado un buen pico evitar que apareciera en la
prensa.
Tan cerca de la orilla la corriente marina refresca. Roberto se sube el
cuello de la chaqueta y Gabriel le imita. Echan a andar en dirección contraria
a la desembocadura del río y de las luces de Trouville. Caminan despacio,
deteniéndose de cuando en cuando, con las manos en los bolsillos. Las tablas
del paseo están en silencio y, a medida que se alejan, van oscureciéndose más
y más. Apenas se cruzan con un par de borrachos gritones y alguna pareja de
amantes furtivos.
—O sea que hay más gente que lo sabe.
—Un reportero de Le Petit Parisien. Hace un par de semanas empezó a
lanzar insinuaciones en el periódico. Eran lo bastante opacas como para que
solo yo pudiera entenderlas y no parecía que supiera a ciencia cierta que había
pintado el cuadro. Solo que fui yo quien lo puso en el mercado.
—¿Y cómo puede haberse enterado?
—Imagino que se lo ha contado Marchal.
—¿Marchal? No lo entiendo. ¿Está intentando demostrar en público que
el cuadro es auténtico y al mismo tiempo te vende a ti a la prensa, de
tapadillo, como el culpable del fraude?
—Lo más probable es que pretenda recordarme que me está haciendo un
favor al guardar silencio. Que podría delatarme. Contar que el lienzo se lo
procuré yo, que le convencí para que ejerciera de intermediario. Complicarme
la vida.
—¿Y qué quiere conseguir?

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—Dinero, supongo. Es uno de esos tipos que siempre necesitan dinero.
Así que para no darle el gustazo preferí comprar el silencio del periodista en
lugar del suyo.
Se acercan a la orilla. La marea está muy baja, pero la luna menguante
ilumina lo bastante como para permitirles esquivar las charcas de agua
remansada.
—Es que no tengo palabras, Roberto. ¿Cómo se te ocurrió falsificar un
Van Dyck?
—Casualidad. En aquella época vivía en La Haya. El galerista con quien
trabajaba estaba especializado en pintura holandesa y flamenca. Van Dyck era
un pintor que conocía bien. Y fue muy prolífico en su juventud. La aparición
de una obra suya no despierta excesivas sospechas.
Frente al agua oscura, Roberto le habla, por fin, de todas esas cosas que
quedaron pendientes hace tantos años. De todo aquello de lo que Gabriel no
volvió a saber cuando dejó de escribirle. De su primer trabajo en París, de
Anna y de sus años de aprendizaje en Holanda. De sus maestros en un arte
reservado que no se enseñaba en ninguna academia. Y de cómo empezó a
hacer fortuna.
Gabriel escucha, maravillado y mudo. Le fue tan bien, continúa Roberto,
que en un momento dado se volvió imprudente. Por exceso de confianza. Era
muy joven. De ahí que cometiera errores tan burdos como utilizar un lienzo
imprimado con blanco de zinc. El Van Dyck del general no fue su único
pecado de aquella época.
—Es asombrosamente fácil embaucar a la gente, Gabriel. ¿Y sabes por
qué? —⁠El tono de voz de Roberto no es triunfal ni jactancioso, sino más bien
taciturno⁠—. Me lo enseñó uno de mis maestros, en La Haya. Porque, en el
fondo, todo el mundo cree que un día le sucederá algo maravilloso. Ante un
hallazgo extraordinario el ser humano tiende a pensar que por fin la suerte le
ha proporcionado lo que se merece. No quiere dudar. No quiere ver. El
mundo entero pide a gritos que le engañen.
A Gabriel le viene entonces a la memoria un recuerdo de infancia. Piensa
en la troupe de titiriteros ambulantes que recalaba todos los inviernos en su
aldea y en el número de magia que siempre ofrecían. Se acuerda de lo que se
enfadaban la mayoría de los vecinos, incapaces de descubrir dónde estaba la
trampa por mucho que se devanaran los sesos. Él, en cambio, rezaba en voz
baja porque el prestidigitador no cometiera ningún error que hiciera pedazos
el hechizo. Seguía siempre la función con el aliento contenido, incapaz de
apartar la vista de las inexplicables apariciones y desapariciones de cartas,

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palomas y pañuelos de colores. Le habría horrorizado si el mago le hubiese
preguntado si quería que le enseñara sus trucos.
Roberto en cambio tenía alma de ilusionista. Siempre la había tenido. Su
sitio estaba del otro lado del telón, entre los andamiajes y la tramoya.
Se frota con energía los brazos, que empiezan a quedársele fríos.
La cuestión es que esas aventuras del pasado pueden traerle problemas, le
explica Roberto. Las historias de robos y golpes en el casino con las que a
veces se divierte la prensa no le vienen mal a su reputación. Pero si se
descubre que ha comerciado con obras falsas, adiós a los negocios.
Le cuenta más detalles mientras caminan. A día de hoy gana mucho
dinero con el comercio, especialmente con el Barroco español. En el mundillo
se le considera un experto y que le crean un aristócrata andaluz contribuye y
no poco a su reputación. Le llegan coleccionistas de todo el mundo para
pedirle consejo o para que los ayude a conseguir determinadas obras, sobre
todo de la escuela sevillana. La diáspora de la nobleza huida del Gobierno
republicano de Madrid ha puesto en el mercado piezas muy valiosas.
Sin embargo, el Van Dyck de los periódicos es obra de tiempos más
antiguos y más osados. De cuando no sabía casi nada de pintura española.
—Ni siquiera había pisado el Prado. De Murillo, Ribera o Zurbarán solo
había visto lo poco que hay en el Louvre. Y de Velázquez no conocía más que
la Venus de Londres y el Inocencio de Roma.
La famosa Venus del espejo. La obra para la que tal vez posara, desnuda,
una joven Flaminia Triunfi. Roberto habla de la célebre obra mitológica de
Velázquez con fascinación. De las pinceladas casi evanescentes. Del rostro
velado de la mujer. De la atmósfera plácida y enigmática que baña la tela y a
través de la cual se trasluce la personalidad serena del maestro, ese hombre
huidizo de cuya discreta vida privada apenas se sabe nada.
Es un cuadro distinto al resto de sus obras, explica. Inusitado.
Normalmente, en los retratos de Velázquez, la mirada del protagonista lo
domina todo. Sus personajes intimidan porque nos devuelven nuestras ojeadas
sin remilgos, soberbios o cansados, curiosos o inocentes, escrutándonos a su
vez.
En este caso, sin embargo, los ojos de la mujer están envueltos en bruma.
Es imposible adivinar qué piensa de nosotros, que la observamos en silencio
desde el mismo ángulo en que lo hace el pintor que quizá la amaba. Es una
esfinge que custodia el secreto de un hombre inaprensible.
—¿Crees que de verdad fue ella la que posó para el cuadro? ¿Flaminia
Triunfi? ¿Que fue su amante?

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—Pudiera ser. Imposible saberlo con certeza. Y así es mejor. Siempre
desilusiona ponerle un rostro concreto al misterio.
Quizá por eso Roberto se resiste a contarle de dónde proviene realmente
la Flaminia Triunfi. Es tan poco interesante, le dice, comparado con la versión
que ha fabricado para Kaplan y el resto del público que, de saberse, le robaría
buena parte de su poder de seducción al retrato.
A Gabriel no le coge por sorpresa que no quiera contárselo. Es el truco
más antiguo de su viejo amigo. Disimular cualquier realidad prosaica tras una
historia fantástica que, curiosamente, quienes le escuchan están siempre más
dispuestos a creer que la historia real. Pero es una respuesta esquiva que
contrasta con la sinceridad desarmada con la que lleva hablándole toda la
noche. E, inevitablemente, vuelve a ponerse en guardia.
Se quedan los dos callados, contemplando el temblor de la oscuridad.
Roberto ha encendido otro cigarro y la llamita se apaga y se enciende cuando
hace una pausa para aspirar, iluminando su nariz recta y sus pómulos agudos.
Al cabo de un rato se escucha otra vez su voz, lenta y serena:
—Hay algo que deberías saber. Marchal, el abogado que vendió el Van
Dyck, es también el tipo que iba a encargarse del papel que está interpretando
tu cuñado con Kaplan. Él iba a ser el valiente contrabandista. Un profesional
de su prestigio y su perfil público era perfecto. La intención era que guardara
el anonimato de cara a la prensa, lógicamente, pero que recibiera a Kaplan de
manera confidencial. Hasta que hace un par de semanas estalló el escándalo
del Van Dyck y el plan se fue al traste. No podía presentarle a Kaplan a un
hombre sospechoso de trapichear con obras falsas. Tu cuñado ha sido un mal
parche, pero no tenía otra cosa a mano.
Así que eso era lo que no les había contado. Gabriel entiende ahora que
callara. Si León hubiera sabido a tiempo que iba a sustituir a un tipo
investigado por vender obras de arte falsas, quizá habría actuado con más
prevención. Seguramente no habría cumplido igual de bien con su papel. Pero
se siente un tanto manipulado. Roberto ha jugado con ellos ocultándoles la
verdad completa. Y le da la impresión de que hay alguna pieza que sigue sin
encajar.
Le mira de soslayo:
—Entonces, ¿Marchal y tú habéis hecho más negocios juntos? ¿Sois
socios o algo así?
—No, no. Es solo un conocido. No había vuelto a tratar con él desde el
asunto del Van Dyck, y aquello fue algo puntual. Pero me lo encontré hace
poco en un restaurante de Montparnasse, cuando estaba pensando en crearle

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una historia interesante a la Flaminia para venderla mejor, me dio a entender
que necesitaba dinero y se me ocurrió.
Gabriel resopla, sarcástico. Ahora sí que se siente en terreno conocido.
Ese Roberto que toma decisiones sin previsión, que confiesa delitos de
juventud con total candidez sin considerarlos graves, que talla invenciones a
la medida de quien esté dispuesto a pagarlas y que lo cuenta todo con absoluta
simplicidad, como si las cosas hubieran ocurrido sin que él se diera cuenta,
ese sí es el Roberto que se crio con él en Cambremer, el que un buen día se
marchó sin prevenir a nadie, por seguir un impulso, y no ese tipo misterioso y
sofisticado del que va disfrazado por el mundo.
Se plantea una vez más afearle aquella partida. Echarle en cara que
desapareciera de ese modo sin dejar rastro. Pero está demasiado confuso,
porque es la primera vez en toda la semana que siente de verdad que se está
reencontrando con su viejo amigo. Compartir las confidencias de Roberto le
hace sentirse en posesión de una llave única, capaz de proporcionarle acceso a
un mundo escondido que los atareados juerguistas de Deauville no atinan ni
siquiera a percibir. Igual que cuando era un crío y la amistad de aquel nuevo
alumno, tan diferente a todos los demás, le resultaba un privilegio.
Sin embargo, la emoción ya no es tan limpia como lo era entonces. Y eso
le hace sentirse en terreno incierto.
Aspira hondo. La brisa que traen las olas es fresca y plácida, y siente
como si sus pulmones abarcaran todo el espacio que le rodea.
—Te agradezco que me hayas contado todo lo que me has contado. En
serio. Pero ¿no te da miedo que se me escape algo? No son travesuras
infantiles, Roberto, son delitos.
Su amigo le pega una calada larga al cigarro y Gabriel tiene la sensación
irreal de estar protagonizando una película de intriga. Las confidencias de
Roberto han reavivado su vieja hermandad. Siente que ya no son dos
extraños. E imagina que vuelven a ser aliados. Cómplices. Compañeros de
aventura.
Roberto arroja el cigarro a la arena y lo aplasta con el tacón:
—No mucho, la verdad.
Suena sincero. Ya desde esta mañana, cuando Félix lo acorraló a la salida
del hotel, a Gabriel le pareció que su amigo lo afrontaba con desgana, como si
hubiese cerrado una puerta y las intromisiones de los extraños ya no le
afectaran. «Dile a tu amigo que llega tarde», le había dicho, con una
displicencia desconcertante.

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Aun así, se siente en la obligación de advertirle. Le ha estado dando
vueltas al bombardeo de preguntas del periodista y ha tenido tiempo de sumar
dos más dos. Todas apuntaban a las mismas personas: el duque ruso y su hija.
Incluso le había acusado a la cara de amañar la partida de cartas en la que
había desplumado a aquel pobre hombre. Estaba provocándole claramente.
Pondría la mano en el fuego por que Félix sabe o sospecha algo que Roberto
ha ocultado todos estos años.
—¿Sabes? He estado pensando y creo que lo que pretendía Félix esta
mañana era llamar tu atención. Se ha enterado de algo sobre ti. Tú sabrás qué
puede ser. Y no va a soltar la presa fácilmente.
Roberto se encoge de hombros y Gabriel se ve obligado a insistir.
—Yo en tu lugar tendría cuidado. No sé si hiciste trampas o no en la
partida aquella, según la prensa estás hecho un tahúr de tomo y lomo. Pero
Félix va a publicar lo que sepa, no te quepa duda.
—Bueno. No creo que sepa mucho. Porque solo tiene razón a medias. La
partida estaba amañada, sí —⁠confirma Roberto, cerrándose la chaqueta en
torno al cuerpo destemplado⁠—, pero no con la intención que todo el mundo
supone.
Y entonces, sin más, empieza a narrar una historia aún más novelesca que
cualquiera de las que le ha contado hasta ahora. Más aún que las que repiten
la prensa y el público de Deauville. Conociéndole como le conoce, Gabriel
teme, al principio, que sea todo una invención. Como el monito amaestrado y
los bandidos de su infancia sevillana. Pero pronto descarta la sospecha. El
tono de Roberto, preciso y sin florituras, no es el de sus historias de fantasía,
ni el de alguien que pretende engatusar a su interlocutor con palabras.
Apenas sabe qué decir. Está estupefacto. Las palabras de su amigo
resuenan como esas aventuras que ideaban juntos con dieciséis años. Pero es
todo real. Está admirado y celoso; herido y entusiasmado a un tiempo.
Solo se le ocurre preguntar:
—¿Hay alguien más que lo sepa?
—Elena Volóshina. La hija del duque. El viejo se lo contó todo hace un
año. Nadie más.
Gabriel está abrumado.
—Francamente, Roberto, no sé qué decirte. Es que ni siquiera sé si es más
o menos grave que todos los demás cuentos que rondan sobre ti… ¿Cómo me
puedes hablar de ello tan tranquilo?
Él, está seguro, no se atrevería a revelarle todo aquello ni a un amigo ni a
nadie, y menos después de tantos años de distanciamiento.

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—Te va a hacer gracia, pero ha sido tu sobrina Clara la que me ha hecho
reflexionar. Me ha dicho algo esta mañana. Sobre las historias que quedan sin
contar…, y me he dado cuenta de que tengo más vanidad de lo que yo creía.
Ya ves, tu viejo amigo es un fatuo y un fanfarrón, y ni él mismo se había dado
cuenta hasta ahora. Además…
Gabriel coge aliento. Roberto va a contarle más cosas inverosímiles. De
esas que solo suceden en las novelas y que, sin embargo, esta noche forman
parte de la realidad.
Aguarda, hambriento. El redoble hondo de añoranza y remordimientos
que trajo consigo, días atrás, el regreso de su amigo, se ha ido transformando
poco a poco en un sonido diferente, más ambiguo, cargado de expectativas.
En la orilla en penumbra, el aire vibra como si algo estuviera a punto de
suceder, y el viento parece traer consigo sirenas de barco a punto de partir.
A lo mejor es culpa del vodka y el coñac, pero se da cuenta de que está
esperando que Roberto le haga cualquier propuesta, por peligrosa o ilegal que
sea, para aceptarla sin dudar. Siente que su corazón tiene la medida de la
noche y nada basta para saciarlo.
Sin embargo, lo que le dice le pilla por sorpresa:
—Se acabó —anuncia—. Me marcho.
Gabriel piensa que ha entendido mal:
—¿Dejas el negocio del arte?
—El arte y todo lo demás. Quiero ver a mi caballo ganar mañana y en
cuanto terminen las carreras me marcho. Lejos. Lo tengo todo preparado. Hay
demasiada gente que sabe demasiadas cosas. Empieza a ser peligroso.
Flaminia Triunfi está a punto de embarcar rumbo a América y yo ya tengo el
dinero de Kaplan en el bolsillo. Es hora de decir adiós. Desaparecer. Así que
pueden sacar a la luz lo que les plazca. Blanco de zinc, Van Dycks, lo que
sea… No van a pillarme por aquí.
Gabriel no comprende. No puede ser que vaya a marcharse otra vez, así,
sin más. Se acuerda de algo que dijo Dora Vernon el otro día:
—Comentan por ahí que el mismísimo Habib Pachá te ha invitado a
Beirut. Que piensas recorrer Siria y Palestina.
—Puede ser, no lo sé. Improvisaré. Estoy cansado. Y aburrido. Sé que
resulta difícil de creer pero nunca busqué todo esto. —⁠Con un gesto, abarca
las luces de Deauville, la playa y su propio personaje, con su impecable
esmoquin negro⁠—. Vino solo. Casi sin darme cuenta.
Así que esta vez ni siquiera piensa dejar una dirección. Gabriel tarda en
reaccionar. Está desubicado. No sabe qué esperaba del regreso de Roberto,

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pero ha perdido pie completamente.
—¿Y a qué vas a dedicarte?
Intenta preguntar con ligereza pero la voz le tiembla un poco, de
contrariedad, de desencanto y también de indignación. Su fragilidad le
avergüenza. Pero Roberto no se da cuenta. O lo finge a la perfección. Saca el
tabaco del bolsillo, enciende otro cigarro y, a pesar de la penumbra, Gabriel
comprende, por su tono de voz, que está sonriendo:
—A cualquier cosa. O a nada. Soy asquerosamente rico. A lo mejor me
hago marino, como mi padre.
Es una broma, seguramente. Son casi las mismas palabras que le dijo el
día que se conocieron, mientras jugaban con la bola del mundo que tenía en
su habitación. Pero la tranquilidad y la indiferencia con las que contempla su
futuro son auténticas. Iguales que hace quince años, cuando ambos
compartían dormitorio en la escuela de Cambremer. Ha tomado una decisión
y se marcha. Sin remordimientos y sin volver la vista atrás.
Otra vez.
Las sirenas lejanas ya no se escuchan. El viento ha cambiado de rumbo y
sopla mucho más desapacible.

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1922

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Dominar las técnicas de restauración era un ejercicio extraordinariamente
meticuloso, pero Roberto aprendía rápido.
Él mismo me lo contaría con detalle años más tarde, durante nuestro
deambular nocturno por la playa de Deauville, antes de despedirnos.
Fue Bamberg quien le enseñó a montar y desmontar bastidores, a limpiar
minuciosamente el polvo de cualquier grieta, a proteger la pintura con cola de
conejo antes de trabajar la parte posterior del lienzo, a eliminar el barniz
oxidado, a reentelar para reparar los desgarros y a reintegrar el color en las
zonas con pérdidas de pintura.
Cuando no había trabajo pendiente, le instruía, además, en perfeccionar su
técnica al óleo. Le hacía leer libros gordísimos sobre historia del arte y le
explicaba cuanto no entendía, y a menudo le enviaba al Museo del Louvre
para que aprendiera a mirar y a distinguir las pinceladas de los grandes
maestros. Era un alsaciano estricto con el trabajo y poco amante de la
cháchara, pero tenía un humor socarrón con el que Roberto se sentía muy a
gusto.
También disfrutaba de su tiempo libre. Por fin tenía dinero para gastar en
caprichos. Podía invitar a Anna a sentarse en un café, regalarle flores, incluso
se había comprado unos zapatos negros, de cuero brillante y horma estrecha,
para no tener que entrar en los sitios finos con su calzado de aldeano, y estaba
ahorrando para hacerse un traje a juego.
Pero los padres de Anna estaban decididos a trasladarse a Argentina. Ella
insistía en que quería quedarse a su lado y Roberto, que nunca había pensado
con inquietud en el porvenir, se descubría haciendo cálculos, mientras
restauraba el negro de la levita de un caballero decimonónico, sobre si
podrían vivir ambos con lo que su jefe le pagaba.
Y no, no bastaba. Anna necesitaba más.
No porque ella le diese importancia al dinero. Al contrario. Pensaba tan
poco en los privilegios con los que había crecido que no era consciente de
hasta qué punto su fortuna tenía que ver con lo que ella era. Con su alegría,
con su capacidad de maravilla, con su seguridad en sí misma, su nobleza y sus
hermosos atuendos de pájaro. Con su magia.

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Roberto no veía solución al problema, así que procuraba pensar en él lo
menos posible y, mientras tanto, seguía aprendiendo junto a Landi y
Bamberg.
El acento del galerista había resultado ser tan indefinible como su
procedencia. Nacido en Lugano, de padre suizo italiano y madre belga, había
estudiado en Milán y, después de trabajar para una importante galería en
Berlín y en Amberes, había regentado su propio negocio en Turín, antes de
instalarse hacía cinco años en la calle Laffitte de París.
A Roberto le caía bien. Landi tenía un talante desembarazado y una
alegría de vivir contagiosa. Y no disimulaba que estaba satisfecho con su
trabajo.
Con el transcurrir de las semanas, iba encomendándole tareas más
complejas y confiando en su iniciativa. A veces, cuando la ejecución de
alguno de los lienzos que llegaban a sus manos era demasiado basta, le dejaba
que además de reparar el color perdido lo retocara más libremente y, poco a
poco, Roberto se fue envalentonando. No solo rectificaba sonrisas torpes o
brazos que brotaban de un cuerpo en ángulos extraños, sino que, para
divertirse, añadía detalles de su propia cosecha. Unas flores sobre una mesa.
Un gato dormido en una esquina. Una pareja bailando al fondo de la estancia.
Lo de la pareja danzarina fue poco después de Pascua y cuando Landi le
pidió que acudiera a su despacho, Roberto pensó que esta vez se había
excedido y era una llamada a capítulo.
Todo lo contrario. Su jefe no solo le felicitó sino que le comunicó que ya
hora de que empezara a colaborar en la parte más importante del negocio,
para lo cual era imprescindible que aprendiera a pintar al temple.
De cara al público general, la galería Landi estaba especializada en
pintura decimonónica. Óleos de la escuela de Barbizon, románticos menores,
naturalistas de finales de siglo… Los obtenían en subastas post mortem, de
herederos que buscaban dinero en efectivo, de colecciones disueltas y de
embargos o, incluso, en mercadillos callejeros. Según las condiciones en que
se encontraran, se ponían a la venta directamente o pasaban por la trastienda,
donde Bamberg y él se encargaban de darles lustre antes de exponerlos.
Pero con lo que Landi hacía dinero de verdad era con otro mercado,
mucho más selecto y que, normalmente, funcionaba por encargo: las tablas
religiosas de los primitivos italianos.
El sistema estaba perfectamente organizado. Sus contactos en Milán y en
Turín se encargaban de localizar tablas anónimas del siglo XV en anticuarios o
mercadillos. Eran obras de valor limitado, de baja calidad o conservadas en

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condiciones atroces que, una vez a resguardo en la trastienda de la calle
Laffitte, él y Bamberg se encargaban de restaurar y poner en valor.
Lo primero era decidir qué parte de la pintura original era factible
conservar y qué zonas convenía eliminar con papel de lija y sosa cáustica para
empezar desde cero; cuándo era preferible rellenar los huecos descoloridos
con pincel y cuándo era más práctico repintar ampliamente por encima de la
capa primitiva; cuándo aplicar una base oscura sobre la madera de modo que,
al secarse, aparecieran grietas como las que origina el paso de los siglos en la
capa de témpera superior, y cuándo refinar el resultado añadiendo arañazos
con la punta de una pluma.
De la elaboración de la pintura se encargaba Bamberg, mezclando los
pigmentos con yema de huevo y agua destilada, pero Roberto debía aprender
a utilizarla con soltura. El método de trabajo era distinto al del óleo, ya que la
témpera se secaba mucho más rápido, en cuanto el agua se evaporaba, lo que
hacía imposible mezclar los colores y proporcionaba a la obra un aspecto
mucho más plano. El color solo podía aplicarse en capas superpuestas,
primero se daba el tono básico y luego se añadían los blancos para conseguir
más luminosidad. El modelado de las figuras también era más rígido, y las
pinceladas, necesariamente más lineales y definitivas.
Roberto le contó todo lo que estaba aprendiendo a Anna un domingo por
la noche, mientras cenaban en un café de estudiantes del Barrio Latino y ella
se mordió el labio, suspicaz:
—No sé, Roberto. No acabo de entender que tratéis igual una tabla del
Quattrocento que un óleo mal pintado de hace cincuenta años. Una cosa es
añadirle un perrito faldero o un jarrón de flores a un retrato torpe de hace unas
pocas décadas, pero esto… ¿Le decís al comprador, por lo menos, que la
mitad de la tabla la habéis repintado vosotros?
Roberto no lo sabía.
—Son tablas que tienen cuatro o cinco siglos. Es normal que necesiten
restauración.
—Sí, claro. ¿Pero añadirles grietas y arañazos para que los arreglos
parezcan antiguos? Yo no lo veo claro.
A Anna también le parecía un poco raro que Landi alabara tanto su
creatividad.
—Sinceramente, Roberto, no creo que una labor de restauración honesta
requiera mucha creatividad.
Los ojos le brillaban y Roberto habría jurado que estaba reprimiendo la
risa. La miró, pasmado.

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Acababa de comprender.
Menudo pardillo. A pesar de sus relucientes zapatos de señorito, seguía
perdido en aquel mundo de urbanitas sofisticados.
Al día siguiente, nada más llegar a la galería, se plantó en el despacho de
Landi. Había estado dándole vueltas a la cabeza y, después de pensárselo
bien, había llegado a la conclusión de que no le molestaba que el comercio
con las tablas medievales fuera más o menos honesto. No le parecía que
hiciesen daño a nadie. Pero no quería que le utilizaran, y si lo que estaban
haciendo no era del todo legal, tenía que proporcionar bastante dinero o el
riesgo no compensaría, así que puso las cartas sobre la mesa y le preguntó a
su jefe todo lo que no le quedaba claro.
Landi no intentó tergiversar. En efecto, los coleccionistas que acababan
colgando de las paredes de sus casas las tablas que él les vendía ignoraban
que habían sido repintadas en buena medida en su trastienda. Tampoco sabían
que rara vez databan en su integridad del siglo que les habían indicado. Ni
que muchas de las grietas que parecían obra del paso de los siglos tenían solo
unas pocas semanas de antigüedad. La mayoría eran turistas acaudalados que
sabían poco o nada del negocio. Y sí, se ganaba dinero, confirmó. Pero de
manera moderada. Desgraciadamente, los compradores que podían engatusar
con las restauraciones de Bamberg eran coleccionistas de medio pelo con
presupuestos limitados.
Sin embargo, juntos podían ser más ambiciosos. Roberto tenía un don
extraordinario. Con los contactos del uno y el pincel del otro podían llegar
muy lejos.
Roberto no sabía cuánto sacaba Landi con aquel negocio, pero habló
claro. Si tan importante era su colaboración no quería seguir siendo un simple
empleado. Quería un porcentaje de lo que se ganase con cada venta.
—¿Y en qué cantidad está pensando?
—Un veinte por ciento.
La facilidad con la que Landi aceptó le hizo torcer el hocico, pero ya no
podía dar marcha atrás y necesitaba el dinero. Se estrecharon la mano.
Lo que no entendía era por qué el negocio tenía que ceñirse a las tablas de
los primitivos italianos. Él tenía mucha más soltura con el óleo y era mucho
más fácil de trabajar.
Landi alzó los ojos al techo como si fuese una obviedad:
—Ojalá fuera posible, muchacho. El dinero de verdad está en el óleo, de
eso no hay duda. En los grandes maestros del XVI y el XVII: Rembrandt,
Rubens, Rafael, Leonardo, Vermeer. Hace años se hicieron auténticas

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fortunas con sus nombres, a costa de los millonarios americanos. Bastaba con
añadir una firma al pie de un lienzo y poner un precio, pero es una vía de
negocio clausurada. Ese tiempo no va a volver.
—¿Por qué no?
—Dígame, ¿cómo se retira el barniz envejecido a la hora de restaurar un
óleo?
Roberto se encogió de hombros. Intuía que la pregunta tenía trampa:
—Con alcohol concentrado. Mezclándolo con trementina y aceite de
linaza.
—Un método muy simple, ¿verdad? Pues, aunque parezca mentira, no se
descubrió hasta finales del siglo pasado. Antes se utilizaba ceniza, que a
menudo estropeaba la pintura, mientras que el alcohol elimina el barniz sin
afectar al óleo. Siempre y cuando, por supuesto, este haya tenido tiempo de
endurecerse, un proceso que suele llevar décadas, a veces más de un siglo.
—No entiendo. El óleo se seca en cuestión de días. Nosotros barnizamos
en una semana o dos.
—Escuche con más atención lo que le dicen, jovenzuelo. No he dicho
secarse, sino endurecerse. Son dos conceptos distintos. Cuando se frota con
alcohol, el óleo viejo no se altera. Pero si ha sido aplicado de manera reciente,
se ablanda de forma irremediable. Así que, ya ve, del modo más tonto, hace
cincuenta años se descubrió, al mismo tiempo, una técnica de limpieza y un
método para detectar óleos falsos. Un serio inconveniente para los
restauradores creativos. Aunque al principio no les afectó demasiado porque
la mayoría de los coleccionistas americanos no conocían el método del
alcohol. Adquirían lo que les recomendaban los expertos europeos, que no
siempre eran escrupulosos. Pero por culpa de un maldito holandés y su exceso
de avaricia, el chollo acabó extinguiéndose para todos. ¿Le suena el nombre
de Leo Nardus?
—No. Creo que no.
—Un hombre muy interesante. Hace años que se retiró de la vida activa y
se instaló en Túnez, en un palacete maravilloso. —⁠Landi suspira casi con
pesadumbre⁠—. Ya le digo, un hombre muy interesante… Melómano,
políglota, esgrimista olímpico, ajedrecista consumado y, sobre todo,
encantador de serpientes. Era un seductor con una distinción de auténtico
gentleman, algo que siempre ayuda en los negocios, joven Montenegro, no lo
olvide. Hace veinte años los millonarios americanos se peleaban por tratar
con él y el muy bribón se fue envalentonando más y más. No solo adjudicaba
la firma que le pareciera más oportuna a cualquier lienzo de pacotilla que

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encontrara en un anticuario sino que él mismo pintaba nuevas obras, de cero,
imitando el estilo de los grandes maestros, para vendérselas a sus clientes.
Roberto rio, encandilado. Ese tal Nardus le resultaba mucho más
simpático que los coleccionistas embaucados, ignorantes vanidosos
dispuestos a pagar a ciegas lo que les pidieran por puro lucimiento.
—¿Y nunca le atraparon?
—A medias. Uno de sus principales clientes, un magnate de Filadelfia que
le había comprado casi un centenar de óleos, concibió sospechas e invitó a su
casa a varios insignes expertos en pintura italiana y holandesa que
descubrieron el engaño. Pero Nardus ya había vuelto a Europa y su víctima no
quiso denunciarlo. Qué humillación si su ignorancia hubiera salido a la luz.
Aun así, en los círculos del arte se corrió la voz y hoy en día, todo el mundo
conoce la prueba del alcohol.
—Así que ya nadie compra óleos recién pintados.
—Bueno, siempre hay un pillo que le coloca un falso Veronés a un turista
despistado que cree llevarse una bicoca. Pero son timos de poca monta. Quien
cae en un engaño así no puede pagar gran cosa. Ningún coleccionista de
verdad adquiere un lienzo de un gran maestro del Barroco o del Renacimiento
sin asegurarse, al menos, de que no lo repintaron antes de ayer.
La lección estaba clara. El óleo era una vía clausurada. En cambio, la
pintura al temple, que habían practicado los maestros del gótico y el primer
Renacimiento italiano, permitía muchas más libertades. Después de aplicarla
sobre la tabla se secaba con gran rapidez, y permanecía dura por mucho que
se frotara con alcohol. Aunque no alcanzara los precios de un Caravaggio o
un Tiziano, el fraude era mucho más difícil de detectar, y encontrar
comprador no era complicado. Landi tenía un puñado de clientes habituales,
marchantes con pocos escrúpulos, perfectamente conscientes de lo que
compraban, que colocaban sin problemas sus piezas entre ingenuos
millonarios del Nuevo Mundo.
Era un error tratar a todos los americanos por igual, naturalmente, En la
Costa Este había refinados coleccionistas tan conocedores del mercado del
arte como los mejores galeristas europeos. Pero no era a ellos a quienes iban
destinadas sus restauraciones creativas.
A partir de aquel día, con la guía de Bamberg, Roberto fue aprendiendo a
restaurar rostros de santos o a completar composiciones a las que les faltaran
trozos de pintura inspirándose en el estilo de los grandes nombres de la época
de transición entre el gótico y el Renacimiento de principios del
Quattrocento: Pisanello, Da Fabriano, Simone Martini, Masaccio, Bonaiuto;

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de modo que lo que hasta ese momento no era más que una tabla anónima
pudiera atribuirse sin embarazo al entorno de cualquiera de los maestros.
A veces, la pintura estaba tan desgastada que tenía que inventar escenas
enteras; otras, en cambio, los añadidos eran mucho menores y buena parte de
la obra original se conservaba, convirtiendo el resultado en un producto
incierto, a medio camino entre la restauración y la falsificación. El juego le
divertía. Era como ponerse un disfraz e interpretar un personaje. Pero
mientras aprendía los aspectos más reservados de aquel arte para iniciados,
fuera de la galería, la vida continuaba.
La familia de Anna se marchaba a Argentina a mitad del verano. Y se
negaban a permitirle que se quedara sola en Francia.
Ella se rebelaba.
Hablaron de casarse. Imposible, ambos eran menores y era impensable
que los padres de ella dieran su consentimiento. Roberto propuso seguirla a
Buenos Aires, ya encontraría allí de lo que vivir, pintando o haciendo
cualquier otra cosa, pero a Anna le daba miedo de que se arrepintiera de una
decisión tan radical, cuando ni siquiera podían vivir juntos, y una noche tibia
y triste, a finales de junio, sentados en el mismo banco en el que se habían
abrazado por primera vez, ateridos de frío, hacía menos de seis meses,
tomaron una decisión.
Se darían un año de plazo. Anna se marcharía a Argentina con sus padres,
que partían a mediados de julio, pero se escribirían todos los días, y durante
ese tiempo él ganaría montones de dinero vendiéndoles tablas restauradas a
los americanos. Ya había cobrado su primera comisión y estaba seguro de que
a poco que se aplicara podía ganar una fortuna. Iba a ser muy rico. Y dentro
de un año ya estaría en el buen camino. Así que en cuanto ella volviera, se
casarían y serían felices para toda la vida.
Aquel pacto le proporcionó a Roberto una determinación nueva. Se volcó
en el trabajo. A veces, mientras se ocupaba de una natividad o un
descendimiento, le venían dudas sobre la integridad de su labor. Pero le
duraban poco. Si un potentado del otro lado del Atlántico encargaba que le
enviaran de Europa una obra del siglo XV con una atribución de ringorrango a
cambio de un aluvión de billetes, solo para atusarse el ego, y lo que recibía le
dejaba satisfecho, no podía decirse que hubiera engaño. El amor propio del
buen señor quedaba saciado. ¿Qué más daba que la obra fuera original o no?
Todos ganaban con el trato: el comprador, los intermediarios y él, que
necesitaba el dinero.

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Semanas antes de Navidad dio por rematado, por fin, un panel que había
llegado a sus manos más deteriorado de lo habitual y que le había obligado a
ser más creativo.
—Escuela de Filippo Lippi —⁠anunció, mostrándoselo a Landi.
El suizo se cruzó de brazos ante la tabla y achicó la mirada:
—No —decretó—. Esto no es de la escuela de Lippi. Esto es todo un
Filippo Lippi. De la mano del mismísimo maestro.
Landi contactó de inmediato con uno de sus colaboradores habituales, un
berlinés enjuto y lacónico llamado Hermann Krumm, e invitó a Roberto a que
abriera él las negociaciones, para que fuera cogiendo práctica, pero el regateo
se encasquilló enseguida.
Con el argumento de que la tabla estaba demasiado restaurada, el alemán
pretendía llevársela por cuatro tristes perras. Y Roberto se negaba. Sabía que
Krumm pensaba venderla como si fuera auténtica y que su hincapié en que
estaba demasiado retocada era solo una excusa para rebajar el precio, pero,
sobre todo, le costaba digerir el tono de suficiencia con que le trataba, como si
fuese un mono amaestrado.
De pronto decidió que no estaba dispuesto a que ese tipo se llevara su
Filippo Lippi a ningún lado. Se negó a vendérselo.
Landi se encaró con él. No tenía ningún derecho a tomar decisiones de ese
tipo. Roberto no replicó. Mientras su jefe y el alemán se abroncaban el uno al
otro, echándose en cara su actitud, agarró la brocha más gorda que había a
mano, la embadurnó de pintura negra y, con la mayor indolencia, cruzó dos
veces en diagonal y, luego, de arriba abajo todo el panel. Discusión
terminada.
Krumm se despidió con un portazo, gritándole que estaba loco, y, en
cuanto se quedaron a solas, Landi le agarró de las solapas de la chaqueta y le
zarandeó, furioso. Le había hecho perder un negocio de envergadura con sus
chiquilladas. Y, seguramente, también un cliente.
Roberto se revolvió:
—No entiendo por qué tenemos que bailarle el agua a cretinos como ese.
Si no quiere volver que no vuelva.
—Eres un niñato que no sabe de la misa la media. ¿Crees que es tan fácil
dar con intermediarios con una cartera de clientes solvente, que sepan lo que
hacemos y que quieran arriesgarse? Eres un palurdo engreído. Y tu salida de
tiesto me va a costar una buena rebaja si queremos volver a trabajar con ese
imbécil de Krumm.

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—Pues yo no entiendo por qué narices tenemos que depender de él y de
otros como él. No sé por qué tenemos que trabajar con intermediarios que se
embolsan mucho más que nosotros vendiendo como auténtico algo que saben
que no lo es. Podríamos vender las tablas nosotros, directamente.
—No digas bobadas. Los panolis a los que Krumm vende nuestras piezas
son ignorantes que se fían de su palabra porque es un marchante prestigioso
con clientes muy serios. Engañarlos es para él un juego de niños. ¿A quién
quieres venderle tú?
Roberto se apoyó en el pico de la mesa y cruzó los brazos:
—A un marchante honrado. O a un coleccionista de verdad.
Landi alzó una ceja, dudando si le estaba entendiendo bien:
—¿Pretendes hacer pasar una de nuestras restauraciones por un original
ante un experto? Roberto, tienes mucho talento, pero…
—No. No necesitamos restaurar nada. Estoy convencido de que puedo
pintar una tabla completamente nueva, desde cero, que pase por antigua ante
quien haga falta.
Se quedó mirando a su jefe, retador.
Landi sacudió la cabeza. A Roberto le dio la impresión de que iba a
echarse a reír. De que la propuesta le parecía propia de un inocente, ignorante
y fanfarrón. Pero, finalmente, el suizo torció los labios, midiéndole de arriba
abajo:
—Vale. Inténtalo.
—Si funciona, vamos al cincuenta por ciento.
—Muy bien. Al cincuenta por ciento.

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La labor requería una minuciosidad extrema y Roberto se sumergió en ella
por completo.
Los primeros días los pasó rastreando entre los fondos de los anticuarios
hasta que dio con un viejo arcón adecuado. Lo despedazó con esmero y
escogió una de las tablas laterales. La cara interna se encontraba en un estado
aceptable para pintar sobre ella y la exterior lo bastante deteriorada como para
dar el pego. Hasta el comprador más novato sabía que había que examinar
una obra por delante y por detrás para asegurarse de la antigüedad del soporte.
Ahora tocaba decidirse por un maestro. Fra Angelico. Y una escena a
pintar. Una visitación.
Por supuesto que era una locura. Le faltaba experiencia. Le faltaban
conocimientos. Si no tenía en cuenta las tablas de tercer nivel que restauraban
en la trastienda de la galería de Landi, no había visto más pintura del primer
Renacimiento italiano que las poquísimas obras de los maestros del
Quattrocento que colgaban de las paredes de los museos de París. Por eso
había escogido a Fra Angelico, más aún que por su renombre. El Louvre
poseía media docena de obras suyas, un material de estudio muy limitado,
pero el más abundante de que disponía.
Todos los días descendía las calles que llevaban hasta el viejo palacio real
y se pasaba varias horas examinando cada pequeño detalle de la obra del
florentino y dibujando bocetos a lápiz. Por las noches hojeaba una y otra vez
los libros que le prestaba Landi. La calidad de las reproducciones hacía
imposible juzgar la textura o el color de las piezas, pero absorbía gestos,
actitudes, composiciones. Hasta que por fin se encerró en el taller, a solas. Ni
siquiera permitió que Bamberg le ayudara a mezclar los pigmentos. Trabajó,
obcecado, hasta que logró un bermellón convincente y un lapislázuli a la
altura del suntuoso azul del monje dominico y pudo empezar a pintar.
El día en que depositó la última pincelada, Landi estuvo más de una hora
dándole vueltas al cuadro, por detrás y por delante, a la luz y en penumbra,
bocarriba y bocabajo. Estaba impresionado. Pero no se atrevía a admitirlo.
Finalmente dejó escapar, entre dientes:
—Hijo de puta. Lo has hecho.

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—Vendámoselo a Krumm.
El suizo le miró espantado:
—Tú estás majara.
—¿Por qué no?
Krumm era un estafador, pero no comerciaba solo con piezas dudosas. El
rufián tenía dos caras y una segunda cartera con clientes buenos. Muy serios.
De los que sabían lo que compraban y a los que no se le ocurría engañar. De
ahí su reputación y la confianza que depositaban en él los pardillos.
Y se merecía ser su víctima.
¿Qué sentido tenía el juego si no? Ahí estaba toda la diversión. El fin de la
partida. Si no remataban la jugada era como si un delantero se negase a tirar
un penalti después de arrojarse al área.
Landi se dejó convencer. No actuó directamente. Maniobró. Llegó hasta
Krumm por caminos tortuosos. Y, por fin, una mañana, el alemán se presentó
en la galería, exigiendo, despótico, que le mostraran el Fra Angelico del que
había oído hablar en una cena. Era intolerable que con toda la morralla
hiperrestaurada que le había comprado a Landi a lo largo de los años, ahora
que por una vez daba con una pieza de valor, tratara de venderla a sus
espaldas.
Más tarde, mientras descorchaba el champán, celebrando la venta, el suizo
le dejó claro a Roberto que aquello no era algo que pudieran repetir
alegremente. No podían inundar el mercado de tablas de los grandes maestros
del Quattrocento. Las nuevas obras tenían que aparecer con cuentagotas. Eso
sí, lo que podían ganar con cada una de ellas compensaría con creces.
Roberto había echado sus cuentas y estaba seguro de que Anna y él
tendrían de sobra para vivir cómodamente. Habían pasado muchos meses
desde su marcha y, aunque durante las primeras semanas habían mantenido su
promesa de escribirse todos los días, poco a poco las cartas se habían ido
espaciando.
Anna se había acostumbrado mejor de lo esperado a la vida en Buenos
Aires. Le echaba de menos. Lamentaba no haber recibido el año nuevo junto a
él. Le hablaba del interminable verano argentino. Pero se consolaba pensando
que en pocos meses volverían a reunirse y serían felices para siempre.
El tono de las cartas, por lo demás, había ido cambiando. Al principio,
contenían sobre todo historias absurdas, como las que enviaba a Cambremer,
y recuerdos melancólicos de los momentos que habían pasado juntos, pero
ahora su vida diaria en Buenos Aires iba invadiendo pasito a paso su
escritura. Le hablaba largo y tendido de sus amigos y de su compañía de

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baile. Había decidido dedicarse a la danza profesionalmente. Eran cartas
deliciosas, imaginativas y rebosantes de detalles, pero que hablaban casi todo
el tiempo de ella, de su propia vida, y ya no tanto de la de los dos.
Las cartas de Roberto también eran ahora distintas. Al principio, cuando
le escribía, le contaba todo lo que se le pasaba por la cabeza y todo lo que
hacía. Pero con los meses se había impuesto la prudencia. Aunque confiaba
en Anna ciegamente no podía dejar en negro sobre blanco, al alcance de
cualquiera, detalles concretos de lo que fabricaba en la trastienda de Landi,
así que hacía referencias vagas, confiando en que ella comprendiera. Y se
sentía raro y más remoto de lo que correspondía a los miles de kilómetros que
los separaban.
Una mañana de primavera, finalmente, su jefe le llamó a su despacho.
Roberto se lo encontró enfrascado en una discusión encendida, en
flamenco, con otro hombre. Un tipo de unos cincuenta años, con los hombros
cuadrados y la voz ronca, cuyas recias hechuras contrastaban con unos ojos de
largas pestañas, unos labios pequeños y rojos y un impertinente bigotito de
dandi.
—Ah, ¡usted es el pintor! —⁠exclamó el desconocido, pasando del
holandés a un francés duro y aproximado⁠—. Siéntese, caballero, que tendrá
usted que opinar.
Se llamaba Theo van Winjen y era un marchante y restaurador de
prestigio que tenía una galería en Sumatrastraat, una de las calles más
elegantes de La Haya. Landi y él habían trabajado juntos tiempo atrás, cuando
el suizo vivía en Amberes, y hacía poco habían retomado el contacto para
buscar juntos un comprador «para ese magnífico Fra Angelico que ha llegado
a sus manos. El segundo, creo, con el que se tropiezan en pocos meses»,
apostilló el holandés.
—Van Winjen —explicó Landi— trabajó como asistente del insigne Leo
Nardus, el prestigioso marchante del que le he hablado a usted en ocasiones.
Roberto alzó una ceja, interesado. Nardus, el gran mistificador. El hombre
que se había hecho de oro hacía unos años vendiendo óleos falsos a los
millonarios americanos.
—Una era de ensueño —suspiró Van Winjen⁠—. Nada ha vuelto a ser lo
mismo desde que el mundo descubrió el método del alcohol y tuvimos que
decir adiós al óleo. No me ha quedado más remedio que dedicarme a trabajar
in de trant van een bekende meester.
—Al modo de los viejos maestros —⁠tradujo Landi⁠—. Al temple. Nuestro
amigo holandés es un experto en encontrar firmas de grandes maestros en

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piezas en las que nadie había visto jamás una firma antes de que llegaran a su
poder.
Van Winjen sacudió una mano, quitándole importancia al irónico
cumplido de su colega:
—Pero como usted sabe, señor Montenegro, lo que da dinero son las
obras que pueden presentarse ante las galerías de prestigio, someterse a las
valoraciones de cualquier experto y acabar colgando de las paredes de una
colección de renombre o de un museo. Obras como los Fra Angelicos que han
encontrado Landi y usted recientemente.
—Y que han hallado comprador sin problema —⁠intervino su jefe, a la
defensiva.
—Una, dos. Quizá una tercera. No más, Landi. ¿Cuántos Fra Angelicos de
los que nadie ha oído hablar pueden aparecer de repente? Y siempre los
mismos modelos, inspirados en lo que el chico ha visto en el Louvre. Sabes
que la aventura tiene fecha de caducidad. Tu socio necesita cruzar fronteras.
Aprender. No puedes cortarle las alas.
Así que eso era. Los dos galeristas se estaban peleando por hacerse con la
gallina de los huevos de oro. Y la gallina era él. Los escuchó un rato, callado.
Van Winjen era un granuja de tomo y lomo, pero lo que decía tenía sentido. Y
le habló con claridad.
Él sabía envejecer una obra pictórica mejor que nadie. «Deme una tela
que haya pintado esta mañana y se la devolveré como si tuviera cuatrocientos
años», le espetó. Dominaba el mercado del arte holandés. Pero sus
habilidades artísticas eran limitadas. Sus retratos eran torpes. Sus paisajes,
esquemáticos. Necesitaba un socio con dones de los que él carecía.
Roberto no tardó en decidirse porque, simplemente, tenía ganas de
cambiar de aires. En el bolsillo guardaba la última carta que le había escrito
Anna. Eran dos folios tan llenos de ligereza y de alegría que nada, jamás, le
había hecho sentirse tan triste.
Hablaba en ellos, sobre todo, de su compañía de danza, a la que se
dedicaba en cuerpo y alma. En Buenos Aires era otoño y estaban en plena
temporada. Por supuesto que deseaba regresar a París. Si quería llegar lejos
tenía que retornar a Europa. Además, allí estaba él, esperándola. Pero no
todavía. ¿Por qué no aguardar seis meses más de lo que habían previsto? Solo
seis meses. En enero próximo cumplía veintiún años. Entonces podrían
casarse sin que nadie se lo impidiera.
Era una carta repleta de sueños vagos, de posibilidades que no llegaban a
ser promesas y de ofrecimientos que jugaban al escondite. Y Roberto supo

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que se había olvidado de él.
De modo que nada le retenía en París. Si Anna hubiera querido, habría
metido sus cuatro pertenencias en una maleta y habría comprado el primer
pasaje disponible para Argentina sin dudarlo. Ya lo había dejado todo una vez
por ir a buscarla y estaba dispuesto a hacerlo de nuevo si hacía falta. Pero el
tono radiante de la carta no dejaba lugar a dudas. Ella no le echaba de menos.
Quizá cumplidos los seis meses, Anna mantuviera su promesa y regresase
a Europa, Roberto no perdía la esperanza. Pero por primera vez se planteaba
cómo de grande era ese mundo que ella sobrevolaba y cuánto se estaría
perdiendo él, encerrado día tras día en la trastienda de Landi, sin nada que
contar en las cartas que escribía.

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Llegó a La Haya a mediados de mayo de 1923.
La ciudad le sorprendió. Había imaginado una Haya próspera, pero seria e
industriosa, regida por comerciantes, e, inesperadamente, descubrió un lugar
gobernado por los caprichos de la elegancia más ociosa. La opulencia se
exhibía sin concesión alguna a la modestia protestante. Reinaban la ligereza
de espíritu y una voluptuosidad indisimulada, y no solo entre las mujeres.
Daba la impresión de que los hombres pasaban también las jornadas
dedicados al paseo, el café y el teatro, atildados como aristócratas de un siglo
atrás. La vida cultural era intensa, las fiestas, cotidianas, y la vida
despreocupada, alegre y aparentemente sin objetivos.
Van Winjen le ayudó a buscar alojamiento en el elegante barrio de villas
coloniales donde tenía instalada su galería. Le acompañó al sastre y al
barbero. Le enseñó a hacerse el nudo de la corbata como mandaba la moda y
dónde tenía que comprarse los zapatos, el reloj y los gemelos.
—Para prosperar en este negocio hay que tratar con la mejor sociedad. Y
la primera regla es no desentonar, joven. Nunca logrará hacer dinero si
quienes lo tienen piensan que lo necesita.
Le introdujo también en los círculos artísticos de la ciudad. Le presentaba
como un joven pintor sevillano, instalado en La Haya para estudiar pintura
holandesa. Su exótico nombre jugaba a su favor. «Cuanto de más lejos venga,
mejor. Los franceses están muy vistos. Y las vacas de Normandía con las que
se ha criado no le interesan a nadie». Roberto apenas hablaba castellano y lo
hacía con un fuerte acento. ¿Pero quién podía apreciarlo? En caso de toparse
con un compatriota, siempre se podía justificar con una infancia pasada en el
extranjero. Además, su pasaporte, que decía a las claras que había nacido en
Sevilla, era español. Meses atrás, por consejo de Landi, había optado por la
nacionalidad de su padre para eludir el servicio militar.
Las lecciones más importantes de Van Winjen tenían, sin embargo, poco
que ver con la vida social.
A los pocos días de su instalación, le pidió a Roberto que pintara una tabla
al estilo de los pintores góticos borgoñones.

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—Ya sabemos que los Fra Angelicos se le dan bien, pero no podemos
seguir encontrando uno tras otro. Veamos qué más sabe hacer.
Roberto protestó. El precio de mercado de los artistas borgoñones no se
acercaba ni por asomo al de los italianos del Quattrocento, y él no había
seguido a Van Winjen hasta La Haya para dedicarse a imitar a flamencos
medievales de fama oscura.
Su nuevo maestro le pidió paciencia. Tenía grandes planes para él, pero
aún tenía mucho que aprender. Sus lagunas sobre historia del arte eran
enormes. Tenía que leer. Tenía que visitar museos y colecciones particulares
y tenía que conocer bien a los grandes maestros del XVII.
Resignado, Roberto se puso manos a la obra con el encargo, una virgen y
un niño con un donante arrodillado, al estilo de Jan Maelwael.
Pronto se dio cuenta de que las críticas y consejos de su nuevo socio eran
mucho más precisos que los de Landi y Bamberg. Van Winjen, era, sobre
todo, un maestro en la técnica del envejecimiento. Le mostró cómo potenciar
las resquebrajaduras que el albayalde de la capa preparatoria transmitía a la
pintura nueva utilizando grafito, tinta e incluso arena. Le explicó que en las
obras del Renacimiento italiano el diseño de las grietas recordaba a la
apariencia de una pared de ladrillos y en el rococó francés solían adoptar la
composición de una tela de araña, pero en los paneles flamencos se
asemejaban a la corteza de los árboles. En la trastienda guardaba un arsenal
de clavos oxidados y su afán de exactitud era tal que en el jardín trasero de su
casa enterraba hojas secas y otros materiales de desecho para producir el tipo
exacto de mantillo que consideraba más adecuado para avejentarlos.
Van Winjen le hacía estudiar y trabajar duro, pero tampoco gustaba de
verle encerrado demasiado tiempo. Gracias a la venta de los dos Fra
Angelicos, Roberto disponía de los medios suficientes para presentarse al
mundo como un joven gentleman dedicado al arte por pasión y placer. Y
debía aplicarse a ello. Eso era lo que otorgaba caché. Lo que proporcionaba
confianza.
Roberto trataba de obedecer. Se vestía tal y como le indicaba Van Winjen
sin rechistar. Acudía al teatro a disfrutar de la música y la escenografía,
porque apenas entendía el holandés, y frecuentaba los cafés y los bailes
porque la compañía de toda esa gente ligera y alegre le reconfortaba. Pero no
sabía interpretar el papel que su mentor requería. Solo tenía diecinueve años y
carecía de mundo. En París había vivido casi encerrado en el taller de Landi.
Necesitaba que se dirigieran a él en francés para entablar una conversación y
le daba un pudor tremendo fingir. Una cosa era contar historias de esas que

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surgían solas cuando sabía que la gente quería escucharlas, y otra muy distinta
hacerse pasar por quien no era. Se sentía incapaz. Así que optaba por ser
discreto, observar y hablar poco.
Pero no estaba incómodo. La vida cotidiana le parecía una delicia. Hizo
amistades enseguida, y, al poco, empezó a resultarle evidente que, por algún
motivo, sus modos distantes atraían a las mujeres. Una noche, sin saber cómo,
terminó en casa de una divorciada espigada, risueña y alocada, unos diez años
mayor que él, que le recordaba remotamente a Anna.
A la mañana siguiente despertó desconcertado en una alcoba blanca, en la
que se abrían tres amplios ventanales. La cama, con sus sábanas de raso color
hueso y sus almohadas de plumas, era más grande y más cómoda de lo que
nunca había imaginado que pudiera ser una cama. Los espejos, los muebles,
las lámparas, todo hablaba de lujo, elegancia y tranquilidad.
Ella le ofreció un cigarrillo, se envolvió en un kimono y pidió el
desayuno, sin ocultar su presencia ante la doncella de servicio. Él se sintió
azorado al principio, pero enseguida se relajó. Y cuando ella se abrió la ropa
sobre los hombros, se adornó las orejas con dos pendientes largos de oro y
coral y le pidió que la retratase de aquella guisa, solicitó material de dibujo y
obedeció sin rechistar.
Ni siquiera se le pasó por la imaginación que fuera a mostrar el resultado
en público. Aunque solo se le veía hasta las clavículas, saltaba a la vista que
estaba desnuda. Pero en pocos días empezaron a llegar los halagos y
felicitaciones de conocidos y desconocidos, y los primeros encargos de
nuevos retratos. No tenía ni idea de cuánto debía pedir a cambio, así que le
preguntó a Van Winjen. Este lo tenía claro. Debía aceptar muy pocas
peticiones, con cuentagotas, y cobrar su obra como el más cotizado de los
retratistas de la alta sociedad. Eso, o regalarla, para no empañar su imagen de
diletante.
Por esa época, ya había rematado su imitación de Jan Maelwael y Van
Winjen maniobraba ya para colocarlo en el mercado.
Los coleccionistas de verdad exigían garantías antes de arriesgarse a
comprar una obra que no procediera de una de las grandes galerías
internacionales, de modo que, para acceder a ellos, resultaba imprescindible
un certificado de autenticidad firmado por alguna de las máximas autoridades
en el maestro en cuestión. En el caso de los primitivos del norte de Europa esa
persona era sin duda alguna el berlinés Max Friedländer que, a finales de
verano, viajó por fin hasta La Haya, ante los requerimientos de Van Winjen y
confirmó, sin lugar a dudas, que la tabla que habían creado era auténtica.

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A los pocos días se vendió por treinta mil florines y ambos salieron a
celebrarlo.
Pero de regreso a casa, ya de amanecida, su socio cambió de rumbo con
un escueto:
—Vamos al taller.
Roberto le siguió sin preguntar, y continuó en silencio cuando, una vez
dentro del local, Van Winjen abrió el candado de un cuartucho trasero que
Roberto siempre había visto cerrado y extrajo del interior un lienzo que
desenvolvió con cuidado antes de suspirar hondo y darle media vuelta:
—¿Qué le parece?
Se encogió de hombros. Lo que Van Winjen mostraba era una copia, de
ejecución bastante hábil, de la Vista de Delft de Vermeer. Los colores estaban
muy conseguidos y el detalle estaba cuidado con mimo. Pero le faltaba
viveza, profundidad, esa cualidad casi tangible del aire frío de la mañana que
se respiraba frente a la obra auténtica, como si una bocanada helada te
acabara de entrar en los pulmones. El original colgaba a solo unos centenares
de metros de allí, en el museo de la Mauritshuis, y Roberto lo conocía bien.
—No está mal. Pero no pasaría por un Vermeer auténtico.
—No lo pretende. Es una copia honesta. Sin más. Ahora, dígame. ¿De qué
época?
Roberto se aproximó. Estaba cansado y un poco achispado, pero era fácil.
Miró el lienzo por detrás. La tela blanca. Los clavos inmaculados.
—Está reluciente. Esto lo han pintado antes de ayer.
Los labios rojos de Van Winjen respondieron con una sonrisa maliciosa.
De reojo, le indicó a Roberto la botellita de alcohol que descansaba sobre el
alféizar de la ventana. Este empapó un poco de algodón y lo aplicó a una
esquina del lienzo.
Nada. Desconcertado, alzó la vista y vio al holandés animarle con un
gesto. Vertió un poco más y frotó con determinación. Nada. La pintura no se
inmutaba.
—Empecé a intentarlo hace una década. He ensayado infinitas fórmulas.
He estudiado química. He probado mil y un productos de importación. Y hace
solo un año que lo conseguí. —⁠La voz de Van Winjen sonaba ronca de
emoción⁠—. Un aglutinante, indistinguible de los aceites tradicionales, que no
se disuelve con alcohol. Un instrumento con el que volver a crear, desde cero,
obras de cualquiera de los grandes maestros. Rubens, Tiziano, Rembrandt.
Pero yo no tengo el talento suficiente para imitarlos. Necesitaba un discípulo.

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Alguien con un don especial. Si no, todo mi esfuerzo era inútil. Y entonces
fue cuando Landi me envió su Fra Angelico…
Roberto se echó a reír. A Van Winjen se le amontonaban las palabras,
hablaba atropellado, poseído por el entusiasmo. Resultaba inverosímil que
hubiera podido contenerse durante los últimos meses sin mostrarle aquel
tesoro oculto. Se sentaba y volvía a levantarse, sin dejar de hablar, cada vez
más rápido.
—Creí que lo había logrado muchas veces. Sobre todo hace cinco años,
con una mezcla de caseína. La pintura se quedó tan dura como mi cabeza a las
pocas horas. El alcohol no le hacía nada. Pero el resultado era muy rígido,
frío. No funcionaba. Probé también con distintas ceras y con aceite de lila y
de lavanda. Secaban más rápido que la linaza. Pero no era suficiente y daban
otros problemas. Necesitaba algo más.
Harina de hueso. Ese era el secreto. La base de su fórmula. Harina de
hueso emulsionada. Gelatina, susurró, emocionado. No le dio detalles
exactos, ni de otros componentes ni de cómo conseguir la mezcla precisa con
los distintos aceites y pigmentos. Eso era algo que aún no estaba dispuesto a
revelar.
—Tiene la misma textura del óleo tradicional, la misma suavidad. Nadie
notaría la diferencia. Pero es impermeable al alcohol.
Había hecho el descubrimiento hacía ya tres años, pero había necesitado
más tiempo para perfeccionarlo. Al mezclar la gelatina y el aceite con algunos
pigmentos, estos tendían a volverse grisáceos. Otros perdían luz. Y si no se
aplicaba la fórmula exacta, las pinceladas resultaban densas y opacas. Había
tenido que insistir e insistir hasta lograr un resultado perfecto.
—Pero lo conseguí. Lo conseguí, Roberto. Y ahora, juntos, podemos
reírnos en la cara de todos los expertos. Podemos ser ricos. Muy ricos.
Roberto se limitaba a asentir, aturdido. Una luz brumosa y tostada entraba
por las ventanas. Las burbujas doradas del champán aún le bailaban en la
cabeza, adormilándole. No pensaba en el dinero. Pensaba en sus sábanas
frescas, que le aguardaban desde hacía horas.
Lo que le proponía Van Winjen le parecía, más que nada, una
divertidísima diablura.

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Verano de 1935

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Clara nunca ha sido desobediente.
Puede que alguna vez, intuyendo que no le iban a dar permiso para
cualquier cosa, haya preferido no preguntar. Como el verano pasado, cuando
rompió la hucha y le confió todo el dinero que tenía ahorrado a Luca para
que lo cambiara por uno de los cachorros de dálmata que vendía el padre de
un amigo suyo. Al día siguiente hubo que ir a devolverlo.
Pero desobedecer es algo muy distinto. Clara nunca ha hecho nada que
tuviera estrictamente prohibido.
Hoy, sin embargo, no le queda más remedio.
La casa está silenciosa. Asoma la cabeza al pasillo. Tras la puerta del
dormitorio de sus padres se oyen dos respiraciones pesadas. Ambos duermen
la siesta.
Anoche se acostaron todos muy tarde. Eran más de las doce cuando
regresaron de casa del doctor Vidal, pero Clara no tenía sueño. No podía
dejar de pensar en el cuerpo de Roberto Montenegro tendido en el jardín, en
su cuello torcido y en su brazo extendido, con la pulsera de cuentas en la
muñeca. Así que su madre le preparó un chocolate caliente y luego se sentó a
su lado en la cama y le acarició el pelo hasta que se quedó dormida.
En el duermevela, cuando ya entraba una luz pálida por la ventana, a
Clara le pareció que seguía a su lado, ataviada aún con el vestido de la cena.
Es normal que ahora esté cansada.
Vuelve a cerrar la puerta de su habitación y rebusca en el armario un
vestido cualquiera y unos zapatos. Pero no se calza todavía. No quiere que
nadie la oiga. Abre con cuidado y vuelve a salir al descansillo pisando con
tiento, igual que esa mañana, cuando, después de dormir unas pocas horas,
la despertó la campanilla de la puerta y se acercó hasta lo alto de las
escaleras a escuchar, descalza. Solo le llegaban rumores y sentía un nudo de
miedo agarrado al estómago. Sus padres estaban encerrados en el salón con
otra persona.
No le quedó más remedio que bajar hasta la planta baja y pegar la oreja
a la puerta, arriesgándose a que la descubrieran.

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Y entonces sí, permaneciendo muy atenta, le llegaron retazos de
conversación, incluso frases enteras. El hombre que estaba reunido con sus
padres era el policía de la noche anterior. Y quería hablar otra vez con ella.
Por lo que había dicho en casa del doctor Vidal cuando, sin querer, había
revelado el secreto de Roberto Montenegro: que pensaba marcharse a
hurtadillas esa noche.
Nadie sabía que planeara algo así, decía el policía. El juez no le había
devuelto aún el pasaporte. Sus pertenencias seguían en su habitación del
Royal. Solo Clara había hablado de una despedida.
Palabras de una niña de once años, cierto. Sería absurdo darles más
importancia. Si no fuera porque, al registrar el automóvil del fallecido,
dentro del portaequipajes, habían encontrado un maletín con ropa y otros
elementos básicos de viaje. Y en uno de sus bolsillos interiores, un pasaporte
italiano con su fotografía y un nombre falso.
No solo eso. Uno de sus hombres acababa de regresar del aeródromo,
donde le habían confirmado que un vuelo privado con destino a Tánger había
estado aguardando pasada la medianoche a un pasajero cuyo nombre
correspondía con el que figuraba en el pasaporte que habían encontrado en
el coche de Montenegro.
De modo que tenía que volver a hablar con la niña. Era imprescindible.
Pero su madre fue firme. Clara estaba durmiendo, y ya había sufrido
demasiadas emociones. Si cuando despertara la veía con fuerzas, se pondrían
en contacto con él.
Clara no aguardó a escuchar la respuesta del policía. Subió las escaleras
tan rápido como pudo y se metió entre las sábanas, con los ojos cerrados,
fingiendo que seguía dormida.
A la hora de comer pidió que le subieran una bandeja, y cuando miss
Kelly se empeñó en quedarse a su cabecera para hacerle compañía se echó a
llorar, no sabría decir si a propósito, para alejarla, o porque no soportaba
los nervios, e insistió e insistió para que la dejaran sola.
No quiere hablar con la policía otra vez. No quiere que le hagan hablar
de su amigo muerto. Si no habla de él no tendrá que recordar el tacto rugoso
de la marca que tenía en el cuello, ni su grotesca postura, tirado de cualquier
manera sobre la hierba, ni a los invitados del doctor Vidal, cotilleando,
emocionados por encontrarse de pronto dentro de una novela de Agatha
Christie. Si no habla de él, será como si no hubiese pasado nada y Roberto
aún estuviese vivo y hubiese subido a ese avión con rumbo a Tánger. Y ella

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sería su cómplice y su talismán, tal y como él le dijo, y le habría dado de
verdad buena suerte. No tendría la culpa de nada de lo sucedido.
Eso, ahora mismo, le parece muchísimo más importante que encontrar al
asesino. Así que, con toda la precaución del mundo, comienza a bajar las
escaleras de puntillas. Miss Kelly está de cháchara con la cocinera en la
cocina. No hay moros en la costa. Con los zapatos aún en la mano, cruza el
recibidor, sigilosa y con el corazón temblando.
Hay otra razón por la que Clara no quiere hablar con el policía que ha
venido a buscarla. Y es que tiene miedo de que le haga tantas preguntas que
no le quede más remedio que admitir la verdad. Que los culpables de todo
son ella y Luca. Que de no haber sido por ellos, Roberto Montenegro habría
huido hace ya días y nadie le habría sorprendido a solas en el jardín del
doctor Vidal. Que han sido ellos, por culpa de un juego tonto, los
responsables de su muerte.
Abre sigilosamente la puerta principal y, con el mismo cuidado, vuelve a
cerrar a su espalda, cruza el patio de entrada y, después de cerrar la verja
tras de sí, se calza los zapatos y echa a correr calle abajo.

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Tres días antes

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Domingo

Uno de los guardaespaldas de Kaplan le da con la puerta en las narices, pero


no tan rápido como para impedirle echar un vistazo al interior de la
habitación. La duquesa rusa, hermosa y desolada, está sentada en una silla. A
su lado, hierático, con una mano en su hombro, el millonario americano es la
imagen misma de la indignación. Sin duda considera a todos quienes le
rodean —⁠a la policía y al director del Normandy, a los franceses, a Europa en
general y quizá al mundo entero⁠— absolutamente inoperantes.
Félix Oriot se queda en mitad del pasillo, contemplando el número dorado
de la puerta de la habitación de hotel.
La denuncia se produjo anoche, a la hora tardía en que los visitantes
veraniegos empezaban a prepararse para la cena. Entonces fue cuando Elena
Volóshina se dio cuenta de que el suntuoso collar de Van Cleef & Arpels,
regalo de su prometido, había desaparecido.
Lo había lucido por última vez el jueves anterior, en el casino, y de vuelta
al hotel lo había guardado en su estuche y este, a su vez, en la caja fuerte de
su habitación. Pero anoche, al abrir el estuche, se lo había encontrado vacío.
Eso quería decir que había desaparecido en algún momento a lo largo de esas
casi cuarenta y ocho horas.
La caja no estaba forzada y no le faltaba ningún otro objeto de valor, ni su
collar de perlas ni el resto de sus joyas, mucho más modestas que la suntuosa
gargantilla de oro blanco y piedras preciosas. Por lo visto, el ladrón era un
profesional que sabía lo que buscaba.
Félix se acuerda perfectamente de la pieza en cuestión. Se la vio al cuello
a la rusa unas pocas noches atrás, allí mismo, mientras charlaba con Dora
Vernon en la barra del bar. Era un cacharro historiadísimo, con forma de
pájaro, que incluso en el ambiente de derroche de Deauville llamaba la
atención.
Se encoge de hombros y desanda sus pasos hasta el ascensor, que le lleva
de vuelta a la planta baja del Normandy. Él ha sido el primero en enterarse, a
través de sus contactos de la comisaría, pero ya andan husmeando en el

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vestíbulo un par de colegas madrugadores. Es lo que tiene la Semana Grande;
toca competir con los enviados de la prensa nacional.
—Oriot, buenos días. Hoy estamos madrugadores, ¿eh?
Es Pierre Busson, que se acerca a él con la mano tendida. Luce su habitual
sonrisa de dientes impecables y un trajecito ajustado de señoritingo que a
cualquier otro le daría un aire amanerado. Se ha enterado del robo del collar,
naturalmente, y está encantado con la noticia. Qué sabrosísimo condimento
con el que aderezar la maravillosa novela que se traen entre manos, susurra.
Como si la historia del hallazgo de la Flaminia Triunfi no fuera ya bastante
folletinesca de por sí.
Se frota las palmas:
—Sería maravilloso que el ladrón fuese Roberto Montenegro…
Félix alza los ojos, incrédulo. Eso sí que sería digno de una novela de
Arsenio Lupin. No. Se queda corto. Del mismísimo Rocambole.
Invita a su colega a sentarse a tomar un café y los dos elucubran un rato
con esa posibilidad en tono de broma. Lo cierto es que ni él ni Busson
consideran, ni por asomo, que sea una hipótesis factible:
—Seguro que el ladrón es un empleado del hotel. Un botones sin cerebro
que en unos días lo devuelve porque no sabe qué hacer con él o algo así. Una
lástima, porque eso no es lo que quieren mis lectores —⁠suspira, resignado,
Busson⁠—. Así que hasta que aparezca tendré que alimentarles la imaginación
con suposiciones más apasionantes.
Es decir, que a pesar de que a él mismo le resulta inverosímil, tiene
pensado insinuar la culpabilidad de Montenegro en la pieza que escriba. A
Félix le desconcierta que vaya a hacer algo así tras su pacto de no agresión
con el sevillano, pero su colega frunce los labios.
Pero si no tiene ninguna importancia. Una insinuación así no es más que
un guiño sin consecuencias que en nada perjudica a Montenegro. Más bien al
contrario, le beneficia, adornando un poco más su leyenda.
—A los dos nos viene de perlas el suceso. A él casi más que a mí. Y si el
collar no aparece, más aún. De todos modos, trataré de informarle antes.
Tampoco quiero que le pille por sorpresa. Además, tengo noticias de nuestro
común amigo Marchal.
—¿Y eso?
—El pájaro está que trina. Se veía ya con unos cientos de miles de francos
en el bolsillo y ha comprendido que se va a quedar sin nada. Ahora amenaza
con hablar con otro periódico. Pero tengo preparadas un par de piezas con las
que vamos a quitarle toda la credibilidad. Además, no tiene pruebas de nada.

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Es solo su palabra. —⁠Busson apura el café y se pone en pie. Tiene algo de
prisa⁠—. La verdad es que se lo ha montado muy mal. Le va a tocar devolver
el dinero que costó el Van Dyck a él solito cuando, por las buenas, quizá
Montenegro se habría hecho cargo.
A Félix no se le escapan las implicaciones de esa última afirmación. Si
Busson da por sentado que el sevillano habría sufragado el coste de la
devolución del cuadro es porque cree a pies juntillas en las acusaciones de
Marchal. Es decir, sabe que el abogado fue solo un intermediario y
Montenegro es el auténtico vendedor.
Le resulta curioso, porque anoche, en el casino, Jacob le contó que había
recibido respuesta de París. Un viejo colega de los juzgados había tenido
acceso al sumario de la investigación. Y el nombre de Montenegro no
aparecía por ningún sitio. Marchal afirmaba que le había comprado el lienzo a
un tal Bart Landi, un galerista de la calle Laffitte, y que luego se lo había
revendido al general.
¿Por qué estaba ocultando Marchal a la policía el nombre de Montenegro?
A Félix esos intríngulis le parecen propios de negocios poco claros. Y lo
que le da que pensar es que ninguno de los dos, ni Montenegro ni Marchal, es
inocente.
—Acuérdate —apostilla Busson— de que de todo esto ni mu en El
Mensajero. Lo que te cuento te lo cuento solo como amigo.
Félix no necesita que se lo recuerden. Es un profesional. Se lo dice,
picado. Y entonces se da cuenta de que Busson lo mira de través. Diría
incluso que un punto incómodo.
—¿Qué pasa?
Su colega tiene una confesión que hacerle. Espera que no se lo tome a
mal. Pero quiere ser sincero. Y lo cierto es que si se encuentra en el
Normandy, tan de mañana, no es para husmear sobre el robo. Se ha
encontrado el revuelo por casualidad.
Está allí porque tiene una cita con Kaplan.
—Para una entrevista en profundidad. Con él y con la rusa.
Félix le mira boquiabierto y no puede evitar cagarse en los muertos de ese
cabrón que ha nacido con una flor en el culo. Él lleva toda la semana
trajinándose al millonario yanqui y ahora, ¿va a ser Busson quien se lleve los
réditos?
Aunque la culpa es solo suya. Ha sido un error tremendo de cálculo.
Había creído que revelar la identidad de Kaplan en El Mensajero pondría
al americano en contra de quien lo hubiera hecho. Que tendría más fácil

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conseguir la entrevista en exclusiva que ansiaba si era Busson quien publicaba
su nombre y se enemistaba con él. Y había rematado su torpeza enviando ayer
a uno de sus redactores a la presentación del lienzo de Velázquez en
Cherburgo, en vez de asistir en persona.
Porque, por lo visto, mientras él rondaba como un bobo en el Royal,
encantado de haber llegado el primero e intentando sacarle algo al maldito
Montenegro, Busson andaba entablando relaciones con Kaplan.
Su colega le tiende la mano, con un brillo amistoso en sus ojos acerados:
—Estoy en deuda contigo, lo reconozco. Si te puedo echar una mano en lo
que sea, llámame y me tienes a tu servicio. A mí y a mis contactos. Ahora, lo
que voy a hacer es dejar mi tarjeta en la recepción para que Kaplan me llame
cuando considere mejor. No creo que este sea momento de molestarle, así que
aprovecharé para escribir algo que le dé algo de emoción al robo del collar y a
nuestro misterioso ladrón de hotel.
Félix le estrecha la mano, aunque la puñetera elegancia con la que el
sinvergüenza de su colega ha sabido ofrecerle disculpas le repatea, y se
despide, con la mayor gracia de la que es capaz, deseándole suerte con sus
invenciones de folletín. A él no le interesan las sombras chinescas. Lo que
quiere es una exclusiva de verdad. Y últimamente parece que tiene la suerte
en contra.
Agarra un ejemplar de cada uno de los diarios que el hotel despliega cada
mañana en las mesitas del vestíbulo como cortesía para sus huéspedes y se
dirige a la fila de taxis que aguarda en la puerta. Le pide al conductor que
haga una parada frente al estudio de Gabriel, de camino a la redacción, a ver
si ya tiene listo el revelado de las fotografías de anoche, y aprovecha para
ojear la prensa del día y averiguan qué cuenta hoy sobre Kaplan y la
Flaminia.
Le Figaro lleva una entrevista con el director del Metropolitan de Nueva
York, que se muestra entusiasmado y se deshace en elogios hacia el
americano, y otra con el director del Louvre, que se lamenta amargamente de
que sus limitados fondos no permitan la compra del extraordinario lienzo.
Paris-Soir, por su parte, ha contactado con uno de los expertos que
autentificaron el cuadro, un tal Allende-Salazar, del Prado, y Le Journal
publica ni más ni menos que una fotografía del archivo familiar de los condes
italianos, olvidándose al parecer de que nadie conoce su identidad. El diario
asegura que es un documento confidencial que les ha llegado a través de un
antiguo amigo de la familia que desea permanecer en el anonimato, un
presunto inventario fechado en 1764 en el que se puede leer la siguiente

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descripción: «Retrato de dama con utensilios de pintura ataviada de negro.
Escuela española». A saber de dónde lo han sacado. El texto es casi todo
especulación. Se limitan a hacer conjeturas sobre la identidad de los nobles
propietarios y el heroico contrabandista.
Una pena que el tipo no quiera dar la cara, la verdad. Seguro que tiene una
buena historia que contar. Pero, por lo que Félix sabe, con la única persona
con la que ha accedido a hablar es con Eliot Kaplan.
El taxi se detiene frente al estudio de fotografía de Gabriel, que está
sentado a una mesa del café contiguo desayunando. ¿Se animaría o no a
hacerle ayer a Montenegro la pregunta sobre el blanco de zinc que él le pidió
que le formulara? Lo ignora, pero se va a enterar ahora mismo. Está harto de
tanto secretismo por parte de ese desagradecido que lleva años llamándose su
amigo y tanto le debe, e incluso del pacato de su cuñado, que se dedica a
hacerle visitas privadas a Eliot Kaplan y luego le miente en la cara al
respecto.
Es inverosímil lo que le gusta hacerse la interesante a toda esa familia.
Le paga la carrera al chófer y cierra de un portazo. Y entonces, justo en el
momento en que Gabriel alza la mirada, todo encaja. No puede evitar una
carcajada. Vaya idiota. Lo ha tenido delante de la cara todos estos días. Sin
darse cuenta.
Un profesional prestigioso, sin conexión con el mundo del arte, que ha
estado en Italia en los últimos meses y se ha entrevistado recientemente, de
forma discreta, con Eliot Kaplan. Un hombre que, además, tenía fácil acceso a
Roberto Montenegro a través de uno de sus familiares, amigo suyo desde la
infancia.
Madre de Dios. Esa es la razón por la que Gabriel le ha estado rehuyendo.
Por eso no quería que nadie supiera de su amistad con el sevillano. Y por eso
estaba tan nervioso Castel el otro día. No puede estar más claro.
Léon Castel es el contrabandista. Fue él quien sacó el cuadro de Italia y
luego, a través de Gabriel, contactó con Roberto Montenegro.
Eso es lo que el muy cabrón de su amigo tiene callado desde el principio.
Por eso le rehúye.
Se frota las manos, regocijándose en su instinto de tiburón, y se aproxima
a Gabriel con la mano tendida y una sonrisa de depredador en el rostro.

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—¡Venga, date prisa, date prisa!
Clara agarra a Luca de la mano y echa a correr sobre la arena, a toda la
velocidad que le dan las piernas.
Cuando llegan a las Tablas se detiene un instante para mirar atrás. Miss
Kelly sigue de cháchara con su amiga irlandesa y ni ha levantado la vista.
Perfecto. Se agacha con rapidez para calzarse las sandalias y vuelve a agarrar
de la muñeca a Luca, que no ha terminado de ponerse las suyas y tiene que
seguirla unos pasos a la pata coja.
Afortunadamente, esta mañana no ha tenido que insistir mucho para que
la llevaran a la playa de Deauville. No la frecuentan casi nunca porque hay
que cruzar el río y coger un coche, y luego hay que apurarse para volver a
casa a comer. No tiene sentido teniendo en Trouville una playa igual de
magnífica. Pero como miss Kelly tiene una amiga que trabaja allí de nanny, a
veces hacen una excepción.
—Que no se nos olvide comprar los helados a la vuelta.
Le han pedido permiso a miss Kelly para ir a comprar un cucurucho a su
puesto favorito. Pero eso no debería llevarles más de diez o quince minutos, y
seguro que tardan por lo menos el doble.
—No, no, ¿cómo se nos va a olvidar? Y si nos pregunta dónde estábamos,
le decimos que nos hemos distraído mirando a esa gente.
A su izquierda está la zona de la Terraza reservada a los columpios y los
juegos infantiles y un poco más allá se encuentran los terrenos del Athletic
Club, donde un grupito de hombres en calzón y camiseta de tirantes se
ejercita con la rueda de la salud.
Es un deporte nuevo que consiste en introducirse en una enorme rueda de
metal, como las de los hámsteres, calzar los pies en unos estribos, agarrarse
fuerte con las manos a unas empuñaduras y lanzarse a dar vueltas y vueltas,
cabeza arriba y abajo. Luca se empeñó en probarla el verano pasado, cuando
se enteró de que la utilizaban en las escuelas de aviación para acostumbrar a
los pilotos a la sensación de los loopings, pero a las dos o tres vueltas se tuvo
que parar, blanco, blanco y a punto de ponerse malo del mareo.
—¿Seguro que no está lejos?

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—Ya te he dicho que no. No tardamos nada. Ya verás como es un sitio
buenísimo.
Pasan de largo ante la fachada del hotel Royal, donde se aloja Roberto
Montenegro, y finalmente Luca se detiene:
—Aquí.
Frente a ellos se alzan las ruinas ennegrecidas del Victoria Lodge,
protegidas por un jardín asilvestrado y un aura de impenetrable abandono.
Era una de las mansiones más elegantes y suntuosas de la Terraza hasta
que hace dos años un incendió la devastó. Clara se acuerda de que las llamas
se veían desde la otra orilla del río. Aún queda en pie el macizo torreón de
piedra, que le daba un aire de misterioso castillo inglés, pero el resto del
edificio está irreconocible.
Luca trepa al murete de piedra que rodea la finca y salta la empalizada, y
ella le sigue. Los escalones de madera de la pérgola de entrada han
desaparecido y hay que encaramarse a la tarima agarrándose a las enredaderas
y a los restos de barandilla. Luego, como la puerta está bloqueada, no queda
más remedio que colarse por una ventana sin cristal.
El suelo cruje a cada paso. Las habitaciones están en penumbra. Pero por
los agujeros del techo entra luz de sobra para orientarse. Luca señala el hogar
de una chimenea, invadido por los escombros y las malas yerbas:
—Te dije que se me ocurriría un sitio bueno.
Se arrodillan. Un aleteo raudo y una sombra negra pasan rozándoles el
cabello y ambos gritan, sobresaltados. Cuando se dan cuenta de que no es más
que una golondrina se echan a reír.
Luca escarba entre la broza y los cascotes y al cabo de unos instantes la
bolsita de terciopelo negro aparece en su mano. Clara afloja el cordón y
vuelve a sacar el collar. Lo sujeta con ambas manos y lo alza a la luz. La
verdad es que es un escondite buenísimo.
—¿Crees que sabrán ya que ha desaparecido?
—Seguro. La mujer se daría cuenta en cuanto mirara el bolso.
—Habrá ido a la policía.
—O no. No sabemos si era robado y ella era una cómplice. Es muy raro
que Montenegro se lo entregara tan a escondidas…
—Como nos pillen…
—No nos van a pillar. Ahora tenemos que esperar a ver si sale en la
prensa o si se dice algo. Tú estate atenta por si comentan algo tus padres o tu
tío. Yo pondré la oreja también por mi cuenta. Y en uno o dos días, le

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contamos la verdad a Montenegro. Le vamos a dejar con la boca abierta.
Seguro que todo el mundo piensa que ha sido un ladrón de primera fila.
—A ver cómo nos las apañamos para devolverlo sin que nadie se entere.
—Bueno, seguro que él sabe cómo hacerlo. Para eso es el profesional.

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Es el tercer Martini que pide Dora. Si cuando lo termine Léon sigue sin
aparecer, se resignará y reclamará la cuenta. Esa no es una hora a la que ella
suela estar en el Golf los domingos y tiene la tonta impresión de que todo el
mundo la observa e intuye su desasosiego.
No se reconoce a sí misma. Ella es una mujer arrojada, con las ideas muy
claras, y, sin embargo, ahí está, nerviosa como una adolescente que paseara
por el barrio del muchacho que le gusta, esperanzada con encontrárselo por la
calle y robarle una mirada o unas palabras bonitas.
No, sonríe. No. Esto es algo muy distinto. Algo único y poderoso, y por
eso es importante que hablen lo antes posible.
Cuando despertó esta mañana, la luz adormilada del amanecer apenas
entraba por entre las cortinas de la alcoba. Pero él ya no estaba. Estiró los
brazos al techo, acarició el costado vacío de la cama y enterró la nariz en la
almohada, feliz y confusa. Todavía olía a whisky, a sudor masculino y a piel
caliente.
Naturalmente. Había tenido que volver a casa antes de que Emma
despertara. Pero pensarlo la desasosegó. ¿Qué había ocurrido entre ellos? ¿Y
qué iba a pasar a partir de ahora? ¿En qué se iba a convertir su relación? ¿En
un secreto ruin y vergonzante?
No. Eso era indigno de Léon. La infidelidad era algo deshonroso. Él era
incapaz de esa duplicidad. Su bondad y su integridad eran lo que hacían de él
un hombre de los pies a la cabeza. No podía ocultarle una amante a Emma.
Pero tampoco iba a abandonarla. Adoraba a su mujer y a su hija. Por el amor
de Dios, si toda su angustia era consecuencia de los extremos a los que había
tenido que llegar para mantener a salvo a su familia…
Emma…
Dora no se había acordado siquiera de ella la noche anterior. Ni cuando
había encontrado a Léon a punto de naufragar acodado a la barra del
Brummel, solo y perdido, ni cuando lo había llevado con ella a su casa en el
coche.
Solo había querido protegerlo, cuidarlo. Y sentirlo tan frágil, tan
abandonado a ella, le había producido una turbación cálida y voluptuosa.

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Había necesitado hacerle sentir que no estaba solo, que ella le comprendía y
no le dejaría caer.
Había sido una noche confusa pero hermosa. El modo en que él se había
entregado, la confianza con que había compartido su secreto entre sus brazos
después de dejarse amar por ella, la zozobra de sus labios buscando aliento en
los suyos hasta que se había quedado dormido sobre su pecho.
Todo había sido un acto de amor.
No, Dora no sentía que hubiese traicionado ni la amistad ni la confianza
de Emma. Seguía siendo su amiga y podía contar con ella siempre para lo que
hiciera falta.
Pero no podía enterarse de lo sucedido. No lo entendería, resolvió.
Terminó de desperezarse, llamó para que le preparasen el baño y, sumergida
en el agua caliente, su mente se fue aclarando.
Lo suyo con Léon era una amistad verdadera. Algo que él no había
encontrado hasta ahora. Por eso la había escogido a ella para abrirle el
corazón cuando pensó que le iba a estallar. Para revelarle lo que nadie más
sabía. Su caída a lo más hondo. Su situación imposible. La ambigua
oportunidad que se le había abierto, de pronto, para salir con bien de todo y
salvar a su mujer y a su hija. Y ella le había escuchado, había alabado su
fortaleza y su resolución, solo un hombre de verdad era capaz de enfrentarse a
sí mismo de esa manera y salir victorioso, le había ofrecido su apoyo y había
hecho lo posible por tranquilizarle. No. Lo que había entre ellos no podía ser
trivial ni grosero. Nunca. Porque nacía de la admiración, la confianza y la
lealtad.
El sexo no había sido más que una coda, un desenlace casual. Lo
importante era su conexión. Su lazo especial.
Cayó entonces en la cuenta. No se le había ocurrido mirar si Léon le había
dejado una nota antes de irse. Seguro que había algo, no era propio de un
caballero como él despedirse a la francesa. Pero no encontró nada. Ni en el
dormitorio, ni en el salón.
Claro que no, qué boba. ¿Cómo iba a haber ninguna nota? Por escrito no
era forma de hacer las cosas. Léon esperaría, con seguridad, a verla cara a
cara para robar al mundo un momento de intimidad y poder hablarle.
Se arregló canturreando y bajó a la ciudad a desayunar. En coche, para no
tardar demasiado. No podía dejar de pensar en todo lo que había descubierto
de Léon aquella noche, en el alma oscura que albergaba aquel hombre sin que
nadie lo sospechara y lo que aquel secreto los uniría en adelante.

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Cuando volvió a casa, preguntó, pero no había llamado nadie por teléfono.
Así que cogió la bicicleta y volvió a bajar a Deauville para realizar su ronda
matutina habitual. Allí se enteró de que una nueva estrella del cine italiano
había amanecido sin pantalones ni camisa deambulando por las Tablas con
una botella vacía de champán en la mano; de que el Aga Khan había perdido
diez millones de francos a la ruleta, y de que en el Normandy se había
producido un misterioso robo. El fastuoso collar de oro blanco y piedras
preciosas de la duquesa Volóshina había desaparecido de la caja fuerte de su
habitación.
A Dora aquello le produjo un pellizquito de satisfacción. Le estaba bien
empleado, por engreída. Recordó entonces la intensa mirada con la que
Roberto Montenegro había envuelto a la bella rusa días atrás en el vestíbulo
del hotel. Después de verlos juntos la otra noche, en la terraza del casino,
habría jurado, sin miedo a equivocarse, que la mirada iba dirigida a la mujer
más que a la joya. Pero ahora ya no le parecía tan claro.
Su primer impulso fue agarrar la bicicleta y pedalear hasta casa de Emma
para contarle todos aquellos chismes. Pero no podía ser. Antes tenía que
hablar con Léon. Cerciorarse de que se encontraba bien y asegurarle que
seguía contando con ella para lo que hiciera falta. Siempre.
Por eso va ya por su tercer Martini, sentada en la terraza del Golf, aunque
apenas es mediodía. Sabe que a Léon le gusta jugar con el doctor Vidal los
domingos. Y desde ese ángulo tiene controlados el hoyo dieciocho y el
camino de regreso al hotel. Su miedo es que, por algún motivo, hoy hayan
dispuesto jugar solo nueve hoyos y se hayan marchado temprano. Ha buscado
el automóvil de Léon en la zona de estacionamiento y no lo ha visto, pero no
sabe si han compartido vehículo.
Entonces el corazón le pega un salto. De excitación y de alivio. Ahí están.
No hay duda, son ellos. Le han entregado los palos a sus respectivos caddies
y se acercan a la terraza a tomar un refrigerio.
Dora estira el cuello, atenta a atrapar la mirada de Léon y hacerle una
señal con la mano. Pero cuando sus ojos se cruzan, a unos veinte o treinta
metros de distancia, él se frena en seco. Le hace gestos al doctor Vidal, como
si acabara de darse cuenta de lo tarde que es y tuviera que irse. Pero el otro le
retiene por el brazo, claramente le recrimina el brusco cambio de opinión, le
pide que se quede un rato. Su actitud es amistosa pero autoritaria, no está
acostumbrado a que le lleven la contraria, y Léon cede.
Ella reacciona cohibida y baja los ojos. Obviamente, tienen que ser
discretos delante de Vidal, pero confiaba en un ademán cómplice. Una mirada

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que expresara un sobrentendido. Un detalle prudente al llevarse la mano a la
gorra para saludar que solo ella pudiera interpretar. Como mínimo, la
cordialidad de costumbre.
Pide la cuenta, aturullada, mientras los dos hombres se acomodan en una
mesa no muy alejada de la suya. Léon no la mira. No levanta la cabeza. Pero
es normal. Es tímido, y su presencia le ha pillado por sorpresa.
Al poco, Vidal se excusa para ir al aseo. De inmediato Léon gira su silla,
colocándose en escorzo. Ahora Dora solo le ve la espalda. Duda, pero un
momento nada más. No es propio de ella mostrarse apocada. No les va a ser
fácil encontrar otro momento a solas. Y seguro que él también está deseando
aprovechar la oportunidad, pero es incapaz de dar el primer paso.
Se acerca a pasitos cortos y carraspea para vestir su voz de extrema
dulzura:
—Buenos días, Léon. ¿Qué tal te encuentras?
Él alza la cabeza con actitud de sorpresa:
—Miss Vernon.
Pero no se levanta a saludar.
—Léon, estamos solos —susurra Dora.
Él gira la cabeza, nervioso, como si buscara a alguien. Y sigue sentado.
Un hombre tan cortés, tan detallista. Tiene que estar muy nervioso.
—Léon, solo quiero que sepas que me tienes a tu lado. Para todo, siempre
que lo necesites. Ha sido una noche muy especial para los dos y nos va a unir
mucho más. Voy a estar aquí. Siempre. Puedes contar con mi amistad.
León lanza una ojeada rápida en torno antes de responder en un murmullo
atropellado:
—Miss Vernon, lo que ocurrió anoche fue un error. Un error fatal. Le
ruego, por favor, que lo olvide. Que se olvide de todo.
—Léon, tranquilo, Emma no va a saber nada. ¿Cómo voy a querer hacerle
daño a mi amiga?
—No me ha entendido. No quiero que se acerque ni a mí ni a Emma
nunca más. No debemos volver a vernos. Manténgase alejada de mi familia.
Déjenos tranquilos, por favor. Márchese y olvídenos. A los dos.
Dora parpadea, confusa. Es como si le hubieran clavado una aguja en el
estómago. Duele. Duele mucho. Balbucea, nerviosa:
—No eres consciente de lo que dices, Léon. Estás angustiado.
Preocupado. Y lo entiendo, claro que lo entiendo. Pero estate tranquilo. Yo
estoy para ayudarte siempre que me necesites.

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Intenta tocarle el brazo suavemente y él se estremece, con una expresión
de asco. No es una reacción de hombre adulto. El gesto es tan exagerado
como el de un niño incapaz de controlar sus impulsos.
Dora no comprende nada. ¿Qué es lo que le resulta desagradable de ella,
de repente? Es la misma a la que besaba con una sed inapagable hace solo
unas horas. No sabe si alejarse o permanecer allí, pero entonces escucha una
voz cortés a su espalda:
—Buenos días. ¿Interrumpo?
Es Vidal. Le tiende la mano, amable. A saber si ha visto algo. Pero tiene
que extrañarle que su colega permanezca sentado mientras ella está en pie
junto a la mesa.
Léon se levanta por fin. Parece que le cuesta un esfuerzo
inconmensurable. Dora nunca se ha sentido menos bienvenida en sitio alguno,
pero no puede creerse que sea por maldad. Es la presencia de Vidal lo que sin
duda le tiene cohibido.
Y sin razón. ¿Qué más da que esté Vidal delante? El socio de Léon es un
hombre galante. Por fuerza tiene que ser indulgente. ¿Qué mejor cómplice
podrían desear?
Pero la incomodidad de la situación es insostenible. Dora sonríe,
buscando un modo garboso de retirarse:
—Disculpen, no quiero molestar. Yo ya me marchaba. —⁠Le estrecha la
mano a Vidal y luego, girándose hacia Léon, le dedica una ojeada cargada de
connivencia y, en un ademán íntimo, inequívoco, le aprieta los dedos de la
mano izquierda⁠—. Tenemos que hablar. Nos vemos.
Vidal parpadea, inquisitivo. No se le ha escapado el gesto y Dora se
alegra. Pero Léon retira la mano con la celeridad de una culebra, como si su
inesperado contacto le repeliera.
Dora finge que no ha visto nada, endereza los hombros y retorna a su
mesa. Abre el bolso con parsimonia para buscar un billete con el que pagar su
cuenta, con la barbilla bien alta. Pero las manos le tiemblan. No sabe si el
resto de los clientes se habrán dado cuenta. Si estarán murmurando.
Cruza la terraza con parsimonia, camino del aparcamiento, con la mirada
fija al frente. Pero cuando pasa cerca de Léon le oye decir, en ese tono de
falso murmullo que se emplea en las conversaciones privadas cuando se
pretende que un tercero escuche las burlas que se le dirigen, fingiendo,
cobardemente, que uno no se ha dado cuenta de su presencia:
—Ya no sé qué hacer, Vidal. Es una pobre loca. Se ha metido en nuestra
casa y se ha convencido de que hay algo entre nosotros. No sé cómo

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quitármela de encima sin armar escándalo.
Dora sube a su bicicleta, sin mirar atrás, y echa a pedalear colina abajo.
Pero después de dos curvas se detiene en un recodo. Las lágrimas le nublan la
mirada y tiene miedo de caer al suelo si sigue descendiendo sin ver apenas el
camino.

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Son las tres de la tarde. Léon le hace una seña a Clara, que se ha distraído
mirando a las musarañas, y cruzan la puerta de entrada del hipódromo los
cuatro juntos, sonrientes y vestidos de punta en blanco. Una familia feliz. La
niña va de su mano, pegando saltitos de impaciencia, y Emma se apoya en el
brazo de su hermano, contenta y relajada, riéndose con sus bromas.
Antes de salir de casa, Léon le ha contado que esa misma mañana la
policía ha detenido a un desequilibrado, un emigrante griego que llevaba
varios días rondando por la ciudad y amenazando a los veraneantes con
mensajes incomprensibles. Al parecer es un viejo conocido de las autoridades.
Ha estado internado ya varias veces, y en ocasiones se escapa y vuelve a las
andadas. Sin duda es el mismo hombre que se acercó a ella y a Clara en el
tren. Es inofensivo, pero sus víctimas no lo saben y a menudo pasan un mal
rato. En cualquier caso, ya no tienen de qué preocuparse, ha regresado a la
institución donde estaba encerrado.
No tiene del todo claro si Emma le ha creído o si, más bien, ha escogido
creerle. Es consciente de que nada de lo que ha hecho ni dicho en los últimos
días resulta muy convincente, y su mujer no es ninguna boba. Pero ha debido
notar que él le hablaba con alivio. Seguramente ha sido su tono, más que sus
palabras, lo que la ha convencido. Eso, y que le dolería demasiado desconfiar
de él.
Otro motivo para estar avergonzado.
Los caballos de la primera carrera están ya en el paddock. No es una
prueba importante, y aunque los apostadores y los aficionados acérrimos se
apretujan en torno a los participantes, los elegantes deambulan por el recinto
de balanzas, saludándose y curioseando. Muchos van llegando todavía al
hipódromo, sin prisas.
Léon le explica a Clara a quiénes pertenecen cada uno de los colores.
Consulta el programa. Discute de los favoritos con Gabriel. Pero no tiene allí
la cabeza. Los nervios se lo comen. A cada paso teme volver a encontrarse
con Dora.
No cree que la inglesa se atreva a cometer ninguna indiscreción. No
mientras está con su familia. Pero su atrevimiento de esta mañana, delante del

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doctor Vidal, le ha dejado descompuesto.
Él tiene la culpa. Es él quien ha huido de su casa de madrugada, sin una
explicación. ¿Pero qué otra cosa cabía hacer? Cuando ha despertado en ese
lecho húmedo y extraño le ha atenazado el miedo. Ha contemplado el cuerpo
desnudo que yacía junto a él, sudoroso y blando, y no ha podido evitarlo. Ha
tenido que salir de allí de inmediato.
Encontrársela esa mañana, en el Golf, le ha desarbolado por completo.
Cuando esa mujer le ha apretado la mano, con esa intimidad improcedente,
delante de su socio, le ha resultado un gesto tan lascivo que, más que
prevención o alarma, ha sentido un rechazo intenso. Repulsión.
No puede volver a verla, no soportaría tenerla delante, y teme que Emma
sospeche algo, que pregunte por ella.
—Papá, ¿me compras un granizado de limón?
Solamente se le ocurre una salida. Escribirle una nota. Lo hará en cuanto
regresen a casa. Le pedirá perdón. Le dirá que ayer no era él mismo y que está
arrepentido de cuanto ocurrió. Y le explicará por qué no pueden volver a
verse.
Se colocan los cuatro en la cola del puesto de helados. Clara está
preocupada porque Luca y sus padres no han llegado todavía. Roberto les ha
procurado invitaciones a todos, a su familia y también a la de su amigo, pero
no se los ve por ningún lado. Le coge de la mano y le pregunta, otra vez, cuál
es su favorito para el Morny. Léon sabe que espera que nombre a Juan Sin
Miedo, así que la hace rabiar un poco:
—A mí me gustaría que ganara Mistress Ford. Su propietario es amigo
mío y hemos sido pareja de golf muchas veces. Aunque dicen que Fragance
es imbatible…
La niña achica la mirada, indignada, hasta que se da cuenta de que le está
tomando el pelo.
—Vamos todos con Juan Sin Miedo —⁠interviene Emma⁠—. No hagas caso
de tu padre.
A eso han venido todos, muy a su pesar. A animar al potro de Roberto
Montenegro. Y Léon, que no es supersticioso ni hombre de fe, tiene el
corazón dividido. Siente, de manera irracional, que una victoria del caballo
sería una especie de bendición. Una señal de que todo va a terminar bien. De
que Kaplan regresará a Nueva York con su cuadro, América entera celebrará
su magnífica compra, Montenegro desaparecerá de sus vidas con todas sus
extravagancias y nunca volverán a saber del griego. Su flaqueza de la noche
pasada se borrará de su memoria y la vida regresará a la normalidad.

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Pero entre los animales de ojos ardientes que desfilan en círculo y las
hojas de los plátanos que le hacen carantoñas al viento anda flotando, sin
duda, un mal espíritu. Porque cada vez que pasa junto a él bisbisea en su oído.
Le susurra que Montenegro está tan orgulloso de su caballo, está tan
convencido de que puede ganar la carrera, tiene tantas ilusiones puestas en el
día de hoy que sería delicioso verle marchar con el rabo entre las piernas…
Una derrota rotunda de Juan Sin Miedo supondría una pequeña satisfacción
para su amor propio. Un merecido desagravio después de haber sido utilizado
como un peón por el sevillano. Un castigo simbólico por su despreocupación,
su ligereza y su arrogancia.

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Es tarde.
El plan era encontrarse con el periodista a la hora de la sobremesa, antes
de salir hacia el hipódromo, pero en el último momento ha surgido un asunto
urgente en Nueva York, que a esas horas acaba de despertar, así que Eliot le
ha pedido que se adelante y baje ella a reunirse con el redactor de Le Petit
Parisien, que ya aguarda en el vestíbulo del hotel. En cuanto pueda se les
unirá. Esta mañana ya han tenido que retrasar su cita, debido al revuelo
policial, y quiere asegurarse de que la entrevista acordada aparezca mañana
en la prensa.
Lena toma el ascensor con desgana. No le gustan los reporteros. No le
gusta que su prometido haya decidido conceder una entrevista personal y
aceptar preguntas sobre su relación y su vida privada. Pensaba que ya había
cumplido con la rueda de prensa de ayer en Cherburgo. Cada día que pasa se
siente menos segura de sí misma, menos dispuesta a exponerse. En los
últimos días apenas ha dormido, y menos aún anoche, después de que no le
quedara más remedio que confesar, finalmente, que el collar había
desaparecido. Pero sabe perfectamente cuál es su papel, así que en cuanto
distingue al periodista, que aguarda junto a una de las columnas de la rotonda
central del vestíbulo, ataviado con un impecable traje veraniego, sonríe y le
tiende la mano.
Le pide que disculpe a su prometido, que bajará en cuanto pueda.
Mientras, pueden acomodarse en una de las mesitas redondas con un café.
Solo le ruega que la aguarde un instante. Tiene que entregar en conserjería un
par de cartas que necesita que envíen a París.
Y entonces la ve.
Es difícil no fijarse en ella. Está acodada en el mostrador de recepción y
habla con agitación en un acento británico muy agudo, pronunciando con
insistencia cada palabra para asegurarse de que el empleado del hotel la
entiende.
Lena tarda un instante en ubicarla. Es la cargante que la estuvo agobiando
con lo del orfanato de África la otra noche. Está preguntando por alguien, un
periodista, seguramente, porque dice que ha intentado localizarle en la

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redacción de El Mensajero, sin éxito. Al parecer, es un tipo que ronda a
menudo por el bar del Normandy y tenía esperanzas de que le hubieran visto
por allí.
Se dispone a darse la vuelta para evitar que esa exaltada la reconozca,
cuando escucha las palabras mágicas que la hacen detenerse en seco:
—Por favor, no se olvide. Si ve al señor Oriot, dígale que miss Vernon le
está buscando. Que me llame de inmediato. Tengo que contarle algo muy
urgente. Dígale que es una exclusiva. Sobre Léon Castel y Roberto
Montenegro. Algo que no sabe nadie más que yo. Este es mi teléfono. Y
apunte bien los nombres, que no se le olviden.
Lena se queda inmóvil. Lo primero que piensa es que, de algún modo, esa
mujer ha averiguado la identidad de Castel y su papel en el rescate de la
Flaminia, y que quiere contárselo a la prensa.
Le lanza una ojeada rápida al reportero del Le Petit Parisien. Aunque el
nombre de Castel no le diga nada, es obvio que la mención de Montenegro le
ha puesto en guardia.
No ha perdido ripio.
Lena no sabe si intervenir. Al fin y al cabo, ¿qué más les da a Eliot y a
ella que la identidad del intermediario de los nobles italianos salga a la luz?
Aunque, por cortesía, quizá deberían advertirle de que lo han descubierto, ese
no es asunto suyo. Si no fuera porque, a su pesar, se insinúa otra sospecha. Y
la primera arista de miedo. El tono de la mujer es demasiado agitado,
demasiado presuroso. Encierra algo más. Hay una especie de ansia en toda su
actitud.
Y Lena comprende, de inmediato, que no quiere escuchar lo que sea que
esa desgraciada sabe. Que solo va a traer complicaciones. Que es algo que es
mejor que sigan ignorando.
Debe dejarla marchar. Sin más.
Así que se queda inmóvil, observándola, mientras la inglesa se despide y
se dirige a la salida del hotel a grandes zancadas, determinada, como
dispuesta a remover cielo y tierra para encontrar al hombre que busca. Sí,
piensa Lena, lo que tiene que hacer es darse la vuelta y olvidarse por
completo de lo que ha escuchado.
Sin embargo, en el último instante, le pide a un botones que corra a
buscarla.
Por instinto, le lanza una mirada de reojo al periodista y lee una
aprobación indudable en su mirada. Hay algo en ese hombre que a Lena le

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resulta muy reconocible. Una rapidez y un olfato de superviviente que sabe
identificar a la legua.
La intuición le dice que ambos hablan el mismo idioma y que él también
ha comprendido que esa mujer tiene algo que contar realmente interesante.
La inglesa regresa sobre sus pasos, desconcertada, y Lena le pide que los
acompañe hasta una de las mesas en penumbra del vestíbulo y se siente a su
lado. Le ruega que disculpe su indiscreción, pero no ha podido evitar escuchar
su conversación con el recepcionista y la ha dejado un tanto preocupada.
Como quizá sabe, su prometido y ella tienen negocios con el señor
Montenegro. Y también conocen al señor Castel. Le inquieta que sus nombres
puedan aparecer en la prensa en relación con algún asunto inconveniente.
La mujer estrecha los ojos. El desdén con el que la observa es tan evidente
que por un momento Lena piensa que se ha equivocado. Pero no. Solo la está
evaluando:
—Lo sé. Sé perfectamente cuál es el negocio que tienen entre manos. O el
que creen tener. Pero si se han fiado de Léon Castel han cometido un error.
Un error muy grave. Y mañana lo sabrá todo el mundo.
Habla con rabia, apretando los dientes, y a Lena se le eriza el vello de los
brazos. De pronto tiene la certeza de que esa mujer ha venido a romper algo
que no le pertenece, a desequilibrarlo todo y a causar daño.
Busson interviene. Le gustaría que le permitiera presentarse. Él tampoco
ha podido evitar escucharla, y le ha parecido oír que preguntaba por Félix
Oriot. El director de El Mensajero es un gran amigo suyo. Son casi como
hermanos. Pero si está decidida a hablar con la prensa, de lo que sea, se
pregunta si no consideraría la posibilidad de confiarse a él. Por lo que le ha
parecido intuir, se trata de un asunto de relevancia.
—Y aunque El Mensajero es una pequeña publicación muy estimable, no
puede compararse con un diario del alcance de Le Petit Parisien.
El reportero le entrega su tarjeta profesional, acompañando el gesto de
una sonrisa exquisita, de hombre de mundo. Su dicción elegante y su tono
calmado también ayudan, y la inglesa titubea.
Lena comprende perfectamente lo que está haciendo Busson. Por eso
permanece en silencio. Aguardando. No quiere decir nada que pueda influir
en la decisión de su interlocutora.
La mujer lanza una ojeada breve a la tarjeta y luego los encara otra vez.
Sus ojos titilan con furia pero están hinchados y rojos, como si hubiese
llorado mucho. Es obvio que está calculando qué es lo que más le conviene.
Finalmente, asiente.

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—Dígame, entonces. —Busson extrae una libreta del bolsillo de su
chaqueta y cruza las piernas con un gesto distinguido⁠—. ¿Qué ocurre con el
señor Castel, miss Vernon? Ese era su nombre, ¿verdad?
La mujer achica los ojos, midiendo el salto que está a punto de dar. Hasta
que se decide y recita de corrido:
—Está bien. Al fin y al cabo, lo que quiero es que se entere todo el
mundo. Me da igual hablar con usted o con Oriot. Y está bien que la señorita
Volóshina se entere al mismo tiempo. Al fin y al cabo, ella y su prometido
tienen derecho a conocer la verdad antes que los demás. Y la verdad es que
Léon Castel no ha estado cerca de la Flaminia Triunfi en su vida. Tampoco
conoce a los condes italianos ni ha cruzado frontera ninguna con el lienzo.
Solo le ha contado al señor Kaplan lo que le ha contado porque Roberto
Montenegro le ha pagado para que lo haga.
Lena cierra los ojos un instante. Mentiría si dijese que está sorprendida.
Aun así, habría dado cualquier cosa porque esa extraña no hubiera ratificado
sus presentimientos.
—Es una revelación impactante, miss Vernon. —⁠La voz de Busson
resuena inalterable, y a Lena no le queda más remedio que admirar su
profesionalidad⁠—. Supongo que dispone usted de argumentos que sustenten
su acusación.
La mujer balbucea, y Lena se da cuenta de que bajo su engolada dicción
de alta burguesía inglesa hay un torrente de palabras convulso que se
encabrita en su garganta luchando por escapar.
Le lanza una ojeada rápida a Busson para ver si también él ha
comprendido. Esa mujer ha decidido delatar a Castel, a Montenegro y a quien
haga falta en un arrebato, para vengarse de un daño reciente que aún no ha
conseguido asimilar. No ha planeado con detalle lo que iba a decir, ni cómo,
ni de qué modo resultar convincente.
Pero eso es quizá lo más persuasivo de todo.
Habla muy deprisa, con bruscas paradas colocadas al azar para tomar
aliento. Habla del infausto Léon Castel, de unas deudas de juego, de las
amenazas de un prestamista griego, de un hermano político y de la íntima
amistad de este con Roberto Montenegro. De un pacto capaz de solucionar de
una tacada los problemas de todos. A Lena se le escapan buena parte de las
palabras de ese inglés rápido, embarullado y pronunciado con un nudo en la
garganta, pero comprende, con un pellizco en el estómago, que está diciendo
la verdad.

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Busson es un profesional acendrado. Ha acompañado cada revelación del
correspondiente gesto de asombro, pero siempre comedido. Apenas una ceja
que se alza, una interrupción al tomar notas. Finalmente, deja la libreta sobre
la mesa y baja la voz.
Lo que le ha contado es muy interesante, sin duda alguna, le explica a la
mujer. ¿Puede citar su nombre o prefiere que se refiera a ella, simplemente,
como una confidente anónima? Si su deseo es mantenerse en el anonimato,
puede estar segura de que será respetado. Tiene su palabra. Las fuentes son
sagradas. Pero, en cualquier caso, necesita saber cómo ha obtenido ella esa
información confidencial. No lo publicará si ella no le da permiso, por
supuesto, pero él necesita saberlo para asegurarse de que lo que le cuenta es
fiable. ¿Cómo han llegado a su conocimiento esos secretos?
La mujer titubea. Está excitada, febril, y sus emociones están a punto de
demoler el freno que pugna por contenerlas. Farfulla. Da la impresión de que
se debate entre si decir o no la verdad. Pero está herida. Muy herida. Y hacer
daño le importa más que guardar el pudor.
Se lo ha confiado todo el propio Castel, espeta. Porque tiene miedo.
Miedo de todo. Es un cobarde. Se lo ha contado porque confiaba en ella más
que en nadie. Pero ahora la aparta como si no la conociera.
Y no, no la conoce. Desde luego que no. Pero la va a conocer.
Lena calla, manteniendo una actitud fría. No quiere que esa mujer busque
en ella apoyo ni complicidad. Solo desea que calle de una vez.
Es Busson quien, con habilidad, pone punto final a la entrevista. Le pide a
la inglesa que, por favor, no hable del asunto con nadie más. Le da su palabra
de que nadie tratará su exclusiva con mayor delicadeza y confidencialidad que
él. Puede estar segura. No debe exponerse más de lo que ya ha hecho.
Su refinada firmeza resulta extremadamente convincente, y la inglesa le
proporciona sus datos de contacto, por si necesita volver a hablar con ella, y
deja que le pida un coche. Lena no se inmuta. La deja balbucear,
observándola como si no fuese más que una pobre loca, aunque antes de
marchar, la mujer le lanza una última ojeada violenta:
—Usted sabe que digo la verdad. Estoy segura de que lo sabe.
En cuanto se quedan a solas, Busson le ofrece un cigarrillo y pregunta con
discreción:
—Usted también la ha creído, ¿verdad?
Lena asiente. Es consciente de la suerte que han tenido de que sea
precisamente Busson, no el director de El Mensajero ni cualquier otro
reportero de tres al cuarto, quien haya escuchado las confidencias de esa

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maldita mujer. Ese hombre es lo bastante inteligente como para entender que
la amistad de un Eliot Kaplan tiene mucho más valor que nada que se pueda
publicar en su periódico, así que la situación está relativamente bajo control.
La mujer, de momento, no hará más ruido, confiada en que su historia se
publicará mañana. Y sobre cómo proceder ahora, será Eliot quien decida.
Toman el ascensor los dos juntos, pero una vez frente a la puerta de la
habitación de su prometido, Lena decide despedirse. Prefiere aguardar en su
cuarto. Se le ha quedado mal cuerpo, dice, y no se encuentra bien. Es mejor
que sea Busson quien hable con Kaplan. Ella no quiere inmiscuirse en asuntos
de negocios.
Se siente ridícula recurriendo una vez más a la excusa de una fragilidad
que no siente, como ha estado haciendo últimamente con Eliot, pero necesita
estar sola. Está mucho más nerviosa de lo que puede admitir ante testigos. No
descansa desde que descubrió la desaparición del collar.
No anoche, como le ha contado a su prometido y a la policía, sino por la
tarde, en el hipódromo, después de que Montenegro se lo devolviera
discretamente.
Al terminar la última carrera se dio cuenta de que alguien le había abierto
el bolso y se lo había llevado. Pero no podía decirle nada a Eliot. Él pensaba
que el collar estaba guardado a buen recaudo en la caja fuerte de su habitación
de hotel. Y debía seguir pensándolo, aunque en realidad, la primera vez que
Lena lo había echado en falta había sido la madrugada del viernes al sábado,
poco antes del alba, horas después de su encuentro con Roberto Montenegro
en la terraza del casino, cuando por fin regresó a su habitación de hotel en el
coche del sevillano.
Roberto había detenido su automóvil junto a la puerta trasera del hotel, en
un ángulo discreto, y ella había bajado tan rápido, pendiente de escabullirse
sin que nadie la viera, que no se había dado cuenta de que había perdido el
collar hasta que no se había visto reflejada en el espejo del ascensor. Se había
llevado la mano al cuello, pero ya era tarde para regresar a buscarlo. Lo único
que podía hacer era rogar porque hubiera caído entre los asientos del
Hispano-Suiza y no entre la hierba, en la cornisa boscosa de Houlgate, donde
Roberto y ella se habían refugiado de las miradas ajenas durante las horas más
oscuras de la noche. Unas horas de las que nadie más que ellos debía saber
nada. Su secreto.
Otro más.
Pero habían tenido suerte. El collar había aparecido en el coche. Roberto
se lo había devuelto al día siguiente, en el hipódromo, con discreción, y ella

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había respirado, aliviada.
Por poco tiempo, ya que había vuelto a desaparecer.
Pero ahora mismo el collar no tiene ninguna importancia. La funesta
aparición de esa mujer con su fatídica historia, una historia que Lena habría
dado cualquier cosa por no tener que escuchar, lo ha enfangado todo.
No sabe qué reacción esperar por parte de Eliot. Su prometido fue muy
claro con Montenegro desde el primer momento. Si había algo, cualquier
cosa, que no fuese del todo limpia en la procedencia del lienzo de Velázquez,
necesitaba saberlo. No quería sorpresas.
La respuesta del sevillano hizo sonreír a Lena: «Es una pieza de
contrabando, señor Kaplan. Y la vamos a embarcar a toda velocidad rumbo a
América porque estamos burlando al Gobierno de Mussolini. ¿Qué más
quiere?».
Pero la broma ha dejado de hacerle gracia. Se deja caer sobre una butaca.
En la mesita de centro se acumulan los periódicos de los dos últimos días.
Eliot no se equivocaba. La historia ha entusiasmado al público. Aunque de
distinta forma en Europa y en América. A este lado del Atlántico el nombre
del comprador es lo que menos interesa. Los articulistas se lamentan, sobre
todo, de la cantidad de obras de arte que han terminado ya en manos de
coleccionistas americanos. Pero para la prensa de Estados Unidos, Eliot
Kaplan se ha convertido en un personaje de primera página. Las llamadas al
hotel y a su despacho de Manhattan son continuas. La hora de la comida se la
ha pasado al teléfono, atendiendo a un reportero madrugador del New York
Times. Y no dejan de llegar telegramas de felicitación de las personalidades
más relevantes.
Suena el teléfono.
Es Eliot. Se está preparando para marcharse al hipódromo, como habían
planeado, y quiere saber si se siente con fuerzas para acompañarlo, Busson le
ha dicho que se encontraba indispuesta. Habla en un tono calmado y
uniforme, como si no hubiese sucedido nada.
Lena exagera su malestar. Prefiere dormir la siesta y reposar un poco. Le
verá a su vuelta.
Antes de colgar, pregunta:
—Busson te lo ha contado todo, ¿verdad?
Silencio. Y luego, una respuesta breve, en el mismo acento contenido.
—A estas alturas, poco podemos hacer. Esta noche hablaré con
Rosenberg.

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El hombre de confianza de Eliot se encuentra en Cherburgo junto a la
Flaminia Triunfi. El barco de Southampton no llega hasta dentro de dos días y
él duerme más tranquilo sabiendo que Rosenberg baja a la cámara acorazada
a visitarla periódicamente.
—¿Seguro que estás bien, gatita? ¿Quieres que me quede contigo?
—No, no. Solo estoy cansada. Y a ti te esperan. Todo el mundo quiere
verte y felicitarte. Solo necesito dormir un par de horas.
Cuelga el teléfono y se queda mirando los periódicos de la mesita que, de
pronto, le resultan amenazadores. La tranquilidad con la que ha reaccionado
Eliot la asusta. Se pone en pie y se asoma al balcón, pero enseguida vuelve a
entrar y llama al servicio de habitaciones para que le suban un vodka. Es lo
que le gusta beber cuando está a solas, en lugar de esos cócteles amanerados
que preparan los barmen.
El familiar ardor de garganta, con su regusto a hogar, la sosiega y la ayuda
a pensar con claridad.
Su primer impulso es buscar el modo de proteger a Montenegro. Avisarle.
Pero se contiene. ¿Para qué? El muy ruin lo tiene todo listo para quitarse de
en medio. Se lo contó hace tres noches, después de su encuentro en la terraza
del casino. Se marcha en cuanto se corran las carreras de hoy.
Lo que tiene que hacer no es prevenirle ni ayudarle a escapar, sino
retenerle. Antes de que huya sin dar explicaciones. Es lo mínimo que le debe
ese canalla.
Vuelve a comunicar con el servicio de habitaciones con una petición
cualquiera. Necesita que le envíen a la camarera de piso, una muchacha
espabilada y pizpireta a la que Lena conoce desde hace años y a la que suele
dejar generosas propinas cuando se ocupa de su habitación porque sabe que
tiene un niño pequeño que deja en verano a cargo de sus padres para trabajar
en el hotel. Pero esta vez la chica se asusta:
—Señora, ¿esto qué es? Es muchísimo dinero.
Lena ha puesto en la mano casi todo lo que salvó la otra noche de la
ruleta, más de quince mil francos.
—¿No soñabas con ahorrar lo suficiente para dejar el hotel y regresar a tu
casa, con tu familia?
—Pero, señora…
—No hay peros. Solo te pido un servicio a cambio. Siéntate, por favor.
Deja que te explique.

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Juan Sin Miedo desfila con sus andares elásticos y seguros, la cabeza alerta y
esos ojos vigilantes que tanto llaman la atención. Es menos corpulento que la
mayoría de sus rivales, pero a Clara le parece el más listo y el que tiene más
carácter.
—¿Él sabe que va a correr?
—Sí, claro que sí. Todos lo saben.
Roberto Montenegro responde sin despegar los ojos del animal. Las ha
invitado a ella y a su madre a que le acompañen al centro del paddock y Clara
está entusiasmada. A medida que se acerca la hora del Morny el hipódromo se
ha ido llenando de público, del más humilde al más extravagante, y ahora
mismo la multitud se apiña en derredor del óvalo de arena sobre el que
desfilan los participantes.
Albertson, el entrenador, levanta una mano para llamar la atención del
jockey de Juan Sin Miedo, que acaba de salir del cuarto de balanzas vestido
con sus sedas de colores. A Clara le cuesta reconocerlo porque el hombre
simpático que reía y bromeaba con Luca y con ella hace unos días tiene ahora
un rictus tenso y concentrado. Saluda, tocándose la visera de la gorra, y cruza
los brazos sobre el pecho, con los pies bien plantados en el suelo, como un
soldado en posición de descanso.
Los tres hombres estrechan el círculo para que Albertson pueda hablarle al
jockey con discreción de la estrategia de carrera y ella se queda un paso atrás.
Su madre, en cambio, no suelta el brazo de Roberto. A los dos les ha dado
muchísima alegría verse y ahora sí que no puede dudar de que es verdad que
eran amigos y vivían en la misma casa. Si hasta se ha lanzado a sus brazos y
le ha estampado dos besos… Y él no paraba de decirle lo guapísima y lo
elegantísima que estaba. No se han separado en todo el rato.
Su padre y su tío Gabriel, en cambio, se han quedado fuera del paddock.
Decían que ya eran muchos y no querían molestar.
El que no ha podido venir al final es Luca. Justo antes de la tercera carrera
se han encontrado con sus padres, que les han dicho que se ha quedado en su
habitación, castigado. Es un desobediente. Por la mañana ha desaparecido sin

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avisar a nadie y no ha vuelto en casi dos horas. Y luego se ha marchado a la
playa a Deauville, aunque le habían dicho que no se alejara de casa.
Clara calla. No puede decir nada sin desvelar su secreto, pero es injusto
que Luca esté castigado, porque si se ha escabullido esa mañana ha sido para
esconder el collar, y luego ha ido a buscarla a la playa para enseñarle dónde lo
había ocultado.
Aunque eso prueba, una vez más, que a su amigo le pillan al más mínimo
renuncio y hay oficios para los que, por mucho que le atraigan, no vale.
Se escucha un silbato, los jockeys montan a caballo con ayuda de los
entrenadores y abandonan el paddock, y ellos suben todos juntos a la tribuna,
con Roberto. Clara está nerviosa. No alcanza a ver los caballos. El Morny es
una carrera al esprint, en línea recta, y la salida está situada a mil doscientos
metros de la meta. Sin prismáticos lo único que se divisa son unas manchitas
oscuras a lo lejos.
Entonces se escucha la corneta. Las conversaciones mueren de golpe y
Clara se vence sobre la barandilla, intentando distinguir las sedas turquesas y
negras de Juan Sin Miedo, con su boleto de cincuenta céntimos a ganador
agarrado firmemente en una mano.
El silencio se va convirtiendo en un murmullo que crece y crece a medida
que las sombras oscuras se aproximan y empiezan a distinguirse sus colores.
Clara reconoce la gorra amarilla del jinete de Mistress Ford y los colores
negros con la gorra blanca de lord Derby y su potra Fragance. Entonces, de en
medio del grupo se separa un caballito negro que devora terreno a cada
tranco; da la impresión de que sus patas se mueven más rápido que las de los
demás, y avanza, avanza, hasta superar a Mistress Ford justo en la línea de
meta, por una cabeza.
—¡Ha ganado, ha ganado! —Clara salta y aplaude de alegría.
Roberto golpea la barandilla exultante, y, de un salto, se funde en un
abrazo con el tío Gabriel. Cuando se separan, su tío se queda unos instantes
agarrando a su amigo del hombro, y a Clara le parece oír que le desea buena
suerte antes de darle otro abrazo rápido y ordenarle: «Anda, baja a recibir al
caballo».
Clara sale corriendo también, gradas abajo. El público se arremolina para
celebrar al vencedor y ella apenas alcanza a ver entre las cabezas como
Albertson alza un puño a la llegada del animal en un gesto de victoria. El
jockey desciende de un salto y abraza el cuello del potro, y Roberto le frota la
cabeza sin preocuparse de la espuma de sudor que le mancha la chaqueta. Los

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fotógrafos se arremolinan en torno a los vencedores y Juan Sin Miedo baila
excitado, con los ollares dilatados y el corazón todavía encendido.
Entonces se da cuenta de que Roberto le está haciendo señas para que se
acerque a hacerse una foto con ellos antes de que se lleven al caballo y Clara
corre a su lado, entusiasmada. ¡Cuando Luca la vea! ¡Se va a morir de
envidia!
El trofeo lo va a entregar el actual duque de Morny, nieto del fundador del
hipódromo, pero tienen que esperar a que los jockeys se pesen y los
comisarios confirmen el orden de llegada y, mientras aguardan, un montón de
desconocidos se acercan a felicitar a Roberto. A Clara le llaman la atención
dos de ellos. Tienen el rostro serio y ninguno va vestido con mucho cuidado
para ser un domingo de carreras. El modo en que se aproximan también es
diferente. Uno le ha tocado un codo, con discreción, y luego se ha apartado.
Roberto se excusa un momento y se separa del grupito de aficionados que
le rodea para hablar con los dos hombres. Clara ha perdido de vista a su
familia. Intimidada al verse sola en medio de todos esos señores de postín que
no conoce de nada y sin saber dónde ponerse, los sigue. Ninguno de los dos
desconocidos le dirige ni una mirada. Por lo visto son de los que consideran
que los niños no tienen importancia.
El más flaco de los dos habla de corrido, en un tono apagado:
—Suponemos que usted también preferirá hacer las cosas con discreción
—⁠alcanza a escuchar⁠—. Recoja el trofeo y termine de saludar a quien quiera
felicitarle, tranquilamente. Mi compañero y yo le esperaremos aquí al lado, si
no le importa.
Roberto alza las cejas, complaciente, aunque parece desconcertado:
—Por supuesto, caballeros. Estoy a su disposición.
Los dos tipos saludan cortésmente y se hacen a un lado justo cuando el
duque de Morny se acerca con la mano tendida. Es un viejo conocido de
Roberto. Está encantado de que haya ganado la carrera y al menos él no la
ignora:
—¿Y esta muchachita tan guapa, quién es?
Ella saluda un poco cohibida. Nunca ha hablado antes con un duque.
Roberto la presenta no como si fuera la sobrina de un amigo, sino como una
amiga con todas las de la ley, y además le dice que ha sido su talismán y le ha
traído buena suerte, pero los altavoces interrumpen su conversación,
anunciando que se va a entregar el trofeo, y se inclina sobre ella:
—Escucha, Clara. No me va a dar tiempo a apostar en la próxima carrera.
¿Te quieres quedar con mi programa? Tengo apuntados mis favoritos.

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—Vale.
Extrae el programa de carreras de un bolsillo con un ademán
parsimonioso y lo dobla con primor:
—Aquí tienes. Ten cuidado, no lo pierdas. Es muy importante. Me lo
quiero quedar de recuerdo. Guárdalo y, cuando nos volvamos a ver, me lo
devuelves. —⁠Le aprieta las manos al entregárselo. Habla muy despacio y la
mira fijamente a los ojos. A Clara se le ponen rojas hasta las orejas⁠—. Anda,
dame un beso.
Se pone de puntillas y entonces le oye susurrar a su oído, muy bajito:
«Que no lo vea nadie».
Le mira, perpleja. Pero Roberto ya se ha dado la vuelta para situarse frente
a los fotógrafos, listo para la entrega del trofeo.
Clara no se atreve a aplaudir. Tiene los papeles bien apretados entre las
manos. Busca a sus padres con la mirada y por fin los localiza al otro lado de
la barandilla. El que no está es el tío Gabriel. No piensa enseñarle lo que le ha
dado Roberto —⁠ha quedado claro que no lo puede ver nadie⁠—, pero a lo
mejor él conoce la razón de tanto secreto.
—No sé dónde está, cariño. A lo mejor está cobrando su apuesta
—⁠aventura su madre.
Los caballos que participan en la última carrera ya están desfilando en el
paddock. Clara sigue sosteniendo el programa entre las manos. Es más grueso
de lo que debería, como si en el centro hubiera un cartón o una libreta, pero
no se atreve a mirar qué es. Roberto le ha dicho que no debía enseñarlo.
—Vamos a dejar que Roberto charle con sus conocidos. No puede
ocuparse todo el tiempo de nosotros —⁠le dice su madre⁠—. Cuando acaben las
carreras, volvemos a despedirnos.
Clara asiente, muda. Cuando los caballos salen a la pista acompaña a sus
padres a las tribunas y, una vez en lo alto, se asoma desde un lateral,
buscando. El tío Gabriel sigue sin aparecer. Pero ahí está Roberto.
Se dirige a la salida del hipódromo acompañado por los dos hombres
taciturnos y mal vestidos de antes, que caminan cada uno a uno de sus
costados.

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Gabriel se ha marchado antes de la entrega del trofeo.
Cuando ha visto al potro de Roberto cruzar la meta el primero, se ha
abrazado con él en un arranque sincero de alegría. Una emoción auténtica e
irreflexiva, tan pura como en los viejos tiempos.
Él mismo se ha sorprendido de la franqueza de su impulso. Antes de la
carrera y luego, mientras se corría, se ha mantenido apartado, junto a Léon.
No han hablado entre ellos, pero siente que a su cuñado y a él los une el
mismo tipo de sentimiento turbio en el que se mezclan demasiadas cosas,
algunas de ellas probablemente injustas, y no se sentía capaz de compartir el
entusiasmo honesto de Emma y Clara.
Pero el estallido de júbilo a su alrededor, tras la victoria de Juan Sin
Miedo, ha liberado en él un arrebato espontáneo de afecto hacia su viejo
amigo, por una vez, limpio de dobleces. Le ha estrechado con fuerza,
consciente de que aquel abrazo era también un adiós. Y le ha deseado suerte.
Eso ha sido todo. No se despidieron hace catorce años y no sabría cómo
hacerlo ahora.
Además, Félix le aguarda en la puerta del hipódromo. Ha quedado en
verse con él después de que se corriera el Morny.
Cuando esta mañana se le acercó, en cuatro zancadas, mientras estaba
desayunando en la terraza de su café habitual, se le cuadró delante y le espetó
que sabía que era Léon quien había sacado el cuadro de Velázquez de Italia y
pensaba publicarlo en la edición del día siguiente, Gabriel no supo qué decir.
Le pidió tiempo, solo unas horas. Pero no ha hecho nada con ellas.
Con Léon no ha hablado. No quiere angustiarle si puede solucionar el
asunto a sus espaldas. Ya habrá tiempo, si no lo consigue, para avisarle de que
se prepare para el acoso de la prensa e invente más mentiras que contarle a su
familia.
Y a Roberto tampoco lo ha dicho nada. ¿Para qué, si está a punto de
marcharse? Se lo contó anoche. Lo tiene todo preparado para partir esta
misma madrugada, primero hacia Tánger, luego quizá a Beirut y después, ni
él sabe a dónde.

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Es a quienes quedan atrás a quienes corresponde decidir sobre sus propios
asuntos, no a quienes escapan.
Félix le propone ir a tomar algo al café del Ferrocarril. Es un local popular
en el que los dos se sienten cómodos, y además está muy cerca de la
redacción de El Mensajero.
A esas horas, la mayoría de las mesas están vacías, todo Deauville se
encuentra aún en las carreras, y deciden acomodarse en una mesa tranquila
del fondo del local.
—En fin —Félix pide un par de cervezas y se frota las manos⁠—, vamos a
negociar.
—¿A negociar?
—Qué quieres. Soy un tipo generoso. Tengo una exclusiva que no han
conseguido ninguno de los redactores de París. Pero mi mejor amigo, que me
ha estado saboteando toda la semana, no quiere que la publique. No estoy
enfadado con él porque entiendo sus razones, pero estoy seguro de que algo
tendrá que ofrecerme a cambio.
Félix está más lejos de la verdad de lo que él piensa. Está convencido de
que Léon sacó realmente el cuadro de Italia, y cree que si él se ha cerrado en
banda a hablarle de su relación con Roberto durante estos días, ha sido por
proteger a su cuñado.
Gabriel lo prefiere así. Es un motivo medible, razonable. Desde luego,
más que la lealtad terca hacia un extraño.
En cualquier caso, está obligado a mantener la ficción. Félix no debe ni
siquiera atisbar que todo es una farsa orquestada por Roberto:
—Tienes que entender la situación, Félix. Ni siquiera la familia lo sabe. Si
el nombre de Léon sale a la luz lo único que va a traerle son problemas. No es
decente hacerle pagar así una buena acción. Tú y yo somos amigos desde
hace más de diez años, joder.
—Bueno, te agradezco que por fin seas sincero. Y te voy a hablar con la
misma honestidad. —⁠Félix se arremanga y apoya los antebrazos en la
mesa⁠—. La historia del cuadrito de marras está siendo un bombazo. Se ha
convertido en la nueva Gioconda. Es, de lejos, la noticia del verano. Ha
relegado la guerra de Abisinia a un rincón de la primera página. Pero, a
diferencia de lo que ocurrió con el robo de la Mona Lisa, aquí no hay apenas
margen para especular. Conocemos al comprador y sabemos dónde está el
cuadro. Lo que le queda a la imaginación es sobre todo el pasado. ¿Quién era
Flaminia Triunfi? ¿Quiénes son los nobles italianos que han vendido el
lienzo? ¿Quién es el generoso amigo que lo sacó de Italia y burló a los

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fascistas? Y sin datos fiables, quien quiera estirar la noticia empezará a
publicar cualquier cosa. Un colega de París me ha contado que un tipo se ha
puesto en contacto con ellos diciendo que el cuadro era suyo y que se lo han
robado. La historia no tiene ni pies ni cabeza, es un chalado en busca de
protagonismo, pero lo van a publicar de todos modos porque los lectores
demandan más contenido y ellos no tienen otra cosa. El único en toda Francia
que tiene una noticia de verdad soy yo. Y me pides que no la publique.
Gabriel cabecea.
—Le haces una putada a mi familia.
—Lo sé. Y por eso estoy seguro de que podemos llegar a un acuerdo.
—⁠Hace una pausa⁠—. Ya sabes que a mí quien me importa es otra persona.
Alguien mucho más interesante que tu cuñado. Y de quien nadie sabe casi
nada. Échame un cable, Gabriel, y nos ayudamos el uno al otro.
Gabriel entrelaza los dedos y estira los brazos, destensando los músculos
de la espalda. El trato es justo. Respetar el anonimato de Léon a cambio de
información sobre Roberto.
Hasta hace unas horas, la propuesta le habría supuesto un conflicto. Pero
ya no.
Anoche, en la playa, Roberto le dio a entender claramente que ya no le
importaba lo que se dijera de él. Estaba cansado de su personaje y de sus
secretos. Se marchaba. Y le daba igual lo que dejaba atrás. De manera
implícita, le había liberado de la petición de no hablar de su pasado. Así que
la proposición de Félix no puede venir en mejor momento.
Ahora, además, a la luz del día, Gabriel se avergüenza de lo pánfilo que
fue anoche. Es verdad que llevaba unos cuántos cócteles en el cuerpo, pero,
aun así, ¿cómo pudo pensar que, con sus confesiones, Roberto estaba
haciendo honor a su vieja amistad? Hubo un momento, incluso, en que estaba
deseando que le propusiera cualquier plan, cuanto más loco mejor, y le
pidiera que le acompañara a donde fuese. Igual que si tuvieran otra vez quince
años y estuvieran inventando aventuras indómitas en un desván.
Solo cuando se despidieron, rondando el alba, y regresó caminando a
solas hasta su apartamento, le fue invadiendo la sospecha de que toda esa
locuacidad tenía mucho menos de confianza fraternal que de jactancia de un
tipo fatuo que tenía miedo de que el mundo no se enterara nunca de lo listo y
habilidoso que era.
Esa era la verdadera razón por la que Roberto le había contado sus
secretos.

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O no. Quizá está siendo injusto. Ya no sabe qué pensar de nada, pero, en
cualquier caso, lo mejor que les puede pasar a todos es que Roberto se marche
de una vez, con todas sus peripecias de novela a cuestas. Está harto de
compararse con él y sentirse frustrado. Y esta vez no piensa volver a quedarse
mirando como un papanatas esa puerta hacia quién sabe dónde que el muy
cabrón deja batiendo a sus espaldas cada vez que aparece y desaparece de su
vida.
Lo único sensato es darse media vuelta y volver a la realidad.
Y la realidad es ese bar, con sus viejos veladores de mármol, es su amigo
Félix, que intenta abrirse paso profesionalmente con uñas y dientes, es su
trabajo de fotógrafo y, dentro de un par de semanas, el retorno al estudio de
Rouen, a la comodidad del hogar y a sus costumbres. No tiene ninguna
necesidad de seguir siendo el perro guardián de los secretos de nadie.
Levanta la mano para pedir otra ronda. Más cerveza para Félix y una copa
de Calvados para él. El cuerpo le pide algo más fuerte.
—Está bien. Es un trato justo. Pero antes tienes que decirme qué es lo que
sabes tú. Lo que me hiciste preguntarle a Roberto el otro día sobre el blanco
de zinc, por ejemplo, no tenía nada de inocente. ¿A cuento de qué venía eso?
El director de El Mensajero se moja los bigotes en la espuma fresca de su
nueva jarra de cerveza antes de contarle, con detalle, todo lo que sabe sobre el
falso Van Dyck. Lo que le reveló Busson y lo poco que ha averiguado Jacob
preguntando a sus contactos de París.
—Marchal insiste ante el juez en que él actuó siempre de forma honesta.
Dice que el lienzo provenía de una liquidación post mortem y siempre pensó
que era auténtico. Pero a Busson le ha contado que se lo proporcionó
Montenegro y que él siempre sospechó que había gato encerrado.
—Roberto piensa que lo que Marchal quiere es sacarle dinero.
—Pues lo tiene complicado. En Le Petit Parisien no van a publicar ni una
palabra que pueda perjudicar a tu amiguito. Y si Marchal lo intenta por otro
lado irán a por él a cuchillo. Por ahí no hay nada que rascar. —⁠Félix le mira
fijamente a los ojos⁠—. Pero sé que tengo una exclusiva del copón delante de
las narices, Gabriel. Y estoy convencido de que tiene que ver con la amistad
de Montenegro y la rusa. Ahí hay algo raro. ¿Tú harías negocios con un tipo
que le hubiera hecho a tu padre lo que él le hizo al suyo?
Gabriel mira fijamente el fondo de su copa vacía. El instinto de Félix no
se equivoca. Pero lo que le confesó anoche Roberto sobre el príncipe ruso, esa
historia más propia de una novela de aventuras que de la vida real, es algo que
queda fuera de los límites de lo que le puede contar:

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—No sé qué decirte sobre eso, Félix. ¿A lo mejor los ha compensado de
algún modo? Le sobra el dinero, él mismo me lo ha dicho. Y siempre fue un
buen tipo. En serio. Viví con él dos años. Es verdad que era solo un crío, pero
nunca le vi un mal gesto ni una mala palabra hacia nadie. Era sencillo, noble,
desprendido. No sé. Por mucho que haya cambiado, me cuesta imaginar que
desplumara así a un pobre hombre sin remordimientos.
Félix le señala con un dedo. Tiene un brillo de victoria en la mirada:
—Precisamente. Eso es lo que no acababa de creerse tampoco el inspector
del juego del casino de Biarritz.
Gabriel achica los ojos. Las sospechas de Félix son más certeras de lo que
imaginaba Roberto. Pero no puede ayudarle. La historia del ruso es tabú.
Piensa que debería dejárselo claro para que no siga por ese camino: no va
a contarle nada que pueda suponerle problemas con la ley ni a Roberto ni a
terceras personas. Hay líneas que no está dispuesto a rebasar. Aunque no tiene
claro que su silencio sea tan noble como pretende y le da un trago largo a la
copa, que le han vuelto a rellenar, para ahogar en el líquido amargo su doblez.
Vuelve a rondarle la sospecha de que la verdadera razón por la que
Roberto se confesó anoche con él fue tan solo para que todas sus fantásticas
historias acaben conociéndose alguna vez, cuando él se encuentre ya en a
saber qué rincón remoto del mundo, lejos del alcance de cualquiera que pueda
pedirle cuentas. Por pura vanidad.
Pero él no piensa seguirle el juego. No piensa contar nada.
Le pega otro trago a la copa de licor.
—Yo no puedo ayudarte con esas especulaciones de altos vuelos, Félix.
Me pillan muy lejos. De lo que puedo hablarte, si te interesa, es de quién es
Roberto y de dónde viene. Qué se esconde detrás del personaje. Lo que
durante todos estos años le ha ocultado a todo el mundo.
Félix responde con un gesto de barbilla que viene a decir «Adelante, ya
veremos si merece la pena», y Gabriel empieza a contar. Habla de la llegada
de Roberto a la escuela de sus padres, de su espontánea amistad, de su
habilidad con el carboncillo, de su primer viaje a Deauville, de su encuentro
con Anna y de su marcha a París. Habla ágil, conciso, facilitándole la tarea al
periodista, que interrumpe de cuando en cuando para hacer una pregunta y
toma notas en su bloc mientras las jarras de cerveza y las copas de licor
siguen acumulándose en la mesa. Fuera, atardece, y el café está cada vez más
concurrido.
Gabriel se remanga la chaqueta. Tiene un regusto acerbo en la lengua,
pero no es algo desagradable. Es un placer pérfido, solapado, pero placer al

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fin y al cabo. De pequeña venganza. Siente que a medida que cuenta del joven
campesino que conoció hace años, va despojando a Roberto, prenda a prenda,
de sus ropajes novelescos, convirtiéndolo en alguien común a los ojos de
Félix y mañana, también, de sus lectores.
Pero es un desquite tan ruin y tan minúsculo que el ánimo se le va ajando
a medida que habla. El mismo café en el que están sentados resulta más feo y
sofocante. Y le parece que palabra a palabra el corazón se le va acartonando,
como los decorados de su provinciano estudio de fotografía.
Se incorpora para ir a vaciar la vejiga y se enjuaga la cara en el lavabo. Le
cuesta reconocer su mirada derrumbada en el espejo. Y se siente patoso y
ridículo. Pretender rebajar así a Roberto es una soberana estupidez porque su
historia real es igual de novelesca que el falso personaje que se ha construido,
y hacerla pública solo hace que su talento resulte aún más inverosímil.
No le queda más remedio que echarse a reír. Está visto que Roberto tiene
todas las de ganar haga lo que haga.
Y es lo más justo.
La realidad es que nunca, ni ahora ni cuando eran adolescentes, pudo
compararse con él.
Regresa al salón y se encuentra con que en su mesa hay ahora instalada
otra pareja. Busca con la mirada y ve a Félix hacerle señas desde la barra del
bar. Se le ve impaciente:
—Me voy a tener que ir, Gabriel. Me acaban de llamar de la comisaría.
Han detenido al ladrón del collar que desapareció anoche de la habitación de
Elena Volóshina, en el Normandy.
—Vaya —responde—. ¿Y quién es?
—No te lo vas a creer. Es Roberto Montenegro.

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Dora ha llegado del Normandy sofocada, con una sensación de ahogo que la
inundaba entera, abrumada por la impotencia. Ha arrojado los zapatos lejos y
se ha servido una copa de ginebra con las manos aún temblorosas.
¿Habrá hecho el ridículo desnudándose así delante de la rusa y el
periodista? No lo sabe. Lo único que quería era vengarse de Léon, como
fuera, estaba convencida de que eso era lo único que podía aliviarla.
Pero la verdad es que no siente ni el más mínimo consuelo.
Si acaso, se siente más desolada y más abandonada todavía, con toda su
rabia y su dolor intactos y sin saber qué más hacer para aplacarlos. Se
derrumba en el sofá, con el gatito persa de color humo que adoptó hace dos
semanas hecho un ovillo en su regazo, y rompe de nuevo a llorar.
Acaricia al animalito, buscando consuelo, contemplando fijamente sus
ojos amarillos, tan serios. ¿Cómo ha sido capaz Léon de tratarla así? ¿Por qué
la desprecia de repente? No entiende nada. Estrecha al gatito entre sus pechos,
sollozando, y, muy bajito, para no escucharse ni ella misma, le pregunta, al
oído, con voz entrecortada:
—¿Por qué no me quiere?
Poco a poco, su congoja se va disolviendo en un segundo y en un tercer
vaso de ginebra, y, por primera vez, se plantea otras consecuencias de lo
sucedido.
No ha pensado en Emma. ¿Cómo debe comportarse con ella a partir de
ahora? Seguro que la llama para preguntarle por qué no ha ido hoy al
hipódromo. Tendrá que decirle que se encontraba mal. ¿Y si se empeña en
venir a atenderla? No puede darle largas indefinidamente, y tampoco quiere.
No tiene por qué esconderse. Ella no es culpable de nada. Es Léon quien lo
está trastornando todo.
No. No puede mentir. Emma tiene derecho a conocer la verdad. No es una
cuestión de venganza, sino de lealtad. Su amiga tiene que saber quién es en
realidad su marido. Un hombre débil, tornadizo, jugador y mujeriego.
Abraza de nuevo al gatito y, con un suspiro hondo, se pone en pie y
contempla en el espejo sus ojos rojos e hinchados.

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Podría ir ahora mismo y decirle a Emma la verdad a la cara. Sin
contemplaciones. Pero ella no tiene corazón para hacer esas cosas. No podría
soportar verla derrumbarse en su presencia. Se frota los ojos con el dorso de
la mano y, sin perder más tiempo, se sienta al escritorio con papel y pluma,
decidida. Por escrito podrá explicarlo todo mucho mejor.
Justo en ese momento llaman a la puerta.
Se enjuga los restos de máscara de pestañas que le emborronan los ojos y
se acerca a abrir.
No conoce de nada al visitante. Es un hombre alto y ancho como un toro,
con el pelo muy corto. A pesar de su rudeza viste con cierta elegancia, con un
traje bien cortado, ajustado a sus formas desmesuradas.
—Buenas tardes, estoy buscando a la señora Vernon.
Habla con un apabullante acento americano, nasal y pausado. Se presenta.
Su nombre es Santoro y trabaja para el señor Kaplan. ¿Puede pasar?
Dora parpadea para borrar los restos de lágrimas que le nublan la vista y
se hace a un lado, desconcertada. Santoro le da las gracias con un gesto de
cabeza y sin más formalidades penetra hasta la sala de estar, pasando por
delante de ella, sin miramientos.
—Vaya, es usted amante de los mininos. —⁠Extiende una de sus manos
inmensas, llenas de nudos como las de un árbol viejo, y coge a su gatito persa,
que se acomoda en su palma como si fuera un lecho a su medida⁠—. Igual que
yo.
Dora alza una octava la voz, molesta por la falta de modales del individuo.
Su comportamiento no da la impresión de ser la grosería inconsciente de un
hombre mal desbastado sino algo intencional.
—Disculpe, me ha dicho usted que venía…
—En nombre del señor Kaplan. Aunque no han tratado nunca
personalmente, a mi patrón no le cabe duda de que sabe usted quién es. Hoy
mismo, al parecer, ha estado usted en el hotel donde se aloja hablando con la
prensa de algunas cuestiones que le atañen directamente. —⁠El visitante habla
con una voz monótona y sin emociones que a Dora le resulta perturbadora⁠—.
Así que me ha pedido que venga a verla para traerle un detalle de su parte.
Una muestra de su buena voluntad.
Santoro acaricia la cabeza del gato con el pulgar de su mano enorme. Con
la otra extrae un sobre del bolsillo de la chaqueta y se lo tiende con una
sonrisa fría. Dora duda antes de cogerlo. No lo abre, pero al tacto está claro
que lo que hay dentro son billetes de banco. Y no pocos. Es mucho dinero.
—Disculpe, pero no comprendo…

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Su visitante la interrumpe, aunque sigue sonriendo:
—Es una simple muestra de amistad, señora Vernon. No le dé mayor
importancia. El señor Kaplan cuida mucho de sus amigos. Es muy protector
con ellos. Igual que con sus colaboradores y las personas con las que hace
negocios. Tiene fe ciega en ellos. En su profesionalidad y en su honradez. Por
eso no soporta que nadie vaya por ahí contando historias que no debería
contar sobre sus socios. —⁠Los dedos gigantes del americano se cierran de
golpe sobre el cuerpo del gato, atrapándolo por entero. El animalito intenta
maullar, asustado, pero la presión de la mano es demasiado fuerte. Sus ojos
claros se abren pidiendo auxilio y Dora chilla, pero Santoro la retiene en el
sitio con una mirada severa y la misma sonrisa inmutable⁠—. No. Al señor
Kaplan no le gusta nada la gente que inventa historias. Pero comprende que
estaba usted muy nerviosa. Está seguro de que ni siquiera sabía lo que decía.
A lo mejor, ni siquiera se acuerda ya.
La mano del gigante se cierra un poco más sobre el cuello del gatito, que
boquea asfixiado. Dora se cubre la boca con las manos, horrorizada,
esperando escuchar en cualquier momento el crujido de los huesos del
animalito, pero Santoro sonríe de nuevo, abre los dedos y deja caer al gato
sobre el sofá.
—Recuerde, señora Vernon. El señor Kaplan se disgustaría mucho si
volviera a escuchar o a leer historias falsas sobre sus amigos. Y no queremos
disgustar a un hombre tan bueno y tan generoso, ¿verdad?
Dora corre a abrazar al animalito, temblando. El sobre con el dinero se le
ha caído al suelo y un puñado de billetes nuevos de mil francos se ha
desparramado a sus pies.
Intenta responder, aterrada, pero su visitante no ha considerado necesario
aguardar. Mientras ella intentaba dominar el ataque de nervios, con el gatito
apretado contra el pecho, se ha dado media vuelta, ha abandonado la estancia,
bamboleando sus hombros de bestia, y ha salido de la casa sin cerrar la
puerta.

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—Imposible. ¿Cómo va a ser Roberto el ladrón? Es absurdo.
Gabriel se acoda en la barra junto a Félix y le habla al oído. Le parece un
auténtico despropósito.
—A mí también me sorprende, ¿qué quieres que te diga? Pero una de las
camareras lo vio escabullirse por la escalera de servicio del hotel a las tres de
la mañana, así que le han llevado a comisaría para interrogarlo. Al parecer, no
tiene coartada ninguna. Ni estaba en su hotel ni nadie recuerda haberle visto
después de las doce en ningún sitio. Y su reputación es la que es.
El camarero les planta dos cafés delante. Los ha pedido Félix, que
necesita despejarse para ir a trabajar.
—No puede ser.
—¿Por qué no? Al final, la cabra siempre tira al monte.
—Porque no tiene sentido. No necesita hacer una estupidez así para nada.
Kaplan acaba de comprarle un cuadro por una cantidad inverosímil de dinero.
Y tú mismo lo has dicho, las cuentas que tuviera pendientes con la rusa tienen
que estar saldadas si están haciendo negocios juntos. Sería de auténtico
imbécil.
Habla con calor. Encendido. Aunque lo que en realidad le enoja no es que
su amigo esté siendo acusado injustamente. Si no encuentran ninguna prueba
que lo incrimine, más tarde o más temprano lo dejarán marchar. Es otra cosa,
más confusa. Y con la que, probablemente, tiene bastante que ver el licor
trasegado.
Porque lo que le exaspera, más de lo que debería, es esa especie de
conjura universal para convertir a su viejo compañero de clase en un
personaje de folletín. Parece que cualquier excusa es válida para seguir
alimentando su incongruente personaje, por disparatada que sea. Pero Félix
cree que su indignación es honesta:
—Tú le tienes cariño, Gabriel, y no eres objetivo. No sería la primera vez
que don Roberto Montenegro se lleva algo que pertenecía a un amigo.
Acuérdate del Rembrandt y los otros cuadros que desaparecieron de la casa
de campo de sir Edmund Adley, en Inglaterra.
—Nunca se probó nada.

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—Y todos sabemos que fue un juicio de lo más serio —⁠replica Félix con
ironía⁠—. Con un jurado que no se dejó influir en absoluto por las paparruchas
de la prensa.
—No ha sido él quien se ha llevado el collar. Estoy seguro.
Félix le observa con suspicacia:
—Muy convencido te veo.
Gabriel se encoge de hombros. Y calla.
Pero Félix no necesita más para intuir que acaba de abrirse un resquicio en
su negativa rotunda a contarle nada más de Roberto. Se hace con dos
taburetes que se han quedado vacíos y le hace gestos para que se acomode en
uno de ellos.
—¿No tenías prisa?
—Tenía. Pero si se me hace tarde ya se encargará uno de mis esclavitos de
darle a la tecla.
La curiosidad se le transparenta en cada gesto. Incluso le tiemblan un
poco las comisuras de los labios. Gabriel toma asiento. Hace cada vez más
calor y los murmullos del local, ahora repleto, le aturden un poco. A lo mejor
debería pedir otro café para acabar de despejarse. O levantarse e irse a casa.
Ya le ha contado a Félix todo lo que había decidido que podía contar. Pero la
mirada ansiosa del periodista le clava al asiento. Quizá sea mejor darle algo,
cualquier cosa de poca importancia. Se encoge de hombros otra vez:
—Roberto no ha robado nada en su vida. Me lo ha dicho él mismo. Y
estoy seguro de que no me mentía.
Toda la expectación que animaba el rostro de Félix se desploma:
—O sea, que es una cuestión de fe. Muy conmovedor. Pero no me lo
trago. Tú sabes más.
Gabriel considera una vez más la opción de ponerse en pie y despedirse de
Félix de una vez. Ha cumplido con su parte sobradamente. No le debe nada.
Pero algo le retiene anclado a la barra. Un deseo inexplicable de sobrepasar la
barrera de precaución que él mismo se ha impuesto y que se parece mucho a
la atracción que se siente al asomarse al hueco de una escalera y contemplar
el vacío.
Pide que les sirvan dos copas más de Calvados antes de hablar:
—No es fe, Félix. Hazme caso. Le conozco bien. Estoy seguro de que no
me ha mentido. No tendría ningún sentido. Si supieras todo lo que me ha
contado… Cosas de su vida tan ilícitas o más que robar en un hotel, y que
podrían traerle problemas serios si se descubrieran. ¿Qué sentido tendría que

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me mintiera diciendo que no es ningún ladrón para luego confesarme todo lo
demás?
Félix se endereza y estira su cuello corto:
—No irás a dejarme con la miel en los labios de esa manera.
Gabriel enciende un pitillo y le da una calada larga. Porque eso es
exactamente lo que debería hacer. Dejar a su vecino de barra con la miel en
los labios y marcharse a casa.
Aunque alguna migaja, quizá, sí podría arrojarle. Alguna confidencia sin
consecuencias. Sobre el falso Van Dyck, por ejemplo. Al fin y al cabo, el
mismo Félix le ha dejado claro hace un rato que Roberto tiene las espaldas
cubiertas en lo que respecta a ese tema.
—¿Qué quieres que te cuente? ¿De dónde sacó el Van Dyck que vendió a
través de Marchal? Porque lo sé. Y lo sé por qué me lo ha contado él.
—Qué cabrón eres.
—Te puedo contar, por ejemplo, que el cuadro no salió de ninguna
subasta post mortem. Y que Roberto hizo algo más que ponerlo en circulación
sabiendo que era falso. —⁠Achica los ojos, anticipando la reacción del
periodista⁠—. Fue él mismo quien lo pintó.
—¿Qué coño…? —Félix lo mira boquiabierto, entre la indignación y la
carcajada⁠—. Hijo de puta. Mira que lo sabía… Estaba absolutamente seguro
de que los tiros iban por ahí. Y me has tenido largando del tema como un
panoli mientras te hacías el inocente…
Gabriel se moja los labios, pensativo. Otra vez tienen el regusto agrio y
mezquino de antes. Paladea el licor tostado de su copa lentamente, tratando de
borrar el sabor áspero que le llena la boca. Pero no hay caso. Ahí sigue. Y ya
sabe por qué.
Piensa en todo lo que le ha contado hace un rato a Félix sobre Roberto.
Sobre sus ambiciones compartidas cuando eran críos, sobre sus aventuras
veraniegas y sobre una amistad que creía inquebrantable. Y ya sabe de dónde
le viene ese encono que no le deja comportarse con libertad desde que supo
del retorno de su viejo compañero.
Y es que todo en él, sus peripecias, su fortuna, su osadía y su ridícula
fama le recuerdan, a su pesar, que hubo una época en la que él también tuvo
la vida entera latiéndole entre las manos y no supo qué hacer con ella.
Eso es lo que no le perdona y lo que no cree que pueda perdonarle nunca.
Susurra:
—Lo del Van Dyck es una menudencia. Roberto estuvo años falsificando
cuadros, y vivió del negocio bastante tiempo. Hasta que hizo fortuna y

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empezó a dedicarse al comercio de arte español. Ha colocado telas falsas por
media Europa y parte de América y todavía andan por ahí, colgadas entre
obras auténticas en residencias privadas y museos. Y ¿sabes lo más increíble?
—⁠Una vocecita nerviosa le advierte de que tenga cuidado. Lo que está a
punto de decir puede ser muy peligroso. Roberto está detenido. Ahora mismo
no puede ponerse a salvo de las consecuencias de sus propias revelaciones en
ningún refugio exótico, como tenía previsto. Pero la ahoga en un trago largo
de licor⁠—. Hay una forma de reconocerlos.

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1923

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Al lado de Van Winjen, Roberto se dio cuenta de que era un ignorante que
solo sabía pintar.
Incluso en el taller le quedaba casi todo por aprender. Porque si la pericia
del holandés envejeciendo el temple era innegable, con el óleo poseía
auténtica maestría.
Su minuciosidad era extrema. Para empezar, no transigía jamás con la
antigüedad de la tela. El lino contemporáneo, tejido por métodos industriales,
poseía una trama mucho más prieta que el de los viejos telares manuales y
podía dar lugar a sospechas. Se negaba en redondo a utilizarlo. Además,
hallar lienzos de época con los que trabajar no era tan complicado. En los
siglos XVII y XVIII abundaban los talleres de copistas dedicados a reproducir
cuadros de flores y paisajes que vendían a precios asequibles a los pequeños
burgueses, así que era fácil encontrar óleos de hacía doscientos años
amontonados en los anticuarios.
Pero no siempre bastaba con que la tela tuviese la edad adecuada. A veces
había que cortarla para adaptarla a otras medidas, y esa era otra labor de
enorme precisión. Después de varios siglos de tensión, los bordes del tejido
estirado en el bastidor y endurecido por la pintura se distendían, de modo que
la trama del lienzo se distorsionaba en torno al marco. En cambio, al
recortarlo, las esquinas recién estiradas aparecían impecables, y eso, para un
observador meticuloso, podía ser un indicio de que algo raro había ocurrido.
Van Winjen era un perfeccionista y no descansaba hasta lograr que las
esquinas de la tela aparecieran convenientemente deformadas.
También era extremadamente preciso a la hora de dotar a la pintura de las
inevitables grietas engendradas por la edad. Para resultar convincentes, las
fisuras debían provenir de la capa preparatoria de albayalde y transmitirse
desde esta a la superficie. Y cuando dicha capa era antigua pero el óleo era
moderno, el trasvase no se producía de modo satisfactorio, así que había
desarrollado un trabajoso método consistente en introducir una mezcla de
azúcar y almidón en las hendiduras del blanco de plomo subyacente, aplicar
encima los pigmentos y luego humedecer la parte posterior del lienzo hasta

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que el emplasto se expandía y las resquebrajaduras se transmitían a la
superficie para imitar el efecto deseado.
Había mil y una sutilezas que aprender para dominar el oficio. El color
debía tratarse de forma minuciosa para que pareciera adecuadamente
envejecido. Cerca de las grietas los pigmentos originales a menudo
oscurecían, debido a la exposición a las calefacciones de carbón. Y aunque
con los años la pintura tendía a amarillear, no siempre era así. El ultramarino
podía adquirir un moteado blancuzco, la resina de cobre tomaba un tono
marrón y el azul de Prusia desteñía. Incluso la aplicación del barniz era un
arte preciso. Van Winjen disponía de diferentes mezclas, elaboradas por él
mismo, con distintas dosis de carbón y óxido de hierro, y según necesitara
envejecer un lienzo cien, ciento cincuenta, doscientos o trescientos años,
echaba mano de una u otra receta.
A Roberto no quedaba más remedio que ir absorbiendo toda aquella
sabiduría sobre la marcha, puesto que ya había dado comienzo a su primer
trabajo al óleo, un retrato de Frans Hals.
La elección del artista no había sido trabajosa. Hals era un pintor con una
producción extensa y un amplio taller a su servicio. La aparición de una
nueva obra de su autoría no resultaba improbable. Además, la Mauritshuis
poseía varios retratos suyos, y Harleem y Ámsterdam contaban también con
interesantes colecciones que a Roberto le podían servir de material de estudio.
El plan era convertir el rostro lozano de un mostachudo vendedor de
quesos del Haagse Markt, del que Roberto había tomado apuntes del natural,
en el de un arrogante caballero del siglo XVII con la faz enmarcada por una
suntuosa gola blanca. Pero antes de dejarle utilizar el lienzo de época que
había acondicionado, Van Winjen se empeñó en que practicara con telas
nuevas. Aún no le veía preparado para imitar con solvencia a Hals.
Roberto se desesperaba. Estaba acostumbrado a deslumbrar siempre a la
primera y la exigencia del holandés le aturdía. No sabía qué era lo que fallaba.
No eran los materiales. La mezcla creada por Van Winjen tenía una textura
algo distinta de la de los pigmentos aglutinados con aceite de linaza, al modo
tradicional, pero había conseguido acostumbrarse a trabajar con ella y ya le
permitía casi la misma fluidez.
Le costó entender que el problema no era la calidad técnica de su trabajo,
sino la precisión de su pincelada:
—La clave está en el tempo, polluelo. La pincelada de los imitadores es
siempre demasiado exacta, demasiado lenta, demasiado cuidadosa. Pincelada
de copista —⁠mascullaba Van Winjen con desprecio⁠—. La del verdadero

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artista es rápida, impensada, distendida. Descuidada, incluso. Déjese llevar
más.
Y le obligaba a arrojar la tela al fuego y comenzar otra vez.
Tardó más de un mes en darle permiso para utilizar el lienzo definitivo.
Solo entonces dejó de atosigarle, aunque raro era el día que no se acercaba a
hacerle una visita al taller; y no había ocasión en que no le enseñara algo.
Insistía, por ejemplo, en que incluyera en su trabajo algunos pentimenti,
un par de esos habituales arrepentimientos que a menudo se esconden bajo la
superficie de los óleos de los grandes maestros y que no son sino rastros de
composiciones desechadas por el artista que permanecen ocultas bajo las
capas más recientes de pintura.
—Es algo que a los imitadores jamás se les pasa por la cabeza. Pero no
hay que descuidar ningún detalle. Los museos importantes están empezando a
instalar laboratorios para analizar el proceso de creación de los artistas. No
sabemos dónde acabará nuestro Hals y hay que estar prevenidos. Debemos
mantener una reputación intachable.
Roberto descubrió así que Van Winjen no descartaba vender su Frans
Hals a un museo. De hecho, consideraba que era más fácil cerrar tratos con
grandes instituciones públicas que con galeristas privados. Los particulares se
lo pensaban demasiado antes de hacer grandes inversiones.
—De todos modos, la información que proporcionan las pruebas técnicas
es muy limitada. Al final lo que cuenta son las corazonadas. Que a los
expertos les dé buenas vibraciones. Que sientan que es auténtico. Y cuanto
más sencilla sea la historia de un lienzo, cuanto menos se sepa de su
procedencia, más les convence siempre.
Para su fortuna, la discreción era algo consustancial al mercado del arte y
las exigencias de anonimato, habituales, ya fuera para eludir las restricciones
a la exportación de obras valiosas, para escapar de la vigilancia de la hacienda
pública o para mantener en la ignorancia a un familiar con derechos
hereditarios.
—Falsificar documentación antigua es muy fácil. Usted y yo podríamos
hacerlo con los ojos vendados. Pero cuanto más complejo es un relato, más
sospechas despierta. En cambio, si no se sabe nada de una obra, los
responsables de los museos siempre se la toman en serio.
El holandés tenía una teoría filosófica que justificaba esa enigmática
paradoja.
En su opinión, la gran debilidad del ser humano era que seguía creyendo
en los milagros. Por mucho que fingiese ateísmo o modernidad, en el fondo

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de su corazón tenía hambre de maravilla. Y una aparición inexplicable e
inesperada le hablaba a su alma en un idioma más cercano de lo que nunca
podrían hacerlo una ristra detallada de documentos sellados.
—Esa es la razón por la que nuestro negocio es factible, polluelo. La
gente quiere ser engañada. Lo desea con tanto ahínco que pasa por alto cosas
muy básicas que nunca resistirían un análisis frío.
Cuando, a pocos días de Navidad, Roberto dio por rematado su trabajo,
contuvo el aliento, inseguro por primera vez en su vida, pero a pesar de su
escrupuloso examen, Van Winjen no fue capaz de encontrar ni una pega y,
una vez seca la pintura, le invitó a que hiciera los honores y la sometiera a las
dos rudimentarias pruebas que podían revelar que no era de ejecución
reciente.
A Roberto no le inquietaba el test del alcohol. Ya había visto cómo
reaccionaba el Vermeer de Van Winjen meses atrás, pero cuando su socio
extrajo una aguja de un costurero, la calentó al fuego y se la entregó, se puso
un poco nervioso. En teoría, si la pintura era nueva, la aguja penetraría con
facilidad en la tela. Si había tenido décadas para secar y endurecerse, no
podría atravesarla.
Presionó, primero con miedo, y luego con más decisión. Nada. Miró a su
socio. Van Winjen sonreía de oreja a oreja. La pintura reaccionaba igual que
si tuviera trescientos años de antigüedad.
Esa misma tarde, con una cerveza en la mano, el holandés le contó que
pensaba llevar el lienzo a Berlín. La gran inflación de los últimos años había
obligado a muchas familias alemanas a deshacerse de los objetos de arte que
tenían en casa para no morir de hambre, mientras quienes aún disponían de
efectivo pero veían desintegrarse su valor día a día, se desesperaban por
convertirlo velozmente en objetos tangibles. La situación se había
estabilizado en los últimos tiempos, pero los alemanes aún se sentían
inseguros y buscaban refugio para su dinero en el negocio inmobiliario, las
joyas o, mejor aún, el arte. El mercado se movía como en ningún otro lugar de
Europa.
Y Van Winjen sabía desenvolverse con genial maestría. Su primer paso
fue ofrecerle el lienzo al ilustre Wilhelm von Bode, el director del Kaiser
Friedrich de Berlín. Pero en cuanto logró que los expertos del museo lo
autentificaran, fingió impaciencia ante la tardanza de la institución en hacer
una oferta en firme y acudió a uno de los galeristas más prestigiosos de la
ciudad, Leo Blumenreich, para que lo sacara a subasta.

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No era sino otro anzuelo. Con tanto movimiento, lo que lograba era que el
nuevo Frans Hals se convirtiera en la comidilla de los mentideros artísticos. Y
los peces no tardaron en picar. Un industrial judío con casa en Suiza decidió
anticiparse y evitar que el cuadro saliera a la venta en subasta ofreciendo una
cantidad fantástica. Y no en volátiles marcos, sino en libras esterlinas.
Después de aquel primer éxito, Roberto y Theo van Winjen continuaron
colaborando con cautela y parsimonia. Durante el año y medio que siguió solo
salieron de su taller tres lienzos más, un Rembrandt, un Van Dyck y un
Rubens, todos los cuales se vendieron con extrema facilidad, a través de
distintos cauces y sin despertar sospechas.
Roberto se sentía millonario. Van Winjen seguía llevando la misma vida
moderada. No dejaba traslucir de ningún modo su nueva fortuna. A él, en
cambio, el dinero se le escurría de entre los dedos. A diferencia de su socio,
no necesitaba disimular. El personaje público que se había creado era el de un
diletante acaudalado. Además, sus retratos, aristocráticos y halagadores, que
capturaban al vuelo a los personajes, en mitad de un gesto o un movimiento
casual, se cotizaban cada vez mejor. Su opulencia no extrañaba. Y era
bienvenido en todas partes.
Se sumergió en la bulliciosa vida de la ciudad con la misma naturalidad
con la que había vivido en Cambremer y con la que había pasado días y días
encerrado en el taller de Landi. Anna se había convertido en un recuerdo. Su
correspondencia se había ido espaciando poco a poco hasta extinguirse del
todo y, por lo que él sabía, ella nunca había regresado a Europa.
Acosaba a su socio a preguntas para aprenderlo todo. Y no solo las
cuestiones técnicas. Quería conocer los nombres de quienes contaban en el
mercado del arte. Saber qué buscaban los distintos compradores. Aprendió
muchísimo, pero a medida que transcurrían los meses le iba invadiendo una
intranquilidad que nunca había sentido antes, ni siquiera cuando necesitaba
ganar dinero de modo urgente para no perder a Anna.
No sabía muy bien qué le agitaba. Solo que cuando regresaba caminando
a su casa, de madrugada, respirando el aire helado del invierno o el frescor
manso de las primeras horas de un día de verano, después de una de esas
noches en las que el universo entero parece bendecido y uno ha reído y ha
amado y ha discutido hasta la saciedad de lo divino y lo humano, y la vida
parece una magnífica burbuja dorada, ya no se sentía colmado como en los
primeros tiempos de su estancia en la ciudad.
Van Winjen sentía su inquietud y le recordaba una y otra vez la
importancia de la prudencia:

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—El mundo del arte es muy pequeño, polluelo. No puedes permitirte ni
un paso equivocado. Con que te pillen con una sola falsificación entre las
manos, todo lo que muevas en adelante se convertirá en sospechoso. Tú
mismo te convertirás en sospechoso. Debes cuidar tu reputación como la de
una princesa casadera. Tienes una habilidad excepcional. Inusitada. Pero si te
dejas llevar por la codicia, lo tirarás todo por la borda.
Estaban sentados en la terraza del esplendoroso Kurhaus, con la
inmensidad metálica del mar del Norte frente a ellos y, a sus pies, el amplio
arenal plagado de figuritas en traje de baño.
—No es eso, Theo. No es el dinero.
No sabía expresarlo. Quizá era solo que, por primera vez en su vida, entre
retratos de comerciantes holandeses muertos hacía trescientos años y vistas de
puertos brumosos, el mundo se le estaba haciendo pequeño. Quizá era que
seguía comparándolo con el universo encantado que había atisbado en una
playa de Normandía, a media noche, hacía ya cuatro años: y que por radiante
que fuera, frente al recuerdo de aquel verano o el de los paseos sin rumbo,
junto a Anna, en el París escarchado de las mañanas de enero, su vida en La
Haya le resultaba previsible y desvaída. La melancolía taciturna y las visiones
atormentadas de los Rembrandts, Vermeers y Ruysdaels le oprimían.
Necesitaba viajar. Aprender. No conocía nada. Ni siquiera había estado en
Italia.
Su socio comprendió que no podía seguir reteniéndolo. Le ayudó a
establecer una ruta de los lugares que debía visitar, se encargó de prevenir a
sus amigos para que lo recibieran, y, a finales de verano, Roberto partió
rumbo a Florencia, donde contaba con la hospitalidad del ilustre Bernard
Berenson, un judío estadounidense de origen lituano, máxima autoridad en
pintura renacentista italiana. Hasta el punto de que era casi imposible vender
una obra principal de alguno de los grandes maestros a ningún coleccionista
serio sin su previa sanción.
Berenson residía en una espléndida villa a las afueras de la ciudad en la
que había instalado su inmensa biblioteca y asentado su corte. Era un esteta
de modos aristocráticos con un genio flameante. Despreciaba las pruebas
técnicas a la hora de autentificar una obra de arte y confiaba ante todo en su
intuición.
A Roberto le fascinaron su inmensa cultura, su cortesía exquisita y su
conversación rutilante y, durante meses, aquella casa se convirtió en una
residencia desde la que partir a explorar el resto de la península, y a la que
regresar cada poco tiempo, en busca de la compañía y los consejos de su

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propietario. A medida que pasaban las semanas, su ojo y su mano aprendían
tanto y tan deprisa que se admiraba de que algunas de sus primeras
imitaciones, que ahora le resultaban tan pobres, hubieran logrado pasar con
semejante facilidad por obras auténticas.
Pensó en enseñarle a Berenson alguno de sus dibujos al estilo de
Giorgione, Tiziano, Leonardo o Miguel Ángel y decirle que lo había
encontrado en un mercadillo para ver si podía darle gato por liebre. Pero se
arrepintió enseguida. Le admiraba, y no se habría perdonado a sí mismo si
hubiera logrado embaucarle.
En cambio, cuando arribó a Londres a mediados de marzo de 1926, con
una carta de presentación para Joseph Duveen, le fue más difícil resistir la
tentación.
Duveen era, sin lugar a dudas, el nombre más ilustre y poderoso del
mercado del arte europeo. Entre sus clientes se encontraban los más ricos
entre los ricos, desde J. P. Morgan a Randolph Hearst o Rockefeller. El deseo
de ver si era capaz de burlarle era casi irresistible, pero al final la razón se
impuso porque si le mostraba uno de sus carboncillos y le contaba que lo
había encontrado en un anticuario de Roma o Florencia, no podría explicar
por qué no le había pedido a Berenson que lo autentificara.
En Londres fue, por otro lado, donde Roberto se dio cuenta, por primera
vez, de que su artificiosa identidad había adquirido solidez. A medida que
viajaba y acumulaba relaciones en distintas ciudades de Europa, se estaba
construyendo un pasado tangible, una historia y unas amistades que
cualquiera podía verificar. Y descubrió algo más. Que mientras nadie supiera
de dónde sacaba uno el dinero, el mundo tendía a tratarle como un aristócrata.
Quizá era inevitable que su nueva posición se le subiera a la cabeza,
porque se volvió imprudente, ¿pero cuánta cautela se le podía pedir a un tipo
de veintidós años a quien nunca en la vida le había salido nada mal y llevaba
meses tascando el freno?
De Londres se trasladó a París, a finales de mayo. Se instaló en el
Claridge, en plenos Campos Elíseos, y descubrió una ciudad que no había
tenido siquiera la oportunidad de conocer años atrás.
Él también era una persona distinta. Se desenvolvía con soltura, tenía
contactos y dinero. Aunque las reservas menguaban día a día. Viajar como un
gran señor no era barato. Pero sabía cómo conseguir más caudales, y la
excusa se presentó por sí sola.
Landi, su antiguo socio, pasaba un momento de estrechez económica, y
Roberto se sentía en deuda con él por haberle abandonado para instalarse en

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La Haya, así que un buen día alquiló una buhardilla discreta cerca de su viejo
barrio y se puso manos a la obra, dispuesto a sacar de apuros al galerista y, de
paso, hacerse con fondos sobrados para el resto de su viaje.
El resultado fue una mezcla de luces y sombras. A primera vista, el lienzo
pasaba por un Van Dyck de juventud sin problemas. Pero a pesar de sus
intentos de reproducir la receta de Van Winjen, la mezcla de aceite y gelatinas
que había conseguido era muy aproximada. Como no funcionaba bien con
todos los pigmentos, había tenido que reducir la paleta de color. Además, la
textura, mal conseguida, daba problemas para trabajar, y la pincelada,
demasiado pastosa, le delataba. Pero no hacía falta que el resultado fuera
perfecto. El plan no era venderle el cuadro a ningún museo ni a ningún
coleccionista serio. Era un negocio rápido para salir del paso. Y Landi ya
tenía listo, por adelantado, el certificado de autenticidad, firmado, sellado y
lacrado, de un profesor de sólida reputación pero con problemas para llegar a
fin de mes. Así que no se sofocó. De hecho, ni se molestó en buscar un lienzo
de la época ni en imprimar con albayalde. Recurrió a una tela moderna que
Landi tenía en su almacén, ya preparada con blanco de zinc, convencido de
que el tipo de comprador que tenían en mente jamás repararía en esas
sutilezas. Incluso, a la vista de que el pedido de azul de ultramar tardaba en
llegar, estuvo tentado de echar mano de un tubo de azul cerúleo elaborado con
cobalto, un pigmento que no se había inventado hasta el siglo XIX. Pero al
final no se atrevió.
El siguiente paso era encontrar un intermediario adecuado para poner a la
venta el cuadro.
A Marchal lo conoció una noche en el Lipp y se entendieron desde el
primer momento. El abogado era listo. Muy listo. Lo comprendía todo con
medias palabras. Y era un personaje prestigioso, muy conocido en el mundo
de la política. Aportaba un barniz de respetabilidad valiosísimo. A Roberto no
le cupo ninguna duda de que cumpliría con su papel a la perfección, y no se
equivocó.
A las pocas semanas, Marchal se presentó en la galería de Landi para
hablarles de un viejo general, antiguo miembro del Gobierno, que quería
iniciarse en el mundo del coleccionismo. La noche anterior había cenado con
él y, como quien no quiere la cosa, le había contado que sabía de un
maravilloso Van Dyck que estaba en venta. Le había asegurado que era un
hallazgo fantástico, aparecido en una subasta post mortem, que no podía dejar
pasar.

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La compraventa se cerró en menos de una semana. Pero Roberto aún no
sentía que su deuda estuviese saldada. Landi le había arropado en todo
momento durante su estancia en París, sin arrojar ninguna duda sobre su
personaje de ocioso aristócrata español. Era el único, en toda la ciudad, que le
conocía de los viejos tiempos. El único que sabía quién era. Lo más parecido
a un miembro de la familia. Así que, a finales de agosto, antes de partir,
decidió hacerle un último regalo: media docena de lienzos de Corot, un par de
Degas y un Pissarro.
El trabajo, comparado con el de los óleos del Barroco o del Renacimiento,
había sido un recreo y, aunque los precios del impresionismo no se acercaban
a los de un Rafael o un Vermeer, era dinero fácil y rápido. Corot era un
auténtico fenómeno en América. Los barones del acero y el ferrocarril del
Upper East Side se peleaban por sus cuadros. Hasta el punto de que en los
mentideros del arte se comentaba con mordacidad que, de los tres mil Corots
que existían en el mundo, unos diez mil los tenían los americanos.
Lo único que le pidió a Landi fue que no los vendiera en Europa. No se
molestó en tomar más cautelas. Le sobraba confianza. Había descubierto lo
fácil que podía ser la vida, y los cuidados de Van Winjen le resultaban
excesivos e innecesarios.
Cruzó los Pirineos pocos días después, con una agenda de contactos
repleta y una lista de invitaciones de la alta sociedad madrileña.
Pero nada más llegar a San Sebastián le ocurrió algo curioso. El
recepcionista del hotel María Cristina leyó el nombre que figuraba en su
pasaporte y comenzó a hablarle en un castellano veloz y enérgico, que
Roberto a duras penas lograba seguir. Y de pronto se sintió expuesto. Por
primera vez desde que adoptara el papel que Van Winjen le había enseñado a
representar en La Haya, le pareció que saltaba a la vista que era un farsante.
No había razón sólida. Podía explicar su mal dominio del idioma como
siempre lo hacía, contando que se había educado en el extranjero desde muy
joven. Pero sabía que la imagen que evocaban esas palabras en sus
interlocutores no era precisamente la de un aldeano de una granja normanda
y, por primera vez, no se sentía cómodo. Temía que le pillasen en falta. No
sabía apenas nada de aquel país más allá de las leyendas que le contaba de
niño su madre y le resultaba un bagaje demasiado escaso para ser
convincente.
Le esperaban en Madrid, pero decidió pasar de largo.
Solo estuvo tentado a hacer una escapada rápida al Museo del Prado desde
la estación de tren. Van Winjen había hecho una predicción, antes de que

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abandonara La Haya, que Roberto no había comprendido del todo:
—Es usted un virtuoso del pincel, polluelo, pero se nota que aún no se ha
enamorado. Imita a unos y a otros con la misma indiferencia. Le falta
personalidad.
Al principio, Roberto no había entendido lo que quería decir y se había
puesto rojo hasta las orejas. ¿Qué sabía Van Winjen de él? No podía estar más
equivocado.
Luego comprendió mejor las palabras de su socio. Pero no estaba de
acuerdo. ¿Qué personalidad quería que tuviera? Lo que requería su trabajo era
precisamente perder toda personalidad, fundirse con la identidad de otro.
Van Winjen había insistido, y había pronosticado dónde recibiría el
flechazo. Cuál, de entre todos los grandes maestros, estaba hecho a su
medida. Y el reino de aquel pintor se hallaba escondido entre los muros del
coqueto museo madrileño. Eso era, por encima de todo, lo que le había
llevado a la ciudad. Pero decidió resistirse, de momento. Era una visita que
quería realizar con calma y prefería aplazarla. Dejar que creciera el deseo.
Igual que los niños que se reservan su golosina favorita para el final de la
merienda.
Se dedicó a viajar en solitario. Sin planes ni compromisos. Llevaba una
vida errante y ociosa. Practicaba el idioma. Visitaba iglesias y museos.
Charlaba con los lugareños. Vivía una pereza suculenta, provechosa. Había
aprendido mucho en el último año, pero lo había asimilado todo con premura.
Ahora, por fin, tenía tiempo para dejar que los conocimientos se asentaran.
En Sevilla buscó la vieja casa familiar. Supuso que, preguntando en el
barrio, alguien recordaría a un viejo marino de apellido Montenegro que se
había casado con una mujer francesa, pero aunque encontró el patio lleno de
luz y flores rosas que recordaba, sus parientes ya no vivían allí. Nadie supo
darle razón, y regresar al lugar de donde habían brotado sus leyendas de
infancia y ver que no era sino un patio de vecinos más, en un entramado de
calles de cal y ventanas enrejadas, le causó una nostalgia extraña y honda. De
esa que solo provocan las cosas que nunca han llegado a existir.
Tardó dos o tres meses en volver a Madrid, más sosegado, después de ese
tiempo lejos del mundo del arte y sus fuegos de artificio. Con menos avidez y
menos premura. Dispuesto, por fin, a comprobar si su maestro holandés había
acertado con su predicción.
Cuando la había formulado, en La Haya, Roberto no se la había tomado
muy en serio. Pero después de enfrentarse en Roma y Londres a la veracidad
arrolladora del Papa Inocencio, a la belleza huidiza y sosegada de la

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inaprensible Venus o al rostro abotargado de un rey Felipe cansado y
dolorosamente envejecido, llegaba a Madrid dispuesto a rendirse sin
condiciones.
El de Velázquez no era un nombre habitual en los círculos del comercio
del arte. Su producción era escasa y sus obras, ubicadas en su mayoría en
grandes instituciones, habían cambiado poco de manos a lo largo de los
siglos. Pero en los últimos meses volaba de boca en boca casi con reverencia,
porque el conspicuo Joseph Duveen, su anfitrión de Londres, acababa de
vender un presunto autorretrato del artista sevillano a un coleccionista
americano por la inimaginable cifra de un millón doscientos cincuenta mil
dólares.
La maniobra había sido de las que hacían época.
La tela llevaba un par de siglos en posesión de un noble hannoveriano que
la custodiaba en su castillo del Rin, convencido de que se trataba de una obra
de Van Dyck. Hasta que un marchante alemán empezó a sospechar y se la
mostró al principal especialista mundial en pintura española, el respetadísimo
August Mayer. Este, de inmediato, la identificó como un Velázquez. Más aún.
Un autorretrato del maestro sevillano.
El valor de mercado del lienzo se multiplicó de inmediato pero, al poco,
Mayer empezó a dudar. No. Se había equivocado. La pintura en cuestión no
tenía calidad suficiente. Y rectificó. No era obra de Velázquez, sino de su
yerno, Martínez del Mazo.
Tras el nuevo veredicto del experto, el precio del retrato cayó en picado.
Y ahí fue cuando entró en acción Joseph Duveen, haciéndose con la pieza a
un precio más que razonable. Había tenido ocasión de estudiarla con
detenimiento y, a pesar de la enmienda del experto, seguía convencido de que
el autor de aquel retrato solo podía ser Diego Velázquez. Además, tenía un
plan.
Lo primero que hizo, una vez lo tuvo en su poder, fue limpiar el lienzo a
fondo, eliminando las capas de barniz envejecido y la mugre acumulada por
los siglos que impedían que el óleo luciera en todo su esplendor, y luego
volvió a convocar a Mayer para que reconsiderara su último veredicto.
El experto se resistió. Un nuevo cambio de opinión no resultaba muy
profesional. Pero Duveen tenía los bolsillos hondos. Logró persuadirle de que
volviera a examinar la tela sin la capa de suciedad que la empañaba la última
vez que la había visto y, en cuanto Mayer pudo contemplarla en su estado
original, se rindió por completo. Apenas le llevó unos instantes reconocer que
su primera opinión había sido la correcta.

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El fulgor perlado de la golilla, hasta entonces apagada y plomiza; la
transparencia de la piel levemente sudorosa, bajo la que clareaban las venas
azuladas de las sienes; la economía de las pinceladas, leves como las de una
acuarela y a través de las cuales se transparentaba la trama del lienzo; la
ilusión tenue de las rojeces de la tez y la línea de nacimiento del pelo; los
trazos inacabados en torno a la figura del protagonista. Y, más allá de las
consideraciones técnicas, el aire de intensa autenticidad que compartían todos
los retratos de Velázquez.
Aquella solo podía ser obra del gran maestro sevillano.
Sin embargo, todas esas maravillas no habían permanecido a la vista más
que unas breves semanas porque, casi de inmediato, Duveen había vuelto a
ocultarlas a los ojos del mundo.
Comerciante por encima de todas las cosas, el inglés había vuelto a
oscurecer la tela nada más obtener la autentificación definitiva de Mayer,
convencido de que si le devolvía la apariencia que los ignorantes millonarios
americanos consideraban propia de las obras de los grandes maestros
españoles obtendría por ella un precio más elevado. No solo eso. Para
disfrazarlo aún mejor, había encargado a su restaurador que, además de velar
el lienzo, aplicando gruesas capas de barniz, proporcionara más nitidez al
contorno de la figura, dándole más solidez, más solemnidad, más aire de
añejo caballero castellano.
Y no se había equivocado con el cálculo, porque la cantidad que le había
extraído al inversor y coleccionista neoyorquino Jules Bache era ciertamente
descomunal.
Roberto había tenido ocasión de ver el lienzo meses atrás, aunque,
desafortunadamente, había llegado ya tarde, después de que Duveen le
aplicara el grosero tratamiento que había vuelto a desfigurarlo antes de
enviarlo a América, y no entendía cómo nadie podía creer que ese acabado
burdo y esas aplicaciones densas eran obra de Velázquez.
Sobre todo, después de poner el pie en el Prado.
Durante el tiempo que permaneció en Madrid, visitó el museo todos los
días, y una y otra vez terminaba su recorrido en las salas reservadas a
Velázquez, tratando de embeberse de su técnica.
Su facilidad de ejecución era prodigiosa. Escuetas pinceladas grises que
creaban la ilusión de un cuello de encaje blanco. Labios que no eran más que
unas gotas de pigmento rojo. Borrones de pintura clara que despertaban el
metal de una armadura. Toques de luz que tejían un vestido de plata. Negros
de infinitos matices en las texturas de la seda, la lana o el terciopelo. Trazos

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ingrávidos que se deshilachaban en hebras de cabello. Cinco puntos oscuros,
que bastaban para crear la ilusión del bordado de una valona. Pesadez de
terciopelo y levedad traslúcida de gasa que se disolvían en cuanto se
aproximaba a unos pasos de la tela.
Dejaba pasar horas, sin apenas darse cuenta, frente a la infantita rubia de
Las meninas y los familiares que la rodeaban, fascinado con ese hombre que
se había retratado a sí mismo en un lateral del lienzo en una actitud tan firme
como la de un monarca guerrero, ocupado en pintar el mismo cuadro que él
contemplaba ahora, siglos después, en un deslumbrante juego barroco. E
intentaba comprender de qué modo había logrado que tras las figuras de la
hija del rey y sus dos damas el aire se palpara de aquel modo, denso, cargado
de motitas de luz y de vida, otorgando esa profundidad inverosímil a la
superficie lisa de la tela.
Pero la personalidad del pintor le fascinaba tanto o más que su talento.
Velázquez se le antojaba un prestidigitador inaprensible que se mostraba y se
escondía al mismo tiempo en sus obras. Un hombre secreto cuya vida se
perdía en sombras, pero capaz de retratarse más grande que un rey. Un
cortesano que pintaba bufones con gravedad de príncipes. Un virtuoso que
desvelaba el alma de sus retratados y a la vez los armaba de insolencia, para
que interpelaran al espectador con la mirada.
Toda su pintura era un maravilloso espejismo que, sin embargo,
desprendía una verdad abrumadora, y Roberto se encontraba deliciosamente a
gusto en su compañía. Sentía una peculiar hermandad con ese hombre de
hacía tres siglos cuya escurridiza identidad se difuminaba entre pigmentos
plateados pero que tan inequívocamente orgulloso estaba de su talento.
Era algo evidente en un lienzo como Las hilanderas, donde narraba la
historia de una simple artesana cuyo talento artístico superaba al de los
mismísimos dioses. O en la jactancia con la que en la esquina de alguno de
sus cuadros pintaba un papel en blanco, que parecía abandonado de
casualidad sobre una roca. No necesitaba añadir su nombre, parecía decir
Diego Velázquez, porque era indudable que nadie más que él podía ser el
autor de aquella obra.
Uno de los retratos del rey Felipe, vestido con un sencillo jubón negro,
derrotado y triste, tenía a Roberto particularmente embrujado. Nunca antes
había visto tanta desnudez y tanta dignidad juntas. Era un retrato íntimo, sin
ceremonia, de un hombre envejecido y cansado que observaba a su pintor de
corte con la resignación de quien sabe que está desvelando su alma.

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Todos los días, inevitablemente, acababa su visita frente a sus ojos
agotados, interrogándole y dejándose interrogar a su vez por ese hombre
muerto hacía más de doscientos cincuenta años.
Hasta que una noche de final de otoño, después del cierre del museo, se
quedó paseando por los alrededores hasta bien entrada la noche. Tenía varias
invitaciones para pasar la velada pero no se sentía con ganas de compañía.
Regresó a su hotel, dispuso papel y pluma y se sentó a escribirle una carta a
Anna, por primera vez en casi tres años. Fueron pocas líneas, de un tono más
parecido al de las cartas de Cambremer que a las que le había escrito desde
París después de su marcha. No sabía si la encontraría en su antiguo domicilio
de Buenos Aires, y él tampoco tenía dirección fija donde recibir respuesta, así
que anotó la de Van Winjen en La Haya.
Y a la mañana siguiente, al despertar, decidió que era hora de regresar a
casa.
No había pintado apenas nada desde París. Y allí se había limitado a
remedar de manera sumaria a varios pintores comerciales para obtener dinero
rápido. Pero ahora tenía una cosa clara. No pensaba perder más el tiempo con
ese tipo de imitaciones cicateras, al alcance de cualquiera.
Si seguía en el negocio, quería hacer cosas que nadie más que él pudiera
hacer. Dejar un rastro que provocara la incredulidad y la admiración de los
espectadores, de alguna manera. Como esos papeles en blanco que Velázquez
arrojaba a los pies de los caballos, con fanfarronería, sin molestarse en
escribir en ellos su nombre.

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Verano de 1935

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Lunes

Eliot Kaplan acaricia las solapas de la estúpida chaquetita marinera que le ha


traído el chico del sastre y se la abotona frente al espejo. Ya no se acordaba de
la ridícula regata ni del atuendo que había encargado hacer casi contra reloj el
viernes pasado por insistencia de Lena, para poder asistir. Malditas las ganas
de perder el día en un barquito de madera poniendo sonrisitas tontas.
Esta noche ha dormido solo. O lo ha intentado, porque apenas ha pegado
ojo.
Aún está tratando de asimilar las desarbolantes noticias que recibió ayer
sobre su Flaminia. Calculando la mejor ruta antes de maniobrar.
Lo primero, por supuesto, fue tomar medidas prácticas. Nada más
despedir a Busson, antes de salir hacia el hipódromo, se puso en contacto con
Rosenberg para que localizara a su hombre de París. Un tipo cuyo nombre
figuraba en la libretita de tapas raídas de su secretario y al que ya habían
encargado hacía tres días que indagara sobre Castel.
Entonces no había encontrado nada que contradijera la historia que les
había contado el médico, pero aquella había sido una investigación sucinta.
Su cometido era tan solo comprobar la veracidad de los datos que les habían
proporcionado.
Ahora es muy distinto. Kaplan quiere saberlo todo sobre él.
Se estira los faldones de la chaqueta, satisfecho con la caída de la tela, y
se acerca con la cartera en la mano al muchachito que le ha traído el traje, un
chavalín de unos once años, con el pelo revuelto, que no le quita ojo de
encima. Pero lo reconsidera un momento y alza un dedo, indicándole que
aguarde. No sería la primera vez que Lena corrige sus decisiones
vestimentarias.
Levanta el auricular del teléfono y le pide que se pase un momento,
fingiendo mansedumbre. Anoche, después de cenar, se despidieron de malos
modos. Él no estaba de humor para cenitas a la luz de las velas, no es hombre
capaz de reposar cuando tiene asuntos pendientes, y acabó culpándola a ella

Página 335
del engaño de Montenegro y Castel. Ella era quien le había enredado en
aquella pantomima.
Su prometida no respondió. Solo achicó los ojos y se levantó silenciosa y
digna de la mesa, pero Kaplan no estaba de talante para templar malos
humores ni dignidades ofendidas. Ni hoy tampoco. En su cabeza no hay sitio
más que para una convicción, repetida y pertinaz.
La Flaminia Triunfi tiene trampa.
No sabe cuál es. Ignora por qué el hijo de puta de Montenegro les ha
montado ese sainete con figurantes y no tiene forma de poner las cosas en
claro mientras el miserable permanezca en manos de la policía. Pero no le
cabe ninguna duda. La Flaminia Triunfi tiene trampa.
Y es demasiado tarde para poner remedio.
Llaman a la puerta. Es Lena. Lleva un sencillo vestido azul celeste y
sandalias planas. Atuendo de playa. Kaplan le besa la mano y, de reojo, se fija
en la expresión de pasmo del chavalito que ha traído la chaqueta. Es lo único
que está a punto de hacerle reír desde ayer por la tarde. Tiene cara de pillo y
lo contempla todo con unos ojos enormes de autillo que ahora muestran
auténtica estupefacción. Probablemente no ha estado nunca tan cerca de una
mujer así de bella.
Lena le pide que gire sobre sí mismo y le observa con aprobación. Kaplan
se esfuerza por ser amable aunque la sangre aún le hierva. No es la primera
vez que encaja un revés o emprende un negocio equivocado. Pero nunca,
jamás, ha sido expuesto a la vergüenza pública. La sola posibilidad le
enciende un fuego en el estómago. Ve su rostro y su nombre exhibidos en la
primera plana de la prensa de toda la Costa Este. Relee sus palabras
triunfantes. Piensa en su envite público a la aristocracia americana. Y se le
llena la gola de hiel pensando siquiera en la posibilidad de convertirse en su
hazmerreír.
Su prometida se dirige al chico:
—Una chaqueta perfecta. Y en un tiempo récord. Felicitaciones al sastre.
—⁠Luego ladea la cabeza, dubitativa⁠—. ¿No nos hemos visto en algún sitio?
Me suena tu cara. ¿Cómo te llamas?
El chavalito sacude la cabeza con vigor:
—Luca. No. No sé. No.
Lena alarga la mano hacia la pitillera que reposa sobre la mesa y se
enciende un cigarrillo:
—Voy a acercarme a la comisaría —⁠dice⁠—. Acabo de llamar al alcalde y
me ha asegurado que no me pondrán problemas para hablar con Montenegro.

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El tono es desapasionado, eficiente.
Kaplan asiente. El alcalde de Deauville lleva desde que se hizo público el
robo del collar perdiendo el culo por agradarles del modo que sea. Como si a
él en ese momento le importara más o menos quién se haya llevado los
malditos pedruscos.
Eso sin tener en cuenta que son todos una banda de inútiles. Cuando ayer
por la tarde, en el hipódromo, después de la última carrera, el muy imbécil se
le acercó tan ufano para anunciarle que ya habían detenido a un sospechoso y
le dijo su nombre, a Kaplan le entraron ganas de propinarle un par de
bofetadas, por mentecato.
Mira a Lena a los ojos. Está convencido de que ella tampoco piensa que
Montenegro sea el ladrón. Es más lista que eso.
—Doy por sentado que no vas a perder el tiempo hablando con él del
collar.
Ella le devuelve la mirada, impasible. Aún no le ha perdonado su trato de
anoche:
—Claro que no. Quiero que me dé explicaciones sobre la Flaminia
Triunfi.
Kaplan está a punto de pedirle que le espere. Quiere acompañarla. Pero se
lo piensa mejor. Se sabe perfectamente capaz de saltarle al cuello a ese
granuja y apretar hasta estrangularle si se niega a decirles la verdad. Y la
discreción es imperativa.
No. Su presencia no es necesaria. Lena es lista y muy hábil, y es probable
que la persuasión funcione mejor que las amenazas a la hora de sacarle alguna
verdad a Montenegro. El muy hijo de puta no es tonto tampoco. Tiene que
saber que, si sus respuestas no le convencen, él le estará esperando fuera. No
necesita que vaya a darle su ultimátum en persona.
—De acuerdo, ve tú sola. Creo que es lo mejor. Nos vemos a mediodía en
el yacht club.
Se gira hacia el chico para pagarle.
Es un crío curioso. Kaplan duda que hable una palabra de inglés, pero sus
ojos han seguido su breve conversación increíblemente atentos. Una vez
saldada la cuenta, extrae otro billete de cincuenta francos y se lo mete en el
bolsillo superior de la chaqueta, de propina.
Él le mira boquiabierto y le da las gracias, pero no se mueve. En vez de
despedirse, respira profundo, cogiendo carrerilla:
—Señor Kaplan, usted es americano, ¿verdad?
Aunque la formula en francés, la pregunta es fácil de entender:

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—Así es.
—¿Y es usted muy muy rico? ¿Tiene a mucha gente a sus órdenes?
Esta vez requiere de la ayuda de Lena para entenderle. Cuando ella
traduce, Eliot suelta una carcajada:
—Bueno. ¿Qué quieres que te diga? No me va mal.
El chico hace un gesto de cabeza, satisfecho con la respuesta. Agarra el
pomo de la puerta, dispuesto a marcharse, pero es evidente que se ha quedado
con más preguntas en el tintero. Se arma de resolución y se da la vuelta:
—Pero es usted mucho más rico y mucho más poderoso que Roberto
Montenegro, ¿verdad? Y más peligroso también.
Kaplan intercambia una mirada perpleja con Lena. ¿Qué demonios dice
ese crío? ¿Habrá entendido algo de su breve conversación? ¿O es mera
casualidad?
Ella está también desconcertada. Agarra al chico del hombro,
recriminándole su impertinencia, y lo saca de la habitación. Luego se despide
de Kaplan con un beso tenue. Ambos saben cuál es la única conducta posible
a esas alturas. Seguir adelante y guardar silencio. Velar porque, el secreto que
les ha ocultado Montenegro, sea lo que sea, no salga a la luz.
Y con el hijo puta farsante ya habrá tiempo de solucionar las cosas. En
privado.

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Gabriel se ha despertado de madrugada y, apenas ha escuchado los primeros
ruidos de la ciudad desperezándose, ha corrido a la calle a comprar El
Mensajero.
El alivio le ha dejado el cuerpo tan blando que ha tenido que apoyarse
contra la pared de metal del quiosco de prensa. El periódico habla del arresto
de Roberto y de las acusaciones que han llevado a la policía a sospechar que
fue él quien robó el collar. Nada más. Félix incluye algunos detalles
exclusivos que le ha desvelado su contacto de la comisaría, aderezados con un
poco de fantasía de cosecha propia, pero eso es todo. Ni una sola palabra
sobre su conversación de ayer. Como si hubiera sido un sueño.
Por un momento Gabriel se pregunta si no lo habrá sido realmente. Tiene
la cabeza nublada por la resaca y el mal dormir, y todo le resulta un poco
irreal. Pero no. Lo que hizo, hecho está. Y si Félix no ha publicado nada
todavía, lo hará.
Se sienta en la terraza del café donde desayuna todas las mañanas y
aprovecha para ojear la prensa nacional. Aunque la noticia de la detención de
Roberto se supo tarde, con la edición de hoy casi cerrada, los diarios de París
también se han apañado para hacerle un hueco en sus páginas.
Engulle el café con leche y el croissant. La intranquilidad no le deja
quedarse sentado ni cinco minutos.
Al final, paga la cuenta con un resoplido, abre las puertas del estudio de
fotografía y se va derecho al teléfono. Marca el número de El Mensajero y el
mismo Félix descuelga el auricular:
—Muy buenos días. ¿Qué hace el señor Caron ya despierto a estas horas
de la mañana?
—Ya ves. Escucha, tengo que hacerte una pregunta. Todo lo que te conté
anoche sobre Montenegro… No has publicado nada.
—¿Eh? No, no. Claro que no. Es demasiado bueno, compañero. Y tenía
ya el cierre encima. No podía publicarlo sin más, sin verificar nada ni hablar
con nadie. Las cuestiones de importancia hay que tratarlas con cabeza.
Mañana empezaré a sacar cosas.

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—De eso quería hablar contigo, Félix. No puedes publicar nada de lo que
te conté ayer a última hora.
Silencio.
—Félix, ¿me has oído?
—Lo siento, Gabriel, pero eso es algo que no me puedes pedir. He
aceptado comerme con patatas lo de tu cuñado por no perjudicarles ni a él ni a
tu hermana. Pero esto a tu familia no la toca.
—Joder, Félix. No me vengas con esas, que no fue gratis. Te pagué con
información. Te conté quién es realmente Roberto. Cómo empezó su
carrera… Cosas que absolutamente nadie sabe. A cambio de que no
mencionaras a Léon. Te van a arrancar el periódico de las manos solo con
eso.
—Te repito que lo siento. Pero en ningún momento mencionaste que fuera
confidencial. Así que lo lamento, Gabriel, pero la información es legítima.
La aflicción de Félix tiene poco de sincera. Hay un deje de guasa
imposible de ignorar en su apostilla. Y eso le exaspera.
—Vale, a lo mejor me fui de la lengua. Pero llevábamos horas bebiendo y
eran solo chismorreos entre camaradas. No te lo conté para que lo publicaras.
—No quieras hacerme comulgar con ruedas de molino, Gabriel. Tú sabías
que con quien hablabas anoche no era con un amigo sino con el director de El
Mensajero. Estuve tomando notas en tu cara todo el tiempo. Y tú seguías
largando tan feliz. No había lugar a malinterpretación. Otra cosa es que esta
mañana te hayas arrepentido. Pero yo le debo la verdad a mis lectores. Y,
francamente, Roberto Montenegro no me resulta simpático. No veo por qué
habría de guardarle las espaldas.
—Vete a tomar por culo, Félix.
—Yo también te quiero. Y para demostrártelo, voy a hacerte un favor. No
te voy a mencionar por ningún lado. Ni siquiera diré que la información
proviene de un amigo de nuestro protagonista. Lo presentaré todo como una
investigación privada de la redacción. Sin dar fuentes.
Gabriel cuelga el teléfono de un golpe y masculla una ristra de insultos.
Contra Félix y contra sí mismo.
Menudo cretino. ¿Cómo ha podido ser tan bocazas? Cuando aceptó
contarle cosas a Félix a cambio de que dejara en paz a Léon, lo hizo sin
pesadumbre y hasta con un poco de alegría pérfida, pero tenía claro el punto
en el que debía callar.
Hasta que un genio mezquino le susurró al oído entontecido por el humo y
el alcohol que no le permitiera a Roberto tirar la piedra y esconder la mano

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otra vez. Volver a dejar el mundo patas arriba y salir corriendo. Como hace
catorce años.
No tiene cuerpo para trabajar. Echa el cierre del establecimiento de nuevo
y comienza a andar en la vaga dirección de la playa.
Se siente innoble. Y la promesa de Félix de no mencionar su nombre no le
alivia lo más mínimo. Es imposible que Roberto no sume dos más dos.
Nadie más que él ha podido ser el iscariote.
Deambula de acá para allá hasta que, un poco antes de la hora del
almuerzo, decide acercarse a casa de Emma. Su hermana y su cuñado acaban
de regresar de la playa y están tomando el aperitivo en la terraza. Una copita
de Marie Brizard para ella y un Borgoña para él. Clara lee, un poco apartada,
acurrucada en un butacón de mimbre. O finge leer, porque casi no pasa las
páginas y sus ojitos de ardilla les lanzan miradas rápidas de reojo a cada poco.
Léon y Emma hablan de lo mismo de lo que debe estar hablando media
ciudad.
Emma defiende a Roberto sin ambages. No le importa si es culpable o no.
Es de la familia. Se educó en su casa. Y, en cualquier caso, robarle a unos
millonarios no le parece un crimen tan terrible.
—La gente no debería derrochar de esa manera. Es inmoral. Así que sea
quien sea el ladrón, les está bien empleado.
Léon se enfada, y lanza un alegato manido sobre el respeto a la propiedad
privada seguido de una soflama ñoña sobre la justicia que hace poco honor a
su inteligencia.
Está arisco. A la defensiva. Gabriel intuye que no se relajará hasta que
Kaplan y su cuadro no embarquen rumbo a América y desaparezcan de sus
vidas, pero aun así le sorprende la vehemencia de su cuñado. Léon jamás ha
sido rígido. El hombre que él conoce desde la adolescencia es alguien
sensible, afectuoso, entregado a su mujer hasta el punto de ponerse de su lado
siempre y en todo, solo por no hacerla sufrir. Le resulta inconcebible que
pueda desear nada malo a alguien a quien Emma aprecia.
Él se pone de parte de su hermana. Da por sentado que la policía no
encontrará nada y Roberto recobrará la libertad y acabará el verano con una
cuenta más que engarzar en el rosario de su vistosa leyenda.
Léon hace una mueca cáustica:
—Habláis como críos irracionales. —⁠Emma endereza el cuello,
sorprendida por el tono, pero Léon no se refrena⁠—. Me niego a continuar esta
conversación con vosotros. Y menos delante de la niña, que no pinta nada
aquí, escuchando sandeces. Bastantes fantasías tiene ya en la cabeza.

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—¡Sí que pinto! —se indigna Clara, cerrando el libro⁠—. ¡Roberto es mi
amigo!
—Perfecto. Esto es lo que habéis conseguido. Que mi hija diga que es
amiga de un delincuente y un sinvergüenza.
Apura la copa de un trago y se levanta de la mesa.
Clara está aturdida. Sus ojos color miel le miran muy abiertos. Gabriel se
queda mudo. Jamás había escuchado a Léon alzarle la voz a Emma.
Aunque entiende perfectamente los sentimientos de su cuñado.
Probablemente, porque son tan turbios como los suyos. Léon no ha soportado
seguir escuchando cómo defendían, sin argumentos y por pura lealtad, a un
hombre con el que odia estar en deuda y cuya mera mención le obliga a
enfrentarse a una parte de sí mismo que no quiere tener que contemplar. Un
hombre que le ha salvado la vida cuando estaba a punto de morir ahogado por
culpa de sus propias miserias.
Y al que, precisamente por eso, no puede perdonar.

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A la comisaría de Deauville se accede por el ala este del mismo edificio que
alberga el Ayuntamiento. Lena empuja la puerta acristalada, pregunta por el
comisario, un tal Duchet, y un agente la conduce directamente a su despacho.
El comisario es un hombre joven, atlético, de modales decididos. El
alcalde ya le había prevenido de su visita y la estaba aguardando.
Desgraciadamente no tiene ninguna pista nueva acerca del paradero de su
joya. Han vuelto a registrar el vehículo y la habitación de hotel del detenido,
sin éxito. Lo único con lo que cuentan de momento es con la información
proporcionada por la camarera del Normandy.
La mujer ha ratificado su declaración. Asegura que padece de insomnio y
lo único que a veces la ayuda a conciliar el sueño son los paseos por la playa,
así que la madrugada del jueves al viernes, incapaz de dormir, se vistió y
tomó la escalerilla de servicio que permite a los empleados bajar desde las
buhardillas donde se alojan hasta la calle sin transitar por la zona noble del
hotel.
Fue poco antes de llegar al rellano del segundo piso cuando vio a un
hombre vestido de esmoquin abrir la puerta que comunicaba con el pasillo
principal. El desconocido alzó la vista, sobresaltado por el ruido de sus pasos,
y entonces la camarera reconoció, sin ningún género de dudas, al célebre
Roberto Montenegro. Este tardó unos instantes en reaccionar, pero de
inmediato se alzó las solapas de la chaqueta y salió corriendo
precipitadamente, escaleras abajo.
Por lo demás, el detenido no tiene coartada ninguna para la noche de
autos. Nadie, en todo Deauville, le vio en ningún sitio el jueves pasado
después de que, sobre la medianoche, acompañara a Lena hasta la puerta de
su hotel, tras encontrarse con ella en la terraza del casino y tomar una copa en
su compañía. La teoría más factible es que cometiera el robo esa misma
madrugada mientras ella dormía, inerme y sin darse cuenta de nada.
Lena pide permiso para fumar y Duchet se lo concede presuroso,
complacido de encender él también un pitillo. El caso tiene prioridad
absoluta, puede asegurárselo, y están poniendo todos los medios a su alcance
para recuperar sus pertenencias.

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Ella agradece su ayuda, con un punto de conmiseración, porque por
mucho empeño que ese hombre y sus compañeros pongan, lo tienen muy
complicado para encontrar nada si continúan siguiendo una pista
completamente falsa. Y ella no va a ayudarlos a enderezar el rumbo. Suspira:
—Es todo muy desagradable. El señor Montenegro y yo somos viejos
conocidos. Por eso quiero hablar cara a cara con él. Me gustaría hacerle saber
que estamos dispuestos a retirar la denuncia si el collar reaparece.
Duchet comprende perfectamente. De hecho, en previsión de su visita, ya
ha mandado a sus agentes que vayan a buscar al detenido. La noche ha sido
serena y los calabozos no alojan más que a otro par de huéspedes, dos
ingleses que organizaron una trifulca beoda a la puerta del Brummel la pasada
madrugada. Los tienen allí durmiendo la mona y aún no han abierto el ojo.
Pero ese no es sitio para una señora como ella.
La acompaña hasta otra dependencia de la comisaría, una sala con las
ventanas enrejadas que da a un patio interior. Dentro no hay más que una
mesa de madera con dos sillas. Roberto Montenegro está sentado en una de
ellas. Se pone en pie al verla entrar, y los agentes los dejan a solas, como
acordado.
Lena guarda silencio. Ha mantenido las formas con el comisario, pero la
realidad es que está tan enfadada que no se siente capaz de empezar a hablar
sin que la rabia le brote a borbotones.
Montenegro se sienta en el pico de la mesa. Lleva el traje arrugado
después de haber dormido con él, pero, por lo demás, no podría parecer más
despreocupado. Al fin y al cabo, se sabe inocente. Seguramente confía en que
las acusaciones de la camarera acabarán cayendo por su propio peso.
Lena cruza los brazos. A la defensiva. Aunque no sabe bien por qué. Lo
cierto es que es ella quien está en posición de superioridad. Es la primera vez,
desde que conoce a Montenegro, que sabe algo que él ignora.
Al detenido le sorprende su hosquedad. Ríe:
—¿Elena? ¿No pensarás de verdad que he sido yo…?
Ella le interrumpe, displicente:
—Claro que no. Me desapareció del bolso el viernes, en el hipódromo,
después de que me lo devolvieras. Creo que me lo robaron en las tribunas.
Pero, obviamente, no podía contarlo. ¿Cómo iba a explicar que lo tenía allí?
Así que esperé a que Eliot me pidiese que me lo pusiera y fingí que había
desaparecido de la caja fuerte.
Se sienta frente a él, con las piernas cruzadas. Muy cerca. Tanto que uno
de sus tobillos le roza la pernera del pantalón. La proximidad con el cuerpo de

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Roberto le resulta placentera, pero no le gusta tener que mirar hacia arriba
para verle la cara. Se siente en desventaja.
Le indica la silla del otro lado de la mesa con un ademán imperioso:
—Siéntate.
Roberto alza las cejas, pero obedece. Se sienta frente a ella, recostado en
el respaldar, y cruza a su vez las piernas, como en un espejo.
Lena enciende un cigarro y luego le lanza la pitillera por encima de la
mesa. Él la atrapa, enciende un cigarrillo a su vez y se queda esperando. Sus
ojos tienen una chispa de curiosidad inocente que la solivianta aún más.
Nunca ha entendido cómo puede parecer tan exento de dobleces un hombre
que vive de engañar al mundo.
—¿Te han dicho cuánto tiempo te van a tener aquí?
—No mucho más, supongo. Mi abogado no ha llegado todavía. Estaba en
Saint-Malo, de vacaciones con su familia, y me ha costado localizarle. Pero
hay sitios peores. La noche me la he pasado jugando a las cartas con los
agentes de guardia en un despacho. Están muy orgullosos de haber atrapado al
famoso ladrón de los periódicos, pero me huelo que las pruebas que tienen no
les convencen mucho y están preocupados por si han metido la pata, así que
son amabilísimos.
Lena busca dónde arrojar la ceniza del tabaco y, a falta de otra opción, la
deja caer al suelo.
—Roberto…
Su voz suena ronca y su lengua hace rodar las erres con torpeza, extrañada
de esa intimidad reciente. Él se inclina hacia delante, atento por fin. Lena
observa sus movimientos lentos, su cuerpo flexible, tan remiso a ponerse en
alerta, y siente un cosquilleo caliente en el interior de las muñecas.
Se protege hablando con dureza:
—He sido yo quien ha hecho que te detengan. He pagado a una de las
camareras del hotel para que diga que te vio escabullirte la madrugada del
jueves al viernes desde la planta de mi habitación a la calle, por la escalera de
servicio.
Roberto la examina con incomprensión y Lena le sostiene la mirada.
Ambos saben que él no pisó el hotel en ningún momento a lo largo de
aquella noche. Que después de su encuentro, en la terraza del casino, cuando
no tuvieron más que decirse, Roberto se ofreció a acompañarla hasta su hotel.
Pero ella le pidió que no la dejara sola, que cogiese su coche y la llevase a
donde fuera. A un lugar donde no hubiera nadie que los conociese.

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Roberto obedeció y condujo sin rumbo hasta que, finalmente, detuvo el
vehículo en las inmediaciones de Houlgate, en lo alto de una de las colinas.
Salieron del coche a respirar aire fresco y se apoyaron en la carrocería para
fumar. A su izquierda brillaba la ciudad encendida. Al frente, el mar soplaba
negro.
No hablaron. Lena jugueteaba con su anillo de compromiso. No entendía
cómo podía sentirse tan perdida, ahora que por fin había conseguido la
seguridad tan ansiada desde siempre. Ahora que por fin estaba a salvo.
Roberto arrojó su cigarro a lo lejos y respiró hondo. Ella se giró, le miró a
los ojos y, sin más, se incrustó contra su cuerpo, largo y delgado, y él la
estrechó contra sí y la besó, primero en los labios y luego el cuello, cada vez
más rápido y con más calor.
Fue ella quien abrió la portezuela del coche para esconderse dentro con él.
Lo desnudó con una urgencia dolorosa y se agarró con anhelo a su cintura
estrecha, a sus brazos esbeltos y firmes, a su pelo. Las piernas de Roberto se
enredaban con las suyas, pero su rostro quedaba en sombras y Lena no podía
evitar pedirle una y otra vez que le hablara, que pronunciara su nombre para
escuchar su voz. Aun así, por momentos le invadía el miedo y entonces le
mordía los hombros, le besaba con más fuerza y le exigía que la aferrara más
fuerte para no perderse para siempre en la oscuridad.
No se acordó en ningún momento del collar, que debió perderse entre sus
ropas arrugadas y arrojadas al suelo del coche. Olvidado.
Pero nada de eso tiene ahora importancia. Lena cierra los ojos un instante,
y cuando vuelve a abrirlos se asegura de que en su mirada no quede ni rastro
de esos recuerdos:
—Sé que la historia de Léon Castel es mentira. Sé que no sacó el cuadro
de Italia. —⁠Le mira fijamente a los ojos⁠—. Y Eliot también lo sabe.
Se queda aguardando la respuesta de Roberto. Espera que al menos no
tenga la desfachatez de negarlo. No está dispuesta a seguir transigiendo. Pero
él, al cabo de un momento de reflexión, se encoge de hombros, sin más.
—Me imaginaba que podía pasar. Castel se podía romper por cualquier
costura. Era un riesgo. Aunque, sinceramente, esperaba que aguantase más
tiempo.
Tanto cinismo la exaspera. Silba, entre dientes:
—No deberían dejarle salir nunca de aquí, señor Montenegro. Se merece
que le encierren de por vida, si no es por el collar, quién sabe por cuántas
otras cosas.

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Se levanta y camina hasta la ventana para no abofetearle. Un gato atigrado
la observa con ojos redondos de incredulidad desde un rincón del patio
húmedo. Se gira y respira hondo, intentando mantener la voz serena mientras
le cuenta a Roberto todo lo que les reveló ayer la desdichada inglesa a ella y
Busson. Habla con frases secas. Distantes. Para dominar su enfado y su miedo
al mismo tiempo.
Trata de refugiarse en la lejanía del usted:
—Nunca terminé de fiarme, señor Montenegro. Lo sabe perfectamente. Y
le advertí que no iba a ser su cómplice.
—Elena…
—Basta de confianzas. Usted y yo no somos nada el uno para el otro. Ni
siquiera somos verdaderos socios, o no me hubiera utilizado de esta manera.
Lo único que quiero que me diga de una vez es de dónde ha sacado el lienzo.
Si es capaz.
Achica los ojos. La acusación es muy clara. Roberto sabe lo que sospecha
desde hace mucho tiempo.
Apabullado por su agresividad, se pone en pie él también, pero no se
acerca a ella. Le muestra las palmas de las manos, en son de paz:
—Elena, tranquilízate. No es para tanto. Después de todo, Kaplan tiene lo
que quería. Un cuadro legendario del que presumir ante el mundo. Y a él es a
quien menos le conviene que nadie se entere de nada.
Lena sacude la cabeza, incrédula. ¿Cómo puede tomarse a Eliot tan a la
ligera? Igual que días atrás, cuando cenaron juntos en el Normandy y se
empeñó en contar todas esas historias de coleccionistas americanos que
compraban piezas de trapero a precios de grandes maestros.
Su imprudencia la abruma.
A no ser que su calma no sea real. No sabe de él lo suficiente para poder
juzgar. Conoce mejor su cuerpo, después de una sola noche sobre la hierba de
una colina solitaria, de lo que ha logrado conocer de quién es y cómo piensa a
lo largo de los últimos doce meses. Pero está segura de que no es ningún
necio.
Quizá está intentando tranquilizarla. Nada más. Piensa en la noche de
hace un año en que su padre enfermo la llamó a su habitación. En los ojos de
maravilla con los que le entregó una llavecita oxidada y le pidió que abriera la
tapa del viejo arcón que guardaba en el fondo del armario. En el maravilloso
tesoro que conservaba envuelto en paños. En la historia que le contó. En la
farsa de Biarritz. E, inevitablemente, en la facilidad con que se vendió la

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copia de El Greco que Montenegro había elaborado discretamente en un
puñado de días.
Nadie sospechó nada. Aún hoy cuelga de las paredes de un museo privado
de Ginebra. Aparece en su catálogo y jamás se ha puesto en duda su
autenticidad. Pero no son cosas comparables. Su Greco nunca fue sometido al
escrutinio minucioso que ha pasado la Flaminia Triunfi.
O de eso quiere convencerse.
A pesar de su actitud beligerante, Lena sigue resistiéndose a nombrar en
voz alta sus sospechas. No son verosímiles. No hay absolutamente nada en el
Velázquez que pueda incitar a la duda. Ni un hilo de tela que no proclame a
gritos su maravillosa autenticidad. Pero nadie más que ella tiene siquiera un
atisbo de lo que Roberto es capaz de hacer con sus manos, y le cuesta creer
que el ejercicio de prestidigitación que ejecutó con el Greco de su familia
fuera algo único. Que no hubiera hecho nada parecido antes ni lo haya
repetido después.
Roberto hace ademán de ir hacia ella, pero Lena se lo impide con un
gesto. No está dispuesta a dejar que ningún sentimiento, ni viejo ni reciente,
se imponga a su enfado. Ese hombre no tiene ningún derecho a jugar con ella
ni a poner su porvenir en peligro. Y si lo ha encerrado en un calabozo ha sido
precisamente para que no se escabulla sin contestar a sus preguntas.
Regresa a la mesa y, con un ademán, le pide que vuelva a sentarse frente a
ella:
—Dime la verdad, por favor. ¿Qué es lo que ha comprado Kaplan?
—Un Velázquez. —Lena masculla una injuria y hace ademán de
levantarse, pero él la detiene⁠—. Elena, si Kaplan cree que ha comprado un
Velázquez, ha comprado un Velázquez. Eso es lo único que importa.
Lo mira a los ojos. Tienen la misma luz suave y un poco remota que de
costumbre, y, aunque su enojo no se ha debilitado ni un pellizco, siente, al
mismo tiempo, un impulso intenso de protegerle.
Sabe que Roberto no seguiría en Francia si ella no hubiera impedido que
escapara ayer por la tarde. Se lo dijo la otra noche. Tenía planes para
marcharse en cuanto tuviera el dinero. Así que seguramente desaparezca en
cuanto se descarte su implicación en el robo. Pronto estarán todos lejos. Eliot
zarpa mañana hacia Nueva York. Ella regresa a París por unos días. Solo para
hacer las maletas, despedirse y poner en orden sus asuntos.
Fantasea un instante con la idea de olvidarse de todo y no tomar el barco a
América, y sigue mirando a Roberto a los ojos. Al fin y al cabo, son esas
manos tramposas las que imagina paseando por su cuerpo por la noche, con

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los ojos cerrados, cuando es otro hombre el que la acaricia. Pero sabe que eso
es intrascendente. Lleva toda su vida obligada a ser una aventurera. No confía
en nadie más que en ella misma. Y menos que en nadie, en alguien que se
reserva para sí todos sus trucos.
Es hora de despedirse. Se pone en pie y Roberto la imita.
—Tiene suerte, señor Montenegro —⁠susurra⁠—. Lo último que desea Eliot
es que la historia que cuenta esa mujer haga ruido. Y yo tampoco quiero que
nadie pueda relacionarme con su farsa. Por eso no voy a hablar. Porque tengo
que protegerme a mí misma y tengo que proteger a mi padre. Y eso es ahora
mismo lo único que le protege a usted.

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1928

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A Iván Alexandróvich Voloshin lo conoció a principios del verano de 1928,
en el Hôtel du Palais de Biarritz.
Roberto se alojaba en una habitación con vistas al mar y el duque ruso
trabajaba de chófer y aparcacoches. Intimaron una tarde en que el radiador del
Isotta en el que Voloshin le conducía a San Juan de Luz echó a humear y
tuvieron que refugiarse a la sombra de una cantina cercana, a la espera de
ayuda.
Iván Voloshin tenía cincuenta y cinco años endurecidos y gastados. Era
alto, enjuto y hablaba, en voz baja y grave, un francés libresco y cultivado.
Tenía unos modales comedidos, extremadamente corteses y, para ser ruso,
apenas bebía. En realidad, no parecía muy ruso. La mayoría de los emigrantes
blancos apenas aguardaban a cruzar dos palabras con cualquiera para
proclamar sus títulos y su rango en la corte de los zares, así como el número
de condecoraciones obtenidas en la guerra contra los bolcheviques. Eran
criaturas imprevisibles, osos heridos, susceptibles y orgullosos, que en el
momento menos esperado salían de su letargo y con un rugido violento
bramaban a los cuatro vientos su poderío perdido.
La tristeza de Voloshin, en cambio, era callada y serena. Decorosa. Era
viudo. Había luchado en el ejército blanco y había abandonado Rusia tras la
derrota, junto a su única hija. Después de un par de años vagando por los
Balcanes, ambos habían recalado en Francia y, durante algunos años, él y la
niña habían podido vivir y mantener las apariencias vendiendo joyas de
familia. Hasta que el dinero se había terminado.
Aquel era el segundo verano que trabajaba como chófer de hotel.
No era el peor de los desempeños. Sabía de viejos compañeros de armas
que habían terminado en las fábricas de Renault y Citroën o en la industria
metalúrgica del norte. Quien le preocupaba era su hija. Tenía dieciocho años,
y podía considerarse afortunada porque era esbelta y hermosa y eso había
permitido que Lucien Lelong la contratara como maniquí. Voloshin conocía a
más de una princesa empleada como criada de la burguesía parisina.
A partir de aquella tarde, la relación entre Roberto y su chófer se hizo más
desenvuelta. En varias ocasiones, a lo largo de aquel verano, acabaron

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bebiendo vodka juntos, de madrugada, en la taberna que otro viejo oficial del
ejército blanco había abierto cerca del mercado. Y una de esas noches fue
cuando Voloshin le habló del dilema que le carcomía el espíritu.
La pobreza no le había desposeído de todo. Conservaba un tesoro en el
pisito desvaído, cercano al parque Monceau de París, que compartía con su
hija. Lo había heredado de su madre. Y esta, a su vez, de su madre y de la
madre de su madre. Era una obrita religiosa de El Greco pintada en Venecia,
un óleo de reducidas dimensiones que representaba la coronación de la
Virgen. Aquel trozo de tela, con sus vibrantes azules y amarillos, lo era todo
para él. Lo único que le unía ya a su familia desaparecida, a su pasado y a su
vida, engullida por las hordas rabiosas y desbocadas que le habían arrancado
de su patria. Por nada del mundo se habría deshecho de él. Contemplar el
rostro de la Virgen del lienzo era para él contemplar el rostro de su madre.
Prefería morir de miseria.
Pero ¿y su hija? Tenía que pensar en su hija. Con lo que ganaba como
maniquí no le bastaría para mantenerse dignamente si él faltaba un día, y cada
invierno se notaba el pecho más débil. De modo que quería pedirle un favor.
Que lo pusiera él a la venta. Era un experto y, como amigo, sabría tasarlo con
más justicia que nadie.
Roberto no prometió nada. Primero tenía que ver el cuadro. Así que,
aprovechando que le reclamaban en París para cerrar un trato, se presentó una
mañana en el apartamentito desangelado de la calle de Crimea, cercano a la
iglesia que los emigrados rusos habían adquirido un par de años atrás para
redecorarla al gusto oriental y convertirla en el corazón de su comunidad
malherida.
Le abrió la puerta la hija, Elena, una jovencita rubia con facciones
redondas y ojos de hada silvestre, de esas que les juegan malas pasadas a los
viajeros en los bosques solitarios. Aparentaba menos de los dieciocho años
que tenía y, desconfiada y reticente, de pocas palabras, no le quitó ojo de
encima mientras examinaba el cuadro, temerosa en apariencia de que fuera a
huir con él.
El lienzo era pequeño, unos cincuenta por sesenta centímetros, y no se
encontraba en el mejor de los estados. Por mucho cuidado que hubiera puesto
Voloshin, la pintura había sufrido con los desplazamientos. Pertenecía además
a una época poco conocida y, en consecuencia, poco cotizada del maestro
cretense, los años de juventud transcurridos entre Venecia y Roma. Una etapa
de transición en la que, tras descubrir a Tintoretto y al gran Tiziano, el artista
había decidido abandonar los panes de oro y las perspectivas arcaizantes de

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los tradicionales iconos ortodoxos a los que se había dedicado hasta entonces
y cambiar el temple por el óleo, pero en la que aún no había adquirido el
característico estilo de figuras alargadas y melancólicas, arremolinadas bajo
cielos turbulentos, por el que era más conocido.
Era una pequeña joya y los daños de la pintura tenían arreglo. No costaría
trabajo devolverle un aspecto prístino. Pero con las pinturas de Toledo y el
Prado en la mente, un lego jamás habría atribuido aquel cuadro a El Greco, ni
a primera ni a segunda vista, y eso lastraba su valor de mercado. Roberto
calculaba que podía venderse por unos diez o doce mil dólares, y así se lo
confirmó una rápida consulta con Van Winjen. Existía, sin embargo, una
forma de realzar su valor.
Había que inventarle una historia.
Lo que necesitaban era transformar aquel trozo de tela manchada de
pigmentos de colores en un verdadero objeto de deseo. Lograr que quienes
ambicionaran su posesión estuvieran dispuestos a pagar mucho más del precio
de mercado de una obra similar. Y para eso había que dotarla de una aureola
que la distinguiese de las demás. Convertirla en parte de una fábula.
Le costó convencer a Voloshin. Al principio, el ruso se negó en redondo a
tomar parte en ninguna representación. Pero Roberto persistió. El impagable
valor que él le otorgaba a su herencia familiar por razón de sentimiento no iba
a ablandar a ningún tasador. Solo había una forma de multiplicar su valor de
mercado. Tenían que transformar el lienzo, hasta ahora desconocido, en un
objeto preciado para el público.
Si el duque ruso acabó cediendo no fue por codicia sino por orgullo. Por
amor a su familia. Estaba dispuesto a cualquier cosa antes que ver a su hija
servir a uno de esos nuevos ricos que no sabían lo que era tener un sable entre
las manos, personajes que ignoraban lo que era enfrentarse a un ejército de
demonios diez veces superior en número, pero se atrevían a tratar con
altanería a quienes habían compartido la comida y el techo de los zares.
Y, sobre todo, porque una noche, por fin, en la intimidad de la taberna del
oficial del ejército ruso, Roberto acabó revelándole la segunda parte de su
plan. La que iba a permitirle conservar el tesoro familiar en su poder aun
después de haberlo vendido.
Decidieron fijar la fecha de la comedia para final del verano. Necesitaban
tiempo para prepararla. Lo primero era procurarse varias barajas con los
cantos redondeados de un modo imperceptible a la vista. Arriba a la derecha
para las jotas. A la izquierda para el as. El nueve y el ocho en los ángulos
inferiores. Afortunadamente, los dedos de Roberto estaban acostumbrados a

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los trabajos de precisión y el resultado fue impecable. Hubo que convenir
también una serie de señas minúsculas, invisibles para los espectadores, con
las que quien ostentase la banca indicara al otro la conveniencia o no de pedir
más cartas.
Por fin, a principios de septiembre, Voloshin se presentó en el casino a
media tarde, vestido de frac. Su aparición hizo alzar algunas cejas entre
quienes le reconocían, aunque para preparar el terreno, ya hacía días que le
había contado a uno de sus compatriotas, un portero de restaurante propenso a
la charla, una historia inventada: que había decidido vender la última joya
rescatada de Rusia que le quedaba, un anillo de esmeraldas, y jugarse el todo
por el todo frente al tapete verde.
La réplica le correspondía a Roberto. Se mostró impertinente con
Voloshin, maleducado incluso, hasta provocar un desencuentro un tanto
encendido y un desafío. Así acabaron instalados, poco después de caer la
noche, en una mesa alquilada al casino. Los curiosos los ojearon al principio
desde la distancia, dudando de si el público era bienvenido, pero ellos no los
desalentaron y poco a poco el disimulo fue disolviéndose y se fue haciendo un
pequeño círculo de curiosos a su alrededor.
Los espectadores no tardaron en darse cuenta de que la suerte estaba sin
ambages de parte del joven retratista español. Voloshin venció alguna mano,
pero cada vez que Roberto optaba por arriesgarse, cerca de los veintiún
puntos, las cartas se ponían a su favor.
El ruso no se inmutaba. Pidió que les sirvieran vodka, que se aseguraran
de que las copas permanecían llenas, y siguió jugando, lunático y obcecado,
hasta perder el último céntimo.
Roberto le ofreció entonces una forma de continuar la partida. Una
oportunidad de reponerse. Un todo o nada:
—Tengo entendido que aún conserva usted algo de verdadero valor. Un
tesoro que vino con su familia desde San Petersburgo.
La sonrisa de Roberto era provocativa. Cruel. Los curiosos contemplaban
al príncipe desplumado entre murmullos. Voloshin se encendió. Los labios le
temblaban.
—El Greco no está en venta.
—Y yo no quiero comprarlo. Solo le hago ver que es su única oportunidad
de reponerse. La única prenda que puede ofrecer si desea seguir tentando a la
suerte. Las damas y los caballeros que nos rodean nos sirven de testigos. En el
caso de que prefiera retirarse está en su derecho, por supuesto. No hay que
confundir la valentía con la temeridad —⁠sonreía, conciliador en apariencia,

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pero el tono meloso encerraba una burla evidente⁠—. Si me lo permite, me
encantaría invitarle a cenar. Para agradecerle las ganancias.
Quizá dio un paso más de lo debido. Cuando vio el temblor de mandíbula
de Voloshin comprendió que esa cortesía final, con su aroma a chacota, le
había herido de verdad, como si la provocación no estuviera acordada.
El viejo militar acometió el desafío sin pararse en cuentas. Roberto le
vigilaba, estupefacto, mientras se esforzaba por controlar el desarrollo de la
partida. El alma esteparia de Voloshin se había adueñado de su voluntad y
embestía con todas sus fuerzas contra el azar. Era todo fuego. A menudo
porfiaba a destiempo, olvidándose de reparar en los gestos ensayados. Parecía
luchar su última batalla contra los enemigos que le habían desposeído de todo,
ante las miradas absortas de los elegantes espectadores que aún conservaban
la esperanza de que el desesperado príncipe ruso lograra derrotar a ese
altanero pisaverde que le estaba arrebatando lo único que le quedaba.
Ninguno adivinó que a lo que asistían, entre luces de media tarde y
cortinas de damasco, no era sino a una obra de teatro, un cuadro barroco
puesto en pie para proporcionarle fama a un lienzo que no la tenía.
Tampoco supo ninguno del último acto, celebrado en privado semanas
más tarde, cuando Roberto regresó al apartamento de París a buscar la tela. Ni
se enteraron del esmero con el que se aplicó a reproducirlo con todo el
cuidado por el detalle aprendido de Van Winjen. Lo único que no copió
fueron los daños de las zonas roídas por el tiempo para que no le restaran
valor al resultado, y, cuando hubo terminado, cubrió la nueva pintura con un
barniz amarillento que empañara la imagen.
El siguiente paso era ponerla a la venta como si fuera el lienzo original.
La presunta Coronación de El Greco encontró comprador con una rapidez
inusitada y a un precio que, sin la comedia de Biarritz, habría sido
impensable, cuarenta mil dólares. No era una gran fortuna, pero sí suficiente
para que la familia dispusiera de una pequeña renta con la que sobrevivir en el
futuro sin tener que aceptar empleos indignos. Voloshin guardó el lienzo
original envuelto en paños en un cajón con doble fondo de su dormitorio y no
le contó la verdad a nadie, ni siquiera a su hija.
El golpe de Biarritz le proporcionó a Roberto una singular reputación. No
era aún, ni mucho menos, el personaje de la prensa popular en el que se
convertiría después, pero le dio nombre en ciertos círculos. Todos quienes
contaban en la alta sociedad querían posar para él. Aunque solo mostraba su
talento para el retrato con cuentagotas. Siguiendo los consejos de Van
Winjen, aceptaba pocos encargos, a una tarifa desproporcionada, y siempre

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como un favor especial. Una conducta caprichosa que lo hacía aún más
solicitado.
Su extraordinaria suerte y su sangre fría durante su partida contra
Voloshin le habían otorgado, además, una fantástica reputación de tahúr.
Cuando pisaba un casino se llevaba a rastras las miradas curiosas de otros
jugadores y las ojeadas subrepticias de los detectives del establecimiento,
atentos a descubrir qué trucos escondía bajo la manga. No escondía ninguno,
por supuesto, y perdía y ganaba con la misma regularidad que cualquier otro
cliente, pero nadie parecía fijarse en las noches en que se levantaba de la mesa
sin una ficha en las manos. Solo existían aquellas en las que la ruleta le
regalaba una racha de fortuna.
El mundo ya había decidido quién era, o más exactamente, quién quería
que fuera, y filtraba a su complacencia las señales que no correspondían con
la imagen que se había formado.
Fue por entonces, a finales de 1929, cuando Van Winjen se retiró del
negocio. Había logrado lo que ambicionaba. Una pequeña fortuna que le
permitía imitar al legendario Leo Nardus y retirarse a vivir como un marajá en
algún país del sur del Mediterráneo.
En los últimos tiempos habían firmado brillantes proezas los dos juntos.
Estudiadas, minuciosas, preparadas con el mayor esmero, como el holandés
exigía, pero con el toque de desafío que aportaba Roberto. Nada de obras de
etapas oscuras de pintores con producciones inmensas, sino pequeñas joyas
que volvían locos a los coleccionistas. Un Vermeer inacabado de los últimos
años del pintor. Un autorretrato de juventud de Rembrandt. Los dos hijos
mayores de Rubens, atrapados en un delicado momento de intimidad familiar.
Sin su socio, Roberto cambió poco a poco su forma de trabajar. Tenía
experiencia, contactos y había asimilado todos los trucos de meticulosa
orfebrería de Van Winjen. Había logrado, incluso, mejorar sus fórmulas,
añadiéndole minúsculas dosis de secativos elaborados con resinas. Pero era un
hombre rico. Ya no necesitaba arriesgarse tratando de colocar obras inéditas
en el mercado. Se había ido labrando una reputación de experto en pintura
española cada vez más sólida. Asesoraba. Restauraba. Y solo si estaba de
humor, ocasionalmente, trabajaba por encargo. Había coleccionistas fanáticos
que pretendían obras imposibles, y él se encargaba de conseguirlas.
Sus clientes favoritos respondían a un tipo muy determinado. Propietarios
de grandes fortunas a los que ni se les pasaba por la mente que pudieran estar
sujetos a las mismas restricciones del común de los mortales. Un tipo de
comprador muy poco escrupuloso con las filiaciones y que, cuando se

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encaprichaba de algo, solo se interesaba por obtener la pieza, sin importarle
de dónde procedía.
Roberto no tardó en tomarles la medida. Disfrutaba enormemente
burlándolos. Había aprendido a rastrear en los archivos en busca de
referencias a antiguas obras de los grandes maestros cuyo rastro se había
perdido con los siglos. Obras de las que se conocía el asunto, el año de
creación e incluso una descripción detallada, pero cuyo paradero se había
perdido por completo. Lo más probable era que la mayoría ya ni siquiera
existieran. Hasta que resurgían, mágicamente, en la intimidad de su estudio.
En cierta ocasión, se atrevió incluso con un apóstol de Ribera robado de
un castillo austriaco hacía apenas quince años y del que desde entonces no se
había vuelto a saber. En un alarde de osadía, Roberto decidió hacerlo resucitar
para cumplir con la fantasía de un canadiense obsesionado con comprar un
lienzo del Españoleto para su colección.
Pero era precavido. Se hacía rogar insistentemente antes de aceptar
cualquier encargo. Solo accedía, después de mucho vaivén, si la cosa le
resultaba lo bastante sugestiva. Y tardaba meses, a veces años, en conseguir
las piezas que le pedían. Eso si al final lograba dar con ellas. Una tasa
razonable de fracaso era imprescindible para no despertar sospechas.
Su colección personal era exquisita pero reducida. En buena parte eran
obras originales, que convivían en armonía, encantadas de proporcionarles
lustre, con un puñado de Montenegros de reciente factura que se exhibían a su
lado sin complejos. Solo si algún visitante insistía mucho, podía quizá
avenirse a considerar la posibilidad de desprenderse de alguno de ellos a
cambio de una de esas ofertas imposibles de rechazar.
Fue un tiempo apacible. Trabajaba solo cuando le apetecía y como le
apetecía. Se movía en círculos discretos, exclusivos, y si su nombre figuraba
en la prensa era solo en la lista de los invitados a una fiesta elegante.
Hasta que estalló el escándalo de la Saskia leyendo de Rembrandt.
En realidad, a quien conoció primero fue a la esposa de sir Edmund, en el
hotel Negresco de Niza, a finales de 1929. La relación fue breve y turbulenta.
Sin consecuencias. Ella era una mujer inteligente y atractiva, pero también
celosa, desmedida y dependiente.
Su marido resultó ser todo lo contrario. Un tipo cordial que le estrechó la
mano sin segundas intenciones cuando los presentaron, meses después, en el
Turf Club de Piccadilly. El matrimonio estaba ya roto y las andanzas de su
mujer no le preocupaban. A Roberto le resultó simpático de inmediato, y su

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mutua afición a las carreras de caballos los hizo buenos amigos en poco
tiempo.
El sonado robo —un Reynolds, dos Gainsboroughs y un valioso
Rembrandt⁠— tuvo lugar pocos días después de una de las visitas de Roberto a
la casa de campo de sir Edmund, situada cerca del hipódromo de Epsom. Pero
él no supo mucho más que lo que publicaba la prensa hasta un mes después,
cuando el inglés apareció por sorpresa en su casa de París para pedirle
consejo.
La historia era breve. El divorcio le estaba costando una fortuna. La
familia de su mujer estaba espléndidamente relacionada y sus abogados eran
implacables. Estaba ahogado en deudas y no quería mutilar su cuadra de
carreras, de modo que había pensado poner a la venta alguna de sus obras de
arte. Pero el momento no era boyante. La quiebra bursátil de Wall Street tenía
también en calzones a los inversores europeos, y lo que le ofrecían por los
lienzos era menos de lo que había pagado por ellos. Así que había fingido un
robo para cobrar el seguro.
Aún no había visto una libra, por supuesto. La investigación no se había
cerrado. Y estaba aterrado. Convencido de que lo iban a atrapar. Tenía los
cuadros escondidos en un hangar de Liverpool y no dormía pensando en que
la policía o los sabuesos de la compañía de seguros los descubrieran. Pero no
tenía corazón para destruirlos.
Roberto le aconsejó que confesara y entonces sir Edmund le confió su
verdadera intención. ¿Por qué no le ayudaba a venderlos? El Rembrandt, al
menos. Valía mucho dinero. Estaba seguro de que tenía que haber un mercado
para ese tipo de piezas. Y él tenía contactos. Podían compartir beneficios.
A Roberto no le quedó más remedio que desengañarle. Imposible. Ni el
comprador menos escrupuloso se metería en algo así. Una cosa era adquirir
piezas de procedencia oscura y otra comprar algo tan conocido. El riesgo era
enorme, y además era una inversión absurda. Ni siquiera podía mostrarse en
público.
—Me encantaría ayudarte, Edmund, en serio, pero no hay ninguna
posibilidad. Y menos con el Rembrandt, que es el que de verdad vale dinero.
Ha salido reproducido en la prensa de medio mundo. Hasta mi barbero sería
capaz de reconocerlo.
Pero el inglés era perseverante. Insistió. Hasta que Roberto acabó
proponiéndole una solución, sin comprometerse demasiado.
Vender el Rembrandt era absolutamente inviable, en eso fue firme, pero a
lo mejor se podía hacer algo con los otros cuadros.

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Reynolds y Gainsborough eran artistas extraordinariamente prolíficos. El
primero había llegado a pintar unos ciento cincuenta retratos al año y del
segundo había más de mil óleos catalogados. Las damas dieciochescas y las
niñas con perros en brazos de sus obras de compromiso se confundían
fácilmente unas con otras. Si lograban travestir los lienzos antes de ponerlos a
la venta, como en los tiempos de sus restauraciones creativas de la calle
Laffitte, era muy factible que nadie los reconociera.
Hasta ahí llegaba su participación. Se limitaría a retocar los cuadros para
disfrazarlos. Era un reto divertido. Pero no quería implicación ninguna en la
compraventa. A lo único que se ofrecía era a ponerle en contacto con Landi,
que quizá les encontrara salida en el mercado americano.
Sir Edmund aceptó, resignado, y a las pocas semanas cruzó el canal con
los tres lienzos escondidos en un yate de recreo. Roberto se puso manos a la
obra con los dos Gainsboroughs, Landi les buscó comprador y, a las pocas
semanas, las dos telas viajaron a Boston, convenientemente disfrazadas, sin
ningún incidente.
Envalentonado por el éxito, sir Edmund trató de convencer de nuevo a
Roberto para que le ayudara a vender el Rembrandt y, al recibir una nueva
negativa, decidió moverlo por su propia cuenta a través del corresponsal del
marchante de Boston que le había comprado los Gainsboroughs, un escocés
tan poco fiable que, a los pocos días, en la calle Laffitte empezó a correr el
rumor de que había en el mercado un lienzo que se parecía sospechosamente
al retrato de Saskia van Uylenburgh desaparecido meses atrás de una mansión
inglesa.
Cuando la policía intervino y se lo llevó detenido, el tipo no tardó ni
veinticuatro horas en decidirse a colaborar. Pero no conocía la identidad del
hombre que le había ofrecido el lienzo. Al parecer, era lo único con lo que sir
Edmund había sido precavido. Así que arrojó al azar el nombre de Landi, con
el que había tratado de la venta de los Gainsboroughs, y el de Montenegro,
porque había intuido que algo tenía que ver en la operación. Era un rastro
muy tenue, pero acabó conduciendo a los investigadores a casa de Roberto,
que, ajeno a todo, tenía el Reynolds de sir Edmund amontonado entre los
lienzos de su estudio, a la espera de empezar a trabajar con él.
Así fue como lo encontró la policía.
A partir de ese momento, todo escapó a su control. Negó que el Reynolds
fuera uno de los cuadros robados porque fue lo primero que se le ocurrió. Sir
Edmund corroboró su versión. Su mujer intervino desmintiéndolos a ambos.

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El galerista americano, implicado en el negocio, la contradijo a su vez. Los
peritos no se ponían de acuerdo. Y la prensa se frotaba las manos.
Roberto no perdió la calma. Estaba acusado de comerciar con obras de
arte robadas, pero era imposible que nadie encontrara pruebas de un robo que
no había cometido y, aunque los jurados populares eran imprevisibles, pronto
se dio cuenta de que mostrarse ante el público como el personaje aristocrático,
impasible y misterioso en el que los periódicos habían decidido convertirle
jugaba a su favor. Su abogado era optimista. La prensa pronto supo de su
amistad con sir Edmund. De sus visitas a su casa. De su relación con su
mujer. Y cuanto más se enredaba el asunto, más a su favor estaba la opinión
popular. En el colmo de la extravagancia, todos los días llegaban al juzgado
docenas de cartas a su nombre, repletas de encendidas declaraciones de amor.
Después de la absolución intentó no dejarse llevar por la vorágine. La
primera vez que abrió un periódico y vio publicada una de esas
rocambolescas historias en las que se le relacionaba con el robo de una joya o
un golpe en un casino, acudió a la redacción del diario a protestar, pero el
periodista se mostró casi ofendido. ¿Cómo podía molestarse? ¡Si su pluma
estaba a su servicio! ¿No comprendía que con ese tipo de historias ganaban
todos? El periódico y su reputación. Era una relación de simbiosis perfecta.
Se mostró escéptico. Le daba pudor seguirle el juego a la prensa. Pero no
tardó en comprobar que su nuevo renombre no le perjudicaba. Al contrario. El
público le consideraba una especie de mago con relaciones en los bajos
fondos, capaz de desenterrar cualquier tesoro. Como si de verdad fuera
Arsenio Lupin. Y a sus clientes no parecía importarles. Al contrario,
presumían de su amistad, encantados de que el mundo supiera de ella.
Él, por si acaso, mostraba una seriedad extrema en los negocios. No podía
permitirse ningún tropezón y actuaba con más parsimonia que nunca. Había
demasiados ojos vigilándole. De ahí que, por ejemplo, a pesar de recibir las
más extraordinarias ofertas, se negara en redondo a vender las dos joyas que
colgaban de las paredes de su casa. Dos monjes de Zurbarán que dejaban
embobados a todos los visitantes con su luminosa nitidez y sus rotundas
vestiduras en mil tonos de blanco.
Tenía que ser prudente. Y en el envés de ambos lienzos, en la esquina
inferior derecha, justo donde se unían la madera vertical y la pieza horizontal
del bastidor, donde nadie podía verlo, se escondía un minúsculo dibujo a tinta
negra. El esbozo de un folio en blanco sobre una roca. El mismo dibujo que se
ocultaba en el envés de todos los óleos que Roberto había pintado desde su

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primera visita al Prado, hacía ya más de un lustro, a imitación de las firmas
invisibles de Diego Velázquez.
Su pequeño pecado de orgullo.

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Verano de 1935

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Clara corre y corre hasta que no aguanta más las punzadas en el costado.
Corre porque no quiere que la policía la obligue a contar que ella y Luca
tienen la culpa de todo. Que si no se hubieran empeñado en jugar a los
ladrones de guante blanco Roberto estaría vivo.
En realidad, lo que debería hacer es ir a buscar a Luca a su casa y
contarle que la policía la está buscando. Es el único con el que puede hablar.
Pero no se atreve. Tiene miedo de que su amigo no esté igual de triste que
ella. Ayer estaba tan enfadado… Prefiere no verle de momento.
Así que cruza el puente para ir a buscar a su estudio al tío Gabriel. A él sí
puede contárselo todo. Él siempre la entiende. Es la persona que más se
parece a Roberto. Y el que más le quería. Seguro que está tan asustado como
ella. Clara sabe que ha estado en su casa esta mañana. Le ha escuchado
susurrar en la terraza, junto a sus padres, mientras ella se hacía la dormida.
Pero no se ha atrevido a bajar, no quería que nadie le preguntara nada.
Camina todo lo deprisa que puede pero, por mucho que intente no
escuchar, por mucho que agache la cabeza, cada vez que pasa frente a una
terraza o un corrillo de adultos le parece oír el nombre de Roberto
Montenegro. Todo el mundo habla de lo mismo. Incluso cree atisbar a Dora
Vernon, la amiga de su madre, sentada a la mesa de un café con un grupito
de mujeres desconocidas, inclinadas a la vez sobre un mismo diario. Se
escabulle a toda prisa para que no la vean y echa a correr de nuevo.
Clara no ignora qué tipo de cosas cuenta la prensa sobre Roberto porque
anoche, en casa del doctor Vidal, todo el mundo hablaba de lo mismo. Es una
historia de cuadros falsos. Dicen que los pintaba él. Además de ser un
ladrón. Pero a ella todos esos adultos le parecen idiotas. Se comportan como
si estuvieran leyendo una novela de intriga por entregas. Y ninguno es capaz
de entender que las aventuras han terminado para siempre porque Roberto
ya no está.
Apresura el paso para refugiarse cuanto antes en el estudio de su tío,
pero al llegar allí se le cae el alma al suelo. La baraja está echada. Y el
apartamento del piso de arriba tiene cerradas las contraventanas.

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No sabe qué hacer. Está a punto de sentarse en la acera y echarse a
llorar. No quiere estar sola. Pero tampoco quiere volver a casa. Echa a
andar, sin rumbo, y entonces, apenas gira la esquina, se encuentra cara a
cara con Luca.
No se lo esperaba. Y menos tan lejos de su casa, pero recuerda que la
sastrería de su padre está a pocos pasos de allí y él sigue castigado. Le hacen
ir a ayudar un rato todos los días. Seguro que viene de llevar algún encargo.
Su amigo la mira como si fuera un fantasma y se queda paralizado.
Ella también se queda inmóvil. No sabe qué decir ni qué hacer. No se han
visto desde ayer por la tarde. Cuando pasó lo que pasó. Pero eso ahora no
tiene ninguna importancia.
De pronto nota que se le infla el pecho con una pena inmensa. Luca sigue
sin decir nada. Y Clara se da cuenta de que ni siquiera parece triste. Así que
ella tenía razón en no querer ir a verle.
Está a punto de darse la vuelta, sin más, pero lo que sea que le infla el
pecho se le ha subido a la garganta y, de pronto, se echa a llorar.
Corre a abrazar a su amigo, olvidada de todo. Pero Luca da un paso
atrás.
Clara se queda desarbolada. No entiende nada y no puede contener el
sofoco. ¿Qué le pasa a Luca? ¿Por qué se comporta así? Nunca ha sido
rencoroso. Es cariñoso y bueno. Por eso es su amigo.
Entonces se fija.
Luca está muy blanco. Muy serio.
—Ya no podemos ser amigos, Clara. Nunca más.
—¿Qué dices? Claro que somos amigos. Ya ni me acuerdo de nada de
ayer. De verdad. Te he perdonado. Y estoy muy triste…
—No es eso. No es por lo de ayer. —⁠Luca la mira por primera vez a los
ojos y entonces Clara se da cuenta de que está todavía más asustado que
ella⁠—. No podemos ser amigos porque he hecho algo muy malo. Algo tan
malo, tan malo que tengo miedo de ir al infierno para siempre.

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Dos días antes

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Lunes

—Tenemos que devolverlo, Luca.


—No. Todavía no.
—Tenemos que devolverlo.
Clara sisea con rabia y se baja del caballito de un salto. Luca desciende a
su vez, tomándose su tiempo. Para hacerla esperar, seguro. El muy imbécil
está consiguiendo que se arrepienta de haber pedido a sus padres que lo
dejaran venir con ellos a las atracciones de feria que todos los años, durante la
Semana Grande, instalan cerca de la desembocadura del río. Casetas de tiro,
loterías, un tiovivo y una pequeña noria.
Luca sigue castigado. No le dejan ir a la playa ni salir a jugar. Por eso,
cuando su madre ha sugerido que bajaran al paseo marítimo a dar una vuelta
en familia, Clara ha preguntado si podían pasar a buscarlo. Seguro que si ella
lo pedía le dejaban salir un ratito. Su padre ha protestado. Está harto de tener
que cargar con el niño del sastre a todas partes. Eso ha dicho. Pero su madre
le ha mirado muy seria y él ha cedido. A Clara le parece que está arrepentido
de haberse enfadado tanto con todos a mediodía.
Menos mal. Porque ella tenía que hablar con Luca sí o sí. Han organizado
un lío muchísimo más gordo de lo que habían pensado. Y tienen que devolver
el collar inmediatamente.
Se lo ha dicho a Luca muy claro, hace un rato, mientras subían y bajaban
en los caballitos del tiovivo, aprovechando el estruendo de la música:
—Tienes que ir tú a por él, Luca. A mí no me dejan ir sola a Deauville.
—Yo tampoco puedo. Estoy castigado.
—Sí, pero a veces tu padre te manda a hacer recados. Si te envía al Royal
o al Normandy puedes acercarte al escondrijo en un pispás.
Sus padres caminan del brazo, parándose de vez en cuando a saludar a los
conocidos. Clara y Luca mastican sendas manzanas de caramelo y aprovechan
cualquier momento para quedarse atrás y seguir discutiendo en voz baja.
—Es que no sé cómo quieres hacer para devolverlo. A ver, ¿a quién se lo
contamos?

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Clara abre la boca para replicar, pero no se le ocurre nada. No lo ha
pensado. Porque la estrategia original consistía en aguardar a que se
descubriese el robo y todo el mundo se preguntase quién podía ser el ladrón y
entonces, por sorpresa, entregarle el collar a Roberto. Siempre habían dado
por sentado que él sabría qué hacer.
Pero ahora el plan se ha torcido. Del todo.
Ni hablar de confesarle la verdad a sus padres. Ni a la policía, eso por
descontado. La única idea que se le ocurre a Clara es decir que se lo han
encontrado tirado en cualquier sitio. Pero para eso tendrían que ir primero a
rescatarlo de las ruinas del Victoria Lodge.
—Yo no sé por qué te preocupas tanto, de verdad —⁠insiste Luca⁠—. ¿No
dice todo el mundo que Roberto Montenegro es como Arsenio Lupin? ¿Y no
se escapa Arsenio Lupin de la cárcel, como si nada, todas las veces que le
pillan? Pues que se escape él también si es capaz.
Habla con tal retintín que a Clara le dan ganas de hacer que se trague de
un solo golpe la manzana de caramelo:
—Eres un crío que no dice más que bobadas. Esto no es una novela. Es la
realidad. A ti lo que te pasa es que te quieres parecer a él y no puedes. Ojalá
te atragantes de la envidia.
Y, sin más, le deja plantado y se marcha con sus padres, que acaban de
encontrarse con el doctor Vidal y su mujer.
Menudo bobo. Ahora sí que lo tiene claro. Ni en sueños piensa contarle lo
que sucedió ayer en el hipódromo. Ni palabra del gran secreto que tiene
guardado en su habitación. Y mira que tenía ganas.
Después de la victoria de Juan Sin Miedo, cuando los dos hombres mal
vestidos se acercaron a Roberto, a Clara ni se le ocurrió pensar que pudieran
ser policías. Solo ha sumado dos y dos esta mañana, durante el desayuno,
cuando su madre le ha contado lo que decían los periódicos.
Aun así, lo importante es que ha cumplido con lo que le pidió Roberto.
Nadie ha visto lo que le entregó, delante de las narices de los dos agentes,
justo antes de que se lo llevaran. Ni siquiera ella se atrevió a mirar qué era lo
que había dentro de las hojas del programa de carreras hasta que no regresó a
casa y se encerró en su habitación. Y cuando por fin lo hizo se quedó de
piedra. Era un pasaporte. Pero un pasaporte muy peculiar. Aunque la
fotografía que aparecía dentro era la de Roberto, no era español, sino italiano.
Y el nombre del titular no era el de su amigo, sino el de un tal Carlo
Pellegrino, con residencia en Verona.
Un pasaporte falso…

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El corazón le trepidaba. No había duda. Roberto se lo había entregado
para que la policía no lo descubriera. La había convertido en su cómplice.
Así que lo escondió dentro de uno de sus libros de Arsenio Lupin,
dispuesta a guardarlo el tiempo que hiciera falta. Le pareció el sitio más
seguro. Donde menos posibilidades había de que nadie mirara.
Le da muchísima rabia no poder compartir el secreto con Luca. Un secreto
sobre el que no puede hablar con él es menos secreto. Pero no hay otra
opción. Tal y como se está comportando, no se fía. Le mira de reojo.
Ahí sigue, con cara de malhumor, dándole lametones a la manzana. Ella
saluda al doctor Vidal, que se asombra, como casi todos los adultos, de lo que
ha crecido en los últimos tiempos. La llama «mujercita». Y les pregunta a sus
padres por qué no la llevan con ellos mañana por la noche. Celebra una cena
en su casa.
Ellos le dan las gracias pero no quieren que moleste si le entra el sueño. Y
a Clara le da igual ir o no ir a esa cena de adultos. Lo que le preocupa de
verdad es lo insoportable que está Luca.
Alguien la agarra del codo. Es él, con cara de pena:
—Anda, perdona. Ven conmigo. —⁠Clara resopla, pero acepta
acompañarle hasta un banco cercano. Parece arrepentido⁠—. Esperamos un día
más, ¿vale? Y si Montenegro no ha salido de la cárcel mañana a estas horas,
buscamos la forma de devolverlo.
—Vale. Un día. Pero solo un día. Por un día más no creo que importe. Y
si sigue detenido, confesamos.
Luca asiente con fuerza. Lo que ella diga. De verdad. Pero no quiere que
estén enfadados. Además, tiene una cosa superinteresante que contarle:
—¿A qué no sabes a dónde me ha mandado mi padre esta mañana? A
llevarle una chaqueta a Kaplan. ¡Al gánster, ni más ni menos! ¿Y sabes quién
estaba también en su habitación? No te lo vas a creer. Casi me da un ataque al
corazón al verla. La mujer a la que le robamos el collar.
—¿En serio? —exclama Clara, impresionada⁠—. Qué miedo, yo me habría
puesto nerviosísima. Pero es normal que la mujer estuviera allí. Es su
prometida. Lo pone en el periódico. ¿Y sabes qué pone también? Algo
rarísimo. Pone que el collar lo han robado de la caja fuerte del hotel… Y eso
no puede ser, porque lo robamos nosotros en el hipódromo.
Luca sacude las piernas:
—¿Eso pone? ¿Seguro? Pues es todo muy raro. Ojalá me hubiera enterado
mejor de lo que decían el gánster y su novia, pero hablaban entre ellos en
inglés. Estaban como enfadados y les escuché mencionar a Montenegro. Eso

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lo pillé. Y algo creo que dijeron también de la policía. Estoy casi seguro. Pero
a lo mejor lo entendí mal.
—Pues ahí sí que hay un misterio de verdad. ¿Por qué crees que estarán
mintiendo los periodistas? ¿Les habrá pedido la policía que no digan la
verdad para ver si engañan al ladrón?
Su amigo se muerde los labios, caviloso:
—¿Sabes? Yo creo que esa mujer y Roberto tienen algún secreto. Si no,
¿por qué le dio la bolsita con el collar tan a escondidas el otro día, justo
cuando el americano no estaba? Pues para que nadie los viese. Yo creo que no
es la policía la que miente. Son ellos los que le están mintiendo a la policía.
Clara sonríe. Es una idea un poco disparatada, pero le gusta ese juego de
detectives:
—Es verdad que es raro. No sé. ¿A lo mejor es que Roberto se lo había
robado de verdad de la caja fuerte pero luego se arrepintió y se lo devolvió?
Yo creo que deberíamos investigar.
Está tan concentrada con sus cavilaciones que se ha despistado y un
mechoncito de pelo se le ha quedado pegado a la manzana de caramelo. Se
dispone a desprenderlo cuando se da cuenta de que tiene la mano izquierda
debajo de la de Luca. No se había fijado y no sabe cómo ha ocurrido, pero no
parece casual porque los dedos de su amigo están un poco cerrados, como si
quisieran sujetar los suyos.
Se pone roja como un tomate y no sabe si levantarse del banco de un tirón
o quedarse quieta y hacer como si no se hubiera dado cuenta de nada.
—Oye, Clara.
Luca habla muy bajito, con los ojos clavados en los zapatos.
—¿Qué?
—Toma.
Su amigo mete una mano en un bolsillo y extrae una pulsera de
cuentecitas azules y verdes muy bonita.
—¿Y esto?
—La he robado. Para ti. Es un regalo.
Clara no sabe qué decir. ¿Será verdad que la ha robado? ¿Como si fuera
Roberto? ¿Cuándo lo habrá hecho? Le da las gracias, un poco aturdida, y se la
coloca en la muñeca. No sabe muy bien qué contestar. Ella le ha hecho
regalos a Luca muchas veces. Pero este parece distinto y no sabe muy bien
por qué. Busca algo que decir para cambiar de tema:
—Oye, ¿y el gánster? ¿Hablaste con él? ¿Cómo es? ¿Se parece a los de las
películas?

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Luca levanta la vista y tarda un instante en contestar:
—No sé. Estaba muy serio. Yo creo que peligroso es, eso seguro. Y
menudos golpes habrá dado para ser tan rico. ¿No dice tu tío que el cuadro
que le ha comprado a Montenegro es el más caro del mundo? Tiene que ser
supermillonario, seguro. ¡Te puedes creer que me dio cincuenta francos de
propina! —⁠Luca habla y habla, cada vez más entusiasmado. Clara solo espera
que ahora no le dé por decir que quiere ser gánster también. Juguetea con las
cuentas de la pulsera y escucha, paciente⁠—. ¿Sabes lo que me gustaría saber
más que nada? Si tiene una banda a sus órdenes. Y si ha matado a mucha
gente… Si tiene metralleta y esas cosas. ¿Tú qué crees?

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Félix Oriot camina arriba y abajo y a cada poco se detiene para mirar por
encima del hombro del linotipista. El tipo ni se inmuta, como si estuviera
acostumbrado a tener una mosca cojonera acechando en derredor todos los
días mientras teclea y compone los textos que hay que enviar a imprenta.
Disimuladamente, Félix le lanza una ojeada rápida para espiar su
reacción. Es algo que todo periodista sabe. No existe intelectual más leído que
un linotipista curtido. Su reacción suele ser el primer aviso de que una noticia
va a causar sensación. Y él está convencido de que lo que tiene entre manos
es una bomba.
Por eso no quiso publicar nada ayer. Había que guardar la calma.
Verificar cuanto se pudiera verificar. Y pensarse muy mucho cómo enfocar la
información. De su pluma dependía que la historia se leyera como un capítulo
más de un folletín popular o como un verdadero escándalo.
A él, desde luego, le conviene el escándalo. Pero quiere causar sensación
y ser riguroso al mismo tiempo.
Puñetero Gabriel. Anoche, a medida que le escuchaba, le iban entrando
ganas, primero, de matarle, por ser un ruin y un sinvergüenza que había
planeado callárselo todo; y luego, a medida que el muy cabrón seguía
hablando y hablando, lo que le iba apeteciendo era darle un beso de tornillo y
llevarle en brazos al altar. Qué carajo. Se lo perdonaba todo. Incluso la
llamada inoportuna de esa mañana exigiéndole que parara máquinas.
Félix no tiene tiempo de atender a arrepentimientos tardíos. Se ha pasado
sentado a la mesa desde antes del amanecer. Él no tiene ni idea de pintura, así
que no sabía qué era verosímil y qué no en toda aquella historia, pero si lo que
le había contado Gabriel era cierto, existía una forma de comprobarlo.
El problema era que para eso debía localizar algún otro cuadro de los que
Roberto había vendido a lo largo de su vida. El Van Dyck de Marchal no
servía. Por lo que le había contado Gabriel, la prueba que buscaba solo podía
hallarse en las telas que su amiguito había pintado después de su primer viaje
a Madrid.
Se deja caer en una silla, agotado de dar paseos alrededor de la máquina.

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La solución más rápida había sido recurrir a Busson. Su colega había
escrito decenas de páginas sobre Montenegro, por fuerza tenía que conocer a
alguno de sus clientes. Además, le debía una.
El redactor de Le Petit Parisien no se hizo de rogar demasiado aunque,
para tener tantas ganas de devolverle el favor como decía, se puso bastante
pesado tratando de averiguar para qué necesitaba la información. Félix lo notó
un tanto a la defensiva, como si pensara que todo lo que tenía que ver con
Roberto Montenegro era su patio particular.
Pero él no iba a darle ni de broma la más remota pista de lo que buscaba.
Lo despachó contándole que seguía escarbando en su relación con Elena
Volóshina y quería saber si habían hecho negocios juntos en el pasado, y a
Busson debió parecerle que aquel callejón sin salida no tenía ningún interés
porque accedió a ayudarle de inmediato. Aunque, por lo visto, el asunto no
era tan fácil. La mayoría de los compradores eran millonarios extranjeros,
americanos sobre todo. Difíciles de localizar y más aún de convencer para que
colaboraran. Y los europeos estaban obsesionados con la discreción. Su mejor
baza eran dos o tres coleccionistas franceses con los que quizá pudiera
intentarlo.
Félix anotó concienzudamente los tres nombres, pero solo pudo contactar
con uno de ellos, y eso después de incontables llamadas. Un anciano inversor
franco-belga que le había comprado a Montenegro un retrato de los dos hijos
mayores de Rubens cinco años atrás por una auténtica fortuna.
Ahora quedaba lo más difícil. Insinuarle que su obra maestra podía ser
falsa, convencerle de que había una forma de cerciorarse, y persuadirle de que
quien hablaba con él no era ni un bromista ni un chiflado. Para ello, no le
quedó más remedio que recurrir, a la desesperada, a la mitad de la agenda de
contactos que había ido elaborando a lo largo de años de concienzudo trabajo
en Deauville. Proporcionó al coleccionista una docena de nombres que podían
atestiguar su impecable profesionalidad. Incluidos los de varios miembros del
Cuerpo de Policía. Estos fueron, probablemente, los que le determinaron, pero
aun así hubo de escuchar, con callada docilidad, las admoniciones de un
abogado de voz nasal, que le amenazó con las más terribles consecuencias si
el lienzo sufría algún daño en el proceso de desmontaje.
Todo para que, después de horas de sudores, el mamarracho concluyera
respondiendo que le daría una contestación en el curso de las próximas
semanas.
¡Semanas! Félix no podía esperar semanas. Estaba evaluando seriamente
la posibilidad de desahogarse pegándole unos cuantos cabezazos a la pared

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cuando sonó el teléfono. Era la hija del viejo inversor belga. Había estado
hablando con el abogado y con el conservador de la colección de su padre, y
había encargado personalmente que verificasen sus sospechas. Esperaba que,
al menos así, cesase su acoso hacia ellos y hacia sus amigos. Le volvería a
llamar en cuanto supiera algo.
Félix se sentó a redactar de inmediato. En su vida había visto avanzar tan
deprisa las agujas de un reloj. En dos ocasiones no pudo resistirse y llamó a
casa del coleccionista. Ni siquiera le atendieron. A las seis de la tarde se subía
por las paredes. A las siete se había comido todas las uñas de las dos manos.
A las ocho, por fin, sonó el teléfono.
La voz de la mujer sonaba hueca. Estupefacta:
—Tal y como usted sospechaba, señor Oriot. En la esquina inferior
derecha.
¡Sí! Félix quería ponerse a bailar de la alegría. Pero no tenía tiempo. Iba
contra reloj para terminar la pieza y llevarla a talleres.
—¿Qué tirada ha encargado, señor Oriot? ¿La misma de siempre?
Félix se endereza en la silla. El linotipista le mira de reojo sin dejar de
teclear.
—El doble.
El linotipista sacude la cabeza, sin interrumpir su labor:
—Pues se va a quedar corto.
Félix siente que el rostro se le ensancha en una irreprimible sonrisa. Si se
ha quedado corto, ya lo enmendará. Con lo que sabe sobre Roberto
Montenegro y su pasado, tiene material de sobra para tener al público
enganchado durante todo lo que queda de Semana Grande, de mes y de año.

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1934

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Nevaba con fuerza cuando Roberto descendió del coche frente a la Opera
House de Broadway para asistir al cóctel de Navidad que ofrecían los
patronos del teatro. Había llegado a la ciudad hacía dos semanas, después de
hacerse de rogar durante más de un mes por los hijos de un financiero de
origen cubano que querían tasar la colección de pintura española heredada de
su padre. Tres hermanos que desconfiaban tanto los unos de los otros que solo
se habían puesto de acuerdo cuando uno de ellos había propuesto a un
especialista europeo.
Durante la cena conversó de asuntos frívolos, escuchó a unos y a otros
presumir de sus colecciones de arte, aplaudió el brindis de La traviata que
interpretaron Beniamino Gigli y Toti dal Monte, y, pasada la medianoche,
acabó aceptando la invitación de un grupo de aficionados a las carreras de
caballos para continuar la fiesta en el Club 21, su sitio habitual de reunión.
Se encontraba en la puerta del teatro, aguardando al chófer, cuando se fijó
en el cartel que anunciaba la función del día siguiente, una representación de
El pájaro de fuego de Stravinski. Lo que le había llamado la atención era la
ilustración. Él no entendía nada de danza y ni se había fijado en los nombres
de los bailarines. Por eso tardó en darse cuenta y, cuando por fin lo vio, tuvo
que leerlo varias veces para reconocerlo.
Era el nombre de Anna. Estaba escrito en grandes letras rojas, en cabeza
del reparto.
Se olvidó de la nieve, del portero que le cubría con un paraguas servicial y
del conductor que aguardaba en su coche. Se olvidó del frío. Y se dio cuenta
de que sonreía como un bobo.
Se informó, el Club 21 estaba a apenas media hora a pie. Así que, a pesar
de la insistencia de sus acompañantes, que no comprendían su extravagancia,
decidió acercarse caminando. Quería estar solo. No tenía claro qué sentía. No
era sorpresa. Ni melancolía. Ni siquiera añoranza. Era una serenidad
inusitada.
De pronto se sentía protegido, arropado por la noche helada y el silencio
blanco de la nieve.

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No había vuelto a saber de Anna en todos aquellos años. Nunca respondió
a la carta que le había enviado desde Madrid. Quizá ni siquiera la recibiera.
Roberto no tenía manera de saberlo.
O quizá sí. Habría podido indagar, rastrear entre los viejos vecinos y
conocidos de Anna, en el entorno de la burguesía de la banca y las finanzas de
París. Sin duda habría dado con alguien que tuviera una pista que le ayudase a
encontrarla. Pero no lo había hecho. Aquella carta había sido una especie de
botella lanzada al mar. Si tenía que encontrar su destino, lo encontraría. Igual
que lo había hecho la nota de agradecimiento de la pensión de Deauville
tantos años antes.
Y, al final, había ocurrido. Había tenido que esperar ocho años, pero allí
estaba la respuesta a su misiva, en forma de pájaro fantástico que cubría con
sus alas protectoras a dos enamorados en la fachada de un edificio de Nueva
York.
No le resultó difícil, gracias a sus contactos, conseguir una entrada para la
noche siguiente. Lo que fue algo más costoso fue encontrar un emplazamiento
a su gusto. Le ofrecían una y otra vez invitaciones de palco, con el
consiguiente peaje en forma de compañía, charla y ceremonia social que no
estaba dispuesto a afrontar. Quería estar solo. Tuvo que pedir varios favores,
pero al final logró que le cedieran una butaca en segunda fila, entre dos
vecinos completamente desconocidos.
Llegó temprano al teatro, con tiempo de escuchar afinar a la orquesta.
Desde la primera vez que había pisado un teatro, en La Haya, hacía millones
de años, le parecía que no existía sonido más cargado de anticipación y
promesas en el universo. El la prolongado del oboe que anunciaba el sonido
discordante de vientos y cuerdas le ponía los vellos de punta. Y no quería
perdérselo. Necesitaba prepararse antes de ver a Anna. Estaba nervioso y
tenía miedo de no reconocerla. De que no le pareciera la misma. De que estar
cerca de ella no le reconfortara de la misma manera que en el pasado.
Miedos absurdos. En cuanto la vio cruzar el escenario, en un vuelo
centelleante, supo que era ella. Al instante.
Vestía con una gasa entretejida de plumas rojas y sus ojos, agrandados por
el maquillaje teatral, estaban llenos de luz. Era una presencia arrolladora, viva
y genuina, y al mismo tiempo inaprensible. Mucho más poderosa que la
amigable avecilla de color rosa que revoloteaba a través del escaparate de una
tienda de porcelanas hacía tanto tiempo.
Se había convertido en un ave bizarra e imperiosa. Pero era ella. Su
esencia libre y volátil seguía intacta, y a Roberto aquello le aligeró el corazón.

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Además, era tan evidente que era feliz… Cuando al final de la función se
acercó al proscenio a agradecer al público su ovación, su sonrisa
resplandeciente y su aleteo festivo desprendían una dicha inigualable.
Lo que no sabía era qué hacer ahora. ¿Debía ir a buscarla a su camerino?
No lo tenía claro. Recordaba la sinceridad con la que lo había abandonado
todo para ir tras ella años atrás. La claridad con la que había distinguido
entonces lo que quería hacer y la seguridad con la que había decidido. Ahora,
a pesar de su entusiasmo, lo cierto era que sus sentimientos no tenían la
misma espontaneidad ni la misma fuerza.
Finalmente, decidió abandonar el teatro sin hacerle saber de su presencia
y, al día siguiente, desde el hotel, le envió un ramo de flores con una nota.
Aunque cuando ella la leyera, él ya estaría lejos. Su barco zarpaba esa misma
tarde de vuelta a Europa. Pero Anna sabría que no la había olvidado. Que
deseaba volver a saber de ella. Más que un saludo, su mensaje era un hasta
luego. Un hasta un próximo encuentro.
Solo le quedaba una visita pendiente antes de dirigirse al muelle para
embarcar: la residencia de Jules Bache, el inversor que había adquirido años
atrás aquel supuesto autorretrato de Velázquez que los expertos habían
tardado tanto en atribuir al maestro español porque estaba tan sucio que su
pincelada resultaba irreconocible. El mismo que el avispado Duveen, el
galerista que acogiera a Roberto durante su estancia en Londres, había
restaurado y vuelto a oscurecer para darle una imagen de falsa solera
castellana antes de venderlo.
Roberto quería echarle un último vistazo antes de partir y su propietario,
que estaba ausente, había dado orden de que lo recibieran.
Lo que le llevaba de vuelta frente a aquella pintura no era su calidad
técnica, inapreciable bajo la restauración tan burda que había sufrido a manos
del cínico marchante británico, sino la posibilidad de que fuera, realmente, un
autorretrato del pintor. No era una teoría descabellada. La mirada de ese
desconocido era la de un hombre orgulloso, inteligente, seguro de su valía,
pero al mismo tiempo lleno de reserva. Una lástima que el granuja de Duveen
hubiera metido mano de manera tan evidente con esos acabados densos, esos
blancos amarillentos y ese fondo plano que apagaban irremisiblemente las
pinceladas de Velázquez.
Se quedó un buen rato contemplando a aquel caballero de hacía tres
siglos. Más de una vez, a lo largo de los últimos años, había tenido la
tentación de pintar su propio hidalgo de jubón negro, golilla blanca y bigotes

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altivos, y colgarlo en la pared de su salón a la espera de que picase cualquier
inocente.
Pero no lo había hecho.
Ante todo, por prudencia. Desde que el juicio por el robo en casa de sir
Edmund le había convertido en un hombre célebre, actuaba cada vez con más
circunspección. Y con Velázquez había que ir con un tiento especial. Su
producción era muy breve y un nuevo lienzo suyo planteaba muchas más
preguntas que en el caso de, por ejemplo, Rembrandt, de quien había más de
dos mil obras catalogadas.
Pensaba en todo aquello en el ático de aquella fastuosa residencia de la
Quinta Avenida con vistas a Central Park, a solas frente a la mirada sagaz de
ese hombre de negro. Se alegraba de haber perdido la soberbia de los veinte
años. Esa que le había llevado a consumar imitaciones de medio pelo, como el
Van Dyck de París. Pero también se preguntaba si no habría perdido algo más
por el camino.
Era una cuestión a la que no paraba de dar vueltas desde la noche anterior,
a la salida del teatro.
Llevaba una vida suntuosa, magnífica. Una vida que ni siquiera sabía que
fuera posible cuando era un niño. Y, sin embargo, no estaba seguro de que
nada, en su día a día, pudiera competir con la fuerza de la certeza con la que,
de adolescente, había sabido que estaba enamorado de Anna y tenía que ir a
buscarla. Pensaba en lo simple que era todo entonces. Incluso en la época en
la que se dedicaba a falsificar tablas del Quattrocento junto a Landi y
Bamberg en la calle Laffitte.
Y, de pronto, frente a la mirada indagadora de aquel hombre de hacía
trescientos años, supo, sin lugar a dudas, que no quería seguir.
Estaba aburrido, cansado de engañar a galeristas y millonarios llenos de
aires de suficiencia, y no se había dado cuenta hasta ese momento.
Retornó a Europa con la idea rondándole ya en la cabeza, aunque aún sin
forma definida. Fue a los pocos días, una madrugada de enero, en el corazón
del bosque de Saint-Cloud, con las manos paralizadas del frío y el pelo
moteado de hielo, envuelto en la nube de vapor que desprendía el cuerpo
ardiente del caballo que montaba tras el galope, cuando lo vio claro. Todo lo
que sentía en ese momento era real. El dolor ardiente en los dedos, la escarcha
en los pulmones, el sudor blanco que empapaba el pelo del animal, las voces
burdas de los jinetes que bromeaban ateridos de frío a su alrededor. Todo era
tangible, concreto, perceptible por los sentidos. Al contrario que su vida,

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diluida entre sombras, desvanecida y oculta tras su talento con el pincel y sus
mascaradas.
Aquella mañana, regresó a casa empapado y tiritando de frío, pero
entusiasmado.
Desde su vuelta de Nueva York, no había dejado de pensar en el presunto
autorretrato de Velázquez de Jules Bache. En la inexplicable mezcla de
franqueza y secreto que envolvía al maestro sevillano. En sus lienzos sin
nombre, sin firma, sin fecha ni orden de registro en archivo alguno.
Su método de trabajo era pura claridad. No ocultaba nada al espectador.
Todo estaba a la vista. Su técnica era transparente. Solo había que acercarse y
mirar. Las pinceladas de sus obras de madurez eran tan escasas que casi
podían contarse. Pero eso no bastaba para comprender cómo lograba pintar
como pintaba. Cómo había sabido que un único punto de luz plateada bastaría
para dar inteligencia a una mirada, dos sucintos trazos oscuros dibujarían un
bigote, un borrón azul o gris lograría transmitir la transparencia de la gasa o la
morbidez del terciopelo. Todo en él era leve, fugitivo.
Como su personalidad. Apenas se conocían cuatro detalles sucintos de su
biografía. El aprendizaje en Sevilla, el matrimonio con la hija de su maestro,
su talante flemático, los viajes a Roma, la ambición nobiliaria, la amistad de
Felipe IV, tan visible en el aprecio creciente con el que le retrataba a medida
que pasaban los años. Nada más. La vida y el alma de aquel hombre
prodigioso permanecían escondidas para siempre en el silencio oscuro del
solemne secreto castellano y los sombríos alcázares consumidos por las
llamas.
La idea era arriesgada. Casi una locura. Un alarde de virtuosismo
insensato. Pero no quería escabullirse por una puerta trasera. Antes de que se
cerrara el telón pensaba ofrecer un último espectáculo. Una gran reverencia
burlona. Y el corazón le latía más rápido de lo que lo había hecho en años.
Nunca había necesitado otra señal antes de dar un salto al vacío.
La historia que se estaba fraguando en su cabeza era soberbia. Luminosa.
El segundo viaje de Velázquez a Roma. El retrato perdido de una pintora
desconocida. El nombre de la mujer amada. El rostro secreto de la Venus.
Preparó el soporte con más minuciosidad de lo que lo había hecho en su
vida.
Al principio se hizo con un bodegón español del Siglo de Oro que tenía
las medidas exactas que buscaba para no tener que recortar el lino. Retiró la
pintura con un cuidado extremo, pero la imprimación de almagra subyacente,
propia del Barroco sevillano, no era la que utilizaba Velázquez en la época de

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su segundo viaje a Italia. El tafetán no tenía la calidad habitual de sus lienzos,
más finos y con una urdimbre más densa. Además, era muy poco frecuente
que el maestro sevillano reutilizara telas.
Finalmente, decidió buscar una artesana, que trabajara con telares
antiguos y encargarle la elaboración de un tafetán de lino con las
características requeridas. Ya se encargaría él de envejecerlo de modo que no
despertase sospechas. Su escrupulosidad llegó a tal punto que para elaborar el
albayalde buscó plomo de la época, extrayéndolo de las pesas de un reloj del
siglo XVII comprado en un anticuario. Y reunió poco a poco, con paciencia y
con la mayor escrupulosidad, los pigmentos habituales en la paleta
velazqueña, del bermellón de mercurio al amarillo de plomo, la laca roja, la
azurita o el negro de humo, todos de la mejor calidad.
Empezó a pintar a mediados de febrero y, durante semanas, no asomó la
cabeza fuera del estudio. Tuvo que practicar largas horas hasta lograr
reproducir la pincelada acuosa y fluida del maestro sevillano, que en la época
de su segundo viaje a Italia utilizaba capas tan delgadas de pintura que
resultaban casi transparentes, como una neblina a través de la cual se
vislumbraba la trama del lienzo. Su mano se deslizaba sobre la tela sin una
mínima duda, con una elegante sprezzatura y una certeza mágica, y para que
el resultado fuera creíble, Roberto debía imitarla con la misma seguridad, el
mismo descuido magistral, sin rastro de esfuerzo ni rigidez.
Trabajó con un perfeccionismo incansable hasta lograr imitar el brillo de
madreperla de los blancos, los colores diluidos y diáfanos, las pinceladas
evanescentes, casi a punto de desaparecer. Hasta conseguir una pintura tan
impalpable como una respiración.
Y, esta vez, decidió no incluir pentimenti, como hacía en otras ocasiones,
siguiendo el viejo consejo de Van Winjen. En la época de su segunda estancia
en Roma, la maestría de Velázquez era tan avasalladora que su técnica de
pintura alla prima, sin bocetos previos, se había convertido en algo
increíblemente libre que ni siquiera necesitaba esconder sus rectificaciones a
los ojos del espectador. Todas las pinceladas se mostraban a la vista con la
misma naturalidad, sin ocultar nada de su proceso.
Se aseguró también de que su protagonista estuviera a la altura. Flaminia
Triunfi debía mostrar esa dignidad incomparable que compartían los modelos
de Velázquez sin perder su individualidad. Su inteligencia tenía que brillar a
través de la mirada, sin trucos superficiales, y su autenticidad debía estar
fuera de toda duda. Su rostro debía desprender la misma energía serena, la

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misma seguridad desafiante que el rostro del hombre de negro que había
visitado en Nueva York.
La primera persona que vio el lienzo terminado fue Elena Volóshina.
Había aparecido en la vida de Roberto a final del verano del año anterior,
una noche de tormenta en que se había presentado en su casa sin previo aviso.
Acababa de saber, por boca de su padre enfermo, la verdadera historia de lo
que había sucedido con el cuadro de El Greco en Biarritz y venía a escuchar
su versión. A pedirle disculpas por haberle juzgado como le había juzgado
todos estos años, y a darle las gracias.
Y, aunque a las pocas semanas, los médicos anunciaron que el padre
sobreviviría a su enfermedad, ella se quedó a su lado, como una especie de
colaboradora.
Ya no era la adolescente flacucha y recelosa que Roberto había conocido
años atrás. Tenía los mismos ojos desconfiados, de criatura silvestre, pero era
una mujer hermosa y sofisticada con una belleza pulida y una apariencia
distante. Un anzuelo magnífico para los negocios. A los clientes les
avergonzaba regatear delante de ella y acababan pagando más de la cuenta
solo para impresionarla.
Roberto nunca le dijo a Elena ni una palabra más de lo que hablaron
aquella primera noche acerca de lo que sucedía en el secreto de su taller, y
ambos acordaron fingir que lo que había hecho con el Greco de su padre
había sido algo excepcional, que nunca antes había ocurrido ni había vuelto a
repetirse.
Elena no volvió a hacer preguntas, y Roberto siempre mantuvo la
distancia con ella. Era incuestionablemente hermosa. Sus ojos boreales
brillaban en la intimidad con un calor inesperado que resultaba perturbador.
Como el contacto de sus manos cuando rozaban las suyas al entregarle un
documento o una copa de champán. Y había algo tan aristocrático en todos
sus movimientos que era inevitable interpretar su compañía como un
privilegio. Más de una vez se había sentido tentado por esos labios escépticos
que solo sonreían en la intimidad.
Pero Roberto sentía que Elena Volóshina era una náufraga en busca de
una tabla de salvación a la que agarrarse, y eso le mantenía alejado. Aquella
mujer seguía con el alma prendida a los recuerdos de una infancia remota, y al
miedo y la incertidumbre de los años que habían seguido. Huía sin rumbo, ni
ella sabía de qué, buscando con ansia seguridad y protección. Era más
inestable y estaba más extraviada de lo que pudiera imaginarse. Y ya sabía

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demasiado sobre él y sobre aquello a lo que se dedicaba como para arriesgarse
a tenerla más cerca.
Cuando apareció Eliot Kaplan, Roberto acababa de llegar a un acuerdo
con Marchal para que fingiera que había sacado el cuadro de Italia.
No era un plan preconcebido. Se había reencontrado con el abogado por
casualidad, una madrugada, en la Coupole. La Flaminia estaba ya terminada,
oculta tras otras telas de su estudio, pero aún no tenía claro cómo sacarla al
mercado y, sin darse apenas cuenta, a medida que hablaba con Marchal, había
ido inventando toda la historia.
Por supuesto, ni se le pasó por la imaginación confesarle que el lienzo no
era auténtico. Le contó solamente que provenía de una liquidación familiar,
que nadie más que él había reconocido la maravilla que se escondía bajo un
montón de suciedad y barniz amarillento, que se lo había llevado a casa por
una miseria y que ahora lo que quería era dotarlo de una historia excitante
para ponerlo en valor.
Era consciente de que quizá estaba excediendo la medida, añadiendo a un
cóctel ya de por sí cargado la historia de los condes italianos perseguidos por
Mussolini. Más poesía, más emoción, más teatro equivalían a mayor atención
por parte de la prensa. Más ojos vigilando. Más posibilidades de ser
descubierto. Pero no le preocupaba. Al contrario. Su Flaminia Triunfi era un
sublime juego de espejos en el que se confundían la verdad y el deseo, y
Roberto estaba deseando que su protagonista cruzara por fin su mirada
indagadora con la de sus espectadores.
Ni siquiera faltaba el toque secreto. Su pecadillo de vanidad. La firma
oculta que incluía en todos sus lienzos desde aquella primera visita al Prado.
El pequeño papel en blanco posado sobre una piedra que siempre dibujaba, en
tinta china, en el envés del lienzo, antes de prepararlo para pintar y de
tenderlo sobre el bastidor.
Era imposible que nadie supiera que estaba allí, en la esquina inferior
derecha, a no ser que en un futuro su propietario decidiera desmontarlo para
restaurarlo. Pero podían pasar décadas. Y aun así tendrían que descubrirse
más de uno de los papelitos que había ido dejando a lo largo de los años para
que alguien empezara a atar cabos.
No sabía cuántas posibilidades había de que aquello ocurriera, pero no le
importaba demasiado. El corazón no le latía con tanto vigor desde un verano
casi olvidado de hacía ya catorce años.
Había llegado el momento de la partida.

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Verano de 1935

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Martes

Hace ya años que Roberto está acostumbrado a las ojeadas encubiertas, los
murmullos fisgones y los silencios charlatanes a su paso. La mayoría de las
veces, ni siquiera los nota.
Pero esto es diferente. Los ojos y los labios de los curiosos no han sido
nunca más entrometidos, más voraces que hace un momento, al verle bajar
del taxi y poner pie en el vestíbulo del Royal.
Es extraño. A una clientela con tanto mundo no debería llamarle de ese
modo la atención un presunto ladrón de hotel. O, al menos, debería saber
disimular mejor. Así ha sido siempre. Aunque lo cierto es que las miradas que
le siguen tienen hoy una carga distinta. Más intensa. Más intrusa que nunca.
Opta por ignorarlas, pide que le suban el desayuno y los periódicos de los
dos últimos días a la habitación y se dirige al ascensor.
El procurador ha ordenado su puesta en libertad a primera hora de la
mañana, a instancias de su abogado. Ni han encontrado ni pueden encontrar
ninguna prueba en su contra, más allá del testimonio, firme y repetido de la
camarera del Normandy. Pero, dado que sigue siendo el único sospechoso, el
juez de instrucción le ha impuesto ciertas condiciones para dejarle en libertad.
Le han pedido que entregue el pasaporte y le han prohibido abandonar los
límites de Deauville y Trouville. Si necesita desplazarse a otra localidad
deberá notificarlo y pedir permiso previo. Además, tiene que presentarse
todas las mañanas en la Prefectura de Policía.
Nada que le suponga un problema real. Tendrá que darle algún retoque a
sus planes de viaje, previstos para dos días atrás, pero no es algo que no pueda
solucionarse sin demasiada dificultad.
Siempre y cuando pueda recuperar su otro pasaporte. El que le entregó a
la sobrina de Gabriel el domingo.
Fue todo tan repentino que no vio otra alternativa más que confiar en la
niña, y no le pareció una opción tan desesperada. Los niños son mejores que
los adultos guardando secretos. Para ellos constituyen un privilegio, no una
ventaja de la que sacar réditos más adelante.

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Se mete en la ducha, para refrescarse y relajar los músculos entumecidos
por el banco del calabozo, y, cuando sale del cuarto de baño, ya están
aguardándole en el salón la bandeja del desayuno y los diarios de los dos
últimos días.
Ojea primero los del lunes. Los periódicos nacionales apenas dedican unas
pocas líneas a su detención. Pero El Mensajero de la Costa lleva la noticia a
media plana en primera, y está bien informado. Los contactos locales del
amigo de Gabriel saltan a la vista. Hoy, en cambio, la prensa nacional le
dedica mayor espacio al misterioso robo del collar de Elena. Y es El
Mensajero el que ignora el asunto.
Su primera página lleva una información mucho más impactante. E
inesperada. Tanto que a Roberto le cuesta comprender lo que está leyendo. Se
levanta de la mesa y sale a la terraza con el diario plegado en dos.
El titular es terminante:
Roberto Montenegro, falsificador de obras maestras. Su firma secreta, hallada en un
óleo de Rubens, le delata.

La noticia asegura que los propietarios del retrato de Clara y Frans


Rubens, a quienes Roberto Montenegro vendió el lienzo años atrás, han
encontrado un dibujito a tinta china en el envés de la tela que sería su sello
personal y demostraría que el cuadro no es auténtico. Más aún, según
«fuentes próximas al célebre retratista español», esa es la señal con la que
están marcadas todas sus «obras maestras de la falsificación».
El texto es, en realidad, una mezcla descarada de veracidad y fantasía. Lo
que el periodista no sabe lo rellena con datos de su invención y mezcla
informaciones asombrosamente precisas con cebos vagos, mediante los que
prepara el terreno para todas las extraordinarias revelaciones que, según sus
propias palabras, irá ofreciendo a sus fieles lectores en los próximos días
sobre la infancia y juventud del célebre Montenegro y sobre sus primeras
«hazañas».
En cualquier caso, a pesar de sus inexactitudes, lo que publica El
Mensajero contiene la suficiente verdad como para que solo haya podido
obtenerla de una persona.
Gabriel.
Y la culpa es solo suya. En ningún momento le pidió que guardara
silencio.
Por vanidad. Porque le parecía que su secreto era digno de ser contado.
Porque no quería que permaneciera dormido para siempre en las salas oscuras
de los museos y las colecciones de pintura privadas. Y porque hablar con él

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de todo lo que no podía saberse, con desembarazo, era un maravilloso alivio.
Él era el único que sabía quién era en realidad.
No había imaginado que fuera a correr a chivárselo todo a la prensa en
cuestión de horas.
Al menos había tenido la prudencia de no contarle por completo la verdad.
Había estado tentado. Al fin y al cabo, no deseaba que el secreto de la
Flaminia Triunfi permaneciese oculto para siempre. Pero la cautela se había
impuesto y se había retenido. Le había dado a entender que sus peculiares
empresas eran cosa del pasado, que ahora era un negociante honesto. De otro
modo, la Flaminia Triunfi habría podido ser la protagonista de esa primera
página esa misma mañana.
Pero eso apenas le da unas horas de ventaja. Kaplan está sobre aviso.

Lena contempla las maletas cerradas que reposan sobre la cama y acaricia el
sencillo collar de perlas que luce al cuello. No hay ninguna pista sobre el
paradero de su suntuosa gargantilla en forma de ave del paraíso, y mucho se
teme que quien quiera que la sustrajera de su bolso ya la habrá desmontado
para vender las piedras por separado.
Se marcha a París en el próximo tren. Es lo que ha acordado con Eliot.
Regresará a casa de su padre para despedirse e intentar convencerle de que
asista a la boda, en Nueva York, dentro de pocos meses, y tras arreglar
algunos asuntos pendientes zarpará en un próximo barco, rumbo a América, el
mes que viene.
Eliot también tiene preparado el equipaje. A media tarde sale para
Cherburgo. Allí le esperan, listos para zarpar rumbo al otro lado del Atlántico,
su secretario Rosenberg y la Flaminia Triunfi.
Lleva callado y torvo desde primera hora de la mañana, desde que se
levantó, se puso el batín y abrió la puerta de la habitación para recoger la
prensa del día. En cuanto vio El Mensajero descorrió las cortinas, sin
contemplaciones, y la despertó para que se lo tradujera.
La noche anterior la había pasado al teléfono, hablando con Nueva York.
Lena le había relatado el fracaso de su encuentro con Montenegro en
comisaría, pero la noticia no había provocado más que un frío comentario
sarcástico por su parte. Los planes no cambiaban. No había más remedio que
seguir preparando la presentación del lienzo en sociedad, dentro de dos
semanas. La noticia inundaba ya toda la prensa de la Costa Este, de la más
popular a la más sesuda y, escondiera lo que escondiera la historia del cuadro,

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lo primordial era que su autenticidad estaba fuera de toda duda. Si tenía que
lidiar con algún problema menor, ya lo solucionaría llegado el momento.
Ahora, sin embargo, todos los proyectos han saltado por los aires.
Llaman a la puerta y entra Santoro. Eliot ha decidido que la acompañe a
París y que se quede a su lado para asistirla en cuanto necesite. Lena se
pregunta si no será sobre todo para vigilarla. En los últimos días algo ha
cambiado. Tiene la sensación de que su prometido ha perdido la fe ciega que
tenía en ella y que hacía que la considerara una especie de precioso talismán.
Santoro ajusta las correas de las maletas y las levanta con la misma
facilidad que si estuvieran vacías:
—Cuando usted quiera, señorita Volóshina.
Lena asiente y cierra tras de sí la puerta de la habitación. El último
vistazo, de despedida, es para la mesita baja donde reposa, releído y arrugado,
el ejemplar de esta mañana de El Mensajero de la Costa, con ese titular
fatídico que ha hecho que todo se tambalee.

Clara escucha la voz de su madre, que le pide a la nanny que suba a buscarla.
Pero ella no le da tiempo. Al oír la campana de la puerta se ha asomado a la
ventana de su habitación con un presentimiento, y el corazón le ha dado un
brinco de júbilo al reconocer a Roberto Montenegro.
¡Estaba libre! ¡A pesar de que el collar del pájaro seguía escondido entre
las ruinas del Victoria Lodge! La alegría ha sido tan grande que casi ha tirado
la lamparita de noche de un salto antes de salir corriendo escaleras abajo.
Cuando irrumpe en el salón, se encuentra con que su madre tiene a
Roberto agarrado de un brazo, e incluso le da tiempo de ver cómo le sujeta
ambas mejillas con una mano y le propina un beso tan afectuoso que a ella
casi le hace morirse de vergüenza. Menos mal que su padre no está en casa.
Ha salido a dar su paseo de todas las mañanas. Porque, aunque no ha vuelto a
enfadarse tanto como ayer a mediodía, sigue poniendo mala cara cada vez que
alguien menciona el nombre de Montenegro.
—Clara, cariño, Roberto ha venido a pedirte una cosa. Mira a ver si le
puedes ayudar.
—Es una tontería. Me da un poco de apuro venir a molestaros por algo
así…
—¡Pamplinas! Las dos estamos encantadas de verte.
Clara se pone un poco roja ante el entusiasmo de su madre y Roberto
explica que el domingo pasado le entregó su programa de carreras, con todos

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sus favoritos anotados, por si querían utilizarlo de guía en las apuestas. Pero
la verdad es que, si no lo ha tirado, le gustaría recuperarlo. No tiene otro, y es
un recuerdo del día en que Juan Sin Miedo ganó el Morny. Pero va a
compensarla, se lo promete. Para empezar, la invita a tomar un helado o un
pastel, lo que prefiera.
Clara comprende de inmediato y sube corriendo a su habitación. Escarba
diligente entre sus libros de Arsenio Lupin y enseguida encuentra lo que
busca. Ahí sigue. El pasaporte italiano con la fotografía de Roberto. Lo
introduce entre las hojas del programa y regresa con la misma premura junto a
él y su madre, con las manos muy prietas, custodiando el tesoro.
Se lo entrega a Roberto con sumo cuidado y él le corresponde con un
guiño que solo ellos entienden. Su madre está tan contenta, charlando sin
parar, que ni se fija. Estaba segura de que su detención era un error, le dice. Y
él le explica que en la comisaría han sido increíblemente amables y que le han
pedido disculpas mil veces por la confusión.
—Pero aún tengo a la prensa encima. Espero que no nos moleste nadie.
Me he escabullido por la puerta trasera del Royal para esquivarla.
—Bueno, si ves mucho revuelo te traes a la niña a casa, ¿vale?
—No te preocupes. En un par de horas como mucho estamos de vuelta.

El teléfono del estudio ha sonado varias veces desde primera hora, pero
Gabriel no ha querido cogerlo. Es ridículo. No sabe de qué tiene miedo
exactamente. De que sea Félix preguntándole si ha leído El Mensajero. Sí, lo
ha leído. Es lo primero que ha hecho esta mañana. De que sea su hermana
Emma queriendo saber si hay algo de verdad en lo que se dice. O de que sea
el propio Roberto, pidiéndole explicaciones. En el café ha oído decir que ya lo
habían puesto en libertad y estaba de vuelta en el Royal.
Gabriel hubiera preferido no haber escuchado esa conversación. No tiene
claro que la puesta en libertad de Roberto sea una buena noticia, y le obliga a
buscar, aunque sea ante sí mismo, una excusa convincente para no llamar al
hotel y disculparse mil veces por haber sido un bocazas.
Lleva desde ayer buscando formas de quitarle gravedad a lo que ha hecho.
Todo lo que cuenta El Mensajero, al fin y al cabo, es que los propietarios de
un Rubens adquirido hace años a través de Roberto han encontrado un
dibujito en el envés del lienzo que, según se rumorea, puede ser su firma. Pero
ese hecho no tiene ninguna importancia por sí mismo. La tela está

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autentificada por los mejores expertos. Un papel y una piedra no significan
nada.
Al menos hasta que no haya más compradores que decidan darle la vuelta
a sus respectivos cuadros…
En cualquier caso, cuando las acusaciones adquieran forma, si es que lo
hacen, Roberto ya estará lejos. Gabriel no cree que haya abandonado sus
planes de desaparecer en algún lugar remoto.
Por eso no sabe de dónde le viene un presentimiento lóbrego que no le
deja en paz.
No es más que un pálpito. Pero algo le dice que Roberto estaba más
seguro dentro que fuera del calabozo.
Se asoma a la puerta del estudio y contempla el ir y venir de la mañana
apoyado en el quicio de la puerta. Las voces destempladas de las criadas que
vienen de comprar al mercado. Las miradas impertinentes de los veraneantes
de postín. Las salpicaduras que levantan las ruedas de los coches al pasar
sobre los charcos que ha dejado la lluvia de primera hora de la mañana. Y la
ciudad, con su indiferencia festiva, le resulta de pronto egoísta, ingrata.
Despiadada.
Es una idea un poco descabellada, pero de repente le asalta la certeza de
que ese no es un lugar en el que su viejo compañero de pupitre, con sus
cuentos fantásticos, sus dibujos improvisados y esa cortesía anticuada que le
impedía gastarles bromas a las niñas de la escuela de Cambremer, pueda
habitar mucho tiempo sin correr peligro.

Lena apenas intercambia palabra con Eliot camino de la estación. Van solos
en un taxi y Santoro los sigue en otro coche con las maletas. El Chevrolet
amarillo se ha quedado en el hotel. No se sentía con ánimos para conducir
hasta París, así que un chófer se lo acercará en un par de días.
Eliot casi no ha abierto el pico desde que leyó El Mensajero, a primera
hora, y Lena está convencida de que si se resiste a formular su temor en voz
alta es porque en el fondo aún le parece algo absurdo, inverosímil.
No le extraña. Desde que el domingo se enteraron de que Roberto les
había mentido, no han parado de barajar diferentes posibilidades. ¿Qué
secreto podía esconder la Flaminia Triunfi? Lo más probable era que fuese
robada. También cabía la opción de que Montenegro la hubiera comprado a
precio de saldo, sin informar al propietario anterior de lo que tenía entre
manos. O que el sevillano tuviera algún feo negocio a medias con algún

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heredero que pretendiera estafar a sus hermanos. Eliot había visto realizar
todas y cada una de esas maniobras más de una vez y de todas se había
aprovechado en algún momento. Pero Lena está segura de que ni siquiera se
le había pasado por la imaginación la posibilidad de que el lienzo pudiera ser
falso.
Que la Flaminia pueda ser hija, en todo o en parte, de los pinceles de un
Roberto Montenegro resulta incomprensible. Cada trazo, cada pigmento, cada
análisis científico de la técnica pictórica y la antigüedad de los materiales
hablan de su autenticidad. Todos los ojos que se han posado en ella han
llegado a la misma conclusión.
Sin embargo, esa duda es lo único que tiene ahora Eliot en la cabeza. La
terrible posibilidad de que Montenegro los haya engañado a todos y la
Flaminia Triunfi no sea más que una formidable bufonada.
Lena está convencida, porque ella tampoco puede apartar de su mente la
misma sospecha.
Y lo peor de todo es que ya recelaba cuando condujo a Eliot a la cámara
blindada donde se encontró por primera vez con la Flaminia, en París. Pero
no había querido ni pensarlo. Se había dicho que una cosa era reproducir al
más mínimo detalle un óleo pequeño y modesto como el Greco de su familia,
con un valor de mercado limitado, y otra crear de cero algo tan inusitado,
capaz de concitar la atención del público de esa manera, una pieza tan
magistral que ningún experto fuera capaz de encontrarle falla.
Tampoco había querido escuchar su intuición cuando el periodista de Le
Petit Parisien les había hablado de ese misterioso Van Dyck en el que habían
hallado pigmentos modernos pero cuya superficie no reaccionaba en contacto
con el alcohol. En su lugar, había decidido secundar las deducciones erróneas
de Eliot y de Busson que, aparentemente, lo explicaban todo. Porque no
quería saber.
Y ahora es demasiado tarde.
Las medias palabras de Roberto, ayer, en comisaría. Su actitud burlona.
Su negativa a decir ni una sola palabra sobre la procedencia de la tela… Era
toda una confesión encubierta. Lena está convencida.
Lo que más la intranquiliza es el silencio de Eliot.
Esta mañana, mientras ella terminaba de hacer las maletas, su prometido
ha tratado de ponerse en contacto con los propietarios del Rubens, sin éxito.
Su abogado no les permite hablar con nadie. Al parecer, ya están bastante
arrepentidos de haber dado pábulo al periodista que los llamó ayer y ha puesto
su nombre en boca de todos. Pero Eliot no va a conformarse. A Lena no le

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cabe duda de que va a tirar de todos los hilos a su alcance para hallar la
verdad. Y le inquieta que no la haga partícipe de sus planes.
Bajan del coche en silencio. Tampoco se dicen nada camino del andén.
Finalmente, cuando está a punto de subir al vagón, Eliot la besa y le susurra
cuánto la va a echar de menos hasta que vuelvan a verse, pero es un
romanticismo formulario, de pega. Su mente está en otro sitio. Ella responde
con una promesa distraída de fidelidad y otro beso acorde a esa despedida
insustancial.
Solo en el último momento, Eliot la agarra de la mano y la mira a los ojos.
Tiene la mandíbula tensa. Ahora sí está presente en cada una de sus palabras:
—He llamado a Rosenberg antes de salir. Le he pedido que desmonte el
lienzo y compruebe que la Flaminia no esconde ninguna firma secreta en una
esquina.
Lena apenas sabe qué decir:
—¿Y si lo daña? Es una operación delicada.
—Será cuidadoso. Pero hay que hacerlo, gatita. Y debe hacerlo a solas y
en secreto. No puede haber testigos. No te preocupes. Está todo previsto. He
mandado llamar urgentemente a un restaurador de París y viene ya de camino.
Si todo está en orden, tal y como espero, tendrá tiempo de volver a montar el
lienzo en el bastidor antes de que el barco zarpe.
—¿Crees que hay posibilidades de que…?
El rostro de Eliot se mantiene imperturbable:
—No. Pero no podemos llegar a Nueva York sin tener la certeza.

En cuanto el camarero que les ha traído la limonada con yerbabuena se aleja


de su mesa, Clara se inclina hacia delante y susurra:
—No se lo he enseñado a nadie. A nadie, de verdad. Ni siquiera a Luca.
Ni al tío Gabriel.
Roberto le ha dado las gracias con mucha solemnidad por haber guardado
tan bien su secreto y Clara se siente halagada, pero también un poco culpable.
Quiere estar segura de que él comprende que es su amiga y que no le
traicionaría nunca, nunca, nunca, antes de confesarle lo que le tiene que
confesar. Por eso tampoco se atreve a preguntarle por el pasaporte italiano
que escondía el programa de carreras y que él ha guardado con tanto cuidado
en el bolsillo interior de la chaqueta en cuanto han salido de casa, por qué
tiene un nombre y una nacionalidad que no son las suyas y por qué lo llevaba
encima cuando le detuvieron.

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No le parece honesto interrogar a Roberto sobre nada antes de haber
confesado. Y no tiene nada claro que su hazaña le vaya a hacer gracia después
de haber pasado dos noches en el calabozo por su culpa y la de Luca.
Se inclina sobre la pajita y aspira un poco de limonada.
—¿No está muy ácido? —pregunta Roberto.
Clara sacude la cabeza. No, está perfecta. Le gusta así. Y casi sin pausa
añade:
—El collar lo robamos nosotros. Luca y yo.
Tarda un poquito en atreverse a levantar la vista y mirar a Roberto a los
ojos.
Cuando por fin se atreve, se encuentra con que él también la mira.
Fijamente. Muy profundo. Sin decir nada. Y Clara no puede contenerse y
rompe a hablar otra vez, aturullada:
—Lo sentimos mucho, de verdad. No nos imaginábamos que fueran a
echarte a ti la culpa. Y no sabíamos tampoco que fuera algo tan valioso. Ni
siquiera sabíamos qué era cuando lo robamos. Solo queríamos demostrarte
que teníamos madera de ladrones para que confiaras en nosotros y, luego,
cuando menos te lo esperaras, devolvértelo. No pensábamos que se fuera a
liar una tan gorda…
Solo entonces se da cuenta de que Roberto está sonriendo. No con los
labios, pero sí con los ojos. No está enfadado con ella. De pronto se echa a
reír y Clara ríe a su vez, en voz baja, de alivio y también de orgullo, un
poquito:
—Íbamos a confesar, de verdad. Si no te dejaban libre hoy pensábamos ir
a buscar el collar y devolverlo. Luca también estaba de acuerdo.
Roberto se recuesta en la silla y vuelve a mirarla a los ojos como antes,
con los párpados un poco guiñados, y a Clara le cosquillea el estómago. La
verdad es que a lo mejor sí tiene un poco de razón Luca cuando la acusa de
pensar que es muy guapo. Pero está segura de que nunca jamás lo ha dicho en
voz alta.
—Madre mía. Así que vosotros sois los misteriosos ladrones. No me lo
puedo creer. No, no te preocupes, no estoy enfadado, no pongas esa cara tan
seria. De verdad, la culpa no es vuestra. Es toda mía. Ya me advirtió tu tío
Gabriel que os estaba metiendo demasiados pájaros en la cabeza. ¿Seguro que
te gusta la limonada?
Clara asiente de nuevo y le pega un sorbo largo. Ahora que está más
tranquila ha empezado a fijarse en las miradas de los paseantes, en cómo

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murmuran disimuladamente al reconocer a Roberto, y se siente importante
sentada a su lado. Estira la espalda y se alisa la falda sobre las rodillas.
Por fin, se atreve a preguntarle por ese pasaporte italiano tan extraño.
Él se queda dudando un momento. Seguro que es un secreto y no sabe si
fiarse de una niña de once años.
—Pensaba marcharme de viaje después de las carreras. Al extranjero.
Eso no explica muy bien por qué en el pasaporte aparece con otro nombre.
Ni por qué pone que es italiano. Cuando en las películas y en los libros
alguien tiene un pasaporte con datos falsos es porque quiere hacer algo ilegal
o porque quiere escapar del país a escondidas. Pero Roberto no tiene ningún
motivo para fugarse, que ella sepa.
Lo único que ha quedado claro es que pensaba marcharse el domingo
pasado, sin avisar a nadie ni decir adiós. Si es así, casi que se alegra de que la
policía le detuviera y le metiera en el calabozo. Le está bien empleado por
querer marcharse a hurtadillas, piensa, contrariada, pero enseguida se
arrepiente de su actitud. Esos son pensamientos de niña mimada. Roberto
tiene que tener sus motivos para actuar de ese modo. Seguro.
También entiende mejor la importancia del pasaporte con nombre italiano
que acaba de devolverle. Roberto lo necesita porque el suyo, el de verdad, ya
no lo tiene. Hace un rato le ha contado a su madre que le han obligado a
entregárselo al juez para dejarle en libertad. Se inclina otra vez sobre la mesa
y le hace un gesto a su acompañante para que se acerque, antes de preguntar,
en un susurro casi imperceptible:
—Si aparece el collar te devolverán el pasaporte que te han quitado,
¿verdad? Porque lo tenemos escondido en las ruinas del Victoria Lodge. Te
puedo explicar dónde está. Teníamos pensado decir que lo habíamos
descubierto jugando. Yo no puedo ir a buscarlo porque no me dejan ir sola a
Deauville, y Luca tampoco porque está castigado, pero es muy fácil de
encontrar.
Roberto la tranquiliza. No pasa nada porque el collar se quede donde está.
Él no puede ir a buscarlo. No puede arriesgarse a que le vean enredando entre
las ruinas de una casa abandonada después de lo que ha pasado. Pero no tiene
importancia. No necesita el pasaporte que custodian en el juzgado para nada,
explica, con un toque rápido a la altura del pecho, donde ha guardado el
documento con su foto y el nombre de Carlo Pellegrino que ella le ha
entregado. Además, la señora a la que le robaron el collar va a casarse dentro
de poco con un hombre muy rico que puede comprar cien joyas como esa con
un chasquido de dedos.

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—Sí, lo sé —responde Clara—. Lo he leído en el periódico. Se va a casar
con el gánster americano.
—¿El gánster? —Roberto se echa a reír, sorprendido⁠—. ¿Por qué piensas
que es un gánster?
—No lo pienso yo. Lo piensa Luca. Me ha contado que el tío Gabriel y tú
decís que es un gánster. Y a él también se lo parece. Lo vio ayer en su hotel,
cuando fue a llevarle una chaqueta que le había hecho su padre.
—Bueno, espero que al menos no se lo dijera a la cara… Kaplan es un
hombre de negocios. Es el comprador de la Flaminia Triunfi.
Eso Clara también lo sabe. Lo ponía en el periódico. Pero le encanta que
Roberto le cuente cosas de igual a igual. Cualquier otro adulto le habría
ordenado que fuera inmediatamente a buscar el collar a las ruinas de Victoria
Lodge y luego le pidiera disculpas a sus propietarios, para enseñarle una
lección. Pero él es distinto a todos los demás.
—Roberto, ¿por qué tienes un pasaporte italiano? ¿Dónde te vas a ir?
Se muerde el labio. No sabe si ha metido la pata. Roberto achica los ojos
de nuevo y, sin venir a cuento, le pregunta cuál es su pastelería favorita. ¿Qué
tal si van a comprar unos merengues? A su madre le encantaban cuando eran
jóvenes.
No ha respondido a su pregunta, pero tampoco parece que le haya
molestado. Clara no sabe muy bien qué pensar, así que le guía hasta el
establecimiento donde compran pastas de té los domingos y los días que
esperan visita. Pero a Roberto no le interesan los dulces refinados. Pide que le
sirvan más de media docena de merengues de diferentes sabores, de los más
grandes que hay en la tienda. Luego emprenden el camino de regreso a casa a
través de las callecitas adoquinadas de Trouville, aún húmedas de la llovizna.
Clara se da cuenta de que la gente los mira de reojo mientras pasean y
hasta murmuran a su paso al reconocer a Roberto. Cuando eso ocurre,
endereza los hombros, ufana, presumiendo de ser su acompañante.
Entonces, al doblar un café que hace esquina, repara en un hombre con
una barriga enorme que está leyendo el periódico. Lo tiene desplegado por
completo y le es imposible no fijarse en las letras enormes del titular.

Roberto Montenegro, falsificador de obras


maestras
Gira la cabeza, boquiabierta, pero él no hace ningún gesto ni se da por
aludido. A lo mejor no lo ha visto. Sigue hablando de una vez en que su
madre se comió, de una sentada, tres pasteles más grandes que los que han

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comprado hoy. Pero Clara tiene miedo de perder la oportunidad si regresan ya
a casa. Además, desde que Roberto le ha dicho que antes de que lo detuvieran
pensaba irse sin avisar, tiene miedo de que vuelva a hacer lo mismo y nunca
más vuelvan a verse. No logra retenerse más. Se detiene y le pega un tirón de
la manga:
—Roberto, ¿no te vas a despedir antes de irte?
Él se para también. Están en una callecita tranquila, sin gente:
—Ya me estoy despidiendo. —⁠Sonríe de nuevo y le revuelve el pelo,
igual que su padre cuando está de buen humor, y luego introduce la mano en
uno de los bolsillos de la chaqueta⁠—. Por eso quería que diéramos un paseo tú
y yo solos. Quiero hacerte un regalo antes de irme. Para darte las gracias.
—¿El regalo no son los pasteles?
—No, no son los pasteles. El regalo es este. Es tuyo. Pero con una
condición.
Roberto tiene un sobre en la mano. A Clara le cautiva que le hable con
tanta gravedad. Eso demuestra que la toma en serio. Asiente. Está dispuesta a
cumplir la condición que sea. No por conseguir el regalo, sino por no
defraudarle a él.
—La condición imprescindible es que no se lo puedes enseñar a tus
padres hasta mañana. Ni una palabra a ninguno de los dos. ¿Prometido?
—Prometido.
—Si lo ven, dirán que no puedes aceptarlo e intentarán que lo devuelvas.
Querrán hablar conmigo. Pedirme explicaciones. Y ahora mismo no tengo
tiempo para esas cosas.
Clara sujeta el sobre con ambas manos, sin atreverse a abrirlo.
—¿Y mañana ya no protestarán?
—Claro que protestarán, pero yo ya no estaré aquí y no les valdrá de nada.
Aunque eso no deben saberlo —⁠concluye Roberto posando un dedo
silencioso sobre sus labios⁠—. Esta noche voy a verme con ellos. Me ha dicho
tu madre que estamos invitados a la misma cena. Así que es mejor que no
sepan nada. Tendría que darles muchas explicaciones y no las entenderían.
—¿Esta noche? ¿En casa del doctor Vidal?
Ella también estaba invitada pero como le daba igual ir o no ir, sus padres
han decidido que se quede en casa. Y ahora resulta que Roberto estará allí. Va
a tener que hacer cambiar de opinión a sus padres como sea, aunque tenga que
insistir e insistir.
—Eso es. Es mi última noche aquí. Luego me marcho. Y no quiero
discutir con tu familia.

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Clara comprende lo que quiere decir Roberto. Sus padres son muy buenos,
pero hay cosas que no son capaces de entender. Sobre todo su padre. Cosas
como el pasaporte falso que ella ha tenido oculto en su habitación estos días.
O que Roberto esté planeando marcharse a escondidas a pesar de la orden del
juez.
—¿No vas a abrir el sobre? —⁠pregunta Roberto.
Clara titubea. No pensaba hacerlo hasta que no estuviera sola en casa.
Roberto ha hecho que parezca todo tan emocionante que tiene miedo de que
el contenido la decepcione. Pero como él insiste, no le queda más remedio.
Dentro del sobre hay unos papeles doblados. Una especie de cartilla llena
de sellos. En la portada viene el nombre de Juan Sin Miedo y, dentro, el
dibujo de un caballo. Además, hay otro papel plegado en dos, con más sellos
y la firma de letras grandes de Roberto debajo de unas líneas que dicen que la
propiedad del potro Juan Sin Miedo pasa a ser, a partir del día de hoy, de la
señorita Clara Castel.
Era verdad, piensa Clara. Lo que contenía el sobre era algo absolutamente
maravilloso.
No se atreve a levantar la vista, temiendo que sea todo una broma. No, es
imposible. Roberto no le gastaría nunca una broma así. Quiere saltarle al
cuello y darle un abrazo, pero está demasiado emocionada. Le mira muy
seria:
—¿Juan Sin Miedo es mío?
—Es tuyo. Si lo quieres, claro. Yo no me lo puedo llevar.
Por supuesto que lo quiere. ¿Cómo no lo va a querer? Estrecha los papeles
contra el pecho.
—¿De verdad te tienes que marchar? ¿No hay más remedio?
A Clara le han enseñado que no hay que ser insistente, pero a pesar de la
alegría enorme que le produce el regalo de Roberto, no consigue borrar del
todo la pena que le produce su marcha.
—No hay más remedio. El hombre que ha comprado la Flaminia
Triunfi…
—El gánster americano.
—Ese mismo —ríe Roberto—. Está muy enfadado conmigo. Bueno, a lo
mejor todavía no. Pero no va a tardar mucho.
—¿Es porque cree que has robado tú el collar?
—No, no. No tiene nada que ver. Es por otro asunto —⁠Roberto hace una
pausa⁠—. Y puede que hasta tenga razón. Pero es mejor no hablar de ello, por
si acaso.

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Clara piensa en el periódico que leía el hombre gordo del café y se
pregunta si tendrá algo que ver con lo que no quiere contarle Roberto, pero no
se atreve a hacer más preguntas. No quiere ser una niña latosa, de esas a las
que los adultos tienen que mandar a otro sitio a jugar porque no saben lo que
es inconveniente y lo que no.
Pero le gustaría que Roberto supiera que va a ser siempre su amiga. Que
nunca ha habido nadie más especial ni más importante en su vida. Y que está
de su lado pase lo que pase.
En un arrebato, se desprende de la pulsera de cuentas de colores que le
regaló Luca anoche y se la entrega a Roberto. A este le cuesta un poco
ponérsela, es una pulsera de niña, estrecha, pero para ser un hombre adulto
tiene las manos finas.
—¿Es un regalo?
—No. Es una prenda. Así que tienes que prometer que me la devolverás
un día.

El aire de la ciudad es irrespirable. El calor, atosigante. Infernal. La piel de


los asientos del taxi se le adhiere a la ropa, a los brazos viscosos, y, aunque
lleva la ventanilla bajada, cada vez que se detienen en un semáforo la
atmósfera inmóvil y la bruma candente del asfalto la sofocan.
Lena odia París en verano. Es un lugar malsano, plomizo, en el que los
desgraciados que no tienen medios para huir arrastran una vida pastosa y
descolorida desde que sale el sol hasta que se pone y pueden salir por fin de
casa a respirar.
Gracias a Dios, no vive lejos de la estación de tren. Santoro la ayuda a
subir las maletas hasta su apartamento, en una bocacalle del bulevar
Haussmann, a medio camino entre el barrio de emigrantes rusos donde aún
reside su padre y los Campos Elíseos, y, tras asegurarse de que no necesita
nada más, le hace prometer que lo llamará para cualquier cosa que le haga
falta y se retira a su hotel.
Lena cierra las cortinas del dormitorio, tratando de aislarse del calor y, sin
abrir las maletas, se descalza, se saca el vestido y se tiende sobre la cama.
Apenas le da tiempo a cerrar los ojos. El teléfono del salón se pone a chillar
con fiereza. Insistente. Ella lo ignora y el aparato calla. Pero tras una breve
pausa vuelve a comenzar.
Se alza, a regañadientes, y levanta el auricular.
Es Eliot.

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Ni siquiera pregunta qué tal le ha ido el viaje. Solo dice:
—Rosenberg me acaba de llamar. Ha desmontado el bastidor.
Lena cierra los ojos.
—¿Y?
—Está ahí. En la esquina inferior derecha. Un papel desdoblado sobre una
piedra.

Han llamado a la puerta y, nada más escuchar la voz de su madre, Luca ha


adivinado que era una visita de Clara. Sus padres siempre se ponen igual de
contentos cuando viene a verle. Ambos la adoran porque la consideran una
buena influencia, y porque su padre salvó la vida de su tía Giulia el invierno
pasado. Viajó hasta Italia a operarla cuando nadie más se atrevía. Y ni
siquiera quiso cobrar nada.
Le alegra mucho que Clara haya venido a verle. Son las tres de la tarde.
Hace un rato largo que han terminado de comer y ya es la hora de la playa.
Pero él sigue castigado.
—Mira —anuncia su amiga, nada más verle bajar corriendo las
escaleras⁠—. He traído unos merengues. Nos los ha comprado Roberto esta
mañana.
Su madre pregunta si le apetece que los sirva para la merienda. Eso sí,
tienen que guardarle uno a su padre, que está trabajando en la sastrería.
Clara rechaza la invitación, educadamente. No se puede quedar tanto
tiempo. En casa le han dicho que tiene que estar de vuelta a las cuatro.
—¿Subes a mi habitación, entonces? —⁠pregunta Luca⁠—. Tengo que
enseñarte una cosa.
No es verdad. No tiene nada que enseñarle. Pero tienen que hablar de
muchísimas cosas y sus padres no pueden enterarse.
Suben los escalones a toda velocidad. Clara va por delante, y al verla
apoyar la mano en la barandilla, Luca se fija en que no lleva la pulsera de
cuentas que le regaló ayer.
La birló al descuido para ella de un puesto de la feria, cuando estaba
distraída junto a sus padres y el doctor Vidal. Para demostrarle que podía ser
tan buen ladrón como cualquiera. Que no tenían por qué pillarle. Para que se
sintiera orgullosa de él. Y ya se la ha quitado.
Al menos sirvió anoche para hacer las paces, y, ahora que Montenegro
está en libertad, ya no tienen motivos para discutir. Pueden pensar en cómo

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recuperar el collar sin prisas y en cómo entregárselo sin que la policía se
entere.
De eso es de lo que tienen que hablar en privado, pero no le da tiempo ni a
abrir la boca. En cuanto cierran la puerta, Clara le pide que se siente con ella
en el suelo y empieza a hablar a toda prisa. Lo de los pasteles ha sido una
excusa que les ha puesto a sus padres para que la dejaran venir a verle antes
de ir a la playa, le dice. Tiene muchísimas cosas que contarle. Cosas muy
importantes.
Mueve mucho las manos, emocionada, mientras le cuenta que Roberto la
ha llevado de paseo esa misma mañana y la ha invitado a una limonada en una
terraza. Y Luca vuelve a fijarse en que no lleva la pulsera. No entiende por
qué no han venido a buscarle para que los acompañara. Viven muy cerca,
podrían haber pasado por su casa.
Pero esa queja pasa enseguida a un segundo plano. ¿Cómo que le ha
confesado que el collar lo robaron ellos dos? ¡Y sin consultarlo con él! Pues
lo dice tan contenta. Lo único que le importa a la muy lela es que Montenegro
no se ha enfadado con ella. ¿Y su plan de entregárselo por sorpresa y dejarle
patidifuso? ¿Cómo es que se le ha olvidado?
Menuda inútil. Encima, seguro que ni le ha dicho a Roberto que la idea
del robo fue suya y solo suya. Que ella al principio no quería y que había sido
él quien, llegado el momento, había metido la mano en el bolso de la señora
rubia y había robado el collar. Para que Clara venga ahora a robarle todo el
mérito.
Le suelta todo lo que piensa muy clarito. Y remata:
—Tú en realidad no hiciste más que abrir el cierre del bolso.
Clara le mira con cara de pasmo:
—No te enfades, Luca… No es eso. No pretendía quitarte méritos, de
verdad. Es que no quería ser chivata. Y tampoco es que no quisiéramos que
vinieras con nosotros esta mañana. Es que no podía ser. Tenía que devolverle
a Roberto una cosa que le estaba guardando en secreto. No te puedo decir qué
es, pero era importante, te lo prometo.
Clara arruga la nariz en un mohín, intentando congraciarse con él. Pero a
Luca le parece una cursi. Una niña ñoña.
Cruza los brazos:
—Deja de inventarte cosas para hacerte la interesante. No me creo nada.
Lo único que pasa es que eres una boba. Has metido la pata y no lo quieres
reconocer.

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—Que no, Luca. Te lo prometo. Si ya te digo que he venido con los
pasteles solo para poder contártelo todo. Ha pasado una cosa maravillosa. No
te puedes ni imaginar el regalo tan increíble que me ha hecho Roberto.
Ni se lo imagina ni tiene ganas de imaginárselo. Se lo deja bien claro,
imitando su tono repipi.
Es que es lo que faltaba. Lleva tres días castigado. No le dejaron ir al
hipódromo a ver ganar a Juan Sin Miedo. No tiene ninguna foto con el trofeo,
como Clara, y mucho menos le ha entregado nadie cosas secretas e
importantísimas que guardar en su habitación. Y todo porque él fue quien
tuvo que encargarse de esconder el collar mientras ella estaba en casa leyendo
novelas.
Él es quien lo ha hecho todo. Y ahora encima es a Clara a quien le hacen
regalos.
—Pues habrá que ver qué porquería de regalo es. A ti lo que te pasa es
que estás embobada porque te lo ha hecho quien te lo ha hecho, pero seguro
que es una bobada comparado con los cincuenta francos de propina que me
dio Kaplan a mí ayer. Que, por cierto, le da cien y doscientas vueltas a
Montenegro. Es mucho más rico y mucho más peligroso. Y ayer no me hiciste
ni caso cuando te lo conté.
Como ahora. Ni le hace caso ni le contesta. Es que ni le mira.
Simplemente, se pone en pie y se levanta las faldas del vestido.
Lleva algo guardado en la cinturilla.
—Mira, bocazas. Lo he tenido que esconder porque mis padres no saben
nada todavía y no se pueden enterar. Pero sabía que si no te lo enseñaba no
me creerías. —⁠Coge aliento y anuncia en voz baja, tendiéndole un papel⁠—:
Roberto me ha regalado a Juan Sin Miedo.
Luca tarda en reaccionar:
—Venga ya. ¿Cómo te va a regalar su caballo?
Se niega a creérselo. Pero aun así coge los papeles y los lee de arriba
abajo. Seguro que tienen truco. Segurísimo. Seguro que es todo una broma y
cuando vaya a buscar el caballo a la cuadra se queda con un palmo de narices.
Porque si no es todo injustísimo. Ya no es solo que a Clara le hayan hecho
un regalo increíble y a él nada de nada. Es que, además, ¿cómo puede
competir él contra algo así con su estúpida pulsera de cuentas? Es injusto y un
asco y Clara le parece más mema que nunca. ¿Qué quiere hacer con un
caballo de carreras?
Espeta, con rabia:

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—¿Y la pulsera? ¿Dónde está? —⁠Clara parpadea, confusa, como si no
supiera ni de qué le habla⁠—. La pulsera que te regalé anoche. ¿Qué has hecho
con ella?
La muy tonta se mira las manos. Parece que acabara de darse cuenta de
que no la lleva.
—Se la he dado a Roberto. De recuerdo. —⁠Se muerde los labios y mira de
reojo a la puerta, como si pudiera haber alguien espiándolos⁠—. Esto sí que no
lo puede saber nadie, Luca, prométemelo. Roberto se va a marchar esta
noche. Ha pasado algo gordo con el gánster americano. No sé qué es, pero me
ha contado que está muy enfadado con él. A lo mejor explican algo en El
Mensajero, he visto el nombre de Montenegro en primera página. En mi casa
no lo leemos porque a mi padre no le gusta, así que no lo sé. El caso es que
Roberto se va. El juez le ha prohibido salir de Deauville sin permiso, pero me
parece que tiene un plan. Para esta noche, después de la cena en casa del
doctor Vidal. O para esta madrugada, no lo tengo muy claro. Pero me ha
dicho que mañana ya no estará aquí. Eso es seguro. No te importa que se la
haya dado, ¿verdad? No tenía otra cosa.
Luca tarda en responder. Le cuesta asimilar todo lo que cuenta Clara. No
tiene ni pies ni cabeza. Pero le están quemando las tripas de pura furia. No
sabe muy bien por qué pero le enfada muchísimo que le haya regalado la
pulsera a Montenegro. Le enfada mucho más incluso que lo del caballo.
—Eres una mentirosa.
—¡No lo soy!
—Claro que lo eres —replica, enrabietado⁠—. Eres una niña mimada y una
mentirosa.
Y para dejar claro su veredicto le propina un empujón, de puro coraje.
Ella se pone en pie de un salto y se lo devuelve. Y Luca hace lo mismo. Se
empujan el uno al otro, cada vez más fuerte, hasta que se ve acorralado contra
la pared y entonces la agarra por la cintura, como un jugador de rugby, y la
tira al suelo.
Ahora se va a enterar esa tonta. Eso es lo que es, una tonta redomada. La
agarra fuerte, pero Clara se revuelve como una sanguijuela, lanzándole
patadas y mordiscos, no hay quien pueda con ella. Entonces, sin pensar, y sin
tener la menor idea de lo que está haciendo, se inclina sobre ella a toda
velocidad y le da un beso.
En los labios.
Aterrorizado, se aparta de inmediato y se la queda mirando. Solo un
segundo.

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El bofetón restalla casi de inmediato.
—¡Eres un idiota!
Luca se lleva la mano a la mejilla. Está tan aturdido que no sabe ni qué
responder. Clara se pone de pie, sin mirarle a la cara, sale corriendo y cierra
de un portazo.

Lena permanece junto al teléfono, inmóvil. Una gota de sudor le corre entre
los pechos y tiene la nuca empapada. El bochorno es insoportable. Hace
ademán de ir a abrir la ventana pero entonces recuerda que en la calle hace
más calor todavía que dentro. Respira hondo.
Ignoraba que fuera posible sentir tanto enfado hacia nadie. Da igual que
ya sospechara, da igual que la noticia no la haya pillado por sorpresa. Hasta
hace unos minutos podía imaginarse que todo eran fantasías suyas.
Prevenciones vacías.
Ya no.
Cómo se ha reído de ella ese malnacido…
Pero no es solo ira lo que siente. También tiene miedo. Eliot apenas ha
dicho más después de darle la noticia. Ha sido ella quien ha preguntado, con
voz apagada:
—¿Y qué vas a hacer?
—Marcharme. El coche me está esperando ya para llevarme a Cherburgo.
—¿Y con Montenegro?
Durante un par de segundos solo se ha escuchado su respiración. Luego ha
respondido, con premeditación:
—Santoro se queda aquí, a tu lado, ya lo sabes. Es perfectamente capaz de
cuidar de ti y de ocuparse de mis asuntos al mismo tiempo. Y si, por lo que
fuera, no tuviese oportunidad de hacerlo, seguro que a Rosenberg se le ocurre
algún modo de dejar todas las cuentas saldadas. Esa libretita suya está llena
de nombres interesantes. No hace falta precipitarse. Tardaremos unos días en
enviarle un saludo a nuestro amigo, pero sabrá de quién viene cuando lo
reciba.
La amenaza es confusa. Lena no tiene del todo claro de qué sería capaz
Eliot. Desde luego, de arruinar a Roberto sin misericordia si se lo propone.
Pero lo más probable es que ni él lo haya pensado todavía. Tiene
preocupaciones más apremiantes. Evitar el escándalo. Eludir el escarnio
público y salvar su reputación.

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A Lena le palpita el pecho. Aún tiene tiempo de avisar a Roberto. Alza de
nuevo el auricular y le pide a la operadora que la comunique con el Royal.
—Sí, el señor Montenegro se encuentra en su habitación, pero no desea
que le pasen llamadas. Si me dice su nombre, se lo notificaré.
Lena duda un instante. No, no quiere hablar con él. Si cruzan tan siquiera
una palabra no está segura de que no le venza la ira que siente y opte por
condenarle.
—No hace falta. Dígale solo tres palabras: «Kaplan lo sabe». De parte de
una amiga. Lo ha entendido bien, ¿verdad? Sí. Nada más.

Luca está tan tan tan disgustado que no es capaz de disimular ni un poquito
cuando su madre entra en su cuarto. Está preocupada. Le parece muy raro que
no haya bajado a despedir a Clara. Y más raro todavía que no quiera ni probar
el merengue que ha traído su amiga. Hace rato que ha pasado la hora de la
merienda.
Él no intenta ni siquiera contenerse y le grita a su madre la verdad. Que no
quiere ni oír hablar nunca más de Clara. Que es una traidora y una mala
amiga y una aprovechada. Y además es fea y tonta y una mentirosa. No quiere
volver a saber nada de ella nunca jamás.
Pero su madre no se lo toma en serio. Le obliga a sentarse en la cama a su
lado y calmarse un poco.
—Escúchame, Luca, no digo que no tengas razones para estar
enfurruñado. Cuando yo tenía tu edad también me enfadaba a veces con mis
amigas y estaba días sin hablar con ellas. Pero estoy segura de que haya
pasado lo que haya pasado, lo podéis arreglar. Clara y tú os queréis mucho y
los dos sois buenos niños.
Su madre no entiende nada. Y él no se lo puede explicar. No puede
contarle por qué han discutido por mucho que insista. Pero es muy testaruda.
Le pregunta si no quiere ir a casa de Clara para hablar con ella y arreglarlo
todo.
Luca se niega en redondo. Lo único que faltaba, salirle corriendo detrás
después de lo que ha pasado. El sofoco no le deja casi ni hablar.
Su madre le acaricia el pelo y le besa la frente, como cuando era pequeño
y se caía y se hacía daño.
—Está bien, pero no quiero verte así de disgustado. Ya verás como
mañana es otro día y ves las cosas de otra manera. Ahora lo que tienes que

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hacer es ir a la calle a jugar con tus amigos y ya está. Venga, ya hablaré yo
con tu padre, no te preocupes por el castigo.
No le vale de nada protestar. Al cabo de un rato se encuentra arrastrando
los pies calle abajo, camino de la playa. No tiene gana ninguna de ver a sus
amigos. Está enfadado y triste y asombrado consigo mismo. No entiende por
qué ha hecho lo que ha hecho. Y no quiere ni pensarlo.
Es un asco, un asco grande.
Las cosas empezaron a torcerse hace una semana, cuando apareció
Roberto Montenegro y empezó a volver a Clara tonta perdida, pero ahora se
ha estropeado todo para siempre y ya no volverán a ser amigos.
Clara no va a querer volver a verle después de lo que ha pasado y él no la
quiere ver tampoco. Jamás. Antes se muere de la vergüenza.
Le pega un puntapié a un cubo de basura y esparce el contenido por el
suelo. Lo que querría en realidad es darle de puñetazos a alguien. Si la vida
fuera como las películas de gánsteres contrataría a alguien para que le vengara
y les enseñara una lección a los dos, a Clara y a Montenegro. Eso es lo que se
merecen, ni más ni menos.
Se detiene, cerca ya de la playa. No le apetece nada ir. No quiere ver ni a
sus amigos ni a nadie. Pero no puede volver a casa. Si regresa tan pronto su
madre volverá a acosarle a preguntas.
Así que se da media vuelta y echa a andar en dirección al puente de
Deauville.

Roberto no guarda más que lo imprescindible en el maletín. Una muda. Ropa


cómoda de viaje. El pasaporte a nombre de Carlo Pellegrino. Poco más.
Está todo listo. Los asuntos que le quedaban por poner en orden, resueltos.
La avioneta aguarda en el aeródromo, lista para despegar a media noche. Los
periodistas, convencidos de que nada interesante van a sacar de él, más
tranquilos, y su habitación de hotel, reservada a su nombre hasta el domingo
que viene.
Es imprescindible para que nadie sospeche nada, pero cuando den las
ocho y media saldrá en dirección a Trouville, hacia la villa de ese doctor
Vidal que tanto ha insistido en invitarle a cenar esta noche —⁠no tenía
intención ninguna de acudir, pero ahora se ha convertido en la coartada
perfecta para que nadie adivine sus planes de fuga⁠—. Aparcará en algún
rincón discreto. Entrará en la casa para despistar a cualquier plumilla o a
cualquier policía que pueda seguirle. Charlará un rato con los demás

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invitados. Y antes de sentarse a cenar encontrará la forma de escabullirse sin
que se den cuenta. En menos de media hora estará volando rumbo al
Mediterráneo.
Agradece el mensaje de Elena, le agrada saber que está preocupada por él
a pesar de todo. Pero ya estaba prevenido. En cuanto leyó El Mensajero, por
la mañana, supo que no podía aguardar ni veinticuatro horas. Tenía que
desaparecer antes de darle tiempo a Kaplan a reaccionar.

Kaplan respira hondo, contemplando el destrozo que ha provocado a su


alrededor en la habitación de hotel.
Cuando Rosenberg le ha dado la noticia, no ha podido contenerse. Ha
arrojado contra la pared lo primero que ha encontrado a mano, un jarrón. Ha
volcado la mesa, la cómoda, haciendo pagar su cólera a los objetos de su
habitación hasta que le han derrotado, jadeantes, sus cincuenta y seis años, sin
duda trastornados por la súbita reaparición de ese Eliot Kaplan violento e
ingobernable que ya consideraban extinguido.
Ha tardado en recomponerse antes de marcar el número de Lena. Para
informarla, nada más. Le ha costado dominar los reproches. Ella conocía a
Montenegro. Conocía su pasado. Y aun así le animó a confiar en él.
Se imagina de regreso en Nueva York, con su ridícula princesa rusa del
brazo y su cuadro de imitación, y ve a la alta sociedad entera riéndose a su
paso, preguntándose quién, de los tres —⁠la rusa, él o el cuadro⁠—, será el
menos falso.
Respira hondo. Se organiza la ropa y reflexiona.
Tiene pocas opciones. Legalmente, no se puede demostrar el engaño sin
largas peritaciones ni pruebas tangibles. Un dibujo escondido en el envés del
lienzo no demuestra nada por sí mismo. Pero, en cualquier caso, eso es lo
último que desea hacer. Nadie, absolutamente nadie, debe saber que el cuadro
es falso. De modo que solo queda un camino a seguir.
Y la justicia deberá obrarse de otra forma. Más discreta. Como en los
viejos tiempos.
Montenegro no puede ir muy lejos. Le han dejado salir del calabozo, pero
las autoridades le han retirado el pasaporte. No resultará difícil saldar cuentas
con él en los próximos días…
Ahora lo que toca es proceder con templanza. No hay tiempo de otra cosa.
El Majestic aguarda, amarrado en Cherburgo, y en un par de horas zarpará
rumbo a Nueva York con su humillante cargamento de tela pintada. Ese

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espantajo burlesco en cuyos ojos insolentes Kaplan está seguro de que se
refleja toda su vergüenza. A la vista del mundo.
Hasta el punto de que preferiría ver el barco hundido y a todos sus
pasajeros ahogados antes que verlo arribar a América.
Apenas le ha dado tiempo a recomponerse cuando suena el teléfono para
informarle de que el coche le espera frente a la puerta principal. Abandona la
habitación, dejando la puerta abierta y sin preocuparse del desorden. Solo
quiere perder de vista para siempre ese maldito hotel y esa malhadada ciudad.
El chófer del Normandy le aguarda, con la puerta de su coche abierta,
frente a la entrada principal. Kaplan deposita en su mano los últimos francos
que le quedan y está a punto de entrar en el vehículo cuando escucha una voz
infantil que le llama.
Alza la cabeza y reconoce al crío. Es el mancebo de la sastrería. El
golfillo simpático que le trajo ayer la chaqueta de regatista. ¿Qué hace allí?
Le pide al chófer que le pregunte qué quiere en su idioma.
—Señor —explica el chófer después de hablar con el niño⁠—, el
muchachito dice que no viene por trabajo, que sus padres ni siquiera saben
que está aquí, pero que tiene que hablarle de algo muy importante.
—Pues dígale que ocultarles cosas a sus padres no está bien. Que se
vuelva a su casa.
Pero el niño alza la voz. Y aunque Kaplan se pierde la mitad de sus
palabras, agitadas y urgentes, hay dos que llegan con distinción a sus oídos:
Roberto Montenegro.
Lo mira fijamente. Le hace una seña para que se acerque, lo agarra de un
brazo y lo lleva aparte.
No sabe muy bien por qué le da pábulo. Probablemente, porque hay algo
terminante y resuelto en la mirada del crío que le llama la atención. Una
fiereza que le resulta familiar.
—Habla despacio para que te entienda —⁠le dice, muy lento, en inglés, y
acompaña sus palabras con un gesto de pausa de las dos manos.
El crío es espabilado. Habla con palabras sencillas que hasta él es capaz
de reconocer. Frases cortas como las de un telegrama.
—Esta noche. Cena. Casa del doctor Vidal. Trouville. Roberto
Montenegro. Y después…
Por lo visto, se ha quedado sin expresiones simples con las que explicarse.
Se mira los zapatos, mordiéndose una uña. Y de pronto alza la vista,
triunfante. En un inglés aproximado, pronuncia tres palabras mal aprendidas

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en el colegio que para Kaplan, sin embargo, son más elocuentes que todo un
discurso:
—Run. Far. Travel. —⁠Apunta con el dedo hacia el horizonte, y luego
repite, con intención⁠—. Esta noche. Tonight.
Luego le señala a él con el dedo:
—Usted —dice, muy serio. Y luego cierra la mano con un movimiento
veloz, como si estuviera atrapando una mosca.

El sol se está poniendo ya y parece casi transparente. Desde las alturas de


Trouville, Gabriel contempla el panorama de la costa. La luz es tan clara que
no consigue dorar la superficie del agua. Tan intensa que para mirar al cielo
hay que guiñar los ojos. Se refleja en la fachada de la iglesia de la Virgen de
las Victorias, vuelve metálicos los tejados de pizarra negra y delinea con un
aura brillante la silueta del casino.
Hace dos o tres horas, cuando estaba a punto de cerrar su estudio, ha
aparecido en su puerta un conserje del Royal con un sobre grande en la mano
para él. De parte del señor Montenegro.
Gabriel tardó en abrirlo. No sabía qué le retenía. No creía que Roberto
hubiera perdido el tiempo en escribirle recriminaciones, pero le desasosegaba
no saber con qué iba a encontrarse.
Finalmente, se decidió. Dentro no había más que una hoja de papel
grueso, granulado, con un dibujo a plumilla. El estilo no se parecía al de otros
dibujos de Roberto. Era casi una caricatura, con un carácter parecido a las
ilustraciones de líneas precisas, veloces e irónicas de los retratos de la alta
sociedad de Deauville que había puesto de moda, años atrás, el popularísimo
Sem.
Le llevó unos instantes en comprender qué estaba viendo. En el centro del
papel, Roberto había dibujado una avioneta que sobrevolaba un paisaje
exótico, un oasis con palmeras y camellos y varios minaretes al fondo. Por la
ventanilla de la avioneta asomaba la cabeza del pasajero. Un tipo de rasgos
afilados en el que su amigo se había caricaturizado a sí mismo. Un alter ego
que reía y decía adiós, agitando una mano llena de billetes de banco, a un
segundo personaje, un tipo seco y antipático que corría detrás del avión con
zancadas rígidas mientras gritaba indignado. Al hombro llevaba una
metralleta como las de los gánsteres de las películas, a sus pies yacía un
cuadro enmarcado en el que había esbozada una silueta de mujer, y en una de

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las esquinas inferiores aparecía un último dibujo: un papel en blanco
desplegado sobre una piedra.
A Gabriel no le costó encajar las piezas. Lo que tenía en la mano era, sin
duda, una confidencia inaudita, una acusación irónica, un guiño burlón y una
despedida. Todo a la vez.
Roberto le decía adiós. Y también que sabía que era él quien había
hablado con la prensa. No solo eso. Le decía que la Flaminia Triunfi era obra
suya. Y se jactaba de ello alegremente, sin preocuparse de que él pudiera irse
de la lengua otra vez.
Era un mensaje lleno de ligereza y alegría. Roberto partía rumbo a nuevas
aventuras mientras él seguía varado en el mismo lugar, con su cámara al
hombro, haciendo fotos para El Mensajero hasta que acabara el verano y
llegara el momento de regresar a su estudio de provincias.
Pero era lo justo y lo adecuado. Al fin y al cabo, eso era lo que él mismo
había deseado solo dos días atrás, en el café del Ferrocarril, mientras hablaba
con Félix.
Por un momento, se le pasó por la cabeza la idea de llamar al Royal para
despedirse, pero la desechó de inmediato. No habría sabido qué decir.
Además, tenía prisa. Le aguardaban en un chalecito de Trouville para hacer
unas fotos de cumpleaños. Guardó el sobre con el dibujo en la bolsa donde
transportaba el material fotográfico y se la echó al hombro.
Y ahora, terminada la fiesta infantil y con el trabajo ya concluido, parece
como si ese trozo de papel le pesase.
Se apoya en el tronco de un árbol. El azul pálido del cielo se está
difuminando. Las nubes son jirones blancos, sin relieve, como brochazos de
pintura gastada. El agua brilla con tanta fuerza que parece que la luz viniera
de debajo del mar. Todo, colina abajo, se muestra más claro y más limpio.
Chillan los cuervos y las gaviotas, y a lo lejos se aprecia la playa de
Deauville: la arena pálida, la línea blanca de la espuma y el azul trémulo que
se va cubriendo de neblina en dirección a las lomas de Houlgate y el
horizonte.
Más allá están esos otros mundos. Los que querían explorar juntos
Roberto y él cuando eran dos críos con toda la vida por delante.
Se ríe. Ni que fuese un anciano con la vida ya agotada… Es muy joven
aún y no tiene responsabilidades. Está a tiempo.
Todavía.
Extrae el sobre con el dibujo de Roberto de la mochila. Ese simple
bosquejo a tinta china con los minaretes minúsculos, los camellos

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caricaturizados y las cuatro palmeras raquíticas que, sin embargo, resulta tan
incitante y exótico como las ilustraciones de la vieja colección de revistas de
viajes que guardaba en el granero de sus padres.
Y no se llama a engaño. Adivina que ningún viaje que pueda realizar por
su cuenta, por fabuloso y lejano que sea, llegará a ser siquiera una sombra de
lo que evocan esos trazos de plumilla.
Que no va a marcharse a ningún sitio.
Siente un pequeño arañazo por dentro. Una rasgadura que no le resulta
desconocida. Pero es apenas un raspón, un residuo exhausto de una vieja
herida. Una reminiscencia de aquel chaval de diecisiete años que una tarde de
invierno, en un cuarto solitario, leyó una intrépida carta de despedida de un
viejo amigo que tenía más corazón que él.
Contempla el dibujo de Roberto una vez más. ¿Es solo una despedida
amistosa? No lo sabe. Y no quiere darle más vueltas a lo que significa o deja
de significar.
Sin pensárselo apenas, parte la cartulina en dos pedazos. En cuatro. En
muchos pedacitos más.
Luego alza las manos y deja que se los lleve el viento colina abajo.

Santoro recibió la llamada de Kaplan a las cuatro y media de la tarde, y a las


cinco en punto ya estaba al volante de un Peugeot 402 que alguien había
dejado aparcado cerca de su hotel de París, en un callejón con pocos
transeúntes.
Era una llamada que no esperaba y su jefe no había dado muchas
explicaciones, pero el mensaje estaba claro. El trabajo tenía que hacerse esa
misma noche, a la primera ocasión, sin sutilezas ni estrategias. No habría otra
oportunidad. De modo que a Santoro no le quedó más remedio que tomar
prestado aquel automóvil sin avisar a su propietario. Nadie debía saber que
abandonaba la ciudad por unas horas, así que no podía alquilar ningún coche
ni coger el tren.
Ahora son las ocho de la tarde y ya corre paralelo a las vías del ferrocarril,
a punto de alcanzar la estación compartida de Deauville y Trouville. Ha
circulado a casi cien kilómetros por hora durante todo el trayecto. A esas
horas, Kaplan se encuentra ya en alta mar. No hay forma de establecer
contacto. Así que será él quien tome todas las decisiones.
Lo primero que hace al llegar a la ciudad es detenerse en un puesto de
prensa para hacerse con un directorio de las residencias vacacionales de la

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zona y encontrar la casa del doctor Vidal.
La casa del médico resulta ser un magnífico palacete. Está en lo alto de
Trouville, en una calle de atmósfera silvestre, en penumbra, apenas transitada.
Cuando Santoro llega, ya están aparcados en derredor los coches de la
mayoría de los invitados. El inconfundible Hispano-Suiza verde de Roberto
Montenegro se halla junto al muro que rodea el jardín, algo retirado de la
entrada.
Santoro camina unos minutos por los alrededores. La residencia del doctor
Vidal está en una calle apartada y solitaria, en lo alto de una colina, y no se
cruza con nadie. En condiciones normales, forzaría la cerradura del coche de
Montenegro y le aguardaría en el interior. Así es como lo ha hecho otras
veces, aunque hace ya mucho tiempo de la última ocasión. Santoro estaba
convencido de que nunca más volvería a recibir un encargo semejante.
Pero no quiere arriesgarse a fallar. No sabe si Montenegro regresará solo
hasta su coche o si tiene otro plan para fugarse o quizá algún cómplice, así
que mejor vigilar de cerca. Espiar los movimientos de los invitados.
Espera hasta que cae la noche y la música serpentea a través de las
ventanas abiertas de la villa y la vegetación que la protege.
Trepa al otro lado del muro.
Y aguarda.

Clara baja del coche muerta de impaciencia y le da la mano a su madre, que


va ataviada como una princesa, con un traje largo de gasa pintada lleno de
flores de colores. Ella también se ha puesto su mejor vestido. El de encaje
blanco. Y los zapatos de satén plateado.
Le ha costado que la dejaran venir. Ya no contaban con ella. A lo mejor ni
siquiera había sitio en la mesa. Y la cena era muy tarde. Le iba a entrar el
sueño y se iba a aburrir. Pero ella ha insistido hasta que su padre ha terminado
por ceder. A Clara le da la impresión de que aún está arrepentido por haberle
gritado el otro día, y ha sido él quien ha convencido a su madre.
En cuanto le han dado el sí, ha corrido a su habitación a ponerse el vestido
de encaje antes de que cambiaran de opinión, y desde allí ha escuchado a su
madre decir que tenían que confirmar que Clara era bienvenida. No podían
presentarse con ella sin avisar. Pero el servicio debía estar muy atareado y no
les cogía el teléfono, así que con el tira y afloja se les ha hecho un poco tarde.
Por eso son los últimos en llegar.

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A Clara no le importa. Está feliz y emocionada. Es una noche especial. Un
poco triste, porque va a despedirse de Roberto. Ha visto su coche aparcado a
resguardo junto al muro del jardín, bajo las ramas de un sauce que cuelgan
sobre la acera. Pero es una tristeza agradable. La calidez aterciopelada de la
noche de verano le cosquillea la piel de los brazos con complicidad. Entre los
libros de su habitación guarda un secreto maravilloso que la hace poseedora
del animal más espléndido del universo. Y sabe que volverá a ver a Roberto.
Le ha prometido que tarde o temprano le devolverá la prenda, que ella le ha
entregado esta mañana. Más que de un final, el atardecer trae rumores de algo
nuevo, y la brisa oscura de la calle arbolada parece susurrarle que algo
emocionante va a ocurrir. Que algo dormido en su interior está a punto de
despertar.
Caminan hasta la entrada del jardín del doctor Vidal y empujan la puerta
entreabierta. La vieja verja chirría y un pálpito trepidante se le agarra al alma.
Al principio no sabe qué es. Contiene el aliento.
Y entonces lo reconoce.
Es el jardín imposible, habitado por ojos de gato y susurros de cuento de
hadas, en el que jugaba cuando era pequeña, en sus sueños.

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Epílogo

Página 412
El Mensajero de la Costa
29 de agosto de 1935
Última hora

UN INCENDIO EN ALTA MAR DESTRUYE


LA FLAMINIA TRIUNFI DE VELÁZQUEZ

El RMS Majestic de la Cunard White Star Line, procedente de Southampton y


Cherburgo, arribó al puerto de Nueva York en el día de ayer acogido por una gran
expectación. A bordo del trasatlántico viajaba el magnate del comercio y las
comunicaciones, mister Eliot Kaplan, junto al ya célebre retrato de Flaminia Triunfi,
obra del pintor español Diego Velázquez, adquirido, como todos nuestros lectores
saben, al colosal precio de dos millones de dólares estadounidenses.
Según todos los rumores, mister Kaplan planeaba ceder su magnífica adquisición
al Metropolitan Museum para disfrute de todos los ciudadanos de Nueva York, y la
prensa, escrita y radiofónica, le aguardaba en el muelle, atenta a recoger las
declaraciones del insigne empresario y benefactor de la ciudad. Decenas de
fotógrafos luchaban por el mejor puesto, con la esperanza de obtener una instantánea
del coleccionista junto al lienzo.
Los amables lectores de El Mensajero no ignoran que la historia y procedencia de
la Flaminia Triunfi estaban cargadas de tintes novelescos, aún más acentuados tras el
misterioso asesinato del descubridor del óleo, el conocido retratista Roberto
Montenegro, acaecido la semana pasada en los jardines de la residencia que el ilustre
doctor Vidal posee en Trouville. Un hecho luctuoso sobre el que la Gendarmería
prosigue sus investigaciones y sobre el que El Mensajero de la Costa mantiene
informados a sus habituales a diario.
Además, tal y como nuestras páginas han desvelado, recientemente se ha sabido
que el finado había hecho fortuna durante años mediante la venta de óleos falsos que
firmaba en el envés con un sello propio. De modo que los representantes de la prensa
estaban ansiosos por preguntar a mister Kaplan sobre el lienzo recién adquirido.
Toda la expectación fue en vano. A las 10 horas 30 minutos el capitán del navío
se dirigió a la prensa congregada en cubierta para leer una nota informativa. Durante
la noche del 22 al 23 de agosto se había desatado un incendio en un camarote
contiguo al que ocupaba mister Kaplan. No había que lamentar víctimas, puesto que,
a Dios gracias, a esa hora se celebraba una cena de gala y los pasajeros se
encontraban en el comedor. Además, la tripulación había logrado apagar el incendio
con prontitud y eficacia.
Desafortunadamente, les había resultado imposible salvar ninguna de las
pertenencias privadas del señor Kaplan, incluida la gran joya que custodiaba en su
camarote.
Lamentamos profundamente tener que informar, por tanto, a nuestros lectores de
que el óleo conocido como Flaminia Triunfi, el gran regalo que Eliot Kaplan
pretendía hacer al pueblo americano, la obra maestra de Diego Velázquez, con sus
casi trescientos años de antigüedad, protagonista de tantas peripecias y superviviente

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de quién sabe cuántos cataclismos, ha perecido para siempre, hecha cenizas, en
medio de las aguas del océano Atlántico.

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Nota de la autora y agradecimientos

El ladrón de veranos ha sido una historia de cocción lenta, que empezó a


fraguarse hace muchos años.
El personaje de Roberto Montenegro comenzó a cobrar forma concreta
cuando escuché hablar por primera vez de Han van Meegeren, un retratista
holandés de mediano talento que hizo fortuna en los años treinta con sus
falsificaciones de Vermeer. El fraude solo se descubrió porque, acusado de
colaboracionismo por haber entregado tesoros nacionales a los invasores
nazis, no le quedó más remedio que confesar, para salvar el pellejo, que los
cuadros vendidos a los alemanes no tenían valor ya que los había pintado él
mismo.
Theo van Winjen, el socio holandés de Montenegro, está inspirado en
Theo van Wijngaarden, un colaborador de Leo Nardus (el flamante
falsificador que hizo fortuna vendiendo imitaciones de los grandes nombres
del Renacimiento y el Barroco a los millonarios americanos) que, después de
muchos años de prueba y error, consiguió desarrollar no una, sino dos
fórmulas, a base de gelatina y bakelita respectivamente, para endurecer el
óleo con rapidez y poder crear falsificaciones que resistieran a la prueba del
alcohol. Solo gracias a sus descubrimientos pudo llevar a cabo Han van
Meegeren sus engaños.
El retrato de Flaminia Triunfi pintado por Velázquez existió realmente y
quizá siga existiendo, oculto entre telarañas bajo alguna escalera de un
palacio abandonado, pero hasta el día de hoy no se tienen más noticias del
mismo que las palabras que escribió Antonio Palomino en su Vida de don
Diego Velázquez de Silva en 1724. La identificación que se hace en las
páginas de la novela con la amante romana del pintor y modelo de la Venus
del espejo tiene base real. Es una teoría con la que han jugado algunos
especialistas en la obra de Velázquez, como José Camón Aznar. Maurizio
Marini sugirió que quizá se tratase de Flaminia Trivia, la hermana y ayudante
del pintor italiano Domenico Trivia, nacida en 1629, pero hoy en día, otros
especialistas, como Salvador Salort, han desacreditado estas ideas. Parece ser

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que Flaminia Triunfi era en realidad una dama de la aristocracia romana
nacida en torno a 1615, casada, con lazos con la corte española y pintora
aficionada, lo que hace mucho más difícil identificarla con la amante de
Velázquez o la modelo que posó desnuda para él.

Para todo lo relativo a los conocimientos de historia del arte, técnicas


pictóricas o atribución de lienzos, he procurado ceñirme al estado de los
conocimientos historiográficos y científicos de 1921-1935, que es el periodo
que abarca la novela.
Por poner un ejemplo, cuando Montenegro habla de las cerca de dos mil
obras catalogadas de Rembrandt (entre óleos, dibujos y grabados) está
haciendo referencia a las obras aceptadas por los especialistas de la época, ya
que a día de hoy, estas cifras se han revisado significativamente a la baja.
Actualmente, los investigadores disponen también de herramientas de
estudio que aún no existían en los años treinta, como la reflectografía
infrarroja, la datación mediante carbono 14 o los avanzadísimos laboratorios
capaces de analizar micromuestras de pintura por capas y descubrir incluso
las cantidades más ínfimas de resinas o pigmentos sospechosos.
Los avances científicos no han acabado con los industriosos falsificadores
de obras antiguas, sin embargo. El ingenio siempre encuentra manera de salir
a flote (además, cuenta con un aliado poderosísimo: nadie tiene gran interés
en descubrir que un cuadro es falso, ni vendedor ni comprador ni museos ni
marchantes). Eso sí, les han puesto las cosas bastante más difíciles que a
principios del siglo pasado.
He intentado encontrar un equilibrio para proporcionar la información
necesaria sobre procesos de restauración, preparación de lienzos y de
pigmentos y otros aspectos técnicos del mundo del arte sin abrumar con
excesivos datos, lo que ha hecho necesario simplificar algunas explicaciones,
por ejemplo, sobre las imprimaciones de las telas. Espero que si este libro cae
en manos de una profesional de la restauración, no encuentre demasiadas
cosas de las que quejarse.

La novela no habría sido posible sin los fondos de la Biblioteca de Deauville,


la web Gallica de la Biblioteca Nacional Francesa y los recursos de la
Biblioteca del Museo del Prado.

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Los libros y documentos que he consultado son demasiado numerosos
como para detallarlos aquí, pero entre la bibliografía de la que he picoteado,
me gustaría destacar, por lo que me han ayudado en el desarrollo de la trama
relacionada con la pintura, The Vanishing Man de Laura Cumming, The Man
who made Vermeers de Jonathan López y Velázquez. La técnica del genio, de
Carmen Garrido y Jonathan Brown.
Las enseñanzas de Rocío Brusquetas, restauradora del Museo del Prado,
también han resultado una guía importantísima que me ha evitado cometer
muchos errores.

La principal inspiración para la creación del personaje de Roberto


Montenegro y su relación con Gabriel Caron ha sido, sin duda, Le Grand
Maulnes, de Alain-Fournier, uno de esos libros de adolescencia que se te
quedan dentro para siempre y al que estoy encantada de haber podido rendir
homenaje.
A la hora de escribir una novela, es inevitable que broten ideas y
fogonazos de inspiración que provienen de viejas lecturas, películas o incluso
canciones. Tengo que mencionar, obligatoriamente, entre las autoras y autores
de los que en algún momento he tomado algo prestado a: Jean Anouilh,
Antonio Buero-Vallejo, Alejandro Dumas, Elena Fortún, André Gide, Jean-
Jacques Goldman, Patricia Highsmith, S. E. Hinton, John Houston, Joseph
Kessel, Marcel Proust, Antoine de Saint-Éxupery, Emilio Salgari o Evelyn
Waugh. Seguro que hay más, aunque ahora mismo no los recuerde.

Gracias a Susana, por darle la vuelta al título de la novela, y porque sin


novelón no habría habido novelín. Ponerme en marcha no es sencillo.
Gracias también a Martina Torrades, mi editora en Destino, y a Silvia
Bastos, mi agente, por apostar por esta historia desde el primer momento; a
Lola Gulias, por su acompañamiento desde hace tantos años; a mi madre, por
todos los cuentos de la infancia; a Elena, Lucas y Clara, por prestarme sus
nombres, y a Oli y Lila, porque siempre es bueno que te obliguen a salir a la
calle al menos tres veces al día, aunque estés en plena vorágine escribidora.
Y a David, por supuesto. Gracias por la fe infinita, el entusiasmo y las mil
lecturas y relecturas de manuscritos. Y, ya que estamos, por la indignación
cuando alguna escena no estaba a la altura de sus expectativas.
Eliot Kaplan le agradece también haber tenido que atender menos visitas.

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