Está en la página 1de 358

Índice

Portada
Sinopsis
Portadilla
Dedicatoria
Cita
Verano de 1935
Una noche irreal...
Una semana antes
Martes
El tío Gabriel...
Léon cuelga...
Gabriel atraviesa...
Elena Ivánovna Volóshina...
Gabriel llama...
1919
El día en que Roberto...
Nos hicimos amigos...
Verano de 1935
Miércoles
«¡Vamos allá!...
Queremos levantar...
Léon observa...
Algo no marcha bien...
Jueves
Félix Oriot...
¿Y cuándo estuvo...
1921
Me basta con...
Cuando nos despertamos...
Verano de 1935
Los zapatos de raso...
Cinco días antes
Jueves
Los tres cuencos...
Ha llegado en...
¡Vamos!...
En el «sanctasanctórum»...
Viernes
La llamada de Emma...
Pierre Busson es alto...
He hablado con Kaplan...
Jacob apura...
1921
Septiembre...
No tuve más noticias...
Verano de 1935
Sábado
«Thank you»...
Luca y el tío Gabriel...
A Kaplan nunca...
A medida que...
A Léon...
Es más de medianoche...
1922
Dominar las técnicas...
La labor requería...
Llegó a La Haya...
Verano de 1935
«Clara nunca»...
Tres días antes
Domingo
¡Venga, date prisa...
Es el tercer Martini...
Son las tres...
Es tarde...
Juan Sin Miedo...
Gabriel se ha marchado...
Dora ha llegado...
Imposible...
1923
Al lado de Van Winjen...
Verano de 1935
Lunes
Gabriel se ha despertado...
A la comisaría...
1928
A Iván Alexandróvich...
Verano de 1935
Clara corre y corre...
Dos días antes
Lunes
Félix Oriot camina...
1934
Nevaba con fuerza...
Verano de 1935
Martes
Epílogo
El Mensajero...
Nota de la autora y agradecimientos
Créditos
Gracias por adquirir este eBook

Visita Planetadelibros.com y descubre una


nueva forma de disfrutar de la lectura

¡Regístrate y accede a contenidos exclusivos!


Primeros capítulos
Fragmentos de próximas publicaciones
Clubs de lectura con los autores
Concursos, sorteos y promociones
Participa en presentaciones de libros

Comparte tu opinión en la ficha del libro


y en nuestras redes sociales:

Explora Descubre Comparte


Sinopsis

Verano de 1935. Clara tiene once años y ha conocido al hombre más fascinante del
mundo: Roberto Montenegro, pintor y aristócrata, que acaba de llegar a Deauville, la
capital extravagante y frívola de la costa normanda donde se reúnen príncipes y
millonarios. Poco se sabe de su pasado y su fortuna tiene orígenes inciertos, aunque los
rumores hablan de obras de arte robadas y golpes de tahúr en los casinos. El único que
conoce sus secretos de juventud es Gabriel Caron, el tío de Clara, pero los guarda en
silencio, fiel a un pacto de amistad establecido entre ambos hombres quince años atrás.
Sin embargo, cuando Clara encuentra el cadáver del pintor, asesinado durante una
noche de fiesta, empieza a desvelarse paulatinamente todo cuanto Montenegro
escondía. El descubrimiento de un valiosísimo lienzo de Velázquez, en el que el maestro
sevillano retrató a su amante Flaminia Triunfi, quizá oculte la clave de lo ocurrido.
Un adictivo rompecabezas ambientado en la glamurosa costa francesa de los años
treinta sitúa a María Soto como la nueva maestra de la novela de evasión y misterio.
EL LADRÓN DE VERANOS

María Soto
A mi padre,
que fue quien me llevó por primera vez a Deauville
y al Museo del Prado y a París y a las carreras,
y hasta al casino.
Y a tantos otros sitios.
C’est cela qui est commode dans la tragédie.
On est tranquille.
Cela roule tout seul.
C’est propre, la tragédie.
C’est reposant, c’est sûr...

JÉAN ANHOUIL,
Antigone

Un camarade t’a regardé ce matin-là:


—On y va?
—On y va.
Et vous y êtes «allés».

JÉAN ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY,


Terre des hommes
Verano de 1935
Una noche irreal, estremecida y fabulosa como un cuento de hadas.
Así es como la recuerda Clara.
El temblor de las lámparas en el salón en fiesta, el vestido de gasa pintada de su madre, el
perfume retozón del galán de noche insinuándose desde el jardín, y el mayordomo, un hombre
mayor con el pelo blanco, prometiéndole que la llevaría a ver a los gatos si se terminaba el
postre.
Clara conserva viva la impresión de verdor intenso del pequeño parque. Del roce del aire del
verano sobre su piel. De la luna escabulléndose de las nubes e inventándose un camino de luz
hasta los pies de la terraza de piedra blanca. Pero, sobre todo, guarda el recuerdo de las
sombras. Más allá de los ventanales encendidos y las notas en sordina, de ronda entre las
siluetas de los invitados, lo que recuerda es una noche más oscura y misteriosa, más invitadora,
que cualquier historia mágica.
Y, sin embargo, era todo de verdad. No hay duda. Lo ha sabido nada más cruzar la verja de
entrada, de repente, en un instante.
Es el mismo jardín. La misma casa.
Desciende los escalones, atenta a no mancharse los zapatos de satén plateado, y respira
hondo, con el corazón tamborileando.
Hace un momento, nada más darse cuenta de dónde estaba, ha estrechado con fuerza la
mano de su madre y ha querido susurrarle con voz rápida: «No sabía que fuera un sitio de
verdad».
Pero su madre no podía comprender. Clara nunca le ha hablado antes de esos recuerdos.
No por nada. Sino porque no pensaba que fueran reales. Estaba segura de que no eran más
que retales de algún sueño que se le había quedado prendido a la memoria a fuerza de
repetírsele cuando era muy muy pequeña. Tenía que ser así, porque esas noches fabulosas
forman parte de sus recuerdos desde siempre... Y ella no tiene más que once años cumplidos el
pasado invierno.
Por eso encontrarse allí, esta noche, le resulta tan inverosímil como si hubiera saltado a pies
juntillas al interior de cualquier ilustración de uno de sus libros de cuentos favoritos: el de
Genoveva de Brabante o el de La reina de las nieves. Solo que su mundo de fábula no es ni una
ciudad medieval ni un mundo blanco y helado, sino un jardín oscuro en el que los ojos de los
gatos brillan escondidos entre los arriates. Animales imposibles y salvajes a los que hay que
perseguir entre los túneles de enredadera para evitar que corran a refugiarse a la negrura de
los árboles.
Gira sobre sí misma y levanta la vista a la terraza. Las puertas de cristal están abiertas a la
noche, igual que entonces. Avanza unos pasos y rodea una enorme hortensia azul, tecleando con
los dedos sobre las flores inmensas. Hay más episodios de su primera infancia que nunca ha
sabido dónde situar; y ahora comprende que también pertenecen a ese lugar. Recuerdos breves
y remotos, esplendorosos destellos de luz de verano que, tras iluminarlo todo un instante,
desaparecen, asustados de su propia intensidad, igual que cuando en las salas en penumbra de
los cines un fotograma se queda atrapado en el proyector, rompe a arder y se consume en unos
instantes, con un brusco fogonazo.
Imágenes temblorosas, bañadas de calidez, con un regusto indecible a alegría y a aventura y
a secreto infantil.
Una ventana abierta sobre el mar desde lo más alto; el balcón de piedra blanca de su cuarto,
al que acuden las palomas a picotear las migas del desayuno; una cama enorme, con dosel,
desde la que tiene que saltar al suelo todas las mañanas; el ramo blanco de peonías que una
mujer con manos de abuela consiente en bajar una y otra vez de la repisa de la chimenea para
que ella las huela; y su madre, con su vestido de flores claras, asomada a la terraza del primer
piso, como una princesa en su torreón, preguntándole si ha atrapado muchos gatos en el mismo
tono de aliento que si los arriates de boj y las azaleas del jardín nocturno compusieran una
selva impenetrable en la que solo las criaturas mágicas osaran adentrarse.
¿Cómo es que nunca se le ha ocurrido que el escenario de todo aquello fuera la casa del
doctor Vidal? Más de una vez su madre le ha contado que, cuando ella tenía solo dos años y
medio, pasaron unas vacaciones allí. Aún no habían comprado la casita en la que veranean
ahora en familia, colina abajo, algo más cerca del puerto. Y su padre estaba muy ocupado. No
había manera de arrancarle más de un par de días seguidos del hospital, así que el doctor Vidal,
su jefe y antiguo maestro, que ya entonces era muy rico, muy respetado y tenía una mansión en
lo alto de la ladera desde la que se dominaba toda la costa, las invitó a instalarse allí un par de
semanas. Clara ha escuchado a su madre hablar más de una vez de aquel verano, pero nunca
había relacionado sus palabras, que hablaban de cosas tan banales, con las fugaces imágenes
llenas de luz vibrante que lleva guardando en un lugar secreto de su corazón todos estos años.
Es extraño. Ahora que sabe que el océano lejano e inaprensible que contemplaba desde la
barandilla de piedra blanca hace tantos años es el mismo que en el que se baña en las tardes de
playa, y que el mundo tembloroso de su jardín perdido ha estado siempre ahí, a su alcance, no
tiene claro si se siente feliz o triste.
Pero no puede detenerse a averiguarlo. Es hora de volver al salón. Solo le han permitido
salir un momento. Y con lo que le ha costado que la dejen asistir a esa cena no quiere que sus
padres se enfaden. Así que no hay tiempo más que para un paseo rápido, para adentrarse un
momento en la zona más frondosa del jardín y buscar los túneles vegetales bajo los que jugaba
de pequeña.
Clara camina con mucho cuidado. No sabe si está recuperando el jardín mágico de sus
sueños o perdiéndolo para siempre. Y tiene que mantener impecables los zapatos plateados.
Pero no encuentra las galerías de hojas de sus recuerdos.
A lo mejor las han podado.
Entonces cae en la cuenta, desilusionada. No es eso. Es solo que ella ha crecido: los
pasadizos misteriosos bajo los que se escabullía entonces ahora no son más que matorrales que
apenas le llegan a la cintura.
Temiendo que la desilusión acabe por devorar del todo la sensación de maravilla, decide
regresar al salón de una vez. No puede molestar a su madre durante la cena para explicarle lo
que ha descubierto, pero mañana por la tarde, camino de la playa, se lo contará a Luca.
Aunque no tiene claro que su amigo lo entienda del todo.
Luca cree que es el que más sabe de los dos de las cosas de la vida, pero a la hora de la
verdad siempre es ella quien tiene que enseñarle las más importantes.
De pronto, Clara siente un desagradable calor en las mejillas. Qué rabia... No ha pensado en
Luca más que un momento, pero solo con eso ya se ha puesto colorada.
A lo mejor mañana por la tarde se queda en casa, leyendo, y no baja a la playa, para no
verle. Cada vez que se acuerda de que el muy tonto le ha dado un beso se muere de vergüenza y
le entran unas ganas enormes de pegarle una paliza, por idiota.
Justo entonces ve dos lucecitas amarillas que la observan desde dentro de un arbusto.
Los ojos de un gato.
Y, sin más, porque es una buena forma de descargar el enojo que siente hacia Luca y porque
eso era lo que hacía en sus recuerdos cuando era pequeña, echa a correr detrás de ellos,
impetuosa, olvidándose de ir pendiente de no engancharse el vestido con las ramas. Pero en
unas pocas zancadas el gato ha desaparecido. Se gira, buscándolo, y entonces tropieza con algo
tirado en mitad de un arriate y se trastabilla.
Un zapato de hombre.
A la luz azulada de la luna parece un zapato nuevo, limpio y reluciente. ¿Quién puede haber
dejado un zapato recién lustrado en mitad del jardín?
Se agacha a recogerlo y mira alrededor. Se encuentra en una especie de pasillo formado por
dos setos tan altos como una persona mayor. No se escucha nada, más allá del murmullo de
charla proveniente del interior de la casa.
Da dos pasos al frente. Y entonces lo ve.
Un hombre, tendido boca abajo. Viste traje oscuro y le falta un zapato.
Tiene la cabeza vuelta hacia el lado opuesto a donde ella se encuentra, pero Clara lo
reconoce.
Porque en el brazo izquierdo, doblado hacía atrás en una posición forzada, lleva la pulsera
de cuentas verdes y azules que ella misma le ha ayudado a colocarse en la muñeca hace unas
horas.
El hombre no se mueve.
Asustada, gira la cabeza buscando ayuda y llama bajito. Tan bajito que es imposible que
nadie la oiga. Aun así, cuando mira hacia arriba, ve como una silueta oscura se desprende de
las demás sombras alargadas que deambulaban dentro de la casa y sale a la terraza
recogiéndose la falda. Su madre. Pero no puede haberla escuchado. Debe estar buscándola
porque se ha hecho tarde y estarán sentándose a la mesa para cenar.
Clara la observa acercarse a la barandilla. Lleva un vestido de gasa floreada, como esa
noche remota de hace casi diez años, en el sueño que ha resultado no ser un sueño. E igual que
entonces la oye pronunciar su nombre, mitad llamada, mitad susurro, engañoso. Por un
momento le parece que el jardín palpita, y el corazón le tiembla, inseguro de en qué edad y en
qué mundo se encuentra realmente. Pero la brisa salada del verano le acaricia la piel de
improviso, destemplándola y recordándole que está despierta.
Tiene que responder y pedir auxilio. Decirle a su madre que baje con ella a asistir a ese
hombre que yace tendido, inmóvil y a oscuras, con un solo zapato.
Pero no es eso lo que hace. En lugar de pedir ayuda coge aire y da dos pasitos para
acercarse al cuerpo caído en el suelo. Se agacha a su lado.
Silencio.
No se le oye respirar.
Acuclillada, ve de nuevo los ojos amarillos y vigilantes del gato, redondos y pérfidos. Ya no
pertenecen a una fiera silvestre, sino a un espíritu burlón que se ríe, taimado, regodeándose en
lo que Clara está a punto de descubrir.
El hombre del suelo tiene la cara contra el suelo. Lo llama por su nombre, muy bajito, y,
como no hay respuesta, se atreve a acariciarle el hombro, el pelo. Al rozarle la nuca nota algo
extraño y repliega la mano antes de volver a palparlo. Es un surco largo y grueso como dos de
sus dedos que le recorre el cuello, parecido a una huella de rodada sobre un camino embarrado.
Clara comprende.
La noche acaba de devorar de un bocado feroz los recuerdos de su infancia que convertían
ese jardín en un lugar mágico.
Roberto Montenegro, el personaje del que toda la ciudad habla sin parar desde hace una
semana, el hombre de mundo, apostador, tramposo y coleccionista de arte de orígenes inciertos,
el aventurero que ha trastocado su vida y la de su familia en los últimos días —su amigo— está
tendido a sus pies, muerto.
Una semana antes
Martes

Gabriel Caron no sabrá nunca por qué mintió. Nadie le obligó a hacerlo, ni tampoco ganaba nada
con ello, más allá de una minúscula satisfacción de amor propio. Pero lo hizo. Y su mentira,
irreflexiva e insignificante como fue, se convirtió en el disparador de todo lo que sucedió a
continuación.
A mediados del mes de agosto el verano se agota despacioso, con una satisfecha monotonía
de sol, playa y cenas tardías, confundiéndose con otros veranos recientes. Entre los habituales de
la Costa Florida ya ha empezado a correr la noticia de la llegada de Roberto Montenegro. Pero
Gabriel aún no lo sabe.
Será de los últimos en enterarse. Aunque hará lo posible porque nadie se dé cuenta. Solo su
hermana Emma llegará a mirarle con suspicacia un momento, pero enseguida disimulará,
considerada y discreta, igual que siempre.
Gabriel ha llamado a su puerta a las doce y media, como suele hacer un par de veces por
semana, entre julio y septiembre, desde hace años. Emma veranea con su marido Léon y con su
hija en una casita encaramada a una de las calles en cuesta que suben desde el puerto de
Trouville, cerca de la iglesia de la Virgen de las Victorias.
No es grande. Apenas puede considerarse una villa. Dos alturas y un desván. Una fachada
blanca de mortero con traviesas de madera pintadas de azul celeste y un tejado de pizarra con
voladizos. No tiene jardín. Pero tras la verja de entrada hay un pequeño patio donde, cuando su
cuñado Léon está en casa, el ritual establece que ambos se acomoden un rato a compartir un
trago de Calvados para abrir el apetito antes de sentarse a comer.
Esa mañana el sol brilla blanco y rabioso, resarciéndose después de una semana de lloviznas,
y Gabriel se encuentra a Léon instalado en una de las sillas de mimbre, leyendo el periódico a la
sombra del exuberante liquidámbar que todos los años los recibe, al inicio de julio, vestido de un
verde descarado que va mudando poco a poco, hasta que a mediados de septiembre, cuando su
hermana y su familia se despiden de la costa normanda, luce ya una atrevida y pinturera cabellera
pelirroja.
Gabriel saluda al marido de su hermana con un apretón de manos y se deja caer a su lado, con
el sombrero de paja entre los dedos. No es fácil lograr que su cuñado escape muchos días del
hospital donde trabaja, ni siquiera en verano, pero nunca falta a mediados de agosto, cuando se
aproximan la Semana Grande y el Gran Premio del Hipódromo.
Léon, sin embargo, no le cuenta nada.
Le habla del tiempo, que hasta ahora ha refrescado. De que el motoclub de Deauville quiere
organizar una carrera urbana de bólidos para el verano siguiente. Y de Brantôme, el campeón de
la cuadra del barón de Rothschild, que viene a correr el Gran Premio.
Pero ni una palabra sobre Roberto Montenegro.
Cierto es que a su cuñado Léon no le interesan los ecos de sociedad, y aunque más tarde,
durante la comida, confesará que algo había escuchado en el club de golf, lo más probable es que
apenas prestase atención a lo que se hablara. O quizá considerase inadecuado sacar a colación la
noticia por temor a ser inoportuno.
Cortés, reflexivo y templado, Léon Castel apenas ha cumplido los cuarenta, pero el pelo fino
y rubio le clarea hace tiempo. Los ojos azules, escondidos tras sus lentes redondos, se le han
empequeñecido con los años, y sus mejillas, sonrosadas por la brisa marina, comienzan a
descolgarse un poco. No es un camarada de francachelas ni un cómplice a quien confesar
andanzas inconvenientes, pero es un buen hombre, buen marido y buen padre, que a pesar de su
impecable traje de lino conserva el mismo aire de ratón de biblioteca deslumbrado por el sol de
los tiempos en que no era más que un joven doctor de provincias que cortejaba con timidez a su
hermana Emma. El propio Gabriel, que tiene nueve años menos que él y por entonces no era más
que un pipiolo, tuvo que darle un empujón para que se decidiera a declararse de una vez por
todas.
Con los años, su cuñado ha ganado seguridad, pero sigue siendo un hombre de trato modesto
y afable. Solo en su ambiente profesional —es un neumólogo de primera fila— se desenvuelve
con un aplomo cargado de confianza.
—¡Tío! ¡Estoy aquí!
Gabriel alza la vista. Su sobrina Clara le saluda desde una de las ventanas del primer piso y,
antes de que le dé tiempo a responder, desaparece de su vista. Sus pasos se escuchan escaleras
abajo e irrumpe en la terraza, se abraza a su cuello, le planta un sonoro beso en la mejilla y, sin
más, se sienta a su lado, con las piernas en chinito.
Aunque ha estado casado, Gabriel no tiene hijos y mima a su sobrina todo lo que su hermana
y su cuñado le permiten. Clara es una niña estupenda. No ha heredado ni pizca del carácter
modoso de Léon. Es alegre y lista, una polvorilla capaz de parlotear durante horas y luego
quedarse atenta y callada, pendiente de las conversaciones de los adultos sin dar muestras de
aburrirse durante mucho más tiempo del razonable para sus once años.
Hoy apenas atiende a lo que hablan de refilón, distraída con el periódico de su padre, hasta
que Gabriel se burla del enorme lazo amarillo que le han colocado en lo alto de la melena de
color rubio oscuro y ella le saca la lengua, alborotada, e intenta arrebatarle el sombrero en
venganza. Luego, sin transición, pregunta cuánto falta para sentarse a comer. Se está haciendo
tarde y su amigo Luca, el hijo del sastre italiano, va a venir a buscarla a las dos para ir a la playa.
El pequeño Luca y su familia viven un par de calles más abajo, cerca del puerto pesquero de
Trouville, aunque la sastrería familiar no atiende allí a su elegante clientela, sino en la otra orilla
del río, en la ciudad de Deauville, donde se alojan los veraneantes de más relumbrón y los
precios pueden inflarse con desfachatez, de modo que los ingresos de la temporada estival
permitan capear airosamente los mortecinos meses de invierno.
Separadas tan solo por un puente, a un brevísimo paseo a pie, Trouville y Deauville son dos
vecinas recelosas obligadas a convivir a la fuerza.
La coqueta Trouville, puerto de pesca medieval, refugio de escritores y pintores románticos,
con sus callejuelas empinadas, sus colinas verdes, su muelle y sus traineras, fue durante largos
años la favorita de aristócratas y hombres de negocios que se daban cita en su casino, sus hoteles
de lujo o sus baños de mar. Hasta que Deauville, surgida de la nada hace solo unas décadas en la
orilla izquierda del río, hija de la especulación y las altas influencias, con sus calles rectilíneas
trazadas sobre plano donde antes no había sino terrenos pantanosos, su hipódromo, su golf y su
campo de polo, le robó la primacía. Y la vieja Trouville, pintoresca pero discreta y elegante, se
vio desbancada por aquella estrella ascendente de la vida social, una nueva rica a la que cortejan
los pretendientes más granados, pero en torno a la cual rondan de igual modo los aventureros y
los vendedores de humo.
Forzadas a compartir estación de tren, como dos elegantes resignadas a utilizar los servicios
de la misma costurera, las dos grandes damas de la costa normanda pasan los días de sol
vigilándose esquinadas. Ambas viven con intensidad el verano y dormitan medio desiertas
durante los meses de invierno, cuando marquesas, millonarios, actrices y ases del deporte
desaparecen y ellas se quedan sin más distracción que las conversaciones diarias con las aguas
frías y grises del canal de la Mancha.
Gabriel también regenta un pequeño negocio en Deauville, cerca de la sastrería del padre de
Luca. La mayor parte del año vive en Rouen, donde tiene su estudio de fotografía, pero en
verano deja el establecimiento a cargo de un ayudante y se instala en la costa, aprovechando el
flujo de visitantes acomodados dispuestos a pagar precios disparatados por un retrato frente al
mar.
El cuarto donde revela las películas está en los bajos de un edificio cercano a la plaza del
mercado, y él se aloja en la primera planta, en un pequeño apartamento. El trabajo se lo toma con
relajo. Su propósito no es obtener grandes beneficios. Le basta con sacar lo suficiente para pasar
dos o tres meses de felices semivacaciones sin incurrir en gastos.
Hace solo cuatro años que ideó esa fórmula de aunar ocio y negocio, poco después de que su
hermana y Léon compraran su casa de verano, aunque su primera visita a la ciudad fue hace ya
casi tres lustros, y fue, precisamente, junto a Roberto Montenegro. Un verano novelesco e
inagotable, con el diploma de fin de estudios en el bolsillo y todo el futuro por delante.
Pero en ese momento, sentado a la sombra del liquidámbar, entre su cuñado y su sobrina,
apurando su copa de Calvados, ni se le pasa por la cabeza el recuerdo de su viejo amigo. No se
ha acordado de él en siglos. O solo vagamente. Desde luego, no se acuerda de él ahora, mientras
defiende a Clara ante su padre, que la riñe por su impaciencia: aguardan a una invitada a comer y
tendrá que esperar; igual que tendrá que hacer su amigo Luca cuando venga a buscarla.
Léon y Emma han intentado que su hija trabe mayor amistad con las niñas de su círculo de
veraneantes. Sin éxito. Clara es muy sociable y juega con ellas en la playa o en el paseo, acude a
sus meriendas y las invita a su vez a casa de cuando en cuando; pero su camarada inseparable
sigue siendo ese rapaz de pantalones bombachos e impecables chaquetas deportivas cortadas en
la sastrería paterna que, invariablemente, aparecen con botones de menos o desgarros en las
coderas a los pocos días.
Clara calla, obediente, aunque su mohín contrariado deja bien claro lo injusto que le parece
que sea Luca quien tenga que pagar la impuntualidad ajena. Afortunadamente, la invitada que
aguardan no se hace esperar, y en pocos minutos se encuentran los cinco instalados a la mesa.
Dora Vernon es una inglesa rellenita con las mejillas encendidas y los labios siempre pintados
de rojo vivo que pasará por poco los cuarenta. Viuda de un primer marido y divorciada del
segundo, sin hijos, deportista, organizadora incansable de subastas y funciones de caridad, se
desplaza casi siempre en bicicleta, y va y viene sin parar durante todo el día sobre las planchas de
la playa para cumplir con sus múltiples compromisos.
Emma la conoció el verano pasado en el Lawn-Tennis de Deauville y casi de inmediato la
inglesa se erigió en su amiga íntima, envolviendo, por extensión, a toda su familia con una
dulzura protectora un tanto empalagosa. A Gabriel lo que más le cansa es que tiene una opinión
sobre todo y sobre todos. Con la misma determinación imparte lecciones sobre la educación de
los perros de aguas que sobre las sonatas de Mozart, aconseja a una amiga que abandone a su
marido o deje sin pagar una factura cuantiosa. Y su hermana, que no concibe que otros puedan
alardear de conocimientos que no poseen, se deja aleccionar por ella.
Hoy acaban de servir el segundo plato cuando Dora Vernon entrecruza los dedos bajo la
barbilla:
—Por cierto, no os he contado de qué hablaba todo el mundo esta mañana. En el paseo de las
Tablas he escuchado el mismo nombre mil veces. Parece ser que hoy esperan en el hotel Royal a
un tal Roberto Montenegro. Ya ha llegado su equipaje. El nombre no me decía nada, al principio.
Pero enseguida me he informado de quién es. ¡Menudo personaje de novela! Desde luego, los
devotos del casino van a tener que estar bien alerta a partir de hoy...
Gabriel devuelve a la mesa la copa que iba a llevarse a los labios, sin beber. Sin duda, la
inglesa se ha enterado mal. O ha confundido los nombres. Porque sus palabras no tienen sentido.
Da igual que hayan sido claras y sonoras.
Quizá sea porque, por bien que creamos recordar nuestra vida pasada, en realidad no
conservamos de ella más que unas pocas instantáneas, un puñado de escenas y caras que
guardamos en álbumes ordenados en la memoria. Álbumes que solemos ojear de cuando en
cuando y que conocemos al dedillo. Constituyen un relato mal hilvanado en el que abundan las
hojas en blanco, pero es un relato coherente, con sus propios hitos, sus protagonistas y sus
leyendas. Sabemos perfectamente qué página y qué esquina ocupan cada una de las imágenes
que lo componen, qué amigos y familiares aparecen en ellas y qué momento evocan.
Pero con sus palabras, Dora Vernon acaba de recolocar, inesperadamente y sin pedirle
permiso, una de las viejas imágenes del manoseado álbum de fotos de su pasado, amarillenta y
cuarteada, entre las instantáneas de su vida actual.
El efecto es tan desconcertante que, allí sentado a la mesa de su hermana, ese mediodía de
agosto, Gabriel se siente de pronto en un terreno incierto y casi ilusorio, igual que cuando,
durante una visita, un pariente lejano extrae de una vieja caja de galletas una fotografía de
nuestra infancia que no hemos visto nunca y nos invade la extrañeza de encontrarnos cara a cara
con una vida que no recordamos haber vivido pero debe ser forzosamente la nuestra.
Emma reacciona más rápido:
—¿Roberto está aquí? Madre mía, ¿cuánto tiempo hace que no le vemos, Gabriel? Más de
doce años seguro. Desde antes de mi boda...
—¿No te lo conté, Emma? —pregunta Léon—. El otro día, cuando estaba en el Golf con el
doctor Vidal, escuché algo al respecto en el bar. Creí que te lo había dicho...
Dora Vernon sonríe, melosa. A Gabriel le parece que tiene la coquetería inoportuna de las
mujeres que nunca han sido bellas y con la edad adquieren un atrevimiento extemporáneo para
compensar el tiempo perdido; y que a veces revolotea demasiado en torno a Léon:
—Disculpadme, pero no sé si hablamos de la misma persona. El Montenegro del que se hace
lenguas todo Deauville es un aristócrata sevillano. Un tipo un tanto misterioso y con una,
digamos, ambigua reputación. Una especie de Arsenio Lupin del sur. ¿Seguro que es el mismo
que vosotros conocéis?
Léon sacude la cabeza:
—No, no, yo no lo conozco. Es un viejo amigo de Emma y Gabriel.
—¿Quién es ese Arsenio Lupin del sur, mamá? —interrumpe una vocecita cargada de
impaciencia—. ¿Es amigo tuyo de verdad?
Clara mira a su madre con los ojos como platos, entre maravillada e incrédula ante la
posibilidad de que exista un Arsenio Lupin de carne y hueso y, más aún, de que su propia madre
goce de su amistad.
Todos sonríen. Arsenio Lupin, ladrón de guante blanco y caballero, ingenioso y galante,
prestidigitador, experto en artes marciales y hombre de ciencia. Es el héroe de las mil caras que
protagoniza las famosas novelas de Maurice Leblanc. Un héroe que lo mismo desvalija a los
pasajeros de un trasatlántico rumbo a Nueva York que asiste a la cena del embajador de
Inglaterra o vacía de obras de arte el castillo de un avaro millonario mientras se escurre
alegremente de entre las manos de la policía. Clara conoce de memoria cada una de sus
rocambolescas aventuras y colecciona todos los volúmenes de sus historias. El último, publicado
hace apenas un mes, ya lo tiene desgastado de leerlo y releerlo. Incluso ha conseguido que la
lleven tres veces a ver la película rodada en Hollywood que protagoniza John Barrymore, aunque
el actor es muy viejo y no se parece en nada al Lupin que ella imaginaba, y siempre sale de la
sala de cine quejándose.
Es normal que al oír hablar de la aparición de un sosia de carne y hueso de su admirado
bandido de fantasía se haya olvidado por completo de la norma que sus padres le han impuesto
para concederle, ese verano por primera vez, permiso para sentarse a comer con ellos todos los
días, incluso cuando haya invitados: no le está permitido intervenir en las conversaciones de los
adultos a no ser que alguno se dirija a ella directamente.
Gabriel tampoco tiene muy claro cómo reaccionar.
Sí, por supuesto, él también ha leído su nombre en la prensa en los últimos años. Pero cuando
lo ha hecho no le ha parecido más que un simple puñado de letras impresas, irreal como un relato
de ficción, sin conexión con su propia vida. Nada que ver con el desconcierto de escuchar a una
persona de carne y hueso, sentada a su lado, hablar de Roberto Montenegro, el estudiante de
medias caídas, flaco y fantasioso que él recuerda, como de un intrépido y chispeante malhechor
de folletín. La posibilidad de que el hombre que llega esa tarde al Royal, uno de los dos grandes
hoteles de lujo de Deauville, precedido por su novelesca reputación sea la misma persona que su
viejo compañero de pupitre le resulta más fantástica que cualquiera de las aventuras del famoso
Arsenio Lupin con el que la prensa popular, ávida de héroes y malvados, suele compararlo.
Su cuñado también se ha reído un momento, pero hace por retomar su papel de educador
rápidamente. Mira severo a su hija y, con un dedo acusador, señala el tenedor que la niña
empuña en la izquierda, olvidado, con los dientes apuntando hacia el techo.
—Pero, papá...
—Clara...
La niña calla, resignada, y pincha otro trozo de carne con fiereza vengativa. Dora Vernon
sonríe e inclina la cabeza con expresión afectuosa:
—No la regañes, Léon. Es normal que tenga curiosidad. Ese Montenegro debe ser un hombre
con una vida cautivadora. Al parecer, su primer gran golpe, no está claro si de suerte o de tahúr,
fue en el casino de Biarritz. Logró arrebatarle a uno de esos rusos blancos, un príncipe de algo,
una auténtica fortuna y, sobre todo, un lienzo valiosísimo de ese pintor del Renacimiento o del
Barroco, no sé, que retrataba a toda la gente alargada y con cara triste. ¿Sabéis quién os digo?
Todas las cabezas se giran hacia Gabriel.
—¿El Greco? —pregunta. Una parte de sí mismo escucha ávida las palabras de Dora Vernon,
atenta a cualquier detalle, pero hay otra distraída por un cosquilleo candente que le remueve el
pecho, como de burbujas en ebullición. Un recuerdo de ilusiones apagadas y viejos sentimientos
de traición.
—Ese mismo. —Dora acaricia la mejilla de Clara y la niña arruga los labios, recurriendo a
toda su fuerza de voluntad para no esquivar la carantoña de la inglesa—. Parece que se
encaprichó del cuadro, sin más. Aunque llevaba siglos en posesión de la familia del príncipe
ruso. El pobre hombre había logrado escapar con bien de la revolución bolchevique y esa noche
fue su ruina. Además, parece que Montenegro está implicado en la desaparición y misteriosa
reaparición de varias obras maestras. Al parecer, su galería no es más que una tapadera... Desde
luego, a poco agraciado que sea, no me extraña que levante pasiones femeninas...
Parpadea igual que una adolescente coqueta y su sonrisa azucarada recorre la mesa hasta
acabar posándose, como si tras un breve vuelo hubiera alcanzado por fin su destino, en los ojos
de Léon, a pesar de que su cuñado ha dejado claro que no conoce a Montenegro. Inmediatamente
inclina la cabeza y su voz se convierte en un arrullo:
—Qué casualidad tan increíble que seáis amigos. Tenéis que contármelo todo. ¿Cómo es que
no sabíais que venía a pasar unos días a Deauville?
—Hace siglos que dejamos de tener contacto —replica Emma—. No hemos sabido de él
desde que dejó de escribir a casa. Tú tampoco tenías noticia, ¿verdad, Gabriel?
Está claro que solo le interroga porque le resulta raro verle tan callado. Emma sabe mejor que
nadie que él no mantiene relación ninguna con Roberto Montenegro. Conoce de sobra la
respuesta a su pregunta. Y, obviamente, no espera que conteste como lo hace.
Él tampoco.
De hecho, Gabriel es el primero que se queda sorprendido cuando rompe el silencio defensivo
que guarda contra esa entrometida, contra los recuerdos y el tiempo desordenado, y se escucha
responder, con el mismo descuido negligente que si no hubiese reparado hasta ese momento en
que la información podría interesarle a su hermana:
—Bueno, sí, en realidad, sí... Me llegó un telegrama a principios de semana. Él mismo me lo
mandó. No sé cómo habrá conseguido mi dirección ni cómo habrá averiguado que tengo aquí un
estudio. Decía que llegaba en un par de días y que me avisaría en cuanto estuviera instalado. Que
tenía muchas ganas de que volviéramos a vernos. —Siente la necesidad de justificar su silencio y
añade—: No te dije nada para darte la sorpresa cuando llegara el momento.
Lo que acaba de hacer es una estupidez y Gabriel lo sabe. Él no miente nunca. O casi nunca.
Si acaso, a los fisgones que meten las narices de forma grosera donde no les corresponde. O para
eludir un compromiso inoportuno con educación. Como mucho, deja escapar algún embuste
piadoso para alegrarle el día a alguien, ocasionalmente. Nada más.
Y aun así, acaba de mentir ahora mismo. De la manera más gratuita.
Probablemente, los días por venir habrían sido muy distintos sin esa mentira. Si Gabriel
hubiese admitido lo que Emma ya sabe: que no ha intercambiado ni una palabra con Roberto
Montenegro desde hace trece años. Entonces, quizá, a lo largo de la siguiente semana, habría
llegado a ver a su viejo compañero de lejos, circulando en su coche de lujo por la Terraza, o se lo
habría cruzado saliendo de madrugada del casino. Pero este ni siquiera le habría reconocido
después de tanto tiempo. No habrían llegado a cruzar palabra y todo habría quedado en una
incómoda charla de sobremesa en casa de su hermana; en el relato de un par de anécdotas del
pasado.
Nada más.
Pero ha mentido. De un modo fútil e innecesario. Y ni siquiera está seguro de por qué lo ha
hecho.
Lo cierto es que Roberto Montenegro jamás habría podido avisarle de su llegada, porque no
tiene forma de saber que él también se encuentra en Deauville, a apenas cuarenta kilómetros pero
a un mundo entero de distancia de la aldea en la que ambos pasaron la adolescencia trazando
futuros llenos de viajes y aventuras, miseria y fortuna, mujeres misteriosas y desamores, y en los
que siempre triunfaba, sobre todo y todos, su amistad, sólida e inquebrantable como la de las
novelas.
Para haber podido anunciarle lo que fuera, Montenegro habría tenido que saber algo de él.
Que se gana la vida haciendo fotografías, por ejemplo, tal y como ambicionaba cuando era un
crío, aunque los clichés que revela en su negocio situado bajo el Gran Reloj de Rouen no los
toma en África, ni en Arabia, ni tampoco en Extremo Oriente, sino allí mismo, en un estudio
decorado con pesadas cortinas de damasco, telones que simulan jardines ficticios y columnas de
papel maché. Y sus modelos no son exóticos héroes, sino recién casados de la burguesía local,
niños envueltos en mantillas de encaje o disfrazados de marinero y mocitas casaderas que
quieren enviarle un recuerdo a su prometido, que cumple el servicio militar lejos de allí. O que
de vez en cuando publica crónicas de la opaca vida social de la capital normanda en el
provinciano Journal de Rouen, pero nunca llegó a escribir para el Bulletin de la Société
Géographique de Paris, ni para las páginas del Journal des Voyages, relatando sus encuentros
con peligrosos indígenas del Amazonas o con caníbales del Congo, como había planeado.
No. El Roberto Montenegro que está a punto de instalarse en el hotel Royal, ataviado con su
sugestiva reputación de truhan de vodevil no sabe nada de eso. De modo que no ha podido
enviarle telegrama alguno ni ponerse en contacto con él de ningún otro modo. Lo más probable
es que haya olvidado por completo lo que significó aquel lugar para ambos hace tanto tiempo. Y,
se confiesa avergonzado, eso le humilla y le enfada de una forma irracional.
Por eso ha mentido, sacudido por un impulso idiota que ahora le incita a seguir defendiendo
sus palabras, como los malos embusteros:
—La verdad es que es asombroso que supiera que iba a encontrarme aquí y que haya dado
con mi dirección, tendré que preguntarle cómo lo ha hecho.
—Entonces, ¿sois muy amigos, tío?
Los ojos dorados de Clara brillan de admiración hacia el desconocido y misterioso extranjero
y hacia su tío Gabriel, que tiene el privilegio de recibir telegramas de semejante personaje.
Y ya no hay más tema de conversación hasta el final del almuerzo. A los postres, Dora
Vernon sigue haciendo preguntas y compartiendo rumores: al parecer, el misterioso señor
Montenegro trae un potro a correr el premio Morny, el próximo domingo, y cuando termine la
Semana Grande, tiene planeado viajar a Beirut —el mismísimo Habib Pachá le ha invitado a su
residencia— y, desde allí, realizar un largo tour por Siria, Palestina y Líbano. Emma recuerda las
singulares noticias que llevaron por primera vez el nombre de Roberto a las páginas de la prensa
hace tres o cuatro años y cavila sobre cuánto tendrán de verdad y cuánto de exageración. Clara
interrumpe sin parar y Léon, que escucha en silencio, parece haber olvidado las normas de
urbanidad que le han impuesto a la niña para sentarse a la mesa de los adultos.
Gabriel tampoco habla mucho. Emma le invita de cuando en cuando a que relate alguna
anécdota de los años que compartieron los tres en la escuela o a que complete cierta historia que
ella no vivió de primera mano, pero él responde invariablemente que no se acuerda bien. Ha
transcurrido mucho tiempo. Y las deja hablar. A pesar de que sigue mintiendo. Por supuesto que
se acuerda. Se acuerda con detalle de todos y cada uno de los episodios que cuenta su hermana.
Se acuerda de todo.
Pero un resabio áspero le aja los recuerdos, intoxicándolos y trayéndole a la garganta un sabor
desapacible: el insidioso sentimiento de que, años atrás, Roberto Montenegro le robó la vida que
le correspondía vivir a él y que ahora, desde un pasado lejano y olvidado, reaparece sin aviso
para colarse en su existencia y restregarle la usurpación en la cara.
El tío Gabriel acaba de marcharse y la señora inglesa está tomando café con sus padres en el
saloncito de atrás, que es más fresco, así que a Clara le han dado por fin permiso para reunirse
con su amigo Luca, que la espera frente a la verja del patio desde hace un buen rato.
Los dos están sentados en los escalones de la entrada, aguardando a que su nanny regrese. A
Luca, que tiene los mismos años que ella, le dejan ir a la playa solo, pero a Clara no le permiten
acercarse al mar sin la supervisión de miss Kelly o de otro adulto. Y hoy la miss ha pedido
permiso para ir a visitar a una amiga a la que han operado de apendicitis y quedarse con ella a
almorzar, así que seguro que no salen de casa hasta las cuatro de la tarde. Pero a Clara no le
importa. Tiene muchas cosas que contarle a Luca. Aunque enseguida ve que no van a estar de
acuerdo:
—Eso no puede ser. No puede ser que haya ladrones tan habilidosos que la policía no
averigüe nunca quiénes son. Bueno, a lo mejor pasa con alguno que haya cometido un crimen
una vez nada más, o que haya robado dos o tres bancos y luego se haya retirado y se haya ido a
vivir a América, eso sí podría ser. Pero si es uno que vive de robar y que roba y roba sin dejarlo,
no me lo creo. Seguro que al final te pillan. —Luca tiene los brazos cruzados sobre el pecho para
defender con más firmeza su postura—. Eso de que haya ladrones tan listos que se escapen
siempre y encima se rían en la cara de la policía y todo son cosas de películas y novelas. En la
vida real van a la cárcel de todas todas.
Clara suspira, indulgente. Luca piensa así porque a él siempre le descubren en cuanto hace la
más mínima trastada.
Que coge un poco de chocolate de la alacena antes de la hora de la merienda, su madre se
entera. Que caza una lagartija o un ratón y acecha la entrada de un cliente con una mujer bien
peripuesta para soltar el bicho en la sastrería de su padre, le escuchan reírse detrás de la puerta.
Le pescan hasta cuando es inocente y la travesura la ha cometido otro. El verano pasado, por
ejemplo, estuvo una semana castigado por romper la vitrina de una panadería de un balonazo,
cuando él ni siquiera estaba jugando en la calle a la hora en que habían destrozado el cristal.
Ella, en cambio, es mucho más lista. Entre otras cosas, lleva toda la vida copiando cada vez
que tiene examen de Geografía y sus maestras todavía no se han enterado de nada. Siempre le
ponen buenas notas.
Si Luca es un torpe, eso no le da derecho a sacar conclusiones ni a imaginarse que todo el
mundo es tan patoso como él y todos los ladrones terminan siempre en la cárcel sí o sí. Eso tiene
que quedarle claro:
—Pues en los libros de Arsenio Lupin, ni siquiera Sherlock Holmes consigue detenerle. —Y,
antes de que Luca pueda interrumpirla, añade de carrerilla—: Que ya sé que es mentira y que
Sherlock Holmes tampoco existe, pero yo creo que si lo que contara el libro no fuera posible
pues el autor no lo habría escrito, porque la gente se daría cuenta y no tendría éxito.
Luca no contesta. Clara se inclina un poco para intentar mirarle a los ojos. Su amigo está
sentado en el mismo escalón que ella pero no para de hacer dibujitos en el suelo con un palo, con
la cabeza gacha. Así no hay manera de saber si le ha convencido o si se ha quedado callado
porque está pensando en otra cosa.
Le hinca el codo, impaciente, para obligarle a contestar.
Luca sacude el flequillo desordenado en el que irrevocablemente se convierte, en cuanto pisa
la calle, el tupé que con tanto esmero le componen en su casa y sonríe:
—Pues si es así, a mí me gustaría ser un ladrón de esos.
Cómo no. Menos sastre, igual que su padre, Luca de mayor quiere ser cualquier cosa. Cuando
se conocieron, con siete años, decía que cuando creciera se haría pirata. De los de bandera negra
y calavera y loro de colores en el hombro. Parche y pata de palo, no, eso no. Él tenía intención de
ser un pirata que permaneciera entero.
A Clara le costó todo el verano convencerle de que eso no podía ser. Que ya no quedaban
piratas y que, además, si hubiera alguno, los tiempos habían cambiado: ¿cómo iba a abordar todo
un trasatlántico con un simple barco de madera? Era una carrera condenada a la ruina.
Ahora a Luca le da vergüenza que le recuerde aquella vocación primera y dice que eso no es
verdad, que él no ha querido ser nunca bucanero ni pirata ni corsario. O a lo mejor sí, no se
acuerda bien. Pero cuando era mucho más pequeño. Desde luego, no con siete años, que es una
edad ridícula para querer ser pirata del Caribe porque con esa edad todo el mundo sabe que los
piratas ya no existen.
Aunque la verdad es que, quitando el episodio pirata, casi todas las ocupaciones que se le
ocurren a Luca son mucho más divertidas que las de los adultos que Clara conoce, y su arsenal
de propuestas es una fuente inagotable de inspiración para sus juegos: ese verano, por ejemplo,
ya han sido buscadores de tesoros, aviadores y trapecistas.
—Sí, señor. Ladrón de arte —Luca sigue dándole vueltas a su imposible proyecto—. Eso sí,
ladrón solo no. Ladrón y tahúr. E ir por todos los casinos del mundo dejando a los millonarios sin
blanca.
Hala. Ya no hay quien se lo saque de la cabeza. Y menos quien sea capaz de convencerle de
que él no puede ser ladrón, que a él lo pillan seguro:
—Yo sería mucho mejor ladrona que tú.
—Pero no puedes. Las chicas no pueden ser ladronas.
Clara se cruza de brazos. Otra vez. Está harta de pelearse con él por lo mismo:
—Claro que pueden, idiota. Seguro que hay un montón. Igual que hay chicas aviadoras. Y
exploradoras.
Luca tuerce la boca, evaluando la verosimilitud de sus palabras. Clara sabe que no se acabará
de convencer hasta que no le pregunten a algún adulto. A su tío Gabriel, por ejemplo, que
siempre le da a ella la razón en esas cuestiones. Mujeres piratas no está seguro de que haya
habido alguna vez, eso sí que se lo ha confesado. Pero nunca ve problema en que quiera ser
reportera, arqueóloga o buzo.
—Además —decide dejar claro—, si yo no te cuento lo del ladrón que llega esta tarde al hotel
Royal a ti ni se te habría ocurrido la idea. Así que ya me puedes dar las gracias. Si llegas a robar
algo valioso algún día, me lo debes a mí.
Luca no se las da. Se encoge de hombros y sigue dibujando con el palito en la arena.
Clara no sabe qué narices le pasa, pero últimamente está un poco raro. No hace más que
llevarle la contraria y a veces se enfada por tonterías. Por ejemplo, si echan una carrera y ella le
gana. Su madre le ha dicho que eso es que le molesta que le gane una niña, pero está claro que
eso no puede ser porque ella ha sido siempre una niña y a él nunca le ha importado que sea la
más rápida de los dos.
—¿Qué hora es? Ya es muy tarde —protesta Luca—. ¿Cuándo vuelve tu nanny?
—No lo sé. No creo que tarde mucho.
Se estira el orillo de la falda y cruza los tobillos. En realidad, no está segura de que le guste la
idea de ser ladrona de mayor. Bueno, gustarle sí le gusta, pero no tiene nada claro que valga para
ello. Debe ser muy difícil. No es solo ejecutar los robos, sino estar siempre vigilante para que no
te atrapen. Tener cuidado con todo lo que dices para que no se te escape un indicio que te
descubra. Y seguro que no puedes confesarle tu verdadera identidad a nadie por miedo a que te
traicionen, ya sea por maldad o por descuido. Solo faltaría que, por un despiste de un amigo o de
un pariente, la sigilosa ladrona de guante blanco, Clara Castel, terminara en la cárcel.
Además, en verdad, ella solo le ha contado a Luca lo de ese ladrón tan famoso que está a
punto de llegar a Deauville porque está tan emocionada que es incapaz de hablar de otra cosa. No
se puede creer que en la vida real exista un personaje tan parecido al Arsenio Lupin de sus libros.
Y que encima sea amigo de su madre y de su tío.
Solo la idea de conocerlo le llena la cabeza de nubes. No piensa en interrogarle ni en aprender
nada de él. Pero Luca es mucho más práctico:
—A lo mejor, si nos hacemos amigos suyos y le juramos secreto eterno nos cuenta algún
truco, o nos explica cómo empezó él y si ya se puede empezar a aprender desde pequeño.
A Clara le parece que eso no va a poder ser. Que los ladrones de ese tipo no le cuentan sus
secretos al primer llegado así como así. Menos aún a dos niños.
—Y si no, pues le espiamos —sentencia Luca.
Eso la convence aún menos. Para empezar, a ella no la dejan ir sola a casi ningún sitio, lo que
ya pone las cosas difíciles. Pero es que, además, ni solos ni acompañados, a ninguno de los dos
les van a permitir entrar al casino. Ni salir de casa por las noches.
Y puede que se estén haciendo demasiadas ilusiones. A lo mejor se ha dejado llevar y le ha
contado todo a Luca de un modo un poco fantástico. En la vida real las cosas siempre son menos
emocionantes y más insípidas que en los libros, y ella no conoce a ese extranjero de nada.
Lo mismo es un señor normal y corriente, quién sabe si hasta feo. Y quizá tampoco ha robado
gran cosa ni a nadie importante. Porque ahora que lo piensa, si de verdad es un ladrón, es muy
raro que todo el mundo lo sepa, hasta la policía, y no lo metan en la cárcel. Ningún criminal
auténtico es tan bobo como para ir por el mundo presentándose con su verdadero nombre.
Pero no quiere ponerse a porfiar con Luca. Es su mejor amigo y no le apetece discutir más con
él. Porque no ve cómo van a llegar a ser exploradores, ni ladrones, ni ninguna otra cosa los dos
juntos en el futuro si no paran de pelearse por tonterías.
—Bueno, ya veremos. Mi tío me ha dicho que me lo va a presentar. Y mi tío nunca miente.
Para remachar sus palabras, le propina un pescozón sorpresa y, cuando Luca se gira para
protestar, le arranca el palo de las manos y sale corriendo calle abajo, desafiándole a que la
atrape para arrebatárselo.
Léon cuelga el teléfono y clava la vista en la doble puerta del salón, que ha cerrado con cautela
antes de atender la llamada. Las manos le tiemblan. No puede permitir que nadie lo vea. Ya ha
sido lucha suficiente tratar de mantener la voz baja mientras intentaba que sonara, primero,
indiferente y, luego, firme e indignada, para acabar desintegrándose en una súplica asustada y
trémula.
Cuando hace un momento ha descolgado el auricular y ha escuchado el acento del hombre del
otro lado del hilo ha sentido una náusea. Les ha dicho a Dora y a Emma que se trataba de un
paciente con una dolencia grave y les ha pedido intimidad para guardar la confidencialidad del
caso. Afortunadamente, ambas le han creído.
Cielo santo, cómo se arrepiente de todo. Cuánto se arrepiente...
Abre la ventana y escucha la voz jovial de Clara, que parlotea con el hijo del sastre sentada en
los escalones de la entrada.
No se imagina anunciándole que a final del verano tendrán que abandonar esa casa para
siempre.
Aunque quizá eso sea lo más fácil.
Es una niña. Puede contarle una historia cualquiera, inventar cualquier excusa y, aunque se
entristezca y quizá se enfade, se la creerá. No, a Dios gracias, no tendrá que rebajarse ante los
ojos de su hija confesándole la verdad.
Pero ¿y Emma? ¿Y sus padres? ¿Y sus pacientes? ¿Cómo reaccionará el doctor Vidal cuando
se entere?
No es difícil de imaginar. Le pedirá que acuda a su despacho o quizá le invite a comer al
reservado de algún restaurante discreto y allí, a solas, le hará ver que a pesar del afecto que le
profesa no puede permitirse que su nombre siga asociado al suyo. Es su reputación profesional lo
que está en juego.
Por supuesto, lo ocurrido no afecta a su competencia médica, le dirá. Pero la gente carece de
altura de miras. Son tantos los que creen que los desarreglos de la vida privada deterioran las
capacidades laborales... Y su clientela pertenece a la alta burguesía, a la aristocracia de las
finanzas, incluso al entorno del Gobierno. A Vidal le resulta imprescindible mantener una
imagen impecable. No puede dejar que su nombre quede asociado al desorden y al vicio. Seguro
que Léon lo comprende. A nadie le apetece poner su vida en manos de un médico que no sabe
gobernarse a sí mismo.
Cierto que el comportamiento privado del doctor Vidal no ha sido siempre intachable. Él
también ha tenido sus deslices. Alguna relación amorosa inconveniente, un par de inversiones
económicas de ética dudosa. Pero sus pecados siempre son comedidos, razonables, circunspectos
casi. Jamás se convierten en motivo de embarazo público.
Seguramente le aconsejará que se centre en solucionar sus problemas. Por su bien, por
supuesto. Y le hará prometer que en caso de que necesite ayuda se lo comunicará de inmediato.
Aunque luego tomará todas las precauciones necesarias para asegurarse de que no le localice
llegada la ocasión.
Eso es exactamente lo que puede esperar del doctor Vidal. Léon no se hace falsas ilusiones.
Y tampoco se siente con derecho a exigir otra cosa. Solo cabe estar agradecido por todas las
bondades que ha tenido el ilustre doctor con él desde que le conoció siendo un joven médico de
provincias recién licenciado. Vidal, que ya era toda una autoridad en el campo de las
enfermedades respiratorias, fue su mentor y su gran maestro, antes de convertirse en su socio. A
él le debe el éxito de su carrera y todo lo que ha llegado a ser. Es él, Léon Castel, y nadie más
que él, quien lo ha arrojado todo por la borda.
Se apoya en la ventana y hunde la cabeza entre los hombros, abrumado. Hace unos años,
cuando leyó en la prensa que la súbita caída de la bolsa de Nueva York estaba provocando
suicidios de desesperación entre los financieros y especuladores arruinados que se arrojaban
desde lo alto de los rascacielos, no lo entendió. Que alguien decidiera acabar con su vida por
dinero...
Pero ahora lo comprende. Vaya si lo comprende. No es la ruina; es la humillación. La
vergüenza. La imposibilidad de mirar a los ojos a los tuyos. La certeza de todo lo que se
murmura a tus espaldas. De las puertas que se te cerrarán con desprecio, como si fueras un
criminal. Además, al fin y al cabo, piensa, mientras en su mente, como un remolino, se repite la
absurda imagen de un inversor neoyorquino, con puro y chistera, planeando desde el piso
decimoquinto del hotel Savoy, aquellos hombres no eran culpables más que de imprevisión y de
ambición excesiva.
No como él.
Él es un auténtico culpable.
Si al menos hubiera sabido parar a tiempo... El verano pasado, cuando no vio más salida que
hipotecar su villa de verano en secreto. O hace unos meses, en Italia, antes de la funesta
incursión al casino de San Remo.
Pero no supo. Obcecado en la esperanza absurda de que la suerte le devolviera cuanto le había
arrebatado. Ofuscado por la obsesión del tapete verde. Inventándose pacientes a los que visitar
para escaparse en secreto. Contemplando, de madrugada, en los espejos de cuartos de aseo
rococó, el rostro desconcertado de un hombre derrotado y pálido, con los labios temblorosos de
ansia porque las fichas de colores se le habían vuelto a esfumar de entre los dedos.
Y el 30 de septiembre se cumple el plazo que le han otorgado. Para eso han llamado. Un
hombre con acento griego. El secretario del señor Nikolopoulos. Para recordárselo.
Se pasa las manos por el rostro, con fuerza, buscando una forma de borrar la crispación y
componerse un visaje apacible y templado con el que presentarse de nuevo ante Emma y su
amiga inglesa, que aguardan, terminándose el café, y ya deben preguntarse por qué tarda tanto.
Qué duro es el disimulo, día tras día. Qué difícil se le hace. Él no es hombre de dobleces ni de
secretos. Si al menos tuviera alguien a quien acudir. Alguien de confianza con quien poder
desahogarse. La única persona que se le ocurre cada vez que la necesidad de confesión le
agarrota la garganta es Gabriel, el hermano de su mujer. Tiene la inexplicable certeza de que él le
entendería y hasta le guardaría el secreto. Pero ¿para qué? Su cuñado no puede ayudarle. No es
más que el propietario de un estudio de fotografía de una ciudad de provincias al que no le van
mal las cosas, dentro de la modestia de su negocio, pero que no puede aspirar a ahorrar ni en
veinte años la suma de dinero que él necesita de forma inmediata para salir de apuros.
Además, ya hace un rato que se ha marchado. Se ha tomado el café con prisas y se ha
despedido de ellos. Quizá va camino del hotel Royal. A reunirse con ese amigo de la infancia
que ha reaparecido por sorpresa.
Qué irónico.
Según los rumores, la fortuna de Roberto Montenegro arrancó con un par de improbables y
magníficos golpes de azar en la mesa de bacarrá. A saber cuánto hay de verdad en la historia.
Léon desconfía de los comadreos. Pero está claro que la suerte no sonríe por igual a todos. Y que
un hombre llano como él jamás debió desafiarla.
El gorjeo de los dos niños continúa en el patio. Le llegan frases sueltas, de las que usan para
apuntalar sus castillos en el aire. Sobre piratas, ladrones y novelas. Fascinados por el halo
folletinesco del tal Montenegro. Seguro que lo último que Clara imagina es que es su propio
padre, un necio que se creía prudente, hogareño y sencillo, quien va a destrozar sus sueños de un
pisotón.
Gabriel atraviesa el puente de Deauville con paso flemático. A mitad de camino se inclina sobre
la barandilla, con los ojos guiñados al sol, contemplando las embarcaciones de recreo que entran
y salen, y un par de veces se toca el ala del sombrero para saludar a algún conocido.
Un hombre ocioso, relajado, disfrutando de un paseo para hacer la digestión. Eso es lo que
verá quien lo observe y lo vea detenerse frente a la terraza del café del Ferrocarril, acomodarse
en una de las mesas y hojear el último Paris-Soir, llegado por vía aérea la noche anterior.
Durante los meses de verano, todos los días, una avioneta venida de la capital arroja sobre la
playa varios paquetes recién impresos del diario vespertino poco antes de la hora de la cena.
Pero es solo apariencia. Gabriel no está relajado. Se siente idiota. No se explica por qué ha
mentido, colocándose de la forma más boba en una situación falsa. Ahora todos esperan que se
presente con Roberto Montenegro cogido del brazo en casa de su hermana. La dichosa inglesa
estará contando los minutos para despedirse de Emma y correr a anunciar que ha compartido
mesa y mantel con el amigo íntimo del enigmático recién llegado. Y Clara no va a parar de
preguntarle por él durante toda la semana.
Ya ha tomado café en casa de su hermana pero pide otro. Mala idea. Nunca ha aguantado bien
la cafeína, y al cabo de un rato la pierna izquierda empieza a tamborilearle bajo la mesa.
En verdad, su metedura de pata no tiene tanta importancia.
Ha sido un error, es cierto. No ha debido prometerle a su sobrina que se lo presentaría. No
está en condiciones de prometer nada que implique a una persona con la que no tiene contacto
desde hace trece años. Además, no tiene ninguna gana de hacerlo. Pero hay mil maneras de
justificarse y salir del paso.
No, lo que le tiene de ese extraño humor es algo más personal, algo a lo que no quiere poner
nombre porque le resulta infantil y absurdo.
Si lo contara en voz alta se reirían todos de él. Incluso Emma. Y no podría echárselo en cara.
El final de su amistad con Roberto es algo ya tan lejano, tiene tan poco que ver con quienes son
ahora, que a él mismo le sorprende que la herida siga tan viva.
Eran solo dos chiquillos.
Pero la realidad es que se siente como si en su día le hubieran robado algo importante y el
ladrón viniera ahora, a destiempo, a pavonearse en su cara. Por absurdo que sea, la posibilidad de
reencontrarse con Roberto le ha revuelto por dentro.
Repiquetea con los dedos de una mano sobre la mesa, mientras con la otra pasa adelante y
atrás las páginas del periódico. Malditas las ganas que tiene de ir a hacerle zalemas a un
desconocido para contentar a su familia. Porque esa es la realidad. Ese Roberto Montenegro del
que ha traído noticia Dora Vernon no es más que un extraño. Aunque tenga el mismo nombre
que su viejo compañero de pupitre, Gabriel no es capaz de imaginarle ni el mismo rostro ni la
misma voz. Y mucho menos creer que comparte con él un pasado.
Un gentleman-amateur. Así es como habla de él la prensa. Un aristócrata español,
coleccionista reputado, pintor de talento y solicitado retratista de la alta sociedad, que ha vivido
en Holanda, Londres y Florencia antes de establecerse en París, y cuya glamurosa vida no está
claro si se mantiene gracias al comercio del arte, a una sospechosa buena fortuna en los casinos o
a alguna herencia.
El nombre de Roberto Montenegro llegó al conocimiento del gran público hace algo menos de
cuatro años, en otoño de 1931. Gabriel recuerda perfectamente su propia incredulidad al
encontrarse con la fotografía de su viejo compañero de clase en un recorte de periódico que le
había enviado Emma, después de casi diez años sin saber nada de él.
La noticia hablaba de un lienzo de Rembrandt conocido como Saskia leyendo, desaparecido
meses atrás de una mansión inglesa y llegado subrepticiamente a manos de un galerista de la
calle Laffitte de París. La policía, prevenida, había abierto una investigación, y esta había
conducido hasta el conocido coleccionista Roberto Montenegro, que había sido detenido,
acusado de robo y procesado.
El caso llenó decenas de columnas de los diarios nacionales, que le otorgaron un aura
novelesca. Montenegro se convirtió en el gran favorito del público. En las redacciones se
acumulaban las cartas de amor que enviaban modistillas, solteronas y niñas de buena familia. Y
cuando, finalmente, fue exonerado por falta de pruebas, los ditirambos de la prensa ya le habían
convertido ni más ni menos que en el doble de Arsenio Lupin y en toda una celebridad.
Gabriel vuelve a abrir su ejemplar de Paris-Soir para echarle una enésima ojeada. Más que
nada, por tener las manos, nerviosas de tanto café, ocupadas con algo. Pero en ese momento una
silueta masculina ensombrece la superficie de su velador de mármol al tiempo que una voz
poderosa sentencia desde lo alto:
—Todo lo que pone ahí es mentira. No le dé usted más vueltas.
El que habla es un tipo de treinta y pocos años, no muy alto, ancho de espaldas, y con una
calva pronunciada, que señala su ejemplar del Paris-Soir con un dedo acusador.
Gabriel arruga las cejas:
—¿Está usted seguro, caballero?
—Segurísimo. Si quiere informarse de verdad, lea El Mensajero de la Costa. Un periódico
moderno, influyente y dinámico. Además, suele publicar fotografías firmadas por un tal Gabriel
Caron, que, al parecer, no es malo del todo. —El hombre introduce la mano en el bolsillo de la
chaqueta, extrae un diario doblado en cuatro y lo arroja con un golpe sonoro sobre la mesa—.
Ah, y dicen que el director es el hombre más guapo de toda la Costa Florida.
Gabriel suelta una carcajada y señala una silla vacía. Félix Oriot, veterano redactor del
Journal de Rouen, el diario señero de la capital de Normandía, corresponsal en Deauville durante
la Semana Grande desde hace años y fundador y director de El Mensajero de la Costa se
acomoda sin hacerse de rogar, deslavazado, con un brazo sobre el respaldo de la silla y las
piernas abiertas:
—Mañana tienes que pasarte por el estadio —decreta, después de pedir dos aguardientes de
sidra al camarero—. Al profesor de educación física le han dado una medalla. Hazle un par de
fotos saltando una valla o lanzando algo. Lo que tú veas. Pero en camiseta y calzón corto, que
quede claro que es un sportsman.
Gabriel le promete que se pasará a primera hora. El Mensajero de la Costa ocupa las jornadas
de Félix de manera obsesiva. Hasta hace poco, no tenía periodicidad fija, pero ahora, con la
Semana Grande en puertas, aparece a diario, y su director no tiene tiempo para nada más. Se
despidió en junio del Journal de Rouen para ponerlo en marcha y es su gran proyecto, un todo o
nada con el que no está dispuesto a fracasar.
En Deauville se editan otras publicaciones durante el verano, por supuesto. Pero no son más
que números únicos o semanarios que apenas ofrecen una sucinta crónica social, relatos cortos y
alguna noticia breve estampada junto a los resultados deportivos y los horarios de los
espectáculos y los transportes públicos. El plan de Félix Oriot para su joven periódico es más
ambicioso: su misión es ser un espejo de la vida diaria de la ciudad; hacerse eco de los rumores
que circulan entre las mesas de los bares y restaurantes de las Tablas, cuanto más escandalosos,
mejor; ofrecer entrevistas con personajes notables, fotografías de todos los eventos sociales...
Quiere que los veraneantes se lo arrebaten de las manos unos a otros cada mañana para descubrir
todos los secretos de la estación costera y averiguar si, por casualidad, su nombre aparece en las
páginas del indiscreto mensajero.
Y todo con un fin: Félix quiere obtener lo más rápido posible una reputación de periodista
incisivo y, sobre todo, con una magnífica visión del negocio, eficaz y moderna. Aprovechar la
presencia de los capitalistas que rondan la Costa Florida en verano para establecer contactos y
encontrar entre los huéspedes del Royal o del Normandy un socio inversor para un proyecto más
ambicioso o, al menos, auparse de una vez por todas a la redacción de uno de los grandes diarios
nacionales. Dar, por fin, el salto a la capital.
—¿Ya tienes cerrado el número de mañana? Te veo muy ocioso —sonríe Gabriel.
—Casi. Tengo a los dos esclavos dándole a la tecla como locos en la redacción. Y la
publicidad se me sale por todas partes. —El periodista suelta una risita entre dientes—. Pero falta
el toque del maestro, y tengo un hueco vacío en primera, así que voy a darme una vuelta por las
Tablas a ver si me entero de algo que merezca la pena.
Gabriel sonríe. Esa fanfarronería jocosa es marca de la casa.
Conoce a Félix Oriot desde que ambos eran estudiantes de Derecho. Congeniaron porque
compartían gusto por el teatro y la vida nocturna y, desde entonces, siempre ha estado ahí. Podría
decirse que es su mejor amigo.
Y es extraño. Porque Gabriel ni siquiera está seguro de que le caiga bien.
Hay cosas de él que le irritan. Como esa risita entrecortada con la que celebra cualquier
pequeño éxito. O sus maneras apabullantes. Su suficiencia. El modo que tiene de tratar a los
demás por encima del hombro, bromeando sobre su propia prepotencia; dejando que su
interlocutor crea que su actitud es simple chanza.
Cuando está sentado en una terraza, por ejemplo, y un conocido pasa por delante, suele
levantar una mano para que este se acerque, sin alzarse de la silla ni siquiera al saludarle. Y
entonces, para darle ligereza a su actitud y disfrazar de zumba intencionada su mala educación,
se palmea la panza y explica: «Ya sabes que los señores, cuando estamos haciendo la digestión,
no nos levantamos ni aunque pase el mismísimo sah de Persia». Y el otro ríe, convencido de la
buena intención de la broma y de que Félix es un tipo afable y campechano.
Al fin y al cabo, no existe mejor camuflaje que una máscara idéntica al rostro que uno quiere
ocultar.
Pero sí, es su mejor amigo. A pesar de todo.
Quizá es que a partir de cierta edad, piensa Gabriel, los amigos ya no son los que uno escoge,
sino los que la vida te ha ido dejando.
Félix apura su aguardiente de un trago:
—¿Vas esta noche al teatro? Tengo dos entradas. Preferiría llevar a una rubia del brazo pero
ahora mismo no tengo ninguna a tiro. Supongo que te gusta Ray Ventura, ¿no? Es a las ocho.
—Claro. Cuenta conmigo.
Félix se pone en pie y Gabriel deja un billete sobre la mesa:
—Te acompaño un rato. No tengo ganas de abrir el estudio esta tarde.
Atraviesan la plaza Morny, una rotonda coqueta de la que parten ocho calles simétricas,
trazadas a tiralíneas, charlando del próximo número de El Mensajero, y no tardan en alcanzar la
Terraza, ese amplio terreno sin edificar que se extiende entre la primera línea urbanizada de la
ciudad y el mar, una extensión de tierras de aluvión cubierta por jardines y terrenos de deporte
que parece creada ex profeso por la naturaleza para separar la ciudad de la playa y proteger así a
los noctámbulos, los jugadores de ruleta y los bailarines de tango de la soleada influencia del
océano y la arena.
A esas horas, sin embargo, los juerguistas recién levantados se aventuran ya a adentrarse por
los caminos de tierra batida que atraviesan la campa deshabitada y conducen al paseo de tablas
de madera de la playa. Cómicos, marajás, millonarios suizos, regatistas ingleses, pintores,
bailarinas y reyes destronados invaden el lugar, buscando sitio en las mesas de los bares, a la
sombra de los cuartetos de jazz.
Félix saluda a diestro y siniestro, graduando sabiamente la deferencia con que se toca el ala
del sombrero, sonríe o hace un gesto apenas perceptible de cabeza según quién se cruce en su
camino. A veces el cumplimentado responde con una mirada de desconcierto, pero el periodista
no se arredra. Se detiene y le recuerda con desparpajo su identidad y su posición al frente de El
Mensajero.
Gabriel reconoce también un buen puñado de rostros. De algunos ha visto los retratos en las
páginas de la prensa nacional, otros se le han vuelto familiares a base de cruzárselos todos los
veranos; a muchos los ha fotografiado él mismo a la salida de la playa, con la piel aún cubierta
de salitre, o sentados en una terraza, tomando un gin-fizz con los amigos. Pero es consciente de
que no pertenece a su mundo. Él es solo un testigo.
En el Bar du Soleil no quedan mesas vacías y, entre los grupos que conversan de pie, a
Gabriel le parece escuchar un par de veces el nombre de Montenegro.
Intenta poner atención. Pero están demasiado cerca de la orquesta. Hace calor, aunque el cielo
se ha encapotado y las charcas que ha dejado abandonadas la marea baja sobre la arena reflejan
un gris somnoliento. Y tal vez haya bebido demasiado durante la comida, porque al segundo
trago de Oporto empieza a notar la cabeza nublada.
No, no hay duda. Ahora es Félix quien menciona a Montenegro. Gabriel le aparta de la
orquesta y le pide que repita lo que ha dicho:
—Que a ver si hay suerte y ese Montenegro se presenta esta noche en el concierto y le saco
unas palabras. Le he dejado otras dos entradas, mejores que las nuestras, en la recepción del
hotel, cortesía de El Mensajero de la Costa. Sabes de quién te hablo, ¿no? El tipo del juicio del
Rembrandt. Ha llegado hace un rato al Royal en un Hispano-Suiza verde jade. Una maravilla de
trasto.
Gabriel responde con un gesto vago, incómodo por el cosquilleo ardiente que una vez más le
provoca la perspectiva de reencontrarse con Roberto Montenegro por mucho que intente
ignorarlo. Observa de reojo la suculenta propina que un regatista con jersey marinero entrega al
camarero que atiende su mesa. Y le pega un trago largo a la nueva copa de Oporto que alguien le
ha puesto en la mano.
Elena Ivánovna Volóshina abre el estuche dorado, forrado de terciopelo azul noche, y sostiene el
collar por los dos extremos, con delicadeza. Lo posa sobre su cuello, comprobando el efecto en
el espejo. Luego inclina la nuca y abrocha el cierre.
Es más que hermoso. Lo han creado para ella los joyeros de Van Cleef & Arpels. Un ave del
paraíso de esmeraldas y zafiros de varios colores prendida de una serpenteante cadena de oro
blanco y diamantes.
No ha debido aceptarlo. Un regalo como ese exige demasiado en correspondencia. No es un
obsequio que se le haga a un amor de fortuna. Ni siquiera cuando quien lo realiza es un
millonario americano que puede permitirse eso y más sin hacer ni una muesca a su capital.
Es un regalo para una futura esposa. Y eso no es algo que Elena Ivánovna tuviera previsto.
Se retoca un bucle rubio, puliendo sin necesidad un peinado impecable. Piensa en todas las
dudas que ha traído consigo, escondidas en la maleta. En las sospechas. En las preguntas que no
ha querido hacer. Y en cómo cambiará todo si acepta la propuesta que, está segura, Eliot Kaplan
está a punto de hacerle. En cómo se subvertirán las reglas del juego. Y en que ella no podrá
seguir cerrando los ojos.
Si acepta, claro... ¿Y si no? Si no, todo debe seguir adelante. Y tendrá que restituir el collar a
manos de su legítimo dueño, con una sonrisa y un beso de agradecimiento, deseando que
aparezca pronto una señora Kaplan que pueda lucirlo orgullosa. Elena no tiene por costumbre
devolver regalos, pero Eliot Kaplan no es un hombre del que sea buena idea intentar
aprovecharse de una forma tan burda. Ni con quien jugar alegremente.
Suspira. Las cortinas del balcón están abiertas pero el atardecer es hoy tan mortecino que ha
tenido que encender la luz eléctrica para maquillarse. Las lámparas multiplican el destello de los
diamantes que le adornan el cuello. Se pone en pie. Abre la puerta del armario para mirarse en el
espejo y gira a derecha e izquierda admirando su silueta ceñida por un vestido de lamé plateado
con reflejos de agua marina de Patou. El pronunciado escote de pico hace destacar el collar, pero
no se siente confiada.
Compara su semblante, liso y disfrazado de indiferencia, con el rostro retratado en el viejo
lienzo que ahora mismo reposa, en secreto, en la cámara de seguridad del Crédit Lyonnais. Es el
rostro de una mujer morena, con una mirada alerta y centelleante de nobleza, tan segura de sí
misma que a Elena no le cuesta imaginarla en otro momento y en otra estancia, desnuda y
tendida sobre un lecho revuelto, sumida en la contemplación de su propia belleza en el espejo
que un niño con alas sostiene frente a ella. Ignorando al hombre que reproduce sobre la tela las
líneas de su cuerpo para que las admire la posteridad.
Ojalá ella tuviera esa confianza en sí misma. Esa franqueza.
¿Es posible envidiar a una mujer que vivió hace tres siglos?
Elena Ivánovna no tiene más que veinticinco años pero ya ha vivido varias vidas. Sabe lo que
es criarse en la opulencia y también lo que es servir a otras fortunas cuando la propia se ha
esfumado, sepultada por el odio, los vientos de la historia y las nieves silenciosas de San
Petersburgo. Eso la ha hecho cautelosa. Y rápida. Y astuta. Una buscavidas capaz de detectar una
oportunidad al vuelo. Pero no había previsto que Eliot Kaplan pudiera ofrecerle una escapatoria
definitiva...
Por eso ya no está segura de qué papel está representando. El argumento de la comedia ha
dado un giro inesperado y ahora no está claro quién es quién en esta historia ni a quién debe más
lealtad.
Y no quiere equivocarse.
Porque hay otro actor en esta obra de teatro. Otro hombre.
Aunque su relación es meramente profesional. Y su instinto le dice que así debe seguir siendo.
Porque ese hombre es todo lo contrario de lo que ella ha buscado toda la vida. Nunca podrá
ofrecerle ni seguridad ni certezas.
No debe olvidarlo.
Se asoma al balcón, apoya las manos en la barandilla de madera verde, adornada con geranios
blancos, y entorna los ojos hasta que la arena de la playa y el mar se confunden en una sola
superficie parda y gris que se extiende hasta el infinito envuelta en bruma y a la que solo dotan
de vida las figuras de un hombre con un perro y de dos jinetes que pasean con los caballos
hundidos hasta los corvejones en el agua.
Poco a poco, respirando el aire húmedo de ese atardecer gris, empieza a sentirse más
tranquila. El negocio está casi sellado. La firma y el pago de la transacción no son ya más que un
trámite. El óleo aguarda en las cámaras de seguridad del banco a que llegue de Southampton el
barco que lo transportará al Nuevo Mundo. Su papel, honesto o deshonesto, ha concluido.
Y aún le queda tiempo para decidir qué respuesta dar a Eliot Kaplan: todavía no ha recibido la
propuesta de matrimonio.
Sabe que va a llegar. Kaplan está enamorado de ella. Pero un matrimonio es un negocio y
como tal hay que evaluarlo. Eliot le ofrece fortuna, posición, poder y seguridad. Y a cambio ella
no tendría que entregarle más que su viejo nombre de la Rusia blanca y un título nobiliario que
exhibir del brazo en cenas de gala y viajes.
Ha empezado a refrescar. Elena regresa al interior de su habitación de hotel. El Normandy,
con su falso aire de granja tradicional, es uno de los dos grandes hoteles de lujo que presiden la
primera línea de costa en Deauville. El Royal es algo más opulento y también un poco más caro,
pero seguro que un americano que no conoce la ciudad prefiere el más pintoresco de los dos.
Y ella se siente a gusto allí. Ha estado más veces, con otros acompañantes.
Pensativa, se detiene de nuevo frente al espejo del armario abierto, acariciando el ave del
paraíso que pende de su cuello.
No hay prisa.
Que pasen los días.
Que la lluvia siga mojando el arenal inmenso de esa playa color ocre mientras los distinguidos
jaraneros ven amanecer al volante de sus Rolls descapotables; que las fichas de colores rueden
implacables sobre los tapetes verdes, haciendo y deshaciendo fortunas de un plumazo; que los
caballos galopen, con el corazón en los pulmones y pies de viento, sobre la hierba fresca del
hipódromo todas las tardes...
Aún hay tiempo antes de tener que tomar ninguna decisión.
Gabriel llama a la puerta con dos toques rápidos y, sin apenas pausa, una voz responde: «Está
abierto, ¡pasa!».
Ha sido un impulso. Hace solo un instante iba camino del teatro del casino, ataviado con su
chaqueta blanca de esmoquin, para asistir al concierto de Ray Ventura. Y, sin pensarlo, ha
pasado de largo y ha continuado camino hasta el Royal. El recepcionista le ha pedido el nombre
y, tras una llamada rápida, ha anunciado, sin más: «El señor Montenegro estará encantado de
recibirle. Su número de habitación es el 321».
Gabriel ha entrado en el ascensor desconfiado y arrepentido ya de su arrebato, preparándose
para la humillación de una acogida desganada. Dos extraños sin nada que decirse. Uno de ellos,
moviendo el rabo y blandiendo viejos recuerdos como si eso le diera derecho a inmiscuirse en la
vida privada del otro, que hace tantos años habrá perdido todo interés en una lejana amistad.
Por eso el entusiasmo de la voz que le invita a pasar le desconcierta.
Empuja la puerta, obedeciendo, y se encuentra en un salón vacío. Solo un segundo. De
inmediato surge un hombre del dormitorio, abotonándose la camisa. Va descalzo y en una mano
lleva el lazo negro de una pajarita deshecha.
No ha cambiado apenas. Alto, moreno, más flaco que delgado, con el pelo muy corto para
mantener dominados los rizos, la media sonrisa apacible de siempre y, a pesar de los treinta y un
años que ambos han cumplido, el mismo aire de adolescente desgarbado. Gabriel se queda
mirando a su viejo compañero de pupitre, disfrazado de dandi en aquel suntuoso decorado. Un
bigote fino, a la moda, es casi lo único que lo distingue de aquel que él recuerda. Y está a punto
de echarse a reír.
Afortunadamente, se recompone a tiempo. Pero entonces es Roberto el que ríe, como si él
tampoco creyera que el atuendo de comedia que viste pudiera dar el pego. No solo ríe, suelta una
carcajada incrédula, desbridada, abre los brazos y corre a estrecharle entre ellos de un salto.
Gabriel le devuelve el abrazo, sin pensárselo, contagiado por su alegría. Se palmean la
espalda, riendo y brincando, como si tuvieran quince años otra vez y acabaran de marcar un gol
en la portería del equipo contrario, hasta que por fin Roberto se aparta, sin lograr ponerse serio,
sujetándole por los hombros:
—¿Qué demonios haces aquí? —le pregunta—. No me lo podía creer cuando me han dicho tu
nombre por teléfono.
Gabriel imita su gesto, con algo de incertidumbre, contemplando cómo sus suspicacias se
hacen añicos.
—¿Yo? Yo vengo a Deauville todos los veranos. La cuestión es qué haces tú aquí. ¿Y de
dónde...? —Hace un gesto amplio, que abarca las paredes de la suite y al mismo Roberto, y que
contiene todo su asombro y su extrañeza, sin atreverse a preguntar en voz alta de dónde ha
sacado el dinero para todo aquello. Y ya de paso, cómo diablos se ha convertido en el personaje
en el que se ha convertido, más allá de las simplezas que cuentan los diarios, y si vive
permanentemente en ese mundo, travestido de actor de vodevil.
Roberto se deja caer en el sofá y cruza las piernas, alborozado todavía, pero el gesto con el
que se acomoda, indolente y preciso, hace que se esfume la ilusión de que sigue siendo un
mozalbete recién salido de la escuela y disfrazado de adulto. Su cuerpo no interpreta ningún
papel. Se siente en verdad confortable en ese lugar y en esa postura displicente, con los brazos
sobre el respaldo del sofá, ataviado con esa ropa formal con la que viste, a buen seguro, casi
todas las noches.
—¿Quieres beber algo? —Alarga el brazo y, sin aguardar respuesta, coge una botella de
cristal esmerilado de la mesita que hay junto al sofá y llena dos vasos anchos de líquido dorado.
Gabriel tarda un momento en sentarse en un butacón, frente a él, incómodo de repente, como
si de verdad tuviera quince años y su mejor amigo se hubiera convertido en adulto de la noche a
la mañana mientras él sigue siendo un crío.
—No sé si estoy hablando con un señor abogado... —murmura Roberto, entornando los ojos.
Gabriel niega con la cabeza. Le llama la atención que Roberto recuerde que estudió en la
escuela de Derecho. Eso quiere decir que por esa época aún recibía sus cartas. Las dos o tres que
le envió aquel año. Aunque no las respondiera.
El caso es que, de una forma u otra, le está preguntando qué ha sido de su vida todos estos
años. Y Gabriel no sabe bien por dónde empezar. De repente se da cuenta de que nada de lo que
podría contar le parece interesante, y se siente desubicado. No está acostumbrado a sentirse así.
Normalmente, se considera un hombre afortunado cuando compara su vida con las de sus
conocidos. No es esclavo de ningún despacho ni de ninguna oficina, como la mayoría de sus
compañeros de estudios. Su oficio le agrada y le deja tiempo libre. Conoce a todo el mundo en su
ciudad. Pasa el verano en el mar, como los millonarios. Y no se le dan nada mal las mujeres, a
pesar del fracaso de su matrimonio.
Pero es como si Roberto le hubiera puesto delante un espejo deformante en el que se
reflejaran al mismo tiempo la imagen de quien es ahora y de quien creyó ser hace mucho tiempo,
creando un monstruo contrahecho.
Incómodo, siente un deseo súbito de escabullirse. Y lo disimula dándole toda la ligereza de la
que es capaz a su relato, pasando por encima de sus hitos desteñidos a vuelapluma: los estudios
interrumpidos, la pequeña herencia que le permitió abrir el estudio de fotografía en Rouen y su
matrimonio, breve y sin hijos, brotan rápidos y se desvanecen en sus labios, entre bromas. Datos,
nombres y fechas que el mundo suele considerar un retrato coherente de quién es cada uno.
Como si las elecciones que uno hace o deja de hacer en la vida constituyesen golpes de cincel
que fueran desgajando la materia sobrante de un bloque de piedra noble hasta hacer aparecer la
forma de nuestro verdadero yo.
Gabriel sospecha que es más bien al contrario.
Las acciones y omisiones de nuestras vidas no son esquirlas de mármol. Son granos de arena,
minúsculos e incontables, como los que forman las nubes de tormenta del desierto que desgastan
la piedra arenisca y dejan con la nariz roída a los faraones.
Y lo que queda de nosotros, a partir de cierta edad, no es más que lo poco o mucho que haya
resistido a la erosión del tiempo.
Roberto le pregunta por sus padres y su hermana, y Gabriel le cuenta que ambos siguen
trabajando de maestros, en otra escuela, en una población más grande, y que Emma acabó
casándose con el médico que la curó de su enfermedad de pulmón y tiene una niña de once años.
A él hay tantas cosas que le gustaría saber que no tiene idea de por dónde empezar. Casi
espera que Roberto se quite el antifaz y le confiese entre risas que todo aquello es una fabulosa y
elaborada mascarada. No le extrañaría que sus viejos compañeros de la escuela rural salieran de
detrás de las cortinas, con sus zuecos y sus gorras de paisano, burlándose regocijados de que
haya sido víctima de una inocentada semejante.
Al final, lo que se le ocurre es lo más intempestivo. Lo que menos tiene que ver con la extraña
transformación de su amigo en acaudalado aristócrata y coleccionista de arte o con su habitación
de hotel con vistas al mar. Le mira a los ojos y pregunta:
—¿Qué ocurrió con Anna?
Hace muchos años que no pronuncia el nombre de la muchacha de ojos soñadores y viveza de
ave silvestre de la que ambos se enamoraron cuando tenían diecisiete años, al mismo tiempo y en
esa misma ciudad, y tiene la impresión de que ha pillado a Roberto de improviso.
Su amigo tarda en responder unos instantes:
—Se acabó, sin más. Ya te contaré con calma en otro momento. —Se ha mostrado acogedor
mientras hablaban de él y de su familia, pero está claro que no le gusta que haya llegado su vez.
No tiene intención ninguna de corresponder. Gabriel le observa recoger el lazo de la pajarita que
había dejado sobre el sofá y ponerse en pie, dándole a entender que tiene que arreglarse para
alguna cita y no podrá remolonear mucho más tiempo—. Volvemos a vernos, ¿no?
Le está despidiendo. A Gabriel le parece otra vez que está frente a un extraño y vuelve a
refugiarse en la ligereza:
—No hay más remedio. Mi sobrina ha oído hablar de ti. Es una admiradora entusiasta de las
aventuras de Arsenio Lupin y solo con los rumores que ha escuchado esta mañana se ha quedado
fascinada con el ilustre señor Montenegro. Si no consigo presentártela, no me lo perdonará en la
vida.
Roberto sacude la cabeza y se echa a reír de buena gana:
—Vaya por Dios... Intentaré estar a la altura. —Levanta un dedo, recordando algo—. Espera.
Pasa un momento al dormitorio. Gabriel le escucha abrir y cerrar un cajón.
Enseguida regresa y le pone en la mano un objeto pequeño.
—¿Una perla?
—Dásela de mi parte. Dile... Dile que era de una duquesa. Que la he robado para ella. Un
regalo. Por ser la sobrina de mi mejor amigo. —Seguro que se le ha quedado cara de pasmarote
porque su interlocutor suelta otra carcajada—. No me mires así, se me ha caído de unos gemelos
y está dañada, ha perdido una esquirla; no te estoy regalando ninguna fortuna.
Gabriel comprende, encantado. Roberto se está riendo de su propia reputación. Sabe qué tipo
de historias ha debido escuchar la niña y no quiere desilusionarla.
El gesto es tan propio de su viejo amigo que no se le ocurre replicar y se guarda la perla en el
bolsillo, recordando una tarde de verano, a orillas del Dives, hace ya quince años, y la confesión
que entonces le hizo Roberto. Y aunque es evidente que su opulencia presente es real, e
inexplicable si no es de orígenes turbios, Gabriel empieza a intuir, en cierta medida, cómo se ha
fraguado su novelesca reputación.
—En fin... me esperan —concluye Roberto.
—Sí. Yo también tengo que irme. Voy al teatro del casino a ver a Ray Ventura y empiezan en
veinte minutos.
—Qué casualidad. Yo también tenía entradas. Me las ha dejado alguien en la conserjería. Un
tal Félix Oriot u Oriol... Algo por el estilo. El director de un periódico local. No sé quién es. Pero
tengo un compromiso ineludible. Se las he regalado al conserje, que tiene una hija casada con un
chófer del hotel. Ellos las aprovecharán.
Roberto no es consciente del tono condescendiente, tan propio de alguien colmado de
atenciones, con el que ha hablado. A Gabriel le pica el orgullo:
—Oriot. Félix Oriot. Es amigo mío. Quiere que le concedas una entrevista y deseaba tener un
detalle contigo.
—Vaya, dile que lo siento, que me es imposible ir al concierto, pero que le estoy agradecido
igualmente. De todos modos, nunca hablo con la prensa. —Una pausa alerta—. ¿Le has dicho
que nos conocemos?
—No.
Roberto hace un gesto de asentimiento, aprobando su silencio, y hunde las manos en los
bolsillos. No está cómodo con lo que va a decirle ahora:
—Oye, si hablan de mí... en alguna conversación... Por lo que sea. Ya sabes lo que le gusta a
la gente cotillear. Prefiero que no cuentes mucho... No es que me avergüence de nada. Pero, ya
sabes, para los negocios...
Le mira a los ojos, asegurándose de que le ha entendido. Gabriel le tiende la mano:
—Tranquilo.
Claro que le ha entendido. Demasiado bien. Lo que le pasa es que su aparición le ha
sorprendido con el pie cambiado y tras el primer impulso de entusiasmo, diluido entre risas y
abrazos, ahora debe estar pasando lista a las complicaciones que puede suponerle. Su presencia
allí le embaraza y quizá le compromete. No debe resultar fácil conciliar la realidad de su infancia
y adolescencia con el personaje que se ha creado. Y menos de cara al público.
Tal vez esa sea la razón por la que Roberto no había regresado hasta ahora a Deauville.
Montecarlo, Cannes o Biarritz son sin duda destinos más seguros y discretos. A cientos de
kilómetros de la comarca en la que ambos se criaron.
Pero ha dicho que no se avergüenza de nada. Y, a pesar de que lo lógico sería desconfiar de
sus palabras, Gabriel se da cuenta de que le cree.
Es curioso, piensa, mientras desciende las escaleras, después de despedirse. Le ha creído
porque en ese momento ha sentido que quien le hablaba no era el distinguido extraño de los
periódicos, sino su amigo de juventud. A pesar de lo excepcional de sus circunstancias y de los
secretos que sin duda guarda, Gabriel se marcha con la desconcertante impresión de que Roberto
no ha cambiado apenas desde los viejos tiempos.
O, en cualquier caso, de que ha cambiado mucho menos de lo que lo ha hecho él, que apenas
se ha alejado de su lugar de nacimiento y durante todo este tiempo no ha hecho sino dejar pasar
los años, mecido por el runrún tedioso del día a día.
1919
El día en que Roberto Montenegro llegó a nuestra escuela, llevaba lloviendo sin parar desde
primera hora de la mañana.
No era la lluvia lenta, perseverante y brumosa a la que estábamos habituados, sino un torrente
impenetrable, violento y ruidoso, bajo un cielo casi negro. Así que a mitad de aquella tarde de
noviembre, a la hora del recreo, estábamos todos encerrados en el aula, gritando y corriendo
entre los pupitres, cuando mi madre entró a avisar a mi padre, que corregía ejercicios en su mesa,
inmune a nuestro vocerío.
Yo enseguida me puse alerta.
Hacía dos semanas que una mujer desconocida había llamado a la puerta de casa a la hora en
que mi madre empezaba a preparar la cena y mi padre organizaba las lecciones del día siguiente
en el cuartito con vistas a los manzanos del huerto que le servía de estudio. La habían hecho
pasar y, mientras ambos se sentaban con ella frente a la chimenea, Emma y yo habíamos corrido
a la ventana de mi cuarto cuchicheando. Desde allí habíamos espiado una calesa nuevecita,
pintada de verde y rojo, detenida frente a la verja del patio, con una jaquita de tiro ligero, con el
pelo reluciente y las crines trenzadas, enganchada entre las varas.
Por aquel entonces llevábamos algo más de dos años instalados en el pueblecito de
Cambremer. Nuestro hogar, que estaba en el mismo recinto que el edificio de la escuela, era una
casona normanda con tejado de chamiza y vigas de madera pintada y un corral grande en el que
el pasto crecía lustroso todo el año. En la mitad izquierda mi padre había plantado un huerto, y la
mitad derecha nos servía de patio de juegos durante los recreos.
Mi madre y mi hermana, que tenía ya dieciocho años, se ocupaban del aula de los más
pequeños, a los que enseñaban a leer y a hacer cuentas; un adjunto, que iba y venía todos los días
en bicicleta, daba clases a los alumnos del Curso Intermedio; y mi padre, que era el director, se
ocupaba del Curso Superior, el menos numeroso, ya que a partir de los trece años los alumnos
iban abandonando la escuela para ayudar a sus padres en las granjas lecheras, los campos de
manzanos o los comercios locales.
Yo tenía quince años y en casa habíamos acordado que intentaría obtener lo antes posible el
Diploma de Enseñante. Mi padre quería que obtuviese un título que me permitiese ganarme la
vida por mí mismo lo antes posible, por si un día él faltaba. Luego, ya con un oficio seguro,
tendría tiempo de seguir estudiando, si así lo deseaba, y perseguir mayores ambiciones.
Aquella noche, después de que la forastera de la calesa de colores se despidiera, nuestros
padres nos contaron que era viuda, propietaria de una granja grande pero solitaria, situada a una
docena de kilómetros al sur. Tenía un hijo de mi edad y había venido a preguntar si aceptaríamos
acogerlo en casa como pensionado para que pudiera seguir los estudios del Curso Superior en
nuestra escuela.
A mí la idea no me hizo ninguna gracia. Adoraba nuestro hogar. La aldea de Cambremer se
agazapaba en un suave valle y nuestra casona estaba situada en un altozano orientado a poniente
y a los pastos vecinos. Las vistas que tenía desde mi ventana, sobre todo en los días soleados de
primavera, cuando la hierba estaba más verde y los cerezos en flor, eran una delicia. Pero solo
teníamos tres dormitorios, y si el nuevo alumno se instalaba con nosotros sería yo quien tendría
que compartir mi cuarto con él.
Aun así, sabía que no podía quejarme. A la modesta economía de maestros de escuela de mi
familia no le sobraba ningún ingreso extraordinario. Además, conocía a mi padre; adivinaba la
reprimenda que me caería encima si me atrevía a protestar. Desde bien pequeño me había
enseñado que no había nada más valioso que la educación. Era inaceptable que un miembro de
nuestra familia pusiera la menor traba a que un muchacho de una granja cercana pudiera
formarse; menos aún si tenía predisposición y condiciones.
Pero eso no aliviaba mi pesadumbre. Me acosté mustio y malhumorado y apagué la luz
enseguida.
Al llegar a Cambremer, dos años atrás, me había costado hacer amigos. En nuestra vieja
escuela todos me conocían desde muy niño y nadie reparaba siquiera en que mi padre era el
director. Pero al mudarnos a un lugar nuevo había descubierto que ser el hijo del maestro podía
hacerse muy cuesta arriba. Desde el primer día, los demás alumnos me habían dado de lado. No
me trataban mal ni me insultaban, pero estaba claro que no me consideraban uno de los suyos.
Temían que fuese un chivato y le contara todo a mi padre. Las risas se cortaban en seco cuando
yo me acercaba. Siempre era el último al que escogían en los juegos de equipo. Y los días
festivos no me invitaban a unirme a ellos fuera de la escuela.
Mi primer curso allí había sido triste y solitario. Y el verano, sin la distracción de las
lecciones, se me había hecho aún más eterno. Me abochornaba no haber sabido hacer amigos y
más aún que mi familia se diera cuenta.
Sin embargo, al otoño siguiente, con el regreso de las clases, todo cambió. Nunca supe por
qué. Quizá era solo que mis camaradas se habían familiarizado con mi presencia. O tal vez era yo
el que ya no resultaba tan diferente. El caso es que desde el primer día me saludaron como a uno
más y, con la misma naturalidad, me invitaron a participar en sus juegos. Fui feliz durante todo el
curso. Pero al dejar de sentirme solo, fue cuando descubrí que el refugio de mi cuarto me hacía
más falta que nunca.
Todas las noches, después de la cena, subía a encerrarme a mi cuarto a estudiar o a leer a
solas, aliviado y satisfecho. Por eso la idea de tener que compartir mi santuario me producía un
disgusto que no estaba seguro de saber disimular cuando llegara el momento.
Pero había pasado una semana y luego otra. El curso estaba ya avanzado. Y la mujer de la
calesita verde y su hijo no habían vuelto a dar señales de vida.
Estaba ya convencido de que no había razón para la alarma cuando aquel día lluvioso de
noviembre, durante la hora del recreo, mi madre vino a buscar a mi padre a clase y, cuando este
regresó, lo hizo acompañado de un mozo desconocido.
A mí, a la vista de la blusa de escolar del recién llegado, el mundo se me cayó a los pies, y lo
examiné sin ninguna simpatía.
El intruso era un tipo moreno, larguirucho, con el pelo rizado, las manos hundidas en los
bolsillos del pantalón y una media sonrisa tranquila, que no parecía intimidado ante el examen
descarado y curioso de la docena de rostros adolescentes que tenía enfrente.
—Señores, quiero presentarles a su nuevo compañero de estudios. Estoy seguro de que todos
harán un esfuerzo para hacer que se sienta como en casa. Su nombre es, veamos si lo digo bien...
Roberto Montenegro. —Mi padre pronunció titubeante aquel nombre exótico, pidiendo con la
mirada a su nuevo alumno que confirmase que no se había equivocado demasiado—. Repitan
todos, por favor.
Entre risas tratamos de reproducir aquel nombre impronunciable, pero ni por esas se azaró el
recién llegado. Nuestros trastabilleos burlones daban la impresión de resultarle comprensibles y
hasta divertidos.
—Bueno, ya basta, nos acostumbraremos todos con el uso —cortó en seco mi padre, viendo
que el jolgorio no tenía visos de terminar—. Ahora quiero hacerles otra pregunta. ¿Saben de
dónde viene el nombre de su nuevo compañero? ¿No? Voy a darles una pista. El señor
Montenegro hace tiempo que vive en una granja del camino de Saint-Pierre, con su familia
materna, pero ha nacido en Sevilla. ¿Quién sabe dónde está Sevilla?
Morel alzó la mano como un rayo. Era el primero de la clase. El candidato favorito de mi
padre para aprobar el acceso a la Escuela Normal en un par de años, el más atento y aplicado.
—¿Sí, Morel?
—Está en España, señor.
—Muy bien. ¿Y qué famosa obra de teatro del Siglo de las Luces transcurre en Sevilla?
Vamos, piensen, hace poco que leímos juntos un extracto en nuestro manual de lectura.
Otra vez la mano de Morel:
—El barbero de Sevilla, señor, de Beaumarchais.
—Muy bien —le felicitó mi padre—. ¿No era muy difícil de acertar, no, señores? El barbero
de Sevilla transcurre en Sevilla. Les estará echando humo la cabeza.
En apariencia, el irónico comentario de mi padre iba dirigido a toda la clase, y mis
condiscípulos respondieron adecuadamente, con risitas festivas y apenas avergonzadas por la
común torpeza. Pero había fijado su mirada interrogadora en mí, preguntándose por qué no
respondía. Dejando además que fuera Morel, que no me era simpático, quien se luciera.
Mi padre sabía que yo conocía la respuesta de sobra.
La culpable de mi afición a El barbero de Sevilla era mi madre, que adoraba la música. Tenía
una voz rica y densa, de mezzosoprano, que en las mañanas de fiesta brotaba desde el cuarto en
el que se encontrara faenando y culebreaba hasta mi habitación y la de mi hermana para
despertarnos. Su posesión más preciada era su gramófono, con su colección de discos de arias de
ópera, y durante las largas tardes de verano, cuando se sentaba a coser junto a la ventana, yo me
instalaba a su lado, encargado de la labor de cambiar los discos y accionar la manivela. Las voces
nasales de Caruso, Fernando de Lucia, la Melba y Rosina Storchio brotaban entre los crujidos y
arañazos del aparato, y ella tarareaba el aria traviesa de Rosina o la más dulce de Mimì, y me
contaba historias de amores y odios que a menudo sucedían en ciudades luminosas y lejanas
situadas en Italia y, sobre todo, en España.
Así había aprendido dónde estaba Sevilla y había conocido a su barbero Fígaro, que se reía de
las miserias humanas; al seductor don Juan, que convidaba a cenar a estatuas de mármol; y a la
gitana Carmen, que se citaba con contrabandistas en la taberna de Lillas Pastia y cantaba que el
amor era un pájaro rebelde que no sabía de leyes.
Por eso me daba igual que Morel contestara a las preguntas de mi padre. Aunque se
aprendiera de memoria todo el libro de lecturas del Curso Superior, yo sabía muchas más cosas
de las que él podía siquiera imaginar sobre aquella ciudad de luz blanca y cielo azul, mujeres de
ojos negros y hombres valientes vestidos con trajes de colores, tan distinta del verdigrís de los
campos que ambos habíamos conocido toda la vida.
Pero, sobre todo, me había quedado sin habla, contemplando al recién llegado. Que alguien
hubiera venido desde un lugar como aquel para presentarse ante nosotros, de pie sobre la tarima
de la escuela, me parecía absolutamente incomprensible. Y maravilloso.
De la manera más inesperada, el indeseable intruso que venía a instalarse en nuestro hogar sin
que nadie le reclamara había abierto en los muros de nuestra vieja escuela una ventana desde la
que se divisaban paisajes lejanos, palacios legendarios y rostros misteriosos que siempre había
creído a miles de leguas de distancia.
Mientras yo, a buen seguro, le miraba como un pasmarote.
Todos decían que me parecía a mi madre. Había heredado sus mejillas llenas, su pelo oscuro y
lacio y su labio superior, tan fino que desaparecía cuando nos echábamos a reír. Lo malo era que,
por lo visto, también tenía sus ojos, grandes y verdes, limpios e incapaces de disimular la
curiosidad. Cuando algo me sorprendía, se abrían de par en par, inocentes y maravillados, como
si quisieran comerse el mundo, repetían siempre mis tías. Algo que a mí, con esa edad, me
azoraba, porque quería parecer mayor.
Pero la voz de mi padre me espabiló:
—Bien, señores, ¿le hacen un sitio a su nuevo condiscípulo en los bancos?
Morel, que estaba sentado en el extremo opuesto al mío, hizo hueco en su esquina, y yo me
pasé las dos horas que quedaban de clase lanzando ojeadas en su dirección. A primera vista, el
novato no se diferenciaba de nosotros en gran cosa y su acento era indistinguible del nuestro. Si
acaso, sus botas estaban más brillantes y su ropa parecía más nueva.
Cuando por fin cerramos el libro de Gramática y dimos por concluidas las lecciones del día,
seguía lloviendo con fuerza. Uno a uno, mis compañeros se fueron calzando los zuecos y
salieron corriendo cuesta abajo hacia sus casas, con las carteras sobre la cabeza.
Yo acompañé a Montenegro a mi habitación.
Mi madre ya le había subido la maleta. La había dejado, cerrada, a los pies de la que iba a ser
su cama, junto a la pared, y había reordenado el armario, colocando todas mis cosas a un lado
para hacer hueco.
Yo tenía ganas de preguntarle si era verdad que venía desde Sevilla. Aquel apellido
impronunciable no me parecía prueba suficiente, y recelaba de que nos estuviese engañando. Sin
embargo, me sentía intimidado. Aunque ambos teníamos la misma edad, aquel desconocido me
daba la impresión de ser mayor que yo. Era más alto, más espigado y, sobre todo, no había
manera de que perdiera ese aire de tranquilidad afable. Me figuraba que debía tener mucho más
mundo que yo y que mis dudas, mis gustos y mis aficiones iban a parecerle infantiles.
Me senté a los pies de la cama, contemplando mis ropas apretujadas a la izquierda del
armario, mientras él ordenaba las suyas. Me molestaba verlas así. Aunque además del pijama y la
ropa interior, apenas poseía tres camisas, un par de jerséis de punto, una chaqueta y dos
pantalones. Unos zapatos de diario y otros para los domingos.
Eché un vistazo de reojo a la repisa de la ventana. La noche anterior, antes de acostarme,
había dispuesto mis pertenencias personales sobre el alféizar, unas junto a las otras: dos libros
leídos y releídos —Los tres mosqueteros y Los tigres de Mompracem—, mi globo terráqueo, la
brújula cromada que me había regalado mi tío César y un cuaderno con las páginas en blanco,
una cinta separadora de color rojo y tapas de cuero blando atadas con un cordel. Había estado un
rato contemplándolo todo, orgulloso, y luego me había colado bajo las sábanas para dormir,
arropado por su presencia.
Era una vieja costumbre. Me gustaba colocar todas mis propiedades juntas y comprobar el
poco espacio que ocupaban. Pero no había contado con tener que exponerlas ante ningún
invitado.
Montenegro acabó de ordenar su lado del armario y cuando terminó echó una ojeada
satisfecha al cuarto, con las manos en los bolsillos y los mismos modos apacibles que en clase:
—Te he invadido por completo. Ahora hay casi más cosas mías que tuyas.
—No importa —mentí.
Se tumbó a mi lado, en la cama, sin pedir permiso, y, alargando el brazo, hizo girar mi bola
del mundo.
—Tienes que decir «ya», y el sitio donde caiga mi dedo será donde vivirás dentro de diez
años.
—¡Ya! —exclamé, y me puse de rodillas, para ver qué lugar me había tocado en suerte.
Desilusionado, comprobé que el índice de Montenegro descansaba sobre la enorme extensión
vacía del océano Pacífico—. Vamos, que voy a vivir en mitad de la nada.
—A lo mejor te haces marino. Mi padre era marino.
Quise preguntarle más, pero la timidez me pudo. En su lugar, al ver que ya se había olvidado
del globo terráqueo y hojeaba mis libros, le dije:
—En la biblioteca de mi padre hay muchos más. Seguro que te permite leer los que quieras.
Menos los del aparador. Esos los tiene guardados con llave y dice que solo me los dejará leer
cuando tenga edad.
—¿Estos son tus favoritos?
—Sí. —Nos quedamos los dos callados. Él seguía tendido en la cama, observando los objetos
de la repisa, con el mismo desahogo que si se encontrara en su propio cuarto. No daba en
absoluto la impresión de sentirse extraño y al cabo de un momento yo también me relajé, me
tendí sobre la espalda, a su lado, y entonces me pareció lo más natural del mundo contarle algo
que no le había confesado a nadie. Ni a mi familia ni mucho menos a mis compañeros de clase
—. Tenía más libros, siempre me regalan alguno el día de mi santo, pero se los he dado todos a
mi hermana. Me gusta la sensación de que en cualquier momento podría recoger todas mis
pertenencias, meterlas en una mochila e irme a recorrer el mundo, sin más. Así que no quiero
tener muchas cosas.
Me había puesto colorado mientras hablaba. Me daba vergüenza parecerle infantil. O
estúpido. Porque de momento, la verdad, no tenía planes inmediatos de irme a recorrer mundo
ninguno. Si mi padre me hubiera escuchado hablar así habría levantado una ceja y luego me
habría dicho que me sacara todas esas pamplinas de la mollera. Que lo que tenía que hacer era
estudiar. Y yo no habría sabido explicarle que no importaba que mis planes no fueran a hacerse
realidad de forma inmediata, porque cuando me sentaba a solas en mi habitación a contemplar
mis posesiones, o a repasar las páginas en blanco del cuaderno en el que pensaba escribir mis
aventuras y experiencias —cuando tuviera aventuras y experiencias que contar—, me veía a mí
mismo no con los quince años que tenía entonces, sino dentro de otros quince o veinte, como un
hombre de mundo que regresara a la casa de su niñez, cargado de lejanas experiencias, y,
dejándome invadir de forma anticipada por la nostalgia que un día me inspiraría el recuerdo de la
sencillez de mi infancia campestre, me sentía libre y solitario, como si todo fuera posible.
Montenegro rio de buen humor, sin burlarse de mí. Solo dijo:
—Yo no he planeado nunca ningún viaje. Ni siquiera antes de venir aquí. Ayer mi madre me
hizo la maleta, esta mañana salimos para acá y ya está.
—¿Y a Sevilla? ¿Es verdad que eres de allí? ¿No has pensado en volver?
—Puede ser. No sé. A lo mejor un día. —Se apoyó en un codo y se incorporó—. Te podrías
venir, si quieres. Así estrenas ese cuaderno de viaje. ¿Hecho?
Me tendía la mano, con la gravedad de un tratante de ganado que cerrase una compraventa en
una feria. Y yo se la estreché con la misma seriedad:
—Hecho.
Nos hicimos amigos. De la noche a la mañana.
Aunque éramos muy distintos.
Yo era inquieto, bullicioso y respondón. O eso decían mis padres. Siempre tenía la cabeza
llena de planes e invenciones. Roberto era tranquilo, amable, daba la impresión de no
preocuparse por nada y siempre parecía más seguro de sí mismo que los otros chicos de nuestra
edad.
No era un cabecilla. No le gustaba mandar. Pero enseguida adquirió una suerte de estatus
especial que no quedaba claro por qué ni cómo le habíamos concedido.
Ocurrió, por ejemplo, con el fútbol. Durante mucho tiempo habíamos utilizado vejigas de
cerdo envueltas en trapos a modo de pelota, pero ese año al pelirrojo Leroy le habían regalado un
balón de cuero y eso había desatado de forma contundente nuestra pasión.
Nuestros partidos eran torneos medievales, juegos de gladiadores, duelos de espadachines en
los que las únicas opciones eran la victoria o la muerte. Moratones, cejas rotas y cortes en la
frente provocados por las costuras endurecidas del balón eran nuestras más preciadas
condecoraciones.
Roberto, sin embargo, jamás metía el pie en un barullo cuando la cosa se ponía bronca y
nunca se acaloraba. Eso era algo inaudito y, para nosotros, inadmisible. A cualquier otro que
hubiera mostrado esa indiferencia le habríamos enviado al banquillo sin dudarlo.
Tampoco entendíamos por qué nuestro nuevo compañero hablaba igual que nosotros si había
nacido en esa lejana Sevilla que aparecía en nuestro libro de lectura. Aunque ese misterio se
resolvió rápido. El padre de Roberto, que tal y como yo ya sabía era marino, había conocido a su
madre en el puerto de El Havre, una vez que una tormenta había dejado a toda la tripulación de
su barco varada en el muelle. Ella se encontraba de paso en la ciudad, ayudando en casa a una tía
enferma. Se habían enamorado y, después de un año carteándose, el intrépido marinero había
regresado para llevársela con él para siempre.
Roberto había nacido poco después, en Sevilla, en un palacio que había sido de un rey moro y
que tenía un patio con naranjos y una fuente de azulejos; y en los días de lluvia nos contaba
aventuras maravillosas que había vivido antes de que su padre muriera en un naufragio frente a
las costas de África y su madre decidiera regresar junto a su familia y llevárselo con ella, de
vuelta a la granja del camino de Saint-Pierre.
Nosotros le escuchábamos en corro, sin pestañear. Eran historias que sucedían en una ciudad
de música y colores en la que siempre era de día porque el sol no se ponía hasta muy tarde, y
entonces salía la luna, más blanca y espléndida que la de nuestros campos, que lo iluminaba
todo.
Nos hablaba de los animales exóticos que su padre le traía de América, sobre todo de un
monito de Cuba que no se alejaba nunca de su hombro y que robaba monedas a los forasteros por
la calle y se las daba a él para que las guardara. Nos contaba de los toreadores que visitaban su
casa y de las fiestas con guitarras y mujeres con vestidos de volantes rojos que se organizaban
hasta altas horas de la madrugada; de los bandidos perseguidos por la justicia a los que una
noche dieron asilo y, refugiados en su dormitorio, le prometieron llevarle con ellos a su guarida
de las montañas cuando fuera un poco mayor; y de las monedas de oro que habían encontrado en
el fondo del pozo y que eran parte de un tesoro escondido de tiempos de los moros sobre el que
pesaba una maldición.
La mayoría le admirábamos, deslumbrados por sus relatos, aunque algunos, encabezados por
el pelirrojo Leroy, murmuraban a sus espaldas, presas de una aversión instintiva por esas
extravagancias tan fuera de lugar en nuestras vidas. Pero a todos nos fascinaba aquel pasado
exótico.
Mi rutina también cambió. Ya no me encerraba solo en mi habitación por las tardes y, en
cuanto nos poníamos a estudiar, Roberto me distraía con cualquier cosa. Aprendía rápido, pero
estudiar le aburría. No le preocupaban las notas ni tenía ningún plan de futuro.
Cuando le pregunté qué pensaba hacer cuando dejara la escuela se quedó un rato cavilando
hasta que por fin sonrió: le gustaría ser cartero. Y pasar el día pedaleando bajo las flores blancas
de los manzanos, cruzando arroyos y sorteando cercados, para entregar una carta de amor que
alguien llevara días aguardando o las noticias de un pariente lejano del que no se supiera nada
desde hacía años.
Me pareció una ambición peculiar. Aunque ahora, tantos años después, me pregunto qué
habría sido de nosotros si Roberto hubiese cumplido su propósito. Si él seguiría vivo. Y si yo
viviría de otra manera. Sin tener que montar guardia permanentemente contra las acometidas de
los remordimientos.
Pero nunca fue una opción real. Porque a los pocos días de su llegada a casa, descubrimos que
mi nuevo amigo tenía un verdadero talento.
Los sábados, nuestras clases acababan media hora antes de que las niñas salieran de su
escuela. Mis compañeros y yo teníamos la costumbre de esperarlas sentados en el murito de
piedra de una granja vecina, como los gallinas que éramos, para verlas salir y tratar de intimidar
a las que más nos gustaban con nuestras bromas. La colegiala que me encandilaba a mí tenía el
pelo más rubio del mundo y se llamaba Aline. Era la hija del notario y normalmente no se
molestaba siquiera en girar la cabeza en mi dirección. Los días que se dignaba responder a mis
burlas con una mirada de desprecio yo regresaba a casa sintiéndome el más feliz del mundo.
Aquella tarde Roberto nos acompañaba por primera vez y se había sentado junto a nosotros en
uno de los extremos del muro, con las piernas larguiruchas colgando y su media sonrisa apacible.
Cuando salieron las niñas permaneció callado, con las manos en los bolsillos, mientras los demás
competíamos en rechiflas y torpezas. Yo me reí, viéndole tan pudoroso. Él se encogió de
hombros y respondió, con un tono de suave reproche, que lo que hacíamos no era nada
caballeroso.
Le miré, mudo e incapaz de asimilar su estrafalaria reconvención. Si solo estábamos
importunando un poco a las niñas para que nos miraran... Pero cuando apareció mi colegiala la
interpelé con menos ingenio que otras veces. Y me quedé caviloso toda la tarde.
La sorpresa llegó a la mañana siguiente, cuando nos sentamos a desayunar en la mesa de la
cocina y, al meter una mano en el bolsillo, me topé con un papel doblado por la mitad. Lo
desplegué, intrigado, y allí estaba la rubia Aline, no en carne y hueso, sino calcada al carboncillo,
con sus libros bajo el brazo, sus andares de bailarina y su larga trenza rebotando sobre la espalda.
Cuatro trazos magistrales habían bastado para remedar su rostro. Estaba pintiparada, con su
naricilla respingona y su inconfundible mohín orgulloso.
Lo había hecho Roberto, por la noche y a la luz de la lamparita de petróleo, de memoria,
mientras yo dormía.
Me dejó boquiabierto. Una cosa era dibujar con más o menos maña, pero aquello era un
auténtico don.
Al menos, eso fue lo que declaró mi padre aquella noche, durante la cena. Un don especial
que no se podía dejar marchitar de ningún modo. Le preguntó a Roberto si había tomado alguna
vez clases formales de dibujo y, cuando él dijo que no, le aseguró que convencería a su madre
para que cuando terminase la escuela le enviara a una academia de Bellas Artes.
Roberto no le daba importancia a su destreza, dibujaba de manera espontánea y sin esfuerzo.
A nuestros ojos de escolares, sin embargo, el descubrimiento de su pericia con el lápiz le hizo
aún más peculiar. Le pedimos que realizara retratos de todos y cada uno de nosotros. Incluso del
pelirrojo Leroy, que cuando vio el resultado se enfadó porque, en su opinión, no tenía la nariz
chata ni los ojos tan pequeños.
Fue por entonces cuando adoptamos la costumbre de coger un par de mantas gruesas y subir a
refugiarnos al granero en las noches despejadas. Allí tumbados nos quedábamos mirando al cielo
estrellado a través del tragaluz del techo, y hacíamos planes para ese día en que yo, por fin,
guardaría mis contadas pertenencias en un petate y me lanzaría a correr mundo. Ahora que tenía
con quién compartir mis maquinaciones en voz alta, lo que no habían sido sino aspiraciones
vagas se había vuelto mucho más real.
Hasta entonces me había bastado con imaginar el mañana en las horas morosas y solitarias de
los domingos de invierno, entre mapas, libros y mi bola del mundo. Nunca me había preocupado
por los aspectos prácticos. Pero cuando Roberto me preguntaba de qué pensaba vivir durante mis
viajes, qué continente quería explorar primero o cuánto dinero tenía ya ahorrado, el futuro
empezaba a resultar menos remoto. De pronto, la quietud de mi vida diaria se había vuelto
quebradiza, perturbada por la certeza de su caducidad. Cada mínimo gesto tenía un peso
premonitorio y, aunque ni en mis previsiones más audaces se me había ocurrido abandonar la
casa de mis padres antes de terminar los estudios, vivía expectante, como un corredor consciente
de que el juez de salida ya tiene la pistola en alto.
Poco a poco, los proyectos de aventura dejaron de ser solo míos y empezamos a
desmenuzarlos y a imaginar todos los detalles en plural. Yo había infectado a Roberto con las
ideas que sacaba de mis lecturas y él a mí con las historias de la vida en esa Sevilla de fábula que
contaba en los descansos de clase.
Un día, pasada ya la Navidad, descubrimos en un rincón del desván una caja que yo creía
perdida para siempre, olvidada en nuestra vieja casa. Desembalé el contenido, eufórico. Allí
estaba: la colección de revistas de mi tío César. Decenas de ejemplares del Journal des Voyages
y Le Tour du Monde. Me había regalado todos los números que guardaba el día de mi doce
cumpleaños y yo estaba convencido de que no habían sobrevivido a la mudanza.
Cogí la primera del montón y de inmediato reconocí la imagen del hidroavión levantando el
vuelo sobre las aguas del Pacífico. Aquello era un tesoro. Recordaba cada uno de los artículos,
cada una de las ilustraciones: los minaretes de Constantinopla oteando el horizonte sobre las
cúpulas de las mezquitas; los cerezos milenarios y las islas sagradas del Japón, con sus
gigantescas puertas abiertas al mar; los camellos de los mercaderes rumiando pacientes frente a
las murallas de El Cairo; las tenebrosas procesiones sicilianas con hombres y mujeres cubiertos
de la cabeza a los pies; la crónica de la campaña militar contra los beduinos de Mauritania...
Ni aquella noche ni en ningún otro momento se nos ocurrió pensar que las apasionantes
escaramuzas del ejército colonial en el desierto tuvieran algo que ver con las batallas de lodo,
alambre de espino y granadas que habían llenado los diarios durante buena parte de nuestra
infancia.
Nuestra región no había sufrido ni los bombardeos ni la cercanía de los combates de la Gran
Guerra. La sangre, el terror y la muerte en las trincheras eran algo fantasmal, lejano y difícil de
imaginar, algo que había ocurrido en otras tierras, a las que habían partido los reclutas de la
comarca mientras nuestras vidas seguían discurriendo seguras y tranquilas. Acontecimientos
remotos sobre los que discutían en el café de la plaza los reservistas como mi padre, los ancianos
y los hombres que no tenían salud para ser llamados a filas. Nada más.
La aventura era otra cosa: los ríos inmensos de Cantón, los hombres salvajes del Amazonas
con la piel teñida de rojo, los templos fantásticos de Siam, los jinetes a la caza del chimango en
la pampa argentina y las expediciones al corazón del Senegal bajo el acoso de los indígenas.
A la mañana siguiente escribí a mi tío para contarle que sus viejas revistas habían aparecido y
él me respondió a vuelta de correo, anunciando su visita para las vacaciones de Pascua: me tenía
preparada una sorpresa.
Empecé a contar los días que faltaban para su llegada. Mi tío César era el pequeño de los
cuatro hermanos de mi madre. Todos habían nacido y se habían criado en Rouen, donde mis
abuelos, que vivían en una casa atendida por dos criadas y una cocinera, en la planta noble de un
edificio de la avenida Juana de Arco, tenían una pequeña fábrica química que surtía a la industria
pañera de la ciudad de cloro para blanquear las telas y colorante para teñirlas.
Nunca habían terminado de admitir que su hija se casara con un simple maestro de escuela
rural, y de ahí el empeño de mi padre en que yo adquiriera los medios para valerme por mí
mismo lo antes posible. Él jamás había aceptado ni un céntimo de su familia política y no quería
que yo me viera en la posición de tener que recurrir a ellos nunca.
De todos sus cuñados solo transigía con mi tío César.
Siete años menor que el resto de los hermanos, él era el único que no trabajaba en la empresa
familiar. Vivía de una pequeña imprenta, regentada con descuido, y de su actividad como
empresario teatral especializado en los vodeviles y comedias amables que tanto gustaban a los
burgueses de Rouen.
Era un tipo alegre y bien intencionado, medio calvo, con las mejillas sonrosadas y una barriga
abultada que a menudo palmeaba, riendo y explicando que estaba llena de felicidad. Sus
atuendos tenían siempre un toque vistoso, pero lo que más me llamaba la atención de él eran sus
manos, blanditas y regordetas. «Manos de zángano», decía mi padre, que detestaba a los
gandules, aunque se mostraba tolerante con mi tío César porque mi madre lo adoraba.
Cada vez que venía a vernos nos traía algún regalo a mí y a mi hermana. Y como era
perspicaz y considerado, siempre se las apañaba para encontrar algo que nos hiciera ilusión pero
no costara mucho dinero, para no ofender a mi padre.
La única extravagancia que se permitió fue la de aquellas vacaciones de Pascua:
—Es de segunda mano —explicó, mirando de reojo a mi padre, mientras yo contenía el
aliento, deslumbrado—. Era de un amigo que la quería vender para comprar una más moderna.
Sí, se notaba. No era nueva. La caja de caoba tenía muescas en las esquinas y los pliegues del
fuelle de cuero habían perdido un poco de color con el uso. Pero era el regalo más maravilloso
que me habían hecho nunca.
Mi propia cámara fotográfica.
Me arrojé a sus brazos, entusiasmado. Mi tío no podía siquiera sospechar la enormidad del
regalo que acababa de hacerme. Aquel aparato era mucho más que un simple instrumento con el
que obtener retratos de familiares endomingados. Era la respuesta a una pregunta que Roberto
me había hecho una y otra vez durante los últimos meses.
El propio tío César me lo había explicado. Hoy en día, un fotógrafo no vivía solo de hacer
retratos. Cada vez más revistas y periódicos ilustraban sus noticias con imágenes reales. Y
estábamos solamente al principio. La ciencia pronto encontraría nuevos medios de transmitir de
un rincón a otro del globo, y la fotografía cobraría más y más importancia.
Yo no tenía el talento de Roberto. Pero por fin había encontrado algo que lo suplía. Tenía un
plan: cuando viajara iba a hacer unas fotografías tan increíbles de los lugares y la gente que me
encontrara a lo largo y ancho del mundo que la prensa me las arrebataría de las manos. Solo
necesitaba entrenar el ojo y mucha práctica.
Aquella misma tarde mi tío me enseñó a utilizar la cámara y a cargar los rollos de película.
Cuando terminara alguno no tenía más que enviárselo a él por correo, en una caja estanca, para
asegurarme de que no le diera la luz, y él se encargaría de llevarlo a revelar a un laboratorio y me
enviaría las fotografías de vuelta.
—Mucho cuidado con volverte loco con el aparato. Moderación ante todo —advirtió mi padre
—. Que el revelado no creo que lo regalen.
Yo asentí, dispuesto a aceptar cualquier condición, y, durante las semanas siguientes, todo mi
tiempo libre se lo dediqué a la cámara, aunque, para no gastar película, a menudo me limitaba a
encuadrar la imagen y fingir que disparaba.
Jugué a inmortalizar los emparrados de lilas que colgaban del porche trasero, convirtiéndolo
en una melancólica capilla silvestre; el agua que canturreaba bajo el lavadero; el campanario
cónico de la iglesia; las flores de los manzanos, dormidas sobre el suelo de la plaza... Y espiaba a
los vecinos, para sorprenderlos en mitad de sus quehaceres y evitar que posaran adoptando
gestos artificiales, lo que me granjeó más de una regañina por acecharlos con aquel «aparato del
demonio».
Una tarde, después de clase, rondando ya el mes de julio, Roberto me propuso que fuéramos a
bañarnos a las aguas del Dives, que corría hacia el norte, a una decena de kilómetros de nuestra
casa, rumbo a la costa.
Durante las vacaciones de verano los chavales del pueblo teníamos la costumbre, los días de
mucho calor, de montar en una carreta cargada de viandas y botellas de sidra ligera y tomar un
camino bordeado de álamos que conducía, ondulando entre los cercados donde pastaban el
ganado vacuno y los caballos de raza, a un paraje soleado en el que un meandro había creado una
pradera salpicada de dientes de león y margaritas, junto a un molino viejo. Pero Roberto
regresaba a casa de su familia al día siguiente, a pasar los meses de vacaciones, y no volveríamos
a vernos hasta el comienzo del nuevo curso, así que decidimos adelantar la excursión.
Íbamos a pie, acortando camino a través de los prados y los senderos apenas trazados de los
bosques. El día anterior había llovido. La hierba alta y el follaje abigarrado del sotobosque nos
empapaban los tobillos a medida que las sendas se abrían a nuestro paso. Nos bañamos en el
agua helada y, ya avanzada la tarde, nos tendimos tiritando al sol para devorar la merienda de
paté de cerdo con cebolla, queso de vaca y morcilla de tripas que había preparado mi madre.
Hacía justo una semana que había recibido un sobre con el resultado de los primeros rollos de
película que le había enviado a mi tío César y no podía estar más decepcionado. El paquete no
contenía ni una docena de fotos. Las demás, me explicaba la carta que las acompañaba, habían
quedado demasiado oscuras o demasiado claras. Apenas se veía la imagen y habría sido absurdo
pagar por positivarlas.
No me estaba resultando fácil asimilar mi fracaso. Sabía que era sobre todo cuestión de
práctica y no debía desilusionarme tan pronto. Pero no veía cómo iba a mejorar sin un maestro
que me enseñara los procedimientos técnicos. Además, había otra cuestión que me preocupaba.
Al mostrar a mis modelos las pocas fotografías que me había enviado mi tío, todos,
invariablemente, me habían dicho que se veían raros. Igual que el pelirrojo Leroy cuando
Roberto lo había dibujado. Nadie parecía reconocerse en ellas. Aunque saliesen clavados.
—¿Tú tienes retratos de cuando eras un niño? —le pregunté a Roberto, pegándole un bocado
a mi torta con queso.
—Tres o cuatro —respondió.
—Yo tengo solo uno que nos hicimos en un estudio, cuando estaba aún en mantillas, para
mandárselo a mis abuelos, y otro que nos sacaron en mi viejo colegio. Pero ya tenía doce o trece
años —expliqué—. Así que en realidad no sé qué cara tenía de niño.
—¿Y?
—Pues que yo pensaba que sí sabía cómo era. Que me acordaba de ver mi cara en los espejos.
Pero si nadie se reconoce en las fotografías que he hecho, aunque salgan idénticos, eso es que en
el espejo no nos vemos tal como somos realmente... No sé por qué es así, pero es lo único que se
me ocurre. Así que si no me puedo fiar de lo que recuerdo y no tengo ninguna foto de cuando era
niño, no puedo saber qué aspecto tenía. Y si no tengo ni idea de cómo era, no sé... es un poco
como si no hubiera existido. —Me quedé callado un momento, cavilando, antes de concluir—.
Ojalá me hubieran hecho más retratos. Aunque fuera a lápiz.
Roberto rio, como siempre que pensaba que mi imaginación me estaba llevando por
derroteros estrambóticos, pero después, como de costumbre, se quedó meditando mis palabras en
silencio, rumiándolas, hasta acabar conduciéndolas a una de sus propias conclusiones:
—Yo creo que a todo el mundo le acaba pasando algo parecido, con retratos o sin ellos.
Cuando mueren tus padres y tus abuelos, que son quienes recuerdan tu infancia —hablaba
mirando a las nubes escuálidas, tan trasparentes que parecían fantasmas, tumbado sobre la manta
con los brazos abiertos en cruz—. Si no queda nadie que se acuerde de cuando eras un niño es
como si no lo hubieras sido nunca. Esa parte de tu vida se muere cuando ellos mueren. Por
muchos retratos que tengas.
Aquello nunca se me había ocurrido:
—Eso es muy triste.
—Bueno. El consuelo es que si quieres inventarte cualquier cosa sobre tu pasado o jugar a que
eres otra persona, no habrá nadie que pueda llevarte la contraria.
Resoplé, con la boca llena:
—¿Y para qué vas a querer inventarte tú nada? Si tu infancia parece sacada de una novela de
aventuras...
Roberto se incorporó, se pasó la mano por la boca para limpiarse los restos de merienda y me
miró, serio de repente. Sus ojos plácidos tenían una expresión compasiva que me desconcertó.
De repente, me sentí otra vez como si fuera mucho más joven que él, igual que aquel día de
noviembre en que había llegado a casa y se había instalado en mi cuarto.
—Gabriel. —Él era el único de mis compañeros que me llamaba por el nombre de pila—. Mi
madre y yo nos marchamos de Sevilla cuando yo tenía tres años. No me acuerdo de casi nada.
Del patio de nuestra casa sí. De que había un pozo y muchas flores rosas. Y de la luz. Muchas
veces sueño con la luz tan blanca que había en las calles. Pero no recuerdo nada más.
Al principio no lo entendí. Estuve a punto de preguntarle. ¿Y los bandidos? ¿Y los tesoros de
los reyes moros? Entonces caí en la cuenta.
Se lo había inventado todo.
La decepción me atizó tan de golpe que ni fuerzas tuve para enfadarme. ¿Cómo había podido?
¿Y cómo me había tragado yo todos sus embustes? Bobo y más que bobo.
De inmediato sentí el impulso de justificarle, supongo que para que mi papel no resultara tan
humillante. Me dije que, en realidad, nunca me había mentido a mí. Siempre contaba esas
historias en la escuela, ante todo un corro de espectadores.
No logré convencerme y me enfadé conmigo mismo por intentar buscarle atenuantes:
—Pero ¿por qué...?
No me entraba en la cabeza. Muchos se inventaban aventuras para darse a valer. O las
exageraban. Pero Roberto nunca buscaba destacar ni dárselas de más de lo que era. Ni siquiera
alardeaba de su talento con el lápiz.
—No sé. Cuando estaba recién llegado a la escuela, una mañana, empezaron todos a
preguntarme y se me ocurrió. Surgió solo. —Se encogió de hombros—. No me lo he inventado
del todo. Son historias que me contaba mi madre y que mi padre le había contado antes a ella. A
mí me gustaba escucharlas de pequeño, así que me imaginé que a los demás también les gustaría.
No pensaba que todo el mundo se las fuese a creer, ni que os divertirían tanto. Y llegado a un
punto, ya no podía confesar la verdad. Además, todo el mundo disfrutaba con ellas... No os
quería decepcionar.
Yo no sabía qué decir. Si lo pensaba con calma, tampoco era tan grave. ¿Qué más daba que
Roberto hubiera engrandecido poco o mucho los recuerdos de su primera infancia? No tenían
nada que ver con nuestras vidas...
Pero no podía evitarlo. Una sensación intensa de desengaño me había nublado el día de
verano. Sin su pasado de sol y colores, sus historias de bandidos y sus monedas de oro
escondidas en pozos, Roberto ya no era tan distinto de mis otros compañeros de clase. Y ser su
mejor amigo también dejaba de ser algo especial.
El sol se había marchado, y entre los juncos comenzaban a silbar los suspiros de las mujeres
ahogadas a lo largo de los siglos en las aguas del río. Recogimos las mantas y los restos de las
provisiones y emprendimos el camino de vuelta.
Yo iba mohíno. Nunca me había sentido tan defraudado.
El disgusto se me acabaría pasando con los días. Era difícil guardarle rencor a Roberto o,
incluso, acusarle de falsedad, después de la naturalidad con la que había confesado. Pero lo que
más recuerdo de aquel anochecer, mientras desandábamos el sendero de regreso a casa, es una
desapacible impresión de incertidumbre, de que el mundo se había vuelto tan cambiante e
inseguro como las sombras vagas de la tarde que emborronaban las distancias entre nuestros
pasos y los árboles, los tejados de las granjas y el horizonte, fundiéndolo todo en una atmósfera
turbia y gris, dentro de cuyos límites nada estaba cerca ni lejos.
Llegamos al cruce de San Juan. El enorme reloj de la antigua parada de postas montaba
guardia en su esquina, como desde hacía siglos, con sus dos agujas doradas e inmóviles,
marcando siempre la misma hora, aguardando a los viajeros que ya nunca más volverían.
Caía la noche. Varios puntos de luz verde brillaron de golpe en la negrura, oscilantes, como
guardianes en vela impacientes por recibirnos, mientras descendíamos el camino de la aldea,
entre las primeras casas. Pero no eran más que luciérnagas, de las que los aldeanos supersticiosos
conservaban junto a las vaquerías para asegurar la buena calidad de la leche. Una voz femenina
canturreaba arrullando a unos niños recién acostados. Y Roberto me pidió que acelerásemos el
paso. Estaba muy cansado y aún tenía que hacer la maleta antes de meterse en la cama. Su madre
venía a buscarle temprano al día siguiente.
Verano de 1935
Miércoles

Eliot Kaplan le indica al mozo de equipajes que aguarde un momento y se detiene en el andén,
observando a las parejas que se abrazan a su alrededor. Dos niños pequeños se arrojan al cuello
de un hombre que ha descendido del vagón contiguo y una jovencita vestida con un polo de
punto alza los brazos con entusiasmo a la vista de su galán. Cuando echa a correr, Kaplan lanza
una ojeada veloz a sus pechos agitados. Pero aparta enseguida la mirada, temiendo que Lena
pueda verle.
Temor vano, por supuesto. Elena Ivánovna Volóshina no es de las que esperan en el andén.
Los años de necesidad la han adiestrado, aún más que su infancia principesca, en ese tipo de
minucias aristocráticas.
Kaplan infla el pecho, orgulloso de su altiva duquesita rusa, y echa a andar hacia la salida,
escoltado por sus dos hombres. A sus cincuenta y seis años está enamorado como un pollo que
revoloteara por primera vez fuera del nido, y no se avergüenza.
Hace apenas dos meses que la conoce. Se la presentaron durante una cena en el hotelito
particular de uno de esos amanerados costureros parisinos cuyos trapos vuelven locas a las
mujeres de ambos lados del Atlántico. Lena acompañaba a un listillo pretencioso, un niño de
papá relamido y vacuo que gastaba más de lo que tenía y que se pasó media velada intentando
convencerle para que le sufragara el rodaje de un largometraje romántico. El espejismo de los
dólares americanos abre de par en par todo tipo de puertas en la vieja Europa. Lo único malo es
que, a cambio, hay que pasarse las horas esquivando parásitos pedigüeños.
Lena se dedicó a ignorarle durante buena parte de la noche, a pesar de que Kaplan era incapaz
de dejar de mirarla. Le había llamado la atención desde el primer momento. Había algo especial
en ella, una mezcla insólita de frialdad y calidez que le desordenaba por dentro y que tardó en
descifrar. Elena Volóshina tenía el rostro redondo, de muñeca, de las mujeres eslavas y unos ojos
pálidos e indolentes, incapaces de posarse demasiado rato en nada ni en nadie sin dar muestras
de aburrimiento. Se mantenía distante y apenas participaba en las conversaciones, pero cuando,
inesperadamente, decidía prestar atención, sus labios trazaban una amplia sonrisa gatuna y sus
ojos helados se convertían en dos rendijas chispeantes.
A Kaplan le intimidaba un poco. Y era una sensación que no experimentaba desde hacía tanto
tiempo que le resultó nueva y excitante. Le costaba encontrar excusa para entablar conversación,
pero cerca ya de los postres, suponiendo que, como la mayoría de los exiliados rusos que
vagaban por Europa, Elena Volóshina habría pasado dificultades económicas, decidió que la
manera menos burda de dejar traslucir su propia fortuna y hacerse admirar sin parecerle un
vulgar mercader era hablarle de su colección de pintura: Renacimiento italiano y obras del
Barroco internacional, principalmente. Había comprado algún Cézanne y un par de Monets hacía
ya años, siguiendo la moda, pero no le interesaban mucho.
Disfrutó charlando con ella. Su voz de terciopelo le encandilaba. Y descubrió, con delicia, que
la duquesita rusa tenía una mente práctica e interesada en los negocios.
Al día siguiente, aguijoneado, le envió rosas y la llamó para invitarla a cenar, pero Lena le dio
largas. Igual que el segundo día. Y el tercero. Hasta que el cuarto, nada más coger el teléfono,
fue ella quien propuso que se encontraran. Pero no para cenar. Tenía una propuesta que hacerle.
Como coleccionista. Estaba a punto de salir al mercado una obra muy especial. Algo único,
digno de un lugar de honor en un museo de primera fila.
Y le dejó claro que si el negocio salía adelante, ella se llevaba una comisión del uno por
ciento de cada una de las partes.
—Me parece una petición razonable. Modesta incluso, diría yo, señorita Volóshina —
respondió Kaplan. Estaba dispuesto a comprar el lienzo tuviera la calidad que tuviera. Y a
doblar, triplicar e incluso multiplicar por diez la comisión de Lena para mostrarse espléndido.
Le encantó oírla reír por primera vez:
—No se preocupe, señor Kaplan. Cuando vea la obra comprenderá que no estamos hablando
de cantidades modestas. No se precipite.
Impaciente por salir de la estación y volver a verla, alarga la zancada. Rosenberg y Santoro le
siguen un par de pasos por detrás.
Sus secretarios. Así es como los presenta en Europa. Aunque solo de Rosenberg podría
decirse que ejerce funciones secretariales. Flaco, con la faz alargada, orejas de soplillo y unos
labios gruesos, flanqueados de largas arrugas como pliegues de bandoneón, tiene toda la pinta de
un duende sarcástico. Ejerce a la vez de contable y hombre de confianza, y es un tipo pausado, al
que no le gusta que le saquen durante mucho tiempo de su rutina de despachos y papeles. Kaplan
lo conoció cuando su ahora secretario dedicaba las noches a incrementar, granito a granito, y de
casino en casino, un pequeño capital acumulado gracias a su genio para las matemáticas, y nadie
lo tomaría por un individuo peligroso a primera vista. Pero en un bolsillo interior de la chaqueta
lleva siempre consigo una agendita, con las tapas roídas y la mitad de las hojas sueltas, que
contiene números de teléfono y datos personales que podrían destrozar muchas reputaciones y
varias vidas.
A Santoro, en cambio, cuesta imaginárselo trabajando entre papeles.
Posee el cuerpo de un búfalo de las praderas y la cabeza de otro búfalo aún más grande, y
durante una época se ganó la vida como forzudo y levantador de peso en la feria de Coney
Island. Más tarde se dedicó a reventar huelgas o encabezar piquetes sindicales en los muelles,
según se encartara, y cuentan que un estibador de Brooklyn saltó desde la ventana de un tercer
piso para no tener que enfrentarse con él. Pero no es solo fuerza. También tiene cabeza. Es algo
que Kaplan descubrió hace tiempo. Y, desde entonces, Santoro trabaja solo a sus órdenes.
Kaplan busca el Chevrolet amarillo de Lena en las inmediaciones de la estación. Es un
cochecito descapotable de dos plazas y apenas dispone de espacio para el equipaje, así que el
mozo llama a un taxi para Rosenberg, Santoro y las maletas.
Lena sonríe, achicando los ojos, sin hacer ademán de bajarse del vehículo, y Eliot Kaplan
siente un alivio exagerado e impropio al verla allí, esperándole.
Abre la puerta del coche y la besa. Ella vuelve a dedicarle esa sonrisa gatuna que tanto le
turbaba los primeros días y ahora le derrite. Ya la conoce, y sabe que su gatita rusa no es
caprichosa. No araña sin motivo a quien pretende acariciarla. Tiene las uñas afiladas, no le cabe
duda. Pero sabe reconocer a los amigos. No las desenfundaría jamás contra la mano que le da de
comer. Su Lena es una gata dorada y apacible, un poco desconfiada, pero mimosa y ronroneante,
cuya sola presencia hace cualquier lugar más acogedor.
—Buenos días. ¿Has tenido un buen viaje?
Lena habla un inglés preciso y bastante correcto. Dice que lo aprendió hace años de un
aristócrata británico y Kaplan no quiere saber más. Es celoso.
—Perfecto. Pero estaba deseando llegar.
En cuanto el motor se pone en marcha, Eliot Kaplan inclina el sombrero hacia atrás y se relaja
en el asiento, dejando que el sol le tueste la frente. Los dedos blancos con las uñas pintadas de
rojo vibrante de la bella rusa hacen girar el volante con agilidad y el muslo que queda más cerca
de su mano izquierda se tensa bajo la tela fina del vestido de verano para pisar el acelerador.
Necesita acariciarlo ya. Igual que el resto de su cuerpo. Lena asegura que el trayecto es corto,
pero él no ve el momento de llegar al hotel donde se alojan, en habitaciones contiguas, y cerrar la
puerta con cerrojo. Las calles rectas y anchas de esa ciudad de ociosos en la que va a pasar los
próximos días, antes de su regreso a Estados Unidos, desfilan lentas, demasiado lentas, a su paso.
Lena gira el volante hacia la derecha y pregunta, con un guiño cómplice:
—Todo ha ido bien, ¿verdad?
Kaplan sonríe. Le encanta que ella sepa leer en su actitud complacida.
Se pregunta qué pensarán los demás hombres al ver a esa mujer joven y hermosa en la sala de
fiestas del casino, en el paseo marítimo o en las carreras, acompañada por un americano con el
pelo canoso y expresión taciturna que le dobla la edad y cuyo rostro rectangular, marcado de
arrugas profundas, delata cada uno de sus años. Pero la duda solo dura un instante.
Envidia, eso es lo que sentirán. Envidia.
—Ningún problema —responde—. Los expertos están de acuerdo. Se han pasado dos días
examinando la tela con lupa por delante y por detrás. Estaban maravillados.
—¿Velázquez?
—Velázquez.
—¿Y ella?
—Flaminia Triunfi. Es el retrato perdido. No les cabe duda.
Cuando Eliot Kaplan comenzó a coleccionar obras de arte no era capaz de distinguir un
Botticelli de un Goya. Durante un par de años compró sin ton ni son, por afán de cubrir de lujo y
raigambre los muros de su casa. Gastó sumas desproporcionadas en piezas de supuestos maestros
del Barroco holandés que, a la postre, resultaron ser obra de pintores anónimos de segunda o
tercera fila. Tanto el ilustre profesor Hofstede de Groot, que se desplazó desde Ámsterdam, como
Wilhelm Valentiner, el crítico alemán, fueron claros cuando los invitó a apreciar su incipiente
colección: su valor no alcanzaba ni el cinco por ciento de lo que había pagado por ella.
Kaplan no lo denunció. No quería exponer su ridículo a la luz pública. Pero la galería del
marchante neoyorquino responsable de la mayor parte de sus adquisiciones sufrió un grave
incendio. Y el hijo mayor, que quedó encerrado dentro del local, perdió la vida. Poco después, el
propietario cerró el negocio.
De aquello ha pasado más de una década. En este tiempo ha aprendido de los mejores. Ha
estudiado, ha visitado colecciones. Ahora sabe a quién comprar nuevas piezas y a quién recurrir
para autentificar un cuadro. También qué tipo de obras pueden encontrarse en el mercado y
cuáles no.
Y las de Diego Velázquez son una auténtica rareza.
El artista sevillano no fue un pintor prolífico. Apenas produjo un centenar de óleos durante
sus sesenta años de vida. Y la mayoría permanecieron ocultos a los ojos del público durante casi
dos siglos, custodiados en el sanctasanctórum de las residencias reales de Madrid. De sus
grandes lienzos, apenas hay un minúsculo puñado fuera de la capital española: el retrato del papa
Inocencio de Roma, la Venus de la National Gallery de Londres... Hasta sus obras menores son
escasas, difíciles de encontrar en el mercado.
Y el Velázquez que él ha comprado, desde luego, no es una obra menor. En absoluto. Es algo
muy muy especial.
Lena gira el volante del Chevrolet amarillo y toma una calle de la derecha mientras lo mira de
reojo:
—A la prensa le va a encantar la historia.
Kaplan sonríe, saboreando la perspicacia de su duquesita. Hasta ahora todo se ha llevado en
secreto. Pero tras el visto bueno de los expertos, ya es hora, no solo de dejar de rehuir la
publicidad, sino de buscarla. Su intención es que su Flaminia Triunfi arribe al puerto de Nueva
York entre cornetas y tambores.
Desde que se encontró frente a frente con ella, por primera vez, en la frialdad de la cámara
acorazada del banco, se enamoró por completo. Había acudido a la cita solo para reencontrarse
con Lena, dispuesto a adquirir lo que fuera que la emigrada rusa quisiera venderle, nada más que
para impresionarla. Y no estaba preparado para algo así.
Lo que le aguardaba en aquella sala inhóspita era un retrato ejecutado sobre una simple
superficie ocre, sin adornos, en una pose de tres cuartos. La mujer vestía un jubón oscuro en el
que solo destacaban los botones de nácar y el cuello de encaje blanco. Era morena, joven —quizá
rozara los treinta—, con las mejillas llenas, la boca más generosa de lo que marcaban los cánones
de su época y la nariz pequeña. Analizando sus rasgos, uno por uno, no resultaba demasiado
bella.
Era su mirada lo que la hacía especial, lo que atrapaba irremisiblemente. Sus ojos oscuros,
medio entornados, como si acabara de levantar la vista, parecían escrutar el rostro del espectador,
desnudándolo, produciendo la impresión de que no era el visitante quien la consideraba a ella,
sino al contrario. Y la justificación de esa mirada estaba en el mismo lienzo, entre las manos de
la mujer.
En la izquierda llevaba una paleta manchada de colores y en la derecha un pincel cuyo
movimiento había quedado suspendido en el aire. Retratista y retratada a un tiempo, su manera
de observar, inquisitiva y un punto desafiante, convertía al espectador que la contemplaba en
objeto de contemplación a su vez. Era inevitable imaginarla viva, respondona, con una cierta
desfachatez.
Eso fue lo que vio Kaplan en un primer momento, cuando el marchante levantó el paño que
cubría el lienzo para mostrárselo. Luego dio unos pasos, se aproximó, y la silueta de la mujer se
diluyó en una veladura casi diáfana de pinceladas más ligeras que el aire, a través de las cuales se
adivinaba sin dificultad la trama de la tela. El pelo trenzado de la modelo se deshacía al
aproximarse, disolviéndose en el lienzo. El cuello de encaje no era más que unos trazos sueltos
de pincel que creaban toda la ilusión; los exigentes labios, unas gotas de rojo; los botones de
nácar, toques de luz; la mandíbula, una sombra; y las manos, dos borrones informes. Pero lo que
más le asombró fueron los ojos: dos manchas oscuras, en una de la cuales brillaba un minúsculo
puntito de pintura blanca. Eso era todo. Toda la fuerza de su mirada, toda su inteligencia, estaba
en esa pincelada maestra.
Era difícil contener la excitación, sobre todo a medida que las elucubraciones se iban abriendo
paso en su mente, en cuyo interior danzaba un nombre que no se atrevía a articular en voz alta.
Fue el marchante quien lo pronunció por primera vez.
Le preguntó si había leído los textos de Antonio Palomino, un pintor español nacido a
mediados del siglo XVIII que había sido el primer biógrafo de Velázquez y había tenido
oportunidad de recoger los testimonios de los contemporáneos del maestro, incluido alguno de
sus alumnos. En sus escritos contaba que, durante su segunda estancia en Roma, alrededor de
1650, el genio sevillano había realizado el retrato de una excelente pintora llamada Flaminia
Triunfi, pero no se sabía casi nada de ella y el óleo se consideraba perdido.
Era imposible no atar cabos. Pero, lo primero, antes de tomar cualquier decisión, era
establecer la autenticidad del óleo, convocar de urgencia, bajo la más estricta confidencialidad, a
las autoridades en la obra del pintor.
Y el veredicto ha sido unánime. Los especialistas, encabezados por Allende-Salazar y
Lafuente Ferrari, llegados desde Madrid, han emitido por fin su dictamen, tras constatar, con
emoción, tanto la calidad de la factura como la antigüedad del soporte y de los pigmentos
utilizados. El maestro sevillano rara vez firmaba sus obras, pero ninguno de sus contemporáneos
habría sido capaz de crear algo semejante. Todos y cada uno de los trazos de pincel proclaman su
nombre. Los materiales, los colores y la libertad de la pincelada eran los propios de las obras
maestras de su segundo viaje a Italia.
Nadie más que Diego Velázquez podía ser el autor. Y el lienzo solo podía ser el retrato
perdido de la enigmática Flaminia Triunfi.
El orgullo de cualquier museo. El culmen soñado de una colección particular. Arribando, de
su mano, a las costas de Estados Unidos.
Es un golpe de prestigio inconmensurable. Una auténtica consagración para un hombre hecho
a sí mismo que no forma parte de la vieja aristocracia de magnates de las finanzas y el acero de
Manhattan. Esa que arruga el hocico en su presencia por culpa de los ronchones de su pasado,
como si ellos tuvieran las manos limpias y no les rebosaran los bolsillos de políticos comprados.
Pero eso no es todo. La historia de su lienzo es aún más maravillosa. Porque entre los
historiadores del arte se especula no solo con que la misteriosa Flaminia fuera la amante del
genio sevillano durante su segunda estancia en Roma, la madre de su hijo Antonio y la causa de
sus continuas dilaciones cada vez que el rey Felipe IV le reclamaba que regresase a Madrid, sino
con que se tratara de la modelo de la misteriosa Venus del espejo, uno de los lienzos más
fascinantes de la historia de la pintura: por su asombrosa ejecución, por ser el único desnudo
realizado por un artista español hasta ya entrado el siglo XIX y por su maravillosa sensualidad.
La Venus de Velázquez es una mujer carnal, de una belleza terrena, cercana. Está a años luz
de las decenas de representaciones mitológicas de Rubens, Tiziano o Tintoretto, de carnes
coloridas, rostros idénticos y formas irreales. Da la impresión de que uno podría encontrarse con
ella en cualquier calle de hoy en día, en el mercado o en la playa. A pesar de que su faz, que se
refleja en el espejo que sostiene Cupido, aparece tan borrosa que es imposible distinguir sus
rasgos. Han permanecido en secreto durante siglos.
Hasta ahora.
Evidentemente, ningún especialista puede afirmar a ciencia cierta que Flaminia fuera sin duda
alguna la modelo de la Venus o la amante del pintor. Son solo hermosas especulaciones. Pero
son verosímiles. Y, a día de hoy, irrefutables. Así que Kaplan ha tomado la decisión de creer en
ellas y utilizar todos los medios a su alcance para que la prensa las difunda.
Entorna los ojos, recreándose en la imagen de su próximo triunfo, mientras Lena introduce el
coche en el aparcamiento de gravilla del hotel, echa el freno de mano y, con una sonrisa, le
pregunta qué le parece el alojamiento que ha escogido para los dos. Eliot sonríe a su vez. El hotel
es una especie de palacio rústico que imita la arquitectura tradicional de la región, pero en una
versión mucho más amplia, más alegre, airosa y elegante. Perfecto para una luna de miel.
Un recepcionista encopetado abre la puerta del pequeño vehículo amarillo, del lado de la
conductora, y luego corre a sostener su propia portezuela, mientras los botones se apresuran a
descargar las maletas del taxi que los ha ido siguiendo. Kaplan extrae la cartera del bolsillo
interior de la chaqueta y deposita una generosa propina en las manos de cada uno de ellos, fiel a
su costumbre de premiar de manera espléndida la solicitud del servicio por anticipado para
asegurarse las mejores atenciones.
Lena camina delante de él como si no hubiese visto nada y el dinero, su exceso o su escasez,
no formaran parte de sus preocupaciones, mientras él contempla el cimbreo resuelto de la tela
ligera que abanica sus muslos largos y ciñe sus caderas, distrayéndole de sus cálculos, sus
ambiciones de futuro y sus dudas.
Porque hay un detalle que no consigue quitarse de la cabeza, un detalle que le provoca
incertidumbre y que está en el origen de la circunspección con la que todas las partes implicadas
están actuando. La razón por la que el lienzo no ha salido a subasta pública.
El origen de su Flaminia Triunfi.
Lo único que se sabe con certeza es que, hasta hace pocos meses, colgaba de los muros de una
casa solariega de la Liguria italiana, bajo el hueco de una escalera, ignorada. Un cuadro anónimo,
tan ennegrecido que ni siquiera se distinguía la paleta de pintura que la modelo lleva en la mano.
Solo su rostro y el cuello de encaje blanco.
Sus propietarios, hijos de una familia noble venida a menos, decididamente antifascistas y
asediados por los Camisas Negras de Mussolini, deseaban abandonar el país y emigrar a
Sudamérica. Para recaudar fondos habían optado por desprenderse de las obras de arte que les
quedaban y, por primera vez desde que el patriarca tenía memoria, habían descolgado de la pared
aquel óleo al que nunca habían atribuido gran valor y, con un retal de muselina empapado en
agua, habían lavado la superficie del lienzo, revelando los blancos y los grises del cuello de
encaje, apagados por el barniz envejecido, el brillo de la mirada de la modelo, la sutileza de la
pincelada. Sorprendidos, no se habían atrevido a tocarlo más, por miedo a estropearlo, y habían
hecho llamar a un viejo profesor, amigo de la familia, que era quien había pronunciado la palabra
mágica: «Velázquez».
Los hallazgos fortuitos de obras perdidas del Renacimiento o el Barroco no son algo
frecuente, pero tampoco son acontecimientos completamente inusitados. Kaplan lo sabe
perfectamente. Es casi imposible que se le pierda el rastro, por muchos años que pasen, a la
pintura de una infanta con miriñaque que nunca ha abandonado los muros de un palacio real.
Pero los retratos de personajes privados, sin firma ni identidad clara, sucios y oscurecidos por el
tiempo, a menudo corren más desventuras. Algunos desaparecen para siempre por culpa de los
incendios, las guerras y las revoluciones. Otros, víctimas de peripecias más cotidianas,
atribuciones erróneas, mudanzas y herederos que venden sin miramientos, terminan en los
lugares más inusitados. Por eso siempre existe la posibilidad de encontrarse un tesoro olvidado.
Lo extraordinario era un descubrimiento de semejante valor.
Así que, de manera subrepticia, para eludir las severas leyes italianas, que prohibían la
exportación de obras de arte, los propietarios habían establecido contactos con un influyente
marchante extranjero. Este había prometido encontrar, con sigilo y a la mayor brevedad, un
comprador solvente y, a través de un amigo de la familia, habían logrado sacar el lienzo de Italia.
A escondidas, por supuesto, ya que de otro modo el Gobierno fascista jamás habría permitido
que abandonara el país.
De ahí la importancia del secreto. Los italianos piden que la compraventa no se haga pública
hasta que no se encuentren a salvo, lejos de Italia, y a Kaplan le parecen condiciones razonables.
A él también le conviene que se guarde silencio hasta que Flaminia Triunfi no se halle a bordo
del barco que zarpa en unos días de Cherburgo. Una vez que el cuadro navegue sobre el
Atlántico, que los fascistas le echen un galgo, si les place.
A Kaplan no le preocupa la manera tan irregular en la que el lienzo ha sido escamoteado a
través de la frontera. Y comprende perfectamente que sus viejos propietarios exijan anonimato
para evitar represalias contra los parientes que permanecen en el país. Pero considera
imprescindible conocer el resto de los eslabones del proceso para poder rastrear de modo
fehaciente el recorrido que ha seguido la Flaminia hasta llegar a sus manos.
Se lo dejó claro al marchante desde el primer momento, durante el almuerzo privado en el
que, acompañados por Lena, acordaron las condiciones de la venta, en una mesa discreta del
Café de la Paix de París. Su duquesita le había explicado, antes de la cita, que el vendedor no era
exactamente un galerista profesional, sino un reconocido retratista de la alta sociedad, con un
olfato sobresaliente para encontrar piezas de valor. Solo aceptaba tratar con obras excepcionales,
en ocasiones pertenecientes a su propia colección, de las que se desprendía puntualmente para
mantener su dispendioso nivel de vida. Y cuando por fin le había dicho su nombre, Kaplan lo
había reconocido de inmediato.
Roberto Montenegro. Por supuesto que sabía quién era. El americano recordaba
perfectamente la noticia que hacía cuatro o cinco años había mantenido alerta al mundillo del
arte. La misteriosa desaparición de un lienzo de Rembrandt —un retrato de Saskia, la esposa del
pintor, con un libro entre las manos—, de una casa de campo inglesa. Su reaparición en París. El
juicio. Los ecos de aquel asunto revuelto habían llegado también a Estados Unidos.
De ahí que exija confirmar en lo posible la historia que le han contado sobre la procedencia
del lienzo. No quiere enterarse, cuando ya sea tarde, de que estaba maquillada para hacerla
parecer más honesta de lo que es. De que, por ejemplo, Montenegro adquirió el óleo a sus
propietarios por una miseria, sin informarles de lo que tenían entre manos. O, peor aún, de que se
hizo con él sustrayéndolo subrepticiamente de su hogar. Posibilidades ambas que, por todo lo
que ha averiguado estas últimas semanas sobre el personaje, con la ayuda de Rosenberg, no
serían inverosímiles.
No por escrúpulo. Que la Flaminia Triunfi haya llegado a manos del vendedor de manera más
o menos honrada a él le resulta indiferente. Si sus anteriores poseedores la tenían arrinconada en
una esquina, ignorantes por completo de su valor, está claro que no la merecían. Pero no quiere
sorpresas. No puede permitirse que una operación en la que ha depositado tantas esperanzas
acabe tiñendo su nombre de escándalo. Si hay la más mínima posibilidad de que exista algo
turbio en la transacción —más allá de la salida subrepticia e ilegal de la tela de su país de origen,
con sus aires novelescos—, necesita estar al tanto de los detalles, escondan lo que escondan, para
así prevenir cualquier contratiempo.
Esa es la razón por la que ha venido a Deauville. La idea de pasar unos días de asueto no le
disgusta. Además, la ciudad tiene la ventaja de encontrarse camino de Cherburgo, desde donde el
martes que viene zarpa el barco que le llevará de vuelta, junto al lienzo, a los Estados Unidos.
Pero, sobre todo, está allí para encontrarse con el intermediario de los condes italianos, que
veranea en la costa normanda. Con la persona que burló la vigilancia de los aduaneros, cosiendo
el lienzo al forro de su abrigo para hacerlo pasar a Francia. Al parecer, se trata de un tipo
respetable y con una vida discreta, que no se dedica profesionalmente al mercado del arte y que,
después de haber burlado a la policía de fronteras del Gobierno fascista, no está, lógicamente,
interesado en darse a conocer. Montenegro, sin embargo, piensa que podrá convencerlo para que
lo reciba.
Esas son las cuestiones que Kaplan no logra quitarse del todo de la cabeza mientras registra su
pasaporte en la recepción del Normandy y sube en el ascensor hasta la planta que le corresponde.
Acompaña a su duquesita a su habitación y luego va en busca de la suya. Pero apenas
permanece dentro unos instantes. El tiempo de abrir las maletas sobre la cama y asearse un poco.
Enseguida sale del cuarto, atraviesa el pasillo y llama con los nudillos a la puerta de Lena.
Ella le está esperando.
Solo después, cuando yace desahogado sobre las sábanas y ella alarga el brazo para
encenderse un cigarrillo, llega el momento de hablar de negocios:
—¿Hay noticias? ¿Se sabe ya cuándo voy a conocer a nuestro heroico contrabandista?
Lena enciende primero el pitillo y luego responde, sin mirarle a los ojos:
—Francamente, no tengo ni idea. Y la verdad es que estoy un poco preocupada. Anoche cené
con Montenegro y se mostró remiso a darme su nombre. Dice que le está costando convencerlo.
Pero Eliot Kaplan no es alguien que acepte un fiasco así como así:
—Pues dile al señor Montenegro que se busque las vueltas. Las regatas y los caballitos están
muy bien para distraerse un rato. Pero si he venido hasta aquí es para lo que he venido.
Lena le lanza un vistazo de reojo al escuchar su tono seco y a Kaplan le parece percibir en su
mirada un brillo de disgusto que enseguida se esconde, con un parpadeo. Sus ojos de gatita
doméstica se cubren otra vez de terciopelo:
—¿Ah, sí? ¿Para nada más? ¿Seguro? —E inclinándose sobre sus labios, le regala un beso
largo que sabe a humo y a caramelo.
«¡Vamos allá! Agua, piedra, agua, piedra, agua, piedra...» Clara achica los ojos y parpadea muy
deprisa, mientras una serpiente imaginaria, sinuosa y veloz como una centella, zigzaguea entre
los postes de arenisca que separan los rieles del ferrocarril del mar abierto.
Adora las excursiones a Cabourg, precisamente porque para ir y volver hay que subir en un
trenecito que parece de juguete, pintado de colores y con solo unos pocos vagones, que durante
buena parte del trayecto rueda por la orilla misma del mar, tan arrimado al agua que da la
impresión de que va a caerse dentro en las curvas, y siempre viaja con la nariz pegada a la
ventana, contando las barquitas varadas sobre los islotes de arena que deja la marea baja mientras
juega a culebrear con la imaginación entre los postes de la baranda de piedra y el gris blancuzco
del Atlántico, que ese día se ha levantado nublado y lloviznoso.
En verdad, ella se habría quedado tan contenta en casa, leyendo. Pero Dora Vernon, la amiga
de sus padres, dice tantas veces que es nefasto para la salud de los niños que permanezcan entre
cuatro paredes, sin tomar el aire, que durante todo el verano no ha habido forma de que la
dejaran tranquila ni una sola vez los días de mal tiempo.
—¿Me la dejas ver otra vez? —pregunta Luca, desde el asiento de enfrente.
Clara abre la mano donde esconde la perla que Roberto Montenegro ha robado para ella y se
la entrega a su amigo. Luca la hace rodar entre los dedos mientras sacude las piernas al compás
bajo el asiento, como el rabo de un perro excitado. Su madre le ha invitado a que las acompañe a
Cabourg después de que apareciera en su casa a media mañana con un enigmático mensaje del
tío Gabriel, a quien se había encontrado en la puerta de su estudio de fotografía cuando regresaba
de la sastrería de su padre, a donde había ido a llevar un recado:
—Dice que es un secreto. Que tiene un regalo para Clara pero que tiene que ir ella en persona
a buscarlo. Y que es algo muy especial.
Al final, murmurando un «Ya está otra vez mi hermano con sus fantasías», pero intrigada, en
vez de mandarla de paseo con miss Kelly, su madre pidió un taxi y cruzaron el puente de
Deauville. Una vez allí, su tío abrió con sigilo un cajón de su estudio y, desenvolviendo un paño,
le mostró una perla preciosa, pequeña pero muy blanca y brillante:
—¿Sabes quién me la ha dado? Roberto Montenegro. Anoche estuve con él. Se la ha robado a
una duquesa para regalártela. Así que guárdala en secreto.
Clara se quedó boquiabierta, mirándose la palma de la mano, sin saber qué decir. ¿Había
robado una perla para ella? ¿Sin conocerla? Levantó los ojos y no logró entender del todo el
cruce de miradas que sorprendió entre su tío y su madre, como si él hubiera impedido que ella
protestara, quitándole importancia al regalo con un visaje.
—¿Es de verdad? —preguntó recelosa.
—Por supuesto que es de verdad.
Los tres lo acribillaron a preguntas, pero su tío se escabulló con la excusa de que a
Montenegro no le gustaba que hablaran de él. No podía contarles más o se enfadaría, y con
razón. Si quería hacerles alguna confidencia se la haría él mismo, en persona. Había prometido
que pronto los conocería.
A Clara aquello le resultó razonable y no insistió. Pero Luca llevaba toda la tarde sin parar de
fantasear. Ni en el trayecto de ida ni en el paseo ni mientras merendaban batido de vainilla y tarta
de fresas en la terraza del Grand Hôtel de Cabourg. Y ahora, de vuelta en el tren, no cesa de
cuchichearle al oído planes de todo tipo. Hasta quiere que le preste alguno de sus libros de
Arsenio Lupin de los que tanto se burlaba ayer. Menos mal que su madre se ha encontrado con
una vecina de Trouville y las dos charlan, sin hacerles caso, en la otra esquina del
compartimento.
—Aunque no sean más que novelas —insiste Luca—, algo podremos aprender. Lo principal
es estar siempre muy atentos. Seguro que ahora mismo, en el tren, hay algún pasajero dormido al
que podríamos robarle la maleta sin que se diera cuenta.
—¿Y para qué queremos robar una maleta cualquiera? Eso no tiene sentido. Lo primero que
habría que hacer sería localizar un objeto valioso por el que mereciera la pena correr el riesgo. Y
luego, trazar un plan. Yo no me voy a arriesgar a que me castiguen para el resto del verano por
una maleta llena de camisas sucias.
—¡Si no digo que lo hagamos de verdad, boba! Digo que lo podríamos hacer. Solo para
entrenar. Y no tenemos por qué llevarnos la maleta. Podríamos dejarla en el vagón de al lado.
A Clara esa idea no le gusta nada. Ni de verdad ni como broma. Antes de llevarse la maleta de
nadie, habría que empezar por algo más pequeño. Un cucurucho de altramuces de uno de los
puestos del paseo, por ejemplo. Pequeños desafíos, eso sí que puede ser un juego divertido para
el resto del verano, pero que sean cosas sin importancia, cuya desaparición no haga daño a nadie.
Pueden ponerse pruebas el uno al otro y ver quién supera más al final de la semana.
Pero apenas le da tiempo a planteárselo a Luca porque, justo en ese momento, la vecina de
Trouville se pone en pie. Tiene que hacer una visita en Blonville y no los acompaña hasta el final
de la línea. Se despide de Luca y de ella con dos pares de besos sonoros y al abrir la puerta del
compartimento se cruza con un hombre bajito, vestido con una chaqueta estrecha de tela rayada y
un sombrero panamá con las alas muy grandes que entra, ocupa su lugar frente a su madre y, tras
descubrirse, se queda mirándola fijamente a los ojos.
Sonríe y, con sus labios gruesos, sus ojos saltones, la cabeza chata y las piernas y los brazos
tan larguiruchos, a Clara le recuerda a una rana.
—¿Nos conocemos? —pregunta su madre, extrañada.
—No, no... O más bien, usted no me conoce a mí, señora Castel. —El hombre habla con un
acento raro que no es francés pero tampoco inglés como el de miss Kelly—. En cambio, yo llevo
observándola a usted toda la tarde, mientras paseaba con su preciosa hija y su amiguito. En su
lugar, me habría comprado el sombrerito verde que se ha probado en la boutique que hay detrás
del Kursaal. Le sentaba de maravilla. Por cierto, esos batidos de vainilla tenían un aspecto
delicioso...
Se gira hacia ella y hacia Luca, pasándose la lengua por los labios, igual que si acabara de
cazar un insecto, y a Clara su expresión de batracio satisfecho le produce un escalofrío. Su madre
alarga con presteza el brazo, alerta y rígida de golpe, para que no se acerquen:
—Disculpe, ¿quién es usted?
—Un amigo de su marido, señora Castel. O mejor dicho, el amigo de un amigo. Los he estado
siguiendo para asegurarme de que no les ocurriera nada malo. Hay tantos accidentes hoy en día...
Una mujer joven y hermosa como usted, sola... Y los niños, que van corriendo sin prestar
atención y en un descuido los atropella un automóvil. Menuda desgracia...
El hombre habla muy despacio. Sigue sonriendo y mirando fijamente a su madre, como si
tuviera una mosca en la frente y se la fuera a tragar de un lengüetazo. Y aunque le han dicho mil
veces que no hay que meter baza en las conversaciones de los mayores, a Clara le parece que su
madre está asustada y que va a tener que intervenir ella para decirle al hombre rana que la deje en
paz y se vaya a cazar insectos a otro sitio, por muy amigo de su padre que sea.
Pero no hace falta. Su madre reacciona:
—Márchese inmediatamente y déjenos en paz, a mí y a los niños, o llamo al revisor.
El hombre rana se pone en pie, con una sonrisa más amplia todavía:
—A sus órdenes, señora. No quería molestarla. Se lo repito, soy solo un amigo. Dígale a su
marido que he estado toda la tarde a su lado, vigilando que no les ocurriera nada, ni a usted ni a
su hija. Y dele recuerdos de parte del señor Nikolopoulos.
—Queremos levantar una nueva escuela para acoger a los huérfanos del protectorado de Sierra
Leona. Aquí se explica con todo detalle el proyecto de los misioneros. No deseo molestarla más,
pero si tiene unos minutos para leerlo, muchos niños le estarán agradecidos. Cualquier vestido,
cualquier bolso, un accesorio cualquiera del que esté aburrida, nos vendrá bien. Piense que unos
pocos francos pueden hacer milagros en África.
La mujer coge el impreso que le tiende Dora y lo deposita sobre la mesa, sonriendo, pero sin
echarle ni una ojeada. La inglesa se aleja, deseándole una noche agradable y disculpándose si la
ha molestado, por pura educación, y regresa resoplando a la barra donde la aguarda Félix Oriot.
—No sé si esa rusa guardará en el banco todo el oro del Kremlin —resopla—, pero, desde
luego, aún piensa que está en la corte de los zares. Se ha quedado mirándome con una sonrisa
tiesa, como si fuese una menesterosa inoportuna pidiendo limosna, y casi no ha abierto la boca.
El periodista ríe y le pregunta qué quiere tomar mientras ella se acomoda en una de las
banquetas. Ya puede invitarla a una copa para disculparse, porque él ha sido quien la ha animado
a acercarse a esa rusa engreída y le ha hecho pasar el bochorno.
A fuer de ser sincera, lo cierto es que ha sido ella quien le ha preguntado a Oriot, hace un
momento, si sabía quién era aquella mujer, para poder saludarla. Pero al escuchar el nombre ruso
había decidido que no merecía la pena acercarse. Lo que ella busca son mujeres adineradas,
benefactoras dispuestas a alimentar y difundir entre sus amigas su proyecto de caridad. Y la
mayoría de los príncipes rusos que deambulan por Europa apenas mantienen con esfuerzo la
fachada. Muchos no tienen siquiera dónde caer muertos.
Entonces, Oriot le había hecho fijarse en el collar, fastuoso y exagerado, que llevaba la rusa
en torno al cuello. Esa no era una pordiosera más del Este sin otra riqueza que una lista de
patronímicos confusos e interminables. Detrás de esa joya había dinero. Y mucho.
Pero está claro que su propietaria no tiene intención de compartirlo. Porque ahí sigue, sentada
a solas en su butaca del hall del Normandy, frente a la chimenea apagada, dándole sorbitos a una
copa de champán e ignorando a conciencia los folletos que Dora le ha entregado.
Con su particular belleza, casi parece parte de la decoración del hotel. Tiene las manos finas,
con unos dedos largos que parecen de cristal, etéreos como el humo del cigarrillo que sostienen
con indiferencia. El cuello esbelto, la espalda recta y los hombros delgados transmiten la misma
impresión de falsa fragilidad que los de una bailarina del Bolshói, disimulando su firmeza tras
los gestos lánguidos. Lleva un vestido de noche de seda en color añil que recuerda vagamente a
un sari, con bandas de gasa a modo de tirantes, y que Dora apostaría que proviene de los talleres
de Elsa Schiaparelli. Y, enredada al cuello, esa ave fantástica, con su suntuoso plumaje de zafiros
y esmeraldas.
Félix Oriot alza su copa de Campari, insinuando un brindis, y Dora corresponde. El periodista
y ella no son íntimos, pero han tomado algo juntos un par de veces. Él es muy amigo de Gabriel,
el hermano de Emma, y es habitual encontrarle rondando entre el Royal y el Normandy.
—Me cuesta mis buenas propinas todos los días saber quién es quién —le ha susurrado hace
un rato, inclinándose hacia ella en una actitud de conspirador tan exagerada que, más que
disimularlo, parecía anunciar al mundo que le estaba contando un secreto—. Pero están bien
empleadas. Los botones, los camareros y los ascensoristas son los primeros en enterarse de todo,
así que las considero una inversión profesional.
Dora observa la mandíbula enérgica y los hombros corpulentos del reportero, que ha
aprovechado el momento en que le ponía en la mano su Martini blanco para dejar caer los ojos
sobre su escote, y endereza la espalda, más halagada más que incómoda. Ni la calva ni la barriga
de vividor de Félix Oriot le resultan demasiado molestas. Tampoco le disgustan su iniciativa y su
falta de remilgos para llamar a las cosas por su nombre. Pero es un hombre vulgar.
A través de la cristalera del bar, le lanza otro vistazo a la duquesa rusa. Su displicente belleza
resulta fascinadora a pesar de los pesares.
Inesperadamente, Dora la ve alzar la mirada y sonreír para darle la bienvenida a un hombre
alto y flaco, en esmoquin negro, que se aproxima a ella con expresión amistosa.
Oriot silba entre dientes:
—Vaya, vaya, vaya, ¡mira quién ha aparecido!
—¿Quién?
—El hombre de moda, nada menos. Don Roberto Montenegro. Llevo desde ayer intentando
coincidir con él. Al parecer, nunca habla con la prensa. Pero no hay regla sin excepción.
¿En serio? Dora no puede evitar la decepción. ¿Ese es el famoso aventurero? No lo habría
adivinado jamás. En su mente evocaba una imagen muy distinta. Más varonil. Más cercana a la
de John Barrymore en la película de Arsenio Lupin o a la de un Gary Cooper.
Se obliga a observar más despacio a ese hombre que tan indiferente le ha resultado a primera
vista. En realidad, corrige de inmediato, es más esbelto que flaco, se mueve con una elegancia
que no había apreciado de entrada y su media sonrisa rezuma confianza. Se fija en el modo en
que el sevillano contempla a la bella rusa, con una mirada profunda y oscura, que no está claro si
se dirige a la mujer o al collar que luce al cuello, y no entiende cómo no se ha dado cuenta a
primera vista de que ese no era un hombre corriente. Ella no se equivoca habitualmente con sus
percepciones.
El periodista responde con una risilla burlona:
—No se preocupe. Es un fenómeno muy habitual. A todas las mujeres les pasa lo mismo con
los actores de cine y los potentados. Basta con que salgan en las páginas de las revistas o tengan
unos cuantos millones en el banco para que, a sus ojos, los feos se conviertan en guapos por arte
de birlibirloque.
Dora se niega a considerar siquiera la posibilidad de que la transformación que ha sufrido
Montenegro a sus ojos se deba al efecto mágico que produce en la imaginación escuchar un
nombre célebre, pero no se molesta en responder.
Sacude la cabeza, condescendiente, constatando una vez más la poca clase del periodista. A
pesar de su tono ligero, Félix Oriot observa a la pareja compuesta por la rusa y el español con la
fijeza de una alimaña al acecho, hasta el punto de que las fosas nasales le tiemblan y el chaleco
de su traje de chaqueta gris claro, tan inapropiado a esas horas, parece a punto de estallarle.
Quizá entre los de su gremio sean habituales esos modos. Pero su zafiedad resulta tan evidente si
se le compara con un señor de verdad...
Léon Castel, por ejemplo. El marido de Emma sí que es un hombre elegante. Con categoría.
Hasta cierto punto no es sorprendente, ya que por su trabajo frecuenta las mejores compañías.
Pero hay en él una cortesía y una nobleza naturales que no son aprendidas y que Dora no está
segura de que su esposa aprecie en su justa medida. Quizá sea una cuestión intelectual. Emma es
la dulzura misma, pero mucho se teme que no es del todo capaz de comprender como se merece
a un hombre tan inteligente y absorbido por su labor. Léon debe sentirse muy solo en ocasiones.
Le pega un trago a su Martini, aprovechando para dibujar en el borde de la copa, con la punta
de la lengua, las cuatro letras que componen el nombre del marido de su amiga. Un placer
minúsculo y recóndito, pero tan sensual que le deja la piel electrizada, y cuando alza la mirada se
apresura a buscar algo que decirle a Félix Oriot para encubrir su secreto:
—¿De verdad tiene problemas para que el señor Montenegro le dedique unos momentos?
¿Por qué no habla con Gabriel Caron?
—¿Gabriel?
—Era amigo suyo en la escuela. Bueno, los dos hermanos lo eran, Gabriel y mi queridísima
Emma. ¿No lo sabía?
—Debe estar equivocada, miss Vernon. Emma y Gabriel se criaron cerca de aquí, en el
campo. Su padre es maestro rural. Y Roberto Montenegro es un aristócrata sevillano.
—Yo no suelo estar equivocada, querido amigo. De las andanzas del señor Montenegro no sé
más que lo que he oído estos días. Pero le aseguro que para Emma y Gabriel es alguien muy
cercano.
Le lanza una ojeada de arriba abajo, saboreando el desconcierto incrédulo del periodista, y
duda si darle algún detalle más. Compartir con él alguna de las anécdotas que Emma narró ayer
durante el almuerzo mientras el descortés de su hermano hacía poco más que gruñir de cuando en
cuando. Pero se lo piensa mejor. No. Son historias que le han contado solo a ella porque existe
confianza mutua. Confesiones realizadas en la intimidad. Si Félix Oriot, que es tan amigo de
Gabriel, no sabe nada, Dora no va a hacerle partícipe de su privilegio sin más.
Mientras, un tercer personaje se ha unido a Montenegro y la duquesa rusa. Un hombre de pelo
gris con entradas pronunciadas, rostro enjuto y arrugas hondas. Dora le calcula unos cincuenta y
largos. Tiene el cuerpo delgado, los hombros estrechos y el porte algo rígido, aunque no falto de
distinción. Un profesor universitario de buena familia o un académico. Un juez, quizá. Un
hombre seguro de sí mismo, en cualquier caso, que besa la mano de la rusa con actitud de
propietario mientras, visiblemente, se excusa por la tardanza.
—¿Y ese quién diablos es? —masculla Oriot a su espalda, casi ofendido de no conocerle.
Aunque no tarda en ponerle remedio a esa laguna inadmisible. En cuanto el trío se aleja hacia el
fondo del vestíbulo, en dirección al restaurante del hotel, le hace un gesto discreto al camarero
que atiende la barra.
—¿El caballero del pelo gris? No sabría decirle con certeza, señor Oriot. Ha llegado esta
misma mañana. Pero entre mis compañeros se rumorea que es un millonario americano. Un
millonario de verdad. De los que pueden comprarse un rascacielos de una tacada.
A Dora el millonario del pelo gris no le produce mayor curiosidad, aunque ahora comprende
de dónde han salido las imponentes joyas que luce la rusa. ¿Estará Montenegro detrás de ellas?
Se le veía extraordinariamente pendiente de la pareja.
Oriot pide la cuenta y deja en el platillo un billete de veinte francos, con aire ausente. Sigue
dándole vueltas a las palabras de Dora:
—¿Y dice usted, miss Vernon, que Roberto Montenegro fue amigo de juventud de Gabriel
Caron?
Dora parpadea, despistada, y afronta la mirada incrédula del periodista, que la interroga casi
con ansia:
—¿Perdón, decía...?
—¿Roberto Montenegro y Gabriel eran amigos? ¿Está segura?
Dora sonríe:
—Amigos no —recalca—. Inseparables.
Léon observa las luces encendidas desde la acera de enfrente y se decide a cruzar. Tenía pocas
esperanzas de encontrar a Gabriel en su domicilio a esas horas, cuando los noctámbulos toman al
asalto las salas de fiestas, los restaurantes y el casino. Pero no se sentía capaz de regresar a casa.
Lleva dos horas recorriendo las calles planas de Deauville, caminando con zancadas
desorientadas y mecánicas. Le falta el resuello y no es por cansancio.
Llama al timbre y su cuñado tarda en aparecer unos minutos, con el pelo revuelto y en mangas
de camisa. Se disculpa. Estaba a punto de meterse en la cama y se ha quedado dormido en el
sofá. Está derrotado. Lleva varios días acostándose a las tantas y hoy ha estado haciendo fotos
para El Mensajero de Félix Oriot desde las ocho, sin parar. Y encima mañana toca levantarse al
alba:
—Te lo ha dicho Emma, ¿no? Me paso a buscar a la niña a las seis y media.
Léon no sabe de qué diantre habla Gabriel. Sí. Ha hablado con Emma. De ahí la angustia y la
culpabilidad que han impulsado su ciego deambular por esa ciudad frívola y festiva, cruel en su
alegría indiferente, hasta llamar a su puerta. Pero no entiende lo que dice su cuñado, que ha
soltado su discurso somnoliento con los ojos pegados y agarrado a la puerta, sin moverse del
umbral ni invitarle a pasar.
Solo ahora parece despertar, mientras le mira, tratando de enfocar, y pregunta, serio de
repente:
—¿Te ha ocurrido algo?
Qué rápido se ha dado cuenta. Debe llevar pintado el crimen en la cara.
Sigue a Gabriel escaleras arriba y, cuando su cuñado cierra la puerta, se derrumba en el
canapé con la cara oculta entre las manos. Se ahoga. Se afloja el nudo de la corbata, pero no vale
de nada. El pecho se le infla como si le fuera a estallar y, sin saber cómo, se encuentra
sollozando. Los hombros le tiemblan y los espasmos le sacuden el cuerpo y ya no sabe cómo
parar. Hace tanto tiempo que no llora —desde una noche, hace más de trece años, en que sintió
que la vida de Emma se le iba entre las manos por culpa de una pleuresía, de tensión y alivio,
cuando todo hubo terminado— que incluso tarda unos instantes en comprender lo que le está
ocurriendo.
Cuando logra sosegarse y reunir arrestos para levantar la mirada, Gabriel se encuentra frente a
él, ofreciéndole un vaso de agua:
—Cuéntame, Léon, ¿qué ha pasado? ¿Están bien Emma y la niña?
Léon sacude la cabeza:
—Sí. No es eso...
Aunque sí lo es. Ambas se encuentran perfectamente, pero cuando a su regreso de Cabourg,
Emma se ha encerrado con él a solas, asustada y nerviosa, y le ha contado su inexplicable
encuentro con el desagradable pasajero del trenecito local, por un instante las ha visto a las dos
tendidas sobre una acera mientras un coche sin matrícula se daba a la fuga, y ha comenzado a
balbucear incoherencias. Debía ser un error. ¿Qué nombre había dicho? No conocía a nadie
llamado así. Sí, claro, por supuesto que podían estar tranquilas: tenía que tratarse de un
desequilibrado. Pero en cualquier caso, iba ahora mismo a acercarse a la policía y a poner una
denuncia. Qué era eso de ir por ahí asustando a una familia decente.
Y había agarrado el sombrero y había salido de casa casi a la carrera, sin atreverse a mirar a
su mujer a los ojos para no arriesgarse a descubrir que ella sabía que estaba mintiendo.
Durante su recorrido alucinado por la ciudad se ha repetido una y otra vez que Clara y Emma
no corren peligro. Solo quieren asustarle. Recordarle que están ahí. Presionarle. No tienen interés
en causarle mal alguno a una mujer y a una niña inocentes. No les traería más que
complicaciones. Si alguien tiene que sufrir el escarmiento será él. El griego solo quiere su dinero.
Pero han logrado su propósito. Está aterrorizado.
Masculla todo aquello de cualquier manera, consciente de que Gabriel no puede entender,
pero incapaz de ordenar su discurso hasta que, finalmente, toma aire, levanta la cabeza, que
mantenía escondida entre los hombros, y se enfrenta a la mirada de su cuñado:
—Debo novecientos mil francos.
Gabriel tarda en responder. Se sienta en una silla, frente a él, sin hacer aspavientos. Debe
resultarle difícil de creer. Casi un millón.
—Pero... ¿Cómo...? ¿En qué...?
—Son deudas de juego.
Ahora sí que se queda mudo. Léon sonríe. Comprende su desconcierto.
Él siempre ha sido un mojigato en lo tocante a los juegos de azar. Su cuñado Gabriel sabe de
sobra que no se acerca a las mesas del casino más que muy de cuando en cuando y solo
ocasionalmente apuesta una ficha, de las de menor valor. En Deauville, nunca pone el pie en los
salones del interior. Nunca pasa de las mesas de la primera sala, donde ni siquiera es obligatorio
el esmoquin y los crupieres se limitan a despojar de calderilla a los visitantes de clase media.
Nunca ha creído en los golpes de fortuna. Toda su vida ha confiado en el valor del esfuerzo y el
mérito.
Hasta hace dos años.
Toma aliento, para aclararse la mente y la voz, y empieza a contar.
Esa noche el doctor Vidal le invitó a cenar al casino de Trouville, junto a dos de sus pacientes,
dos políticos de relumbrón, y, después de las copas, decidieron pasar a las mesas de juego. Él
quiso excusarse, nunca apostaba con fichas tan altas y además no llevaba dinero. Pero Vidal
insistió. No podía ser un aguafiestas. Qué iban a pensar sus acompañantes.
El consejero de Estado se dio cuenta de la situación y quiso hacerle un favor. Le prestó cinco
mil francos. Él se sintió intimidado, no supo negarse. Y los perdió. Pero el político había bebido
de más:
—Se empeñó en prestarme otros cinco mil. «Los novatos siempre tienen suerte», decía.
Insistía e insistía, por más que yo me negaba. Creo que llegué a ponerme violento. Sabes cómo
me incomodan esas situaciones... Sentía que la mesa entera nos miraba. Vidal tampoco me
quitaba ojo de encima, con gesto de reproche, como si le estuviera poniendo en evidencia. Y
cuando el consejero de Estado anunció que él iba a jugarse el dinero en mi nombre, quisiera yo o
no, me rendí, por debilidad. Acepté que esa noche iba a perder no cinco mil, sino diez mil
francos. Era una lección bien merecida por no haber sabido retirarme a tiempo. En cuanto la
banca se los tragara me marcharía de allí. Y entonces ocurrió lo peor que podía haber ocurrido.
—Hace una pausa, mostrándole a su cuñado las palmas de las manos vacías—: Gané.
En un momento llegó a verse con treinta mil francos en las manos. Se envalentonó. Comenzó
a divertirse. Y volvió a perder. Mucho más de lo ganado.
Al alba, cuando dejó el casino, regresó a casa con una deuda de ocho mil francos pero
entusiasmado, excitado y vivo, y cuando el día siguiente, por algún motivo, la resaca no trajo
consigo los remordimientos que podían haberle salvado, se dijo que ocho mil francos eran una
pérdida sustancial pero asumible. El error había sido no parar cuando iba ganando. La avaricia, la
tensión y el alcohol le habían arrastrado de forma irreflexiva y desatinada. La clave estaba en la
moderación. Lo importante era tener templanza para fijarse un límite de gastos máximo. Un
presupuesto a no sobrepasar de ningún modo durante lo que restaba de Semana Grande.
—Decidí ignorar los ocho mil francos que ya había perdido. Como si no hubieran existido.
Los consideré el precio a pagar por mi aprendizaje. Una tasa de ingreso a un club selecto.
Además, pensaba que podía recuperarlos —ríe, recordando su propia estupidez—. Me impuse
dos normas que, a mi juicio, no podían fallar: primero, todo lo que fuera ganando iría a un
montón que no podría volver a poner en juego y, segundo, respetaría de forma rígida un límite de
gastos establecido.
Naturalmente, el método no funcionó. Desde la segunda noche, en cuanto se quedó sin nada,
empezó a sustraer fichas del montoncito de las ganancias. Las pérdidas no solo no se enjugaron
sino que fueron aumentando y, en otoño, de regreso a París, comenzó a escaparse en secreto a la
estación termal de Enghien, el único casino autorizado de los alrededores. Para finales de año
había adoptado la costumbre de inventarse pacientes que le reclamaban a deshora cuando el ansia
se hacía irreprimible, y así escabullirse a pasar la noche frente al tapete verde.
Las pérdidas crecían. En primavera pidió un préstamo de doscientos mil francos, convencido
de que bastaría para alimentar al monstruo durante mucho tiempo. Pero se equivocó. Y en verano
no encontró más remedio que hipotecar la casita de Trouville. Armándose de toda su fuerza de
voluntad logró no poner el pie en ninguno de los dos casinos locales durante las vacaciones. No
podía arriesgarse a que alguien le descubriera a Emma su enfermedad. Pero, buscando una vía de
escape, cada pocos días regresaba a París, con la excusa del trabajo, y a las escapadas nocturnas
al balneario de Enghien.
Hasta que este invierno tocó fondo.
—Fue cuando viajé a Italia a atender a la hermana de Marchetti.
Andrea Marchetti, el sastre. El padre de Luca. En febrero le había pedido ayuda. A su
hermana, que residía en Savona, le habían diagnosticado un cáncer de pulmón y nadie se atrevía
a operarla. Era una mujer joven, con tres niños, y su familia estaba desesperada. Incapaz de
negarse, Léon había viajado hasta la Liguria.
—Savona está a apenas dos horas de San Remo. Así que para celebrar el éxito de la
intervención decidí acercarme hasta allí.
Entró al casino a las seis de la tarde y ya no fue capaz de abandonarlo. Se reponía y volvía a
perder lo ganado. Cuando se quedaba sin fichas garabateaba en garantía un cheque sin fondos e
iba a buscar más. Acabó tan agotado que, ya de amanecida, solo tuvo fuerzas para caminar como
un sonámbulo hasta la cama solitaria de un hotel cercano. Pero al día siguiente, en lugar de poner
rumbo a la frontera, de vuelta a casa, volvió a ascender la escalinata blanca del casino. Y al día
siguiente. Y al otro. Perdió la noción del tiempo; los límites y las reglas que otras veces había
tratado de imponerse no existían. Solo una minúscula bola blanca que se burlaba una y otra vez
de él.
Al quinto día, el encargado de la caja se negó a proporcionarle más crédito. La orden venía
del señor De Santis, el director, que estaría encantado de recibirle en cuanto llegara a su
despacho para discutir su situación.
Le invitaron a tomar algo en el bar, mientras tanto. Y a los pocos minutos se sentó a su lado
un hombre al que conocía de vista. Se lo había cruzado alguna vez en otras salas de juego. Le
llamaban el griego. Y todos los jugadores habituales sabían a qué se dedicaba.
En media hora se vio de nuevo con dinero en el bolsillo.
—¿Pero por qué no esperaste a hablar con el director del casino? Habrías llegado a un
acuerdo. Te habría ofrecido un modo de pagar a plazos, aunque fuera a lo largo de una década.
Cualquier cosa antes que ponerte en manos de un prestamista de ese tipo...
—Porque quería seguir jugando. Quería dinero en efectivo. Saldar mi deuda de inmediato,
conducir hasta Montecarlo o Cannes y seguir jugando.
—Cielo santo, Léon.
—Y eso hice. Pagué a De Santis con el dinero del griego y crucé la frontera. Del viaje no
recuerdo más que una sensación de frenesí ardiente. Hasta que de pronto detuve el coche en
mitad de la cornisa. Ni siquiera pensé que podían embestirme por detrás. Estaba anocheciendo,
las luces de Mónaco eran mil ojos que brillaban en el fondo de un pozo y yo estaba al borde del
abismo. Recuerdo que vomité en la cuneta y luego conduje hasta Niza. Aparqué frente a la
Prefectura de Policía y pedí que me incluyeran en el registro de prohibición de acceso a las salas
de juego.
Gabriel se ha puesto en pie y pasea por la sala, sin mirarle a la cara. Probablemente no le
reconoce. No sabe cómo comportarse con ese desconocido que dice ser su cuñado.
Léon sigue contando. Aquella noche tocó fondo de verdad. No ha vuelto a jugar. Pero en
septiembre tiene que devolverle a Nikolopoulos buena parte del dinero que le prestó. Y ni
siquiera ha reunido bastante para pagar los intereses draconianos que acordaron. No tiene más
que treinta mil francos en efectivo. Si, al menos, la casa de Trouville no estuviera hipotecada...
—Yo creo que lo importante es que muestres buena voluntad —razona Gabriel—. Ese tipo
sabe que no puedes pagar tan rápido. Y lo sabía cuando te prestó el dinero. Te está apretando las
tuercas para presionarte, para que te sangres al máximo. Solo quiere asegurarse de que cumples.
Mientras vayas pagando lo que puedas irá alargando los plazos.
Pero aunque pretenda tranquilizarle con sus palabras, los ojos huidizos de Gabriel dicen bien
claro que entiende lo irresoluble de la situación. Tendrá que contarle todo a Emma. Y el
prestamista seguirá apretando la soga. Nikolopoulos no es un acomodaticio director de casino
dispuesto a algún arreglo en forma de cómodos plazos. A cada retraso los intereses irán
aumentando, inmisericordes. Exigirá nuevos pagos inasumibles. E irá dejándole poco a poco sin
aliento, sin llegar a ahogarle del todo, para que siga pagando, pero sin concesiones. Hasta que no
pueda seguir ocultando su infamia a los ojos ajenos y todo se derrumbe.
Su cuñado le escucha en silencio, sin juzgarle ni recriminarle, y a Léon le embarga una
gratitud inmensa. Gabriel siempre ha sido el soñador de la familia. El fantasioso, el desatinado.
El que todos temían que se embarcara de repente en alguna aventura descabellada. Y, sin
embargo, ahí está, a pesar de algún pequeño infortunio personal, con su vida modesta y tranquila,
establecido, escuchando las miserias del desgraciado en el que él, el hombre prudente y sensato,
sin saber cómo, se ha convertido.
Siente otra vez el nudo en la garganta:
—Lo siento. Lo siento tanto... No tengo derecho a venir a tu casa a llorar después de lo que le
he hecho a tu hermana. Y sé que no puedes hacer nada. Pero iba a explotar, Gabriel. Necesitaba
hablar con alguien.
—Tiene que haber una solución. Alguna forma de conseguir dinero... No sé. Mi amigo Félix
Oriot conoce a todo el mundo...
—No, Gabriel, por favor. Nadie puede saberlo, prométemelo. Guárdame el secreto.
Y, sin embargo, hay un nombre que Léon no puede sacarse de la cabeza desde ayer. Aunque
no se atreve a pronunciarlo. No quiere que Gabriel piense que esa es la razón por la que está allí.
Además, seguro que no serviría de nada.
Pero su cuñado parece leerle el pensamiento porque le pregunta, con voz plana y baja, como
cuidando de no ofenderle:
—Léon, escucha. ¿Y Montenegro? ¿Por qué no me dejas hablar con él? Sin mencionar tu
nombre. Solo contarle la historia. No sé si es buena idea. No sé si sigue siendo el que era después
de tanto tiempo. Ni si tiene dinero. Pero si es verdad lo que hablan de él, tiene que saber cómo
manejarse en una situación así. Puedo pedirle consejo. Para un amigo anónimo. Él es jugador
habitual y dicen que apuesta a lo grande. Quizá conozca a Nikolopoulos. A lo mejor puede
ayudarnos a llegar a un acuerdo con él. O sabe cualquier cosa que nos ayude.
Léon no tiene fuerzas para fingir resistencia. Asiente, con un suspiro que le arranca sus
últimas fuerzas, mientras escucha a Gabriel explicarle que buscará un momento mañana, cuando
los niños no estén cerca, y entonces se acuerda de que su cuñado le ha dicho que pasará por su
casa a buscar a Clara a las seis y media de la mañana.
—Creí que lo sabías. Voy con los niños al hipódromo. Vamos a ver al potro que ha traído
Roberto a correr el Morny. Me ha enviado un mensaje esta tarde para invitarnos.
Léon cabecea, esforzándose con toda su alma en no poner demasiada fe en esa única y
minúscula ventana de esperanza que ha abierto Gabriel.
Algo no marcha bien. Lena no sabría decir qué es, pero está convencida.
Le habría gustado preguntarle a Montenegro antes de que Kaplan, que se retrasaba,
atendiendo una conferencia con Nueva York, bajara de su habitación. Pero no ha habido tiempo.
Y ha sido el americano quien ha planteado directamente la cuestión nada más sentarse a la mesa,
antes incluso de que aparezca el maître.
—Bien, señor Montenegro, ¿cuándo voy a conocer al héroe?
El héroe es el hombre que sustrajo el lienzo de Italia. El intermediario de los condes italianos
y el único que conoce su identidad. Eliot está impaciente, pero ha preguntado en voz baja y
sonriendo, ya sea porque están en público o porque está tan acostumbrado a que cualquier deseo
que expresa se cumpla sin dilación que no concibe que nadie pueda contrariarlo.
Lena guarda silencio, analizando la naturalidad con la que Montenegro se excusa por el
retraso, asegurando que hará todo lo posible por vencer la resistencia a salir a la luz del
desconocido. Se le ve relajado, convencido de lo que está diciendo. Y ella no le conoce lo
suficiente para saber si está fingiendo.
Eliot parece aceptar de buen grado las explicaciones, pero Lena no se fía de su cordialidad.
Sabe que está poco dispuesto a transigir. Y que tiene prisa. El barco en el que está previsto que la
Flaminia Triunfi parta hacia el Nuevo Mundo zarpa en pocos días.
Mientras saborean los hors-d’œuvre, tratan de decidir cuál será el mejor momento para avisar
a la prensa. Montenegro tiene una buena noticia. Los nobles italianos han telegrafiado a su
discreto amigo:
—Llegaron ayer a São Paulo. Están a salvo. Así que por ese lado tenemos vía libre.
—Lo anunciaremos un par de días antes de zarpar, entonces. El domingo —concluye Eliot—.
Pero no daremos todos los detalles el primer día. Es importante dosificar la información para
mantener a la prensa hambrienta y a los lectores expectantes. Créame, conozco el negocio. Usted
es el entendido en arte pero yo soy el profesional de los medios de comunicación.
Desde el momento en que el americano posó por primera vez sus ojos en el lienzo y Lena vio
brillar en ellos primero la admiración, y luego la codicia, tuvo claro que aquello iba a ser para él
más que una simple inversión. Eliot busca un golpe de efecto. Y para eso es imprescindible
controlar la publicidad. Que el público conozca la historia de Flaminia Triunfi antes de su
arribada a América y la aguarde expectante.
—Tenemos todos los elementos de un folletín apasionante, señor Montenegro. No solo vamos
a revelarle al mundo el rostro de la enigmática mujer cuyo sensual cuerpo hemos contemplado
frente a un espejo, extasiados, durante siglos, sin saber a quién pertenecía. No es tampoco el
mero descubrimiento de una obra maestra que se creía perdida. Lo que vendemos es la historia
de amor del genio y su misteriosa musa, una artista desconocida y extraordinaria. El destino
oscuro de una pieza única, ignorada bajo una escalera durante siglos. La noble familia italiana
perseguida por el fascismo. El audaz y generoso amigo que arriesga la vida atravesando la
frontera con el valioso cuadro. —Respira hondo, ahuecando el pecho—. Tenemos entre manos
una historia mucho más apasionante que el robo de La Gioconda.
Kaplan recita la lista de méritos de su tesoro con voz tranquila y lenta, mientras corta en
pedacitos pequeños, con precisión quirúrgica, la anguila ahumada que ha pedido de primero.
—Es una lástima —declara finalmente— que no haya habido tiempo de hacerle al cuadro más
que una limpieza sumaria antes de enviarlo a América. El efecto sería mayor si pudiera mostrarlo
desde el primer día restaurado y en todo su esplendor. En cualquier caso, el trabajo que ha
realizado con él en tan poco tiempo es magnífico, señor Montenegro. Inmejorable.
—Me alegra que se lo parezca —responde el sevillano—. Estoy seguro de que en Nueva York
hay especialistas con capacidad sobrada para terminar la tarea.
Lena observa a Montenegro llevarse la copa a los labios y se queda mirando sus dedos ágiles
y delgados. Dedos capaces de reproducir con una pericia mágica cualquier imagen, a su
capricho. Ha estado en el estudio que tiene en su casa de París varias veces. Y verle dibujar es un
placer casi táctil, íntimo, como un soplo en la nuca o un roce sobre la piel desnuda.
Eso sí, la pintura de Montenegro está muy alejada de las experiencias de vanguardia. Sus
retratos recuerdan a los de un Boldini o un Madrazo, chispeantes, coloristas, halagadores,
calculados para agradar a los pudientes que posan o hacen posar a sus mujeres y a sus hijos
frente a él. De ahí su éxito entre la alta sociedad. Pero son de una soltura y una maestría técnica
apabullantes. Solo acepta los encargos con cuentagotas, como favores personales. Y a pesar de
que no necesita el dinero, cobra caras sus obras. Lo que no le impide considerarse a sí mismo un
simple amateur, del mismo modo que solo se considera un diletante del coleccionismo y del
comercio del arte. Un gentleman-dealer que en ocasiones busca y restaura antiguos óleos por
petición de clientes selectos.
El americano bebe también un sorbo de vino y luego carraspea y clava sus ojos pardos en los
de su interlocutor:
—Descuide. A nuestra Flaminia solo la tocarán las mejores manos. Mi intención, después de
mostrarla en mi casa, es cedérsela al Metropolitan Museum de Nueva York para que disfrute de
ella toda la ciudad.
Montenegro le felicita calurosamente por su generosidad. Es lo bastante listo como para saber
que eso es lo que espera Kaplan. Simple y pura admiración.
Lena le observa de reojo. El sevillano está muy delgado y, cuando sonríe, los pómulos se le
marcan y su semblante adquiere un contorno afilado que le da un aire exótico que siempre le
resulta fascinante. Sonríe ella también, sin casi darse cuenta.
En ocasiones así le resulta difícil recordar que le odió durante años, sin apenas conocerle.
Entorna los ojos mientras sus compañeros de mesa discuten de pormenores, y, perdiéndose en
el juego de trompe-l’œil que forman la gran cristalera del jardín y los enormes espejos de la
pared que le hace frente, multiplicando espacio y comensales, se descubre a sí misma en el
reflejo de uno de ellos, con la fantástica ave del paraíso enroscada al cuello. Se sorprende de su
apariencia distante, somnolienta, como si le aburriera lo que ocurre a su alrededor.
Frente a esa criatura inapetente, en la que le cuesta reconocerse, comparten mesa los reflejos
de los dos hombres.
De uno de ellos solo se ve la espalda, rígida y alerta, con los hombros estrechos y una
cabellera gris que de cuando en cuando se inclina en un gesto breve. El otro está de perfil,
reclinado levemente en el respaldo de su silla. Tiene los brazos largos y sus movimientos,
cuando gesticula con las manos para subrayar sus palabras, son elásticos y pausados. Pero
mientras le observa, deleitándose con la elegancia de su desembarazo, Lena siente que el
equilibrio entre los tres personajes del espejo es más frágil de lo que a simple vista parece, y se le
ocurre que ese segundo hombre y ella deberían protegerse mutuamente del comensal del pelo
gris, ese del que solo pueden ver la espalda y cuya actitud vigilante resulta casi voraz.
Se estremece, confusa, y vuelve a interesarse por la conversación. Montenegro siente una
especial predilección, quizá sentimental, por las obras del Barroco sevillano. Y son buenos
tiempos para conseguirlas a buen precio, explica. Muchos nobles españoles que abandonaron el
país en el treinta y uno, tras la espantada de Alfonso XIII, están en serias dificultades financieras,
y no les queda más remedio que deshacerse de sus colecciones. Obras de Murillo, Valdés Leal,
Alonso Cano o Zurbarán. Pero también de Ribera, Goya o El Greco.
Al escuchar ese último nombre, Eliot la mira de soslayo, con una precaución enternecedora.
Lena le ha contado con todo detalle cómo se hizo Montenegro, años atrás, con un preciado lienzo
del pintor griego durante aquella famosa partida de cartas del casino de Biarritz. O, al menos, la
versión que todo el mundo repite. Era necesario. Si no se lo contaba ella, el tema saldría a relucir
tarde o temprano.
El desesperado príncipe ruso. El jugador encaprichado con un óleo de su propiedad. El
desafío y el largo mano a mano sobre el tapete verde.
Lo que no le ha dicho es que buena parte de esa historia es mentira.
Pero eso nadie lo sabe. Y nadie debe saberlo. Así que Eliot interpreta la mención del pintor
griego como una inconveniencia y hace por cambiar de tema para protegerla:
—Imagino que con tanta obra nueva en el mercado habrá que andarse con mil ojos. ¿No
intentan darle gato por liebre de vez en cuando?
Montenegro alza los hombros. Siempre hay pillos que intentan hacer pasar óleos anónimos,
rescatados de un anticuario de poca monta, por el trabajo de un maestro de primera fila. En
ocasiones hasta añaden una discreta firma en una esquina. Pero él no se encuentra con muchos
casos. Compra poco y muy escogido, y todo el mundo lo sabe.
—Las víctimas de ese tipo de timadores suelen ser coleccionistas inexpertos que creen haber
hallado una ganga. Muchos de ellos, lamentablemente, compatriotas suyos, señor Kaplan.
El americano escucha en silencio mientras Montenegro relata, locuaz, varios casos jocosos,
regodeándose en la descripción de los bodegones repintados y los ángeles maltrechos,
recuperados del carro de cualquier trapero, que cuelgan de importantes salones de Boston o
Filadelfia con firmas falsas.
—En una ocasión, un cliente recalcitrante se encaró con un respetado profesor inglés al que
había contratado para que valorase sus obras. Se negaba a aceptar que la joya de su colección,
una escena bíblica de Tintoretto, fuera en realidad un óleo anónimo del XVI sin apenas valor. Y,
sobre todo, que la firma del maestro veneciano que aparecía en una esquina del lienzo pudiera ser
falsa. Acusó al experto de intentar engañarle con fines espurios. Entonces, este, sin mover ni una
ceja, pidió que le trajeran un frasco de alcohol concentrado y, delante de los ojos del industrial y
de toda su familia, empapó un pedazo de algodón, retiró el barniz que protegía la esquina del
cuadro y, en un santiamén, disolvió la firma del maestro.
Lena ríe de buena gana, imaginando el bochorno del millonario. Aunque es una novata en el
mundillo de la compraventa de obras de arte, sabe que no existe una prueba más elemental para
demostrar que un óleo es falso. Los pigmentos diluidos en aceite tardan en endurecerse, a veces
más de un siglo, de modo que, por mucha aplicación que haya puesto un mistificador en darle un
aspecto antiguo a su obra, basta con frotar la superficie del óleo con alcohol, tal y como hizo el
profesor inglés frente a su cliente americano, para que la pintura reciente se ablande y el engaño
salga a la luz.
Montenegro hace una pausa calculada, con los ojos brillantes de regocijo:
—Si se disolvía con alcohol, era evidente que la firma había sido añadida recientemente. El
cuadro no era de Tintoretto, sino de a saber qué italiano anónimo. Pero el millonario, que no
tenía ni idea del efecto del alcohol en el óleo, acusó al experto, indignadísimo, de haber
saboteado el cuadro para poder llevárselo a precio de saldo. El pobre hombre pasó una semana
en el calabozo hasta que se aclaró todo.
Kaplan también ríe, pero la tensión de sus labios finos le da a su aparente regocijo un aire
forzado, y Lena presiente que el papel de yanqui fatuo al que un galerista tunante coloca obras
sin valor por una fortuna, no debe serle del todo ajeno. Quizá él también padeció experiencias
semejantes cuando se inició en el coleccionismo. Aunque jamás lo reconocerá. No es hombre
capaz de reírse de sí mismo.
Intuye que Montenegro también se ha dado cuenta y no se recrea en esas anécdotas de
incautos millonarios y falsarios ladinos inocentemente, y aprovecha que Eliot está entretenido,
buscando sus gafas en el bolsillo interior de la chaqueta para leer la carta de postres, y le lanza
una mirada de reconvención. Pero él sonríe achinando los ojos, como un pilluelo de la calle,
divertido y orgulloso de su diablura. Ella suspira con disimulo y anuncia que le apetece pera al
coñac.
Cuando el camarero termina de tomar nota, Eliot se excusa y pide licencia para ir un momento
al lavabo.
Lena le observa mientras se aleja entre las mesas, con sus andares algo envarados, y de
inmediato se gira hacia Roberto Montenegro. Ella no es una simple clienta, como Kaplan. Es su
colaboradora. Tal vez su cómplice. Y se siente con derecho a preguntar, sin rodeos:
—Dígame la verdad, ¿qué está pasando?
Él sonríe, apacible:
—¿A qué se refiere?
—Dijo usted que el hombre que sacó el cuadro de Italia aceptaría hablar con Kaplan si se le
aseguraba discreción. ¿A qué se debe el súbito ataque de timidez?
—Tenga paciencia. Mañana volveré a intentarlo. Le aseguro que le haré cambiar de opinión.
—Eso espero. No creo que Kaplan se lo esté tomando tan bien como puede parecer. Es de los
que si quieren algo tienen que tenerlo sí o sí. Y usted le ha prometido una historia digna de una
novela. No va a renunciar a ella.
Los dedos de Montenegro acarician su pitillera de plata y la hacen girar sobre sí misma,
distraídos. En ocasiones Lena tiene la impresión de que para él todo es un juego —como la
fingida inocencia con la que se ha reído de los coleccionistas ignorantes hace un momento—, y
teme que pretenda jugar con un hombre que no acepta perder.
Está convencida de ello: antes que ser derrotado, Eliot rompería la baraja o lanzaría la mesa
por los aires.
Insiste, irritada:
—Esta situación de impasse no le gusta. Lo noto. No quiere cabos sueltos.
—No la entiendo, ¿a qué cabos sueltos se refiere? ¿Qué imagina el señor Kaplan que le puedo
estar ocultando?
Lena respira hondo:
—Lo sabe usted perfectamente.
Por supuesto, es imposible que la Flaminia Triunfi haya sido sustraída de ningún museo ni de
una colección prestigiosa, sería vox populi. Pero las sacristías de las iglesias rurales y las viejas
casas de campo abandonadas a la ruina por los terratenientes empobrecidos guardan a menudo
tesoros magníficos cuyo valor nadie conoce, ni siquiera sus propietarios. Hasta que un traficante
avispado los identifica y se hace con ellos, sin ruido. Ese tipo de desapariciones rara vez causan
alarma. No es extraordinario que pasen desapercibidas. Que nadie se moleste en investigar el
desvanecimiento de un par de objetos sin valor que un buen día reaparecerán, con otro nombre y
otro precio, como hallazgos legítimos, en manos de un marchante o de un coleccionista del otro
lado del Atlántico.
En Nueva York se murmura sin recato, entre los entendidos, sobre el origen de ciertas
colecciones. Se dice que varias de las piezas de J. P. Morgan, el banquero, provienen de
excavaciones ilegales en Grecia. Y que un cierto número de sus esculturas medievales fueron
robadas en Francia con un ingenioso ardid. En el momento de sustraerlas, sus emisarios
colocaban una copia idéntica en su lugar, de modo que nadie se diera cuenta de que habían
desaparecido. Ni siquiera el Metropolitan es demasiado escrupuloso con respecto al origen de las
piezas que adquiere para sus colecciones, una vez que están en suelo americano. Y Eliot tampoco
es ajeno a semejantes prácticas.
Pero la Flaminia es algo muy distinto, y quiere tener todos los flancos cubiertos.
Lena insiste:
—Yo también tengo dudas. —Le mira fijamente a los ojos—. Otras dudas.
La mirada oscura del sevillano provoca que unas alas trepidantes le revoloteen en la garganta
y en el pecho, pero se la mantiene con firmeza.
Montenegro alza las cejas, adivinando hacia dónde apuntan sus sospechas, y se echa a reír,
incrédulo.
Es una risa tranquila que le dice que no se preocupe y no se le ocurra siquiera pensar algo tan
descabellado. Que todo está en orden. Pero es evidente que aún la considera su aliada. Y Lena
piensa que debería advertirle. Advertirle de que son sus propias dudas, no las de Kaplan, las que
debería aplicarse en borrar. Advertirle de que no debería fiarse demasiado de ella.
Porque ya no está segura de a quién pertenece su lealtad. Y hay secretos de su pasado que solo
ella conoce.
Jueves

Gabriel inclina la cabeza, intentando vislumbrar a los dos caballos que se acercan al galope.
Apenas amanece y los colores aún no se distinguen del todo. Clara y Luca murmuran inquietos a
su lado. Llevan excitados desde ayer, cuando les dijo que si se animaban a madrugar, Roberto los
invitaba a ir con él al hipódromo a ver entrenar a su mejor caballo, un potro de dos años llamado
Juan Sin Miedo.
Las siluetas negras de los dos animales giran por fin a mano derecha y entran como centellas
en la recta. Se acercan, cada vez más rápido y, poco a poco, empiezan a distinguirse una de la
otra entre la neblina. La más oscura se abre hacia las tribunas y comienza a despegarse. La
humedad de la alborada escarba en los huesos y Gabriel se sacude los pies mojados. Entonces el
suelo empieza a tronar y el corazón se le acelera, tratando de seguir el ritmo, más y más raudo,
en un esfuerzo imposible, hasta que de repente el ruido se convierte en viento y tiene que girar la
cabeza a toda velocidad para ver pasar frente a él como una exhalación a las dos sombras, una
varios cuerpos por delante de la otra, con los cuellos largos, los ojos dilatados y las orejas
gachas, azotando la hierba mojada con los cascos.
Retrocede dos pasos con una exclamación. Los niños siguen inmóviles, pegados a la
barandilla, con las naricillas rojas y caras de entusiasmo. Y a su lado, Roberto, con una mano en
el hombro del tipo achaparrado que le acompaña, trata de reprimir la sonrisa sin conseguirlo.
El hombre, que sostiene en una de sus manos recias un cronómetro que contempla una y otra
vez con incredulidad, se toca el ala de la gorra de tweed en un discreto saludo de admiración.
Tiene el rostro gastado, surcado de profundas arrugas, y Gabriel calcula que tendrá diez o quince
años menos de los que aparenta. Su nombre es Albertson y es el jockey inglés retirado que
entrena los caballos de Roberto.
Mientras, los dos jinetes han detenido a sus monturas, que vuelven a ser dos manchas turbias
en la lejanía. Luca y Clara se vuelven hacia él, expectantes.
—¿Qué tal lo ha hecho, tío Gabriel? —pregunta Clara.
—¡Muy bien! ¿A que sí? —declara Lucas, sin ambages—. ¡Ha ido superrápido!
Hace un rato, cuando se han encontrado con Roberto, Clara se ha quedado muda de golpe.
Impresionada como si de verdad tuviera delante al auténtico Arsenio Lupin, se ha pasado un
buen rato respondiendo con monosílabos, con las mejillas coloradas y la mirada huidiza, pero él
ha estado estupendo, bromeando con los niños y contestando a todas sus preguntas. Ambos han
cogido confianza enseguida y ahora le escoltan, orgullosos, hasta el centro de la pista,
aguardando el regreso de los purasangres, que se acercan al paso, resoplando.
El jinete de Juan Sin Miedo trae una sonrisa de oreja a oreja que no miente. Palmea el cuello
de su montura y declara, rotundo: «Es un avión». Los dos niños saltan, celebrando el veredicto, y
a Gabriel le dan ganas de unirse a ellos.
La emoción contenida de los tres hombres, entrenador, jockey y propietario, es contagiosa.
Apenas hablan. La expectación se lee en las miradas brillantes, en el gesto tenso con el que el
inglés hunde las manos hasta el fondo de los bolsillos, en el mimo con el que el jinete peina la
crin del potro. Nadie quiere decir una palabra de más. Los dos caballos caminan en círculo para
reponerse del esfuerzo, como si se tratara de una ceremonia ritual, y el pequeño grupo plantado
en el centro del redondel los contempla respetuoso, temeroso de romper el sortilegio.
Juan Sin Miedo alza su cabeza arrogante. Tiene aún los ollares agitados y los capilares, que
recogen la sangre de cada centímetro de su cuerpo para alimentar sus pulmones, se dibujan en
relieve sobre el pelo castaño oscuro, casi negro. La expresión rapaz de los ojos, con el iris
cercado de blanco, indica que se siente invencible.
No es un potro precoz, pero es muy rápido, les ha explicado Roberto, y la clase se le sale por
las orejas. Lo ha criado él mismo. Lo vio nacer. Y lo considera especial. Está matriculado en el
Morny, el plato fuerte del próximo domingo; una prueba reservada a los potros de dos años con
un premio de cien mil francos al ganador. Es una de las competiciones más prestigiosas de
Francia y la que más esperanzas alimenta, ya que el vencedor suele estar prometido a un futuro
brillante.
Gabriel respira hondo, llenándose los pulmones del frescor de la mañana. Ha tardado en
espabilar y no solo por el madrugón. Anoche, tras la fantasmal aparición de Léon, apenas pudo
pegar ojo. Finalmente, el entrenador da a los jinetes la orden de regresar a las cuadras y se aleja a
pie detrás de ellos. Los niños preguntan si pueden acompañarlos y Roberto propone ir a buscar el
coche.
Atraviesan las pistas verdes, en dirección a las tribunas, hundiendo los pies en la hierba
fresca, y Clara y Luca se lanzan a una carrera desenfrenada, levantando las rodillas como
caballos al galope, empuñando unas riendas invisibles con un brazo y fustigándose a sí mismos
con el otro.
Gabriel tiene desde hace rato un gusano en el estómago. No sabe cómo abordar a Roberto
para hablarle de Léon. Por momentos tiene la impresión de que ese hombre que ahora camina a
su lado es su amigo de siempre, que el tiempo no ha pasado, pero en otros siente que le
acompaña un extraño.
Sonríe, observando la alegría de los niños. Da gusto ver cómo todo cobra una vida mucho más
vibrante a través de sus ojos nuevos.
Él pisó por primera vez ese lugar hace ya catorce años. Junto a Roberto. Pero sus recuerdos de
aquel día están hundidos bajo el peso de tantos veranos posteriores que le cuesta desenterrarlos.
No le resulta fácil reconocer en esas tribunas, ahora vacías, las gradas remotas y vibrantes que
rugían aquella tarde; o en la pista de césped, escenario de tantas pequeñas decepciones recientes
en forma de boletos de apuestas fallidos y arrojados a sus pies, la mágica alfombra de color verde
sobre la que corrían sus corazones y sus gargantas, tras los cascos de los purasangres, aquel
verano lejano. Por más que se esfuerza en despertar el cosquilleo de la añoranza, su esfuerzo
resulta baldío.
El asombro y el entusiasmo de los niños, en cambio, es fresco y auténtico. Luca intenta
agarrar de la falda a Clara, que galopa delante de él, estirando el cuello como una potrilla, y
Roberto los alienta, a voz en grito, y luego le pasa el brazo por los hombros y le pregunta si se
acuerda de la carrera que echaron ellos dos por la playa, aquel otro verano, horas antes de
abandonar la ciudad.
A Gabriel le pilla de improviso su familiaridad. No responde. Pero claro que se acuerda.
¿Cómo podría olvidarse?
El mar. Los chillidos de las gaviotas. La llovizna en los ojos. Las salpicaduras del agua
salada. La punzada del aire en el costado. Los pies mojados. La sensación de felicidad pura. Es
posible que nunca haya vuelto a sentir nada semejante a la dicha furiosa de aquella carrera
desenfrenada.
Pero llevaba tanto tiempo sin pensar en esa tarde de agosto que le sorprende lo inmediato y
doloroso que le resulta el recuerdo. No es un dolor desagradable, sin embargo. Y saber que
Roberto tampoco ha olvidado le sorprende y le reconforta extrañamente. Se pregunta si, quizá, a
pesar de todas las apariencias, nada de lo que vino a continuación habrá merecido la pena para él
tampoco.
Un dejo cálido le envalentona el ánimo y la prevención que le hace comportarse con modales
rígidos y distantes ante ese nuevo Roberto se difumina, y se atreve a proponer, en voz baja:
—Vamos a dejar que los niños jueguen un rato.
Se instalan en la tribuna vacía, a media altura. Roberto apunta con un dedo a lo lejos, al fondo
de la recta, a un minúsculo punto oscuro que se acerca al galope. Lo sigue con la vista y cuando
pasa frente a ellos, convertido en un animal de cuatro patas, frunce el ceño, dubitativo:
—Creo que es Fragance, la potra de lord Derby. Es la favorita.
No hay muchos más caballos. La mayoría están en la playa, a donde sus jinetes los llevan a
estirarse a diario antes de la hora a la que bajan los bañistas. Son cerca de las ocho. El sol
mañanero se ha comido la niebla y brilla ya blanco y deslumbrante. Y a Gabriel le da por pensar
si Roberto no le habrá invitado a ese lugar y a esas horas para evitar que el público de Deauville
los vea juntos. Ya se lo dijo en el Royal. No es bueno para sus negocios que la gente sepa de
dónde proviene. Su pasado común no es compatible con el personaje que se ha creado.
No han vuelto a hablar de ello, y Gabriel sigue sin comprender muchas cosas. De dónde
procede la fortuna de Roberto. O cómo se ha transformado en quien es. Pero ha cumplido su
promesa. No le ha hablado de él a nadie. Ni siquiera a Félix, a pesar de que el director de El
Mensajero lleva dos días convertido en un indecoroso tiralevitas, obsequiando a unos y a otros
con desesperación para encontrar un modo de acercarse al misterioso señor Montenegro.
Carraspea para aclararse la voz y apoya los antebrazos en las rodillas:
—Necesito consejo, Roberto. No para mí, para un amigo cercano. Es un tema serio. Una
situación desesperada. Ya sé que no puedes darme una solución mágica, pero quizá se te ocurra
algo. Tú conoces a la gente que se mueve por los casinos. El mundo del juego.
Roberto le mira, curioso. Cruza los tobillos con las piernas estiradas y se apoya en las palmas
de las manos, escuchándole con atención. Al final, se queda un buen rato en silencio antes de
responder:
—Mal asunto. Con una soga así de prieta al cuello la única solución que se me ocurriría es
desaparecer del mapa. Pero está claro que en este caso no es una opción.
Se incorpora, sacudiéndose la culera de los pantalones y con una palmada en el hombro le
indica que le acompañe. En lugar de utilizar los escalones, salta de grada en grada, balanceando
una pierna y dejándose caer, y Gabriel le sigue brincando a pies juntillas.
Roberto llega abajo antes que él. Se gira y le mira muy serio:
—¿Cuánta confianza tienes en ese amigo tuyo, Gabriel? —Y de inmediato añade—: Entiendo
que te haya pedido discreción, pero para poder ayudarte necesito saberlo, ¿quién es?
Félix Oriot pide un segundo café. Lo apura de un trago y deja unas monedas en el mostrador.
Casi no ha dormido porque ayer, después de aceptar que Dora Vernon no iba a terminar la noche
en su cama, estuvo rondando por los bares hasta la madrugada. Necesitó un rato largo, un par de
copas más y un jugoso rumor sobre una famosa actriz de cine para dejar de rumiar lo que la
inglesa le había contado. ¿Montenegro y Gabriel eran amigos íntimos? Ni tenía sentido ni
comprendía que su camarada fuera tan cabrón como para no haberle dicho nada si de verdad era
así.
Cruza la calle, pensativo.
La redacción de El Mensajero se encuentra en un bajo próximo a la estación de tren. Es un
local pequeño, con ventanas estrechas. Solo hay dos mesas a la vista, para los dos redactores, y,
tras un biombo que Oriot corre o descorre, según la discreción que requiera el momento, está su
despacho, un simple escritorio con dos sillas para los visitantes.
A esas horas, los dos reporteros están ausentes, a la caza de noticias. Oriot cuelga la chaqueta
del perchero y se dispone a echarle un vistazo a la prensa regional y nacional, como todas las
mañanas. Puede que la sede de su diario no sea más que un chiringuito deslustrado, pero ha
invertido todo lo que tiene para ponerlo en marcha. Recordarlo siempre que abre la puerta es un
buen acicate para prepararse a devorar el día. Además, cada vez tiene más claro su objetivo. Con
treinta y dos años está convencido de que ha llegado el momento de dar el salto a la capital. Está
hambriento. Es ahora o nunca. Pero no quiere verse convertido en un gacetillero obligado a hacer
malabarismos para llegar a fin de mes. Quiere llegar con un nombre ya hecho.
Abre la libreta que siempre lleva encima y en la que anota todos los datos de interés que va
recabando. Anoche, antes de abandonar el Normandy, apuntó un nuevo nombre:
«Eliot Kaplan».
Fue un botones quien, finalmente, le dio el nombre del millonario americano. También le dijo
que había llegado esa misma mañana con dos secretarios. Y que la rusa guapa había ido a
buscarle a la estación.
Oriot elucubra con la idea de que el americano le conceda una entrevista. A los magnates del
Nuevo Mundo les gusta alardear cuando vienen a Europa. Y, por supuesto, acaricia la posibilidad
de hacerle hablar de su relación con Roberto Montenegro.
Es él quien le interesa de verdad. Quien le tiene con la mosca detrás de la oreja.
La semilla la plantó, hace apenas una semana, un viejo conocido, el comisario Jacob, una
noche en que Oriot le invitó a unos tragos de aguardiente de sidra en una taberna del puerto de
Trouville.
Jacob es un cínico. Lleva asignado al Servicio del Juego desde antes de la Gran Guerra,
cuando el departamento aún destacaba por su sentido del deber, repite siempre. Ahora, asegura,
no hay más que indiferencia y confabulaciones. Se persigue con saña a los don nadie que
conciertan apuestas por veinticinco céntimos en los cafés, pero nadie molesta a los bookmakers
adinerados que proliferan en los hipódromos. Por no hablar de las órdenes misteriosas que le
llegan periódicamente de sus superiores referidas a este o a aquel ricachón aficionado al casino:
«No se acerque a su mesa, Jacob. No hace falta que le observe».
El comisario es un hombre desencantado que, al calor de una copa, suele contar
interesantísimas historias de juegos con cartas marcadas ante los que hace la vista gorda o de
tramposos conocidos a los que saluda con cortesía todas las noches. Ha escogido la prudencia y
se limita a obedecer a los propietarios de los casinos. Solo trabaja con su consentimiento. Solo
investiga cuando se lo ordenan.
Aquella noche le contó, entre trago y trago, que Roberto Montenegro había reservado una
suite en el Royal para la segunda quincena de agosto, y sus superiores ya le habían avisado para
que no le molestara. Pero conocía al pájaro. Había coincidido con él años atrás en el casino de
San Juan de Luz y, antes de eso, en Biarritz, donde había sido testigo de la famosa partida de
bacarrá que permitió al sevillano birlarle a un emigrado ruso un cuadro valiosísimo. Y nadie le
iba a quitar de la cabeza que hubo algo raro en ese lance. Muy raro.
A Oriot la historia le interesó enseguida porque, casualmente, esa misma mañana había leído
el nombre de Roberto Montenegro en las páginas de Le Petit Parisien, uno de los principales
diarios de la capital. El artículo lo firmaba Pierre Busson, un antiguo colega de Rouen que
tiempo atrás había dado el salto a París y que no solía perder el tiempo con noticias de poco
alcance.
Era una historia de esas que entremezclan nombres de la alta sociedad con insinuaciones
sórdidas y atrapan a los lectores igual que un folletín. Un viejo general, héroe de guerra y
miembro de un par de Gobiernos conservadores, cuya hija, casada con un millonario canadiense,
aparecía con frecuencia en las crónicas de sociedad, había denunciado a un prestigioso abogado
liberal por venderle una obra de juventud de Anton van Dyck que había resultado ser falsa. El
diario insinuaba nuevas revelaciones para los próximos días. Y en un párrafo final, entre los
nombres de los testigos y expertos convocados a declarar, aparecía el de Roberto Montenegro.
Para el común de los lectores, aquella era sin duda una alusión intrascendente. Pero Oriot
almacenó los nombres de todos los personajes mencionados. Conocía muy bien a Busson. Y
sabía que cuando publicaba historias inconvenientes sobre gente importante siempre callaba
mucho más de lo que escribía. Seguro que merecía la pena seguirle la pista a aquello. Y ahora
que el comisario le había revelado que Roberto Montenegro estaba a punto de llegar a Deauville,
todo cuando pudiera contarle sobre el personaje era bienvenido.
Jacob se encogió de hombros. Él no sabía nada de arte. Lo suyo era el juego. Por eso no se
había olvidado del célebre episodio de Biarritz. Se le habían quedado grabados el semblante del
exhausto príncipe ruso, la fiereza con la que aun así había aceptado el desafío de Montenegro, la
dignidad con la que había asumido su derrota y la circunspección despiadada del sevillano.
—¿Y qué fue lo que le resultó tan sospechoso, Jacob? —preguntó Félix.
El comisario no supo decirle algo concreto. Era más bien una intuición. Una cuestión de
instinto. Cuando uno pasa tantos años en los casinos, en ocasiones barrunta cosas que no sabe
explicar. La serenidad con la que Montenegro pedía carta con seis o siete puntos en la mano. El
modo en que siempre caían de su lado las apuestas más altas y perdía las pequeñas. Cierta forma
de acariciar los naipes. Y no solo era él. También el ruso. Todo parecía medido. Calculado.
Coreografiado por ambos, casi.
Pero era una apuesta entre dos particulares. No tenía motivos para intervenir. Además, no
habría sabido de qué acusar exactamente al ganador.
Oriot pasa hacia atrás varias páginas de su libretita, buscando el nombre que apuntó aquella
noche en el puerto de Trouville, después de su conversación con Jacob: «Iván Alexandróvich
Voloshin. Duque ruso. Biarritz. 1928».
Sonríe. Hace un par de días, cuando el ascensorista del Normandy le susurró, con un suspiro
enamorado, el nombre de la espléndida belleza eslava que acababa de cruzar frente a él, no
estableció la conexión. Todos esos nombres rusos suenan igual. Pero anoche, después de verla
acompañada por Kaplan y Montenegro, se fue a la cama con un runrún en la cabeza.
Elena Ivánovna Volóshina. El mismo apellido que el del desafortunado duque ruso. Y el
patronímico Ivánovna: «hija de Iván».
Tienen que ser padre e hija. Pero entonces, ¿cómo interpretar su amistosa relación con el
hombre que les arrebató su tesoro familiar, aprovechándose de su penuria?
Félix está convencido de que ahí hay una historia que merece la pena investigar. Con un poco
de suerte, a lo mejor hasta desentraña la noticia estrella del verano. Y Oriot conoce a la persona
que puede ayudarle a atar cabos. Saca la agenda del cajón y busca el número de la redacción de
Le Petit Parisien:
—¿Eres tú, Busson? Buenos días, sí, Félix Oriot al habla. ¿Qué tal? No sabía si habías salido
ya para acá y estaba probando suerte. Ah, ¿llegas mañana? ¿En el tren de las nueve? ¡Fantástico!
Te invito a comer.
—¿Y cuándo estuvo en el norte de Italia exactamente? ¿Lo sabes?
—No estoy seguro. Creo que fue en febrero.
Gabriel mira de soslayo a Roberto, que está recostado en una traviesa de madera con los
brazos cruzados.
Cuando han llegado a la cuadra, los dos caballos, duchados y frescos, se encontraban ya
pastando de la mano de sus mozos. Roberto ha invitado a los niños a que se acercaran al
compañero de entrenamientos de Juan Sin Miedo, un alazán tostado muy experto, acostumbrado
a enseñar a los caballos más jóvenes, y les ha preguntado si querían dar un paseo en él. Los dos
han respondido entusiasmados y el mozo ha sujetado a Clara por las axilas con un galante «Las
damas primero» y la ha depositado sobre el dorso del caballo, a pelo.
La niña pasa frente a ellos con una sonrisa de oreja a oreja y saluda con la mano. Luca va
detrás dando saltos, impaciente. Roberto devuelve el saludo, como si estuviera pendiente de ellos
y no de la conversación, huidiza y en voz baja, que ambos mantienen.
Gabriel ha terminado por desvelarle la identidad de Léon.
—Puede —murmura finalmente Roberto, sin casi despegar los labios— que tenga una
propuesta que hacerle a tu cuñado. Pero requiere prudencia, tacto y discreción. Y mucha
confianza por mi parte.
Gabriel trata de mirarle a los ojos, pero Roberto tiene la mirada oculta por el ala del sombrero.
Le grita a Luca que tenga paciencia, que ya vendrá su turno, y luego añade:
—Ven.
Con un breve codazo, le indica que le siga.
A medida que se alejan de las cuadras el camino de tierra se convierte en un sendero que se
adentra por los prados verdes. Roberto le pega un puntapié a una piedra y le mira de reojo.
—Escucha. Tengo un colaborador que me ha dejado en la estacada y necesito una persona
fiable que ocupe su lugar. Si todo sale bien puede ganar mucho dinero en unos días.
—¿Cuánto dinero?
No es la pregunta más discreta. Pero es necesaria. Las deudas de Léon son enormes. No se le
ocurre qué tipo de negocio puede ayudar a cubrirlas en solo unos días.
Se detienen junto a un cercado de madera tras el que pasta un rebaño de vacas normandas.
Roberto apoya los codos en la valla, sin contestar, y Gabriel duda:
—No será algo ilegal...
—Es... irregular. Bueno, en realidad, es muy sencillo. Se trata de contar una historia. Nada
más.
—Pero exiges discreción a toda prueba. Y dices que se puede ganar mucho dinero.
Roberto sigue acodado en la empalizada, mirando fijamente a un toro blanco con los ojos
cercados por dos manchas marrones, simétricas, que rumia recostado frente a ellos, como si
temiera que fuese un espía vacuno pendiente de sus palabras.
—Te voy a contar en qué consiste. Me fío de ti. Pero si crees que tu cuñado no es la persona
adecuada o que no podemos estar seguros de él, te pido que lo olvides todo. No puedes repetir ni
una palabra a nadie.
Gabriel está a punto de echarse a reír. Tantas precauciones le resultan teatrales. Dignas de un
juego infantil. Como los que practican Clara y Luca fingiendo que son conspiradores o intrépidos
reporteros. O como las aventuras que imaginaban ellos mismos, de adolescentes, en la buhardilla
de la casa de sus padres.
Piensa en Léon, un hombre previsible, feliz con su vida de carriles trazados de antemano.
Piensa en su caída. En su debilidad, en su locura oculta. Y nota un regusto amargo en la boca que
empieza a resultarle familiar. Es el mismo de hace dos días, cuando Dora Vernon dejó caer sobre
la mesa, con el mayor descuido, la noticia de la llegada de Roberto a Deauville. Esta vez no le
pilla de improviso. Ha tenido tiempo de ir acostumbrándose a ese sabor insidioso que le agria la
saliva cuando menos se lo espera y que dice de él cosas que no le gustan y que intenta ignorar.
Pero se sorprende de que esta vez le haga sentir algo tan absurdo, injusto y hasta cruel.
Resentimiento.
Y no porque su cuñado pueda arrastrar a su familia al desastre. No. Eso es lo vergonzoso.
Sino porque él no ha conocido nunca algo parecido. Porque no puede ni imaginarse una pasión
tan arrolladora como la que ha llevado a la ruina a Léon. Nada ha trastocado nunca su vida,
atiborrada de esperas sin desenlace, de manera similar.
«Me fío de ti», ha dicho Roberto. Es difícil darle valor a esas palabras. ¿Se puede confiar en
otra persona después de tanto tiempo?
No sería impropio de la forma de ser de su viejo amigo. Pero él es incapaz de borrar esos años
en blanco. Quizá se ha vuelto más cínico. O quizá es, simplemente, que no ha conseguido
perdonarle que desapareciera del modo en que lo hizo. Está convencido de que Roberto sería
capaz de dejarle en la estacada de nuevo solo porque sí, por seguir un arrebato.
O puede que el defecto sea suyo. Tal vez sea incapaz de entregarse a un impulso generoso y
espontáneo, o de embarcarse en una aventura sin más, solo porque se lo pida el corazón.
Quizá por eso Roberto se fue y él se quedó.
Pero no le gusta pensar en ello. Saca la pitillera, enciende un cigarro para quitarse el sabor
ruin de la boca y le ofrece otro a Roberto, que lo acepta, le da una calada larga, y apoya la
espalda en la valla de madera:
—Necesito que tu cuñado me ayude a vender un cuadro. Eso es todo.
Gabriel le imita, fumando con calma antes de responder, ganando tiempo para pensar.
—Explícate.
—Bueno, en realidad, ya está vendido. He cobrado la señal. Y el comprador me entregará el
resto antes de embarcarlo rumbo a Nueva York. Pero hay un detalle que le tiene mosca. Le
prometí que le presentaría a la persona que escamoteó el óleo de Italia y me lo entregó. Y resulta
que esa persona, ahora mismo, no se encuentra disponible.
Roberto apura el cigarro, lo aplasta sobre la hierba y enciende otro, sin pausa.
Le habla de una familia italiana perseguida por los fascistas, de un óleo olvidado y oscurecido
por el tiempo, de una misteriosa mujer del siglo XVII, de ojos negros y mirada inquisitiva, de unas
pinceladas leves como un aliento, ocultas bajo el barniz endurecido del lienzo, de una huida a
América para empezar una nueva vida y del nombre de otro sevillano, pronunciado por los
expertos primero con timidez y luego con certeza y maravilla: Velázquez. Habla del mismo
modo en que en la escuela les contaba historias de su infancia extraordinaria en Andalucía, de los
exóticos viajes de su padre y de los tesoros moros de su patio encalado.
Gabriel solo ha tenido ocasión de contemplar en persona un lienzo de Velázquez. Un
Demócrito burlón que, casualmente, conserva el museo de Rouen. Del resto solo conoce
reproducciones, y su nombre le evoca la imagen de palacios oscuros, personajes tristes en salas
sombrías y niñas destinadas a morir demasiado pronto.
Pero a medida que escucha a Roberto hablar del retrato de la misteriosa Flaminia, el óleo que
su amigo pinta con palabras se va llenando de la luz y la fuerza que brotaba a borbotones de las
arias de ópera que escuchaba de niño, desbordando el lienzo.
Intenta resistirse al encantamiento:
—Muy interesante —espeta—. Pero no entiendo qué papel puede tener Léon en esa historia.
Roberto le mira a los ojos:
—El hombre que sacó el cuadro de Italia. Como ya te he dicho, el comprador quiere
conocerlo. Tiene preparada una campaña publicitaria que arrase en Nueva York y necesita tener
controlados todos los detalles de la historia. Sin embargo, las circunstancias hacen que ese
encuentro sea imposible. Ahora mismo no puedo contar con la persona en cuestión. Así que
necesito a alguien que la sustituya. Alguien de toda confianza. Un hombre íntegro, con una
reputación intachable. Si es posible, que haya estado en Italia recientemente. Que posea la
situación social o los contactos adecuados. —Hace una pausa, antes de remachar sus últimas
palabras—. Y que necesite dinero.
Gabriel parpadea, tratando de ordenar sus ideas para decir algo coherente, pero su primera
pregunta vuelve a ser:
—¿Cuánto dinero?
—Cincuenta mil dólares.
Hace un cálculo aproximado, a toda velocidad. Eso es más de un millón de francos. Suficiente
para cubrir las deudas de Léon e incluso dejarle un pico de ganancias. Aturdido, intenta ordenar
las preguntas que se le amontonan:
—Roberto, ¿a qué tipo de negocios te dedicas exactamente?
Su amigo se aúpa sobre la traviesa más alta del cercado. Sus aires de enigmático hombre de
mundo se esfuman una vez más y reaparece el camarada de juventud que, con un gesto, le invita
a que se acomode a su lado:
—Soy pintor, Gabriel. Hago retratos. Y los cobro caros. Pero en mis ratos libres, digamos que
también soy y no soy marchante de arte. No dispongo de galería pública ni de empleados. En
realidad, no soy más que un aficionado. Pero tengo algunos clientes exclusivos que confían en
mí para ayudarlos a encontrar piezas especiales. No te imaginas la de errores que cometen los
expertos. La de ocasiones en que son incapaces de ver lo que tienen delante de las narices. —Ríe,
no con malicia, sino admirado—. Otros acuden a mí para que los ayude a encontrar un
comprador o a poner en valor un lienzo de su propiedad antes de sacarlo a la venta. Normalmente
hay que limpiarlo. Devolverle la vida. Y lo hago yo mismo. Aprendí de los mejores hace mucho
tiempo.
—Pero no lo haces por amor al arte.
—Claro que no. Cobro siempre. Los aficionados también tenemos que vivir...
—¿Y el Velázquez...?
—El Velázquez es algo realmente especial. Único. Y quizá el lienzo más caro que se haya
vendido nunca.
—¿Cuánto...?
—Dos millones de dólares.
La cifra es mareante. Una verdadera fortuna. A Gabriel le surgen cada vez más preguntas:
—Y el hombre que sacó el cuadro de Italia, ¿qué ha pasado con él? ¿Por qué ha desaparecido?
—Es largo de explicar. Digamos que no era quien aparentaba ser. Está implicado en un asunto
turbio y le han surgido problemas con la justicia. Ahora mismo es imposible presentárselo a mi
cliente. Ni siquiera debe mencionarse su nombre. Le daría que pensar y el cuento de hadas que
quiere vender en su país empezaría a hacer aguas.
Gabriel respira profundo y los pulmones se le llenan de olor a hierba recién segada. A lo lejos,
los niños corren por las inmediaciones de la cuadra, perseguidos por un perro.
—¿Quién es el comprador?
—Un judío americano. Se llama Eliot Kaplan y está alojado en el Normandy. Es un
coleccionista serio. Quiere ceder el lienzo al museo de Nueva York después de exponerlo en su
casa durante una temporada. Por lo que sé, es un hombre hecho a sí mismo desde lo más bajo,
con un pasado opaco. Y no está comprando solo una obra de arte. Compra respetabilidad.
Estatus. Por eso paga lo que paga. Quiere que el mundo sepa lo que se ha gastado. Esa es la
razón por la que ni se ha molestado en regatear. Le interesa que sea el cuadro más caro del
mundo. Y por eso es tan importante para él la puesta en escena. Quiere ser reconocido como
benefactor de la ciudad y que su nombre aparezca en todos los periódicos.
—¿Es peligroso?
—¿Comparado con los hampones con los que anda enredado tu cuñado? —Roberto se encoge
de hombros—. Kaplan es un hombre de negocios. Pero no creo que acepte que le tomen el pelo,
si eso es lo que quieres saber. Así que cuanto menos sepa el marido de tu hermana, mejor. Una
historia sencilla, breve, es todo lo que tiene que contar. Sin embrollos ni complicaciones. Pocas
palabras. Su personaje es el de un hombre honrado, discreto, un profesional prestigioso que no
tiene nada que ver con el mercado del arte y que huye del protagonismo. Eso es lo que ha de
parecer. Y eso es lo que es, según me cuentas. Ni siquiera tendría que interpretar.
Gabriel no cree que representar un papel así sea lo propio de alguien honrado. Pero Léon es
un hombre acorralado, dispuesto a cualquier cosa por salvar a su familia. Y por ilícita que
resulte, esta puede ser su única oportunidad. Lo que le disgusta es que Roberto pueda estar
jugando con su desesperación. Aprovechándose de que su cuñado no tiene otra alternativa para
que acepte su propuesta casi a ciegas. Todo lo que le ha contado son vaguedades. No le ha dado
ningún detalle concreto. Ningún nombre, aparte del del comprador.
Baja de la valla de un salto. Al sol aún le queda un buen trecho hasta llegar a lo más alto y ya
hace calor. Léon y Emma deben estar desayunando en la terraza de su casita de Trouville,
aguardando su regreso.
La decisión no es suya, se fuerza a recordar, sino de su cuñado. Él es tan solo un mensajero.
Aun así. Es demasiado dinero solo por contar la historia de otro hombre. Teme que haya más
de fabulación de lo que parece a simple vista.
Piensa en la perla que Roberto le ha regalado a Clara. En el cuento que se inventó en unos
segundos sobre la duquesa a la que se la había robado para hacerla más interesante.
Una sospecha brusca:
—Dime solo una cosa, Roberto. Ese tipo, el que dices que sacó el cuadro de Italia y que
ahora, de repente, tienes que esconder. ¿Existe de verdad?
Su amigo le mira fijamente:
—Claro que existe. Es un viejo conocido. Un intermediario con el que había trabajado ya.
Pero sonríe de un modo extraño, de medio lado. Se diría que le invita a seguir indagando.
—No entiendo. ¿Cómo que habías trabajado ya antes con él? Antes has dicho que era alguien
ajeno al mercado del arte.
Roberto enarca las cejas:
—Esa es la historia que le he contado al comprador.
Gabriel se queda con la palabra en la boca, atando cabos a toda velocidad. ¿Qué es lo que está
insinuando Roberto?
—¿No le has contado la verdad?
—No del todo. He adornado un poco la historia, para darle un aire de aventura al asunto.
—O sea, que el cuadro no lo sacó de Italia ningún generoso espontáneo. Te lo trajo un amigo
tuyo. Con el que ya habías trabajado.
—Pudiera ser. Aunque claro, en ese caso, no sé si hubiera merecido la pena inventar nada.
Habría sido más sencillo contarle la verdad a Kaplan, sin más.
Gabriel le mira fijamente, cada vez más escamado por la expresión socarrona de Roberto. Y
vuelve a verse a orillas del Dives, hace quince años, tendido en la hierba con cara de bobo
mientras escucha a su amigo confesar sus embustes. Solo que ahora no hay ni gota de
remordimiento en su semblante. Lo que Gabriel lee en él es simple y maliciosa diversión.
—No entiendo nada. Vale que no lo rescatara de Italia un valeroso desconocido. Pero si ahora
dices que tampoco lo hizo tu colaborador...
Es pura intuición, pero de repente cree adivinar lo que encierran las medias palabras de
Roberto:
—No me lo puedo creer. Ese amigo tuyo que ahora no puedes utilizar también iba a
representar una pantomima, ¿verdad? Igual que Léon. —La media sonrisa de su amigo se
amplía, satisfecha. Así que ha acertado. La apasionante historia del rescate del cuadro no es real.
Es solo un cuento a medida de las expectativas del comprador—. No puede ser, ¿es eso? O sea
que todo tu problema es que te has quedado sin actor.
El muy cabrón posa un dedo sobre los labios:
—Shhh. Ni una palabra a nadie. Ni a tu cuñado, por supuesto.
—Pero entonces, ¿cómo ha llegado el cuadro a tus manos?
—Qué más da. La historia oficial es más emocionante. Digna de una novela por entregas. Y
eso es lo que busca Kaplan.
Gabriel sacude la cabeza. Cada vez entiende menos. Roberto le está mostrando una confianza
desproporcionada, haciéndole cómplice de un secreto que no debería conocer. ¿Qué es todo esto
para él? ¿Un negocio o una diversión? Más allá del rendimiento económico que vaya a sacarle a
la maniobra, es obvio que está disfrutando. Como cuando de chaval contaba las historias que
consideraba que los demás querían escuchar.
«Me fío de ti», le ha dicho. Pero a Gabriel le cuesta creérselo. La lealtad de hace un montón
de años, entre dos críos, no puede servir de argumento para sellar un pacto entre dos adultos. Es
todo un truco. Mera palabrería de comerciante. Un buen chalán siempre guarda una oferta
especial para ti, solo por ser tú quien eres.
Y aun así la triquiñuela funciona. Porque a pesar de los pesares está dispuesto a entrar en el
juego.
No por ese desconocido que le observa acodado en la valla de madera con un chispazo
granuja en los ojos. Sino por el camarada de adolescencia. Por la amistad de las novelas. Contra
todo y contra todos.
Y entonces comprende. A Roberto le sucede lo mismo. No es del Gabriel Caron de treinta y
un años, que le observa con suspicacia y ha venido a pedirle ayuda esa mañana, de quien se fía.
Sería estúpido confiar así en un extraño. De quien se fía es de aquel que fue.
Pero esto no es un entretenimiento de adolescentes. Es la vida real. Y Gabriel tiene miedo de
acabar metiendo a Léon y, de rebote, a su hermana, en una situación aún más emponzoñada de la
que ya vive.
—Al menos, asegúrame que el cuadro no es robado.
Le ha salido de sopetón, harto de tanto aguantar sin hacerle preguntas sobre la fama que
arrastra.
Roberto se sacude el polvo de las perneras y se endereza el ala del sombrero:
—¿Quieres saber la verdad? —Le mira con calma y sonríe de nuevo, pero esta vez sin
dobleces. Su expresión es absolutamente franca—. No he robado ni una escoba en mi vida.
Y sin darle tiempo a considerar si está mintiendo o tomándole el pelo, cambia de tono
bruscamente, solemne:
—No tenemos mucho tiempo, Gabriel. Necesito que me digas si tu cuñado será capaz de
cumplir. Kaplan puede ser peligroso. Y hablamos de poner un negocio muy importante en las
manos de un hombre al que ni siquiera conozco. Eres tú quien debe juzgar si es la persona
adecuada. Y si, en caso de rechazar mi oferta, guardará silencio sobre lo que hemos tratado.
Gabriel respira hondo. Las risas de los niños alborotan a lo lejos, felices. En mitad de esa
mañana tan luminosa, la angustia nocturna del marido de su hermana le resulta lejana e
incongruente. Debe esforzarse para recordar lo real y apremiante que es. Para calcular si Léon se
atreverá a aceptar la oferta de Roberto y si será capaz de sacar adelante su papel.
—Hablaré con él —conviene, al final.
No las tiene todas consigo pero no ve otra salida. No va a presentarse ninguna otra
oportunidad de salvación. Léon tendrá que intentarlo.
De inmediato, siente un pellizco de culpabilidad. Porque, por mucho que formule
razonamientos para lavar su conciencia, en el fondo, desea que Léon acepte, y está dispuesto a
usar toda su fuerza de persuasión para convencerlo. A pesar de los riesgos y a pesar de todas sus
dudas. No por su cuñado, ni por su hermana, sino por él mismo. Porque no quiere quedarse fuera
de esa historia.
Después de años de calma chicha, de pronto siente como si hubiera levantado, tímidamente, la
esquinita de una de las revistas de viajes y aventuras que leía junto a Roberto en el granero de
sus padres, de adolescente.
Para descubrir que sus protagonistas le han estado guardando un huequecito entre ellos,
lealmente, durante todos estos años.
1921
Me basta con cerrar los ojos para revivir la algarabía de nuestro primer viaje a Deauville.
Roberto y yo nos pasamos casi todo el trayecto de pie, con la cabeza fuera de la ventanilla de
nuestro vagón de segunda, señalando cuanto nos llamaba la atención y gritándonos el uno al otro
contra el viento. Solo descansábamos para comprobar en el horario que mi tío César había
pedido en la estación de Lisieux los nombres de las poblaciones que atravesábamos: Fierville,
Manneville, Canapville, Bonneville, una cantinela que a nuestros oídos sonaba a peregrinaje
fantástico. Los demás viajeros sonreían, soportando nuestro alboroto con paciencia. No los
molestábamos mucho. Enseguida regresábamos a nuestra atalaya móvil, volcando todo nuestro
entusiasmo en saludar, agitando las manos, a los automóviles que circulaban paralelos a la vía
del tren.
No lográbamos imaginar de dónde salían tantos. Nada más sobrepasar uno ya teníamos a la
vista el siguiente. A algunos los adelantábamos hasta dos y tres veces, ya que aprovechaban
nuestras paradas en las estaciones para recuperar el terreno perdido, y entonces era como
reencontrarnos con viejos amigos. Los pasajeros nos devolvían el saludo, sacudiendo un pañuelo
o haciendo sonar el claxon, encantados de anunciarle al mundo que ellos también estaban de
vacaciones y, en los tramos en los que la carretera se pegaba a la vía, extendían los brazos hacia
nosotros hasta que casi lográbamos rozar sus manos con la punta de los dedos.
Era un día sin nubes. A medida que nos aproximábamos a Deauville el aire iba adquiriendo
una consistencia distinta, más densa, y, una vez pasado Pont-l’Évêque, el cielo empezó a
aclararse más y más, anunciando sin titubeos la cercanía del océano.
Yo no conocía el mar. Roberto sí, porque de niño su madre le había llevado más de una vez a
visitar a sus parientes de El Havre. Pero tampoco había estado nunca en la playa. Acostumbrados
a las corrientes rápidas y sin hondura de nuestros arroyos, no nos imaginábamos cómo sería un
baño marino. Solo nos habíamos alejado unos cuarenta kilómetros de casa y a ambos lados de las
vías brillaban los mismos pastos verdes que habíamos conocido toda la vida, pero teníamos la
sensación de estar penetrando en un mundo nuevo.
La aventura había comenzado el día anterior.
Poco después del mediodía habíamos subido las maletas a la calesa de uno de nuestros
vecinos para recorrer los catorce kilómetros que nos separaban de Lisieux. Allí nos habíamos
alojado en la pequeña pensión que había reservado mi tío y, tras pasar buena parte de la noche
cuchicheando de cama en cama, casi sin pegar ojo, nos habíamos plantado de buena mañana en
la estación de tren.
Los vagones venían ya casi llenos, atestados de gente fina de París que nos intimidaba un
poco. Pero en cuanto la locomotora se puso en marcha y empezó a correr, nos olvidamos por
completo de ellos.
Aquel viaje era un regalo que mi tío nos había prometido durante las últimas vacaciones de
Pascua. Teníamos diecisiete años. Ya era hora de que conociéramos un poco de mundo, decía.
Aunque mi padre se había enfadado tanto con la ocurrencia que habían acabado discutiendo en
voz alta, por la noche, cuando pensaban que los demás dormíamos. Según él, «esos sitios» no
eran más que ridículos teatros de vanidades donde nada se nos había perdido. Allí no había más
que juego, mujeres, viciosos desocupados y decadentes ricachones pavoneándose ante los
papanatas con ínfulas. Por muy saludables que fuesen los baños de mar, nada podía compensar la
influencia negativa de un entorno semejante. Pero nuestra insistencia, unida a los requerimientos
de mi madre, fue haciendo mella y, al final, terminó por rendirse.
Así que allí estábamos por fin, ese lunes de agosto, muertos de impaciencia, apresurándonos a
bajar las maletas de las redes aun antes de que el tren acabara de entrar en la estación.
Aquel había sido un año raro y moroso. Solitario. La presencia de Roberto había perdido ya el
encanto de la novedad para nuestros compañeros de escuela y, poco a poco, a lo largo del curso,
ambos nos habíamos ido aislando de ellos. Jugábamos juntos al fútbol, pero poco más. Fuera de
clase apenas los tratábamos. No habríamos sabido siquiera decir por qué. Las semanas y los
meses habían transcurrido a rastras, insoportablemente lentos. Pero solo en apariencia, porque
mientras nos engañaban con largas tardes de aburrimiento habían acabado por llevarnos, casi de
sopetón y sin que nos enteráramos, hasta el final del curso y el verano.
El último antes de empezar la vida adulta.
Yo había superado con brillantez los exámenes del diploma superior, que permitía empezar a
trabajar como enseñante sin tener que pasar por la Escuela Normal, y dos días antes de coger el
tren para Deauville había recibido una carta del ministerio informándome de mi destino como
auxiliar en una pequeña escuela al noroeste de Cambremer. Ser maestro no era mi vocación. Así
que mi intención era ahorrar algún dinero propio, trabajando durante uno o dos años, para
invertirlo en mi sueño de dedicarme a la fotografía. Roberto, por su lado, se había presentado a
las pruebas de acceso a la Escuela de Bellas Artes de El Havre y, con solo un puñado de clases
preparatorias, las había superado sin esfuerzo.
El alojamiento que teníamos reservado en Deauville estaba justo enfrente de la estación, en el
café hotel de l’Arrivée, donde mi tío, previsor, se había hecho con dos habitaciones ya en el mes
de marzo, antes de que mi padre diera el visto bueno a la excursión. Y podíamos dar gracias,
porque nada más salir del apeadero del tren, en pleno vestíbulo, nos encontramos un cartelón con
el escudo del Ayuntamiento que anunciaba a los recién llegados: NO QUEDAN HABITACIONES
LIBRES EN TODO DEAUVILLE.
El patrón de nuestro hotelito nos lo confirmó mientras nos ayudaba a instalarnos. En algunos
establecimientos estaban alquilando a los veraneantes incluso las camas de los trabajadores y,
para que los empleados durmieran, los restaurantes se convertían de madrugada en grandes
dormitorios comunes.
Roberto y yo nos aseamos a toda prisa. Nos vestimos con las chaquetas de lino claro que
había hecho confeccionar su madre y nos cubrimos con sendos sombreros de rafia. Junto a la
camisa de los días de fiesta y los pantalones y zapatos oscuros de pueblerinos endomingados, el
conjunto resultaba bastante incoherente, pero nosotros nos veíamos hechos unos señores.
Saltamos a la calle, impacientes.
Ni él ni yo estábamos preparados para el deslumbramiento que nos produjo aquel primer
paseo. Había tanto de lo que maravillarse que no dábamos abasto. Era un mundo cuya existencia
ni siquiera podíamos sospechar. Un continente nuevo y portentoso.
Los grandes hoteles, inmensos como castillos, frente a los que aguardaban relucientes las filas
de automóviles con insignias de Rolls-Royce e Hispano-Suiza cargados de maletas y sillas de
playa; las bandas de jazz que ocupaban las esquinas desde el mediodía hasta la madrugada; las
villas de verano con los balcones cargados de geranios, similares a nuestras granjas, con su
entramado de madera, pero mucho más elegantes, más alegres y relucientes, como si un hada las
hubiese tocado con su varita; las heladerías, con esos barquillos coronados por bolas de todos los
colores del arco iris; los barcos de pesca, que se mecían entre yates blancos de los que
descendían personajes vestidos con inmaculados jerséis de rayas azules y blancas; las sombras
fugitivas de los caballos galopando por la orilla; el aluvión de sombrillas multicolores, y los
hombres y mujeres vestidos de blanco que corrían detrás de las pelotas de tenis entre los aplausos
de unos espectadores circunspectos.
No recuerdo la impresión que me produjo ver el mar, pero sí nuestra algazara boquiabierta
ante todos aquellos veraneantes en albornoz, o en kimono, o con pañuelos anudados a la cabeza.
Nunca antes habíamos tratado con gente de otras razas. Y por los caminos de tablas de la playa
deambulaban mujeres de piel oscura envueltas en saris de azafrán y rubí, mulatos y negros con
sus instrumentos de música, escandinavos de pelo casi blanco y persas con elaborados atavíos de
seda y turbantes enjoyados. Nos emocionaban los fotógrafos, los vendedores de periódicos y los
pequineses gruñones que nos lanzaban ladridos de aviso desde los brazos de sus amas. Pero,
sobre todo, las mujeres.
Las dependientas de los almacenes Printemps que venían de París en verano para atender a la
exclusiva clientela y cruzaban la calle a la hora del almuerzo en un remolino de risas y faldas.
Las que conducían sus propios automóviles, con el cuello largo, el cabello corto y una seguridad
de dueñas del mundo en sus ademanes. Las que paseaban con un mantón español sobre los
hombros y el puño apoyado desafiante en la cadera, a la moda de aquel año. Las cabelleras
teñidas de rubio, las pieles doradas, los tobillos ágiles y las espaldas medio desnudas.
Incluso ahora, después de tantos años, entre toda esa apabullante confusión de miembros
esbeltos y risas solares, teces morenas y nucas altivas, tengo presente la silueta particular de
alguna de ellas: la de una rubia muy pálida que parecía vestida solo con una gasa transparente
pero que en realidad, comprobamos, llevaba una malla color carne debajo; la de una marquesa
que se hacía acompañar por cuatro lebreles; la de la americana que fumaba puros en la terraza de
la Potinière o la de la aviadora, llegada hasta Deauville en su aeroplano, que se paseaba vestida
de hombre por los bares, con su pantalón encerado y su gorro de astracán.
Para almorzar ese primer día, mi tío César decidió que hiciéramos un pícnic en la playa. En
las casetas municipales alquilamos una sombrilla rayada, sillas plegables, albornoces, sandalias y
trajes de baño. Recuerdo el arrebato de vergüenza al poner el pie fuera de la cabina, medio
desnudo y con la piel lechosa, aunque el atuendo de tirantes azul marino tampoco me hacía tan
mala estampa comparándome con mis compañeros. A Roberto, que estaba flaco, el suyo le
quedaba holgadísimo, y mi tío, que vestía su propio maillot, verde vivo, comprado en unos
grandes almacenes de París, lucía decididamente cómico, con el vientre redondo tan ajustado que
parecía una aceituna.
Entre risas, nos instalamos en las sillas. A poca distancia de nuestra caseta unos cuantos niños
jugaban a las carreras de bólidos montados en pequeños cabriolets a pedales y un auto oruga
cargado de bañistas subía desde la orilla hasta los vestuarios. El propio André Citroën, que se
hospedaba en la ciudad todos los años, era quien ponía aquellos vehículos a disposición de los
veraneantes.
Pero a pesar del calor, no había mucha gente en la playa. Mi tío nos dijo que era habitual.
Eran ya las tres de la tarde y, a partir de esa hora, quien no estaba en las carreras iba ya camino
del casino. En Deauville todo se hacía a toda velocidad: del aperitivo al tenis, del golf a la playa,
de los caballos al yacht club, de la mesa de bacarrá al tango.
No recuerdo tampoco nuestro primer baño de mar, quizá porque nuestras ansias de devorar
aquel mundo rutilante eran más grandes que el océano y más intensas que el placer del agua
fresca, pero sí del camino de vuelta al hotel, con el pelo mojado, riendo y empujándonos,
señalando todo aquello que nos llamaba la atención, convencidos de que el mundo era nuestro,
de que todos esos millonarios y estrafalarios aventureros que nos rodeaban eran insignificantes a
nuestro lado y de que la vida, por fin, iba a comenzar.
Yo había traído la cámara de fotos pero la había dejado en el hotel para que no la estropearan
el agua y la arena.
Sabia decisión. Porque para obtener fotografías que merezcan la pena es imprescindible
comprender lo que uno está viendo. Averiguar dónde se esconde su misterio. Por qué un gesto
cotidiano, unos niños jugando o un gato acurrucado junto al fuego poseen en ese momento algo
que nos emociona y que merece la pena conservar en un papel teñido de bromuro de plata que se
irá cuarteando con los años. Era algo que ya había descubierto por aquella época y que procuraba
aplicar a rajatabla. No podía permitirme desperdiciar película sin escoger antes con cuidado qué
era lo que merecía la pena fotografiar, y en el torbellino de nuestras primeras horas en Deauville
no solo era completamente incapaz de distinguir lo vulgar de lo extraordinario, sino que ignoraba
qué significado podía tener nada de nada.
Aquella noche, mi tío César nos invitó a cenar en el Ciro’s, un lujo inusitado que nosotros no
estábamos en condiciones de apreciar. Habíamos reservado a una hora muy temprana para lo que
se estilaba en Deauville, y aún no había anochecido cuando, a la salida, vimos una multitud que
se agolpaba a la puerta del casino y corrimos a unirnos a ella.
—¡Si no son más que mirones! Papanatas que vienen a aplaudir la llegada de los que acuden a
cenar —resoplaba mi tío, trotando detrás.
Pero a nosotros nos daba igual parecer unos pazguatos. No queríamos perdernos el
espectáculo. Y como nos resultaba imposible distinguir a los príncipes y potentados de aquellos
que acudían a Deauville a dilapidar en quince días cuanto habían ahorrado en un año, con tal de
hacerse ver, nos dejábamos guiar por los murmullos admirativos y las exclamaciones del resto
del público.
Los automóviles se detenían frente a la verja de entrada, uno tras otro, y sus pasajeros iban
descendiendo, unos presurosos y tímidos, otros sonrientes y desbordantes de aplomo. Algunos
incluso se detenían a posar delante de los espectadores. Brillaban el lamé y los diamantes, y las
perlas decoraban cuellos y muñecas. Dos mujeres, con los rostros cubiertos por antifaces de
encaje, bajaron juntas de un Rolls y cruzaron a la carrera, pero otra, con los pies desnudos y el
cabello teñido de polvo dorado, se detuvo a lanzar besos a la multitud. Vimos al sah de Persia y a
los príncipes de Grecia y, por dos veces, el gentío rompió en aplausos para celebrar la llegada,
primero, de la celebérrima Mistinguett y, después, del boxeador Carpentier, que acababa de
disputar el título mundial de los pesos pesados con una mano rota hacía solo unas semanas.
La llegada de un hombre de unos veinticinco años, moreno y esbelto, con un aire a Rodolfo
Valentino, que conducía su propio automóvil hizo vibrar a la multitud. El desconocido detuvo su
descapotable delante de la puerta del casino, abrió la portezuela, dio unos pasos entre los
espectadores estirándose las puntas de la levita del frac, sonrió... Y, de la manera más
incomprensible, regresó a su coche, lo puso en marcha y, doblando la esquina de la sala de juego,
desapareció de la vista del público sin entrar al casino.
Una mujercita regordeta que se había abierto paso a codazos hasta nuestro lado nos explicó el
enigma. Se trataba de un gigoló que aún no había redondeado su fortuna. Acababa de adquirir un
automóvil pero todavía no podía permitirse un chófer y no le quedaba más remedio que aparcar
por sí mismo el vehículo. De modo que todas las noches repetía la misma maniobra: detenía el
motor delante de la reunión popular, descendía, posaba unos instantes ante la concurrencia y
luego regresaba a bordo de su coche para estacionarlo detrás del edificio.
Es curioso. Deauville ha cambiado en estos catorce años. Ya no se producen aglomeraciones
de mirones a la entrada del casino. Entre los veraneantes hay más millonarios anónimos y menos
excéntricos. La concurrencia ya no ansía extasiarse ante el lujo y el derroche ajeno de la misma
manera que en los primeros años después de la Gran Guerra. Los tiempos son otros. Pero yo sigo
del mismo lado de la barrera, un espectador más de las centelleantes vidas ajenas, mientras que
Roberto se ha convertido en uno de ellos. Uno de esos a los que el público contempla
deslumbrado mientras murmura su nombre.
Aquella noche de agosto mi tío dio pronto por terminado el espectáculo y antes de las diez nos
acompañó de vuelta al hotel. Él tenía intención de pasar un rato por el casino, pero mi padre le
habría despellejado vivo si nos hubiese llevado con él. Además, no teníamos ropa apropiada.
Roberto y yo nos arrojamos sobre las camas, medio vestidos. Por la ventana abierta se
escuchaban las notas de un charlestón. Yo estaba tan excitado que no pensaba que pudiera parar
de hablar hasta la madrugada. Pero el cansancio debió de derrotarme sin que me diera cuenta,
porque cuando me desperté con un escalofrío y buscando la sábana me fijé en que aún llevaba el
pantalón de vestir puesto. Se oía música a lo lejos y el cielo estaba igual de negro.
Me aovillé sobre un costado y me volví a quedar dormido para que el día siguiente llegara lo
antes posible.
Cuando nos despertamos, mi tío, que se había recogido de madrugada, seguía durmiendo. En la
recepción nos había dejado un par de billetes y una nota dándonos cita después de comer para ir
a las carreras, pero la mañana era nuestra.
Esta vez sí, cargué con la cámara de fotos y salimos a la calle sin rumbo fijo. Los
trasnochadores aún no habían amanecido y la ciudad estaba en calma. Ojeamos varias terrazas,
pensando en sentarnos a desayunar. Los camareros peripuestos nos intimidaban pero, finalmente,
nos decidimos por el Café du Siècle, que estaba en una plaza redonda, con una fuente en medio,
y era un buen puesto de observación para ver pasar a las mujeres que tanto nos habían
deslumbrado el día anterior.
A aquellas horas, la mayoría eran lugareñas que iban y venían del mercado. También había
criaditas de postín, con cofia y falda oscura, y empleadas de los comercios de lujo realizando
recados. Pero a medida que avanzaba la mañana empezaron a aparecer las ciclistas y las
jugadoras de golf y tenis con sus faldas cortas, sin enaguas, los brazos al aire, el pelo recogido
con diademas anchas y unos ademanes tan seguros y desenvueltos como si fueran muchachos.
Cuando una rubita con el pelo rizado pasó taconeando a nuestro lado, ambos nos convencimos
de que nos había lanzado una mirada de reojo. Nos levantamos casi de un salto y nos animamos
a seguirla a una distancia prudencial, entre risitas. Hasta que desapareció en el interior de una
pastelería tan elegante, con sus cajitas de colores y sus dulces minúsculos, que al primer vistazo
pensamos que se trataba de una joyería.
No nos atrevimos a entrar y nos quedamos parados en la acera con las manos en los bolsillos.
Justo al lado había una tienda de porcelanas. Me puse a mirar el escaparate, por disimular. Y
entonces la vi, y la rubita de pelo rizado se borró por completo de mi mente.
Iba ataviada con un vestido de gasa y plumas rosas. Ligera y esbelta, revoloteaba por el
establecimiento acariciando jarrones y juegos de té frágiles y luminosos, adornados con pájaros
de colores, ramitas delicadas y flores, rozándolos apenas, como un ave más, envuelta en
muselina. Tenía el pelo oscuro y los ojos claros, pintados con lápiz negro, vivos y alertas como
los de un pinzón. Con sus piernas largas y sus dedos veloces recorría la exposición de un
extremo a otro, pero su rapidez resultaba singularmente natural, sin pizca de precipitación.
De repente, se detuvo frente a mí y nuestros ojos se cruzaron. Ella inclinó la cabeza con un
gesto delicado de curiosidad, y yo, asustado, pegué un bote hacia atrás. Solo me dio tiempo a
verla sonreír un instante antes de que se diera media vuelta, revoloteando otra vez, pero el
corazón casi se me sale del pecho.
Le di un codazo a Roberto, que me comprendió enseguida y, armándonos de valor, nos
animamos a entrar en la tienda. Las dos impecables dependientas, flacas como lanzas y vestidas
de puntilla blanca, nos impresionaban casi más que la hermosa desconocida. Pero las guerras no
se ganan permaneciendo en la trinchera.
Habría quizá media docena de clientes. En un rincón, un matrimonio de mediana edad, con
aspecto pueblerino, trataba de escoger un juego de tazas. Un par de veces el hombre intentó
preguntar algo a las vendedoras, con timidez, pero ellas los ignoraban a conciencia, nariz en alto,
como si fueran invisibles, mientras se deshacían en amabilidad con la concurrencia elegante. La
pareja aceptaba el humillante trato con resignación. Roberto y yo nos miramos, abochornados,
pero sin atrevernos a hablar.
Entonces, la chica de rosa detuvo su vuelo, justo al lado de los dos aldeanos. Entre las manos
llevaba un jarrón blanco con las asas en forma de lira. Lanzó una ojeada a las dependientas, otra
al matrimonio y, con una voz suave un tanto ronca que me causó una deliciosa sorpresa, anunció:
—Aguarden. Ya verán como ahora sí hacen caso.
Y sin más, abrió los dedos y dejó escapar las asas doradas. El florero se deslizó hasta el suelo
y estalló en mil pedazos. Las dependientas alzaron la cabeza de inmediato. Roberto y yo
estábamos pasmados. El matrimonio la miraba espantado. Y ella solo sonreía, mirando a las
vendedoras con expresión de no haber roto un plato:
—Disculpen, pero estos señores llevan un buen rato reclamando su atención. Creo que están
interesados por el precio de un juego de té.
Las dos arpías se miraban la una a la otra, confusas. Si en un primer momento habían pensado
que se trataba de un accidente ya no lo tenían tan claro. La que atendía el mostrador se acercó en
tres zancadas:
—Señorita, permítame, ¿se le ha caído esta pieza al suelo sin querer?
—¿Qué pieza?
—¿Qué pieza? ¡El jarrón vienés que acaba de hacerse añicos!
—Ah, esto... —La chica pájaro lanzó una ojeada a los pedazos de porcelana que yacían a sus
pies y, sacudiendo su plumaje rosa, señaló a la segunda empleada, que permanecía encaramada a
un taburete a un par de metros de ella, y volvió a sonreír—. Se le ha caído a su compañera. Creo
que le ha dado con el codo sin darse cuenta.
Dudo que alguna vez olvide la mueca de espanto de la mujer, que casi se cae de la banqueta,
balbuceando protestas; los tartamudeos de la otra dependienta, repitiendo indignada que el jarrón
era un diseño exclusivo y costaba una cantidad absurda que ellas no iban a pagar; al resto de la
clientela, desconcertada; y al matrimonio de campesinos, mudo y buscando una salida.
Finalmente, una de las vendedoras corrió a la puerta a llamar a la policía y en nada apareció un
agente uniformado, arrastrando los pies.
Las dos empleadas se plantaron frente a él con gesto afianzado, explicando a coro que una
clienta había roto un jarrón carísimo y se negaba a pagar. La más alta nos apuntó con el dedo:
—¡Esos dos jóvenes lo han visto todo!
El policía nos encaró con los brazos en jarras:
—Bien, caballeros, ¿quién ha roto el dichoso florero?
No había opción. Debíamos ser honestos. Así que me encogí de hombros y señalé a una de las
dos vendedoras:
—Ha sido esta señorita. Estaba subida a una banqueta y sin querer ha tirado el jarrón.
Miré de reojo y vi a Roberto asentir al vuelo:
—Exactamente. Eso es lo que ha pasado.
¿Cómo olvidar nuestra gloriosa carcajada de alivio cuando salimos de la tienda los tres de un
salto y echamos a correr? A mitad de la calle la chica pájaro se detuvo a sacarle la lengua a las
dependientas, que nos observaban desde la puerta, y nosotros la imitamos, uno a cada lado. Qué
maravillosa me parecía; su risa, las pecas que se le amontonaban sobre la nariz, y esos ojos
grises, y las pestañas negras, y las plumas rosas de su vestido aleteando con la carrera.
—Les está bien empleado, por brujas —sentenció, cuando por fin nos detuvimos, a salvo,
cerca ya de las pistas de tenis.
Calculé a toda velocidad cuánto dinero nos quedaba y propuse invitar a un helado para
celebrar nuestra victoria.
Caminamos hasta un puesto ambulante. Roberto casi no abría la boca. Seguía siendo tímido
con las chicas, igual que en Cambremer, cosa que a mí me parecía genial, porque me daba
ventaja.
Nos sentamos en un banco a ver pasar a la gente mientras nos tomábamos el helado. No me
acuerdo de qué hablamos. Sé que ella nos contó que se llamaba Anna, que tenía dieciocho años y
que vivía en París. También nos dijo que estaba alojada en una villa del camino de Honfleur y
que le gustaban el helado de cerezas, la música de tango y las historias de fantasmas. No
recuerdo más. Solo que tenía las pestañas interminables, que sus rizos oscuros olían a lilas, que
el pecho pequeño se le llenaba al reír y que sus brazos carnosos, que se movían como alas, a
veces rozaban las mangas de mi chaqueta produciéndome escalofríos, como si estuviéramos piel
con piel.
Era evidente que Anna pertenecía no solo a una clase social más elevada que la nuestra, sino a
ese otro mundo que habitaba Deauville. El de los hombres insolentes vestidos con trajes
impecables y las mujeres etéreas e inalcanzables; ese mundo fantástico del que los veraneantes
comunes no éramos más que simples espectadores. Por eso me dio un poco de vergüenza cuando
Roberto le contó que nos alojábamos en un hotelito modesto frente a la estación y, para
impresionarla, le propuse que posara para mí, dándomelas de fotógrafo profesional.
Estuvimos un rato haciéndonos retratos y gasté feliz más de medio rollo. Ella parecía
divertirse, pero era evidente que estaba acostumbrada a la cámara, así que decidí que hacía falta
más para deslumbrarla:
—La pena es que no tengamos lápiz y papel. Roberto es un dibujante increíble, podría
retratarla a usted aún con más fidelidad que una foto.
Ella frunció los labios, mostrando un interés sincero y, sin más, revoloteó hasta una terraza
cercana y en un santiamén regresó con una libreta de tomar comandas y un lápiz roído:
—¿Esto valdrá?
Roberto asintió, sin abrir el pico. La miró fijamente un instante y, como si eso le hubiera
bastado para aprendérsela de memoria, apoyó la libreta sobre una rodilla, agachó la cabeza y
comenzó a dibujar, con el gesto fácil y automático de costumbre.
En unos minutos había terminado. Examinó el resultado, se encogió de hombros para darle el
visto bueno y nos lo enseñó.
Ceñido al espacio limitado de la libreta, el retrato no medía más que unos pocos centímetros,
pero era una pequeña obra maestra. Esas cejas largas y esos labios carnosos no eran rasgos
genéricos que pudieran pertenecer a cualquier chica bonita con un peinado de moda. El dibujo
daba la impresión de algo ligero y volátil, con el cabello dibujado de tal modo que parecía
compuesto de pequeñas plumas pero, al mismo tiempo, los trazos veloces resultaban
extrañamente íntimos, ya fuera por la profundidad de la mirada de Anna, cuya melancolía me
había pasado desapercibida hasta ese momento, o por la dulzura juguetona de su sonrisa.
Cogió la hoja que Roberto le tendía, deslumbrada:
—Soy yo. Soy yo de verdad.
Apretó el dibujo contra su pecho y se quedó mirándole a los ojos, y él la miró a su vez, y,
durante un instante, me hicieron sentir como un intruso.
Poco después nos despedimos. Ella tenía un coche con chófer aguardando y nosotros nos
fuimos a comer algo antes de reunirnos con mi tío para ir a las carreras.
Prometimos vernos allí.
No sospechábamos que no sería posible. Ni Roberto ni yo teníamos ropa adecuada para entrar
en el recinto de peso, el de más postín del hipódromo, así que mi tío había comprado entradas
para la zona de pelouse, en el centro de la pista. De lejos, nos resignamos a espiar a través de los
prismáticos que nos íbamos pasando el uno al otro a los opulentos habitantes de las tribunas,
relegados una vez más al papel de testigos boquiabiertos del misterioso esplendor ajeno.
Lo que más lamentábamos era que desde nuestra posición no quedaran a la vista el paddock ni
el recinto de peso, lugares de todas las extravagancias, según el tío César. El año anterior, una
espectadora se había presentado en palanquín, recostada sobre un montón de cojines de seda, y
otra se había hecho escoltar por un negrito en librea que sostenía su sombrilla. Pero todas habían
quedado eclipsadas por la maharaní de Kapurtala, que en realidad era una cupletista española de
la que el príncipe indio se había enamorado en un teatro de Madrid y había hecho acto de
presencia montada ni más ni menos que en un elefante blanco.
Aun así, fue una tarde fantástica. Roberto estaba extasiado con el centelleo raudo de las
chaquetillas de colores de los jockeys, sus miradas serias, que atravesaban a la multitud sin verla,
los cuerpos de hombres y animales estirándose para alcanzar la meta, el temblor del suelo, y el
fuego de las miradas y los ollares dilatados de los caballos. A mí me fascinaba la pasión de los
espectadores, el rugido de la multitud espoleando a los participantes cuando se acercaban a la
meta y, sobre todo, el frenesí que se apoderaba de las elegantes tribunas. Impecables caballeros
con chistera y monóculo, damas de impoluta apariencia emparentadas con monarcas, hombres
acostumbrados a mover los hilos de la política europea o a invertir millones en la bolsa sin un
titubeo, volcados de emoción, con las manos agarrotadas en torno a unos gemelos o a una
barandilla, empujando con el aliento a sus favoritos.
Mi tío me puso una mano en el hombro:
—Es todo un espectáculo, ¿verdad? —Señaló con un gesto a la tribuna—. Eso es lo bueno de
estar de este lado. Que podemos disfrutarlo. Los que forman parte de él no pueden verlo. Y lo
mismo os ocurrirá a vosotros si un día os sentáis entre ellos. Así que aprovechad.
Roberto, que estaba garabateando la silueta de un jockey en la esquina de su programa de
carreras, alzó la cabeza y se quedó mirando a mí tío como si hubiese escuchado un presagio
funesto, pero yo no entendía qué desventaja podía tener formar parte del mundo de los
privilegiados. Además, terminadas las carreras del día, solo quería que nos apresurásemos para
intentar cruzarnos con Anna en la puerta de salida.
No hubo suerte. Pero de vuelta al hotel tuve que reconocer que Roberto había hecho bien en
confesarle dónde nos alojábamos, porque en la recepción nos aguardaba una nota:
A mis queridos caballeros de Cambremer:
Si esta noche no tienen otro compromiso, un coche los aguardará a las nueve y media en la puerta de su hotel para
conducirlos cerca de Honfleur. No deben preocuparse por el vestuario. A partir de la medianoche, nadie será quien es.

Corrimos a contárselo al tío César, rogamos, prometimos y, al final, obtuvimos permiso para
ir no sabíamos ni a qué ni a dónde exactamente. Pero el aire novelesco de la invitación nos
encandilaba. A las nueve y cuarto ya estábamos en la puerta del hotel, peinados y vestidos con lo
que consideramos nuestras mejores galas. A pesar de lo que decía la invitación, nos preocupaba
dar mala imagen. Desde un bar cercano se escuchaban unas notas de tango y nos costaba no
bailotear de impaciencia.
El coche llegó puntualísimo. El chófer bajó a abrirnos la portezuela y nos acomodamos en los
asientos traseros, tratando de aparentar la soltura propia de dos hombres de mundo.
Arrancamos y, tras atravesar el puente, cruzamos Trouville y nos adentramos en una carretera
oscura que oscilaba arriba y abajo sobre los acantilados. Terminaba de caer la noche. El paisaje
estaba salpicado de villas y palacetes ajardinados y, a través de las ventanillas bajadas,
respirábamos a pleno pulmón el verdor lustroso del verano.
Al cabo de una media hora, el vehículo penetró en un camino de tierra que descendía hacia la
costa, atravesó una verja iluminada por una multitud de farolillos incandescentes y se detuvo
frente a un edificio a medio camino entre una granja normanda y una villa de recreo, con las
ventanas inundadas de candilejas encendidas. Una sombra se adelantó a recibirnos, y Roberto y
yo nos miramos.
Vestía una larga túnica que le llegaba hasta los pies. Se apoyaba en un cayado de madera e iba
tocado con un altísimo sombrero cónico, como los de los hechiceros de los cuentos. La barba
blanca y larguísima le llegaba hasta la cintura, pero su voz era joven y despierta, y su paso,
seguro:
—Bienvenidos, señores, los estaba aguardando. El resto de los invitados se encuentran ya en
los pabellones de la playa. Por favor, síganme.
El interior del edificio estaba iluminado del mismo modo que la fachada. No había luz
eléctrica, solo una miríada de candelas suspendidas de las paredes, a cuyo fulgor comprendimos
que nuestro anfitrión debía tener poco más de nuestra edad. La barba era postiza y las arrugas
que marcaban su rostro, producto del maquillaje.
Abrió una puerta a nuestra izquierda y nos invitó a pasar a un salón. Los muebles estaban
arrinconados y el centro de la estancia lo ocupaban varias barras de metal con perchas y multitud
de trajes colgados, de las telas y colores más vistosos.
—Veamos, para vos —anunció el mago, afectando un lenguaje anticuado mientras trasteaba
entre las ropas—, ¿qué os parece convertiros esta noche en Simbad el Marino?
Sin esperar respuesta me puso en los brazos un montón de sedas de colores: un pantalón
bombacho de color escarlata, un fajín y un chaleco bordados, unas babuchas y un turbante.
—Y vos —decretó, entregándole a Roberto un extraño traje de pelo gris—, no os negaréis a
transformaros en lobo feroz, ¿verdad? Sería inconcebible que no tuviéramos un lobo feroz.
Todos me han puesto excusas por culpa de las orejas, pero si las aplastamos un poco bajo la
capucha del dominó y luego la sujetamos con imperdibles...
Roberto y yo nos dejábamos hacer, aturdidos. Nos embutimos en los disfraces a trompicones
mientras el impaciente Merlín descolgaba de otro perchero sendas máscaras blancas, dos
sombreros de tres picos y un par de amplias capas negras con las que debíamos cubrirnos por
completo una vez vestidos, como personajes del carnaval de Venecia.
Una vez satisfecho, y después de comprobar que las orejas de lobo de Roberto quedaban bien
escondidas bajo el dominó negro, nos sacó de la casa por una puerta lateral y nos indicó un
camino de tierra y una escalerilla que bajaba hasta la playa.
No había más que una franja de luna, pero una docena de barcas ancladas cerca de la orilla
mecían un centenar de fanales de colores, y los arbustos que crecían en las paredes del acantilado
resplandecían con guirnaldas de luz. Abajo, en la arena, se alzaba una especie de jaima moruna,
rodeada de pequeños pabellones con remates cónicos. El conjunto recordaba al campamento de
un ejército medieval, pero las lonas, teñidas de tonos vibrantes y alegres, resultaban más propias
de un cuento infantil y, entre las tiendas, no deambulaban guerreros en armadura sino decenas de
enmascarados cubiertos con dominós blancos o negros iguales a los nuestros.
Si Anna se ocultaba tras alguno de los antifaces, era imposible reconocerla.
Descendimos la escalerilla y nos adentramos en aquel escenario de fantasía, hipnotizados. Un
quinteto de cuerda interpretaba minués o zarabandas, o a saber qué otra música antigua, y un
puñado de máscaras danzaba sobre la arena, imitando gestos de otras épocas entre risas. Ni
siquiera se distinguía a los hombres de las mujeres sin escuchar su voz. Las máscaras venecianas
se ensanchaban en la parte baja del rostro, para permitir comer y beber, pero aun así lo ocultaban
completamente a la vista, y las capas amplísimas cubrían la forma del cuerpo.
Tras unos momentos de duda, Roberto y yo decidimos sumergirnos en aquel ensueño. Había
mesas con viandas en todas las tiendas. Las risas que se escapaban de las caretas provenían de
gargantas jóvenes. Todo era alegría, música y malentendidos bienhumorados, y, al cabo de un
rato, perdimos la timidez y nos dejamos llevar.
Habría pasado quizá hora y media cuando el mago de la barba blanca reapareció en lo alto de
la escalera, invitándonos a todos a que entráramos en la tienda principal y tomáramos asiento en
las largas mesas corridas. Tras él descendieron varios bufones cargados con tartas y pasteles de
fantasía decorados con bengalas. Y entonces dieron las doce en un gran reloj de péndulo. El
encantador agitó su cayado y nos ordenó a todos los asistentes que nos desprendiéramos de las
máscaras.
Fue cuando descubrimos que todos íbamos vestidos de personajes de cuento. Brujas y hadas,
duendes, ranas con corona, gatos con botas y caperuzas rojas. Genios y muñecos de madera,
soldaditos de plomo, bailarinas y sirenas. Era un carnaval fantástico e inesperado. Aplaudimos,
maravillados, y cuando alcé la vista hacia una mesa un poco más pequeña que las demás, situada
sobre un estrado, vi ponerse en pie a un príncipe azul y a una princesa con melena de oro,
ruborizados y felices, que se besaron tímidamente, acunados por el regocijo general. Él debía
llegar apenas a los veinte años, y ella tendría poco más de nuestra edad.
A su lado, envuelta en el plumaje del pájaro azul del cuento de la princesa Florina, estaba
Anna, que contemplaba al joven príncipe con adoración. Se parecían tanto que no me cupo duda
de que eran hermanos. Igual que los dos adolescentes que se sentaban al otro lado de la mesa
guardaban un evidente parecido familiar con la princesa de cabellos rubios. Ahora que nadie
llevaba máscaras, vi que todos los invitados eran muy jóvenes. Los mayores debían de sacarnos
apenas tres o cuatro años.
Entre todos, dimos cuenta rápidamente de las tartas y el champán. Unos maestros de
ceremonias vestidos de trovadores organizaban danzas y juegos. Pero cuando íbamos a unirnos a
ellos, un revoloteo cercano me provocó un escalofrío. Anna estaba a nuestro lado:
—¡Cómo me alegra que hayáis venido!
Llevaba dos alas azules pintadas, a modo de máscara, que le hacían la mirada casi
transparente, y nos tuteaba como si fuéramos amigos de toda la vida. Mientras nos acompañaba a
buscar unos sorbetes helados nos contó que había organizado aquella fiesta en honor a su
hermano y a la princesa dorada, su prometida, una muchacha argentina, hija de una familia de
hacendados. Se casaban en dos semanas y se marchaban a vivir a La Pampa, y ella había querido
que su despedida fuera inolvidable.
Nos instalamos los tres juntos en un banco, sobre la arena de la playa. La mención de la
pampa argentina, con sus ecos de aventura, era un soplo de aliento al corazón de mis sueños que
lo hacía todo aún más fantástico y la noche todavía más hermosa.
Del resto de la fiesta tengo un recuerdo confuso. Sé que hablamos largo rato, de todo y de
nada, de nuestras esperanzas y nuestros miedos. También que estuve bailando con un hadita de
risa suave y nariz respingona. Y que, avanzada la noche, justo antes de los fuegos artificiales,
quise volver a buscar a Anna y sentí un rasguño de celos cuando la distinguí cerca de la orilla,
paseando a solas con Roberto.
Pero me sentía lleno de benevolencia y no me importó demasiado. Supongo que el champán
tenía parte de culpa. Pero, sobre todo, influía la certeza de que estábamos viviendo un sueño
fugaz e irrepetible que acabaría en cuanto amaneciera. Sentía que el hechizo era
extraordinariamente frágil. Que había que moverse con mimo para no rasgar la urdimbre de
aquella tela mágica.
Y no estaba dispuesto a desperdiciar ni una gota de felicidad.
Regresamos al hotel casi de madrugada, en el mismo automóvil que a la ida, agotados y
somnolientos, con la cabeza en las nubes y los ojos llenos de estrellas, y dormimos hasta bien
pasado el mediodía.
Mi primera impresión al abrir los ojos fue que habíamos despertado en un mundo de algodón
en el que todo ocurría más despacio y los sonidos llegaban atenuados. Fuera estaba nublado y
chispeaba un poco.
El tío César nos hizo prometer durante el almuerzo que mi padre, que como buen maestro
educado en las escuelas de la Tercera República abominaba del alcohol, no sabría nunca que
habíamos pasado la noche bebiendo. Luego, nos dejó solos. A última hora de la tarde cogíamos
el tren de vuelta a Lisieux, y él había quedado para tomar café con unos viejos conocidos.
Nosotros preferimos despedirnos de la playa.
Nos sentamos en la arena solitaria. Casi todo el mundo estaba en el hipódromo a esa hora, y
además no hacía tiempo de baño. Antes de salir, habíamos dejado una nota de agradecimiento
para Anna en la recepción, junto a todo lo que nos quedaba en los bolsillos a modo de propina,
para que trataran de hacérsela llegar.
No pudimos proporcionar más que unos pocos datos vagos. Ni teníamos su dirección ni
estábamos seguros de su apellido, así que quizá no lograran encontrarla. Lo más probable era que
no volviésemos a vernos nunca. Era lo razonable. No éramos habitantes del mismo mundo. Y,
sin embargo, yo me la imaginaba asomada a la ventana de su villa, iluminada por cientos de
candelas, contemplando el acantilado y pensando en mí igual que yo pensaba en ella.
Mientras las gotas de agua de mar que el viento levantaba nos salpicaban el rostro, urdimos
mil y una combinaciones para volver a verla; algunas realistas, otras decididamente fantásticas.
Nos veíamos disfrutando de una sucesión interminable de noches encantadas y nada nos parecía
inalcanzable. Teníamos talento, energía y una vida entera por delante.
Finalmente, nos pusimos en pie, con los zapatos en la mano.
—Te echo una carrera hasta el casino —propuso Roberto.
A él también se le escapaba el ímpetu por todos los poros de la piel.
Echamos a correr por la orilla. Nuestros pies descalzos se hundían en la arena, el agua gris nos
mojaba la ropa y el viento nos azotaba el pelo y nos quemaba los pulmones. Reíamos y
gritábamos, aguijoneándonos el uno al otro con una felicidad salvaje que, sin embargo, ya
contenía en su turbulencia una premonición: nada de lo que soñábamos podría ser nunca mejor
que aquel momento en que todas las posibilidades del universo se abrían ante nosotros y nuestra
desenfrenada carrera.
Ni Roberto ni yo podíamos sospechar que aquellos breves días acabarían siendo un lastre con
el que tendríamos que cargar el resto de nuestras vidas. Que la memoria de esas jornadas de
verano y de nuestra amistad adolescente se convertiría en la escala con la que mediríamos todos
los sueños y las alegrías futuras. Que aunque pasaran los años y las responsabilidades, los
amores carnales, los éxitos y los fracasos de la edad adulta lo arrinconaran, el recuerdo de esas
horas permanecería siempre agazapado en nuestros corazones, aguardando, traicionero, para
susurrarnos al oído, en el momento más insospechado, que nada, jamás, volvería a estar a su
altura.
Verano de 1935
Los zapatos de raso plateado no le llegan al suelo. Como si fuera otra vez una niña pequeña.
Pero no es ella, es la cama. Es más alta de lo normal. Igual que aquella en la que se despertaba
las mañanas de verano de hace nueve años, en esa misma casa.
Tal vez sea incluso la misma habitación. Tiene un balcón de piedra blanca parecido al que
Clara recuerda, y por la mañana se debe ver el mar, aunque antes le ha pedido a su madre que
la dejara asomarse y a lo lejos no había más que negrura sin luna ni estrellas. La casa del
doctor Vidal está escorada de tal modo que solo se divisa el océano oscuro, no la línea de la
costa. Y tan arriba en la colina que tampoco llega el rumor de la ciudad. Solo las voces de los
dos hombres que siguen circundando el jardín con sus linternas y el bisbiseo de las
conversaciones de la planta baja que se cuelan por las ventanas sin cerrar.
—Clara, cariño, este señor quiere hacerte unas preguntas. Solo va a ser un momento y luego
nos vamos todos a casa a dormir, ¿vale?
Su padre está arrodillado frente a ella. Clara asiente.
Está cansada y muy asustada. Aunque hace un rato no ha querido que la llevaran a casa. Se
negó a irse, agarrándose con las uñas al vestido de gasa de su madre, refugiándose contra ella.
La esposa del doctor Vidal sugirió entonces que la acostaran en uno de los cuartos de
invitados y que su madre se quedara con ella para que estuviera tranquila. Pero tampoco quiso.
Se sentó en un rincón del canapé, estrechando un cojín contra el pecho, resistiéndose a todos los
intentos por convencerla, hasta que escuchó la voz del jefe de su padre, que murmuraba sin
apenas bajar el tono, como hacen a veces los adultos cuando hay niños delante, pensando quizá
que son sordos:
—Déjela, Castel. A lo mejor no es mala idea. Seguramente la policía querrá hablar con la
niña. Al fin y al cabo es ella quien ha encontrado el cuerpo.
Así que se quedó en su esquina, abrazada al almohadón, observando. Los esmóquines
blancos y negros de los hombres y los vestidos de colores ligeros de las mujeres erraban de un
lado a otro del salón en una danza destartalada, trabándose unos con otros, entrecruzándose y
separándose al ritmo de los murmullos, los suspiros y las especulaciones.
El cuerpo yacía en el jardín.
El primer impulso de quienes la habían seguido fuera después de su voz de alarma había sido
tratar de alzarlo. Pero el doctor Vidal, agachándose, había puesto dos dedos sobre el cuello de
Roberto Montenegro, decretando que no había nada que hacer. Estaba muerto. Una voz
cargada de autoridad que Clara no identificaba había advertido entonces:
—Que nadie toque nada. Hay que avisar a la policía.
Y allí se había quedado el cuerpo, solo y abandonado, bajo la vigilancia de dos criados
temerosos.
Ahora, sentada en el borde de la cama, Clara observa al hombre que aguarda de pie, unos
pasos detrás de su padre, con el sombrero entre las manos. Su semblante es amable pero no se
fía. No es la primera vez que lo ve. Es uno de los dos policías que se acercaron a hablar en voz
baja con Roberto el domingo pasado, en las carreras. Y, aunque sonríe, antes, en el salón, la ha
mirado con una intensidad que la ha sobrecogido.
Tanto, que le ha dado miedo y ha sido cuando por fin ha dicho:
—Mamá, creo que ahora sí que me quiero ir.
Pero el policía le ha dicho algo al oído a su padre y, en vez de acompañarla a casa, la han
subido a esa habitación donde lleva ya un rato largo, sin ganas de dormir y atenta a las voces
que se cuelan por el balcón desde la planta de abajo.
Los invitados repiten lo mismo, una y otra vez.
Nadie ha oído nada, nadie ha visto nada. Roberto Montenegro estaba con ellos, en el salón,
tomando un cóctel. Luego se ha excusado unos instantes y al cabo de un rato la niña ha
aparecido, pálida, en el umbral, pidiéndole a su madre que saliera al jardín. Ella es la que ha
encontrado el cadáver.
¿Estarán diciendo todos la verdad? Clara ha leído unas cuantas novelas de Agatha Christie y
no puede evitar preguntarse si alguno de los invitados estará mintiendo o tendrá algo que
ocultar.
¿Cómo saber si son todos inocentes? Quizá alguno haya abandonado la casa en algún
momento sin que nadie se fijara. ¿Y si uno de ellos es el asesino?
Aunque en el salón escuchó al policía hablar con el doctor Vidal y decirle que todo apuntaba
a que alguien había escalado el muro del jardín desde la calle. Uno de los parterres próximos al
cercado estaba pisoteado y había restos de huellas que conducían hasta el lugar donde se
hallaba el cuerpo. Parecían pertenecer a un solo hombre.
—Han observado las señales del cuello, supongo —preguntó el médico.
—Desde luego.
—Parece evidente que la causa de la muerte ha sido el estrangulamiento. El doctor Castel
está de acuerdo conmigo. —Vidal señaló con la cabeza a su padre y luego clavó otra vez la
mirada en la del policía, sagaz—. Si el asesino ha sido uno solo, debe tratarse de alguien fuerte
y entrenado para haber actuado tan rápido y de un modo tan silencioso. Seguramente haya
atacado por sorpresa, o un hombre joven y en forma como el señor Montenegro habría ofrecido
resistencia. Alguien los habría oído luchar.
A Clara le pareció que el policía amable y cortés ya no tenía tanta cara de amabilidad.
Incluso gruñó un poco, con la boca arrugada, antes de contestar. Normal. A los policías y a los
detectives les gustaba ser ellos los que dedujeran cómo se habían producido los asesinatos.
Seguro que odiaban que viniera un listillo a darles lecciones.
Pero como el doctor Vidal es tan rico y tan importante, no le dijo nada. Solo mantuvo el
hocico torcido:
—Es posible que sea como usted dice, doctor, aún no sabemos gran cosa. Lo mejor es ser
discretos de momento.
—Desde luego. Yo soy el primer interesado en evitar el escándalo. Una desgracia así, en mi
casa... Habrá comprobado que nadie ha tocado el cuerpo antes de su llegada. He dado órdenes
precisas —señaló el doctor Vidal con un retintín de orgullo.
Su mujer intervino también:
—Díganos, por favor, ¿han encontrado sus hombres algo de interés?
El policía arrugó las cejas. A Clara le pareció el mismo gesto que ponían las maestras de su
colegio cuando ella hacía alguna de las preguntas que entraban en la categoría de «pamplinas
de la señorita Castel», pero a diferencia de sus enseñantes, él se encogió de hombros y optó por
contestar:
—Nada fuera de lo normal. La cartera, una pitillera de plata. Ah, sí, disculpen, y un detalle
curioso. En la muñeca derecha el difunto lleva una pulsera de cuentas de colores que parece un
abalorio infantil. No sabrá ninguno de ustedes, por casualidad, si tenía algún significado...
—Es cierto, yo me fijé —respondió una mujer morena y guapa, con un vestido de tirantes de
color celeste que había permanecido sentada en un sillón con expresión de sofoco todo el tiempo
—. Cuando me tendió la mano para saludarme. Me llamó la atención pero no me atreví a
preguntar. Era un hombre con tantos secretos...
Como si la mujer de azul hubiera dado la señal que todos esperaban, el silencio tenso de los
invitados frente al policía se rompió de golpe. Se reanudaron los cuchicheos excitados: un
hombre joven y pálido repitió por cuarta o quinta vez, con acento de incredulidad, que Roberto
Montenegro le había invitado a almorzar al día siguiente. Daba la impresión de que le parecía
inverosímil que a uno lo asesinaran cuando tenía una cita pendiente.
Ya nadie parecía asustado. Todos se regodeaban en la conmoción, preguntándose sobre lo
que diría la prensa al día siguiente y cuál sería el enigma que encerraba la pulsera de cuentas
que Montenegro llevaba en la muñeca. ¿Tendría que ver con su muerte? ¿Y qué hacía rondando
solo en el jardín a esas horas a escondidas de todos? ¿Con quién se habría citado? Ese hombre
nunca había sido trigo limpio. De cualquier forma, qué horror, un asesino, tan cerca, acechando
entre ellos sin que nadie se diera cuenta...
Fue entonces cuando Clara empezó a tener miedo. ¿Por qué nadie más estaba triste? No lo
entendía. Apretó con fuerza la mano de su madre y le dijo bajito:
—Mamá, la pulsera se la he regalado yo esta mañana. Como regalo de despedida... Era un
secreto que no os podía contar. ¿He hecho algo malo?
—No, cariño, claro que no, ¿cómo vas a haber hecho nada malo?
Entonces los vio. Los ojos del policía fijos en los suyos. Y fue cuando pensó que su madre se
equivocaba y algo malo sí que debía haber hecho y se asustó de verdad.
Son los mismos ojos que la miran ahora, oscuros y un poco severos, aunque el hombre sonría
con una dulzura que no casa con ellos. Están solos en la habitación, ella, el policía y sus padres.
—Te llamas Clara, ¿verdad? —Ella asiente—. Muy bien, Clara, no te asustes. Has sido muy
valiente toda la noche. Solo quiero hacerte una pregunta, ¿vale? Y luego podrás irte a casa a
descansar. Escucha. Antes, en el salón, me ha parecido oír que eras tú quien le había regalado
al señor Montenegro la pulsera que lleva. ¿Eso es verdad?
Dice que sí con la cabeza. Las palabras no le salen.
—Muy bien, preciosa. Tranquila, que no pasa nada. Solo dime, ¿cómo es que le hiciste un
regalo de despedida? El señor Montenegro no iba a marcharse a ningún sitio.
Clara gira la cabeza y clava la vista en el balcón. Balancea los pies, más y más fuerte,
ignorando la voz del policía, que no para de preguntar:
—¿No me puedes decir por qué le regalaste la pulsera al señor Montenegro?
Un, dos, un, dos, los zapatos plateados patean el aire.
—¿Clara?
Por el rabillo del ojo ve a su padre y a su madre, con los rostros serios y cansados, a punto
de intervenir. Agacha la cabeza y susurra:
—Porque se iba a marchar esta noche. Y me daba pena. Para que se acordara de mí.
—¿Ese es el secreto del que le hablabas antes a tu madre? ¿El señor Montenegro tenía
previsto marcharse sin decirle nada a nadie? —Silencio—. Don Roberto no podía dejar la
ciudad sin autorización. Aún era sospechoso del robo del hotel Normandy. Lo sabes, ¿no?
Clara se encoge de hombros y, dándole la espalda al policía, se queda contemplando el negro
azulado de la noche a través de las puertas abiertas del balcón, hasta que siente que el lazo que
le estrecha la garganta y no la deja hablar le está estrujando también el pecho y el alma, y se
levanta de la cama de un salto y, abrazándose a las faldas de su madre, se echa a llorar.
Cinco días antes
Jueves

Eliot Kaplan abre la cajita lacada donde guarda los gemelos y escoge un par en oro blanco con
pequeños zafiros, de Chopard. Es una elección en la que siempre pone mucho cuidado. Un toque
de coquetería personal que cuida especialmente.
Se ha levantado tarde, después de una larga noche en el casino, y siente remordimientos. A
esas horas, Nueva York está a punto de despertar y él, en lugar de sentarse al teléfono junto a
Rosenberg para despachar asuntos pendientes, estará toda la tarde en las tribunas del hipódromo.
Es consciente de que en Deauville la diversión se trata con la misma eficiencia atareada con la
que un industrial se enfrenta a una agenda repleta durante un viaje de negocios, pero el exceso de
ocio le hace sentir incómodo.
Todo sea por complacer a Lena. La glotonería que siente por su duquesita rusa crece y crece.
Su compañía es un placer continuo: llevarla prendida del brazo, saborear los movimientos lentos
de su cuerpo envuelto en la tela brillante de un vestido de noche, admirar la ligereza con la que
arroja las fichas al tapete verde como si el dinero fuera lo más aburrido de este mundo, espiar las
miradas envidiosas de los demás hombres antes de ser él quien la acompañe a su habitación, la
desnude y la haga suya.
Pero hoy es el último día de asueto que se permite. Además, es hora de amarrar cabos sueltos,
cerrar el trato de la Flaminia Triunfi y organizar su arribada a América. Advertir a la prensa de
ambos lados del Atlántico y distribuir fotografías del lienzo.
El Gobierno italiano y su prohibición de exportar obras de arte no le preocupan. Cuando el
cuadro salió del país era aún un óleo anónimo, sin autentificar, así que si alzan la voz en Roma,
tanto mejor. Más publicidad.
Eso sí, sigue prefiriendo que los periódicos no citen su nombre por ahora, un poco de misterio
nunca viene mal para crear expectación. «Un coleccionista anónimo», paladea, satisfecho,
mientras se anuda la corbata. Solo cuando estén a punto de zarpar revelará su identidad. De
momento, es Montenegro quien se encargará de filtrar las primeras informaciones a las agencias
de prensa. Pero sin dar demasiados detalles.
A Kaplan el sevillano no acaba de caerle en gracia. Es el tipo de personaje que la veleidosa
Deauville adora. Un espécimen de la peculiar aristocracia de esa ciudad en la que los reyes
comparten alegremente mesa con jockeys y estrellas de music-hall y en la que él no termina de
encajar. Pero la afinidad personal es lo de menos. La simpatía no tiene valor de cambio. Mientras
cumpla con su parte, todos contentos.
Descuelga la chaqueta del perchero y, una vez abotonada, contempla su silueta en el espejo y
eleva la barbilla, satisfecho con lo que ve. Luego se dirige a la caja fuerte y extrae de su interior
un estuchito rojo con la tapa decorada con las filigranas doradas de Cartier.
La acaricia, pensativo:
—Viejo tonto...
Lena se ha empeñado en que antes de las carreras la acompañe a la subasta de yearlings que
se celebra en el hipódromo todos los años. Los compradores escasean en los últimos tiempos y
los precios están baratos. Pero Kaplan no se fía. Si le ven levantar la mano por un potro, seguro
que se lo suben a las nubes. Los europeos salivan solo con husmear el olor de los dólares, sobre
todo desde que la depresión económica los ha hecho escasos, y parecen creer que son
inagotables.
Cierto es que sus negocios no se han resentido, más bien al contrario. En tiempos duros, los
consumidores retrasan la compra de un nuevo coche, una radio o un sofá. Los matrimonios dejan
de salir a cenar y los hermanos pequeños heredan la ropa de los mayores. Pero todos siguen
necesitando jabón para lavarse, mantequilla para cocinar, betún para los zapatos y papel para
limpiarse el culo. Y de la venta al por menor de bienes básicos, por poco glamurosa que resulte,
es de donde se nutren el resto de sus inversiones.
La clave consiste en ofrecer precios bajos, y eso no es difícil. El desempleo ha dejado la mano
de obra más barata que nunca y el precio de los bienes inmobiliarios ha caído en picado. Sobran
edificios y terrenos de saldo donde construir nuevas tiendas y almacenes.
Eliot Kaplan, como tantos de sus compatriotas, ha hecho fortuna partiendo de la nada. Lo
único que le diferencia de muchos de ellos es que él no optó por el camino más recto. Su
trayectoria está llena de meandros, remolinos, cascadas ruidosas y enormes piedras de río de las
que parten las corrientes en dos.
Sus padres eran judíos austriacos emigrados a Estados Unidos antes de que él naciera. Su
infancia fue pobre. A los once años empezó a trabajar, primero como repartidor y, poco después,
en el muelle de Brooklyn. La potencia física nunca fue su fuerte, pero era listo. No tenía
escrúpulos. Y supo hacerse amistades.
Con solo veintiún años abrió una taberna propia, en cuya trastienda se jugaba a los dados y a
las cartas, y poco a poco el negocio se fue diversificando. Apuestas deportivas. Carreras
amañadas. A los treinta ya contaba con un capital respetable, suficiente para contribuir en alguna
campaña electoral y recibir, a cambio, el agradecimiento de los políticos locales: confidencias
sobre asuntos industriales, soplos relativos a inversiones en bolsa. Y, con ello, la necesidad de
dejar atrás cierto mundo. De convertirse en un hombre de negocios legítimo.
Cumplidos los treinta y cinco inauguró una red de pequeños comercios de consumibles que
poco a poco se extendió por toda la Costa Este. Las tiendas se fueron convirtiendo en almacenes
y sufragaron sus primeras emisoras de radio, los primeros escarceos en el mundo de la prensa,
que, en los últimos años, con la avalancha de periódicos que sus propietarios arruinados ponían a
la venta por cuatro centavos, se fue convirtiendo en su principal ocupación, mientras se alejaba
con zancadas cada vez más firmes de su pasado.
Aún conserva a su lado algunos hombres de los viejos tiempos como Santoro y Rosenberg.
Ambos son imprescindibles. La agenda de tapas roídas del uno y la presencia del otro han hecho
entrar en razón a más de un socio recalcitrante, pero hace al menos una década que Eliot Kaplan
no se mancha las manos. Las transacciones que se firman con políticos de impecables apellidos
anglosajones, tras una partida de golf, son mucho más seguras que sus viejos negocios. Y
también más lucrativas.
Su pasado en las calles aún hace alzar las cejas a la vieja aristocracia de Manhattan, esa casta
de banqueros e industriales del ferrocarril y el acero que constituye la élite de la ciudad. Pero
sabe que el día que abra las puertas de su casa para presentar a la Flaminia Triunfi al mundo,
todos los que aún muestran escrúpulos acudirán como ratas a un festín, mezclándose con fruición
con las celebridades del mundo del arte y la farándula, y posando ante los flashes de los
fotógrafos para las crónicas de sociedad. Y que cuando anuncie su intención de depositar su obra
maestra en las salas del Metropolitan para disfrute de todos los neoyorquinos, nadie volverá a
poner en cuestión su lugar de pleno derecho entre la élite de la ciudad.
Abre la cajita roja, contemplando la sortija de platino y diamantes de su interior, y sonríe,
imaginando a todos esos chuchos de rancios apellidos protestantes moviendo el rabo en el
recibidor de su casa, haciendo cola para saludar a su nueva y deslumbrante esposa.
Eso es lo único que le falta. Una mujer a su altura. Si ha de volver a casarse, después de dos
matrimonios y dos divorcios, Eliot Kaplan no está dispuesto a llevar al altar a la hija del
emperador de las máquinas de coser ni a la del rey de los fabricantes de autobuses.
Quiere una verdadera princesa.
Los tres cuencos de cerámica repletos de sidra reposan sobre la mesa de madera frente a tres
hombres en silencio.
Uno de ellos, pálido y con gafas, inclina la vista sobre sus manos enlazadas, reflexionando. El
más delgado, moreno y ataviado con un traje de franela rayada, fuma, con un gesto relajado,
como si se encontrara allí por casualidad. El tercero observa a los otros dos con callada
expectación. Viste un polo blanco y a su lado reposa una cámara fotográfica.
La granja en la que han parado a almorzar está a unos diez kilómetros de Deauville, en las
afueras de Beaumont. Lo bastante cerca para un encuentro improvisado y lo bastante lejos como
para que la reunión resulte discreta. No hay nadie más, a excepción de un grupo de ciclistas que
se ha detenido a hacer una pausa en su ruta y está a punto de reemprender la marcha.
Finalmente, el hombre miope suspira:
—Está bien. No sé si seré capaz, pero es mi única opción.
—Piénsatelo bien, Léon. Si tienes preguntas, Roberto te responderá a lo que quieras.
A Gabriel le sorprende tanta determinación en un hombre al que siempre ha considerado
indeciso y débil. No sabe distinguir si la decisión de Léon es una muestra de mansedumbre o de
valentía.
—Es extremadamente sencillo, señor Castel —le tranquiliza Roberto—. Solo tiene que ser
usted mismo. Ni siquiera importa si se pone nervioso o si la situación le intimida. Es normal que
a un hombre honrado que se ha atrevido a algo ilegal y peligroso le abrume la situación. Y, por
supuesto, podemos repasar la historia tantas veces como necesite antes de mañana.
Gabriel se pregunta si el cómplice originario de Roberto, ese del que su viejo amigo ha debido
prescindir a última hora, tendría un carácter tan adecuado para el papel como Léon o si, en su
caso, la respetabilidad sería solo una fachada. Por alguna razón, se imagina a un caradura curtido.
Un actor consumado.
No sabe si Roberto estaría dispuesto a darle más detalles porque él no ha querido preguntar.
Le da miedo enterarse de algo que le haga arrepentirse de haber implicado a Léon en el asunto.
Rellena su cuenco de sidra y el de Roberto. Su cuñado no ha probado la suya. Tiene los ojos
acuosos:
—¿Y si el americano me pregunta por los nobles italianos, los dueños del cuadro? ¿Y si
quiere saber detalles de mi relación con ellos? Yo no valgo para inventarme historietas...
—Ni debe hacerlo. Los dueños del cuadro exigen mantener el anonimato, señor Castel,
recuérdelo en todo momento. Ni siquiera yo conozco su identidad. Así que usted no puede dar
ningún detalle que permita identificarlos, manténgase firme. Si Kaplan insiste, ofúsquese cuanto
quiera y respóndale que solo accedió a entrevistarse con él porque yo le prometí que no tendría
que responder a ese tipo de preguntas.
—Entonces —Léon repite la lección, aplicado—, los italianos son unos viejos amigos que se
pusieron en contacto conmigo el pasado invierno cuando visité el país en calidad de médico...
—Eso es. Según me ha contado Gabriel, usted estuvo realmente en el norte de Italia el pasado
mes de febrero, atendiendo a una enferma. Así que si Kaplan hace indagaciones, comprobará que
el viaje realmente existió.
—Y una vez allí me mostraron el cuadro. Me dijeron que sospechaban que era muy valioso y
que necesitaban la ayuda de alguien de toda confianza para sacarlo del país.
—Y usted se ofreció a llevarlo consigo.
—¿Por amistad?
Roberto arruga la nariz:
—En buena parte. Digamos que esa es la versión que usted cuenta. Y debe ceñirse a ella, por
supuesto. Que lo hizo por sentido del deber. —Roberto da una calada larga al cigarro y sonríe de
nuevo—. Pero, en realidad, su personaje es un pelín hipócrita. Porque lo cierto es que los
italianos le ofrecieron una generosa comisión. Lo suficiente para que el riesgo mereciera la pena.
Kaplan lo adivinará y quizá le insinúe algo. Si es así, hágase el ofendido. Dígale que usted no es
el tipo de hombre que se mueve por dinero. Que actuó por principios, por amistad, por antipatía
hacia el fascismo. Lo que sea. No importa que no suene verosímil, ni que se embrolle dando
explicaciones. Resultará mucho más creíble. El americano pensará que le ha calado y confiará en
usted más que si fuese excesivamente honrado.
A Gabriel le llama la atención lo estudiada que tiene Roberto la representación. Cómo ha
evaluado las reacciones de cada uno de los actores y la forma de jugar con su psicología. No hay
ni rastro de la espontaneidad de las historias que inventaba en los tiempos de Cambremer. Es el
plan medido de un apostador acostumbrado a calcular.
Y eso, en lugar de tranquilizarle, le causa desconfianza. Le hace plantearse si no los verá a
ellos también como dos marionetas.
Léon parece darse cuenta, por primera vez, de que tiene un recipiente con bebida entre las
manos. La apura de un trago y sacude la cabeza:
—No sé si voy a ser capaz...
Gabriel le aprieta el brazo, dándole ánimos, aunque él tampoco las tenga todas consigo. La
sencillez con la que Roberto lo plantea todo le desasosiega.
—Si en algún momento no sabe cómo contestar, ciérrese en banda, diga que de eso no piensa
decir nada —replica su amigo—. Ah, y si Kaplan se lo propusiera, niéguese a hablar con la
prensa. Por mucho que le insista. Me llamará a mí para que intente persuadirle, pero le diré que
no es factible. Sería absurdo que usted aceptara que su nombre saliera a la luz pública después de
haber infringido la ley. Ni siquiera podría volver a poner el pie en Italia.
Gabriel apura otro cuenco de sidra y, por un instante, desea que Léon se acobarde para
sentirse él más valiente. La misión de su cuñado parece tan sencilla... Pero no tiene claro si, en su
lugar, él tendría arrestos para llevarla a cabo. Ahora mismo, su papel de intercesor le basta y le
sobra para sentirse partícipe de la peripecia.
Y prefiere no pensar lo que dice eso de él.
Se fija en Roberto, que fuma apaciblemente, con un brazo sobre el respaldo de la silla y el
sombrero inclinado para que no le dé el sol en los ojos. Luego en Léon, que sigue recitando
afanoso su lección.
¿De dónde narices saca Roberto esa calma? ¿De verdad está tan seguro de sí mismo, o es que,
como en los viejos tiempos, no se hace preguntas y ni siquiera se plantea que algo pueda salir
mal?
Lo ignora. Solo sabe que a su lado se siente en evidencia. Y eso le enoja. Que Roberto no
haya cambiado con los años le provoca una envidia incómoda y tan vergonzante que no le queda
más remedio que callarla, aún a riesgo de intoxicarse con ella.
Le hace un gesto al chico de la granja para que les traiga otra botella, mientras trata de
recordar en qué momento de su existencia dejó él de ser capaz de confiar en la vida de esa
manera, de abandonar todo en manos de la fortuna y el talento sin perderse en calcular y volver a
calcular las consecuencias de un mínimo paso en falso.
Pero ni siquiera sabe si alguna vez fue capaz de hacerlo o si siempre, a pesar de sus sueños de
juventud y sus fabulosas ambiciones, estuvo destinado a convertirse en un simple espectador de
las pasiones ajenas.
Ha llegado en bicicleta, como todos los jueves.
Dora Vernon es una convencida de los beneficios del deporte para la salud. Practica algo de
tenis, golf o natación de manera cotidiana, y tiene por costumbre utilizar el coche lo mínimo
indispensable. Además, cuando se aproxima la Semana Grande, el tráfico es espantoso; resulta
mucho más rápido pedalear. Si hoy se ha retrasado tanto no ha sido culpa de la bicicleta, sino de
obligaciones más importantes que el respeto a la puntualidad.
Saluda a sus amigas besándolas en las mejillas, a la francesa, y ellas corresponden de igual
modo, a pesar de que las tres son británicas. Luego maniobra hasta conseguir apoyar la bicicleta
en la base del parasol que protege su mesa y trata de llamar la atención del camarero. No es fácil
en medio de la vorágine de la segunda quincena de agosto.
Todos los jueves, Dora tiene una costumbre inamovible: acudir al Bar du Soleil al mediodía
para tomar el aperitivo con su pequeña tribu. Trabó amistad con las tres mujeres tiempo atrás,
cuando aún estaba casada con su segundo marido. Ni Bob ni ella conocían a nadie en Deauville y
cometieron un error típico: relacionarse con personas de su misma nacionalidad y de una
extracción social parecida.
Es un pecado tan sumamente inglés que Dora considera que merece cierta indulgencia.
Además, en cuanto se dio cuenta de su error, comenzó a romper con su estrecha órbita. Pero para
ella la amistad es algo muy serio. Por eso, mientras que una vulgar esnob habría hecho por
olvidarse de su primer círculo de amistades, Dora mantiene su cita semanal con sus inglesitas.
Jamás se le ocurriría abandonarlas. No solo por los viejos tiempos. También por sentido del
deber. A menudo tiene la sensación de que la necesitan. Por sus consejos, por su experiencia y
porque es la única de las cuatro que se expresa en un francés fluido.
Catherine puede arreglárselas en la mayoría de las situaciones cotidianas con lo que aprendió
en el internado, pero es incapaz de mantener una conversación. Rose es tan tímida que aunque
comprende el idioma si le hablan despacio, jamás se arriesga a juntar más de dos palabras. Y
Belinda lo considera tan innecesario que ni siquiera se plantea la posibilidad de intentarlo y se
dirige siempre a los lugareños en un inglés rápido y seco que casi nadie entiende.
Pero esa no es la única razón por la que Dora lleva la voz cantante en el grupo. Sus tres
amigas adoran estar al tanto de los pequeños sucesos de la vida cotidiana de la ciudad. Saber
quién es quién. Qué millonario se ha emparejado con qué actriz. O qué príncipe oriental ha
perdido la mayor fortuna a la ruleta la noche anterior. Se entusiasman con las primicias con las
que siempre las sorprende, ella que se mueve en todos los corrillos y conoce a todo el mundo, y
la escuchan con tanta atención que la ternura que siente hacia su pequeña tribu crece tras cada
reunión.
Cuando por fin consigue atrapar al camarero, pide un Martini para ella y una nueva ronda para
sus inglesitas. Las cuatro se sientan mirando al mar, en la primera fila de la terraza. Un puesto
elegido a conciencia para no perderse el espectáculo de las Tablas.
—Tenéis que perdonarme este retraso tan enorme... Lo siento mucho, chicas. Pero ha sido una
causa de fuerza mayor. Una amiga íntima necesitaba verme con urgencia para solicitarme
consejo. La pobre... Es un amor. Y está muy preocupada por su marido. No, no, no, no la engaña,
por Dios. Es un hombre intachable. Os contaría, de verdad... pero no puedo. Me ha pedido
secreto absoluto y yo para estas cosas soy una tumba.
Emma la ha llamado por teléfono hace un par de horas. Sonaba angustiada y necesitaba verla.
Ahora que Léon no estaba. No sabía con quién más hablar. Dora ha corrido a su casa y su amiga
la ha recibido casi a hurtadillas, en un rincón del salón y, en voz baja, le ha contado el encuentro
con el extranjero en el trenecito de Cabourg, el torpe intento por tranquilizarla de su marido, su
actitud huidiza desde hace dos días. Los silencios. Las noches en que regresa tarde, las horas de
desvelo en la cama y los paseos a horas intempestivas. Incluso ha pensado en seguirle a
escondidas. Sabe que algo grave sucede y no entiende que no quiera compartirlo con ella.
Dora ha intentado consolarla, pero ha estado torpe. No se ha atrevido a contarle que de
camino a su casa se ha encontrado con Léon y ella también lo ha notado extraño. Iba en su
coche, pero estaba sentado en el asiento del copiloto. Conducía Gabriel.
Apenas han intercambiado cuatro frases. Gabriel se ha mostrado tan engreído como de
costumbre y Léon, por primera vez desde que lo conoce, le ha resultado distraído y casi
descortés.
Le da un sorbito al Martini y decide abandonarse un ratito a la frivolidad. Al fin y al cabo, si
cada semana se preocupan por hacerse con una mesa en primera fila, bien temprano, es
precisamente para poder examinar a gusto a los paseantes.
—Cada año hay más populacho —se lamenta Belinda, soplándose un rizo pelirrojo de la
frente—. Fijaos en esa banda. Parece que vienen de romería. ¿De dónde habrán salido?
Catherine ojea con el mismo desprecio al grupo de tres parejas, ataviadas con ropas oscuras y
cargadas con cestas de mimbre llenas de provisiones:
—Les falta el carromato con la mula —constata—. ¿Para qué vendrán hasta aquí? Seguro que
se topan de bruces con el mismísimo barón de Rothschild y no saben reconocerlo.
Cierto. Pero tampoco Catherine, ni Belinda, ni la silenciosa Rose sabrían adjudicar nombre
alguno a las caras de los veraneantes de no ser porque ella las ha adiestrado en saber quién es
quién, quién importa y quién es un arribista sin distinción. Dora jamás les haría el feo de
hacérselo saber, pero lo cierto es que sus tres inglesitas están mucho más próximas a esa plebe a
la que miran por encima del hombro que de los personajes sobre los que chismorrean con El
Mensajero de Félix Oriot en la mano.
De hecho, aunque nunca lo admitiría en voz alta, su propio estatus es muy inferior al que ellas
le otorgan. Es cierto que asiste con regularidad a las fiestas del casino, que organiza eventos
benéficos a los que acuden los personajes de primera fila, que los identifica en el paddock del
hipódromo... Pero ¿qué posición ocupa alguien que conoce a todas las personas de importancia
pero a quien ellas no distinguen?
Es parte del público, ni más ni menos. Aunque ocupe una butaca mejor situada, más cerca del
escenario.
Piensa de nuevo en Léon. Y no solo en lo que le ha contado Emma. La realidad es que Dora
piensa en el marido de su amiga muy a menudo. En sus palabras suaves. En su mirada tranquila
pero llena de inteligencia. En la sencillez de sus modales exquisitos. En esa sonrisa tímida pero
absolutamente desarbolante que ella intenta hacerle esbozar siempre que están juntos y que
siempre le deja un sabor de triunfo y deleite en sus propios labios cuando lo consigue. Piensa
también en lo fácil que él lo tendría para interpretar un papel más protagonista en la suntuosa
representación de todos los veranos si así lo deseara, gracias a su talento y a su prestigiosa
clientela. Pero está demasiado sumido en su labor profesional. No sabe lo que es la frivolidad, y
Emma no tiene interés en ayudarle a descubrir nuevos caminos.
No, su amiga no sabe guiarle. Es algo sobre lo que Dora ha reflexionado muchas veces,
imaginándose que es ella quien ocupa su lugar. Y mientras se inclina sobre Rose para susurrarle
el nombre del hombre de rasgos árabes que acaba de pasar del brazo de una estrella de cabaret,
vuelve a recordar a Gabriel al volante del coche de Léon, hace un rato, y se pregunta si no será él
quien le habrá enredado en algún negocio turbio.
Se alegra de haberle aconsejado a su amiga, que quería pedirle a su hermano que hablara con
su marido, que espere un poco. «A veces los hombres necesitan su espacio», le ha dicho, pero
Emma no le ha parecido muy convencida. Dora no cree que tarde mucho en abordar a Gabriel, y
ella no se fía de ese arrogante.
Así que antes de que la pobre dé un paso equivocado, quizá deba ser ella quien tome cartas en
el asunto. Léon necesita desesperadamente una amistad firme y sincera. A Emma le falta fuerza,
por eso su marido intenta protegerla en vez de buscar su apoyo.
Pero Dora es otro tipo de mujer. Y Léon debe saber que puede contar con ella.
—¡Vamos! ¡Te echo una carrera hasta la plataforma!
Clara suspira y levanta la vista del libro que está leyendo.
Luca la observa impaciente, a cuatro patas, con las manos hundidas en la arena y una sonrisa
expectante.
—Venga —se agacha como un perrillo incitando al juego—, llevas todo el rato leyendo, no
seas aburrida. Deja ya el libro. Vengaaaa.
Qué pesado. Todo el tiempo con las competiciones. Si no puede ganar. Ella nada mucho
mejor. Durante el curso va a clase de natación todos los jueves a la piscina Molitor y es de las
mejores de la clase. Luca nada con mucha fuerza, pero sin orden ni concierto. No tiene técnica.
—Si lo sé, me voy a jugar al fútbol a la orilla —rezonga el muy pesado—. Eres un tostón.
Clara se incorpora, vencida. Le dan ganas de decirle que se vaya con sus amigos de una vez y
la deje en paz. Las niñas de su pandilla también están sentadas un poco más lejos, jugando a las
prendas, pero a ella lo que le apetece es estar tranquila con su libro. Ha decidido volver a leerse
todas las novelas de Arsenio Lupin de cabo a rabo y ayer tuvo que insistir e insistir para
convencer a su madre de que llamara a París para que le mandaran en el tren los tomos que se
había dejado en casa.
En fin. Luca está pidiendo que le den en las narices. Por pesado:
—Vale. Pero cuando te gane no empieces a poner excusas de mal perdedor, que te conozco.
Miss Kelly los acompaña a la orilla para dar la salida y Luca escapa corriendo como un
demonio y se tira en plancha en cuanto el agua le llega a las rodillas. Clara le vigila por el rabillo
del ojo cada vez que asoma la nariz para respirar, acortando distancias, y casi se ahoga de la risa
al llegar a su altura y verle cabecear con el cuello tieso como un espantajo y salpicando agua a lo
loco para mantener la ventaja. Al final alcanza la plataforma con una ventaja de varias brazadas y
con mucho más aliento que él.
Ambos se izan sobre la madera y se sientan con los pies colgando. Luca llega tan mohíno que
acaba por darle pena:
—Venga, no te enfurruñes. Te prometo que no me vuelvo a pasar todo el rato leyendo cuando
vengamos a la playa, ¿vale? Aunque yo creo que es útil que me relea las novelas de Lupin. ¿Tú
no querías ser ladrón? Pues ahora que hemos conocido a Montenegro hay que ver qué coincide
con lo que sale en los libros y qué no, para ver qué es verdad y poder imitarlo.
Clara lo dice más bien por consolarle. Sigue sin ver muy realista la nueva ambición
profesional de Luca. Se está releyendo los libros porque le apetece y porque ahora que le pone a
Lupin los rasgos de Montenegro le resultan aún más emocionantes. También lo ha dicho porque
le gusta pronunciar su nombre en voz alta. Aunque le da la impresión de que se pone roja cuando
lo hace. Como ahora. Por eso baja la vista y se queda mirando las burbujitas de agua que se le
forman entre los pliegues del bañador de lunares azules, mientras sacude las piernas.
No entiende muy bien por qué, pero le apetece hablar de Montenegro todo el rato. De lo
amable que es. Y lo simpático. De cuando esta mañana le dijo que era una niña muy valiente
porque no se inmutó cuando el caballo en que iba subida dio un respingo que casi la tira al suelo.
Y de cuando, de regreso al coche, se inclinó sobre su oído y le hizo prometer secreto absoluto
sobre la procedencia de la perla que le había regalado. ¡Si prácticamente le había pedido que
fuera su cómplice!
Luca sigue con el hocico torcido:
—Pues yo no entiendo tanto trajín —responde al fin, brusco—. No creo que haya que
aprender esas cosas de los libros. Si Montenegro ha conseguido llegar a donde ha llegado por sí
solo, es que no hace falta estudiar, digo yo. No puede ser tan difícil.
Clara le mira extrañada de esa agresividad. ¡Si esta mañana ha vuelto del hipódromo aún más
entusiasmado que ella! No había manera de que callara. Y cuando su madre los ha llevado a
desayunar, se ha sentado en la terraza del café con un brazo sobre el respaldo de la silla y ha
estado haciendo como que fumaba de un cartoncito enrollado, imitando los gestos y la forma de
hablar de Montenegro. Vamos, que hace nada quería parecerse a él y ahora da la impresión de
que hasta le molesta que lo mencione.
—Pues nada, oye, si no quieres aprender de los libros, a mí, plin. Ya ves tú lo que me importa.
Se pone a patalear en el agua, salpicando a propósito, hasta que Luca protesta.
—¡Estate quieta! ¡Que no es eso! Que no es que no quiera aprender. Pero que yo sé más que
tú porque hay una cosa que no te he dicho. Y es que cuando estabas dándoles zanahorias a los
caballos le he estado preguntando.
—¿Que le has estado preguntando qué?
—Pues que qué hay que hacer para ser ladrón. Que cómo se empieza y eso. Si le ha enseñado
alguien.
—¿A Roberto Montenegro?
—Pues claro, ¿a quién se lo voy a preguntar?
—Pero ¿cómo has preguntado eso? ¿Le has llamado ladrón en su cara? ¿Tú estás tonto?
—Pues no, no estoy tonto. Lo que pasa es que en vez de estar todo el día «Roberto
Montenegro es el más guapo, Roberto Montenegro es el más listo», que no vale para nada, como
tú, pues voy y le pregunto. Y no le ha importado nada. ¿Sabes lo que me ha dicho?
—¡Yo no he dicho nunca que sea guapo ni listo! —se indigna Clara, y otra vez siente que se
le suben los colores.
Luca está bobo. Ella no ha dicho nada de eso. A lo mejor lo piensa un poco, pero no lo ha
dicho. Es mentira mentirosísima. Le da tanta rabia que ni ganas de preguntarle qué es lo que le
ha respondido Montenegro le quedan. Además, no se atreve. A ver si se va a reír de ella por
nombrarlo otra vez.
Pero Luca no espera a que le interrogue:
—Pues fíjate lo que me ha contado. Me ha dicho que un verdadero ladrón no se hace, sino que
nace. Y que un ladrón de guante blanco es un artista que lleva el talento dentro, y que él ya sabía
que tenía ese don desde niño.
A Clara le pica la curiosidad, a su pesar:
—¿Y no le preguntaste cómo sabe uno si tiene ese don?
—Claro. Pero me ha contestado que no podía darme muchos detalles porque aún no nos
conocemos tanto y tenía que tener mucho cuidado, a ver si me iba a ir de la lengua.
—¡Lo ves! Ahora no se fía de nosotros. Por bocazas.
—Pues no sé si se fía. A mí me ha parecido que me lo ha dicho un poco en broma. Porque
luego me ha contado otro secreto. —Hace una pausa y baja la voz—: Que, para ser un verdadero
maestro, nunca nunca nunca hay que robar nada solamente por dinero.
—¿Y entonces qué es lo que hay que robar?
Luca se encoge de hombros, como si él mismo no entendiera muy bien lo que le va a decir:
—Cosas que hagan soñar a la gente.
Desde la orilla, miss Kelly les hace gestos con los brazos para que regresen de una vez. Clara
arruga la nariz. Ella tampoco tiene claro qué quieren decir las palabras de Roberto, pero de
repente esa tontería de Luca de querer convertirse en ladrón de guante blanco ya no le parece tan
infantil ni tan boba.
Aun así, le guiña un ojo, para chincharle, antes de tirarse al agua.
—No sé. Yo creo que te ha estado tomando el pelo. Eso no tiene ningún sentido.
En el sanctasanctórum del casino de Deauville hay solo una gran mesa con tapete verde. A su
alrededor, dieciocho sillas, ocupadas por otros tantos adoradores del azar que vigilan
hipnotizados los frenéticos virajes de la bola blanca, parapetados tras sus montones de fichas y
placas de colores.
Tras ellos, de pie, se apiñan varias filas de acólitos de menor jerarquía que arrojan sus fichas
sobre la mesa con gestos determinados, calculados para disimular la indecisión de sus corazones,
y estiran los cuellos para divisar a la minúscula diosa de marfil gastado que determinará su ruina
o su fortuna esa noche. Los hay con una expresión imperturbable, de convidados de piedra. Otros
poseen rostros transparentes en los que se leen todas las pasiones, desde la esperanza a la
devastación. Unos pocos sonríen ante la congregación, tratando de aparentar que aquello no es
sino un mero entretenimiento. Pero casi todos tiemblan cuando los sumos sacerdotes del azar,
ataviados con sus fracs y sus corbatas blancas, pronuncian, imperturbables, su sentencia negra o
roja, par o impar, pasa o falta.
La serenidad de Elena Ivánovna Volóshina, en cambio, es auténtica. Está sentada en una de
las plazas de la primera fila, casi en el centro de la mesa, y frente a ella tiene un pequeño
montículo de fichas de colores. Son menos que cuando empezó la velada, pero no le preocupa.
Escoge con un ademán lento media docena de plaquitas doradas y las deposita a caballo entre
los dos números que le quedan más cercanos, justo antes de la voz de «Rien ne va plus», y
cuando la fatídica bolita blanca se detiene temblequeando en el cero y el crupier proclama el
funesto resultado y se apropia de su apuesta, sonríe tibiamente, más sorprendida que contrariada.
Después de otro par de rondas, recoge el puñadito de fichas que le queda y regresa al salón
principal del casino, donde se baten aquellos que no son dignos de penetrar en el
sanctasanctórum. En esa enorme estancia, conocida como la fábrica, se da cita el grueso de la
fauna que rinde pleitesía a la pasión del juego. Los amantes del riesgo, aposentados en la mesa
de bacarrá; los profesionales del albur, calculadores y flemáticos, y los héroes de la ruleta,
dispuestos a atrapar de los cabellos a la fortuna de una vez por todas o a arruinarse antes de la
madrugada.
Hace calor. Disimulados entre el blanco y negro de las chaquetas de los hombres y las sedas y
lamés de las damas, los fisonomistas del casino escrutan los rostros con disimulo, a la caza de
tramposos conocidos, deudores recalcitrantes y ludópatas insolventes. En el aire se entremezclan
el relente del sudor humano con las fragancias de los perfumes de Worth, Lanvin y mademoiselle
Chanel, y las paredes reverberan con el zumbido de mar resacoso de la sala.
A Lena no le pasan desapercibidas las miradas que, arrancándose con esfuerzo de las mesas
de juego, la siguen a su paso. El vestido de noche de satén verde le moldea el cuerpo, los largos
tirantes de la espalda le dejan el dorso al aire y la cola de la falda es una invitación coqueta que
arranca justo bajo las nalgas, en forma de pico, y ondula suavemente a su paso. Pero sabe que lo
que encandila de verdad a esos ojos codiciosos no es su belleza, sino el suntuoso pájaro verde y
azul que se enrosca alrededor de su cuello.
Se dirige al exterior, a la elegante terraza de piedra blanca que funciona como bar y
restaurante. Camina entre los grupitos ruidosos que ocupan las mesas, las parejas enlazadas en la
oscuridad y los solitarios que reflexionan sobre las malas jugadas del azar con una copa en la
mano, y se reclina en la barandilla, tratando de respirar el frescor marino a través de la distancia.
Siempre olvida lo lejos que queda el océano de la primera línea urbanizada; lo absurdo de esa
ciudad costera que se empeña en mantenerse apartada del mar.
Permanece unos minutos disfrutando de la soledad. Atisbando las temblorosas líneas de
claridad que coronan las olas cuando estas rompen suavemente sobre la arena lisa, a lo lejos.
Eliot está encerrado en su habitación de hotel, pegado al teléfono y poniendo en orden sus
negocios americanos. Y a ella le aguarda otra cita.
Se gira, buscando, con un nudo inquieto en el estómago, como si lo que ha ocurrido hace unas
horas entre ella y Kaplan la convirtiera en culpable ante los ojos del hombre que la espera en una
de las mesas.
Roberto Montenegro está sentando en un rincón en penumbra. Lena se acerca, él se pone en
pie para recibirla y ella se fija en que los ojos del sevillano se van directos al anular de su mano
izquierda, donde luce su nuevo anillo. Alza las cejas, inquisitivo, y ella inclina la cabeza en señal
de asentimiento.
Todo queda dicho. Y, sin embargo, Lena se siente impelida a aclarar, como si debiera una
explicación:
—Me lo ha pedido esta tarde. Y he dicho que sí.
Pero su acompañante no hace ningún comentario.
El camarero se acerca. Piden sendos gin-fizz y Montenegro hace un gesto con la cabeza,
indicando el interior del edificio:
—¿Cómo va la noche?
—Mal. Pero he tenido suerte toda la semana, así que hoy tocaba ponerlo todo sobre la mesa.
Quería saber lo que era jugar a lo grande, sin preocupaciones.
—¿Y cuál es el veredicto? ¿Menos divertido?
—En absoluto. De hecho, es la primera vez en toda mi vida que he disfrutado en una mesa de
juego.
—¿Jugando sin tensión?
Montenegro le ofrece su pitillera y Lena coge un cigarro y lo ensarta en su boquilla de marfil:
—Sin miedo. Sin necesidad de ganar. —Se inclina sobre el mechero encendido de su
acompañante—. Si le soy sincera, nunca he entendido la atracción por las emociones
desapacibles. Ni a los que las buscan de forma artificial. Me parece algo propio de aburridos y
empachados.
El camarero regresa con las bebidas y Lena le echa una mirada de reojo a Montenegro para
comprobar si le ha ofendido. Al fin y al cabo, él es jugador.
Desearía haberle ofendido. Verle reaccionar de alguna manera. Pero no es probable. No es un
hombre susceptible. Y quizá ni siquiera tenga motivo para sentirse aludido. Lena desconoce qué
es lo que le seduce a él del juego y no sabe si ella lo comprendería si se lo explicara. Al fin y al
cabo, lleva buscando seguridad desde que era una niña, sin éxito.
Hasta ahora.
Observa la sortija de su mano izquierda, meditativa. La propuesta de Kaplan ha llegado tan
rápido que no ha sabido reaccionar. La voz no le salía. Así que le ha besado, confusa. Los labios
le temblaban de pura indecisión, y él ha interpretado su emoción como un sí.
Ya no hay marcha atrás.
Así que no tiene sentido dejarse invadir por fantasías. Menos aún esa noche, en esa mesa, a
solas, junto a ese hombre de ojos oscuros y corazón pantanoso. Insondable.
Ella es la prometida de Eliot Kaplan.
Aunque no está segura del todo de qué es lo que eso significa o qué se espera de ella ahora.
Lealtad, probablemente. En cualquier caso, si va a convertirse en la aliada de Kaplan en la
alegría y en las penas, en la salud y en la enfermedad, todos los días de su vida, no puede seguir
siéndolo del hombre que está ahora sentado a su lado. Y no sabe si él lo ha comprendido:
—Eliot me ha dicho que la persona que sacó el cuadro de Italia ha accedido por fin a
entrevistarse con él.
—Así es. Espero que mañana se entiendan bien y todo quede resuelto. Por mi parte, tengo ya
su cheque preparado con la comisión acordada, señorita Volóshina. Aunque imagino que a
mister Kaplan le perdonará la parte que le debe tras el cambio de circunstancias.
Lena alza la cabeza, picada por la impertinencia, pero no hay ironía en el tono de Montenegro.
Cualquiera diría que es curiosidad sincera. Aun así, es una indiscreción insólita en un hombre tan
cortés y no sabe cómo interpretarla. Es la primera vez que atisba un fallo en la corrección
distante con la que siempre la trata.
Y no le disgusta del todo.
Le da una calada al cigarrillo y tarda en responder, fingiendo distraerse con la música de la
banda de jazz de la sala de baile.
—Señor Montenegro, si he querido verle esta noche no es para tratar de mi comisión. He
venido a hablarle como una amiga. Una amiga que ya no puede permitirse ser su cómplice.
Una amiga.
Qué curioso. Hasta no hace mucho odiaba a ese hombre con toda su alma. Le odiaba por lo
que le había hecho a su padre, obligándole a desprenderse de su último orgullo, del tesoro que
había pertenecido a su madre y a la madre de su madre. Lo único que seguía recordándole quién
era. Se había jurado no perdonar nunca.
Hasta que hace exactamente un año, una noche pesada y calurosa, de esas en las que falta el
aliento y la ropa se adhiere a la piel como si fuera saliva, su padre le había contado la verdad. Lo
que nadie más sabía. Le había hablado de la comedia que ambos habían representado de cara al
público aquella noche en Biarritz. Y Lena había comprendido que ese hombre que tanto
despreciaba los había salvado a ambos.
—Supongo que entiende lo que quiero decir, señor Montenegro.
Él le dedica una sonrisa esquinada, plácida:
—Por supuesto.
—Nunca le he preguntado, desde que empecé a trabajar con usted. Nunca he querido saber.
Pero ahora todo es distinto. Y no solo porque la Flaminia sea un hallazgo fantástico.
Excepcional. —Le mira fijamente a los ojos, con toda la intensidad que es capaz de transmitir—.
Ahora es un tema personal. No puedo permitir que me deje en una posición comprometida.
Confía en no tener que decir más. En que su última frase haya tenido el tinte justo de
amenaza, sin excesos que suenen a fanfarronería. Él sigue sonriendo. Juega con la pitillera de
plata, haciéndola girar sobre la mesa, como la otra noche, y Lena vuelve a fijarse en sus manos.
Es extraño. Nunca las ha tocado más que para un breve saludo. Extraño y excitante. Decide
permitir que las fantasías que ha resuelto mantener a raya esa noche se cuelen por un leve
resquicio y la envuelvan solo un instante. Imagina esas manos morenas de dedos largos
desatando lentamente los tirantes de su vestido de satén, bajando la cremallera de su espalda y
desabrochando el collar frío y pesado que ciñe su cuello. Y un escalofrío le recorre la columna.
—En serio, señorita Volóshina, ¿de verdad piensa que si la procedencia del lienzo no fuera
legítima me expondría tan alegremente al show mediático que quiere organizar su prometido? —
Montenegro busca su mirada y a Lena le da la impresión de que sus pupilas ríen, desafiándola—.
¿Qué cree que puedo haberle ocultado?
Lena no responde. Observa esos ojos oscuros, tan seguros de sí mismos y tan cálidos a la vez,
encendidos por la misma chispa juguetona de la otra noche, durante la cena con Kaplan, y medita
sobre la distancia que siempre ha existido entre ellos. ¿Cuánto tendrá que ver con ese secreto de
hace años que nadie más que ella conoce?
Comprende que la está retando. Invitándola a poner nombre a sus sospechas.
Lena le observa llevarse el cigarro otra vez a los labios y siente en el pecho un deseo
excéntrico de arrebatárselo de entre los dedos, llevárselo a sus propios labios y así disolver el
espacio silencioso que los separa. Y piensa en lo disparatado del destino, que los ha conducido
juntos hasta esa ciudad artificial y quimérica, en busca de fortuna, y que ahora que ambos la han
hallado, los separa irremediablemente.
Viernes

Félix Oriot dobla el periódico en dos para leerlo con más comodidad, pero no pierde de vista el
ascensor. Cada vez que escucha el ruido de las puertas metálicas alza la mirada, raudo, para
verificar la identidad de los pasajeros.
Por las mañanas, antes de sumirse en la vorágine de la elaboración del número del día, le
gusta sentarse un rato en el vestíbulo del Royal o el Normandy a hojear la prensa con un café. Es
un buen momento para cazar comentarios indiscretos entre los huéspedes que aún se están
desperezando, presentarse a aquellos que han decidido madrugar para practicar algún deporte,
identificar a quienes regresan con la chaqueta del esmoquin a rastras o el maquillaje
descompuesto, y extraerles algún secretillo nocturno a los botones y las camareras de piso.
Y hoy, mientras se acomodaba en la mesita baja y pedía su cortado cotidiano, le ha parecido
ver pasar, desubicado y casi furtivo, a Léon Castel, el cuñado de Gabriel. Ha sido tan de refilón
que ni siquiera le ha dado tiempo a comprobar si llevaba un maletín de médico en la mano, pero
por la urgencia con la que se ha sumergido en el ascensor debe tratarse de una emergencia
profesional. Quizá algún huésped prestigioso que requiera discreción.
De modo que permanece atento mientras con un ojo recorre los renglones de Le Petit
Parisien, en busca de novedades sobre ese asunto que picó su curiosidad hace poco más de una
semana: el escándalo del Van Dyck falso en el que están implicados el prestigioso abogado y el
heroico general, y del que su viejo colega, Pierre Busson, lleva informando varias semanas.
Si no conociera tan bien al viejo zorro, no le daría importancia. Porque a medida que han
pasado los días, el diario ha ido dándole al tema menos espacio, relegándolo a huecos menores,
con un tratamiento menos sensacionalista. Además, ha desaparecido cualquier mención a
Roberto Montenegro.
Los primeros días Busson remataba infaliblemente la pieza citando el nombre del sevillano
entre aquellos que poseían información relevante sobre el caso, pero desde antes de ayer las
insinuaciones han cesado de manera total. Y, curiosamente, en su lugar ha aparecido un recuadro
publicitario en el que se anuncia que el prestigioso coleccionista Roberto Montenegro abrirá al
público las puertas de su galería privada el próximo quince de septiembre.
Eso es lo que más le ha llamado la atención a Félix, que ha sido testigo en el pasado de las
artimañas de su colega. No es la primera vez que le ve ejecutar una danza parecida.
Además, Busson conoce bien a Montenegro. O, al menos, todo lo bien que un gacetillero
puede conocer a un hombre tan inasible. De hecho, cuando el famoso juicio por el asunto del
Rembrandt, él fue uno de los periodistas que contribuyeron a convertir el caso en ese apasionante
folletín que mantuvo enganchados a los lectores durante semanas. El primero que comparó a
Roberto Montenegro con Arsenio Lupin, convirtiéndole en un personaje novelesco.
Así que Félix tiene una mesa para dos reservada en el Grill dentro de un rato, con la esperanza
de que un buen vino y la mejor carne le desaten la lengua al muy bribón.
Las puertas del ascensor vuelven a abrirse y el periodista pega un respingo. Ahí está de nuevo
Léon Castel. Viste con formalidad, algo aprestado, y su atavío rechina un poco entre los
relajados atuendos matutinos de los huéspedes del hotel pero, constata Félix, no lleva ningún
maletín consigo.
Léon, que camina cabizbajo, se sobresalta al encontrárselo a su lado:
—¡Buenos días, Castel! ¿Cómo usted, tan de buena hora, por aquí? ¡Hacía tiempo que no nos
veíamos! Una visita profesional, supongo. Espero que nada grave. —Sonríe efusivamente,
sacudiendo la mano del médico, que farfulla algo incomprensible.
A Castel le cuesta encontrar las palabras y mira de soslayo una y otra vez, como si temiera
que hubiese alguien escuchando:
—No, no... Solo ha sido una visita de cortesía. Un colega. De París. He tenido que venir
temprano porque he quedado para jugar al golf... Con Emma. Mi mujer. Mientras la nanny lleva
a la niña a la playa... Aprovechando que hoy tenemos sol otra vez.
La incomodidad del pobre hombre es notoria. Pillado de improviso, habla embarullado y casi
tartamudea.
A Félix le da un poco de lástima. ¿Está intentando disimular? Porque, desde luego, esa es la
peor manera. Si le hubiera dicho que viene de visitar a un paciente, sin más añadidos, no le
habría extrañado lo más mínimo. Aunque no lleve el maletín. Pero como todos los que no saben
mentir, se está embrollando en una sarta de explicaciones que nadie le ha pedido y que resultan
la mar de sospechosas.
Se despide de él sin insistir, y le observa salir del hotel con paso rápido y huidizo. Luego se
acerca al mostrador de recepción.
Un joven espigado le saluda con cortesía. Oriot sonríe. Ambos se conocen y se entienden.
—Buenos días. ¿Desea algo el señor? —pregunta el recepcionista con indiferente gentileza.
—Buenos días —responde Oriot en el mismo tono neutro—. ¿Sería tan amable de
informarme de si ha llegado al hotel una persona a la que estoy esperando? Si me permite una
tarjeta, le escribo su nombre.
—Por supuesto.
El recepcionista le entrega la tarjeta con eficiencia profesional. Oriot extrae la pluma del
bolsillo y garabatea:

¿A quién ha venido a ver el hombre al que acabo


de saludar?
El recepcionista recoge el cartón sin mudar el gesto:
—Déjeme que lo compruebe, señor. —A continuación, hojea el libro de registro, con la
misma atención que si realmente estuviera buscando un nombre en él—. Sí, señor, sí que está
aquí. De hecho, me ha pedido que si alguien preguntaba por él a lo largo de la mañana, le
indicara que podía encontrarle en esta dirección.
El joven coge otra tarjeta y escribe a su vez. Oriot lee:

Mr. Eliot Kaplan

Deposita un billete en la mano del empleado del hotel con discreción, dándole las gracias, y se
guarda la cartulina. Luego se dirige hacia la puerta trasera del hotel y sale al pequeño patio
normando que hace frente al mar.
¿Eliot Kaplan? ¿El millonario americano que acompaña a la duquesita rusa y a Roberto
Montenegro?
Un hombre interesante. Félix se acercó ayer mismo a él en las carreras y se presentó, y el
americano le invitó a tomar una copa. Le pareció un tipo reservado pero afable. Le habló de su
pasión por el arte europeo y le dio permiso para que reflejara su charla en El Mensajero sin
ningún inconveniente.
Solamente se mostró algo huidizo cuando le preguntó por su relación con Roberto
Montenegro. Los habían visto juntos en el restaurante del Normandy. ¿Quizá era su afición al
arte lo que los unía? Kaplan sonrió, ladino, y prometió contárselo más adelante. En unos días iba
a anunciar algo muy interesante, añadió, enigmático y con un deje de orgullo.
Desde luego, no parecía un hombre enfermo, piensa Oriot, evaluando la posibilidad de que el
cuñado de Gabriel haya acudido a atenderle por alguna dolencia. Aunque, entonces, ¿a cuento de
qué el secretismo? Lo normal habría sido decirle que venía de visitar a un paciente, sin dar más
detalles. Nadie le estaba pidiendo que cometiera ninguna indiscreción ni diera ningún nombre.
No, una simple visita profesional no encaja ni con los nervios ni con el disimulo de Castel.
¿Por qué le habrá mentido?
A saber. La verdad es que no se lo imagina escondiendo nada relevante. Y es posible que esté
viendo fantasmas. Pasar tantas horas a la caza de rumores, negocios y romances ocultos le acaba
pasando factura a cualquiera. Pero se ha quedado con la mosca detrás de la oreja.
Hunde las manos en los bolsillos, bien plantado, con las piernas abiertas y los ojos cerrados al
sol. Lo más sencillo sería hablar con Gabriel. Pero no se fía. Ayer, cuando el muy caradura
acudió a la redacción a entregarle las fotografías que había hecho para el periódico, Félix
aprovechó para sacar a relucir lo que le había contado Dora Vernon y preguntarle por su amistad
con Montenegro. Pero el cabrón se cerró en banda. Primero le dijo que eso era una fantasía de la
inglesa. Y cuando le acorraló, acabó replicando, con chufla, que le preguntara al interesado
directamente. Se despidieron casi de malos modos. Seguro que si vuelve a intentarlo el hijo de
mala madre se sale otra vez por la tangente.
Con todos los favores que le ha hecho desde que se conocen...
Es un mal amigo.
Y va siendo hora de hacérselo saber.
La llamada de Emma ha sorprendido a Dora cuando estaba a punto de salir a la calle para hacer
su ronda matutina de las Tablas.
Léon otra vez. Anoche no pegó ojo, le ha dicho su pobre amiga. No paró de dar vueltas y
vueltas en la cama. Hasta que se levantó y se marchó del dormitorio. Al cabo de un rato Emma
decidió ir a buscarlo y se lo encontró fumando en el salón, mirando fijamente por la ventana,
pero él no quiso decirle qué le pasaba. Cuando le preguntó si tenía algo que ver con el misterioso
hombre del tren, su marido le repitió, con un punto de impaciencia, que no tenía por qué
preocuparse por ese asunto, que ya le había dicho que no lo conocía de nada y el tema estaba en
manos de la policía.
Le dolía el estómago, eso era todo, y no conseguía dormir. En cuanto regresara a París le
pediría a un colega del hospital que le hiciera una revisión.
Pero Emma sabe que algo ocurre. Esta mañana tenían planeado ir a jugar al golf los dos juntos
y, sin embargo, Léon se ha marchado a visitar a un paciente al hotel Normandy. Ha cogido el
maletín y ha salido de casa hace un rato, diciendo que era una urgencia. A pesar de que el
teléfono no ha sonado en toda la mañana.
Sí, Emma está convencida de que su marido le oculta algo grave y, aunque ayer prometió que
tendría paciencia, no se ve capaz de mantener su palabra. Hasta había pensado en seguirle para
comprobar que no le había mentido, le ha confesado a Dora.
Ella ha intentado calmarla. Tiene que fiarse de Léon. Su marido es incapaz de hacer nada que
pueda ponerlas en peligro ni a ella ni a la niña. Son lo más importante del mundo para él. Pero si
se quedaba más tranquila... Ella estaba a punto de salir de casa, ¿quería que se acercara al hotel
para comprobar si Léon estaba de verdad allí?
Emma ha tardado en responder. Y Dora no la ha dejado dudar. Le ha dicho que lo dejara todo
en sus manos y ha colgado el auricular.
Así que ahí está ahora, apoyada de manera conspicua en el muro del Normandy, junto a su
bicicleta, a unos cincuenta metros del coche de Léon, simulando que espera a alguien. El plan es
aguardar a que el marido de su amiga salga del hotel y hacerse la encontradiza. Pedirle que la
invite a tomar un aperitivo y charlar un rato con él a solas. Entre amigos. Hacerle comprender
que puede confiar en ella.
Sin embargo, cuando por fin le ve salir del hotel, cambia de opinión de inmediato. Léon se
dirige hacia su coche con un paso tan presto y huidizo que parece que alguien le persiguiera.
Dora se da cuenta de lo torpe que resultaría atropellarle a la carrera para proponerle tomar nada.
Además, advierte escamada, el marido de su amiga no lleva ningún maletín, a pesar de que
Emma le ha dicho que lo ha cogido antes de salir de casa.
Como en una mala película de espías, decide seguirle. No es complicado. Hay tanto tráfico en
estas fechas que los coches avanzan bastante más despacio que las bicicletas. Le basta con
pedalear tranquilamente y mantenerse a cierta distancia, hasta que, al llegar a la plaza Morny,
Léon aparca el vehículo y entra con paso decidido en el estudio de fotografía de Gabriel Caron.
Dora se detiene y emite un bufidito.
Lo sabía. Sabía desde el principio que Gabriel estaba detrás de lo que fuera que estuviera
sucediendo. Seguro que está enredado en algún asunto cuestionable en el que ha implicado a
Léon. El hermano de su amiga nunca le ha parecido a Dora trigo limpio, con esos aires de
suficiencia y esas ínfulas de veraneante ocioso, cuando si sobrevive es gracias a un negociete de
medio pelo.
Solo hacía falta escucharle el otro día, hablando de Roberto Montenegro en casa de Emma y
Léon con ese tono de aburrimiento para comprender que era un esnob. Sin contar con que,
después de darse tanta importancia, ni les ha presentado aún al pintor sevillano, tal y como
prometió, ni parece siquiera que haya tenido contacto con él. Nadie los ha visto juntos. Así que
Dora empieza a pensar que no solo Gabriel, sino también Emma exageraban al hablar de su
amistad.
Ella, por el momento, solo ha visto al famoso personaje de lejos. Desde la barra del
Normandy, dos días atrás, y de nuevo anoche, en la terraza del casino. Acompañado otra vez por
la rusa del collar con forma de pájaro.
Estaban solos los dos en una mesa en penumbra. No se tocaban, no hubo ningún gesto íntimo
entre ellos. Pero a Dora le dio la impresión de que si intentaba acercarse a saludar la mujer le
silbaría como una culebra para espantarla. De que, con la excepción de su acompañante, cuantos
la rodeaban le parecían pequeños y desdeñables. Tristes integrantes de la rutinaria ronda de
diversión y remordimientos, infidelidades y amoríos fugaces de la ciudad.
Echa un vistazo rápido a la puerta del estudio de fotografía, dudando. Léon llevará apenas
cinco minutos dentro. No sabe si esperarle o...
Dora no es alguien a quien le guste perder mucho tiempo en elucubraciones. Apoya la
bicicleta en la pared y empuja ella también la puerta del estudio con suma delicadeza, como si
temiera molestar.
Tan despacio que ninguno de los dos hombres logra darse cuenta a tiempo de que tienen
visita, y Dora alcanza a escuchar las últimas palabras que Gabriel, que está acodado en el
mostrador, le dirige a su cuñado: «Tu nombre no va a salir en la prensa, Léon. Ni Emma ni nadie
se va a enterar de nada. Seguro».
Justo en ese instante, Gabriel alza la vista, intuyendo su presencia, pero Dora reacciona con
rapidez y, para que no sospechen que ha escuchado nada, sacude sus rizos rubios y sonríe, con
toda la candidez de que es capaz:
—Buenos días, Gabriel. Muy buenos días, Léon. Estaba aquí enfrente, en la sombrerería, y
me ha parecido verte entrar y me he dicho, Dora, tienes que ir a saludar inmediatamente. ¿Qué
tal todo?
Pierre Busson es alto, delgado y extraordinariamente bien parecido. El pelo rubio cortado al ras
ya le va clareando, constata Félix Oriot con cierto regodeo, pero no hay duda de que esos ojos
metálicos, ese bigotín altanero y esos trajes impecables siguen causando estragos. Son cosas que
hay que aceptar. Cuando le conoció, hace más de una década, su compañero de mesa le pareció
un figurín amaneradito y delicadete, totalmente desdeñable. Pero a la fuerza ahorcan y no queda
más remedio que reconocerlo: su éxito con las faldas es incontestable.
Los dos son buenos camaradas desde que tenían veintipocos años. Félix fue quien introdujo a
Busson en la redacción de un periódico por primera vez. Aunque quien le ayudó a llegar lejos
fue, cómo no, una mujer. Ni más ni menos que la esposa del director, ya que cuando este se
enteró de la relación amorosa de su esposa y su subordinado, y su amigo tuvo que abandonar el
diario por patas, fue ella quien se encargó de buscarle una posición en la capital, en la redacción
de Le Petit Parisien, donde tenía contactos familiares.
El camarero deposita el costillar que han pedido en el centro de la mesa y rellena sus copas de
vino tinto. Han aprovechado los entrantes para ponerse al día. No se ven desde el verano pasado
y Félix tiene mucho que contar: sus ambiciones, sus planes, la puesta en marcha de El
Mensajero. Le ha traído a Busson un par de ejemplares para que los ojee.
—Oye, esto no está mal del todo... Nada mal. ¿Y dices que solo tienes dos chicos en plantilla?
—Más un par de fotógrafos que nos ayudan y los espontáneos que me traen rumores a cambio
de unas pocas perras. Me mato a trabajar. Ni duermo ni como. —Ríe, consciente de lo poco
verosímil de la afirmación mientras se enjuga la grasa de los labios con una costilla de cerdo en
el plato—. Pero es cuestión de aguantar el tirón. En nueve días se corre el Gran Premio y las
piezas de caza mayor regresan a casita.
—Es un trabajo excelente, qué quieres que te diga. Popular pero incisivo. Y has conseguido
buenas entrevistas con personajes difíciles.
—Aquí todos bajan las defensas... Son más abordables que en el día a día.
—Pues te vas a hacer un nombre. Al final voy a tener que preocuparme por mi puesto.
Busson bromea, pero su tono tiene un toque afilado, de puesta en guardia. Quizá tema que le
haya invitado a comer para pedirle trabajo.
—No te alarmes, que no doy el tipín de dandi. Además, ya tengo pretendientes. Lo que
debería preocuparte es que te haga la competencia y te robe todos los pelotazos.
Ambos saben que es una broma. A Busson no le inquietan esas minucias. Félix se ha fijado en
sus gemelos de oro y en su corbata de seda. Demasiada elegancia para que la sustente un simple
salario de plumilla, por mucho redactor jefe que sea y mucha popularidad que tenga su firma. No
hay ningún periodista, ni en provincias ni en París, cuyo sueldo permita dispendios.
La conversación continúa en el mismo tono de chacota durante un buen rato. Solo después de
los postres se reclina Oriot en la silla, se desabrocha un botón y pronuncia un «Bueno, vamos a
lo que vamos».
Busson sonríe, apoya un codo en la mesa:
—Hora de pagar la pitanza, ¿eh? Dime, ¿por dónde van los tiros?
—Elena Ivánovna Volóshina. Una rusa blanca. Veintitantos. Muy guapa. ¿Te suena?
—No. ¿Tendría que conocerla? —responde Busson, y alza la mano para llamar a la cigarrera,
que se acerca a ellos con su caja colgada del cuello—. ¿Un par de habanos para acompañar el
Calvados?
—Quizá a ella no, pero a su familia seguro que sí. Es hija de aquel duque ruso que se jugó
hasta los calzoncillos contra tu amigo Montenegro hace siete años y lo perdió todo.
Busson achica los ojos. Es obvio que la mención del sevillano le hace presagiar una
conversación más interesante de lo que había previsto. Conoce al personaje al dedillo, ha escrito
a menudo sobre él y Félix está convencido de que sabe bastante más de lo que ha publicado.
—Sí. Ya sé quién es la rusa —responde, acercándose el cigarro al oído y haciéndolo crujir
entre los dedos—. Una yegua de gran premio, sin duda.
—Pues te voy a contar algo que te va a llamar la atención. La otra noche estaba en el bar del
Normandy, tomando un trago, y me los encontré a los dos allí, a la rusa y a Montenegro. Y me
dio la impresión de que tenían una relación estupenda. —Hace una pausa para concentrarse en
cortar el cigarro con el cortapuros—. Curioso, ¿no?, teniendo en cuenta lo que le hizo a su
padre...
—Es peculiar, desde luego.
El tono de Busson ha adquirido una untuosidad golosa y Oriot se pone en guardia para no
dejarse pisar el terreno. Su colega tiene un talento especial para detectar los rumores con
mimbres para convertirse en historias que atrapen al público, y es un maestro tanto en dotarlas de
enjundia como en utilizar su poderosa red de contactos, labrada a lo largo de los años.
Fueron, por supuesto, las mujeres quienes le ayudaron a subir el primer peldaño de esa
escalera de pagos y favores que le ha conducido a la posición dorada que ahora disfruta cuando,
recién llegado a la capital, rondaba por las noches, medio muerto de hambre, por los teatros de
los bulevares. Las actrices siempre guardan secretos sobre los políticos y empresarios que ven a
escondidas, y el muy cabrón, con esos aires de galán de cine, sabía apañárselas para que se los
acabaran revelando. Pero Oriot no le quita mérito. Otro más torpe habría cometido el error de
publicar lo que le contaban. Él no. Siempre tuvo claro que comprar la amistad de un poderoso
era mucho más inteligente que granjearse un enemigo.
Por eso Félix está convencido de que Busson tiene algún asunto a medias con el hombre que a
él le interesa.
—Te aseguro que si hubieras estado allí a ti también te habría dado que cavilar. —Aspira
hondo mientras hace girar el puro para asegurarse de que prende de modo regular—. Primero me
planteé hacerles un hueco en El Mensajero, en la sección de «Ecos». Pero luego pensé...
Aguarda, Félix, Montenegro es el personaje más interesante del verano, no te precipites. A lo
mejor si hablas con alguien que le siga desde hace tiempo, alguien que le conozca más allá de lo
que repite todo el mundo, sacas algo con más chicha...
—¿Y has pensado en mí? ¿Qué sé yo de lo que ocurre en Deauville? En el periódico solo me
dejan escaparme una semana al año. Y acabo de llegar.
Con una sonrisa socarrona, Oriot introduce la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y
pone sobre la mesa unos recortes de periódico: son las primeras noticias que publicó Busson en
Le Petit Parisien sobre el Van Dyck falso, hace un par de semanas. En todas, invariablemente,
aparece el nombre de Roberto Montenegro. Nada concreto. Solo insinuaciones veladas.
Busson sacude la cabeza:
—¿Esto? Pero si no es nada. Me gusta meter su nombre en una pieza de cuando en cuando si
no hay nada reseñable que decir sobre él en un tiempo. Lo hago con todos los favoritos de los
lectores. Para mantenerlos vivos. Como si fueran personajes de folletín.
—Ajá. Muy convincente. Si no fuera porque esta semana has dejado de mencionarle... Justo
cuando habéis empezado a publicar esto otro. —Saca del bolsillo otro recorte. Se trata del
anuncio de la próxima apertura al público de la colección privada de Roberto Montenegro, que
aparece en la última página desde hace unos días—. Venga, Busson, que no he nacido ayer y tú
mismo me has enseñado cómo funciona el negocio. ¿Qué es lo que hay? Entre colegas. Si habéis
llegado a un acuerdo, punto en boca, te lo prometo. Sabes que soy de fiar.
La sonrisa de Busson admite, sin lugar a dudas, que sus sospechas no van muy desviadas:
—Imposible. No es solo cosa mía. —Le da una calada honda al puro—. Voy a medias con el
periódico.
A Félix no le resulta extraño. Si no hay redactor que llegue con holgura a fin de mes solo con
su sueldo, tampoco hay periódico que sea rentable por sí mismo.
Ni el dinero de los abonos, ni el de las ventas, ni la publicidad han bastado nunca para
sostener una publicación, ni tan siquiera las más leídas. Por eso sus responsables practican todos
juegos similares: una discreta donación por parte de un ministerio asegura un enfoque adecuado
de la información política, una generosa dádiva de un financiero garantiza una pieza optimista
sobre los rendimientos futuros de las acciones de una empresa. Los diferentes acuerdos a los que
puede llegar un diario son variadísimos.
Oriot sacude la ceniza de su cigarro, preguntándose cuál será la mejor estrategia para hacer
hablar a su colega. Porque no piensa levantarse de esa mesa sin conseguirlo. Podría invocar su
vieja amistad o alguno de los favores que Busson le debe desde la noche de los tiempos. O
volver a atacar desde otra banda:
—¿Y de la rusa? ¿Tampoco puedes hablar?
—Mira, de ella sí que podría, porque no sé nada de nada. —Busson levanta la vista para pedir
que les rellenen las copas justo cuando uno de los camareros se acerca presuroso. Viene a
avisarle de que tiene una llamada telefónica. Una conferencia de París—. Discúlpame un
momento, Félix. He dejado dicho en el hotel que comía aquí, por si intentaban localizarme.
Oriot agradece el momento para reflexionar a solas.
Hay una palabra que ningún periodista pronuncia jamás y que, sin embargo, es la única que se
ajusta a una práctica tan extendida en el gremio que pocos diarios sobrevivirían sin recurrir a
ella.
Extorsión.
El método tiene sus variantes. En ocasiones, se organiza un ataque en toda regla y una
publicación embiste sin miramientos contra la reputación de una empresa o un personaje público,
pero la mayoría de las veces basta una insinuación, la mención entre líneas de un nombre, como
al descuido, en relación con un asunto turbio, sin acusaciones claras. Una invitación tácita a
negociar.
No suele ser difícil llegar a un arreglo, y una de las fórmulas más sencillas es, precisamente,
establecer un contrato publicitario. El interesado paga la inserción de unos cuantos anuncios a un
precio desorbitado, exageradamente superior a la tarifa habitual, y, de manera inmediata, la
información indeseada desaparece de las páginas del diario que, llegado el caso, publica incluso
una sentida disculpa y un desmentido. Más aún, si el proceso se lleva a cabo con tacto y destreza,
como Pierre Busson sabe hacer, todas las partes resultan satisfechas. La víctima queda encantada
de haber firmado, a cambio de un precio asequible, un pacto con un poderoso aliado que, si los
peliagudos rumores volvieran a salir a flote en algún otro lugar, defenderá su honorabilidad con
uñas y dientes.
Por eso, cuando Oriot vio el recuadro publicitario que anunciaba la apertura al público de la
colección privada de Roberto Montenegro, lo tuvo claro. Busson sabe algo sobre él. Algo que el
sevillano quiere callar.
En cuanto ve a su colega regresar al salón prepara todas las baterías de ataque, pero de
inmediato se percata de su expresión glotona. Busson viene saboreando algún tipo de
información aún más jugosa que las costillas que se han metido entre pecho y espalda:
—Hablando del rey de Roma... No te lo vas a creer. Era de la redacción, ¿y sabes para qué?
Para ver qué puedo averiguar sobre tu querido Montenegro. Desde luego, es el hombre de moda.
Se sienta y le hace un gesto al camarero para que rellene las copas de Calvados. Al parecer, ha
llegado al diario una información de la agencia Havas. Una historia curiosísima sobre un cuadro
perdido de Diego Velázquez, una misteriosa pintora, unos condes italianos perseguidos por
Mussolini y un valiente contrabandista. Una historia de las que a él le gustan. De esas a las que
se les puede sacar jugo y convertir en una novela por entregas.
Y uno de los protagonistas es ni más ni menos que Roberto Montenegro.
—Faltan los detalles. Lo que ha llegado es solo el cable de agencia.
—Así que toda la prensa tiene la misma información. No es precisamente una exclusiva.
—No, claro. —Busson apura la copa, impaciente—. Por eso me han llamado. Para que
aproveche que estoy aquí, a ver si puedo sacarle algo antes de que entren en máquinas. Pero lo
veo jodido. Tu amiguito nunca habla con la prensa.
—Vaya. Pensaba que con vosotros haría una excepción —responde Oriot—. Al fin y al cabo,
tenéis una relación especial. Os compra un espacio de publicidad diario.
Busson hace una mueca:
—No, ese no es el trato. Lo que tenemos es un pacto entre caballeros. Nosotros retiramos la
información errónea que estábamos publicando y él, en reconocimiento a nuestra
profesionalidad, nos ha escogido para insertar unos anuncios privados. No quedan deudas entre
nosotros. Y los acuerdos hay que respetarlos siempre para garantizar la confianza de los clientes
y que el negocio siga funcionando...
—¿Entonces?
—En la redacción se rumorea que el cliente es un millonario americano, pero no saben más.
Están llamando a todas partes para averiguar su nombre y abrir con algo que nadie más tenga.
Félix Oriot sonríe y le pega una calada larga a su puro, arrellanándose en la silla con actitud
de pachá. Porque, mientras Busson traza estrategias en balde, él acaba de unir los puntos que
forman el retrato oculto del enigmático comprador. O eso cree.
Hay un millonario americano al que ha visto últimamente acompañado por Roberto
Montenegro. Un apasionado del arte europeo. Que ayer mismo, con un whisky en la mano, le
reveló que pronto tendría algo que anunciar. «Un descubrimiento deslumbrante», fueron sus
palabras exactas.
—A lo mejor yo puedo decirte quién es el comprador...
—¡No jodas!
—Es una sospecha. Verificarlo es cosa tuya. Pero creo que te será más fácil que con
Montenegro. Si es quien pienso, me da en la nariz que tiene ganas de que se sepa. Pero no puedes
mencionar mi nombre. Bajo ningún concepto. Quiero que me conceda una entrevista en
profundidad y no quiero enfadarlo.
—Si el chivatazo es bueno te debo una.
—No, no, no, déjate de deudas. Yo te doy y tú me das. Yo te ayudo con esto y tú me ayudas a
mí. Algo está pasando con Montenegro y la rusa. Ahí hay una historia. Pero necesito conocer
más al personaje. Y tú sabes cosas.
Busson suspira:
—No puedes publicar nada. Ni en El Mensajero ni en ningún otro sitio. Se lo cuento a un
amigo, no al periodista. En Le Petit Parisien respetamos nuestros compromisos.
—Soy una tumba.
—Te advierto de que te va a desilusionar. Es una historia de hace casi diez años y no hay
pruebas firmes contra Montenegro, solo el testimonio de un cómplice chivato. Y te lo repito, no
tiene nada que ver con la rusa.
—No te preocupes, soy un tipo muy fácil de contentar. Estoy seguro de que por nimio que sea
lo que tienes, sabré darle provecho.
—He hablado con Kaplan dos veces desde esta mañana. Tu cuñado no ha podido hacerlo mejor.
En serio. La venta está casi cerrada. Dile que esté tranquilo.
—Pues él no piensa lo mismo. Está hecho un manojo de nervios.
—Ya se serenará. De verdad, todo ha salido bien.
La voz de Roberto, al otro lado del auricular, transmite una completa calma con un punto de
condescendencia. Un profesional dando lecciones a los novatos.
—Entonces, ¿cómo es que la compraventa no está aún cerrada del todo?
—Porque supongo que Kaplan le estará investigando.
—¿A Léon?
—Claro. Qué menos que un barrido rápido para asegurarse de que tu cuñado es al menos
quien dice ser, que no tiene cuentas pendientes con la justicia y que ha estado en Italia en las
fechas que dice. Precauciones mínimas. La mayoría de los compradores ni se molestan en
verificar esas cosas, pero es algo elemental.
No es la primera vez que a Gabriel le llama la atención lo medido que tiene Roberto todo el
procedimiento. Está claro que tiene aún más experiencia en este tipo de negocios de la que
imaginaba.
—Seguramente tienes tú razón. Creo que lo que a Léon le ha puesto tan nervioso ha sido
encontrarse con Félix. No se lo esperaba y se ha embarullado.
—Bueno, pues que no se preocupe más. Kaplan me ha insinuado a medias palabras la
posibilidad de pedirle que hable con la prensa, pero es perfectamente consciente de que no puede
ser. No ha insistido lo más mínimo.
Roberto habla del asunto con tal deje de rutina que Gabriel decide dejar de porfiar. Aunque le
sigue preocupando que Léon, en vez de encontrarse aliviado, estuviera hoy mucho más nervioso
que ayer y, sobre todo, más enfadado. No está claro si consigo mismo, con las circunstancias o
con quién.
Esta mañana ha ido a verle al estudio nada más reunirse con el americano. Le ha pedido
disculpas mil veces por haber puesto en riesgo a su familia y ha insistido, Gabriel no sabe en
cuántas ocasiones, en advertirle que tuviera cuidado con la gente con la que Roberto hacía
negocios. Kaplan le había tratado como un caballero. Pero los dos hombres que le acompañaban
tenían una forma de observar y, sobre todo, de callar, que le recordaba mucho al griego
Nikolopoulos. Tenía que tener mucho cuidado con su amigo.
Gabriel duda también si contarle a Roberto lo que ha sucedido con Dora Vernon. Está
convencido de que no tiene importancia. Es posible que la inglesa haya oído algo de lo que Léon
y él estaban discutiendo cuando ha entrado al estudio inesperadamente, pero es imposible que
haya entendido nada.
Si fuera cualquier otra persona no le dedicaría ni un minuto a darle vueltas, pero esa mujer es
tan cotilla que, si ha llegado a tiempo de oírlos hablar de la prensa y de su intención de mantener
en la ignorancia a Emma, capaz es de irle con el cuento a su hermana, aunque no sepa de qué
estaban tratando.
Pero Roberto no le da la más mínima importancia:
—¿Qué es lo peor que puede pasar? ¿Que Léon tenga que darle explicaciones a tu hermana?
La información no va a salir de las cuatro paredes de su casa. Y, a fin de cuentas, Emma se
merece saber lo que ha ocurrido. Es su familia, después de todo. Y la estáis manteniendo a
oscuras.
A Gabriel no se le ocurre qué replicar. Le molesta que Roberto se tome las cosas con tanta
ligereza, pero también le hace gracia que defienda a su hermana de esa manera. Eso es que aún le
guarda cariño, después de tantos años, y es algo que le agrada.
Se deja convencer. Además, él tampoco es muy dado a agobiarse por anticipado. Su estado de
alerta es culpa de Léon, que le ha contagiado su humor convulso. Lo que deberían hacer es
celebrar que todo ha salido bien.
—Esta noche no estoy libre —responde Roberto tras una pausa breve—. Pero mañana quiero
quitarme de en medio temprano. Van a salir publicadas las primeras informaciones sobre el
lienzo y no me apetece soportar a los periodistas desde primera hora.
—¿Y a dónde quieres ir?
—Se me ocurre que podríamos coger el coche y hacer una excursión a Cambremer. No he
vuelto desde que acabamos la escuela. Y seguro que tú tampoco has estado allí desde que se
marcharon tus padres. Podemos hacer un pícnic a orillas del Dives, como en los viejos tiempos.
Jacob apura su aguardiente de un trago y paladea ruidosamente el regusto que le ha quedado en
el paladar y en la lengua. Félix Oriot le pega un sorbo más comedido al suyo. Es ya el tercero y
aún es temprano.
Es una de las pocas noches que Jacob tiene libres durante el verano, y esa taberna de maderas
desvencijadas, abierta al arenal de la playa, en la que se refugian los pescadores de Trouville, es
el lugar donde es más fácil encontrarlo en esas ocasiones. A Félix no le ha costado apenas dar
con él. Ha encargado una botella para los dos y le ha pedido que le cuente otra vez la historia del
ruso de Biarritz y Roberto Montenegro. Lo que ocurrió exactamente aquel día.
Jacob se encoge de hombros. No tiene nada nuevo que contar. El príncipe muerto de hambre.
Una burla. Una discusión tonta. El mano a mano entre los dos. La firmeza inmisericorde con la
que Roberto Montenegro había despojado a su rival. El círculo de espectadores curiosos. La
implacabilidad con la que el azar se había puesto del lado del sevillano.
No tiene ni idea de qué fue del cuadro después de que el ruso lo perdiera. Ya se lo ha dicho
otras veces. Los asuntos artísticos no le interesan. Lo suyo es el juego.
Pero eso Félix Oriot no necesita preguntarlo. Se lo ha contado Busson, que es quien mejor
conoce esos aspectos de las hazañas de Montenegro. El lienzo está en Ginebra, en un museo
privado. El tahúr lo vendió poco después de la partida de Biarritz por unas decenas de miles de
dólares.
Una pequeña fortuna para un ciudadano corriente y moliente como él o como Jacob, pero una
cantidad nimia para un Montenegro, acostumbrado a comprar y vender lienzos de grandes
maestros por cantidades muchísimo más importantes. Decía muy poco a favor del personaje que
hubiera arrebatado al viejo su tesoro familiar por una cantidad menor. Por eso, en los tiempos en
los que cubría el juicio del Rembrandt, Busson solo había rozado de soslayo ese detalle.
Había optado por destacar lo glamuroso del escenario y del mano a mano de Biarritz, pasando
de puntillas por los detalles que arrojaban una luz más sombría sobre Montenegro. Quería que el
público lo adorara y comprara periódicos para saber más de él y, por lo tanto, no podía pintarlo
como un tipo cruel y avaricioso.
Oriot no tiene ese problema. Hace ya tiempo que el público idolatra a Montenegro. No tiene
que preocuparse por cuidar su reputación para vender ejemplares. Más bien al contrario. Daría un
par de años de vida por encontrar algo que desnudase aunque fuera un ápice al personaje. Que,
además, le resulta antipático. Tampoco estaría de más hacerle pagar por sus aires desdeñosos.
Las dos veces que ha intentado acercarse a él, desde su llegada a Deauville, para presentarse y
proponerle una breve entrevista, el sevillano se ha negado a hablar con una displicencia
insultante. Por lo visto, se cree por encima de los presidentes de Gobierno y los maharajás.
Vuelve a rellenar ambos vasos.
—¿Y de la hija del ruso, sabe algo?
—¿Qué hija? Si no frecuenta los casinos, no la conozco —responde Jacob.
Oriot extrae del bolsillo la fotografía de Elena Volóshina y Kaplan que tiene previsto publicar
mañana en El Mensajero para ilustrar el anuncio de su compromiso.
Jacob alza las cejas en un gesto de aprobación. La rusa luce un vestido de satén pegado al
cuerpo que permite adivinar todas y cada una de sus curvas.
—Claro que la conozco. El año pasado no apareció por aquí, pero otros veranos sí. Con tipos
distintos. No es una gran jugadora. Apuesta con las fichas que le proporcionan sus acompañantes
y, aun así, es bastante circunspecta. No le gusta tirar el dinero.
—¿Y antes de este verano, se la había visto alguna vez con Montenegro?
—¿En un casino? No que yo sepa. Pero no tengo ojos en todas partes.
Durante un rato, cambian de tema. Jacob le habla, en su estilo lacónico, de un par de episodios
acaecidos en su pequeño reino de tapices verdes y fortunas azarosas, y Félix toma nota,
meticuloso, calculando cuánto más de lo habitual tendrá que deslizarle al comisario de forma
discreta en la palma de la mano esta noche, antes de despedirse, a cambio del favor que está a
punto de pedir.
Sabe que Jacob no ha pisado París desde hace años y que niega tener información sobre nada
que no ataña directamente al Servicio del Juego, pero eso no le impide sacar a relucir de cuando
en cuando a sus viejas amistades de la Prefectura.
Cuando pronuncia el nombre de la persona que le interesa, el comisario le escucha con la
misma expresión imperturbable con la que circula, casi todas las noches, entre las mesas del
casino:
—¿Claude Marchal? ¿El abogado?
—El mismo. Está metido en un enredo judicial por comerciar con un Van Dyck falso. Los
detalles técnicos los tengo más o menos claros, me los ha explicado un colega. Lo que me
gustaría saber es si en el sumario de la investigación se menciona a Roberto Montenegro. Y qué
se dice exactamente. Sé lo que Marchal le ha contado a mi amigo. Pero me gustaría saber qué es
lo que le ha dicho al juez.
1921
Septiembre fue un mes largo y extraño, suspendido entre los que habían sido los tres días más
fascinantes de nuestras vidas y el futuro que se resistía a llegar. Por momentos parecía que el
tiempo se había parado y octubre no empezaría nunca. El día a día nos resultaba incongruente y
casi irreal comparado con los recuerdos resplandecientes que traíamos de Deauville. Otras veces,
en cambio, mirábamos atrás y no podíamos creer que ya hubieran transcurrido dos, tres, cuatro
semanas desde nuestro viaje a la playa.
A nuestro regreso, Roberto se quedó unos días en Cambremer para despedirse de mis padres y
mi hermana, y después yo lo acompañé a casa de su familia, a pasar diez o quince días.
La granja en la que vivían su madre y una tía con dos niños pequeños parecía sacada de uno
de esos risueños lienzos costumbristas de mediados del siglo XIX. Una fila de hayas rodeaba la
finca, protegiéndola del viento. El edificio principal era una vivienda amplia de piedra y ladrillo,
con el tejado de pizarra y los muros cubiertos de hiedra, y, dispersas sobre la hierba verde, se
alzaban el resto de las construcciones de madera y chamizo: el establo, el granero, un palomar y
un gallinero. Cerca de la casa estaban los manzanos, que utilizaban para elaborar sidra. También
había un huerto y un estanque en el que chapoteaban patos y ocas, un riachuelo con un pequeño
molino y un lavadero de piedra, y varios perros peludos que correteaban por doquier.
La madre de Roberto lo supervisaba todo, pero tenía quien se ocupara de la casa y manos de
sobra para el campo y el ganado, así que nuestra ayuda no era necesaria. Sin embargo,
aprovechamos poco nuestra libertad. El clima estaba lluvioso y había empezado a refrescar antes
de tiempo, y eso contribuía a acentuar esa mezcla peculiar de melancolía y expectación
impaciente que ambos nos habíamos traído de Deauville.
Roberto estaba especialmente taciturno. Andaba distraído y más callado de lo habitual. Ya en
Cambremer me había dado cuenta de que trataba a nuestros viejos condiscípulos por
compromiso pero tenía el corazón lejos. Solo se animaba cuando hablábamos del verano y, sobre
todo, de la fiesta medieval de la playa.
A mí no me molestaba su talante moroso porque yo tampoco me cansaba de revivir nuestra
aventura, pero me extrañaba que a él, a quien aguardaban tantas posibilidades brillantes en el
futuro inmediato, le estuviera costando tanto desprenderse del hechizo.
Ahora creo que lo entiendo mejor. A Roberto nunca le había preocupado el porvenir. Se
dejaba llevar, confiado en que la suerte conduciría su navío a buen puerto, del mismo modo en
que veinte años atrás un temporal había llevado a su padre, varado en país extraño, a los brazos
de su madre, desde las lejanas tierras de Andalucía. Y hasta ahora le había ido bien. El azar le
había depositado una inesperada noche de agosto en una tierra llena de maravillas. Por eso no
estaba interesado en explorar nuevos fondeaderos: solo le preocupaba hallar el rumbo de vuelta
al que había dejado atrás.
Aunque los habitantes de esa tierra perdida ya la hubieran abandonado con la llegada de los
días cortos del otoño.
Anna estaba de regreso en París. Eso lo sabíamos con certeza porque, de algún modo, en
nuestro hotelito de Deauville habían logrado entregarle nuestra tarjeta de agradecimiento.
Enseguida nos había llegado su respuesta, en un sobre que decía, sin más: «Gabriel y Roberto.
Escuela de Cambremer», y desde ese momento habíamos empezado a cartearnos.
Roberto y yo redactábamos las cartas juntos, aunque era yo quien las escribía casi al
completo, porque era a quien se le ocurrían más cosas que contar. Él se quedaba en blanco
cuando le pasaba la pluma y se limitaba a añadir un par de líneas a pie de página.
Las respuestas de Anna llegaban con rapidez. Eran misivas breves, llenas de juegos de
palabras y adornadas con dibujos, en las que apenas hablaba de su vida cotidiana. Solo sabíamos
que su gran pasión era la danza y le dedicaba todo el tiempo que podía. Casi todo eran
pensamientos deshilvanados, observaciones sobre los personajes que se cruzaba aquí y allá y
ocurrencias fantásticas. Recuerdo, por ejemplo, lo que me desconcertó leer en su primera carta:
«Ayer, cuando regresaba de visitar a una amiga, vi un gato gris sentado en la acera que me guiñó
un ojo al pasar. No le hice caso, pero esta mañana, cuando salía de la modista, he vuelto a
encontrármelo y ha vuelto a guiñarme el mismo ojo. Naturalmente, me he acercado a preguntar
qué quería y por qué me estaba siguiendo, pero él se ha hecho el ofendido y me ha dicho:
“Disculpe, señorita, se lo tiene usted muy creído si piensa que me intereso por su persona. Me ha
entrado un poco de arenilla en el ojo, eso es todo”».
—No entiendo esta historia del gato. ¿Qué quiere decir?
Roberto se encogió de hombros, pero cuando terminé de redactar nuestra respuesta me pidió
la pluma y añadió: «Un saludo muy respetuoso de nuestra parte al señor Gato Gris. Dice la
lechuza que anida en la tercera rama de la izquierda del manzano más alto de nuestro huerto que
para la arenilla en los ojos lo mejor son unas gotas de cola de ratón cinco minutos antes de la
medianoche. Esperamos que se recupere pronto».
En poco tiempo me acostumbré a que todas las cartas que recibíamos, prácticamente a vuelta
de correo, contaran cosas semejantes y, aunque no terminaba de comprender el juego, me
encantaba leerlas.
Ya empezaba a emborronárseme el rostro de Anna de la memoria, porque cuando pensaba en
ella lo que veía eran siempre las imágenes fijas de las fotografías que nos habíamos hecho, pero
conservaba intactas todas las sensaciones. El cosquilleo de las plumas de ave de color rosa, la
calidez de la piel de su brazo, la dulzura de sus palabras y la alegría de su risa. Y sabía a ciencia
cierta que era la chica más guapa del mundo. Cada vez que hablaba de ella con Roberto sentía el
mismo cosquilleo en el estómago.
Así que no había duda. Estaba total e irremediablemente enamorado.
Y seguro como estaba de que mis sentimientos perdurarían en el tiempo, me pasaba las
noches imaginando nuestro reencuentro al siguiente verano, cuando yo me hubiera convertido en
un hombre con más mundo y mucha más experiencia.
Finalmente, llegó el mes de octubre. Roberto se instaló en El Havre para seguir los cursos de
la Escuela de Bellas Artes y yo me incorporé a mi puesto de asistente en una escuelita rural, muy
parecida a la que dirigía mi padre, a cuarenta kilómetros al noroeste de Cambremer.
Tenía claro que aquello no era más que una etapa, un trámite con el que ganarme la vida y
ahorrar algo de dinero mientras estudiaba para el examen de bachillerato. No quería trabajar de
enseñante. Por eso había descartado presentarme al examen de la Escuela Normal. Pero no
imaginaba que el día a día se me pudiera hacer tan cuesta arriba.
El responsable de la escuela era un hombre joven y soltero pero desganado y poco hablador,
que vivía con su madre. El alojamiento que me había asignado, en la segunda planta, era un
cuarto grande pero desangelado y orientado al norte. Las comidas que preparaba la mujer,
abundantes pero insípidas. Y los aldeanos de mi edad pasaban el día trabajando en el campo y
tenían poca curiosidad por hacer amistad con el nuevo maestro.
Echaba de menos a mi familia y me sentía triste y solo, así que pasaba el tiempo libre
estudiando en mi habitación como una fiera para aprobar con nota el examen de bachillerato a
final de curso. Si todo salía bien, al año siguiente dejaría la escuela y me instalaría en Caen o en
Rouen para estudiar Derecho.
No porque me atrajeran las leyes. Seguía teniendo claras mis ambiciones. Pero no tenía
contactos, ni experiencia profesional, ni siquiera dinero para comprar material fotográfico, de
modo que se imponía algún tipo de estrategia. Lo primero era escapar del campo y la aldea. En la
ciudad encontraría espíritus afines y puertas a las que llamar. Y los estudios eran la mejor
coartada.
Mi padre estaba dispuesto a ayudarme dentro de sus modestas posibilidades, pero antes tenía
que ganarme la plaza aprobando por libre el peliagudo examen de bachillerato, así que los
jueves, como no había clase, los pasaba en El Havre, donde un profesor jubilado me ayudaba a
repasar y me adiestraba en las destrezas necesarias para el examen.
Me las había apañado para que en la escuela me dejaran salir pronto los miércoles, y, en
cuanto sonaban las campanas de las dos cogía la bicicleta y pedaleaba durante una hora hasta el
embarcadero, donde subía al trasbordador que cruzaba el Sena, remontaba el canal de
Tanquarville hasta El Havre y, al atardecer, me plantaba en la buhardilla que la familia de su
madre le había prestado a Roberto, dejaba allí mi muda limpia y, en cuestión de minutos,
saltábamos a la calle, rumbo a alguno de los restaurantes y cafés baratos que frecuentaban los
estudiantes.
Roberto, por su lado, se había adaptado a las exigencias de su escuela sin inmutarse. Absorbía
las enseñanzas académicas con una facilidad natural, recortando a marchas forzadas su
desventaja de partida con respecto al resto de los alumnos, que llevaban años estudiando
perspectiva, proporción o anatomía humana.
Sus compañeros de clase se quejaban del academicismo de la instrucción que recibían. Los
profesores eran carcamales, dinosaurios que se creían modernos solo porque apreciaban el
impresionismo. Ellos, en cambio, admiraban a Picasso y Matisse, a Chagall, Delaunay y Léger,
nombres que ni Roberto ni yo habíamos escuchado en la vida. Sobre todo, renegaban de las horas
que pasaban reproduciendo a mano alzada láminas con figuras geométricas o partes del cuerpo
humano, de las sesiones de dibujo del natural o de la obligación de realizar copias de los cuadros
de los grandes maestros que coartaban su creatividad.
A él, en cambio, aquello no le molestaba en absoluto. Reproducía con desconcertante soltura
los modelos de esculturas griegas y romanas que les proponían los instructores, modelaba manos
y pies, y remedaba composiciones clásicas con absoluta fidelidad y sin buscarle tres pies al gato.
Yo me había planteado si sus compañeros no le harían de menos. A mí, que los escuchaba
discutir sobre lo divino y lo humano una vez a la semana, me intimidaban. Me resultaban cultos
y sofisticados. Y Roberto era un pueblerino que había desembarcado en la escuela sin la más
remota idea de lo que era el cubismo. Pero su habilidad innata, la fluidez sin pretensiones con la
que llevaba a cabo cada tarea, sin inmutarse, les fascinaba. Le respetaban y buscaban su
compañía, y él parecía uno más del grupo. Aunque en ocasiones se quedaba callado, sumido en
sus pensamientos, y a mí me parecía que escuchaba a sus amigos desde un sitio muy lejano.
Gracias a mis viajes a El Havre, el otoño se me hizo mucho más soportable. La rutina de las
solitarias e interminables jornadas en la escuela se volvía mucho más llevadera en cuanto me
despertaba los miércoles y empezaba a contar las horas que faltaban para encontrarme en un café
lleno de humo, debatiendo sobre lo divino y lo humano con Roberto y sus compañeros de clase.
Pero cada vez anochecía más temprano y a veces los caminos estaban tan embarrados que
eran impracticables en bicicleta. En ocasiones, no me quedaba más remedio que quedarme toda
la semana en la escuela y enviarle los ejercicios por correo a mi tutor. En diciembre, entre
ventiscas y nieves, no pude viajar a El Havre más que un solo miércoles. Me pasaba el día en mi
cuarto, con la nariz en los libros, contando las horas que quedaban para el permiso de Navidad,
que por fin llegó y transcurrió en un vuelo. De esos cinco días que disfruté con mi familia, en
Cambremer, recuerdo sobre todo las horas que pasé en la cocina con mi madre, charlando, y que
Emma no paraba de toser y nos tenía a todos preocupados.
La mañana de mi regreso a la escuela amaneció soleada y eso me dio ánimos. Me dije a mí
mismo que, ahora que empezaban a crecer las horas de luz, me iría siendo cada vez más fácil
retomar mis viajes semanales a El Havre y me decidí a afrontar el resto del curso con entereza.
El día siguiente era miércoles y, como continuaba el buen tiempo, en cuanto terminaron las
clases subí a mi cuarto a coger la mochila, que había dejado preparada la noche anterior, para
salir corriendo hacia el muelle.
Entonces vi que me habían dejado una carta sobre el escritorio. La letra era de Roberto:
Querido Gabriel, perdona que no te haya avisado antes, pero la verdad es que esto no estaba planeado. Las próximas
semanas no nos veremos. No sé cuándo volveré a la escuela, ni si lo haré alguna vez.
Esta mañana, después de pasar el día de Navidad con mi madre, estaba en la estación de Rouen, esperando el tren de El
Havre y, de repente, decidí subirme al de París.
Me di cuenta de golpe, al verlo en el andén: no me apetecía regresar a las clases. Lo que quería era volver a ver a Anna.
Nada de lo que he hecho estos meses me parece muy interesante cuando lo comparo con el pasado verano. Y no quiero
esperar meses.
Tengo un poco de dinero, no sé lo que me durará. Nada más llegar me he acercado a casa de Anna pero no había nadie. El
portero me ha dicho que siempre pasan la Navidad fuera y que no regresarán hasta el nuevo año, así que me he alojado en una
pensión, cerca de la estación de Saint-Lazare. He pagado una semana por adelantado, pero no está muy limpia y me parece
muy cara, así que me mudaré en cuanto pueda. Por eso no te mando la dirección.
En unos días te volveré a escribir para contártelo todo.

ROBERTO

Me senté en la cama con el papel en la mano. No lo entendía. Entonces, ¿los viajes a El Havre
se habían terminado? Era lo único que alcanzaba a pensar. Que tenía que resignarme a quedarme
en la escuela, solo. Y no solo ese día, sino todas las semanas siguientes. Durante meses y meses.
Todos los ánimos que había reunido para afrontar el resto del curso se desmoronaron de
golpe, y me invadió una congoja tan honda y tan sincera como la de un niño pequeño.
¿Cómo iba a afrontar los meses que quedaban hasta final de curso? Yo solo no tenía fuerzas.
Ni para seguir con las clases ni para estudiar para el examen de bachillerato. Nada merecía la
pena. Me tumbé sobre la colcha raída, escondí la cabeza entre los brazos y empecé a sollozar.
Si hubiera tenido que explicarle a alguien de dónde me venía un desconsuelo tan enorme, no
habría sabido decirle. No tenía ni idea de que se pudiera sentir tanto hastío ante el futuro. Notaba
un vacío enorme y, al mismo tiempo, mi reacción me abochornaba. ¿Cómo era posible que la
marcha de Roberto me afectase tanto?
Ahora lo sé. Tenía diecisiete años. Un adulto, con el alma desgastada y habituada a las
mezquinas aflicciones cotidianas, me habría dicho sin duda que me sofocaba por una nadería.
Pero yo aún estaba incólume. Sabía darle a cada cosa su categoría. Sabía que la amistad y la
aventura eran mucho más importantes que las dificultades para llegar a fin de mes, la batalla
diaria en la oficina o los desasosiegos familiares.
Cuando la vida aún es grande, los deseos espléndidos y el corazón generoso, una traición así
es por fuerza un crimen. E intuía —no, sabía—, sin lugar a dudas, que sin Anna y Roberto estaba
perdido. Que yo solo no tenía ánimos ni fortaleza para salir adelante.
Lo único que me aliviaba, por momentos, era el convencimiento de que todo había sido un
arrebato y Roberto no tardaría en volver a casa. ¿Qué iba a hacer, solo y sin dinero, en una
ciudad como París? En cuanto se diera cuenta de que allí no pintaba nada, regresaría para
terminar los estudios.
Pero al poco comprendía que eran ilusiones falsas. No iba a volver. Aquella carta era una
despedida en toda regla.
Era ya de noche cuando me incorporé. Vi en el espejo que tenía los ojos hinchados como los
de una tortuga. En esas condiciones no podía bajar a cenar.
Apoyé la frente sobre el cristal helado de la ventana y me quedé un buen rato mirando la
negrura, dejando que el frío me aliviara. Poco a poco, la desolación se convirtió en enfado.
Nunca me habría imaginado semejante traición. Éramos amigos. ¿Cómo había sido capaz de
tomar una decisión así sin avisarme? Además, yo era quien estaba enamorado de Anna. Él nunca
había dicho nada.
Y, en cualquier caso, éramos cómplices. Hermanos. Íbamos a recorrer el mundo juntos. Lo
teníamos todo planeado.
Pues muy bien. Si así estaban las cosas, así estaban. Yo también podía liarme la manta a la
cabeza y marcharme lejos, sin encomendarme a Dios ni al diablo.
Vacié con rabia la mochila cargada con los textos de bachillerato, la llené a toda velocidad
con mi ropa, mi cuaderno de tapas de cuero y mis libros favoritos, y me la eché al hombro, con
furia.
Luego me senté en la cama, rendido.
No había ningún sitio al que quisiera ir.
No tuve más noticias de Roberto hasta bien entrado el mes de enero, cuando me llegó su segunda
carta.
Y ni siquiera entonces supe de sus primeros días en París.
Solo me hablaría de ellos muchos años más tarde, de vuelta a la playa de Deauville, una
madrugada de agosto, poco antes de su muerte.
Entonces me contaría que aquella primera noche apenas había dormido. El cuartucho que le
habían adjudicado en la pensión estaba justo bajo el tejado y era frío y húmedo. Se había pasado
las horas tiritando, esperando a que amaneciera y el desayuno le hiciese entrar en calor. Pero el
café aguado, las dos tostadas rancias y la mermelada de ciruela llena de grumos de la mesa
mañanera confirmaron su sospecha de que la patrona de la casa de huéspedes, al ver sus aires de
pueblerino, le había timado.
No estaba seguro de si lo que le delataba era el acento, la ropa o la forma de dirigirse al
prójimo —allí todos eran más bruscos e impacientes—, pero estaba claro que el portero de la
finca donde vivía la familia de Anna lo había clasificado en la misma categoría a primera vista.
Al acercarse a preguntar, el día anterior, le había contestado de tan malos modos que no se había
atrevido a quedarse rondando.
Pero hoy regresaba armado de resolución.
Tampoco tenía otra cosa que hacer, así que se acercó dando un paseo y se sentó en un banco,
frente a la puerta cochera, aguardando no sabía qué. Los postigos de los balcones del primer
piso, donde vivía Anna, seguían cerrados. Intentó adivinar cuál sería la ventana de su dormitorio,
y al final, con los pies helados, se levantó y se animó a acercarse otra vez al portero.
El día anterior no le había querido decir dónde pasaba la Navidad la familia de Anna ni qué
quería decir eso de que no regresarían hasta el año nuevo. Solo faltaban cinco días para el uno de
enero. Pero a lo mejor la fecha de retorno no era exacta.
Esta vez el hombre fue un poco más amable, quizá porque hacía tanto frío que Roberto no era
capaz de disimular la tiritona y tenía las pestañas congeladas y las orejas y la nariz
completamente rojas, pero no le dijo mucho más. Aunque en los días sucesivos le invitó a
refugiarse un rato en su caseta y hasta le convidaba a una taza de caldo caliente. Estaba claro que
le consideraba un paleto un poco bobo pero inofensivo.
Roberto se acercaba por allí todos los días, un rato por la mañana y otro por la tarde. El resto
del tiempo lo pasaba desocupado, deambulando de un lado a otro o buscando un café barato
donde refugiarse del frío.
El dinero empezaba a preocuparle. En unos pocos días les había tomado la medida a los
precios de la capital y, aunque estaba más alerta y no creía que volvieran a timarle con tanta
facilidad, se daba cuenta de que los ahorros no iban a durarle mucho tiempo. Eso, sin embargo,
no lo supe hasta después, porque tardó dos semanas en volver a enviarme noticias.
Yo me había calmado un poco, aunque seguía enfadado. No entendía por qué Roberto no
escribía para pedirme que me reuniera con él en París. Eso era lo único que le habría redimido a
mis ojos.
Creo que estaba resentido y deslumbrado al mismo tiempo. A mí ni se me habría ocurrido
seguir un impulso espontáneo sin más ni más y marcharme lejos a buscar a la mujer de mis
sueños sin parar ni un minuto a sopesarlo.
El romanticismo arrebatado de Roberto me llenaba de admiración, pero también me dejaba en
evidencia, porque a veces me sorprendía pensando que esas no eran formas de hacer las cosas,
abandonando los estudios y sin pensar en su madre. Y me daba rabia que me hiciera sentir tan
encogido. Tan razonable. A lo mejor eso era lo que no conseguía perdonarle.
Que tuviera más corazón que yo.
Fue por entonces cuando recibí su segunda carta. No era muy larga, pero venía cargada de
novedades:
La he visto. Ayer, cuando pasé por delante de su casa antes de volver a la pensión a dormir, como todas las noches, vi que
las luces estaban encendidas. Y esta mañana, antes de que amaneciera, he regresado y me he sentado en el banco de siempre a
esperar.
Hasta que mi amigo el portero ha abierto la garita. Entonces me ha dado miedo que me animase a subir y he cruzado al
otro lado de la calle y me he tirado dos horas caminando de un lado a otro de la acera, sin resolverme a acercarme.
Finalmente, cerca de las diez, la he visto salir de casa. Iba envuelta en un abrigo azul, con el cuello y los puños de pelo, y
la tela vibraba con reflejos que atrapaban toda la luz. Parecía un hada andando de puntillas.
Me he puesto a seguirla a distancia, indeciso, pero al final, temiendo que se encontrara con alguien y mi oportunidad se
esfumara, me he lanzado a la carrera y la he cogido de la mano.
Anna apenas se ha sobresaltado. Me ha sonreído, como si fuera lo más natural del mundo que estuviera a su lado, y nos
hemos quedado juntos toda la mañana, paseando por los mismos parques y bulevares por los que he deambulado a solas todos
estos días, entre el Sena y los Campos Elíseos. Sin embargo, todo era diferente.
No sé decirte de qué hemos hablado. Creo que de nada en concreto, ni siquiera de este verano. De repente han dado las
doce y me ha dicho que se tenía que ir. Pero mañana volveremos a vernos a la misma hora y continuaremos paseando.
¿Te conté en mi última carta que tenía poco dinero? He encontrado una solución. Me instalo a la puerta de los
espectáculos o frente a los monumentos que visitan los turistas y les hago retratos. Aunque no gano mucho, es suficiente para
pagar la pensión y otros pequeños gastos.

Eso era todo. Al menos esta vez incluyó la dirección de la casa de huéspedes a la que se había
mudado, a los pies de la colina de Montmartre, de modo que pude escribirle, a mi vez, a vuelta
de correo.
Yo me había ido acostumbrando a la nueva situación —o me había resignado—, y había
vuelto a estudiar. Si quería echar a volar yo también, tenía que aprobar el examen de bachillerato.
El verano acabaría por llegar y con él el regreso de Anna y sus amigos, y también el de Roberto.
Además, sus cartas tenían un aroma irresistible a peripecia. Estaba impaciente por saber más.
Pero pasaban las semanas y no llegaba nada. Volví a enviarle una carta breve, por si la
primera se había perdido y, algo más tarde, tras la enfermedad de Emma, le escribí otra vez para
contarle todo. Lo cerca que habíamos estado de perderla por culpa de una pleuresía y cómo había
acabado enamorándose del joven doctor que la había salvado. En vano.
Yo no lo entendía. Unos días pensaba que su silencio se debía a que Anna le había confesado
que ella también le amaba y su felicidad era tan completa que se había olvidado de todos
nosotros. Otros, en cambio, me convencía de que ella le había despreciado y, avergonzado, no se
atrevía ni a regresar a casa con el rabo entre las piernas.
La verdad era que Roberto no habría tenido mucho que contar más allá de sus diarias
caminatas sin destino junto a Anna, las horas pasadas en un banco con otra mano en la suya o la
timidez de un primer beso. No necesitaba más. Aquellos paseos helados valían a sus ojos tanto o
más que el mundo fantástico de jóvenes enmascarados y pabellones de colores del verano.
Estaba feliz y embelesado, y se habría quedado todo el tiempo del mundo dando vueltas por los
parques y la orilla del río, o retratando a Anna, que posaba con la nariz roja, aterida y radiante, al
carboncillo o al óleo. No notaba el frío. No le molestaban ni la escarcha ni la humedad.
Hasta que una tarde de lluvia intensa no tuvieron más remedio que refugiarse en un café de
los Campos Elíseos, y el precio de dos tazas de chocolate y dos pedazos de tarta se llevó las
ganancias de toda la mañana de trabajo.
Fue la primera vez en su vida que se sintió fuera de lugar. Su traje de lana basta, su gorra y
sus zapatos gruesos destacaban, incongruentes, entre los relamidos atuendos del resto de la
clientela. Se sentía cohibido. Y eso era algo que no le había sucedido jamás; ni frente a un aula
llena de rostros desconocidos, en su primer día de clase en Cambremer; ni en los bancos de la
Escuela de Bellas Artes, rodeado de esnobs desbordantes de pretensiones artísticas con arrobas
de cultura a las espaldas; ni tan siquiera en las calles de Deauville, entre el extravagante derroche
de lujo de los veraneantes.
Allí, ambos habíamos experimentado la admiración divertida de quien asiste a un espectáculo.
Príncipes, jockeys y vedettes eran especies exóticas, raras y delicadas que se ofrecían al público
para ser admiradas. Sin embargo, en aquel café y en aquel momento, él era el elemento
pintoresco. Discordante. No se le escapaban las miradas de curiosidad de sus vecinos, y la altivez
del camarero no le pareció casual.
Pero no era solo cosa de aquel establecimiento. En esas calles, el público fino y adinerado
como aquel no era una excepción. Eran miles, quizá decenas de miles, los que habitaban esas
avenidas espaciosas, entraban y salían de los restaurantes y las tiendas de postín y circulaban al
volante de relucientes automóviles. Era un mundo entero. El mundo de Anna.
Ella no daba muestras de percatarse. Se calentaba las manos con la taza de chocolate caliente.
Los ojos le brillaban y, con el cambio de temperatura, le habían brotado en las mejillas dos
ronchones colorados. Estaba guapísima. Y cuando Roberto le enseñó el malintencionado retrato
del camarero que había dibujado en la parte de atrás de la cuenta, rio con ganas.
Era maravillosa. Pero no podían pasarse el resto de la vida dando vueltas, arrecidos de frío,
por los jardines de la ciudad. Y él no tenía ningún plan de futuro. Nunca lo había tenido.
Entonces Anna le tomó de la mano y le miró a los ojos, seria de repente:
—Tengo que contarte una cosa.
Roberto aguardó, impresionado por su tono de voz sombrío.
—No sabía si decírtelo. A lo mejor se queda en nada, pero... Tienes que saberlo. Es mi padre.
Los negocios van mal desde hace tiempo. En casa tenemos problemas de dinero muy serios,
aunque nadie lo sabe aún... Y mi hermano nos ha propuesto que nos mudemos con él y su mujer
a Argentina. A empezar de nuevo.
La pregunta le brotó a borbotones, urgente:
—¿Y tú? ¿Te quieres ir?
A Anna le temblaban las pupilas:
—No. Yo quiero quedarme. Aunque se vayan todos.
Pero casi enseguida se encogió de hombros, como dejándolo todo en manos del destino.
—Anna...
—No hay nada decidido aún, pero he pensado que debías saberlo...
A mí, los ecos de aquella conversación me llegaron ya a fines de febrero, con la tercera carta
de Roberto:
No se me había ocurrido pensarlo, pero puede que el dinero acabe siendo un problema. Yo estoy feliz con lo que tengo. Y
con lo que hago. Esta ciudad es inagotable. Es imposible aburrirse. Ni siquiera cuando me paso las horas sentado a la puerta
de la catedral de Notre-Dame o debajo de la torre Eiffel, haciendo retratos. Me gusta hablar con todo el mundo, sobre todo
con los extranjeros, y hasta estoy practicando el español.
Anna y yo nos vemos todos los días. Casi siempre la espero a la salida de su estudio de danza. ¿Te he contado que su
familia tiene dificultades económicas? Me parece que no. De todos modos, no es fácil de comprender. No es lo que ni tú ni
yo entenderíamos. Creo que los ricos se arruinan de una manera diferente a como lo hacemos la gente normal. Porque Anna
sigue comprando vestidos y conduciendo su automóvil. Sigue cenando en restaurantes de lujo y yendo al teatro.
Eso complica las cosas, además yo no quiero ser un gorrón. Así que necesito conseguir más dinero. Y puede que haya
encontrado la solución. Ayer estaba retratando a una niña, frente al Louvre, cuando se me acercó un hombre. Hablaba un
francés perfecto pero tenía acento extranjero. Me pidió que le enseñara más dibujos y luego me preguntó: «¿Solo manejas el
carboncillo o también pintas al óleo?». Le dije que había estudiado en la Escuela de Bellas Artes, aunque no le confesé que
solo durante unos meses. Le invité a mi pensión y le enseñé un par de telas que tengo secándose en mi cuarto. Pura
casualidad. Las pinté la semana pasada porque Anna me regaló el material. Creo que al hombre le gustaron porque me
entregó su tarjeta y me dijo que fuera a visitarle. Se llama Bart Landi, tiene una galería de arte y un taller de restauración, y
busca un ayudante.

Al día siguiente, con la tarjeta de visita en la mano, Roberto se acercó a la dirección indicada.
La calle Laffitte estaba a un breve paseo desde su pensión, pero no conocía la zona. Ignoraba que
allí se concentraban la mayoría de las galerías de arte y que los parisinos la llamaban «la calle de
los cuadros».
Pasó, sin reconocerlos, ante los prestigiosos nombres de Durand-Ruel, Weil o Bernheim-
Jeune. No tenía ni idea de que aquella calle estrecha albergara las galerías que habían puesto de
moda a Manet, Renoir, Gauguin o Cézanne, y muchas de las que ahora promovían a Picasso,
Matisse, Braque, Kisling o Maillol. De vez en cuando se detenía a contemplar un lienzo que le
llamaba la atención. En algunos de los escaparates, las obras de vanguardia desafiaban
pendencieras a los paseantes con sus estallidos de color, sus rostros deformes y sus
composiciones geométricas, mientras que otros, más recatados, se decantaban por señoriales
lienzos decimonónicos con temas históricos, escenas galantes del XVIII o púdicos bodegones.
Finalmente empujó la puerta de la galería que regentaba Bart Landi. En el local, alargado y
estrecho, no había más que un joven empleado. El patrón se encontraba en el café de la Ópera
con un cliente y no regresaría en un rato, le dijo. Roberto aprovechó para echar un vistazo. Aquel
no era de los establecimientos que se especializaban en artistas modernos. Colgados de las
paredes y apoyados en el suelo, decenas de lienzos, montados en aparatosos marcos dorados
invadían el espacio. Todas obras realistas, con aires del siglo anterior.
Introdujo las manos en los bolsillos, impaciente. No se había preguntado hasta ahora en qué
consistiría la prueba a superar pero estaba confiado. Nunca había tenido problemas para pintar lo
que le pidieran.
Bart Landi apareció al cabo de media hora. Entró con el sombrero en la mano, sacudiendo los
cabellos entrecanos y lacios, y, en cuanto reconoció a Roberto, sonrió. Era alto y destartalado,
con el rostro alargado, la mandíbula cuadrada y unos párpados gruesos y algo caídos.
Entregó la ropa de abrigo a su asistente y le tendió la mano:
—Así que se ha decidido usted. Me alegro.
—Necesito trabajo. Así que, si le valgo, aquí estoy.
—Bueno, eso lo vamos a ver enseguida. A mí me hace falta un ayudante —explicó Landi
mientras firmaba unos papeles que le iba presentando su empleado—. Y los candidatos no faltan,
pero ninguno me ha convencido. Por lo que pude comprobar ayer, su ojo y su mano son
excepcionales, y no se maneja nada mal con el color.
Sin más, le indicó que le siguiera y abrió la puerta del fondo del local. Al otro lado había un
almacén mucho más amplio que el espacio dedicado al público. Uno de los laterales lo ocupaba
una cristalera que comunicaba con un jardín privado. Era un espacio luminoso, perfecto para
servir de taller.
En un rincón, un hombrecillo encorvado aplicaba una capa de barniz nuevo a un óleo que
representaba un paisaje otoñal.
—Como puede usted comprobar, aquí la habilidad con el carboncillo no es de mucho uso.
Trabajamos sobre todo con óleos, poniéndolos en condiciones para la venta. Hay casos en los
que basta con retirar el barniz que ha amarilleado y aplicar una capa nueva, como está haciendo
ahora mismo el maestro Bamberg, pero nos llegan lienzos mucho más dañados. A veces
necesitamos coger el pincel y utilizar la imaginación para recuperar lo que se ha perdido.
—Perfecto. Yo creo que eso lo puedo hacer.
Bart Landi sonrió:
—Pues vamos a comprobarlo. —Se puso a trastear entre un montón de lienzos apiñados en un
rincón. De vez en cuando se detenía a considerar alguno, lo descartaba y seguía su búsqueda—.
Material de trabajo no ha traído, ¿verdad? No importa, Bamberg le ayudará con lo que necesite...
Vamos a ver... Qué tal... este.
Se giró, con un óleo enmarcado entre las manos. Era una escena costumbrista, dulzona e
idealizada. Dos niñas campesinas recogían flores, junto a un río, bajo la mirada protectora de su
padre, que cargaba con una brazada de heno.
—¿Qué tengo que hacer?
—No se asuste, no le voy a hacer copiarlo entero. Solo quiero ver cómo se maneja con el
pincel. ¿Qué tal la cabeza de una de las niñas, por ejemplo?
Ni Bart Landi ni Bamberg le molestaron durante el resto del día. Le dejaron trabajar tranquilo,
sin atosigarle con miradas por encima del hombro. Roberto avanzaba resuelto. El boceto a
carboncillo no le supuso ninguna dificultad. Con el óleo tuvo que tantear un poco, por falta de
experiencia. Pero al atardecer estaba listo para enseñarlo.
—Salta a la vista que le falta oficio —constató Landi—, pero he visto pocas manos tan
precisas. Y aquí podemos enseñarle lo que necesita.
Roberto sonrió, entusiasmado. Se limpió las manos y acompañó a Landi a su despacho. Ni
había preguntado ni tenía idea del sueldo que este pensaba ofrecerle. No había elucubrado
demasiado al respecto. Pero después de dos meses en París, sabía lo que costaba la vida, y con la
primera oferta no le salían las cuentas.
Pensó en cómo podía decírselo a Landi sin ofenderle, después de todo el interés que se había
tomado el galerista en él, pero no estaba acostumbrado a negociar, y al final no se le ocurrió más
que exponérselo tal cual se le pasaba por la cabeza. Se incorporó en la silla, apoyó los codos en
la mesa y se lo explicó. Con cortesía y sin fanfarroneos. Por ese dinero prefería seguir pintando
en la calle. Y, mientras hablaba, se iba percatando de que tenía las de ganar.
Landi estaba entusiasmado con su trabajo. Se lo notaba. Seguramente había cientos de
restauradores y de jóvenes licenciados en Bellas Artes con mucha más práctica y más
instrucción, pero si lo había escogido a él, sin conocerle de nada, era por algo.
Se dio cuenta de que el galerista sonreía. No estaba molesto. Más bien todo lo contrario. En el
pliegue de sus labios se adivinaba incluso cierto regocijo, como si viera en él algo prometedor
que hasta entonces no había sospechado, más allá de sus dotes pictóricas.
Cogió la pluma y sin abrir la boca apuntó en un papel una cantidad que duplicaba la que le
había ofrecido de entrada. Luego le tendió la mano:
—Acaba usted de cerrar su primer negocio, señor Montenegro. Y algo me dice que no será el
último.
Verano de 1935
Sábado

Clara y Luca están sentados en un butacón de terciopelo oscuro, cuchicheando el uno a la oreja
del otro, medio adormilados. Gabriel le echa una ojeada al reloj. Las ocho y diez.
A esas horas, la mayor parte de la elegante clientela del Royal aún no ha despertado y el gran
salón donde se sirven los desayunos está medio vacío, observa, asomando la cabeza.
Una curiosa pareja le llama la atención. En una de las mesas hay un hombre de unos sesenta
años, con monóculo y el cabello engominado y teñido de negro. Y, frente a él, sentado muy tieso
en su asiento y manteniendo una perfecta compostura, un perrito jack russell con una pajarita en
el cuello. Gabriel sonríe, a la vista de los impecables modales del animalito. Clara y Luca llevan
un rato empujándose el uno al otro para arrebatarse el espacio, a pesar de que casi todas las
butacas están libres.
Roberto se retrasa, aunque ha sido él quien ha insistido en salir temprano y en que llevasen
con ellos a los niños, si le apetecía. Luca obtuvo permiso de inmediato. Pero a Gabriel le ha
costado trabajo convencer a Léon para que dejara venir a la niña. Su cuñado no la quería cerca de
Roberto. Sigue nervioso. Aterrorizado con que la prensa pueda descubrir su nombre. Y no se
saca de la cabeza a los dos tipos que escoltaban al americano cuando fue a verlo, uno con pinta
de bestia y otro pequeñito y arrugado, con hechuras de trasgo. Dos gánsteres. Como los de las
películas.
Las ocho y cuarto. Unas risas apagadas atraviesan el ambiente algodonoso del hall, revestido
de maderas nobles y telas sombrías. El jefe de conserjes pulsa dos veces el timbre, en sordina.
Uno de los botones cruza con un montón de periódicos bajo el brazo y los va distribuyendo en
montoncitos en varios puntos estratégicos. Gabriel se hace con un ejemplar de Le Matin y, nada
más ver la fotografía que ilustra a varias columnas la primera página, la reconoce.
No hay duda. La mujer que arroja esa mirada penetrante y orgullosa a los lectores solo puede
ser Flaminia Triunfi. La imagen tiene una calidad muy mediana, pero las palabras con las que
Roberto —que aparece más abajo, en un retrato pequeño— se la describió el otro día bastan para
dotarla de fuerza y vida a sus ojos. Coge otro periódico, y ahí está también, en la primera de Le
Journal, y en la del Figaro. Los ojea con rapidez. Los tres diarios cuentan más o menos lo
mismo. El resumen que le filtró ayer Roberto a la agencia Havas. Ninguno menciona todavía el
nombre del comprador. Como estaba previsto.
Pero cuando desdobla Le Petit Parisien se lleva una sorpresa. Bajo el retrato de Flaminia
Triunfi aparece la fotografía de un hombre con traje claro, sentado en la terraza del Bar du Soleil.
El pie de foto lo identifica como el multimillonario y coleccionista estadounidense Eliot Kaplan.
Según se rumorea, es él quien ha adquirido el lienzo y planea trasladarlo de manera inmediata a
su país. Estos últimos días se le ha visto en Deauville, junto a Roberto Montenegro y una
bellísima aristócrata rusa que le acompaña de manera asidua.
Firma Pierre Busson, un amigo de Félix que Gabriel ha tratado alguna vez, hace ya años, en
Rouen, pero apenas le da tiempo a hacerse preguntas. La puerta del ascensor se abre y Roberto
aparece pidiendo disculpas por el retraso.
Gabriel guarda el periódico para enseñárselo más tarde y Roberto se apresura a acercarse al
mostrador de conserjería a solicitar el coche antes de que aparezcan los moscardones de la
prensa.
El empleado del hotel le informa de que tiene varias notas que le han dejado en su casillero.
—¿Por qué no os vais instalando en el coche mientras les echo un vistazo? No tardo.
Gabriel sale al patio con los niños. El chófer del hotel detiene el Hispano-Suiza de Roberto
frente a los escalones de entrada y pregunta si desean que repliegue la capota. Clara y Luca
responden que sí, dando saltos.
Él no es muy aficionado a los automóviles. Ni siquiera posee uno propio. No entiende nada de
motores ni de válvulas. Pero el J12 es inconfundible hasta para un profano. El primero que se
fabricó fue a parar a las manos del sah de Persia y es un vehículo inasequible para el común de
los mortales. Una verdadera belleza. Un cabriolet elegante y longilíneo. El modo sinuoso en que
la línea del estribo se prolonga hasta convertirse en guardabarros recuerda a los brazos verdes de
una mantis religiosa dispuesta a abalanzarse al ataque, y sus curvas suaves le dan aspecto de
bólido y coche señorial a un tiempo.
Gabriel le da las gracias al aparcacoches que le sostiene la portezuela y se dispone a
acomodarse en el asiento del pasajero cuando siente una mano en el hombro:
—¡Un momentito, señor elegante! Vaya, vaya... Cómo nos las gastamos desde que tenemos
amigos ricos...
La voz de Félix Oriot retumba expansiva y a Gabriel no le queda más remedio que enfrentarse
a él. Es un encuentro incómodo. Antes de ayer casi terminan de malas porque ya no sabía cómo
esquivar sus preguntas sobre Roberto. Al parecer, la bocazas de Dora Vernon le había contado
que eran amigos de juventud.
Cuando le exigió que respetara su vida privada al periodista casi se lo llevan los demonios.
Y ahora tenía que aparecer allí, a primera hora, antes que ninguno de sus colegas.
—¿Qué?, ¿de paseo en el J12 del célebre señor Montenegro? Creí que habíamos quedado en
que no le conocías de nada...
Gabriel resopla, pero se refrena. La expresión de Félix es amistosa. No busca bronca. Es solo
su impertinente sentido del humor.
—¿Cómo tú por aquí tan temprano? Déjame que adivine. Has leído la exclusiva de Le Petit
Parisien y vienes a recuperar el terreno perdido.
—Siento decepcionarte, pero estaba enterado de quién era el comprador del cuadro desde
ayer, amigo mío. No solo escribo periódicos. También ayudo a otros a escribirlos.
El retintín de Félix encierra una segunda intención clara, pero Gabriel no se da por aludido:
—Le Petit Parisien es el periódico de tu amigo Busson...
—Ya me conoces. Si me preguntan algo y lo sé, no me lo guardo para mí. Lo comparto con
mi gente de confianza. Y, en este caso, solo había que sumar dos más dos. —Félix alza un par de
dedos de cada mano con gesto enfático—. Me he limitado a contarle a Busson lo que sabía de las
andanzas de Montenegro en Deauville y de las compañías que frecuenta. Me ha parecido un trato
justo. La exclusiva que le he cedido tenía las patas cortas. Hoy o mañana el nombre del
comprador iba a hacerse público de todos modos. Y él, a cambio, me ha contado otras cosas.
Muy interesantes. ¿Sabes que Busson se encargó de cubrir el juicio de hace cuatro años?, ¿el del
Rembrandt? Conoce muy bien a tu amigo. Y no es el único... Hay más gente que me ha contado
historias muy instructivas con las que espero cocinar algo verdaderamente sabroso. Una pena que
el señor Montenegro se niegue a hablar con la prensa. Podríamos aclarar tantas cosas con una
entrevista... Sería mejor para todos que obligarme a hacerme mi propia composición con los
retales que voy pescando aquí y allá.
—¡Tío Gabriel! ¿Cuándo nos vamos?
Gabriel agradece la interrupción de Clara. Félix habla tan rápido y con tanta energía que no ha
encontrado hueco para meter baza.
—Hola, Clarita —saluda el periodista—. No te había visto. Qué sobrina más guapa, Gabriel.
Ya es toda una mujercita.
La niña arruga el hocico con desagrado. Detesta que le digan eso. Gabriel aprovecha para
entrar en el coche:
—Sé que me estás insinuando algo, Félix, pero no tengo ni idea de por dónde van los tiros. En
serio.
El periodista apoya los codos en la portezuela y baja la voz, con el rostro a un par de palmos
del suyo:
—No insinúo nada. Solo he venido a saludar al señor Montenegro y a preguntarle si tiene
alguna declaración que hacer sobre esa historia del Velázquez que todos publican hoy.
—¿Y por qué no hablas con el comprador? Si sabes que Montenegro no...
Oriot levanta un dedo:
—¡Ah, el comprador!, mister Kaplan. Todo un caballero. Un hombre de lo más cordial. Y no
tiene reparos en hablar con la prensa. Se ve que al otro lado del Atlántico tienen más claros los
códigos del mundo moderno. Por cierto, ¿sabes que se acaba de prometer con la belleza rusa que
le acompaña? La han visto con el anillo en el dedo. ¿Qué me dices? ¿Les podrías hacer una
buena foto esta noche? La que hemos publicado hoy es una porquería. Estoy seguro de que
posarán encantados. Por supuesto, si interfiero en tu vida de veraneante ocioso, dímelo con toda
confianza...
Gabriel se ablanda. Es cierto que en los últimos días ha dejado a Félix en la estacada.
—Te lo prometo. Esta noche le hago todas las fotos que quieras a quien tú quieras. Esta noche
y todas las noches hasta que acabe la Semana Grande.
—¡Espléndido! Nos vemos luego. Sin rencores —remacha, propinándole una palmada en el
brazo—. Por cierto, una preciosidad el coche de tu amigo. Y un maquinón: doce cilindros en V,
doscientos veinte caballos, más de ciento setenta kilómetros por hora... Y un acierto el color de la
carrocería. Verde jade, ¿no? Precioso, sí señor. Hasta la tapicería es bonita. —Acaricia el cuero
de los asientos con manos golosas—. ¿Te importa preguntarle una cosa de mi parte? Nada
personal, no te espantes. Solo es una curiosidad. Pregúntale, por favor, si los asientos están
tapizados en color blanco de zinc. No te confundas, ¿eh? Es importante. Blanco de zinc.
Y sin más, le guiña un ojo.
Gabriel sabe que se le escapa algo de la intención de Félix. Algo primordial. Pero no consigue
descifrar qué es. Como un papanatas, le echa un vistazo a la tapicería del coche, que a él le
parece de un tono color gris muy claro o blanco sucio de lo más normal.
Félix se despide de los niños y se dirige con paso firme hacia los escaloncitos de entrada del
Royal justo cuando sale Roberto por la puerta, acompañado por un botones cargado con una
cesta de pícnic. Casi se dan de bruces, y el director de El Mensajero se endereza de golpe y se
lleva la mano al ala del sombrero:
—Buenos días, señor Montenegro, precisamente venía a solicitarle unas palabras. Ya sé que
tiene prisa, mi amigo Gabriel Caron me lo ha explicado, pero no será más que un instante.
—Disculpe, pero no tengo por costumbre hablar con la prensa, creo que no es la primera vez
que se lo digo. Si me deja pasar...
Roberto le aparta con un ademán seguro, aunque no descortés, que evidencia que está
acostumbrado a esas situaciones, y rodea el coche para dirigirse al asiento del conductor. Pero
Félix le persigue, lanzando preguntas al aire como una metralleta.
—Respóndame al menos a una cuestión sobre el comprador, señor Montenegro. Se confirma
que es mister Kaplan, ¿verdad? ¿Podría decirme cómo entró en contacto con él? ¿No? ¿Sabe
usted que mister Kaplan se ha comprometido con la señorita Elena Ivánovna? Usted conocía a la
familia de la novia, ¿no es cierto? A su padre, al menos... ¿Mantienen ustedes una relación de
amistad? —Roberto sacude la cabeza, ignorando la insensata ristra de preguntas, y con un
vistazo reclama la colaboración del portero, que corre a apartar al inoportuno. Félix no se
amilana y dispara otra tanda que a Gabriel se le antoja frívola y azarosa, sin conexión con el
Velázquez—: Y al comisario Jacob, del Servicio del Juego, ¿lo conoce usted? Estaba destinado
en Biarritz cuando disputó usted su famosa partida de naipes contra Iván Alexandróvich
Voloshin. Me ha asegurado que tiene serios motivos para sospechar que amañó usted la partida,
tal y como a veces se ha rumoreado. ¿Tiene algo que decir? ¿No le interesaría dar su versión y
limpiar su nombre antes de que la información salga a la luz?
El empleado del hotel se interpone entre ellos y Félix no tensa más la cuerda. Deja que le
acompañen a la salida. El botones guarda la cesta en el maletero y Roberto se sienta en el coche:
—Por el amor de Dios —resopla—. ¿De verdad ese tipo es tu amigo?
Gabriel intenta excusarle:
—Se toma muy en serio su trabajo. Y a veces se pone algo agresivo.
Roberto se coloca las gafas de sol y enciende el contacto del coche. Los dos niños aplauden,
celebrándolo, pero Gabriel sigue dándole vueltas al incidente. No es la primera vez que ve a
Félix acosar con esa agresividad a alguien, pero jamás actúa así con los personajes de categoría.
Su estrategia habitual es congraciarse con ellos, halagarlos hasta que ceden, no sabotear
cualquier posibilidad de que le dirijan la palabra en el futuro a base de hostigamiento.
Acaricia la tapicería de su asiento pensando en el inexplicable interés de Félix por el color del
cuero. Sigue sin adivinar dónde está la trampa.
Circulan despacio entre el tráfico denso de mediados de agosto. La brisa marina sopla suave.
Pasan frente a las mansiones y palacetes de veraneo que bordean la Terraza: El Círculo, sede del
selecto Jockey Club; La Gorizia, con sus gabletes de aires flamencos, propiedad del Aga Khan;
La Gardénia, recubierta de vides, con sus refinadas pérgolas de madera; Les Abeilles, construida
por la costurera Paquin y que ahora ocupa André Citroën; La Garenne, donde reside la condesa
de Caraman-Chimay, que inspiró a Marcel Proust.
Pasar el verano en Deauville se ha convertido para Gabriel en algo tan habitual que ha perdido
la capacidad de ver con ojos limpios la ciudad. La costumbre le ha desgastado el fulgor. Ya no le
asombran ni la magnificencia de los millonarios ni las extravagancias de las actrices ni el frenesí
de los noctámbulos. Las resplandecientes aves de paso del mes de agosto, con su abigarrado
plumaje, apenas le hacen girar la cabeza. Lo que lo hace todo distinto es que hoy, por primera
vez, acodado en la portezuela, con los ojos entornados frente al sol y al viento, consciente de las
miradas de los paseantes que se preguntan quiénes serán esos elegantes, se siente parte del
espectáculo.
Pero eso no le produce más que una brevísima satisfacción. Le incomoda sentirse accesorio.
Dependiente de su amigo hasta ese punto. Un don nadie.
Y eso es algo que nunca antes le había sucedido. Él no es un hombre envidioso. O eso había
pensado siempre.
—Perdona que os haya hecho esperar —se disculpa Roberto—. Al final eran todo llamadas de
periodistas. Ah, y una invitación a cenar, este martes, de un tal doctor Vidal, con el que estuve
anoche charlando en el casino. ¿Sabes quién es?
—¿Vidal? Sí, claro, es el jefe, bueno, el socio de Léon. Una eminencia, al parecer. En el
hospital le consideran un dios y en su consulta privada atiende a un montón de pacientes de la
alta sociedad.
—Pues parece ser que nos presentaron en París. Yo no me acuerdo. Me lo encontré el otro día
en el casino y está empeñado en que haga una serie de retratos de toda su familia. Le he dado un
precio descabellado para quitármelo de encima, pero creo que no lo he conseguido, así que ya
veré cómo me escabullo de aquí al martes.
Gabriel no dice nada, pero espera que si al final Roberto aparece en la cena, Léon no esté
también invitado. Visto lo visto, no cree que le haga ni pizca de gracia tener que compartir mesa
y mantel con él.
—¿Has visto Le Petit Parisien? —pregunta, desplegando el ejemplar que ha guardado.
—Sí. No sé cómo se habrán enterado del nombre de Kaplan. A él no le hará gracia, porque
quería darle intriga a la historia, pero yo encantado de que cargue con la atención de la prensa.
—Oye, siento lo de Oriot. No sé qué mosca le ha picado.
—No le des importancia. Estoy acostumbrado.
Luca se inclina hacia delante y se abraza al asiento de Gabriel:
—Señor Montenegro, ¿le siguen mucho los periodistas normalmente?
—No, no, gracias a Dios. Solo muy de tarde en tarde. Cuando persiguen algún rumor.
—Como cuando robó usted ese cuadro tan famoso de la mansión inglesa.
Gabriel no puede evitar una carcajada. Caramba con los críos.
Roberto frunce el ceño, fingiendo una profunda reflexión:
—Eso es. Y pueden ser muy incómodos porque a veces son más listos que la policía.
—Eso pensaba yo —replica Luca, muy serio—. Que pueden ser peligrosos. Porque a lo
mejor, a la hora de preparar un golpe, planeas cómo engañar a la policía, pero periodistas hay
muchos, y no los puedes conocer a todos, y a lo mejor uno te sigue sin que te des cuenta y te
mete en líos.
—Por supuesto —responde Roberto, con la misma formalidad, y Gabriel se plantea si no
debería pedirle que ponga un límite al papel de Arsenio Lupin que interpreta con los niños. Hace
días que los dos están tan excitados que no hablan más que de asaltos a museos y casinos—. Por
eso son tan importantes la vigilancia y la discreción. ¿Por qué crees que aún no me han atrapado?
Porque soy muy prudente. Y, por eso mismo, no pienso contarte mis secretos, aunque insistas.
Le revuelve el pelo, riendo, y pisa el acelerador. El niño se recuesta en su asiento, estirándose
las mangas de la chaqueta, frustrado, y se echa el flequillo cuidadosamente hacia atrás. Clara le
susurra algo al oído y él sacude la cabeza, enfurruñado.
Dejan atrás la ciudad y el coche emprende el vuelo entre las empalizadas de madera, las
granjas de piedra y los muros de hojas de un reluciente verde oscuro. La carretera solo está
asfaltada durante un tramo. Luego tendrán que seguir por caminos de tierra hasta llegar a
Cambremer. Pero de momento, a esa velocidad y con el coche descapotado, es imposible seguir
hablando. Gabriel aprovecha para darle vueltas, en silencio, a esa pregunta tonta que Félix le ha
pedido que le haga a Roberto. Sabe que tiene truco. Y le da rabia no encontrarlo.
Cuando el coche frena para atravesar Bonnebosq, atrapa al vuelo la ocasión:
—Oye, Roberto, Oriot me ha pedido que te haga una pregunta un poco rara. —Le ve sonreír
de medio lado y se apresura a aclarar—: No, no, no es nada personal. Es... sobre el coche.
—¿Sobre el coche?
—Sí. Quería saber de qué color es la tapicería de los asientos. Me ha pedido que te pregunte si
el color es blanco de zinc.
Roberto tarda en contestar. Sea lo que sea lo que esconda la dichosa pregunta, es obvio que no
se la esperaba:
—¿Eso te ha dicho? ¿Exactamente?
—Sí. Yo no lo he entendido. Me ha parecido una pregunta peculiar.
Silencio. Roberto deja pasar otro momento antes de responder:
—Pues, cuando le veas, dile... —Reflexiona un instante—. Dile que llega tarde.
Han dejado atrás el pueblo y Roberto vuelve a pisar el acelerador del coche. Mientras, en el
asiento de atrás, los niños entonan a voz en grito canciones de excursionistas.
—Thank you, thank you very much, gentlemen. —Eliot Kaplan se aproxima a los fotógrafos con
la mano tendida y estos responden encantados con el inusitado gesto.
Qué fácil es ganarse la benevolencia de la prensa a este lado del Atlántico. Los europeos no
les dan importancia a las relaciones públicas, y la cordialidad y la cercanía les resultan tan
exóticas que los conquistan infaliblemente. Y eso que Eliot ni siquiera es capaz de hablar su
idioma. Han sido Lena y el representante del Crédit Lyonnais quienes se han encargado de
traducir preguntas y respuestas.
La Flaminia Triunfi ha llegado a Cherburgo hace unas horas rodeada de todas las medidas de
seguridad imaginables. El plan era hacer coincidir su arribada con la publicación de la nota que
Montenegro le filtró ayer a la prensa. Su propia identidad debía permanecer en secreto hasta que
las suposiciones y las apuestas no hubieran corrido durante un par de días, pero, de algún modo,
se había filtrado. Su nombre aparecía en primera de Le Petit Parisien esta mañana.
¿Cómo? Kaplan no sabría decirlo. Ha intentado hablar con Montenegro pero el cabrón está
ilocalizable. Se ha quitado de en medio a tiempo, adivinando la que se avecinaba. Así que no le
ha quedado más remedio que adaptarse a las circunstancias y acudir personalmente a recibir el
cuadro, que permanecerá en la sede local del Crédit Lyonnais, bajo vigilancia, hasta el momento
de hacerlo embarcar hacia América el próximo martes.
Un par de reporteros que chapurrean inglés se acercan con sus libretas para hacerles unas
últimas preguntas y, antes de contestar, Eliot solicita con una mirada a Lena que traduzca una
vez más sus respuestas para que todos los representantes de la prensa puedan comprenderlas. Su
duquesita asiente, con una sonrisa amable, achicando los ojos con ese mohín gatuno tan
arrebatador y tan suyo. Tiene encandilados a los periodistas.
A pesar de que no se ha levantado precisamente de buen humor. A decir verdad, ya ayer la
notó rara. Por la mañana, se negó a salir de la cama. Le dolía la cabeza y se sentía débil, cosa que
a Kaplan le extrañó, porque Lena no es de constitución delicada. Pero no quiso que se quedase a
su lado para atenderla y al cabo de un par de horas llamó para decirle que ya se encontraba
perfectamente y le apetecía ir a jugar al tenis. Durante el resto del día y toda la noche se mostró
tan dulce y amorosa como de costumbre pero hoy, de nuevo, se ha despertado de mal talante.
Mientras realizaban el trayecto en coche casi no le ha dirigido la palabra. Y cuando él le ha
preguntado por qué no se ha puesto el collar de Van Cleef & Arpels para recibir a la prensa le ha
mirado con altivez: ¿acaso piensa que tiene tan mal gusto como para lucir algo así por la
mañana?
Afortunadamente, en cuanto han descendido del coche todo rastro de enfado ha desaparecido.
Un tipo rubio con los ojos fríos y aires de dandi, que habla un inglés ágil y bastante correcto, a
pesar del marcado acento francés, se presenta como Pierre Busson, de Le Petit Parisien, y
Rosenberg, que permanece apartado un par de pasos, se acerca a susurrarle al oído que ese es el
plumilla bocazas que ha revelado su identidad esta mañana en las páginas de la prensa. Ahora
quiere saber si han realizado algún tipo de análisis científico que certifique la datación del lienzo
más allá de las garantías, incontestables, por supuesto, que ofrecen los tres reputados expertos
que lo han autentificado.
Kaplan le felicita, con irónica amabilidad, por su exclusiva de la mañana, una salida que el
resto de los congregados celebran con risitas aduladoras y a la que Busson responde con una
breve inclinación de cabeza.
Naturalmente, la antigüedad de la tela —que se corresponde plenamente con el tipo de tafetán
que podía encontrarse en la Roma del Barroco— ha sido debidamente constatada, responde, así
como la del bastidor. Además, se ha comprobado que los pigmentos empleados son todos de la
época y el lienzo ha sido sometido a todos los test conocidos, con mejores resultados de lo que
podrían soñar. Las pruebas dicen que nadie lo ha repintado ni retocado en tiempos recientes, ni
siquiera para restaurarlo. Pero su celo ha llegado mucho más lejos:
—Qué quieren, caballeros, los americanos amamos desaforadamente la modernidad. No
tenemos su historia ni sus tradiciones, y todos necesitamos adorar algo.
Los periodistas responden con una risa amigable, encantados de que reconozca la superioridad
de su viejo mundo, y Kaplan sonríe. Los tiene de nuevo en el bote.
En un alarde de escrupulosidad, explica, el señor Montenegro y él enviaron el lienzo al
innovador laboratorio Mainini del Museo del Louvre, para someterlo a un análisis de rayos X, un
tipo de examen novedosísimo que permite descubrir cualquier rastro que se esconda bajo las
capas de pintura de la superficie y que ha revelado la prueba definitiva de que el cuadro solo
puede ser de Velázquez.
Nada.
Sobre las manchas irregulares de la capa preparatoria de albayalde no se aprecia nada más que
la imagen fantasmal del rostro de Flaminia Triunfi. Ni rastro de dibujos preparatorios ni
rectificaciones.
En la época de su segundo viaje a Italia, cuando Diego Velázquez pintó la Venus del espejo y
realizó el retrato de Flaminia Triunfi, su técnica de pintura alla prima había alcanzado una
perfección tal que, más allá de unas sucintas pinceladas oscuras con las que delimitaba de
manera vaga los contornos de la figura del retratado, antes de aplicar el color, no precisaba de
más guía previa ni disimular ajustes ni retoques. Las rápidas pinceladas del maestro hacían
aparecer directamente sobre la tela los rasgos de su modelo con intrepidez, depositándose, aún
húmedas, unas sobre otras, como un velo.
Por eso, bajo las pinceladas superficiales que componen el retrato de Flaminia Triunfi, no hay
absolutamente nada.
Kaplan saborea la expresión de asombro y veneración de los reporteros. Es evidente que han
quedado fascinados con este último detalle, que envuelve en un aura casi de brujería al
prestidigitador sevillano y a su mágica Flaminia.
Solo Busson hace un par de preguntas más, breves cuestiones sobre la técnica velazqueña que
demuestran un curioso interés sobre el proceso pictórico. Lena abandona su papel de traductora e
interviene en la conversación:
—Disculpe, señor Busson, llevo desde esta mañana intentando recordar dónde habíamos leído
antes su nombre. ¿No es usted el periodista que está escribiendo también sobre un Van Dyck
falso?
—En efecto, señorita Volóshina. Últimamente parece que la actualidad noticiosa y el mundo
del arte están más entrelazados que nunca, y me temo que mis modestos conocimientos de
pintura me han convertido en el especialista del diario.
Kaplan se congratula de la buena memoria de Lena. A él también le interesa esa historia del
falso Van Dyck. Hará unos diez días, cuando despertó en la cama de su hotel de París, se
encontró a su duquesita leyendo el periódico con aire ensimismado. Le llamó la atención ver en
primera página la reproducción de un lienzo del gran retratista de la corte de Carlos I de
Inglaterra, y ella le contó que un prestigioso general había denunciado a un conocido abogado
que, años atrás, le había vendido un lienzo. Un reciente examen técnico demostraba que el
cuadro era de factura reciente: la capa preparatoria que recubría la tela contenía pigmentos que
no se habían inventado hasta el siglo XIX.
El militar estaba indignado. Entendía que el comercio del arte no era una ciencia exacta. Podía
comprender una atribución errónea. Que su Van Dyck no fuera en realidad un Van Dyck sino
obra de un discípulo, por ejemplo, pero no comprendía cómo el experto que había certificado la
autoría del óleo antes de que él lo adquiriera no había puesto en duda su datación.
La respuesta era sencilla, sin embargo. En el momento de la compra, para autentificar la edad
del lienzo, el experto se había limitado a someterlo a un par de rápidas y efectivas pruebas para
verificar que la pintura era antigua: la del alcohol y la de la aguja caliente. Superadas ambas, no
había razón ninguna para dudar de su antigüedad. Las intensas verificaciones que ha realizado
Kaplan antes de concertar la compraventa de su Flaminia Triunfi son algo excepcional.
El americano agradece su presencia a los representantes de la prensa y da por finalizada la
reunión, pero antes de despedirse, le pide a Busson que le acompañe hasta su coche. Hay una
pregunta referida al asunto del Van Dyck que queda en el aire y le gustaría saber cuál es su
respuesta. Porque lo realmente curioso del caso es que no es en la superficie del lienzo donde han
aparecido los pigmentos sospechosos, sino en la capa preparatoria que se aplica sobre la tela
antes de empezar a pintar. Por debajo de la capa visible de óleo. ¿Cómo es posible que una
imprimación reciente se esconda bajo una capa de pintura antigua? ¿Tiene alguna teoría al
respecto?
Lena y él han debatido sobre el asunto largamente y solo se les ocurre una solución: el cuadro
tiene que ser una falsificación del siglo XIX. Eso explicaría tanto la presencia de los materiales
modernos en la capa preparatoria como que, bajo las condiciones adecuadas, el óleo de la
superficie hubiera tenido tiempo de endurecerse lo bastante como para superar las pruebas de
antigüedad a las que fue sometido antes de la compra.
—Muy bien visto, mister Kaplan. Puede que sea la única explicación razonable que he
escuchado.
—La verdad es que es un caso muy interesante y me encantaría conocer todas sus
particularidades. Aunque tiene todas las trazas de que el vendedor cometió un error honesto, sin
voluntad de engaño, presenta aspectos curiosos, y a los coleccionistas siempre nos conviene
conocer este tipo de historias para prevenir las estrategias de los mistificadores.
Busson sonríe, cortés:
—Estoy a su disposición para lo que necesite, mister Kaplan. Qué menos para hacerme
disculpar la indiscreción de revelarle al público su identidad. Nada me gustaría más que hacerme
perdonar.
—Entonces, está hecho. Ya tengo un compromiso para el almuerzo, pero si está disponible a
primera hora de la tarde, podemos tomar una copa en mi hotel y charlar tranquilamente.
El periodista acepta la propuesta y se despide de él y de Lena, quien le estrecha la mano para
despedirse y se disculpa con exquisita gentileza porque no podrá estar presente esta tarde. Tiene
una cita ineludible en el salón de belleza.
Pero una vez en el coche, de nuevo a solas, vuelve a transformarse. Se encierra otra vez en el
silencio, con la mirada perdida en la ventana.
Kaplan está convencido de que le está haciendo pagar por su comportamiento de hace dos
noches, cuando no tuvo más remedio que dejarla sola, horas después de haber pedido su mano,
por culpa de varias llamadas urgentes desde Nueva York. Las mujeres se enfadan por esas cosas.
De nada vale explicarles que, a veces, el trabajo tiene prioridad.
Pero lo duda.
Lena no es así. Ella comprende. Es su socia. Su aliada.
Quizá su error haya sido insistirle para que le acompañe en el barco que zarpa hacia Nueva
York el martes. Él no puede esperar. La Flaminia no puede arribar sola a la ciudad. Pero para
ella va todo demasiado rápido. Es normal que necesite unas semanas para decir adiós. Ordenar
sus asuntos. Despedirse de su mundo. Ha sido injusto insistiendo en que le acompañara por
miedo a perderla. Su inseguridad es ridícula. Impropia.
Le estrecha la mano y le susurra unas disculpas. Pero la respuesta tarda en llegar. Lena sigue
con la vista fija en la ventana, ausente. Kaplan vuelve a apretarle los dedos y aguarda un poco
más. Hasta que ella, por fin, despierta de su ensoñación, achica los ojos y sonríe.
Luca y el tío Gabriel se han quedado dormidos, tumbados en la manta de pícnic, con las
chaquetas por almohada. Clara está sentada en chinito sobre la hierba, con la falda remangada y
un par de margaritas en el pelo. Y frente a ella, Roberto Montenegro, en mangas de camisa, con
un bloc de dibujo bien grande apoyado en las rodillas, le lanza rapidísimas ojeadas mientras su
mano moja rauda el pincel en la paleta de acuarelas que tiene en el suelo.
Como eran los únicos que no se dormían, le ha propuesto hacerle un retrato. Al principio,
Clara se ha puesto un poco tensa. No sabía cómo colocarse. Pero él le ha dicho que no quería ver
a una niña relamida porque ella no lo es. Tenía que sentarse como estuviera más a gusto. Así que
ha cruzado las piernas, con la falda hecha un gurruño y las rodillas manchadas de verde.
Hace mucho calor. La brisa de la mañana se ha apagado y no se escucha ni un pájaro. Solo
algún moscardón zumbando entre el parloteo del agua que burbujea haciendo círculos a ese lado
del molino, antes de salir otra vez corriendo.
Es el mismo arroyo al que venían a bañarse su tío y Roberto Montenegro cuando eran
estudiantes, y a Clara le resulta un poco extraño. Aún no sabe muy bien cómo encajar que un
hombre que parece un personaje de novela habitara en la misma casa que su familia, cenando los
mismos guisos y escuchando los mismos discos en el viejo gramófono de la abuela. Pero es un
día maravilloso y no puede estar más feliz. Luca y ella han hecho todo el viaje cantando, con los
ojos guiñados al viento, hasta llegar a Cambremer, la aldea donde enseñaban sus abuelos hace
muchos años y donde vivían su madre y su tío cuando eran jóvenes.
Le ha encantado que el tío Gabriel le enseñara su casa, el patio donde jugaban al fútbol y los
rincones donde hacían travesuras, aunque le ha parecido rarísimo cuando se han parado a saludar
a unos lugareños. Decían que eran viejos compañeros de clase, pero parecían señores mucho más
mayores.
Ha sido entonces cuando ha pensado que pasear junto a Roberto Montenegro, tan distinguido
y misterioso, por las calles de ese pueblecito donde sus abuelos habían sido maestros también era
raro. Como si la condesa de Cagliostro, la enigmática y hermosa rival de Arsenio Lupin, se
presentara un día en su colegio y se sentara a su lado en el mismo pupitre.
Y caminar así, en equilibrio, sobre un hilito tendido entre el mundo normal y el de las
novelas, le ha parecido lo más emocionante que le ha ocurrido nunca.
Al salir del pueblo se han detenido en un cruce, frente a un viejo caserón abandonado, que
tenía un reloj enorme en el tejado de chamizo, tan gigantesco y con los números tan grandes que
le daba a toda la casa un aspecto de ilustración infantil. Las agujas paradas marcaban las cinco en
punto, la misma hora que cuando su tío y Roberto eran estudiantes, como si no hubiera
transcurrido ni un minuto. Y ahí ha sido cuando Luca, que llevaba un buen rato callado, le ha
susurrado:
—Pues yo no lo entiendo. Si Montenegro ha ido a clase con tu tío en este pueblo tan enano,
¿cómo va a ser un aristócrata español? A mí me da que va a ser mentira.
Clara ha resoplado, impaciente. No hay manera de que Luca le coja afición a leer. Y así,
sabiendo solo de lo que le pasa a la gente que conoce en persona, se le escapan muchas cosas:
—Pues no sé por qué. Arsenio Lupin tuvo una infancia pobrísima. Vivía en una buhardilla
minúscula con su madre, que era una sirvienta. Pero luego resultó que en realidad era hija de una
familia noble a la que habían repudiado por casarse con un hombre sin fortuna.
—¿Y por qué no le preguntamos?
—¡Pero cómo vamos a preguntar eso! A lo mejor es un secreto y no se puede saber.
Luca no le ha contestado, pero está claro que ha seguido dándole vueltas al asunto. De ahí su
ocurrencia de hace un rato. Algo muchísimo más atrevido. Tanto que Clara se pone nerviosa solo
de pensarlo. De reojo, le echa un vistazo al coche de Montenegro, tan reluciente, con su cigüeñita
plateada en el frontal, aparcado bajo un árbol, un poco más allá, y tiene que apartar la vista
enseguida del cosquilleo que le entra en la tripa.
Montenegro no ha levantado casi la cabeza del papel desde que se han sentado. Como si ya se
la supiera y no necesitara observarla para pintarla. De pronto, le hace un guiño y ella ríe,
esperando no ponerse colorada.
—Ya está casi —anuncia—. ¿Ves? No te ha dado ni tiempo a aburrirte.
Clara parpadea, sorprendida. ¿Ya? Ha sido rapidísimo. Cuando le hicieron el retrato que
cuelga del salón de su casa de París tuvo que estar sentada sin moverse varias horas, y luego el
pintor se llevó el lienzo a casa para retocarlo. Y encima el resultado no le gusta nada, porque sale
con cara de niña buena e insulsa. Como un angelito. Eso fue lo que dijo su padre.
—Señor Montenegro, ¿puedo hacerle una pregunta?
—Claro.
—¿Ha pintado el retrato directamente a la acuarela? No le he visto dibujar el boceto a lápiz.
—Sí. Prefiero hacerlo así. Es más espontáneo. Y me da mejor resultado.
—¿Y si se equivoca?
—Procuro no equivocarme.
—Es que a mí me han enseñado que hay que hacer primero un dibujo para tener una guía.
—¿Das clase de pintura?
—En el colegio. Es obligatorio. Pero se me da fatal y siempre me sale un churro.
—Bueno, espero que esto no te parezca un churro también. Mira a ver.
Clara se levanta de un salto, corre a su lado y se queda boquiabierta. Le encanta. Más que
ninguna foto que le hayan hecho nunca. Lo que más le gusta de todo es que, aunque no sale
sonriendo, sino seria y concentrada, salta a la vista lo feliz que está.
—¿Te gusta?
—Muchísimo.
—¿Quieres ver cómo se hace? Siéntate. Vamos a pintar a esos dos gandules. Verás que no
hace falta dibujo preparatorio para nada.
Roberto deposita unos manchurrones húmedos, sin orden ni concierto aparente, sobre la trama
gruesa del papel. Pero poco a poco, inexplicablemente, los tonos verdes comienzan a cobrar
sentido. Las hojas de los árboles empiezan a distinguirse de la hierba del suelo y de la nada
surgen las siluetas del puente de madera y el molino.
Clara le observa pasmada. Ese hombre es un mago. Si hace desaparecer las imágenes que
cuelgan de las mansiones de los millonarios con la misma facilidad con la que las hace aparecer
sobre un papel, debe ser casi cosa de sortilegio. A Luca y a ella les va a costar muchísimo
deslumbrarle.
Porque ese es el plan de Luca.
A lo largo de la mañana ha intentado de mil y una maneras que Montenegro les contara cómo
comenzó su carrera de bandido y a qué edad. Pero no ha habido modo de que soltara prenda.
Tampoco quiere darles consejos sobre cómo seguir sus pasos. Ni enseñarles ningún truco.
Clara piensa que quizá, si no estuviera su tío delante, vigilando, les contaría algo. Pero Luca
tiene otra teoría: lo que ocurre es que los considera unos críos. No se fía de ellos. Así que lo que
tienen que hacer es demostrarle que se merecen su confianza. Impresionarle.
Los brochazos verdes, azules y marrones que Roberto Montenegro ha ido aplicando sobre el
cuaderno ya dibujan de manera inconfundible el paisaje que rodea al arroyo. Ahora, con un
pincelito más fino, se aplica en dibujar las figuras de su tío y de su amigo, tendidos sobre el
mantel de cuadros.
—¿Qué le gusta a usted más, señor Montenegro? ¿Pintar o...? —Clara se interrumpe sin saber
muy bien cómo formular lo que le baila en la cabeza. Finalmente, tiene un hallazgo feliz—, ¿... o
correr aventuras?
Él le pide que le tutee. Si no, es muy difícil hablar de igual a igual.
—La verdad es que nunca me lo he planteado. ¿A ti qué es lo que te gusta hacer?
—No lo sé. Bueno, en realidad me gustan muchas cosas. Jugar al tenis, el ballet, la natación.
Pero es distinto. No hay nada que se me dé así de bien. —Señala el cuaderno de dibujo—. Yo
creo que lo que mejor hago es contar historias. A veces cuento historias que me invento y mis
amigas se creen que son verdad o que las he sacado de algún libro.
—Eso no está nada mal. Narrar historias es un oficio muy bonito.
—Luca me ha contado que usted le dijo..., bueno, que tú le dijiste que un ladrón de verdad es
un artista. Como un pintor. Y que es un don que uno tiene.
—Puede ser.
—Y que nunca, nunca, hay que robar nada solo por dinero.
—Eso es verdad.
—Pues yo no sé si lo entiendo muy bien...
—Es muy sencillo. A ver, dime, ¿cuál es el cuadro más famoso del mundo?
Clara duda unos instantes:
—¿La Mona Lisa?
—Eso es. ¿Y sabes por qué es tan famosa?
—No.
—Porque la robaron. —Clara sigue sin comprender, pero Roberto le pide paciencia con un
gesto—. ¿La has visto alguna vez?
—Sí. Las últimas vacaciones de Navidad mi madre me llevó al Louvre.
Lo que no se atreve a decir es que el célebre cuadro de Leonardo no le pareció nada del otro
mundo. Desde luego, le gustó mucho menos que La balsa de la Medusa, La coronación de
Napoleón o una sala entera que había, llena de cuadros enormes, a rebosar de personajes, colores
y mujeres gordísimas, que narraban la vida de una de las reinas de Francia desde su nacimiento.
Entonces Roberto le cuenta cómo una buena mañana de hace veinticuatro años la pared de la
que colgaba La Gioconda apareció vacía. La conmoción que se creó. La multitud que hacía cola
para visitar el hueco que había dejado el cuadro. Los dos años que la prensa de todo el mundo se
pasó llenando páginas y páginas con las más desbocadas teorías. Que si se la había llevado un
enamorado del rostro de Mona Lisa, que si era un golpe internacional o que la había robado un
joven Pablo Picasso. La imagen, desconocida hasta entonces para el gran público, empezó a
aparecer en las hojas de los periódicos, y de ahí saltó a las cajas de galletas, a los envoltorios de
las chocolatinas, a las postales y los abanicos. Se reprodujo sin medida. Convirtiéndose en la más
famosa del mundo.
Clara escucha encandilada. A medida que Roberto va hablando, esa señora con la frente calva
le va resultando menos indiferente. Hasta empieza a ver ese misterio en su sonrisilla del que todo
el mundo habla.
—¿Y cómo la encontraron, al final?
—Porque el ladrón confesó. Era un italiano, un extrabajador del museo, y la había tenido todo
el tiempo escondida en su apartamento, debajo de la cama. Para revenderla o quién sabe para
qué.
—¿Y ya está?
—Ya está.
Pues vaya chasco. Se había esperado un bandido mucho más interesante.
—De la Saskia leyendo de Rembrandt tampoco había oído hablar casi nadie hasta que
desapareció —continúa Roberto, y Clara contiene el aliento al escucharle aludir así a su famoso
golpe—. Ahora es famosa. Pero tú, ¿qué preferirías en un caso así? ¿Descubrir que el ladrón es
cualquier hombrecito inofensivo, como el de La Gioconda? ¿O que no la encontraran y seguir
imaginando que se la llevó un pintor celoso o un espía?
A Clara no le cabe duda:
—Preferiría que no la encontraran.
No está segura, pero le parece que ha entendido lo que quiere decir Roberto. Un robo tiene
que ser como una novela. A cambio del objeto escamoteado hay que dejar una buena historia.
Aunque no tenga final.
A lo mejor es que, a veces, los mejores relatos son los que se quedan a medias. Los que no
tienen un principio y un remate. Pero tiene una duda:
—¿Y si la historia sí merecía la pena? Quiero decir, ¿y si el que se lleva el cuadro es de
verdad un pintor celoso o un espía? Entonces es mejor enterarse. Si es una novela, aunque no
atrapen al ladrón, te acabas enterando siempre de quién era, porque el autor te lo cuenta. Pero en
la vida real, si nadie lo descubre, nadie se entera ni de quién es ni de cómo lo hizo, aunque sea
una historia de lo más emocionante. Y eso es una lástima.
Montenegro entrecierra los ojos como si nunca se hubiese parado a considerar algo así y su
reflexión le resultara de lo más interesante. Clara desvía la mirada, azorada, y le echa otro vistazo
al coche.
«Ya sé cómo impresionar a Montenegro», le ha dicho Luca, hace un rato, mientras se
refrescaban los pies en el agua fría del arroyo sentados en la orilla.
Ha sido pura casualidad. Cuando estaban sacando los avíos del pícnic del maletero se ha
pisado un cordón y, al agacharse para atárselo, ha visto a Roberto sacarse una bolsita de
terciopelo oscuro de la chaqueta y guardarla, con mucho cuidado, debajo del asiento del
conductor.
—Lo ha hecho cuando creía que nadie miraba, hazme caso. —Hablaba emocionado, a
trompicones—. Tiene que ser algo valioso. Y secreto. Lo ha sacado del bolsillo porque sabía que
íbamos a estar tirados por el prado y no quería que se le cayera y lo descubriéramos por error.
Estoy seguro.
Y luego le ha susurrado al oído: «Quien roba a un ladrón...».
Clara no quiere ni pensar en ello ahora para que no se le note en la cara. El plan de Luca es
muy audaz. Puede salir mal por muchas razones. Pero cada vez le tienta más.
Roberto termina de darle los últimos toques a la acuarela. Cambia el pincel por un lápiz y en
una esquinita que ha quedado libre de pintura escribe: «Para mi amiga Clara, que solo quiere que
le cuenten el final si las historias merecen la pena».
—¿Somos amigos?
—Si tú quieres.
—Claro que quiero —responde Clara, solemne. La amistad de Roberto es todo un honor. Y le
va a demostrar que no se ha equivocado al otorgársela. Que sabe estar a su altura.
A Kaplan nunca le han gustado los periodistas. Ni siquiera los que trabajan para él. La mayoría
son gañanes groseros y llenos de ínfulas con una propensión innata a sacar los pies del tiesto
amparándose en el derecho del público a la información. Y los que ni siquiera están a su sueldo
se creen, además, con derecho a ser impertinentes en aras de un supuesto interés general. Los
tolera solo porque son útiles. Un mal necesario.
Pero Pierre Busson es claramente la muestra de que toda regla tiene su excepción. Sus gustos
son gustos de hombre de mundo, como prueban la copa de Martell Cordon Bleu que hace oscilar
en su mano derecha y sus conocimientos sobre cigarros puros. Viste un traje con un buen corte, a
medida, con su pañuelo de seda en el bolsillo superior. Sin embargo, no es ningún petimetre. Su
mirada afilada no engaña. Es un hombre inteligente, con talante negociador y un humor sutil.
Lo primero que ha hecho, nada más poner pie en su habitación, ha sido volver a disculparse
por la exclusiva de esta mañana, que ha revelado su nombre al público, pero como seguro que
comprendía, no podía dejar volar la información y que se la arrebataran otros. El oficio mandaba.
Tampoco podía decirle cómo había averiguado que era él el comprador ni quién le había dado
el soplo, ni si había sido allí o en París. Kaplan era un hombre de los medios de comunicación y
sabía mejor que nadie que las fuentes eran sagradas.
Lo que sí podía hacer para compensarle, en la medida de sus escasas posibilidades, era
ponerse a su disposición para cuanto quisiera preguntarle. Aunque mucho se temía que casi todo
lo que sabía del falso Van Dyck de Marchal estaba ya publicado.
Aun así, han pasado cerca de media hora comentando el caso. Un asunto menor, según
Busson, si no hubiese sido porque los protagonistas son dos personajes conocidos de la vida
pública parisina.
—Me temo que no soy ningún experto en arte, señor Kaplan. Me interesan más los aspectos
humanos de este tipo de noticia, tanto en este caso como en el de su maravillosa Flaminia
Triunfi. Y al público también. Es algo que aprendí ya hace tiempo, cuando el señor Montenegro,
a quien usted conoce bien, fue juzgado por su conexión con el famoso robo de la Saskia de
Rembrandt.
—Vaya, ¿siguió usted el caso?
—Atentamente. —Busson hace girar con parsimonia su copa de balón—. Y tengo la poca
modestia de creer que, sin mi colaboración, la reputación del señor Montenegro no habría
alcanzado las cotas de las que disfruta hoy en día.
—¿Lo conoce personalmente? Ahora que lo nombra, creo recordar que también aludía usted a
él en la pieza sobre el Van Dyck.
Busson alza los hombros:
—Tenía que darle color a la información de algún modo y se me ocurrió mencionar que ese
era el estilo de obras barrocas que poseía el señor Montenegro en su colección, aunque él no
tuviera nada que ver con el asunto. —Sacude la ceniza del cigarro y se recuesta en el butacón—.
No somos amigos íntimos, pero tenemos una buena relación. Eso sí, me temo que no voy a
conseguir ni media palabra suya sobre el hallazgo de la Flaminia. No es fácil hacerle hablar
cuando tiene enfrente un lápiz y una libreta.
Kaplan le imita y cruza las piernas él también, con aire relajado. El azar le ha sonreído al
poner en su camino a ese tipo.
Él conoce la historia del robo y la misteriosa reaparición de la Saskia leyendo de Rembrandt,
igual que la conoce cualquiera que se dedique al negocio del arte. El lienzo en cuestión era un
retrato de la mujer del pintor ricamente vestida, recostada en unos almohadones con un libro en
la mano, sobre un fondo oscuro y bañada en la característica luz dorada del maestro holandés.
Formaba parte de la colección privada de sir Edmund Adley, un financiero británico a quien
Eduardo VIII había concedido el título, y colgaba de los muros de una imponente casa de campo
de Surrey.
Hasta que, en la primavera de 1931, una noche en la que la mansión acogía a unos veinte
huéspedes, además de a los perros y la servidumbre, la hermosa Saskia desapareció junto a otros
tres lienzos: dos Gainsboroughs y un Reynolds. Al despertar, sir Edmund se encontró los cuatro
marcos vacíos sobre una alfombra. En uno de los ventanales faltaba un panel de vidrio que los
ladrones debían haber retirado para entrar y salir en silencio de la casa. Nadie había oído nada.
Las cuatro obras desaparecidas eran más que estimables, pero el Rembrandt era una pieza de
verdadera importancia. Valiosísima. Y las circunstancias de su desaparición tenían un tinte
novelesco, así que la noticia captó la imaginación del público de inmediato. Su eco llegó hasta
Estados Unidos, donde tanto la revista Time como el New York Times le dedicaron largos
reportajes comparando lo sucedido con el robo de la Mona Lisa.
—Recuerdo perfectamente que meses después la policía no tenía aún ni la más mínima pista.
Y, entonces, de repente, el cuadro reapareció en París, en manos de un galerista.
—Así es. A mediados de octubre un viejo marchante de la calle Laffitte acudió a la Prefectura
de Policía para notificar que un individuo con acento extranjero se había puesto en contacto con
él para que le ayudara a encontrar comprador para un lienzo cuya descripción correspondía con
la del Rembrandt desaparecido. Era un escocés, que fue detenido de inmediato, y cuando la
policía le instó a colaborar no supo proporcionar más que un par de nombres. Entre ellos el de
Roberto Montenegro.
La prueba definitiva, explica Busson, apareció cuando la policía registró el domicilio del
español, sin previo aviso, y encontró en el desván el óleo de Reynolds que había desaparecido de
la casa de campo de sir Edmund la misma noche que el Rembrandt. Enseguida se supo, además,
que Montenegro conocía personalmente al financiero inglés, había frecuentado su mansión de
Surrey pocos días antes del robo y no tenía coartada para la noche de autos.
A partir de ese momento se desencadenó un confuso vodevil que mantuvo a la opinión
pública entretenida durante más de seis meses y fraguó para siempre la reputación del misterioso
sevillano.
No se le juzgaba por robo —ni el delito se había cometido en suelo francés ni había prueba
sólida ninguna contra él—, sino de comerciar con obras de arte robadas, pero tanto la acusación
como la prensa y el público parecían dar por hecho que él había sido el autor del delito. El
Montenegro ladrón de guante blanco resultaba mucho más interesante que un simple marchante
deshonesto, más aún cuando todo lo que se iba sabiendo sobre él lo iba convirtiendo en un
personaje más fascinante. El origen desconocido de su fortuna, su elusivo pasado, sus viajes a
través de Europa, su afición por el casino y su dedicación al coleccionismo y la compraventa de
arte. Hubo incluso quien insinuó una relación con dos tipos que cumplían condena por sustraer
tallas y retablos góticos en iglesias rurales y residencias campestres abandonadas, a pesar de que
los dos presos negaron cualquier vínculo.
—Tengo que reconocer que ese rumor fui yo quien lo puse en circulación... Espero que me
guarde usted el secreto —ríe Busson entre dientes.
Kaplan sonríe a su vez. Le gusta ese tipo. Tiene la impresión de que si no habitasen dos
continentes distintos podrían hacer buenos negocios juntos. Y le gusta haber dado con alguien
que le ayude a poner orden en las cuatro cosas que sabe sobre Montenegro.
Si hay algo de lo que está orgulloso es de su habilidad para calibrar a la gente. Un par de
horas de conversación, el tiempo de una cena, le bastan normalmente para calar a cualquiera.
Pero Montenegro aún se le escabulle y eso le molesta.
No tiene queja contra él. El sevillano ha cumplido con creces lo prometido. Le ha procurado
un tesoro inimaginable y ha manejado la situación con discreción y elegancia. Sin fallas. Pero le
enfada que no se deje adivinar. Y espera que el relato de Busson le sirva para poner cerco, de
algún modo, al personaje.
En vano.
—Montenegro —continúa el periodista—, declaró que todo se trataba de un error. Que la
pintura que tenía en casa no era el cuadro desaparecido, sino otro del mismo autor, de tema muy
similar, que un galerista estadounidense le había encargado restaurar antes de enviarlo a Nueva
York. Para sorpresa de todos, sir Edmund, el propietario del lienzo, ratificó sus palabras en
cuanto fue informado, asegurando que ese no era el cuadro que le habían robado. Y el marchante
neoyorquino confirmó también su versión. Todo daba a entender que se había tratado de un
lamentable error.
Pero, casi de inmediato, la exesposa de sir Edmund le rebatió de forma fulminante. Busson le
cuenta la llamada que recibió, a última hora de la tarde, en la redacción. Era una mujer airada,
indignada porque su exmarido ni siquiera se había molestado en contarle lo que estaba pasando y
se había tenido que enterar por la prensa.
—Me aseguró que el lienzo que la policía había encontrado en manos de Montenegro era, sin
lugar a dudas, el Reynolds robado la misma noche de la desaparición del Rembrandt y los dos
Gainsboroughs. No había equívoco posible porque era ella quien lo había aportado al
matrimonio, recién casada, y estaba dispuesta a jurarlo donde hiciera falta. Ante el juez y ante
Dios. Su marido había mentido solo para que ella no pudiera recuperarlo, tal y como le
correspondía. Las condiciones del divorcio aún se estaban negociando, y él la odiaba tanto que
estaba dispuesto a cualquier cosa, incluso a dejar que un ladrón se saliera con la suya, solo por
perjudicarla.
Ese fue el momento en el que todo se convirtió en un folletín desquiciado, explica Busson,
dándole una calada honda a su cigarro. La cuestión se enredó más de lo imaginable. Los expertos
en arte no se ponían de acuerdo, y menos aún la prensa.
—Nos contradecíamos los unos a los otros todos los días. Era una guerra por conseguir más
lectores.
Entonces, en un inesperado giro de la trama, salieron a la luz varias cartas privadas que
desvelaban que la esposa de sir Edmund había mantenido un romance con Montenegro un par de
años atrás.
—Las consiguió un colega del D’Artagnan, aún no me ha contado cómo. La cuestión es que a
partir de ese momento el público achacó las acusaciones de la mujer al despecho y el caso dio un
nuevo vuelco. Y, como bien sabe, nuestro amigo Montenegro fue finalmente absuelto por falta
de pruebas.
Kaplan apura los restos de coñac de su copa, un tanto decepcionado. Busson es un cronista
ameno y le ha divertido escucharle. Pero al final se ha quedado con la impresión de que en aquel
asunto nadie acabó de decir nunca la verdad y el triunfo del acusado se debió, sobre todo, a la
influencia de la prensa, que había puesto de su lado a la opinión pública y al jurado popular.
En cualquier caso, no ha sido tiempo perdido. Le ha gustado conocer a Busson. Esta mañana
ha estado hablando con Rosenberg sobre la conveniencia de concederle una entrevista más
personal a algún periodista de confianza. Una conversación reposada, para hablar más
extensamente de sí mismo y de su larga trayectoria, no solo de la Flaminia. Algo que pueda
traducirse y publicarse en Estados Unidos antes de su llegada. Y parece que ha dado con el
candidato ideal. Tiene buena sintonía con el pájaro y eso es lo más importante.
Deja que el tema de la entrevista surja casi solo mientras saborean una segunda copa de
Cordon Bleu y hablan un poco de todo, de arte, de Deauville, de las adquisiciones que ha
realizado Kaplan durante su periplo europeo y de las carreras de esa tarde. Finalmente, cierran la
cita para el día siguiente. Él se encargará de avisar a Lena para que ella también esté presente.
—Supongo —pregunta Busson mientras le tiende la mano para despedirse—, que no hay
ninguna posibilidad de que el hombre que sustrajo el lienzo de Italia acceda a hablar con ningún
periodista.
—Imposible, me temo. Si estuviera en su lugar, ¿se sentiría usted muy inclinado a aparecer en
la prensa después de haber burlado al Gobierno de Mussolini?
Busson responde con una mueca:
—No, claro, lo comprendo. Era un tiro al aire, pero tenía que intentarlo. Me habría gustado
compartir la exclusiva con un amigo. Alguien que me proporcionó ayer la pista que me hizo
llegar hasta usted, mister Kaplan. Pensé que a lo mejor encontraba la forma de devolverle el
favor. Pero otra vez será.
A medida que se acercan a Deauville hay cada vez más tráfico. Luca viaja con la cabeza y los
brazos apoyados fuera de la ventanilla mientras, a su lado, Clara duerme acurrucada en el
asiento. Eso le obliga a trazar el plan de acción a él solo, así que no admite discusiones: él será el
capitán y ella tendrá que conformarse con ser su lugarteniente.
Cada vez lo ve más claro. Montenegro los trata como a niños. Por eso no confía en ellos, por
mucho que le haya dicho a Clara que es su amigo y por muchas perlas y muchos retratos que le
regale. Ella no se da cuenta porque está pasmada, pero Luca lo tiene clarísimo.
No en vano lleva estudiando a Montenegro a conciencia desde el primer día. Bueno, también
lo vigila porque le encantaría parecerse a él. Pero eso no lo va a admitir ni aunque le escalden
vivo. La otra noche le birló un sombrero a su padre y estuvo un buen rato delante del espejo de
su cuarto ensayando gestos y actitudes sin éxito. Nada funciona con pantalones cortos y, por
mucho que ha insistido, no hay manera de que le dejen llevarlos largos de una vez. «Cuando
aprendas a comportarte como un hombrecito. Con esas rodillas llenas de mataduras, ni lo
sueñes», ha sido la respuesta.
—Entonces qué, ¿venís a las carreras? ¿No estáis cansados? —pregunta el tío de Clara.
Luca niega con la cabeza, enfático. Clara y él han insistido para que los dejen acompañarlos y
los dos adultos han aceptado encantados de no tener que desviarse para llevarlos a casa. Ya
llegan tarde y temen no llegar a tiempo de ver si Ping-Pong, el alazán de la princesa de Faucigny,
es capaz de batir a Pen and Ink, el negrito del barón de Rothschild, en la principal carrera del día.
Le da un codazo a Clara para que se despierte. Están a punto de llegar y aún no tienen plan.
La bolsita de terciopelo oscuro debe estar todavía debajo del asiento de Montenegro. No le ha
visto cogerla. Pero no se atreve a agacharse y mirar.
—¿Y si se enfada?
Eso ha sido lo primero que le ha preguntado Clara cuando le ha expuesto la idea, hace un rato,
antes de subir al coche.
—¿Por qué se va a enfadar? Si vamos a hacer lo mismo que él hace... Además, se la vamos a
devolver. No es un robo de verdad. Cuando piense que han sido unos ladrones profesionales,
confesamos y le dejamos con la boca abierta.
—¿Y si se enteran nuestros padres? Los míos se van a enfadar muchísimo. Aunque les diga
que era solo un juego.
—¿Cómo se van a enterar? Roberto no va a chivarse. Uno no se chiva de sus amigos.
Pero para todo tenía pegas:
—Yo no creo que lleve nada valioso en esa bolsa. Si es valioso, ¿por qué lo va a llevar encima
en lugar de guardarlo en la caja fuerte del hotel?
Luca no ha estado nunca en un hotel y no sabía que las habitaciones tuvieran caja fuerte, así
que ha tenido que improvisar:
—Pues porque a lo mejor lo ha robado esta mañana en el hall, mientras le esperábamos en el
coche. O a lo mejor —las ocurrencias se le amontonaban— es una pistola y la lleva siempre
encima.
Lo de guardar una pistola en una bolsa de terciopelo la verdad es que sería un poco raro, pero
tenía la imaginación disparada. Un rato antes había sorprendido una conversación entre dientes
de Montenegro y el tío de Clara. Y había escuchado con claridad la palabra gánster.
La había pronunciado el tío Gabriel, con entonación de respeto y preocupación, y a Luca le
había golpeado, nítida y distintiva, del mismo modo que cuando uno escucha su nombre en una
conversación ajena. Alguien tenía miedo de un gánster. Era algo que tenía que ver con la prensa.
Y ambos repetían un nombre desconocido: «Caplan». Estaba en Deauville y era peligroso. Pero,
cuando se acercó, cortaron el tema en seco.
Esa era la prueba de que Montenegro los trataba como a críos. Dice que no puede hablar de
sus secretos, pero no es verdad. Porque al tío de Clara le cuenta muchísimas cosas. Siempre están
cuchicheando entre ellos.
Las cosas como son, al lado de un gánster americano, un simple ladrón a Luca le parece ahora
una nadería, pero la cuestión es que si quieren que Roberto Montenegro los considere dignos de
ser sus aprendices de verdad, y no de simple boquilla, van a tener que demostrarle lo que valen.
Vuelve a clavarle el codo a Clara, que refunfuña. Menos mal que por lo menos está dispuesta
a colaborar. Luca está un poco hasta las narices de que le contradiga en todo y le diga que sus
ideas son tontas. Antes era diferente. Los dos estaban siempre de acuerdo.
Además, tiene que aguantar a los idiotas de sus amigos, a los que les ha dado por burlarse y
preguntarle por su novia. Menudos cretinos. Clara no es su novia. Es su amiga, y es más
divertida y mejor que todos ellos juntos. Sabe muchas cosas que nadie más sabe y es más
valiente. Pero por culpa de esa pandilla de imbéciles que no paran de guiñarle el ojo y dar
silbiditos, venga a repetir lo guapa que es su novia, ahora a él también le parece guapa. Y hay
veces que se pone rojo cuando ella le sonríe. Y vale, a lo mejor sí que le gustaría que fuera su
novia. Pero aun así, piensa seguir dándole de puñetazos a todo el que le diga algo parecido.
Ya están casi en el hipódromo. En los alrededores no caben más vehículos. Bugattis,
roadsters de BMW, Isotta Fraschinis, Rolls y Minervas. Pero con una buena propina logran que
el aparcacoches les haga un hueco. Montenegro apaga el motor del Hispano-Suiza y baja del
coche.
Luca no le quita ojo. Está preocupado porque el sevillano ha echado a andar junto a ellos sin
recuperar el paquetito. Y si de verdad fuera algo valioso no se le ocurriría dejarlo allí, al alcance
de cualquiera. ¿Se habrá equivocado y será una simple fruslería?
Pero cuando apenas han avanzado unos pasos, Montenegro se detiene:
—Esperadme en la puerta si no os importa, vuelvo enseguida. Me he dejado los prismáticos
en el coche.
Luca cruza con Clara una mirada cargada de significado. Y mientras a ella no le queda más
remedio que fingir que escucha a su tío, que no para de hablar, él vigila de reojo a Montenegro.
No se atreve a mirar con mucho descaro, pero está casi seguro de que le ha visto abrir la puerta
del conductor y agacharse a coger algo antes de dirigirse a la parte trasera del coche y sacar los
binoculares del maletero.
Ajá. O sea, que no es que no le importara dejar la bolsita sin vigilancia. Es que no quería que
nadie le viera cogerla. «Esto se pone aún más interesante», susurra al oído de Clara mientras
acceden al recinto.
En el paddock de presentación los caballos pasean nerviosos de la mano de sus mozos y las
coloridas casacas de los jockeys brillan al sol con alegría, pero Luca no tiene ojos para el
espectáculo. Tiene un objetivo claro. Y no piensa marcharse sin cumplirlo. Sin embargo, todas y
cada una de las veces que trata de meter la mano en el bolsillo de Montenegro se ve obligado a
retroceder después de acercarla solo unos centímetros. Robar al descuido es más difícil de lo que
parecía y empieza a pensar que va a ser complicadísimo hacerse con el botín sin que nadie se dé
cuenta. Y encima Clara, en vez de apoyarle, no hace más que cabecear para que deje de
intentarlo.
Uno de los caballos lanza una patada al aire y el público que se agolpa en torno retrocede
entre exclamaciones. Luca está tan nervioso que el repentino movimiento le sobresalta y está a
punto de caerse de espaldas.
—Vamos a tener paciencia —murmura Clara—. Ya aparecerá la oportunidad.
Los caballos salen hacia la pista y suben todos a la tribuna. Pero ellos dos no prestan ninguna
atención a la carrera. Permanecen con las cabezas juntas, cuchicheando, atentos a Roberto, que
no para de saludar a medio hipódromo. Inútilmente. No se presenta ni la más mínima
oportunidad.
Cuando los caballos cruzan la meta y el tío Gabriel y Montenegro bajan de las gradas, él y
Clara se quedan unos pasos atrás, conspirando. Están tomando demasiados riesgos y van a acabar
por pillarlos. Lo mejor va a ser mantener un rato la distancia y observar, aún queda mucho
tiempo y puede surgir la ocasión si son pacientes.
Montenegro conoce a todo el mundo y se acerca mucha gente a saludarle. La mayoría le
preguntan por el cuadro ese tan caro que le ha vendido a un millonario, pero él no se para
demasiado rato con ellos, cosa que a Luca le parece normal, qué pesadez que todo el mundo te
hable de lo mismo todo el tiempo. Con los únicos con los que hace una excepción es con una
pareja que está sentada a una de las mesas instaladas en el césped, cerca del recinto de peso.
Cuando el hombre le saluda, a cierta distancia, Roberto le hace un gesto a Gabriel y se acercan a
ellos y hasta se quedan un rato charlando.
La mujer lleva un vestido de lunares y uno de esos sombreros amplios y redondos que cubren
media cara. Es rubia y muy guapa. Pero lo que deja a Luca patidifuso es el nombre del señor que
la acompaña. Montenegro lo ha pronunciado con mucha claridad al presentarlo: mister Caplan.
Y además habla en inglés. No cabe ninguna duda. Es él.
Susurra al oído de Clara, excitado:
—Es un gánster americano.
Ella arruga la nariz, incrédula, pero a Luca le da igual. Le pide que le traduzca de qué hablan.
Porque él no pilla ni una palabra de lo que dice el gánster. El inglés que hablan no parece el
mismo idioma que le enseñan en el colegio. En cambio Clara, que siempre ha tenido nannies
inglesas o irlandesas, se entera de muchas cosas. Dice que hablan de cuadros, para variar, y de
periódicos, y Luca se desilusiona un poco. Pero cuando escucha a la mujer rubia preguntarle a
Roberto Montenegro si quiere acompañarla al paddock a ver los caballos mientras el gánster y el
tío Gabriel se quedan tomando algo, intercambia una seña con Clara.
Rápidamente, le piden permiso a su tío para ir a jugar un rato solos y de inmediato comienzan
a seguir a Montenegro y a la mujer rubia con disimulo. A lo mejor ahora que está distraído con la
señora guapa se descuida más y encuentran el momento.
Y entonces ocurre. Montenegro inclina un instante la cabeza sobre la de la mujer rubia,
murmurando algo, la sujeta del brazo y, velozmente, extrae el saquito de terciopelo de su bolsillo
y lo introduce en el bolso de su acompañante, que ella mantiene abierto.
Clara y él se miran atónitos. ¡Es una cómplice! ¡Han descubierto a la cómplice de Roberto
Montenegro!
Esto se pone mucho más emocionante. ¿Qué narices será lo que ocultan Montenegro y esa
mujer? Lo malo es que siguen sin saber cómo hacerse con la dichosa bolsita de terciopelo...
Cuando la mujer entra en el aseo de señoras, Clara la sigue por si hubiera alguna posibilidad.
Sin éxito. Y cuando, finalmente, Montenegro y Gabriel se despiden de ella y del gánster, ellos
optan por quedarse rondando cerca y seguirle los pasos, escondiéndose tras los árboles y los
quioscos. Pero no encuentran el modo de acercarse. Y la jornada de carreras se acerca, tranco a
tranco, a la recta final.
Luca empieza a verlo cada vez más complicado. Solo se le ocurre una estrategia con
posibilidades de éxito. Intentarlo cuando se esté corriendo una carrera y todo el mundo a su
alrededor esté distraído con la vista fija en los caballos. Y la prueba principal del día está a punto
de comenzar. No van a tener ocasión mejor.
Cuando la pareja asciende los escalones de las tribunas, él y Clara se sitúan justo detrás con
una velocísima arrancada. A la mujer el bolso le cuelga del hombro y se le bambolea
ligeramente.
Suena la corneta, se levantan las cintas de salida y toda la grada se pone en pie. Luca y Clara
se ven emparedados tras una barrera de espaldas en tensión. El público guarda un silencio
expectante. Solo se escucha la voz del narrador a través de los altavoces y Luca no para de mirar
de reojo el bolso de la mujer rubia. Los caballos se aproximan a la última curva. Se les está
acabando el tiempo. Y, de pronto, sobrecogido, ve a Clara alargar la mano y, con un gesto
preciso y un breve clic, abrir el cierre del bolso. La mira a los ojos y ella le devuelve la mirada,
intrépida.
Es ahora o nunca. Todos tienen la atención puesta en la pista, con prismáticos o sin ellos. Los
caballos entran en la recta final y la grada explota. A su espalda un hombrecito de grandes
bigotes chilla como un endemoniado, dejándose los pulmones. Clara extiende otra vez el brazo,
pero Luca tiene mejor ángulo. Respira hondo e introduce la mano en el bolso con rapidez.
Sus dedos se cierran de inmediato en torno a un objeto suave y lo atrapan con fuerza. Sin
mediar palabra, cruza una mirada con Clara y ambos echan a correr entre el público, abriéndose
paso a pisotones, gradas abajo. Corren y corren, saltando escalones. Los gritos y los aplausos
alcanzan el límite del crescendo y comienzan a desfallecer mientras ellos siguen corriendo. No se
detienen hasta no alcanzar la zona más remota del hipódromo y guarecerse tras un seto.
No han llegado a decidir quién de los dos esconderá el botín ni dónde. Tampoco qué harán
con él. Pero ahora no puede pensar. Tiene demasiado miedo a que dentro del ansiado saquito de
tela no haya más que una bagatela. Algo privado y sin valor.
Afloja el nudo y deja caer el contenido al suelo. Ambos se miran, sin palabras.
Sobre la hierba del hipódromo, un enorme pájaro de diamantes y piedras preciosas despliega
las alas, exultante.
A Léon no le gusta el whisky. Prefiere las bebidas dulces, suaves. Las que se consideran poco
masculinas. Pero cuando Dora deposita los dos vasos anchos sobre la mesita de caoba y le sirve
un trago largo de Macallan, se agarra a él de inmediato como a un salvavidas.
Lleva en el bolsillo un cheque por valor de quinientos mil francos que Roberto Montenegro le
ha entregado hace un par de horas. Y, muy pronto, antes de que la Flaminia Triunfi zarpe hacia
Nueva York, será dueño del resto.
Debería sentirse liberado. El griego tendrá pronto su dinero. Por fin los dejará en paz, a él y a
su familia. Y, sin embargo, cuando Dora lo ha encontrado acodado a la barra del Brummel, hace
solo un rato, llevaba cerca de dos horas en el club nocturno, bebiendo. No podía parar de pensar
en la fantástica cantidad que el sevillano había inscrito en el trozo de papel que guardaba
arrugado en el bolsillo, con su letra grande y desacomplejada. Y en todas las noches que él había
tenido que gastar frente a una mesa de juego para acabar así.
Al alzar la vista de la barra y reconocer el rostro amigo de Dora le ha invadido una inmensa
gratitud. Eso era exactamente lo que necesitaba. Una compañía cálida, comprensiva, de alguien
que no tuviera nada que echarle en cara. Alguien a quien no debiese nada. Pero ella no ha
querido sentarse. Allí había demasiada gente. Demasiados conocidos. ¿Por qué no iban a un sitio
donde estuviesen más tranquilos? Tomándole del brazo, le ha guiado hasta su coche y, mientras
el chófer los conducía hasta la casita que la inglesa tiene alquilada al pie del monte Canisy, le ha
dicho cosas que no acababa de entender. Sobre Gabriel. Que sabía que su cuñado le había metido
en algún problema y que no se atrevía a confesárselo a Emma. Pero que ella estaba a su lado y
podía contar con su apoyo. Era confuso. A veces parecía que aquella mujer sabía cosas que no
debería conocer y, otras, lo que decía no tenía sentido, pero el mareo provocado por las curvas
del camino no le permitía pensar, por eso se ha limitado a escuchar, sin negar ni asentir a nada de
lo que le decía.
Y allí está ahora. Sentado en el saloncito de Dora, con otra copa entre las manos. Nada más
entrar por la puerta, se ha dejado caer en el sofá y se ha aflojado la corbata. El chalecito de la
inglesa es una bombonera de principios de siglo con ventanas mirador, techos con molduras,
paredes enteladas y cortinas llenas de flores. Un refugio donde no tiene que darle cuentas a
nadie.
Dora se acomoda junto a él. Lleva un vestido que le queda un poco pequeño, con un solo
tirante en torno al cuello y un exuberante escote en pico. Posa una mano sobre las suyas,
húmedas, que continúan asidas al vaso, y Léon las siente frescas y ligeras.
Debería estar aliviado. Ayer, en el hotel, todo salió bien. Los dos secretarios del americano le
dieron mala espina, sobre todo el pequeño y arrugado, con ojos de comadreja, pero el millonario
era un hombre amable.
Aunque a Léon le pareció percibir una punta de desprecio en sus modales.
Eso era que Kaplan pensaba que le había calado. No se creía que hubiera sacado el cuadro de
Italia sin llevarse nada a cambio para él. Tal y como había previsto Montenegro. Así que hasta
eso había ido rodado.
Pero luego, a la salida, ese amigo de Gabriel, el periodista cotilla, le había puesto nervioso.
No entendía por qué le miraba así. Como si supiera algo.
Gira la cabeza y se topa con los ojos azules de Dora.
—Ese tal Oriot —masculla—, el amigo de mi cuñado, ¿lo conoce usted?
Dora le pide que la tutee, por favor, son amigos. Luego responde mientras le acaricia las
manos con un movimiento lento y repetido:
—Me parece un tanto zafio y un husmeador interesado, pero no tengo mala relación con él.
¿Por qué me preguntas? Cualquier cosa que necesites compartir, aquí estoy yo para escucharte,
Léon. Cualquier cosa. Te aseguro que te comprenderé y te apoyaré.
No, cabecea Léon. No sabe ni por qué le ha preguntado por Oriot. El periodista es un don
nadie. Es el otro el peligroso, el americano.
Siente el peso del cuerpo caliente de Dora sobre su brazo:
—Hace tiempo que me he dado cuenta de que estás preocupado, Léon. Si necesitas confesarte
con alguien, estoy aquí, a tu lado. Para escucharte, para acompañarte y para prestarte mi fuerza.
La mira, un poco asombrado de sentirla tan cerca. Está muy borracho. Y no le importaría
estarlo más. Le da otro trago al whisky. La inglesa lleva colgado del cuello un medallón que le
baila entre los dos pechos, rosados y rotundos.
No sabe cómo podría explicarle lo que siente. Porque no es miedo. No. El miedo es solo una
excusa. Lo que siente es desprecio.
Hacia sí mismo.
Desprecia su debilidad. Su hipocresía. Se desprecia por no haber sabido encontrar una salida
honorable al callejón al que le han abocado la flaqueza y el vicio. Por haberse puesto a la merced
de un Roberto Montenegro cualquiera. De un aventurero del que no sabe nada y que acaso le
haya convertido en cómplice de un negocio ilegal. No se fía en absoluto de ese negociante
sibilino y menos aún de lo poco que les ha contado a él y a Gabriel antes de hacerlos sus
colaboradores. Con el griego, al menos, las cosas estaban claras.
Quién sabe si no ha salido del fuego para caer en las brasas, y si Emma y Clara no acabarán
pagando las consecuencias. No ha sabido cuidarlas. Es un mal marido y un mal padre, no cabe
duda. Pero está seguro de que si no las tuviera a su cargo, si no hubiera temido la amenaza del
griego sobre sus vidas, habría encontrado otra forma más digna de salir del atolladero. Y casi de
inmediato le ahoga la vergüenza, al darse cuenta de que está culpando a las dos personas que más
quiere en el mundo de su propia infamia.
Por todos los santos. No es posible caer más bajo.
Se siente cansado y muy pequeño, y cuando vuelve a mirar a la inglesa, que sigue estrechando
su cuerpo cálido y reconfortante contra el suyo, solo se le ocurre preguntar:
—¿Te han dicho alguna vez que te pareces mucho a Mae West?
Ella ríe, llamándole bobo, y Léon descubre que, sin saber cómo, su mano derecha se ha
posado sobre uno de los pechos de Dora. Lo amasa con afán y lo besa, cubriéndolo con su aliento
y su saliva, e intenta bajarle el vestido a la fuerza para devorarlo mientras se hunde en el asiento,
cayendo casi de rodillas.
Hasta que ella le sujeta la cabeza con ambas manos y le obliga a alzar la vista.
Le acaricia la mejilla, enjugándole algo húmedo que le rueda por el rostro, y luego le besa,
largo y hondo.
Es más de medianoche y Gabriel lleva sin descansar desde las siete de la mañana. Nada más salir
del hipódromo fue a buscar la cámara a su estudio y se ha pasado la noche haciendo fotos para El
Mensajero, tratando de enmendar sus desaires y compensar a Félix de algún modo. Está agotado.
Pero antes de regresar a casa ha entrado al Bar Americano a tomarse una copa rápida.
Endereza la espalda maltrecha y se dispone a pedir la cuenta cuando escucha una voz a sus
espaldas:
—¿Molesto? —Y Roberto, surgido de no se sabe dónde, se sienta a su lado, en la barra, sin
aguardar respuesta—. Me han dicho que sueles parar aquí por las noches. Llevo un rato
buscándote. Se nos pasan los días y aún no hemos tenido tiempo de charlar tranquilamente.
Gabriel se le queda mirando con sorna. Primera noción de que Roberto tenga ganas de charlar
con calma de nada. Lleva esquivando todas sus preguntas desde el primer momento.
Le hace una seña al barman:
—Otro Pépa, por favor.
—Un french 75.
El barman deposita un cóctel de ginebra y champán frente a su amigo, y uno de vodka y
coñac, bautizado en honor a la famosa starlette Pépa Bonafé —que se sirve en una curiosa jarrita
con asas, parecida a los trofeos deportivos—, delante de él. Entretanto, hablan de caballos. Sobre
todo de Juan Sin Miedo, que corre al día siguiente el Morny. Territorio neutro. Sin riesgos.
Roberto habla con una pasión genuina, de auténtico turfman. Es algo que a Gabriel siempre le
llama la atención, que hombres vividos, a los que nada debería conmover, sean presa de un
entusiasmo tan puro. El estremecimiento que les produce una llegada apretada y el modo en que
sus emociones dormidas resucitan a lomos de esos bichos, vestidas con las sedas de sus colores,
le maravilla. No sabe cuánto hay de ego y cuánto de manía en la pasión por las carreras, pero a
veces ha lamentado no ser capaz de compartirla.
Escuchando a Roberto, está claro que lo único que le retiene en la ciudad, ahora que ya ha
cerrado la venta del cuadro, es ver correr a su potro mañana.
—¿Te acuerdas de cuando mi tío nos trajo al hipódromo por primera vez? Yo estaba
fascinado con todo. Con los colores, los bookmakers, el lujo. Pero a ti no se te iban los ojos de
los caballos y los jockeys. Es curioso que no hubieras vuelto a Deauville desde entonces. —
Apura la copa y añade con un punto acusador—. Está demasiado cerca de donde nos criamos,
¿no?
Lo que quiere decir es que está demasiado próximo a sus verdaderos orígenes como para que
su personaje público se sintiera seguro en sus calles.
Roberto se encoge de hombros antes de pedir otra ronda.
—Claro que me acuerdo. Sobre todo, no se me olvida una cosa que nos dijo tu tío. Que
disfrutáramos del espectáculo. Porque quienes formaban parte de él no podían hacerlo.
Pero Gabriel está seguro de que su tono áspero no le ha pasado desapercibido. Se ha dado
cuenta perfectamente de que sus palabras encierran una recriminación.
Finalmente, Roberto saca un cigarro de la pitillera y sonríe con candidez:
—Te debo una explicación, lo sé. El otro día, cuando apareciste en el hotel, me alegré de
verdad, Gabriel. No era teatro, te lo aseguro. Fue luego cuando pensé que si se sabía quién era y
de dónde venía, podía ser un problema para los negocios. —Alza la copa en un brindis burlón—.
Pero qué diablos. A estas alturas, ya da lo mismo.
Así, sin más, Roberto tira por tierra la barrera de cortesía aristocrática con la que se ha estado
defendiendo de las cuestiones personales hasta ahora y Gabriel percibe algo intangible pero
radicalmente distinto en su actitud. Su mirada tiene una franqueza de la que hasta ahora solo
había visto breves destellos y que reconoce de inmediato. Es la mirada honesta y segura de los
viejos tiempos.
Intuye que, esta vez, si vuelve a preguntarle por lo que ocurrió con Anna, no se escabullirá.
Tampoco se escabullirá si le interroga por lo que sucedió en su vida después de que el marchante
de la calle Laffitte del que le hablaba en la última carta que recibió de su puño y letra, hace trece
años, le ofreciera trabajo. Nunca más volvió a saber de él. Ni el siguiente verano, que con tantas
ganas había anticipado, ni en ningún otro momento. Aunque él siguió escribiéndole, de forma
cada vez más espaciada, durante más de un año, esperando que diera señales de vida, que
regresara o le invitara a reunirse con él. Pero no quiere que sus preguntas suenen a reproche. No
quiere que Roberto se dé cuenta de lo abandonado que se quedó tras su marcha.
Y, una vez más, para preparar el terreno opta por hablar de sí mismo y de lo que fue de su
vida mientras su viejo compañero de clase se convertía en un personaje de novela. Pero esta vez
lo que le cuenta no es el resumen frívolo de hace cuatro días en la habitación del Royal.
Habla de los meses, largos y solitarios en la escuela rural. De lo cuesta arriba que se le
hicieron. De los estudios de Derecho, monótonos y laboriosos.
Al parecer, su padre le había inculcado con más fuerza de lo que él sospechaba la necesidad
de disponer siempre de medios para valerse por uno mismo. O quizá fuera solo una excusa que
se puso a sí mismo. Un pretexto para retrasar el momento de ir a la caza de sus ambiciones de
una vez. En cualquier caso, decidió que lo más sensato era licenciarse antes de partir en busca de
correrías. Su nueva vida de universitario ya estaba llena de novedades emocionantes y, al fin y al
cabo, solo tenía dieciocho años. Le sobraba tiempo para llevar a cabo cualquier cosa que se
propusiera.
Pero pasaba más horas en los cafés y en las tabernas, o haciendo retratos en los merenderos
del Sena, que en las aulas. Al cabo de cuatro años aún le quedaban casi la mitad de las
asignaturas. Y entonces llegó la pequeña herencia de su familia materna y tomó la decisión de
abandonar los libros y abrir un estudio de fotografía bajo el Gran Reloj de Rouen.
Por fin había dado un paso determinado para dedicarse a su pasión. Pero necesitaba asentar el
negocio, ahorrar algo de dinero antes de lanzarse a la aventura y a dar vueltas por el mundo.
Después de todo, estaba en el camino correcto. Y seguía siendo joven.
Fue entonces cuando conoció a Juliette y se enamoró como un auténtico becerro.
Ni se le hubiera pasado por la imaginación marcharse a ningún lado en aquella época. Solo
quería estar con ella. Comenzaron a hacer planes de matrimonio. Estaba a punto de cumplir los
veinticinco. Ya no era tan joven, pero seguía pensando que aún tenía tiempo por delante para
cumplir sus viejos planes.
Hasta que, sin darse cuenta, poco a poco, dejó de acordarse de sus grandes ambiciones.
Cuando a veces se le venían a la memoria, en una conversación de café, las evocaba con la
benevolencia con la que se rememoran ingenuos sueños infantiles, como si hubiese querido ser
espadachín o vaquero...
Gabriel narra sin ironía, desarmado y con el corazón en la mano.
Le alivia hablar en voz alta de todo lo que no fue. Admitirlo, por primera vez, ante sí mismo.
Solo calla lo inconfesable. Que desde el regreso de Roberto, sus desfallecidas fantasías de
adolescencia le escuecen como decenas de minúsculos cortes de papel en la yema de los dedos, y
por eso no sabe aún si su reaparición le alegra o le enfada. Si siente hacia él más estima o enojo.
—La culpa del divorcio fue mía. Casi todas las noches, después de cerrar, acababa en el café
con los amigos. Y Juliette no quería tener hijos con un crío. Eso me dijo. Así que me dejó.
No le cuesta hablar de ello porque son cosas que ya no le importan.
Lo que le duele es ese tiempo perdido tras los primeros años de juventud, un tiempo en que
todo era posible, las horas eran densas y el futuro parecía inabarcable. Su existencia tiene ahora
un peso tan liviano, es tan lisa y tan dócil, que podría desvanecerse en la noche sin dejar rastro,
como el humo de sus cigarros.
Cambia de tema, bruscamente:
—Roberto, ¿puedo preguntarte una cosa?
—Claro.
—Eso que Félix me encargó que te dijera esta mañana, lo del blanco de zinc...
Su amigo achica los ojos, y Gabriel reconoce la vieja sonrisa torcida de otros tiempos:
—Ya me extrañaba que no quisieras saber más.
Gabriel no intenta siquiera contenerse:
—Joder, Roberto. Todo tú eres un puñetero enigma. ¡No tengo ni puta idea de lo que se puede
preguntar y lo que no!
Roberto suelta una carcajada:
—Ya era hora de que estallaras. No entendía cómo aguantabas tanto tiempo sin atarme a una
silla y obligarme a largar de principio a fin.
Le hace una seña al barman para que les ponga otra ronda y le advierte de que la explicación
va a ser larga. Luego se acoda en la barra, buscando las palabras:
—Es una cuestión técnica. Verás. Para pintar un lienzo primero hay que aplicar sobre la tela
una capa preparatoria, una base sobre la que fijar la pintura que se conoce como imprimación y
cuya composición varía con cada escuela de pintura, cada región de Europa o incluso con cada
fase de la carrera de un mismo artista. En Flandes, en el siglo XVII, eran habituales las
imprimaciones ricas en albayalde o blanco de plomo. Es un pigmento que posee unas cualidades
preciosas. Proporciona un tinte cálido y una luminosidad especial a la obra, los colores aparecen
más intensos, y además, la velocidad a la que se seca permite trabajar muy rápido sobre él.
—Vale. Voy siguiendo la lección.
—El albayalde, ya te digo, es un pigmento maravilloso. Pero tiene un gran inconveniente: es
terriblemente tóxico. Por eso hace décadas que dejó de utilizarse. Desde que a mediados del siglo
pasado se desarrolló un nuevo pigmento, algo más frío y menos luminoso, pero inocuo. —Alza
las cejas—. El blanco de zinc.
—¿Y eso es lo que le interesa a Félix?
Roberto comprueba que su pitillera está vacía y roba un cigarro de la suya, sin más formas.
—No te extrañe. ¿Has leído una noticia que ha aparecido en la prensa recientemente sobre
Claude Marchal, el famoso abogado, y un falso Van Dyck?
—Por encima.
Es una historia que llama más la atención por la calidad de los personajes implicados, un
célebre abogado del partido radical y un ilustre general que formó parte del Gobierno, que por
los hechos en sí. Pero Roberto la conoce al dedillo:
—El general le compró a Marchal el cuadro, una obra de juventud de Van Dyck, hace nueve
años. Y pagó por él un millón de francos. Lo mandó certificar y los expertos lo dieron por
auténtico. Sin embargo, hace unos meses, solo Dios sabe por qué, decidió realizar nuevos
análisis técnicos. La ciencia avanza, el mercado del arte cambia día a día y este tipo de
diagnósticos cada vez son más usuales.
—¿Y qué descubrió?
—Pues algo francamente curioso, tratándose de una obra del siglo XVII —responde Roberto
con una mueca singularmente ladina—. Resulta que en la capa preparatoria aplicada sobre el
lienzo no hay albayalde, sino blanco de zinc.
—Pero...
—Exacto. ¿Cómo puede esconderse un pigmento inventado en el siglo XIX debajo de una
pintura del XVII? Misterio.
—¿Y qué alega el vendedor?
Roberto frunce los labios en una mueca de burla. Hay algo en el relato que le produce un
maligno regocijo:
—Dice que el blanco de zinc se ha detectado solo en pequeñas áreas y que puede ser que no
recubra todo el lienzo, sino que alguien lo aplicara, a parches, en alguna restauración más o
menos reciente.
—¿Y puede ser verdad?
—Es algo inverosímil. El supuesto restaurador habría tenido que arramblar no solo con una
buena parte de la pintura original sino, por algún motivo ignoto, también con la imprimación
antigua, para luego aplicar una nueva imprimación con blanco de zinc y volver a pintar encima,
esta vez con pigmentos propios del Barroco. Un despropósito. Ningún profesional hace eso.
Además, las restauraciones se realizan con pigmentos modernos. Solo los falsificadores utilizan
materiales de siglos pasados, para que no se note su mano.
—O sea, que tú no crees que sea un Van Dyck auténtico.
A Gabriel le parece que es todo muy interesante pero que no explica en absoluto la insistencia
de Félix con su dichosa pregunta sobre el blanco de zinc ni la reacción suspicaz de Roberto al
escucharla. Tiene que haber algo más personal.
—No, pero dudo que condenen a Marchal por estafa. Aunque se establezca de manera
definitiva que el cuadro es falso, la acusación no tiene manera de probar que él lo sabía. Como
mucho, tendrá que devolverle el dinero al general.
Gabriel echa un vistazo a su reloj de muñeca. Son casi las tres. Roberto pide la cuenta y un
nuevo paquete de tabaco.
—En cualquier caso —reflexiona Gabriel—, si de verdad fuera una imitación, el autor tiene
que ser un fenómeno. Por lo que dices, antes de que se descubriera la imprimación de blanco de
zinc, nadie había sospechado que el cuadro no fuera auténtico. Ni siquiera los expertos. Si de
verdad el lienzo es falso, lo increíble es que haya por ahí un tipo capaz de pintar como Van Dyck
y de colársela a todo el mundo de esa manera.
La misma mueca bribona:
—Hábil es, no cabe duda.
El barman deposita en la barra una bandejita de plata con la cuenta y Gabriel se queda
mirándola, hipnotizado. Está sumando. Pero no cuántas copas se han tomado. Sino indicios.
Tiene una corazonada que es una insensatez, pero que es lo único que explicaría la actitud de
Félix esa mañana. Su inusitada agresividad. Esa pregunta sobre el blanco de zinc, con ese
tintineo sarcástico, su insistencia en que se lo mencionara a Roberto sin falta. La actitud de este
al escuchar su pregunta, sorprendido y cauto. Y ese brillo zumbón que le baila ahora en los ojos.
No puede ser. Ya le cuesta bastante reconciliarse con su personaje de tahúr novelesco como
para que ahora le venga con esas. Su amigo tuvo siempre un talento sobrenatural para copiar
cualquier cosa que le pusieran delante, pero imitar a uno de los grandes maestros de tal modo que
ni los especialistas puedan distinguir la falsificación...
Roberto guarda la cartera. Le propina una palmada en el hombro y con una mirada
significativa a la numerosa concurrencia le invita a salir del bar.
Gabriel sigue haciendo cálculos y, en cuanto pisan las Tablas, se cuadra frente a él:
—Venga ya.
Roberto no rechista. Pero basta con el modo en que le mira.
—No me lo puedo creer. —Gabriel cabecea, incrédulo—. Lo pintaste tú.
—Supongo que eso es lo que quería decirme ese reportero amigo tuyo —replica Roberto, con
absoluta placidez—. Que lo sabe.
—Pero si es un gacetillero de provincias, ¿cómo puede haberse enterado...?
—Tendrá amigos. Una vez que brota el rumor, acaba saltando por algún sitio. Y eso que me
ha costado un buen pico evitar que apareciera en la prensa.
Tan cerca de la orilla la corriente marina refresca. Roberto se sube el cuello de la chaqueta y
Gabriel le imita. Echan a andar en dirección contraria a la desembocadura del río y de las luces
de Trouville. Caminan despacio, deteniéndose de cuando en cuando, con las manos en los
bolsillos. Las tablas del paseo están en silencio y, a medida que se alejan, van oscureciéndose
más y más. Apenas se cruzan con un par de borrachos gritones y alguna pareja de amantes
furtivos.
—O sea que hay más gente que lo sabe.
—Un reportero de Le Petit Parisien. Hace un par de semanas empezó a lanzar insinuaciones
en el periódico. Eran lo bastante opacas como para que solo yo pudiera entenderlas y no parecía
que supiera a ciencia cierta que había pintado el cuadro. Solo que fui yo quien lo puso en el
mercado.
—¿Y cómo puede haberse enterado?
—Imagino que se lo ha contado Marchal.
—¿Marchal? No lo entiendo. ¿Está intentando demostrar en público que el cuadro es
auténtico y al mismo tiempo te vende a ti a la prensa, de tapadillo, como el culpable del fraude?
—Lo más probable es que pretenda recordarme que me está haciendo un favor al guardar
silencio. Que podría delatarme. Contar que el lienzo se lo procuré yo, que le convencí para que
ejerciera de intermediario. Complicarme la vida.
—¿Y qué quiere conseguir?
—Dinero, supongo. Es uno de esos tipos que siempre necesitan dinero. Así que para no darle
el gustazo preferí comprar el silencio del periodista en lugar del suyo.
Se acercan a la orilla. La marea está muy baja, pero la luna menguante ilumina lo bastante
como para permitirles esquivar las charcas de agua remansada.
—Es que no tengo palabras, Roberto. ¿Cómo se te ocurrió falsificar un Van Dyck?
—Casualidad. En aquella época vivía en La Haya. El galerista con quien trabajaba estaba
especializado en pintura holandesa y flamenca. Van Dyck era un pintor que conocía bien. Y fue
muy prolífico en su juventud. La aparición de una obra suya no despierta excesivas sospechas.
Frente al agua oscura, Roberto le habla, por fin, de todas esas cosas que quedaron pendientes
hace tantos años. De todo aquello de lo que Gabriel no volvió a saber cuando dejó de escribirle.
De su primer trabajo en París, de Anna y de sus años de aprendizaje en Holanda. De sus maestros
en un arte reservado que no se enseñaba en ninguna academia. Y de cómo empezó a hacer
fortuna.
Gabriel escucha, maravillado y mudo. Le fue tan bien, continúa Roberto, que en un momento
dado se volvió imprudente. Por exceso de confianza. Era muy joven. De ahí que cometiera
errores tan burdos como utilizar un lienzo imprimado con blanco de zinc. El Van Dyck del
general no fue su único pecado de aquella época.
—Es asombrosamente fácil embaucar a la gente, Gabriel. ¿Y sabes por qué? —El tono de voz
de Roberto no es triunfal ni jactancioso, sino más bien taciturno—. Me lo enseñó uno de mis
maestros, en La Haya. Porque, en el fondo, todo el mundo cree que un día le sucederá algo
maravilloso. Ante un hallazgo extraordinario el ser humano tiende a pensar que por fin la suerte
le ha proporcionado lo que se merece. No quiere dudar. No quiere ver. El mundo entero pide a
gritos que le engañen.
A Gabriel le viene entonces a la memoria un recuerdo de infancia. Piensa en la troupe de
titiriteros ambulantes que recalaba todos los inviernos en su aldea y en el número de magia que
siempre ofrecían. Se acuerda de lo que se enfadaban la mayoría de los vecinos, incapaces de
descubrir dónde estaba la trampa por mucho que se devanaran los sesos. Él, en cambio, rezaba en
voz baja porque el prestidigitador no cometiera ningún error que hiciera pedazos el hechizo.
Seguía siempre la función con el aliento contenido, incapaz de apartar la vista de las
inexplicables apariciones y desapariciones de cartas, palomas y pañuelos de colores. Le habría
horrorizado si el mago le hubiese preguntado si quería que le enseñara sus trucos.
Roberto en cambio tenía alma de ilusionista. Siempre la había tenido. Su sitio estaba del otro
lado del telón, entre los andamiajes y la tramoya.
Se frota con energía los brazos, que empiezan a quedársele fríos.
La cuestión es que esas aventuras del pasado pueden traerle problemas, le explica Roberto.
Las historias de robos y golpes en el casino con las que a veces se divierte la prensa no le vienen
mal a su reputación. Pero si se descubre que ha comerciado con obras falsas, adiós a los
negocios.
Le cuenta más detalles mientras caminan. A día de hoy gana mucho dinero con el comercio,
especialmente con el Barroco español. En el mundillo se le considera un experto y que le crean
un aristócrata andaluz contribuye y no poco a su reputación. Le llegan coleccionistas de todo el
mundo para pedirle consejo o para que los ayude a conseguir determinadas obras, sobre todo de
la escuela sevillana. La diáspora de la nobleza huida del Gobierno republicano de Madrid ha
puesto en el mercado piezas muy valiosas.
Sin embargo, el Van Dyck de los periódicos es obra de tiempos más antiguos y más osados.
De cuando no sabía casi nada de pintura española.
—Ni siquiera había pisado el Prado. De Murillo, Ribera o Zurbarán solo había visto lo poco
que hay en el Louvre. Y de Velázquez no conocía más que la Venus de Londres y el Inocencio
de Roma.
La famosa Venus del espejo. La obra para la que tal vez posara, desnuda, una joven Flaminia
Triunfi. Roberto habla de la célebre obra mitológica de Velázquez con fascinación. De las
pinceladas casi evanescentes. Del rostro velado de la mujer. De la atmósfera plácida y
enigmática que baña la tela y a través de la cual se trasluce la personalidad serena del maestro,
ese hombre huidizo de cuya discreta vida privada apenas se sabe nada.
Es un cuadro distinto al resto de sus obras, explica. Inusitado.
Normalmente, en los retratos de Velázquez, la mirada del protagonista lo domina todo. Sus
personajes intimidan porque nos devuelven nuestras ojeadas sin remilgos, soberbios o cansados,
curiosos o inocentes, escrutándonos a su vez.
En este caso, sin embargo, los ojos de la mujer están envueltos en bruma. Es imposible
adivinar qué piensa de nosotros, que la observamos en silencio desde el mismo ángulo en que lo
hace el pintor que quizá la amaba. Es una esfinge que custodia el secreto de un hombre
inaprensible.
—¿Crees que de verdad fue ella la que posó para el cuadro? ¿Flaminia Triunfi? ¿Que fue su
amante?
—Pudiera ser. Imposible saberlo con certeza. Y así es mejor. Siempre desilusiona ponerle un
rostro concreto al misterio.
Quizá por eso Roberto se resiste a contarle de dónde proviene realmente la Flaminia Triunfi.
Es tan poco interesante, le dice, comparado con la versión que ha fabricado para Kaplan y el
resto del público que, de saberse, le robaría buena parte de su poder de seducción al retrato.
A Gabriel no le coge por sorpresa que no quiera contárselo. Es el truco más antiguo de su
viejo amigo. Disimular cualquier realidad prosaica tras una historia fantástica que, curiosamente,
quienes le escuchan están siempre más dispuestos a creer que la historia real. Pero es una
respuesta esquiva que contrasta con la sinceridad desarmada con la que lleva hablándole toda la
noche. E, inevitablemente, vuelve a ponerse en guardia.
Se quedan los dos callados, contemplando el temblor de la oscuridad. Roberto ha encendido
otro cigarro y la llamita se apaga y se enciende cuando hace una pausa para aspirar, iluminando
su nariz recta y sus pómulos agudos. Al cabo de un rato se escucha otra vez su voz, lenta y
serena:
—Hay algo que deberías saber. Marchal, el abogado que vendió el Van Dyck, es también el
tipo que iba a encargarse del papel que está interpretando tu cuñado con Kaplan. Él iba a ser el
valiente contrabandista. Un profesional de su prestigio y su perfil público era perfecto. La
intención era que guardara el anonimato de cara a la prensa, lógicamente, pero que recibiera a
Kaplan de manera confidencial. Hasta que hace un par de semanas estalló el escándalo del Van
Dyck y el plan se fue al traste. No podía presentarle a Kaplan a un hombre sospechoso de
trapichear con obras falsas. Tu cuñado ha sido un mal parche, pero no tenía otra cosa a mano.
Así que eso era lo que no les había contado. Gabriel entiende ahora que callara. Si León
hubiera sabido a tiempo que iba a sustituir a un tipo investigado por vender obras de arte falsas,
quizá habría actuado con más prevención. Seguramente no habría cumplido igual de bien con su
papel. Pero se siente un tanto manipulado. Roberto ha jugado con ellos ocultándoles la verdad
completa. Y le da la impresión de que hay alguna pieza que sigue sin encajar.
Le mira de soslayo:
—Entonces, ¿Marchal y tú habéis hecho más negocios juntos? ¿Sois socios o algo así?
—No, no. Es solo un conocido. No había vuelto a tratar con él desde el asunto del Van Dyck,
y aquello fue algo puntual. Pero me lo encontré hace poco en un restaurante de Montparnasse,
cuando estaba pensando en crearle una historia interesante a la Flaminia para venderla mejor, me
dio a entender que necesitaba dinero y se me ocurrió.
Gabriel resopla, sarcástico. Ahora sí que se siente en terreno conocido. Ese Roberto que toma
decisiones sin previsión, que confiesa delitos de juventud con total candidez sin considerarlos
graves, que talla invenciones a la medida de quien esté dispuesto a pagarlas y que lo cuenta todo
con absoluta simplicidad, como si las cosas hubieran ocurrido sin que él se diera cuenta, ese sí es
el Roberto que se crio con él en Cambremer, el que un buen día se marchó sin prevenir a nadie,
por seguir un impulso, y no ese tipo misterioso y sofisticado del que va disfrazado por el mundo.
Se plantea una vez más afearle aquella partida. Echarle en cara que desapareciera de ese modo
sin dejar rastro. Pero está demasiado confuso, porque es la primera vez en toda la semana que
siente de verdad que se está reencontrando con su viejo amigo. Compartir las confidencias de
Roberto le hace sentirse en posesión de una llave única, capaz de proporcionarle acceso a un
mundo escondido que los atareados juerguistas de Deauville no atinan ni siquiera a percibir.
Igual que cuando era un crío y la amistad de aquel nuevo alumno, tan diferente a todos los
demás, le resultaba un privilegio.
Sin embargo, la emoción ya no es tan limpia como lo era entonces. Y eso le hace sentirse en
terreno incierto.
Aspira hondo. La brisa que traen las olas es fresca y plácida, y siente como si sus pulmones
abarcaran todo el espacio que le rodea.
—Te agradezco que me hayas contado todo lo que me has contado. En serio. Pero, ¿no te da
miedo que se me escape algo? No son travesuras infantiles, Roberto, son delitos.
Su amigo le pega una calada larga al cigarro y Gabriel tiene la sensación irreal de estar
protagonizando una película de intriga. Las confidencias de Roberto han reavivado su vieja
hermandad. Siente que ya no son dos extraños. E imagina que vuelven a ser aliados. Cómplices.
Compañeros de aventura.
Roberto arroja el cigarro a la arena y lo aplasta con el tacón:
—No mucho, la verdad.
Suena sincero. Ya desde esta mañana, cuando Félix lo acorraló a la salida del hotel, a Gabriel
le pareció que su amigo lo afrontaba con desgana, como si hubiese cerrado una puerta y las
intromisiones de los extraños ya no le afectaran. «Dile a tu amigo que llega tarde», le había
dicho, con una displicencia desconcertante.
Aun así, se siente en la obligación de advertirle. Le ha estado dando vueltas al bombardeo de
preguntas del periodista y ha tenido tiempo de sumar dos más dos. Todas apuntaban a las mismas
personas: el duque ruso y su hija. Incluso le había acusado a la cara de amañar la partida de
cartas en la que había desplumado a aquel pobre hombre. Estaba provocándole claramente.
Pondría la mano en el fuego por que Félix sabe o sospecha algo que Roberto ha ocultado todos
estos años.
—¿Sabes? He estado pensando y creo que lo que pretendía Félix esta mañana era llamar tu
atención. Se ha enterado de algo sobre ti. Tú sabrás qué puede ser. Y no va a soltar la presa
fácilmente.
Roberto se encoge de hombros y Gabriel se ve obligado a insistir.
—Yo en tu lugar tendría cuidado. No sé si hiciste trampas o no en la partida aquella, según la
prensa estás hecho un tahúr de tomo y lomo. Pero Félix va a publicar lo que sepa, no te quepa
duda.
—Bueno. No creo que sepa mucho. Porque solo tiene razón a medias. La partida estaba
amañada, sí —confirma Roberto, cerrándose la chaqueta en torno al cuerpo destemplado—, pero
no con la intención que todo el mundo supone.
Y entonces, sin más, empieza a narrar una historia aún más novelesca que cualquiera de las
que le ha contado hasta ahora. Más aún que las que repiten la prensa y el público de Deauville.
Conociéndole como le conoce, Gabriel teme, al principio, que sea todo una invención. Como el
monito amaestrado y los bandidos de su infancia sevillana. Pero pronto descarta la sospecha. El
tono de Roberto, preciso y sin florituras, no es el de sus historias de fantasía, ni el de alguien que
pretende engatusar a su interlocutor con palabras.
Apenas sabe qué decir. Está estupefacto. Las palabras de su amigo resuenan como esas
aventuras que ideaban juntos con dieciséis años. Pero es todo real. Está admirado y celoso;
herido y entusiasmado a un tiempo.
Solo se le ocurre preguntar:
—¿Hay alguien más que lo sepa?
—Elena Volóshina. La hija del duque. El viejo se lo contó todo hace un año. Nadie más.
Gabriel está abrumado.
—Francamente, Roberto, no sé qué decirte. Es que ni siquiera sé si es más o menos grave que
todos los demás cuentos que rondan sobre ti... ¿Cómo me puedes hablar de ello tan tranquilo?
Él, está seguro, no se atrevería a revelarle todo aquello ni a un amigo ni a nadie, y menos
después de tantos años de distanciamiento.
—Te va a hacer gracia, pero ha sido tu sobrina Clara la que me ha hecho reflexionar. Me ha
dicho algo esta mañana. Sobre las historias que quedan sin contar..., y me he dado cuenta de que
tengo más vanidad de lo que yo creía. Ya ves, tu viejo amigo es un fatuo y un fanfarrón, y ni él
mismo se había dado cuenta hasta ahora. Además...
Gabriel coge aliento. Roberto va a contarle más cosas inverosímiles. De esas que solo suceden
en las novelas y que, sin embargo, esta noche forman parte de la realidad.
Aguarda, hambriento. El redoble hondo de añoranza y remordimientos que trajo consigo, días
atrás, el regreso de su amigo, se ha ido transformando poco a poco en un sonido diferente, más
ambiguo, cargado de expectativas. En la orilla en penumbra, el aire vibra como si algo estuviera
a punto de suceder, y el viento parece traer consigo sirenas de barco a punto de partir.
A lo mejor es culpa del vodka y el coñac, pero se da cuenta de que está esperando que
Roberto le haga cualquier propuesta, por peligrosa o ilegal que sea, para aceptarla sin dudar.
Siente que su corazón tiene la medida de la noche y nada basta para saciarlo.
Sin embargo, lo que le dice le pilla por sorpresa:
—Se acabó —anuncia—. Me marcho.
Gabriel piensa que ha entendido mal:
—¿Dejas el negocio del arte?
—El arte y todo lo demás. Quiero ver a mi caballo ganar mañana y en cuanto terminen las
carreras me marcho. Lejos. Lo tengo todo preparado. Hay demasiada gente que sabe demasiadas
cosas. Empieza a ser peligroso. Flaminia Triunfi está a punto de embarcar rumbo a América y yo
ya tengo el dinero de Kaplan en el bolsillo. Es hora de decir adiós. Desaparecer. Así que pueden
sacar a la luz lo que les plazca. Blanco de zinc, Van Dycks, lo que sea... No van a pillarme por
aquí.
Gabriel no comprende. No puede ser que vaya a marcharse otra vez, así, sin más. Se acuerda
de algo que dijo Dora Vernon el otro día:
—Comentan por ahí que el mismísimo Habib Pachá te ha invitado a Beirut. Que piensas
recorrer Siria y Palestina.
—Puede ser, no lo sé. Improvisaré. Estoy cansado. Y aburrido. Sé que resulta difícil de creer
pero nunca busqué todo esto. —Con un gesto, abarca las luces de Deauville, la playa y su propio
personaje, con su impecable esmoquin negro—. Vino solo. Casi sin darme cuenta.
Así que esta vez ni siquiera piensa dejar una dirección. Gabriel tarda en reaccionar. Está
desubicado. No sabe qué esperaba del regreso de Roberto, pero ha perdido pie completamente.
—¿Y a qué vas a dedicarte?
Intenta preguntar con ligereza pero la voz le tiembla un poco, de contrariedad, de desencanto
y también de indignación. Su fragilidad le avergüenza. Pero Roberto no se da cuenta. O lo finge
a la perfección. Saca el tabaco del bolsillo, enciende otro cigarro y, a pesar de la penumbra,
Gabriel comprende, por su tono de voz, que está sonriendo:
—A cualquier cosa. O a nada. Soy asquerosamente rico. A lo mejor me hago marino, como
mi padre.
Es una broma, seguramente. Son casi las mismas palabras que le dijo el día que se conocieron,
mientras jugaban con la bola del mundo que tenía en su habitación. Pero la tranquilidad y la
indiferencia con las que contempla su futuro son auténticas. Iguales que hace quince años,
cuando ambos compartían dormitorio en la escuela de Cambremer. Ha tomado una decisión y se
marcha. Sin remordimientos y sin volver la vista atrás.
Otra vez.
Las sirenas lejanas ya no se escuchan. El viento ha cambiado de rumbo y sopla mucho más
desapacible.
1922
Dominar las técnicas de restauración era un ejercicio extraordinariamente meticuloso, pero
Roberto aprendía rápido.
Él mismo me lo contaría con detalle años más tarde, durante nuestro deambular nocturno por
la playa de Deauville, antes de despedirnos.
Fue Bamberg quien le enseñó a montar y desmontar bastidores, a limpiar minuciosamente el
polvo de cualquier grieta, a proteger la pintura con cola de conejo antes de trabajar la parte
posterior del lienzo, a eliminar el barniz oxidado, a reentelar para reparar los desgarros y a
reintegrar el color en las zonas con pérdidas de pintura.
Cuando no había trabajo pendiente, le instruía, además, en perfeccionar su técnica al óleo. Le
hacía leer libros gordísimos sobre historia del arte y le explicaba cuanto no entendía, y a menudo
le enviaba al Museo del Louvre para que aprendiera a mirar y a distinguir las pinceladas de los
grandes maestros. Era un alsaciano estricto con el trabajo y poco amante de la cháchara, pero
tenía un humor socarrón con el que Roberto se sentía muy a gusto.
También disfrutaba de su tiempo libre. Por fin tenía dinero para gastar en caprichos. Podía
invitar a Anna a sentarse en un café, regalarle flores, incluso se había comprado unos zapatos
negros, de cuero brillante y horma estrecha, para no tener que entrar en los sitios finos con su
calzado de aldeano, y estaba ahorrando para hacerse un traje a juego.
Pero los padres de Anna estaban decididos a trasladarse a Argentina. Ella insistía en que
quería quedarse a su lado y Roberto, que nunca había pensado con inquietud en el porvenir, se
descubría haciendo cálculos, mientras restauraba el negro de la levita de un caballero
decimonónico, sobre si podrían vivir ambos con lo que su jefe le pagaba.
Y no, no bastaba. Anna necesitaba más.
No porque ella le diese importancia al dinero. Al contrario. Pensaba tan poco en los
privilegios con los que había crecido que no era consciente de hasta qué punto su fortuna tenía
que ver con lo que ella era. Con su alegría, con su capacidad de maravilla, con su seguridad en sí
misma, su nobleza y sus hermosos atuendos de pájaro. Con su magia.
Roberto no veía solución al problema, así que procuraba pensar en él lo menos posible y,
mientras tanto, seguía aprendiendo junto a Landi y Bamberg.
El acento del galerista había resultado ser tan indefinible como su procedencia. Nacido en
Lugano, de padre suizo italiano y madre belga, había estudiado en Milán y, después de trabajar
para una importante galería en Berlín y en Amberes, había regentado su propio negocio en Turín,
antes de instalarse hacía cinco años en la calle Laffitte de París.
A Roberto le caía bien. Landi tenía un talante desembarazado y una alegría de vivir
contagiosa. Y no disimulaba que estaba satisfecho con su trabajo.
Con el transcurrir de las semanas, iba encomendándole tareas más complejas y confiando en
su iniciativa. A veces, cuando la ejecución de alguno de los lienzos que llegaban a sus manos era
demasiado basta, le dejaba que además de reparar el color perdido lo retocara más libremente y,
poco a poco, Roberto se fue envalentonando. No solo rectificaba sonrisas torpes o brazos que
brotaban de un cuerpo en ángulos extraños, sino que, para divertirse, añadía detalles de su propia
cosecha. Unas flores sobre una mesa. Un gato dormido en una esquina. Una pareja bailando al
fondo de la estancia.
Lo de la pareja danzarina fue poco después de Pascua y cuando Landi le pidió que acudiera a
su despacho, Roberto pensó que esta vez se había excedido y era una llamada a capítulo.
Todo lo contrario. Su jefe no solo le felicitó sino que le comunicó que ya hora de que
empezara a colaborar en la parte más importante del negocio, para lo cual era imprescindible que
aprendiera a pintar al temple.
De cara al público general, la galería Landi estaba especializada en pintura decimonónica.
Óleos de la escuela de Barbizon, románticos menores, naturalistas de finales de siglo... Los
obtenían en subastas post mortem, de herederos que buscaban dinero en efectivo, de colecciones
disueltas y de embargos o, incluso, en mercadillos callejeros. Según las condiciones en que se
encontraran, se ponían a la venta directamente o pasaban por la trastienda, donde Bamberg y él
se encargaban de darles lustre antes de exponerlos.
Pero con lo que Landi hacía dinero de verdad era con otro mercado, mucho más selecto y que,
normalmente, funcionaba por encargo: las tablas religiosas de los primitivos italianos.
El sistema estaba perfectamente organizado. Sus contactos en Milán y en Turín se encargaban
de localizar tablas anónimas del siglo XV en anticuarios o mercadillos. Eran obras de valor
limitado, de baja calidad o conservadas en condiciones atroces que, una vez a resguardo en la
trastienda de la calle Laffitte, él y Bamberg se encargaban de restaurar y poner en valor.
Lo primero era decidir qué parte de la pintura original era factible conservar y qué zonas
convenía eliminar con papel de lija y sosa cáustica para empezar desde cero; cuándo era
preferible rellenar los huecos descoloridos con pincel y cuándo era más práctico repintar
ampliamente por encima de la capa primitiva; cuándo aplicar una base oscura sobre la madera de
modo que, al secarse, aparecieran grietas como las que origina el paso de los siglos en la capa de
témpera superior, y cuándo refinar el resultado añadiendo arañazos con la punta de una pluma.
De la elaboración de la pintura se encargaba Bamberg, mezclando los pigmentos con yema de
huevo y agua destilada, pero Roberto debía aprender a utilizarla con soltura. El método de
trabajo era distinto al del óleo, ya que la témpera se secaba mucho más rápido, en cuanto el agua
se evaporaba, lo que hacía imposible mezclar los colores y proporcionaba a la obra un aspecto
mucho más plano. El color solo podía aplicarse en capas superpuestas, primero se daba el tono
básico y luego se añadían los blancos para conseguir más luminosidad. El modelado de las
figuras también era más rígido, y las pinceladas, necesariamente más lineales y definitivas.
Roberto le contó todo lo que estaba aprendiendo a Anna un domingo por la noche, mientras
cenaban en un café de estudiantes del Barrio Latino y ella se mordió el labio, suspicaz:
—No sé, Roberto. No acabo de entender que tratéis igual una tabla del Quattrocento que un
óleo mal pintado de hace cincuenta años. Una cosa es añadirle un perrito faldero o un jarrón de
flores a un retrato torpe de hace unas pocas décadas, pero esto... ¿Le decís al comprador, por lo
menos, que la mitad de la tabla la habéis repintado vosotros?
Roberto no lo sabía.
—Son tablas que tienen cuatro o cinco siglos. Es normal que necesiten restauración.
—Sí, claro. ¿Pero añadirles grietas y arañazos para que los arreglos parezcan antiguos? Yo no
lo veo claro.
A Anna también le parecía un poco raro que Landi alabara tanto su creatividad.
—Sinceramente, Roberto, no creo que una labor de restauración honesta requiera mucha
creatividad.
Los ojos le brillaban y Roberto habría jurado que estaba reprimiendo la risa. La miró,
pasmado.
Acababa de comprender.
Menudo pardillo. A pesar de sus relucientes zapatos de señorito, seguía perdido en aquel
mundo de urbanitas sofisticados.
Al día siguiente, nada más llegar a la galería, se plantó en el despacho de Landi. Había estado
dándole vueltas a la cabeza y, después de pensárselo bien, había llegado a la conclusión de que
no le molestaba que el comercio con las tablas medievales fuera más o menos honesto. No le
parecía que hiciesen daño a nadie. Pero no quería que le utilizaran, y si lo que estaban haciendo
no era del todo legal, tenía que proporcionar bastante dinero o el riesgo no compensaría, así que
puso las cartas sobre la mesa y le preguntó a su jefe todo lo que no le quedaba claro.
Landi no intentó tergiversar. En efecto, los coleccionistas que acababan colgando de las
paredes de sus casas las tablas que él les vendía ignoraban que habían sido repintadas en buena
medida en su trastienda. Tampoco sabían que rara vez databan en su integridad del siglo que les
habían indicado. Ni que muchas de las grietas que parecían obra del paso de los siglos tenían
solo unas pocas semanas de antigüedad. La mayoría eran turistas acaudalados que sabían poco o
nada del negocio. Y sí, se ganaba dinero, confirmó. Pero de manera moderada.
Desgraciadamente, los compradores que podían engatusar con las restauraciones de Bamberg
eran coleccionistas de medio pelo con presupuestos limitados.
Sin embargo, juntos podían ser más ambiciosos. Roberto tenía un don extraordinario. Con los
contactos del uno y el pincel del otro podían llegar muy lejos.
Roberto no sabía cuánto sacaba Landi con aquel negocio, pero habló claro. Si tan importante
era su colaboración no quería seguir siendo un simple empleado. Quería un porcentaje de lo que
se ganase con cada venta.
—¿Y en qué cantidad está pensando?
—Un veinte por ciento.
La facilidad con la que Landi aceptó le hizo torcer el hocico, pero ya no podía dar marcha
atrás y necesitaba el dinero. Se estrecharon la mano.
Lo que no entendía era por qué el negocio tenía que ceñirse a las tablas de los primitivos
italianos. Él tenía mucha más soltura con el óleo y era mucho más fácil de trabajar.
Landi alzó los ojos al techo como si fuese una obviedad:
—Ojalá fuera posible, muchacho. El dinero de verdad está en el óleo, de eso no hay duda. En
los grandes maestros del XVI y el XVII: Rembrandt, Rubens, Rafael, Leonardo, Vermeer. Hace
años se hicieron auténticas fortunas con sus nombres, a costa de los millonarios americanos.
Bastaba con añadir una firma al pie de un lienzo y poner un precio, pero es una vía de negocio
clausurada. Ese tiempo no va a volver.
—¿Por qué no?
—Dígame, ¿cómo se retira el barniz envejecido a la hora de restaurar un óleo?
Roberto se encogió de hombros. Intuía que la pregunta tenía trampa:
—Con alcohol concentrado. Mezclándolo con trementina y aceite de linaza.
—Un método muy simple, ¿verdad? Pues, aunque parezca mentira, no se descubrió hasta
finales del siglo pasado. Antes se utilizaba ceniza, que a menudo estropeaba la pintura, mientras
que el alcohol elimina el barniz sin afectar al óleo. Siempre y cuando, por supuesto, este haya
tenido tiempo de endurecerse, un proceso que suele llevar décadas, a veces más de un siglo.
—No entiendo. El óleo se seca en cuestión de días. Nosotros barnizamos en una semana o
dos.
—Escuche con más atención lo que le dicen, jovenzuelo. No he dicho secarse, sino
endurecerse. Son dos conceptos distintos. Cuando se frota con alcohol, el óleo viejo no se altera.
Pero si ha sido aplicado de manera reciente, se ablanda de forma irremediable. Así que, ya ve,
del modo más tonto, hace cincuenta años se descubrió, al mismo tiempo, una técnica de limpieza
y un método para detectar óleos falsos. Un serio inconveniente para los restauradores creativos.
Aunque al principio no les afectó demasiado porque la mayoría de los coleccionistas americanos
no conocían el método del alcohol. Adquirían lo que les recomendaban los expertos europeos,
que no siempre eran escrupulosos. Pero por culpa de un maldito holandés y su exceso de
avaricia, el chollo acabó extinguiéndose para todos. ¿Le suena el nombre de Leo Nardus?
—No. Creo que no.
—Un hombre muy interesante. Hace años que se retiró de la vida activa y se instaló en Túnez,
en un palacete maravilloso. —Landi suspira casi con pesadumbre—. Ya le digo, un hombre muy
interesante... Melómano, políglota, esgrimista olímpico, ajedrecista consumado y, sobre todo,
encantador de serpientes. Era un seductor con una distinción de auténtico gentleman, algo que
siempre ayuda en los negocios, joven Montenegro, no lo olvide. Hace veinte años los millonarios
americanos se peleaban por tratar con él y el muy bribón se fue envalentonando más y más. No
solo adjudicaba la firma que le pareciera más oportuna a cualquier lienzo de pacotilla que
encontrara en un anticuario sino que él mismo pintaba nuevas obras, de cero, imitando el estilo
de los grandes maestros, para vendérselas a sus clientes.
Roberto rio, encandilado. Ese tal Nardus le resultaba mucho más simpático que los
coleccionistas embaucados, ignorantes vanidosos dispuestos a pagar a ciegas lo que les pidieran
por puro lucimiento.
—¿Y nunca le atraparon?
—A medias. Uno de sus principales clientes, un magnate de Filadelfia que le había comprado
casi un centenar de óleos, concibió sospechas e invitó a su casa a varios insignes expertos en
pintura italiana y holandesa que descubrieron el engaño. Pero Nardus ya había vuelto a Europa y
su víctima no quiso denunciarlo. Qué humillación si su ignorancia hubiera salido a la luz. Aun
así, en los círculos del arte se corrió la voz y hoy en día, todo el mundo conoce la prueba del
alcohol.
—Así que ya nadie compra óleos recién pintados.
—Bueno, siempre hay un pillo que le coloca un falso Veronés a un turista despistado que cree
llevarse una bicoca. Pero son timos de poca monta. Quien cae en un engaño así no puede pagar
gran cosa. Ningún coleccionista de verdad adquiere un lienzo de un gran maestro del Barroco o
del Renacimiento sin asegurarse, al menos, de que no lo repintaron antes de ayer.
La lección estaba clara. El óleo era una vía clausurada. En cambio, la pintura al temple, que
habían practicado los maestros del gótico y el primer Renacimiento italiano, permitía muchas
más libertades. Después de aplicarla sobre la tabla se secaba con gran rapidez, y permanecía dura
por mucho que se frotara con alcohol. Aunque no alcanzara los precios de un Caravaggio o un
Tiziano, el fraude era mucho más difícil de detectar, y encontrar comprador no era complicado.
Landi tenía un puñado de clientes habituales, marchantes con pocos escrúpulos, perfectamente
conscientes de lo que compraban, que colocaban sin problemas sus piezas entre ingenuos
millonarios del Nuevo Mundo.
Era un error tratar a todos los americanos por igual, naturalmente, En la Costa Este había
refinados coleccionistas tan conocedores del mercado del arte como los mejores galeristas
europeos. Pero no era a ellos a quienes iban destinadas sus restauraciones creativas.
A partir de aquel día, con la guía de Bamberg, Roberto fue aprendiendo a restaurar rostros de
santos o a completar composiciones a las que les faltaran trozos de pintura inspirándose en el
estilo de los grandes nombres de la época de transición entre el gótico y el Renacimiento de
principios del Quattrocento: Pisanello, Da Fabriano, Simone Martini, Masaccio, Bonaiuto; de
modo que lo que hasta ese momento no era más que una tabla anónima pudiera atribuirse sin
embarazo al entorno de cualquiera de los maestros.
A veces, la pintura estaba tan desgastada que tenía que inventar escenas enteras; otras, en
cambio, los añadidos eran mucho menores y buena parte de la obra original se conservaba,
convirtiendo el resultado en un producto incierto, a medio camino entre la restauración y la
falsificación. El juego le divertía. Era como ponerse un disfraz e interpretar un personaje. Pero
mientras aprendía los aspectos más reservados de aquel arte para iniciados, fuera de la galería, la
vida continuaba.
La familia de Anna se marchaba a Argentina a mitad del verano. Y se negaban a permitirle
que se quedara sola en Francia.
Ella se rebelaba.
Hablaron de casarse. Imposible, ambos eran menores y era impensable que los padres de ella
dieran su consentimiento. Roberto propuso seguirla a Buenos Aires, ya encontraría allí de lo que
vivir, pintando o haciendo cualquier otra cosa, pero a Anna le daba miedo de que se arrepintiera
de una decisión tan radical, cuando ni siquiera podían vivir juntos, y una noche tibia y triste, a
finales de junio, sentados en el mismo banco en el que se habían abrazado por primera vez,
ateridos de frío, hacía menos de seis meses, tomaron una decisión.
Se darían un año de plazo. Anna se marcharía a Argentina con sus padres, que partían a
mediados de julio, pero se escribirían todos los días, y durante ese tiempo él ganaría montones de
dinero vendiéndoles tablas restauradas a los americanos. Ya había cobrado su primera comisión
y estaba seguro de que a poco que se aplicara podía ganar una fortuna. Iba a ser muy rico. Y
dentro de un año ya estaría en el buen camino. Así que en cuanto ella volviera, se casarían y
serían felices para toda la vida.
Aquel pacto le proporcionó a Roberto una determinación nueva. Se volcó en el trabajo. A
veces, mientras se ocupaba de una natividad o un descendimiento, le venían dudas sobre la
integridad de su labor. Pero le duraban poco. Si un potentado del otro lado del Atlántico
encargaba que le enviaran de Europa una obra del siglo XV con una atribución de ringorrango a
cambio de un aluvión de billetes, solo para atusarse el ego, y lo que recibía le dejaba satisfecho,
no podía decirse que hubiera engaño. El amor propio del buen señor quedaba saciado. ¿Qué más
daba que la obra fuera original o no? Todos ganaban con el trato: el comprador, los
intermediarios y él, que necesitaba el dinero.
Semanas antes de Navidad dio por rematado, por fin, un panel que había llegado a sus manos
más deteriorado de lo habitual y que le había obligado a ser más creativo.
—Escuela de Filippo Lippi —anunció, mostrándoselo a Landi.
El suizo se cruzó de brazos ante la tabla y achicó la mirada:
—No —decretó—. Esto no es de la escuela de Lippi. Esto es todo un Filippo Lippi. De la
mano del mismísimo maestro.
Landi contactó de inmediato con uno de sus colaboradores habituales, un berlinés enjuto y
lacónico llamado Hermann Krumm, e invitó a Roberto a que abriera él las negociaciones, para
que fuera cogiendo práctica, pero el regateo se encasquilló enseguida.
Con el argumento de que la tabla estaba demasiado restaurada, el alemán pretendía llevársela
por cuatro tristes perras. Y Roberto se negaba. Sabía que Krumm pensaba venderla como si fuera
auténtica y que su hincapié en que estaba demasiado retocada era solo una excusa para rebajar el
precio, pero, sobre todo, le costaba digerir el tono de suficiencia con que le trataba, como si fuese
un mono amaestrado.
De pronto decidió que no estaba dispuesto a que ese tipo se llevara su Filippo Lippi a ningún
lado. Se negó a vendérselo.
Landi se encaró con él. No tenía ningún derecho a tomar decisiones de ese tipo. Roberto no
replicó. Mientras su jefe y el alemán se abroncaban el uno al otro, echándose en cara su actitud,
agarró la brocha más gorda que había a mano, la embadurnó de pintura negra y, con la mayor
indolencia, cruzó dos veces en diagonal y, luego, de arriba abajo todo el panel. Discusión
terminada.
Krumm se despidió con un portazo, gritándole que estaba loco, y, en cuanto se quedaron a
solas, Landi le agarró de las solapas de la chaqueta y le zarandeó, furioso. Le había hecho perder
un negocio de envergadura con sus chiquilladas. Y, seguramente, también un cliente.
Roberto se revolvió:
—No entiendo por qué tenemos que bailarle el agua a cretinos como ese. Si no quiere volver
que no vuelva.
—Eres un niñato que no sabe de la misa la media. ¿Crees que es tan fácil dar con
intermediaros con una cartera de clientes solvente, que sepan lo que hacemos y que quieran
arriesgarse? Eres un palurdo engreído. Y tu salida de tiesto me va a costar una buena rebaja si
queremos volver a trabajar con ese imbécil de Krumm.
—Pues yo no entiendo por qué narices tenemos que depender de él y de otros como él. No sé
por qué tenemos que trabajar con intermediarios que se embolsan mucho más que nosotros
vendiendo como auténtico algo que saben que no lo es. Podríamos vender las tablas nosotros,
directamente.
—No digas bobadas. Los panolis a los que Krumm vende nuestras piezas son ignorantes que
se fían de su palabra porque es un marchante prestigioso con clientes muy serios. Engañarlos es
para él un juego de niños. ¿A quién quieres venderle tú?
Roberto se apoyó en el pico de la mesa y cruzó los brazos:
—A un marchante honrado. O a un coleccionista de verdad.
Landi alzó una ceja, dudando si le estaba entendiendo bien:
—¿Pretendes hacer pasar una de nuestras restauraciones por un original ante un experto?
Roberto, tienes mucho talento, pero...
—No. No necesitamos restaurar nada. Estoy convencido de que puedo pintar una tabla
completamente nueva, desde cero, que pase por antigua ante quien haga falta.
Se quedó mirando a su jefe, retador.
Landi sacudió la cabeza. A Roberto le dio la impresión de que iba a echarse a reír. De que la
propuesta le parecía propia de un inocente, ignorante y fanfarrón. Pero, finalmente, el suizo
torció los labios, midiéndole de arriba abajo:
—Vale. Inténtalo.
—Si funciona, vamos al cincuenta por ciento.
—Muy bien. Al cincuenta por ciento.
La labor requería una minuciosidad extrema y Roberto se sumergió en ella por completo.
Los primeros días los pasó rastreando entre los fondos de los anticuarios hasta que dio con un
viejo arcón adecuado. Lo despedazó con esmero y escogió una de las tablas laterales. La cara
interna se encontraba en un estado aceptable para pintar sobre ella y la exterior lo bastante
deteriorada como para dar el pego. Hasta el comprador más novato sabía que había que examinar
una obra por delante y por detrás para asegurarse de la antigüedad del soporte.
Ahora tocaba decidirse por un maestro. Fra Angelico. Y una escena a pintar. Una visitación.
Por supuesto que era una locura. Le faltaba experiencia. Le faltaban conocimientos. Si no
tenía en cuenta las tablas de tercer nivel que restauraban en la trastienda de la galería de Landi,
no había visto más pintura del primer Renacimiento italiano que las poquísimas obras de los
maestros del Quattrocento que colgaban de las paredes de los museos de París. Por eso había
escogido a Fra Angelico, más aún que por su renombre. El Louvre poseía media docena de obras
suyas, un material de estudio muy limitado, pero el más abundante de que disponía.
Todos los días descendía las calles que llevaban hasta el viejo palacio real y se pasaba varias
horas examinando cada pequeño detalle de la obra del florentino y dibujando bocetos a lápiz. Por
las noches hojeaba una y otra vez los libros que le prestaba Landi. La calidad de las
reproducciones hacía imposible juzgar la textura o el color de las piezas, pero absorbía gestos,
actitudes, composiciones. Hasta que por fin se encerró en el taller, a solas. Ni siquiera permitió
que Bamberg le ayudara a mezclar los pigmentos. Trabajó, obcecado, hasta que logró un
bermellón convincente y un lapislázuli a la altura del suntuoso azul del monje dominico y pudo
empezar a pintar.
El día en que depositó la última pincelada, Landi estuvo más de una hora dándole vueltas al
cuadro, por detrás y por delante, a la luz y en penumbra, bocarriba y bocabajo. Estaba
impresionado. Pero no se atrevía a admitirlo. Finalmente dejó escapar, entre dientes:
—Hijo de puta. Lo has hecho.
—Vendámoselo a Krumm.
El suizo le miró espantado:
—Tú estás majara.
—¿Por qué no?
Krumm era un estafador, pero no comerciaba solo con piezas dudosas. El rufián tenía dos
caras y una segunda cartera con clientes buenos. Muy serios. De los que sabían lo que
compraban y a los que no se le ocurría engañar. De ahí su reputación y la confianza que
depositaban en él los pardillos.
Y se merecía ser su víctima.
¿Qué sentido tenía el juego si no? Ahí estaba toda la diversión. El fin de la partida. Si no
remataban la jugada era como si un delantero se negase a tirar un penalti después de arrojarse al
área.
Landi se dejó convencer. No actuó directamente. Maniobró. Llegó hasta Krumm por caminos
tortuosos. Y, por fin, una mañana, el alemán se presentó en la galería, exigiendo, despótico, que
le mostraran el Fra Angelico del que había oído hablar en una cena. Era intolerable que con toda
la morralla hiperrestaurada que le había comprado a Landi a lo largo de los años, ahora que por
una vez daba con una pieza de valor, tratara de venderla a sus espaldas.
Más tarde, mientras descorchaba el champán, celebrando la venta, el suizo le dejó claro a
Roberto que aquello no era algo que pudieran repetir alegremente. No podían inundar el mercado
de tablas de los grandes maestros del Quattrocento. Las nuevas obras tenían que aparecer con
cuentagotas. Eso sí, lo que podían ganar con cada una de ellas compensaría con creces.
Roberto había echado sus cuentas y estaba seguro de que Anna y él tendrían de sobra para
vivir cómodamente. Habían pasado muchos meses desde su marcha y, aunque durante las
primeras semanas habían mantenido su promesa de escribirse todos los días, poco a poco las
cartas se habían ido espaciando.
Anna se había acostumbrado mejor de lo esperado a la vida en Buenos Aires. Le echaba de
menos. Lamentaba no haber recibido el año nuevo junto a él. Le hablaba del interminable verano
argentino. Pero se consolaba pensando que en pocos meses volverían a reunirse y serían felices
para siempre.
El tono de las cartas, por lo demás, había ido cambiando. Al principio, contenían sobre todo
historias absurdas, como las que enviaba a Cambremer, y recuerdos melancólicos de los
momentos que habían pasado juntos, pero ahora su vida diaria en Buenos Aires iba invadiendo
pasito a paso su escritura. Le hablaba largo y tendido de sus amigos y de su compañía de baile.
Había decidido dedicarse a la danza profesionalmente. Eran cartas deliciosas, imaginativas y
rebosantes de detalles, pero que hablaban casi todo el tiempo de ella, de su propia vida, y ya no
tanto de la de los dos.
Las cartas de Roberto también eran ahora distintas. Al principio, cuando le escribía, le
contaba todo lo que se le pasaba por la cabeza y todo lo que hacía. Pero con los meses se había
impuesto la prudencia. Aunque confiaba en Anna ciegamente no podía dejar en negro sobre
blanco, al alcance de cualquiera, detalles concretos de lo que fabricaba en la trastienda de Landi,
así que hacía referencias vagas, confiando en que ella comprendiera. Y se sentía raro y más
remoto de lo que correspondía a los miles de kilómetros que los separaban.
Una mañana de primavera, finalmente, su jefe le llamó a su despacho.
Roberto se lo encontró enfrascado en una discusión encendida, en flamenco, con otro hombre.
Un tipo de unos cincuenta años, con los hombros cuadrados y la voz ronca, cuyas recias hechuras
contrastaban con unos ojos de largas pestañas, unos labios pequeños y rojos y un impertinente
bigotito de dandi.
—Ah, ¡usted es el pintor! —exclamó el desconocido, pasando del holandés a un francés duro
y aproximado—. Siéntese, caballero, que tendrá usted que opinar.
Se llamaba Theo van Winjen y era un marchante y restaurador de prestigio que tenía una
galería en Sumatrastraat, una de las calles más elegantes de La Haya. Landi y él habían trabajado
juntos tiempo atrás, cuando el suizo vivía en Amberes, y hacía poco habían retomado el contacto
para buscar juntos un comprador «para ese magnífico Fra Angelico que ha llegado a sus manos.
El segundo, creo, con el que se tropiezan en pocos meses», apostilló el holandés.
—Van Winjen —explicó Landi— trabajó como asistente del insigne Leo Nardus, el
prestigioso marchante del que le he hablado a usted en ocasiones.
Roberto alzó una ceja, interesado. Nardus, el gran mistificador. El hombre que se había hecho
de oro hacía unos años vendiendo óleos falsos a los millonarios americanos.
—Una era de ensueño —suspiró Van Winjen—. Nada ha vuelto a ser lo mismo desde que el
mundo descubrió el método del alcohol y tuvimos que decir adiós al óleo. No me ha quedado
más remedio que dedicarme a trabajar in de trant van een bekende meester.
—Al modo de los viejos maestros —tradujo Landi—. Al temple. Nuestro amigo holandés es
un experto en encontrar firmas de grandes maestros en piezas en las que nadie había visto jamás
una firma antes de que llegaran a su poder.
Van Winjen sacudió una mano, quitándole importancia al irónico cumplido de su colega:
—Pero como usted sabe, señor Montenegro, lo que da dinero son las obras que pueden
presentarse ante las galerías de prestigio, someterse a las valoraciones de cualquier experto y
acabar colgando de las paredes de una colección de renombre o de un museo. Obras como los
Fra Angelicos que han encontrado Landi y usted recientemente.
—Y que han hallado comprador sin problema —intervino su jefe, a la defensiva.
—Una, dos. Quizá una tercera. No más, Landi. ¿Cuántos Fra Angelicos de los que nadie ha
oído hablar pueden aparecer de repente? Y siempre los mismos modelos, inspirados en lo que el
chico ha visto en el Louvre. Sabes que la aventura tiene fecha de caducidad. Tu socio necesita
cruzar fronteras. Aprender. No puedes cortarle las alas.
Así que eso era. Los dos galeristas se estaban peleando por hacerse con la gallina de los
huevos de oro. Y la gallina era él. Los escuchó un rato, callado. Van Winjen era un granuja de
tomo y lomo, pero lo que decía tenía sentido. Y le habló con claridad.
Él sabía envejecer una obra pictórica mejor que nadie. «Deme una tela que haya pintado esta
mañana y se la devolveré como si tuviera cuatrocientos años», le espetó. Dominaba el mercado
del arte holandés. Pero sus habilidades artísticas eran limitadas. Sus retratos eran torpes. Sus
paisajes, esquemáticos. Necesitaba un socio con dones de los que él carecía.
Roberto no tardó en decidirse porque, simplemente, tenía ganas de cambiar de aires. En el
bolsillo guardaba la última carta que le había escrito Anna. Eran dos folios tan llenos de ligereza
y de alegría que nada, jamás, le había hecho sentirse tan triste.
Hablaba en ellos, sobre todo, de su compañía de danza, a la que se dedicaba en cuerpo y alma.
En Buenos Aires era otoño y estaban en plena temporada. Por supuesto que deseaba regresar a
París. Si quería llegar lejos tenía que retornar a Europa. Además, allí estaba él, esperándola. Pero
no todavía. ¿Por qué no aguardar seis meses más de lo que habían previsto? Solo seis meses. En
enero próximo cumplía veintiún años. Entonces podrían casarse sin que nadie se lo impidiera.
Era una carta repleta de sueños vagos, de posibilidades que no llegaban a ser promesas y de
ofrecimientos que jugaban al escondite. Y Roberto supo que se había olvidado de él.
De modo que nada le retenía en París. Si Anna hubiera querido, habría metido sus cuatro
pertenencias en una maleta y habría comprado el primer pasaje disponible para Argentina sin
dudarlo. Ya lo había dejado todo una vez por ir a buscarla y estaba dispuesto a hacerlo de nuevo
si hacía falta. Pero el tono radiante de la carta no dejaba lugar a dudas. Ella no le echaba de
menos.
Quizá cumplidos los seis meses, Anna mantuviera su promesa y regresase a Europa, Roberto
no perdía la esperanza. Pero por primera vez se planteaba cómo de grande era ese mundo que
ella sobrevolaba y cuánto se estaría perdiendo él, encerrado día tras día en la trastienda de Landi,
sin nada que contar en las cartas que escribía.
Llegó a La Haya a mediados de mayo de 1923.
La ciudad le sorprendió. Había imaginado una Haya próspera, pero seria e industriosa, regida
por comerciantes, e, inesperadamente, descubrió un lugar gobernado por los caprichos de la
elegancia más ociosa. La opulencia se exhibía sin concesión alguna a la modestia protestante.
Reinaban la ligereza de espíritu y una voluptuosidad indisimulada, y no solo entre las mujeres.
Daba la impresión de que los hombres pasaban también las jornadas dedicados al paseo, el café y
el teatro, atildados como aristócratas de un siglo atrás. La vida cultural era intensa, las fiestas,
cotidianas, y la vida despreocupada, alegre y aparentemente sin objetivos.
Van Winjen le ayudó a buscar alojamiento en el elegante barrio de villas coloniales donde
tenía instalada su galería. Le acompañó al sastre y al barbero. Le enseñó a hacerse el nudo de la
corbata como mandaba la moda y dónde tenía que comprarse los zapatos, el reloj y los gemelos.
—Para prosperar en este negocio hay que tratar con la mejor sociedad. Y la primera regla es
no desentonar, joven. Nunca logrará hacer dinero si quienes lo tienen piensan que lo necesita.
Le introdujo también en los círculos artísticos de la ciudad. Le presentaba como un joven
pintor sevillano, instalado en La Haya para estudiar pintura holandesa. Su exótico nombre jugaba
a su favor. «Cuanto de más lejos venga, mejor. Los franceses están muy vistos. Y las vacas de
Normandía con las que se ha criado no le interesan a nadie.» Roberto apenas hablaba castellano
y lo hacía con un fuerte acento. ¿Pero quién podía apreciarlo? En caso de toparse con un
compatriota, siempre se podía justificar con una infancia pasada en el extranjero. Además, su
pasaporte, que decía a las claras que había nacido en Sevilla, era español. Meses atrás, por
consejo de Landi, había optado por la nacionalidad de su padre para eludir el servicio militar.
Las lecciones más importantes de Van Winjen tenían, sin embargo, poco que ver con la vida
social.
A los pocos días de su instalación, le pidió a Roberto que pintara una tabla al estilo de los
pintores góticos borgoñones.
—Ya sabemos que los Fra Angelicos se le dan bien, pero no podemos seguir encontrando uno
tras otro. Veamos qué más sabe hacer.
Roberto protestó. El precio de mercado de los artistas borgoñones no se acercaba ni por
asomo al de los italianos del Quattrocento, y él no había seguido a Van Winjen hasta La Haya
para dedicarse a imitar a flamencos medievales de fama oscura.
Su nuevo maestro le pidió paciencia. Tenía grandes planes para él, pero aún tenía mucho que
aprender. Sus lagunas sobre historia del arte eran enormes. Tenía que leer. Tenía que visitar
museos y colecciones particulares y tenía que conocer bien a los grandes maestros del XVII.
Resignado, Roberto se puso manos a la obra con el encargo, una virgen y un niño con un
donante arrodillado, al estilo de Jan Maelwael.
Pronto se dio cuenta de que las críticas y consejos de su nuevo socio eran mucho más precisos
que los de Landi y Bamberg. Van Winjen, era, sobre todo, un maestro en la técnica del
envejecimiento. Le mostró cómo potenciar las resquebrajaduras que el albayalde de la capa
preparatoria transmitía a la pintura nueva utilizando grafito, tinta e incluso arena. Le explicó que
en las obras del Renacimiento italiano el diseño de las grietas recordaba a la apariencia de una
pared de ladrillos y en el rococó francés solían adoptar la composición de una tela de araña, pero
en los paneles flamencos se asemejaban a la corteza de los árboles. En la trastienda guardaba un
arsenal de clavos oxidados y su afán de exactitud era tal que en el jardín trasero de su casa
enterraba hojas secas y otros materiales de desecho para producir el tipo exacto de mantillo que
consideraba más adecuado para avejentarlos.
Van Winjen le hacía estudiar y trabajar duro, pero tampoco gustaba de verle encerrado
demasiado tiempo. Gracias a la venta de los dos Fra Angelicos, Roberto disponía de los medios
suficientes para presentarse al mundo como un joven gentleman dedicado al arte por pasión y
placer. Y debía aplicarse a ello. Eso era lo que otorgaba caché. Lo que proporcionaba confianza.
Roberto trataba de obedecer. Se vestía tal y como le indicaba Van Winjen sin rechistar.
Acudía al teatro a disfrutar de la música y la escenografía, porque apenas entendía el holandés, y
frecuentaba los cafés y los bailes porque la compañía de toda esa gente ligera y alegre le
reconfortaba. Pero no sabía interpretar el papel que su mentor requería. Solo tenía diecinueve
años y carecía de mundo. En París había vivido casi encerrado en el taller de Landi. Necesitaba
que se dirigieran a él en francés para entablar una conversación y le daba un pudor tremendo
fingir. Una cosa era contar historias de esas que surgían solas cuando sabía que la gente quería
escucharlas, y otra muy distinta hacerse pasar por quien no era. Se sentía incapaz. Así que optaba
por ser discreto, observar y hablar poco.
Pero no estaba incómodo. La vida cotidiana le parecía una delicia. Hizo amistades enseguida,
y, al poco, empezó a resultarle evidente que, por algún motivo, sus modos distantes atraían a las
mujeres. Una noche, sin saber cómo, terminó en casa de una divorciada espigada, risueña y
alocada, unos diez años mayor que él, que le recordaba remotamente a Anna.
A la mañana siguiente despertó desconcertado en una alcoba blanca, en la que se abrían tres
amplios ventanales. La cama, con sus sábanas de raso color hueso y sus almohadas de plumas,
era más grande y más cómoda de lo que nunca había imaginado que pudiera ser una cama. Los
espejos, los muebles, las lámparas, todo hablaba de lujo, elegancia y tranquilidad.
Ella le ofreció un cigarrillo, se envolvió en un kimono y pidió el desayuno, sin ocultar su
presencia ante la doncella de servicio. Él se sintió azorado al principio, pero enseguida se relajó.
Y cuando ella se abrió la ropa sobre los hombros, se adornó las orejas con dos pendientes largos
de oro y coral y le pidió que la retratase de aquella guisa, solicitó material de dibujo y obedeció
sin rechistar.
Ni siquiera se le pasó por la imaginación que fuera a mostrar el resultado en público. Aunque
solo se le veía hasta las clavículas, saltaba a la vista que estaba desnuda. Pero en pocos días
empezaron a llegar los halagos y felicitaciones de conocidos y desconocidos, y los primeros
encargos de nuevos retratos. No tenía ni idea de cuánto debía pedir a cambio, así que le preguntó
a Van Winjen. Este lo tenía claro. Debía aceptar muy pocas peticiones, con cuentagotas, y cobrar
su obra como el más cotizado de los retratistas de la alta sociedad. Eso, o regalarla, para no
empañar su imagen de diletante.
Por esa época, ya había rematado su imitación de Jan Maelwael y Van Winjen maniobraba ya
para colocarlo en el mercado.
Los coleccionistas de verdad exigían garantías antes de arriesgarse a comprar una obra que no
procediera de una de las grandes galerías internacionales, de modo que, para acceder a ellos,
resultaba imprescindible un certificado de autenticidad firmado por alguna de las máximas
autoridades en el maestro en cuestión. En el caso de los primitivos del norte de Europa esa
persona era sin duda alguna el berlinés Max Friedländer que, a finales de verano, viajó por fin
hasta La Haya, ante los requerimientos de Van Winjen y confirmó, sin lugar a dudas, que la tabla
que habían creado era auténtica.
A los pocos días se vendió por treinta mil florines y ambos salieron a celebrarlo.
Pero de regreso a casa, ya de amanecida, su socio cambió de rumbo con un escueto:
—Vamos al taller.
Roberto le siguió sin preguntar, y continuó en silencio cuando, una vez dentro del local, Van
Winjen abrió el candado de un cuartucho trasero que Roberto siempre había visto cerrado y
extrajo del interior un lienzo que desenvolvió con cuidado antes de suspirar hondo y darle media
vuelta:
—¿Qué le parece?
Se encogió de hombros. Lo que Van Winjen mostraba era una copia, de ejecución bastante
hábil, de la Vista de Delft de Vermeer. Los colores estaban muy conseguidos y el detalle estaba
cuidado con mimo. Pero le faltaba viveza, profundidad, esa cualidad casi tangible del aire frío de
la mañana que se respiraba frente a la obra auténtica, como si una bocanada helada te acabara de
entrar en los pulmones. El original colgaba a solo unos centenares de metros de allí, en el museo
de la Mauritshuis, y Roberto lo conocía bien.
—No está mal. Pero no pasaría por un Vermeer auténtico.
—No lo pretende. Es una copia honesta. Sin más. Ahora, dígame. ¿De qué época?
Roberto se aproximó. Estaba cansado y un poco achispado, pero era fácil. Miró el lienzo por
detrás. La tela blanca. Los clavos inmaculados.
—Está reluciente. Esto lo han pintado antes de ayer.
Los labios rojos de Van Winjen respondieron con una sonrisa maliciosa. De reojo, le indicó a
Roberto la botellita de alcohol que descansaba sobre el alféizar de la ventana. Este empapó un
poco de algodón y lo aplicó a una esquina del lienzo.
Nada. Desconcertado, alzó la vista y vio al holandés animarle con un gesto. Vertió un poco
más y frotó con determinación. Nada. La pintura no se inmutaba.
—Empecé a intentarlo hace una década. He ensayado infinitas fórmulas. He estudiado
química. He probado mil y un productos de importación. Y hace solo un año que lo conseguí. —
La voz de Van Winjen sonaba ronca de emoción—. Un aglutinante, indistinguible de los aceites
tradicionales, que no se disuelve con alcohol. Un instrumento con el que volver a crear, desde
cero, obras de cualquiera de los grandes maestros. Rubens, Tiziano, Rembrandt. Pero yo no
tengo el talento suficiente para imitarlos. Necesitaba un discípulo. Alguien con un don especial.
Si no, todo mi esfuerzo era inútil. Y entonces fue cuando Landi me envió su Fra Angelico...
Roberto se echó a reír. A Van Winjen se le amontonaban las palabras, hablaba atropellado,
poseído por el entusiasmo. Resultaba inverosímil que hubiera podido contenerse durante los
últimos meses sin mostrarle aquel tesoro oculto. Se sentaba y volvía a levantarse, sin dejar de
hablar, cada vez más rápido.
—Creí que lo había logrado muchas veces. Sobre todo hace cinco años, con una mezcla de
caseína. La pintura se quedó tan dura como mi cabeza a las pocas horas. El alcohol no le hacía
nada. Pero el resultado era muy rígido, frío. No funcionaba. Probé también con distintas ceras y
con aceite de lila y de lavanda. Secaban más rápido que la linaza. Pero no era suficiente y daban
otros problemas. Necesitaba algo más.
Harina de hueso. Ese era el secreto. La base de su fórmula. Harina de hueso emulsionada.
Gelatina, susurró, emocionado. No le dio detalles exactos, ni de otros componentes ni de cómo
conseguir la mezcla precisa con los distintos aceites y pigmentos. Eso era algo que aún no estaba
dispuesto a revelar.
—Tiene la misma textura del óleo tradicional, la misma suavidad. Nadie notaría la diferencia.
Pero es impermeable al alcohol.
Había hecho el descubrimiento hacía ya tres años, pero había necesitado más tiempo para
perfeccionarlo. Al mezclar la gelatina y el aceite con algunos pigmentos, estos tendían a volverse
grisáceos. Otros perdían luz. Y si no se aplicaba la fórmula exacta, las pinceladas resultaban
densas y opacas. Había tenido que insistir e insistir hasta lograr un resultado perfecto.
—Pero lo conseguí. Lo conseguí, Roberto. Y ahora, juntos, podemos reírnos en la cara de
todos los expertos. Podemos ser ricos. Muy ricos.
Roberto se limitaba a asentir, aturdido. Una luz brumosa y tostada entraba por las ventanas.
Las burbujas doradas del champán aún le bailaban en la cabeza, adormilándole. No pensaba en el
dinero. Pensaba en sus sábanas frescas, que le aguardaban desde hacía horas.
Lo que le proponía Van Winjen le parecía, más que nada, una divertidísima diablura.
Verano de 1935
Clara nunca ha sido desobediente.
Puede que alguna vez, intuyendo que no le iban a dar permiso para cualquier cosa, haya
preferido no preguntar. Como el verano pasado, cuando rompió la hucha y le confió todo el
dinero que tenía ahorrado a Luca para que lo cambiara por uno de los cachorros de dálmata
que vendía el padre de un amigo suyo. Al día siguiente hubo que ir a devolverlo.
Pero desobedecer es algo muy distinto. Clara nunca ha hecho nada que tuviera estrictamente
prohibido.
Hoy, sin embargo, no le queda más remedio.
La casa está silenciosa. Asoma la cabeza al pasillo. Tras la puerta del dormitorio de sus
padres se oyen dos respiraciones pesadas. Ambos duermen la siesta.
Anoche se acostaron todos muy tarde. Eran más de las doce cuando regresaron de casa del
doctor Vidal, pero Clara no tenía sueño. No podía dejar de pensar en el cuerpo de Roberto
Montenegro tendido en el jardín, en su cuello torcido y en su brazo extendido, con la pulsera de
cuentas en la muñeca. Así que su madre le preparó un chocolate caliente y luego se sentó a su
lado en la cama y le acarició el pelo hasta que se quedó dormida.
En el duermevela, cuando ya entraba una luz pálida por la ventana, a Clara le pareció que
seguía a su lado, ataviada aún con el vestido de la cena. Es normal que ahora esté cansada.
Vuelve a cerrar la puerta de su habitación y rebusca en el armario un vestido cualquiera y
unos zapatos. Pero no se calza todavía. No quiere que nadie la oiga. Abre con cuidado y vuelve
a salir al descansillo pisando con tiento, igual que esa mañana, cuando, después de dormir unas
pocas horas, la despertó la campanilla de la puerta y se acercó hasta lo alto de las escaleras a
escuchar, descalza. Solo le llegaban rumores y sentía un nudo de miedo agarrado al estómago.
Sus padres estaban encerrados en el salón con otra persona.
No le quedó más remedio que bajar hasta la planta baja y pegar la oreja a la puerta,
arriesgándose a que la descubrieran.
Y entonces sí, permaneciendo muy atenta, le llegaron retazos de conversación, incluso frases
enteras. El hombre que estaba reunido con sus padres era el policía de la noche anterior. Y
quería hablar otra vez con ella. Por lo que había dicho en casa del doctor Vidal cuando, sin
querer, había revelado el secreto de Roberto Montenegro: que pensaba marcharse a hurtadillas
esa noche.
Nadie sabía que planeara algo así, decía el policía. El juez no le había devuelto aún el
pasaporte. Sus pertenencias seguían en su habitación del Royal. Solo Clara había hablado de
una despedida.
Palabras de una niña de once años, cierto. Sería absurdo darles más importancia. Si no fuera
porque, al registrar el automóvil del fallecido, dentro del portaequipajes, habían encontrado un
maletín con ropa y otros elementos básicos de viaje. Y en uno de sus bolsillos interiores, un
pasaporte italiano con su fotografía y un nombre falso.
No solo eso. Uno de sus hombres acababa de regresar del aeródromo, donde le habían
confirmado que un vuelo privado con destino a Tánger había estado aguardando pasada la
medianoche a un pasajero cuyo nombre correspondía con el que figuraba en el pasaporte que
habían encontrado en el coche de Montenegro.
De modo que tenía que volver a hablar con la niña. Era imprescindible.
Pero su madre fue firme. Clara estaba durmiendo, y ya había sufrido demasiadas emociones.
Si cuando despertara la veía con fuerzas, se pondrían en contacto con él.
Clara no aguardó a escuchar la respuesta del policía. Subió las escaleras tan rápido como
pudo y se metió entre las sábanas, con los ojos cerrados, fingiendo que seguía dormida.
A la hora de comer pidió que le subieran una bandeja, y cuando miss Kelly se empeñó en
quedarse a su cabecera para hacerle compañía se echó a llorar, no sabría decir si a propósito,
para alejarla, o porque no soportaba los nervios, e insistió e insistió para que la dejaran sola.
No quiere hablar con la policía otra vez. No quiere que le hagan hablar de su amigo muerto.
Si no habla de él no tendrá que recordar el tacto rugoso de la marca que tenía en el cuello, ni su
grotesca postura, tirado de cualquier manera sobre la hierba, ni a los invitados del doctor Vidal,
cotilleando, emocionados por encontrarse de pronto dentro de una novela de Agatha Christie. Si
no habla de él, será como si no hubiese pasado nada y Roberto aún estuviese vivo y hubiese
subido a ese avión con rumbo a Tánger. Y ella sería su cómplice y su talismán, tal y como él le
dijo, y le habría dado de verdad buena suerte. No tendría la culpa de nada de lo sucedido.
Eso, ahora mismo, le parece muchísimo más importante que encontrar al asesino. Así que,
con toda la precaución del mundo, comienza a bajar las escaleras de puntillas. Miss Kelly está
de cháchara con la cocinera en la cocina. No hay moros en la costa. Con los zapatos aún en la
mano, cruza el recibidor, sigilosa y con el corazón temblando.
Hay otra razón por la que Clara no quiere hablar con el policía que ha venido a buscarla. Y
es que tiene miedo de que le haga tantas preguntas que no le quede más remedio que admitir la
verdad. Que los culpables de todo son ella y Luca. Que de no haber sido por ellos, Roberto
Montenegro habría huido hace ya días y nadie le habría sorprendido a solas en el jardín del
doctor Vidal. Que han sido ellos, por culpa de un juego tonto, los responsables de su muerte.
Abre sigilosamente la puerta principal y, con el mismo cuidado, vuelve a cerrar a su espalda,
cruza el patio de entrada y, después de cerrar la verja tras de sí, se calza los zapatos y echa a
correr calle abajo.
Tres días antes
Domingo

Uno de los guardaespaldas de Kaplan le da con la puerta en las narices, pero no tan rápido como
para impedirle echar un vistazo al interior de la habitación. La duquesa rusa, hermosa y desolada,
está sentada en una silla. A su lado, hierático, con una mano en su hombro, el millonario
americano es la imagen misma de la indignación. Sin duda considera a todos quienes le rodean
—a la policía y al director del Normandy, a los franceses, a Europa en general y quizá al mundo
entero— absolutamente inoperantes.
Félix Oriot se queda en mitad del pasillo, contemplando el número dorado de la puerta de la
habitación de hotel.
La denuncia se produjo anoche, a la hora tardía en que los visitantes veraniegos empezaban a
prepararse para la cena. Entonces fue cuando Elena Volóshina se dio cuenta de que el suntuoso
collar de Van Cleef & Arpels, regalo de su prometido, había desaparecido.
Lo había lucido por última vez el jueves anterior, en el casino, y de vuelta al hotel lo había
guardado en su estuche y este, a su vez, en la caja fuerte de su habitación. Pero anoche, al abrir el
estuche, se lo había encontrado vacío. Eso quería decir que había desaparecido en algún
momento a lo largo de esas casi cuarenta y ocho horas.
La caja no estaba forzada y no le faltaba ningún otro objeto de valor, ni su collar de perlas ni
el resto de sus joyas, mucho más modestas que la suntuosa gargantilla de oro blanco y piedras
preciosas. Por lo visto, el ladrón era un profesional que sabía lo que buscaba.
Félix se acuerda perfectamente de la pieza en cuestión. Se la vio al cuello a la rusa unas pocas
noches atrás, allí mismo, mientras charlaba con Dora Vernon en la barra del bar. Era un cacharro
historiadísimo, con forma de pájaro, que incluso en el ambiente de derroche de Deauville
llamaba la atención.
Se encoge de hombros y desanda sus pasos hasta el ascensor, que le lleva de vuelta a la planta
baja del Normandy. Él ha sido el primero en enterarse, a través de sus contactos de la comisaría,
pero ya andan husmeando en el vestíbulo un par de colegas madrugadores. Es lo que tiene la
Semana Grande; toca competir con los enviados de la prensa nacional.
—Oriot, buenos días. Hoy estamos madrugadores, ¿eh?
Es Pierre Busson, que se acerca a él con la mano tendida. Luce su habitual sonrisa de dientes
impecables y un trajecito ajustado de señoritingo que a cualquier otro le daría un aire amanerado.
Se ha enterado del robo del collar, naturalmente, y está encantado con la noticia. Qué
sabrosísimo condimento con el que aderezar la maravillosa novela que se traen entre manos,
susurra. Como si la historia del hallazgo de la Flaminia Triunfi no fuera ya bastante folletinesca
de por sí.
Se frota las palmas:
—Sería maravilloso que el ladrón fuese Roberto Montenegro...
Félix alza los ojos, incrédulo. Eso sí que sería digno de una novela de Arsenio Lupin. No. Se
queda corto. Del mismísimo Rocambole.
Invita a su colega a sentarse a tomar un café y los dos elucubran un rato con esa posibilidad en
tono de broma. Lo cierto es que ni él ni Busson consideran, ni por asomo, que sea una hipótesis
factible:
—Seguro que el ladrón es un empleado del hotel. Un botones sin cerebro que en unos días lo
devuelve porque no sabe qué hacer con él o algo así. Una lástima, porque eso no es lo que
quieren mis lectores —suspira, resignado, Busson—. Así que hasta que aparezca tendré que
alimentarles la imaginación con suposiciones más apasionantes.
Es decir, que a pesar de que a él mismo le resulta inverosímil, tiene pensado insinuar la
culpabilidad de Montenegro en la pieza que escriba. A Félix le desconcierta que vaya a hacer
algo así tras su pacto de no agresión con el sevillano, pero su colega frunce los labios.
Pero si no tiene ninguna importancia. Una insinuación así no es más que un guiño sin
consecuencias que en nada perjudica a Montenegro. Más bien al contrario, le beneficia,
adornando un poco más su leyenda.
—A los dos nos viene de perlas el suceso. A él casi más que a mí. Y si el collar no aparece,
más aún. De todos modos, trataré de informarle antes. Tampoco quiero que le pille por sorpresa.
Además, tengo noticias de nuestro común amigo Marchal.
—¿Y eso?
—El pájaro está que trina. Se veía ya con unos cientos de miles de francos en el bolsillo y ha
comprendido que se va a quedar sin nada. Ahora amenaza con hablar con otro periódico. Pero
tengo preparadas un par de piezas con las que vamos a quitarle toda la credibilidad. Además, no
tiene pruebas de nada. Es solo su palabra. —Busson apura el café y se pone en pie. Tiene algo de
prisa—. La verdad es que se lo ha montado muy mal. Le va a tocar devolver el dinero que costó
el Van Dyck a él solito cuando, por las buenas, quizá Montenegro se habría hecho cargo.
A Félix no se le escapan las implicaciones de esa última afirmación. Si Busson da por sentado
que el sevillano habría sufragado el coste de la devolución del cuadro es porque cree a pies
juntillas en las acusaciones de Marchal. Es decir, sabe que el abogado fue solo un intermediario y
Montenegro es el auténtico vendedor.
Le resulta curioso, porque anoche, en el casino, Jacob le contó que había recibido respuesta de
París. Un viejo colega de los juzgados había tenido acceso al sumario de la investigación. Y el
nombre de Montenegro no aparecía por ningún sitio. Marchal afirmaba que le había comprado el
lienzo a un tal Bart Landi, un galerista de la calle Laffitte, y que luego se lo había revendido al
general.
¿Por qué estaba ocultando Marchal a la policía el nombre de Montenegro?
A Félix esos intríngulis le parecen propios de negocios poco claros. Y lo que le da que pensar
es que ninguno de los dos, ni Montenegro ni Marchal, es inocente.
—Acuérdate —apostilla Busson— de que de todo esto ni mu en El Mensajero. Lo que te
cuento te lo cuento solo como amigo.
Félix no necesita que se lo recuerden. Es un profesional. Se lo dice, picado. Y entonces se da
cuenta de que Busson lo mira de través. Diría incluso que un punto incómodo.
—¿Qué pasa?
Su colega tiene una confesión que hacerle. Espera que no se lo tome a mal. Pero quiere ser
sincero. Y lo cierto es que si se encuentra en el Normandy, tan de mañana, no es para husmear
sobre el robo. Se ha encontrado el revuelo por casualidad.
Está allí porque tiene una cita con Kaplan.
—Para una entrevista en profundidad. Con él y con la rusa.
Félix le mira boquiabierto y no puede evitar cagarse en los muertos de ese cabrón que ha
nacido con una flor en el culo. Él lleva toda la semana trajinándose al millonario yanki y ahora,
¿va a ser Busson quien se lleve los réditos?
Aunque la culpa es solo suya. Ha sido un error tremendo de cálculo.
Había creído que revelar la identidad de Kaplan en El Mensajero pondría al americano en
contra de quien lo hubiera hecho. Que tendría más fácil conseguir la entrevista en exclusiva que
ansiaba si era Busson quien publicaba su nombre y se enemistaba con él. Y había rematado su
torpeza enviando ayer a uno de sus redactores a la presentación del lienzo de Velázquez en
Cherburgo, en vez de asistir en persona.
Porque, por lo visto, mientras él rondaba como un bobo en el Royal, encantado de haber
llegado el primero e intentando sacarle algo al maldito Montenegro, Busson andaba entablando
relaciones con Kaplan.
Su colega le tiende la mano, con un brillo amistoso en sus ojos acerados:
—Estoy en deuda contigo, lo reconozco. Si te puedo echar una mano en lo que sea, llámame y
me tienes a tu servicio. A mí y a mis contactos. Ahora, lo que voy a hacer es dejar mi tarjeta en la
recepción para que Kaplan me llame cuando considere mejor. No creo que este sea momento de
molestarle, así que aprovecharé para escribir algo que le dé algo de emoción al robo del collar y a
nuestro misterioso ladrón de hotel.
Félix le estrecha la mano, aunque la puñetera elegancia con la que el sinvergüenza de su
colega ha sabido ofrecerle disculpas le repatea, y se despide, con la mayor gracia de la que es
capaz, deseándole suerte con sus invenciones de folletín. A él no le interesan las sombras
chinescas. Lo que quiere es una exclusiva de verdad. Y últimamente parece que tiene la suerte en
contra.
Agarra un ejemplar de cada uno de los diarios que el hotel despliega cada mañana en las
mesitas del vestíbulo como cortesía para sus huéspedes y se dirige a la fila de taxis que aguarda
en la puerta. Le pide al conductor que haga una parada frente al estudio de Gabriel, de camino a
la redacción, a ver si ya tiene listo el revelado de las fotografías de anoche, y aprovecha para
ojear la prensa del día y averiguan qué cuenta hoy sobre Kaplan y la Flaminia.
Le Figaro lleva una entrevista con el director del Metropolitan de Nueva York, que se
muestra entusiasmado y se deshace en elogios hacia el americano, y otra con el director del
Louvre, que se lamenta amargamente de que sus limitados fondos no permitan la compra del
extraordinario lienzo. Paris-Soir, por su parte, ha contactado con uno de los expertos que
autentificaron el cuadro, un tal Allende-Salazar, del Prado, y Le Journal publica ni más ni menos
que una fotografía del archivo familiar de los condes italianos, olvidándose al parecer de que
nadie conoce su identidad. El diario asegura que es un documento confidencial que les ha llegado
a través de un antiguo amigo de la familia que desea permanecer en el anonimato, un presunto
inventario fechado en 1764 en el que se puede leer la siguiente descripción: «Retrato de dama
con utensilios de pintura ataviada de negro. Escuela española». A saber de dónde lo han sacado.
El texto es casi todo especulación. Se limitan a hacer conjeturas sobre la identidad de los nobles
propietarios y el heroico contrabandista.
Una pena que el tipo no quiera dar la cara, la verdad. Seguro que tiene una buena historia que
contar. Pero, por lo que Félix sabe, con la única persona con la que ha accedido a hablar es con
Eliot Kaplan.
El taxi se detiene frente al estudio de fotografía de Gabriel, que está sentado a una mesa del
café contiguo desayunando. ¿Se animaría o no a hacerle ayer a Montenegro la pregunta sobre el
blanco de zinc que él le pidió que le formulara? Lo ignora, pero se va a enterar ahora mismo.
Está harto de tanto secretismo por parte de ese desagradecido que lleva años llamándose su
amigo y tanto le debe, e incluso del pacato de su cuñado, que se dedica a hacerle visitas privadas
a Eliot Kaplan y luego le miente en la cara al respecto.
Es inverosímil lo que le gusta hacerse la interesante a toda esa familia.
Le paga la carrera al chófer y cierra de un portazo. Y entonces, justo en el momento en que
Gabriel alza la mirada, todo encaja. No puede evitar una carcajada. Vaya idiota. Lo ha tenido
delante de la cara todos estos días. Sin darse cuenta.
Un profesional prestigioso, sin conexión con el mundo del arte, que ha estado en Italia en los
últimos meses y se ha entrevistado recientemente, de forma discreta, con Eliot Kaplan. Un
hombre que, además, tenía fácil acceso a Roberto Montenegro a través de uno de sus familiares,
amigo suyo desde la infancia.
Madre de Dios. Esa es la razón por la que Gabriel le ha estado rehuyendo. Por eso no quería
que nadie supiera de su amistad con el sevillano. Y por eso estaba tan nervioso Castel el otro día.
No puede estar más claro.
Léon Castel es el contrabandista. Fue él quien sacó el cuadro de Italia y luego, a través de
Gabriel, contactó con Roberto Montenegro.
Eso es lo que el muy cabrón de su amigo tiene callado desde el principio. Por eso le rehúye.
Se frota las manos, regocijándose en su instinto de tiburón, y se aproxima a Gabriel con la
mano tendida y una sonrisa de depredador en el rostro.
—¡Venga, date prisa, date prisa!
Clara agarra a Luca de la mano y echa a correr sobre la arena, a toda la velocidad que le dan
las piernas.
Cuando llegan a las Tablas se detiene un instante para mirar atrás. Miss Kelly sigue de
cháchara con su amiga irlandesa y ni ha levantado la vista. Perfecto. Se agacha con rapidez para
calzarse las sandalias y vuelve a agarrar de la muñeca a Luca, que no ha terminado de ponerse las
suyas y tiene que seguirla unos pasos a la pata coja.
Afortunadamente, esta mañana no ha tenido que insistir mucho para que la llevaran a la playa
de Deauville. No la frecuentan casi nunca porque hay que cruzar el río y coger un coche, y luego
hay que apurarse para volver a casa a comer. No tiene sentido teniendo en Trouville una playa
igual de magnífica. Pero como miss Kelly tiene una amiga que trabaja allí de nanny, a veces
hacen una excepción.
—Que no se nos olvide comprar los helados a la vuelta.
Le han pedido permiso a miss Kelly para ir a comprar un cucurucho a su puesto favorito. Pero
eso no debería llevarles más de diez o quince minutos, y seguro que tardan por lo menos el
doble.
—No, no, ¿cómo se nos va a olvidar? Y si nos pregunta dónde estábamos, le decimos que nos
hemos distraído mirando a esa gente.
A su izquierda está la zona de la Terraza reservada a los columpios y los juegos infantiles y
un poco más allá se encuentran los terrenos del Athletic Club, donde un grupito de hombres en
calzón y camiseta de tirantes se ejercita con la rueda de la salud.
Es un deporte nuevo que consiste en introducirse en una enorme rueda de metal, como las de
los hámsteres, calzar los pies en unos estribos, agarrarse fuerte con las manos a unas
empuñaduras y lanzarse a dar vueltas y vueltas, cabeza arriba y abajo. Luca se empeñó en
probarla el verano pasado, cuando se enteró de que la utilizaban en las escuelas de aviación para
acostumbrar a los pilotos a la sensación de los loopings, pero a las dos o tres vueltas se tuvo que
parar, blanco, blanco y a punto de ponerse malo del mareo.
—¿Seguro que no está lejos?
—Ya te he dicho que no. No tardamos nada. Ya verás como es un sitio buenísimo.
Pasan de largo ante la fachada del hotel Royal, donde se aloja Roberto Montenegro, y
finalmente Luca se detiene:
—Aquí.
Frente a ellos se alzan las ruinas ennegrecidas del Victoria Lodge, protegidas por un jardín
asilvestrado y un aura de impenetrable abandono.
Era una de las mansiones más elegantes y suntuosas de la Terraza hasta que hace dos años un
incendió la devastó. Clara se acuerda de que las llamas se veían desde la otra orilla del río. Aún
queda en pie el macizo torreón de piedra, que le daba un aire de misterioso castillo inglés, pero el
resto del edificio está irreconocible.
Luca trepa al murete de piedra que rodea la finca y salta la empalizada, y ella le sigue. Los
escalones de madera de la pérgola de entrada han desaparecido y hay que encaramarse a la
tarima agarrándose a las enredaderas y a los restos de barandilla. Luego, como la puerta está
bloqueada, no queda más remedio que colarse por una ventana sin cristal.
El suelo cruje a cada paso. Las habitaciones están en penumbra. Pero por los agujeros del
techo entra luz de sobra para orientarse. Luca señala el hogar de una chimenea, invadido por los
escombros y las malas yerbas:
—Te dije que se me ocurriría un sitio bueno.
Se arrodillan. Un aleteo raudo y una sombra negra pasan rozándoles el cabello y ambos gritan,
sobresaltados. Cuando se dan cuenta de que no es más que una golondrina se echan a reír.
Luca escarba entre la broza y los cascotes y al cabo de unos instantes la bolsita de terciopelo
negro aparece en su mano. Clara afloja el cordón y vuelve a sacar el collar. Lo sujeta con ambas
manos y lo alza a la luz. La verdad es que es un escondite buenísimo.
—¿Crees que sabrán ya que ha desaparecido?
—Seguro. La mujer se daría cuenta en cuanto mirara el bolso.
—Habrá ido a la policía.
—O no. No sabemos si era robado y ella era una cómplice. Es muy raro que Montenegro se lo
entregara tan a escondidas...
—Como nos pillen...
—No nos van a pillar. Ahora tenemos que esperar a ver si sale en la prensa o si se dice algo.
Tú estate atenta por si comentan algo tus padres o tu tío. Yo pondré la oreja también por mi
cuenta. Y en uno o dos días, le contamos la verdad a Montenegro. Le vamos a dejar con la boca
abierta. Seguro que todo el mundo piensa que ha sido un ladrón de primera fila.
—A ver cómo nos las apañamos para devolverlo sin que nadie se entere.
—Bueno, seguro que él sabe cómo hacerlo. Para eso es el profesional.
Es el tercer Martini que pide Dora. Si cuando lo termine Léon sigue sin aparecer, se resignará y
reclamará la cuenta. Esa no es una hora a la que ella suela estar en el Golf los domingos y tiene
la tonta impresión de que todo el mundo la observa e intuye su desasosiego.
No se reconoce a sí misma. Ella es una mujer arrojada, con las ideas muy claras, y, sin
embargo, ahí está, nerviosa como una adolescente que paseara por el barrio del muchacho que le
gusta, esperanzada con encontrárselo por la calle y robarle una mirada o unas palabras bonitas.
No, sonríe. No. Esto es algo muy distinto. Algo único y poderoso, y por eso es importante que
hablen lo antes posible.
Cuando despertó esta mañana, la luz adormilada del amanecer apenas entraba por entre las
cortinas de la alcoba. Pero él ya no estaba. Estiró los brazos al techo, acarició el costado vacío de
la cama y enterró la nariz en la almohada, feliz y confusa. Todavía olía a whisky, a sudor
masculino y a piel caliente.
Naturalmente. Había tenido que volver a casa antes de que Emma despertara. Pero pensarlo la
desasosegó. ¿Qué había ocurrido entre ellos? ¿Y qué iba a pasar a partir de ahora? ¿En qué se iba
a convertir su relación? ¿En un secreto ruin y vergonzante?
No. Eso era indigno de Léon. La infidelidad era algo deshonroso. Él era incapaz de esa
duplicidad. Su bondad y su integridad eran lo que hacían de él un hombre de los pies a la cabeza.
No podía ocultarle una amante a Emma. Pero tampoco iba a abandonarla. Adoraba a su mujer y a
su hija. Por el amor de Dios, si toda su angustia era consecuencia de los extremos a los que había
tenido que llegar para mantener a salvo a su familia...
Emma...
Dora no se había acordado siquiera de ella la noche anterior. Ni cuando había encontrado a
Léon a punto de naufragar acodado a la barra del Brummel, solo y perdido, ni cuando lo había
llevado con ella a su casa en el coche.
Solo había querido protegerlo, cuidarlo. Y sentirlo tan frágil, tan abandonado a ella, le había
producido una turbación cálida y voluptuosa. Había necesitado hacerle sentir que no estaba solo,
que ella le comprendía y no le dejaría caer.
Había sido una noche confusa pero hermosa. El modo en que él se había entregado, la
confianza con que había compartido su secreto entre sus brazos después de dejarse amar por ella,
la zozobra de sus labios buscando aliento en los suyos hasta que se había quedado dormido sobre
su pecho.
Todo había sido un acto de amor.
No, Dora no sentía que hubiese traicionado ni la amistad ni la confianza de Emma. Seguía
siendo su amiga y podía contar con ella siempre para lo que hiciera falta.
Pero no podía enterarse de lo sucedido. No lo entendería, resolvió. Terminó de desperezarse,
llamó para que le preparasen el baño y, sumergida en el agua caliente, su mente se fue aclarando.
Lo suyo con Léon era una amistad verdadera. Algo que él no había encontrado hasta ahora.
Por eso la había escogido a ella para abrirle el corazón cuando pensó que le iba a estallar. Para
revelarle lo que nadie más sabía. Su caída a lo más hondo. Su situación imposible. La ambigua
oportunidad que se le había abierto, de pronto, para salir con bien de todo y salvar a su mujer y a
su hija. Y ella le había escuchado, había alabado su fortaleza y su resolución, solo un hombre de
verdad era capaz de enfrentarse a sí mismo de esa manera y salir victorioso, le había ofrecido su
apoyo y había hecho lo posible por tranquilizarle. No. Lo que había entre ellos no podía ser
trivial ni grosero. Nunca. Porque nacía de la admiración, la confianza y la lealtad.
El sexo no había sido más que una coda, un desenlace casual. Lo importante era su conexión.
Su lazo especial.
Cayó entonces en la cuenta. No se le había ocurrido mirar si Léon le había dejado una nota
antes de irse. Seguro que había algo, no era propio de un caballero como él despedirse a la
francesa. Pero no encontró nada. Ni en el dormitorio, ni en el salón.
Claro que no, qué boba. ¿Cómo iba a haber ninguna nota? Por escrito no era forma de hacer
las cosas. Léon esperaría, con seguridad, a verla cara a cara para robar al mundo un momento de
intimidad y poder hablarle.
Se arregló canturreando y bajó a la ciudad a desayunar. En coche, para no tardar demasiado.
No podía dejar de pensar en todo lo que había descubierto de Léon aquella noche, en el alma
oscura que albergaba aquel hombre sin que nadie lo sospechara y lo que aquel secreto los uniría
en adelante.
Cuando volvió a casa, preguntó, pero no había llamado nadie por teléfono. Así que cogió la
bicicleta y volvió a bajar a Deauville para realizar su ronda matutina habitual. Allí se enteró de
que una nueva estrella del cine italiano había amanecido sin pantalones ni camisa deambulando
por las Tablas con una botella vacía de champán en la mano; de que el Aga Khan había perdido
diez millones de francos a la ruleta, y de que en el Normandy se había producido un misterioso
robo. El fastuoso collar de oro blanco y piedras preciosas de la duquesa Volóshina había
desaparecido de la caja fuerte de su habitación.
A Dora aquello le produjo un pellizquito de satisfacción. Le estaba bien empleado, por
engreída. Recordó entonces la intensa mirada con la que Roberto Montenegro había envuelto a la
bella rusa días atrás en el vestíbulo del hotel. Después de verlos juntos la otra noche, en la terraza
del casino, habría jurado, sin miedo a equivocarse, que la mirada iba dirigida a la mujer más que
a la joya. Pero ahora ya no le parecía tan claro.
Su primer impulso fue agarrar la bicicleta y pedalear hasta casa de Emma para contarle todos
aquellos chismes. Pero no podía ser. Antes tenía que hablar con Léon. Cerciorarse de que se
encontraba bien y asegurarle que seguía contando con ella para lo que hiciera falta. Siempre.
Por eso va ya por su tercer Martini, sentada en la terraza del Golf, aunque apenas es mediodía.
Sabe que a Léon le gusta jugar con el doctor Vidal los domingos. Y desde ese ángulo tiene
controlados el hoyo dieciocho y el camino de regreso al hotel. Su miedo es que, por algún
motivo, hoy hayan dispuesto jugar solo nueve hoyos y se hayan marchado temprano. Ha buscado
el automóvil de Léon en la zona de estacionamiento y no lo ha visto, pero no sabe si han
compartido vehículo.
Entonces el corazón le pega un salto. De excitación y de alivio. Ahí están. No hay duda, son
ellos. Le han entregado los palos a sus respectivos caddies y se acercan a la terraza a tomar un
refrigerio.
Dora estira el cuello, atenta a atrapar la mirada de Léon y hacerle una señal con la mano. Pero
cuando sus ojos se cruzan, a unos veinte o treinta metros de distancia, él se frena en seco. Le
hace gestos al doctor Vidal, como si acabara de darse cuenta de lo tarde que es y tuviera que irse.
Pero el otro le retiene por el brazo, claramente le recrimina el brusco cambio de opinión, le pide
que se quede un rato. Su actitud es amistosa pero autoritaria, no está acostumbrado a que le
lleven la contraria, y Léon cede.
Ella reacciona cohibida y baja los ojos. Obviamente, tienen que ser discretos delante de Vidal,
pero confiaba en un ademán cómplice. Una mirada que expresara un sobrentendido. Un detalle
prudente al llevarse la mano a la gorra para saludar que solo ella pudiera interpretar. Como
mínimo, la cordialidad de costumbre.
Pide la cuenta, aturullada, mientras los dos hombres se acomodan en una mesa no muy alejada
de la suya. Léon no la mira. No levanta la cabeza. Pero es normal. Es tímido, y su presencia le ha
pillado por sorpresa.
Al poco, Vidal se excusa para ir al aseo. De inmediato Léon gira su silla, colocándose en
escorzo. Ahora Dora solo le ve la espalda. Duda, pero un momento nada más. No es propio de
ella mostrarse apocada. No les va a ser fácil encontrar otro momento a solas. Y seguro que él
también está deseando aprovechar la oportunidad, pero es incapaz de dar el primer paso.
Se acerca a pasitos cortos y carraspea para vestir su voz de extrema dulzura:
—Buenos días, Léon. ¿Qué tal te encuentras?
Él alza la cabeza con actitud de sorpresa:
—Miss Vernon.
Pero no se levanta a saludar.
—Léon, estamos solos —susurra Dora.
Él gira la cabeza, nervioso, como si buscara a alguien. Y sigue sentado. Un hombre tan cortés,
tan detallista. Tiene que estar muy nervioso.
—Léon, solo quiero que sepas que me tienes a tu lado. Para todo, siempre que lo necesites. Ha
sido una noche muy especial para los dos y nos va a unir mucho más. Voy a estar aquí. Siempre.
Puedes contar con mi amistad.
León lanza una ojeada rápida en torno antes de responder en un murmullo atropellado:
—Miss Vernon, lo que ocurrió anoche fue un error. Un error fatal. Le ruego, por favor, que lo
olvide. Que se olvide de todo.
—Léon, tranquilo, Emma no va a saber nada. ¿Cómo voy a querer hacerle daño a mi amiga?
—No me ha entendido. No quiero que se acerque ni a mí ni a Emma nunca más. No debemos
volver a vernos. Manténgase alejada de mi familia. Déjenos tranquilos, por favor. Márchese y
olvídenos. A los dos.
Dora parpadea, confusa. Es como si le hubieran clavado una aguja en el estómago. Duele.
Duele mucho. Balbucea, nerviosa:
—No eres consciente de lo que dices, Léon. Estás angustiado. Preocupado. Y lo entiendo,
claro que lo entiendo. Pero estate tranquilo. Yo estoy para ayudarte siempre que me necesites.
Intenta tocarle el brazo suavemente y él se estremece, con una expresión de asco. No es una
reacción de hombre adulto. El gesto es tan exagerado como el de un niño incapaz de controlar
sus impulsos.
Dora no comprende nada. ¿Qué es lo que le resulta desagradable de ella, de repente? Es la
misma a la que besaba con una sed inapagable hace solo unas horas. No sabe si alejarse o
permanecer allí, pero entonces escucha una voz cortés a su espalda:
—Buenos días. ¿Interrumpo?
Es Vidal. Le tiende la mano, amable. A saber si ha visto algo. Pero tiene que extrañarle que su
colega permanezca sentado mientras ella está en pie junto a la mesa.
Léon se levanta por fin. Parece que le cuesta un esfuerzo inconmensurable. Dora nunca se ha
sentido menos bienvenida en sitio alguno, pero no puede creerse que sea por maldad. Es la
presencia de Vidal lo que sin duda le tiene cohibido.
Y sin razón. ¿Qué más da que esté Vidal delante? El socio de Léon es un hombre galante. Por
fuerza tiene que ser indulgente. ¿Qué mejor cómplice podrían desear?
Pero la incomodidad de la situación es insostenible. Dora sonríe, buscando un modo garboso
de retirarse:
—Disculpen, no quiero molestar. Yo ya me marchaba. —Le estrecha la mano a Vidal y luego,
girándose hacia Léon, le dedica una ojeada cargada de connivencia y, en un ademán íntimo,
inequívoco, le aprieta los dedos de la mano izquierda—. Tenemos que hablar. Nos vemos.
Vidal parpadea, inquisitivo. No se le ha escapado el gesto y Dora se alegra. Pero Léon retira
la mano con la celeridad de una culebra, como si su inesperado contacto le repeliera.
Dora finge que no ha visto nada, endereza los hombros y retorna a su mesa. Abre el bolso con
parsimonia para buscar un billete con el que pagar su cuenta, con la barbilla bien alta. Pero las
manos le tiemblan. No sabe si el resto de los clientes se habrán dado cuenta. Si estarán
murmurando.
Cruza la terraza con parsimonia, camino del aparcamiento, con la mirada fija al frente. Pero
cuando pasa cerca de Léon le oye decir, en ese tono de falso murmullo que se emplea en las
conversaciones privadas cuando se pretende que un tercero escuche las burlas que se le dirigen,
fingiendo, cobardemente, que uno no se ha dado cuenta de su presencia:
—Ya no sé qué hacer, Vidal. Es una pobre loca. Se ha metido en nuestra casa y se ha
convencido de que hay algo entre nosotros. No sé cómo quitármela de encima sin armar
escándalo.
Dora sube a su bicicleta, sin mirar atrás, y echa a pedalear colina abajo. Pero después de dos
curvas se detiene en un recodo. Las lágrimas le nublan la mirada y tiene miedo de caer al suelo si
sigue descendiendo sin ver apenas el camino.
Son las tres de la tarde. Léon le hace una seña a Clara, que se ha distraído mirando a las
musarañas, y cruzan la puerta de entrada del hipódromo los cuatro juntos, sonrientes y vestidos
de punta en blanco. Una familia feliz. La niña va de su mano, pegando saltitos de impaciencia, y
Emma se apoya en el brazo de su hermano, contenta y relajada, riéndose con sus bromas.
Antes de salir de casa, Léon le ha contado que esa misma mañana la policía ha detenido a un
desequilibrado, un emigrante griego que llevaba varios días rondando por la ciudad y
amenazando a los veraneantes con mensajes incomprensibles. Al parecer es un viejo conocido de
las autoridades. Ha estado internado ya varias veces, y en ocasiones se escapa y vuelve a las
andadas. Sin duda es el mismo hombre que se acercó a ella y a Clara en el tren. Es inofensivo,
pero sus víctimas no lo saben y a menudo pasan un mal rato. En cualquier caso, ya no tienen de
qué preocuparse, ha regresado a la institución donde estaba encerrado.
No tiene del todo claro si Emma le ha creído o si, más bien, ha escogido creerle. Es consciente
de que nada de lo que ha hecho ni dicho en los últimos días resulta muy convincente, y su mujer
no es ninguna boba. Pero ha debido notar que él le hablaba con alivio. Seguramente ha sido su
tono, más que sus palabras, lo que la ha convencido. Eso, y que le dolería demasiado desconfiar
de él.
Otro motivo para estar avergonzado.
Los caballos de la primera carrera están ya en el paddock. No es una prueba importante, y
aunque los apostadores y los aficionados acérrimos se apretujan en torno a los participantes, los
elegantes deambulan por el recinto de balanzas, saludándose y curioseando. Muchos van
llegando todavía al hipódromo, sin prisas.
Léon le explica a Clara a quiénes pertenecen cada uno de los colores. Consulta el programa.
Discute de los favoritos con Gabriel. Pero no tiene allí la cabeza. Los nervios se lo comen. A
cada paso teme volver a encontrarse con Dora.
No cree que la inglesa se atreva a cometer ninguna indiscreción. No mientras está con su
familia. Pero su atrevimiento de esta mañana, delante del doctor Vidal, le ha dejado
descompuesto.
Él tiene la culpa. Es él quien ha huido de su casa de madrugada, sin una explicación. ¿Pero
qué otra cosa cabía hacer? Cuando ha despertado en ese lecho húmedo y extraño le ha atenazado
el miedo. Ha contemplado el cuerpo desnudo que yacía junto a él, sudoroso y blando, y no ha
podido evitarlo. Ha tenido que salir de allí de inmediato.
Encontrársela esa mañana, en el Golf, le ha desarbolado por completo. Cuando esa mujer le
ha apretado la mano, con esa intimidad improcedente, delante de su socio, le ha resultado un
gesto tan lascivo que, más que prevención o alarma, ha sentido un rechazo intenso. Repulsión.
No puede volver a verla, no soportaría tenerla delante, y teme que Emma sospeche algo, que
pregunte por ella.
—Papá, ¿me compras un granizado de limón?
Solamente se le ocurre una salida. Escribirle una nota. Lo hará en cuanto regresen a casa. Le
pedirá perdón. Le dirá que ayer no era él mismo y que está arrepentido de cuanto ocurrió. Y le
explicará por qué no pueden volver a verse.
Se colocan los cuatro en la cola del puesto de helados. Clara está preocupada porque Luca y
sus padres no han llegado todavía. Roberto les ha procurado invitaciones a todos, a su familia y
también a la de su amigo, pero no se los ve por ningún lado. Le coge de la mano y le pregunta,
otra vez, cuál es su favorito para el Morny. Léon sabe que espera que nombre a Juan Sin Miedo,
así que la hace rabiar un poco:
—A mí me gustaría que ganara Mistress Ford. Su propietario es amigo mío y hemos sido
pareja de golf muchas veces. Aunque dicen que Fragance es imbatible...
La niña achica la mirada, indignada, hasta que se da cuenta de que le está tomando el pelo.
—Vamos todos con Juan Sin Miedo —interviene Emma—. No hagas caso de tu padre.
A eso han venido todos, muy a su pesar. A animar al potro de Roberto Montenegro. Y Léon,
que no es supersticioso ni hombre de fe, tiene el corazón dividido. Siente, de manera irracional,
que una victoria del caballo sería una especie de bendición. Una señal de que todo va a terminar
bien. De que Kaplan regresará a Nueva York con su cuadro, América entera celebrará su
magnífica compra, Montenegro desaparecerá de sus vidas con todas sus extravagancias y nunca
volverán a saber del griego. Su flaqueza de la noche pasada se borrará de su memoria y la vida
regresará a la normalidad.
Pero entre los animales de ojos ardientes que desfilan en círculo y las hojas de los plátanos
que le hacen carantoñas al viento anda flotando, sin duda, un mal espíritu. Porque cada vez que
pasa junto a él bisbisea en su oído. Le susurra que Montenegro está tan orgulloso de su caballo,
está tan convencido de que puede ganar la carrera, tiene tantas ilusiones puestas en el día de hoy
que sería delicioso verle marchar con el rabo entre las piernas... Una derrota rotunda de Juan Sin
Miedo supondría una pequeña satisfacción para su amor propio. Un merecido desagravio
después de haber sido utilizado como un peón por el sevillano. Un castigo simbólico por su
despreocupación, su ligereza y su arrogancia.
Es tarde.
El plan era encontrarse con el periodista a la hora de la sobremesa, antes de salir hacia el
hipódromo, pero en el último momento ha surgido un asunto urgente en Nueva York, que a esas
horas acaba de despertar, así que Eliot le ha pedido que se adelante y baje ella a reunirse con el
redactor de Le Petit Parisien, que ya aguarda en el vestíbulo del hotel. En cuanto pueda se les
unirá. Esta mañana ya han tenido que retrasar su cita, debido al revuelo policial, y quiere
asegurarse de que la entrevista acordada aparezca mañana en la prensa.
Lena toma el ascensor con desgana. No le gustan los reporteros. No le gusta que su prometido
haya decidido conceder una entrevista personal y aceptar preguntas sobre su relación y su vida
privada. Pensaba que ya había cumplido con la rueda de prensa de ayer en Cherburgo. Cada día
que pasa se siente menos segura de sí misma, menos dispuesta a exponerse. En los últimos días
apenas ha dormido, y menos aún anoche, después de que no le quedara más remedio que
confesar, finalmente, que el collar había desaparecido. Pero sabe perfectamente cuál es su papel,
así que en cuanto distingue al periodista, que aguarda junto a una de las columnas de la rotonda
central del vestíbulo, ataviado con un impecable traje veraniego, sonríe y le tiende la mano.
Le pide que disculpe a su prometido, que bajará en cuanto pueda. Mientras, pueden
acomodarse en una de las mesitas redondas con un café. Solo le ruega que la aguarde un instante.
Tiene que entregar en conserjería un par de cartas que necesita que envíen a París.
Y entonces la ve.
Es difícil no fijarse en ella. Está acodada en el mostrador de recepción y habla con agitación
en un acento británico muy agudo, pronunciando con insistencia cada palabra para asegurarse de
que el empleado del hotel la entiende.
Lena tarda un instante en ubicarla. Es la cargante que la estuvo agobiando con lo del orfanato
de África la otra noche. Está preguntando por alguien, un periodista, seguramente, porque dice
que ha intentado localizarle en la redacción de El Mensajero, sin éxito. Al parecer, es un tipo que
ronda a menudo por el bar del Normandy y tenía esperanzas de que le hubieran visto por allí.
Se dispone a darse la vuelta para evitar que esa exaltada la reconozca, cuando escucha las
palabras mágicas que la hacen detenerse en seco:
—Por favor, no se olvide. Si ve al señor Oriot, dígale que miss Vernon le está buscando. Que
me llame de inmediato. Tengo que contarle algo muy urgente. Dígale que es una exclusiva.
Sobre Léon Castel y Roberto Montenegro. Algo que no sabe nadie más que yo. Este es mi
teléfono. Y apunte bien los nombres, que no se le olviden.
Lena se queda inmóvil. Lo primero que piensa es que, de algún modo, esa mujer ha
averiguado la identidad de Castel y su papel en el rescate de la Flaminia, y que quiere contárselo
a la prensa.
Le lanza una ojeada rápida al reportero del Le Petit Parisien. Aunque el nombre de Castel no
le diga nada, es obvio que la mención de Montenegro le ha puesto en guardia.
No ha perdido ripio.
Lena no sabe si intervenir. Al fin y al cabo, ¿qué más les da a Eliot y a ella que la identidad
del intermediario de los nobles italianos salga a la luz? Aunque, por cortesía, quizá deberían
advertirle de que lo han descubierto, ese no es asunto suyo. Si no fuera porque, a su pesar, se
insinúa otra sospecha. Y la primera arista de miedo. El tono de la mujer es demasiado agitado,
demasiado presuroso. Encierra algo más. Hay una especie de ansia en toda su actitud.
Y Lena comprende, de inmediato, que no quiere escuchar lo que sea que esa desgraciada sabe.
Que solo va a traer complicaciones. Que es algo que es mejor que sigan ignorando.
Debe dejarla marchar. Sin más.
Así que se queda inmóvil, observándola, mientras la inglesa se despide y se dirige a la salida
del hotel a grandes zancadas, determinada, como dispuesta a remover cielo y tierra para
encontrar al hombre que busca. Sí, piensa Lena, lo que tiene que hacer es darse la vuelta y
olvidarse por completo de lo que ha escuchado.
Sin embargo, en el último instante, le pide a un botones que corra a buscarla.
Por instinto, le lanza una mirada de reojo al periodista y lee una aprobación indudable en su
mirada. Hay algo en ese hombre que a Lena le resulta muy reconocible. Una rapidez y un olfato
de superviviente que sabe identificar a la legua.
La intuición le dice que ambos hablan el mismo idioma y que él también ha comprendido que
esa mujer tiene algo que contar realmente interesante.
La inglesa regresa sobre sus pasos, desconcertada, y Lena le pide que los acompañe hasta una
de las mesas en penumbra del vestíbulo y se siente a su lado. Le ruega que disculpe su
indiscreción, pero no ha podido evitar escuchar su conversación con el recepcionista y la ha
dejado un tanto preocupada. Como quizá sabe, su prometido y ella tienen negocios con el señor
Montenegro. Y también conocen al señor Castel. Le inquieta que sus nombres puedan aparecer
en la prensa en relación con algún asunto inconveniente.
La mujer estrecha los ojos. El desdén con el que la observa es tan evidente que por un
momento Lena piensa que se ha equivocado. Pero no. Solo la está evaluando:
—Lo sé. Sé perfectamente cuál es el negocio que tienen entre manos. O el que creen tener.
Pero si se han fiado de Léon Castel han cometido un error. Un error muy grave. Y mañana lo
sabrá todo el mundo.
Habla con rabia, apretando los dientes, y a Lena se le eriza el vello de los brazos. De pronto
tiene la certeza de que esa mujer ha venido a romper algo que no le pertenece, a desequilibrarlo
todo y a causar daño.
Busson interviene. Le gustaría que le permitiera presentarse. Él tampoco ha podido evitar
escucharla, y le ha parecido oír que preguntaba por Félix Oriot. El director de El Mensajero es
un gran amigo suyo. Son casi como hermanos. Pero si está decidida a hablar con la prensa, de lo
que sea, se pregunta si no consideraría la posibilidad de confiarse a él. Por lo que le ha parecido
intuir, se trata de un asunto de relevancia.
—Y aunque El Mensajero es una pequeña publicación muy estimable, no puede compararse
con un diario del alcance de Le Petit Parisien.
El reportero le entrega su tarjeta profesional, acompañando el gesto de una sonrisa exquisita,
de hombre de mundo. Su dicción elegante y su tono calmado también ayudan, y la inglesa
titubea.
Lena comprende perfectamente lo que está haciendo Busson. Por eso permanece en silencio.
Aguardando. No quiere decir nada que pueda influir en la decisión de su interlocutora.
La mujer lanza una ojeada breve a la tarjeta y luego los encara otra vez. Sus ojos titilan con
furia pero están hinchados y rojos, como si hubiese llorado mucho. Es obvio que está calculando
qué es lo que más le conviene.
Finalmente, asiente.
—Dígame, entonces. —Busson extrae una libreta del bolsillo de su chaqueta y cruza las
piernas con un gesto distinguido—. ¿Qué ocurre con el señor Castel, miss Vernon? Ese era su
nombre, ¿verdad?
La mujer achica los ojos, midiendo el salto que está a punto de dar. Hasta que se decide y
recita de corrido:
—Está bien. Al fin y al cabo, lo que quiero es que se entere todo el mundo. Me da igual hablar
con usted o con Oriot. Y está bien que la señorita Volóshina se entere al mismo tiempo. Al fin y
al cabo, ella y su prometido tienen derecho a conocer la verdad antes que los demás. Y la verdad
es que Léon Castel no ha estado cerca de la Flaminia Triunfi en su vida. Tampoco conoce a los
condes italianos ni ha cruzado frontera ninguna con el lienzo. Solo le ha contado al señor Kaplan
lo que le ha contado porque Roberto Montenegro le ha pagado para que lo haga.
Lena cierra los ojos un instante. Mentiría si dijese que está sorprendida. Aun así, habría dado
cualquier cosa porque esa extraña no hubiera ratificado sus presentimientos.
—Es una revelación impactante, miss Vernon. —La voz de Busson resuena inalterable, y a
Lena no le queda más remedio que admirar su profesionalidad—. Supongo que dispone usted de
argumentos que sustenten su acusación.
La mujer balbucea, y Lena se da cuenta de que bajo su engolada dicción de alta burguesía
inglesa hay un torrente de palabras convulso que se encabrita en su garganta luchando por
escapar.
Le lanza una ojeada rápida a Busson para ver si también él ha comprendido. Esa mujer ha
decidido delatar a Castel, a Montenegro y a quien haga falta en un arrebato, para vengarse de un
daño reciente que aún no ha conseguido asimilar. No ha planeado con detalle lo que iba a decir,
ni cómo, ni de qué modo resultar convincente.
Pero eso es quizá lo más persuasivo de todo.
Habla muy deprisa, con bruscas paradas colocadas al azar para tomar aliento. Habla del
infausto Léon Castel, de unas deudas de juego, de las amenazas de un prestamista griego, de un
hermano político y de la íntima amistad de este con Roberto Montenegro. De un pacto capaz de
solucionar de una tacada los problemas de todos. A Lena se le escapan buena parte de las
palabras de ese inglés rápido, embarullado y pronunciado con un nudo en la garganta, pero
comprende, con un pellizco en el estómago, que está diciendo la verdad.
Busson es un profesional acendrado. Ha acompañado cada revelación del correspondiente
gesto de asombro, pero siempre comedido. Apenas una ceja que se alza, una interrupción al
tomar notas. Finalmente, deja la libreta sobre la mesa y baja la voz.
Lo que le ha contado es muy interesante, sin duda alguna, le explica a la mujer. ¿Puede citar
su nombre o prefiere que se refiera a ella, simplemente, como una confidente anónima? Si su
deseo es mantenerse en el anonimato, puede estar segura de que será respetado. Tiene su palabra.
Las fuentes son sagradas. Pero, en cualquier caso, necesita saber cómo ha obtenido ella esa
información confidencial. No lo publicará si ella no le da permiso, por supuesto, pero él necesita
saberlo para asegurarse de que lo que le cuenta es fiable. ¿Cómo han llegado a su conocimiento
esos secretos?
La mujer titubea. Está excitada, febril, y sus emociones están a punto de demoler el freno que
pugna por contenerlas. Farfulla. Da la impresión de que se debate entre si decir o no la verdad.
Pero está herida. Muy herida. Y hacer daño le importa más que guardar el pudor.
Se lo ha confiado todo el propio Castel, espeta. Porque tiene miedo. Miedo de todo. Es un
cobarde. Se lo ha contado porque confiaba en ella más que en nadie. Pero ahora la aparta como si
no la conociera.
Y no, no la conoce. Desde luego que no. Pero la va a conocer.
Lena calla, manteniendo una actitud fría. No quiere que esa mujer busque en ella apoyo ni
complicidad. Solo desea que calle de una vez.
Es Busson quien, con habilidad, pone punto final a la entrevista. Le pide a la inglesa que, por
favor, no hable del asunto con nadie más. Le da su palabra de que nadie tratará su exclusiva con
mayor delicadeza y confidencialidad que él. Puede estar segura. No debe exponerse más de lo
que ya ha hecho.
Su refinada firmeza resulta extremadamente convincente, y la inglesa le proporciona sus datos
de contacto, por si necesita volver a hablar con ella, y deja que le pida un coche. Lena no se
inmuta. La deja balbucear, observándola como si no fuese más que una pobre loca, aunque antes
de marchar, la mujer le lanza una última ojeada violenta:
—Usted sabe que digo la verdad. Estoy segura de que lo sabe.
En cuanto se quedan a solas, Busson le ofrece un cigarrillo y pregunta con discreción:
—Usted también la ha creído, ¿verdad?
Lena asiente. Es consciente de la suerte que han tenido de que sea precisamente Busson, no el
director de El Mensajero ni cualquier otro reportero de tres al cuarto, quien haya escuchado las
confidencias de esa maldita mujer. Ese hombre es lo bastante inteligente como para entender que
la amistad de un Eliot Kaplan tiene mucho más valor que nada que se pueda publicar en su
periódico, así que la situación está relativamente bajo control. La mujer, de momento, no hará
más ruido, confiada en que su historia se publicará mañana. Y sobre cómo proceder ahora, será
Eliot quien decida.
Toman el ascensor los dos juntos, pero una vez frente a la puerta de la habitación de su
prometido, Lena decide despedirse. Prefiere aguardar en su cuarto. Se le ha quedado mal cuerpo,
dice, y no se encuentra bien. Es mejor que sea Busson quien hable con Kaplan. Ella no quiere
inmiscuirse en asuntos de negocios.
Se siente ridícula recurriendo una vez más a la excusa de una fragilidad que no siente, como
ha estado haciendo últimamente con Eliot, pero necesita estar sola. Está mucho más nerviosa de
lo que puede admitir ante testigos. No descansa desde que descubrió la desaparición del collar.
No anoche, como le ha contado a su prometido y a la policía, sino por la tarde, en el
hipódromo, después de que Montenegro se lo devolviera discretamente.
Al terminar la última carrera se dio cuenta de que alguien le había abierto el bolso y se lo
había llevado. Pero no podía decirle nada a Eliot. Él pensaba que el collar estaba guardado a
buen recaudo en la caja fuerte de su habitación de hotel. Y debía seguir pensándolo, aunque en
realidad, la primera vez que Lena lo había echado en falta había sido la madrugada del viernes al
sábado, poco antes del alba, horas después de su encuentro con Roberto Montenegro en la terraza
del casino, cuando por fin regresó a su habitación de hotel en el coche del sevillano.
Roberto había detenido su automóvil junto a la puerta trasera del hotel, en un ángulo discreto,
y ella había bajado tan rápido, pendiente de escabullirse sin que nadie la viera, que no se había
dado cuenta de que había perdido el collar hasta que no se había visto reflejada en el espejo del
ascensor. Se había llevado la mano al cuello, pero ya era tarde para regresar a buscarlo. Lo único
que podía hacer era rogar porque hubiera caído entre los asientos del Hispano-Suiza y no entre la
hierba, en la cornisa boscosa de Houlgate, donde Roberto y ella se habían refugiado de las
miradas ajenas durante las horas más oscuras de la noche. Unas horas de las que nadie más que
ellos debía saber nada. Su secreto.
Otro más.
Pero habían tenido suerte. El collar había aparecido en el coche. Roberto se lo había devuelto
al día siguiente, en el hipódromo, con discreción, y ella había respirado, aliviada.
Por poco tiempo, ya que había vuelto a desaparecer.
Pero ahora mismo el collar no tiene ninguna importancia. La funesta aparición de esa mujer
con su fatídica historia, una historia que Lena habría dado cualquier cosa por no tener que
escuchar, lo ha enfangado todo.
No sabe qué reacción esperar por parte de Eliot. Su prometido fue muy claro con Montenegro
desde el primer momento. Si había algo, cualquier cosa, que no fuese del todo limpia en la
procedencia del lienzo de Velázquez, necesitaba saberlo. No quería sorpresas.
La respuesta del sevillano hizo sonreír a Lena: «Es una pieza de contrabando, señor Kaplan. Y
la vamos a embarcar a toda velocidad rumbo a América porque estamos burlando al Gobierno de
Mussolini. ¿Qué más quiere?».
Pero la broma ha dejado de hacerle gracia. Se deja caer sobre una butaca. En la mesita de
centro se acumulan los periódicos de los dos últimos días.
Eliot no se equivocaba. La historia ha entusiasmado al público. Aunque de distinta forma en
Europa y en América. A este lado del Atlántico el nombre del comprador es lo que menos
interesa. Los articulistas se lamentan, sobre todo, de la cantidad de obras de arte que han
terminado ya en manos de coleccionistas americanos. Pero para la prensa de Estados Unidos,
Eliot Kaplan se ha convertido en un personaje de primera página. Las llamadas al hotel y a su
despacho de Manhattan son continuas. La hora de la comida se la ha pasado al teléfono,
atendiendo a un reportero madrugador del New York Times. Y no dejan de llegar telegramas de
felicitación de las personalidades más relevantes.
Suena el teléfono.
Es Eliot. Se está preparando para marcharse al hipódromo, como habían planeado, y quiere
saber si se siente con fuerzas para acompañarlo, Busson le ha dicho que se encontraba
indispuesta. Habla en un tono calmado y uniforme, como si no hubiese sucedido nada.
Lena exagera su malestar. Prefiere dormir la siesta y reposar un poco. Le verá a su vuelta.
Antes de colgar, pregunta:
—Busson te lo ha contado todo, ¿verdad?
Silencio. Y luego, una respuesta breve, en el mismo acento contenido.
—A estas alturas, poco podemos hacer. Esta noche hablaré con Rosenberg.
El hombre de confianza de Eliot se encuentra en Cherburgo junto a la Flaminia Triunfi. El
barco de Southampton no llega hasta dentro de dos días y él duerme más tranquilo sabiendo que
Rosenberg baja a la cámara acorazada a visitarla periódicamente.
—¿Seguro que estás bien, gatita? ¿Quieres que me quede contigo?
—No, no. Solo estoy cansada. Y a ti te esperan. Todo el mundo quiere verte y felicitarte. Solo
necesito dormir un par de horas.
Cuelga el teléfono y se queda mirando los periódicos de la mesita que, de pronto, le resultan
amenazadores. La tranquilidad con la que ha reaccionado Eliot la asusta. Se pone en pie y se
asoma al balcón, pero enseguida vuelve a entrar y llama al servicio de habitaciones para que le
suban un vodka. Es lo que le gusta beber cuando está a solas, en lugar de esos cócteles
amanerados que preparan los barmen.
El familiar ardor de garganta, con su regusto a hogar, la sosiega y la ayuda a pensar con
claridad.
Su primer impulso es buscar el modo de proteger a Montenegro. Avisarle. Pero se contiene.
¿Para qué? El muy ruin lo tiene todo listo para quitarse de en medio. Se lo contó hace tres
noches, después de su encuentro en la terraza del casino. Se marcha en cuanto se corran las
carreras de hoy.
Lo que tiene que hacer no es prevenirle ni ayudarle a escapar, sino retenerle. Antes de que
huya sin dar explicaciones. Es lo mínimo que le debe ese canalla.
Vuelve a comunicar con el servicio de habitaciones con una petición cualquiera. Necesita que
le envíen a la camarera de piso, una muchacha espabilada y pizpireta a la que Lena conoce desde
hace años y a la que suele dejar generosas propinas cuando se ocupa de su habitación porque
sabe que tiene un niño pequeño que deja en verano a cargo de sus padres para trabajar en el
hotel. Pero esta vez la chica se asusta:
—Señora, ¿esto qué es? Es muchísimo dinero.
Lena ha puesto en la mano casi todo lo que salvó la otra noche de la ruleta, más de quince mil
francos.
—¿No soñabas con ahorrar lo suficiente para dejar el hotel y regresar a tu casa, con tu
familia?
—Pero, señora...
—No hay peros. Solo te pido un servicio a cambio. Siéntate, por favor. Deja que te explique.
Juan Sin Miedo desfila con sus andares elásticos y seguros, la cabeza alerta y esos ojos vigilantes
que tanto llaman la atención. Es menos corpulento que la mayoría de sus rivales, pero a Clara le
parece el más listo y el que tiene más carácter.
—¿Él sabe que va a correr?
—Sí, claro que sí. Todos lo saben.
Roberto Montenegro responde sin despegar los ojos del animal. Las ha invitado a ella y a su
madre a que le acompañen al centro del paddock y Clara está entusiasmada. A medida que se
acerca la hora del Morny el hipódromo se ha ido llenando de público, del más humilde al más
extravagante, y ahora mismo la multitud se apiña en derredor del óvalo de arena sobre el que
desfilan los participantes.
Albertson, el entrenador, levanta una mano para llamar la atención del jockey de Juan Sin
Miedo, que acaba de salir del cuarto de balanzas vestido con sus sedas de colores. A Clara le
cuesta reconocerlo porque el hombre simpático que reía y bromeaba con Luca y con ella hace
unos días tiene ahora un rictus tenso y concentrado. Saluda, tocándose la visera de la gorra, y
cruza los brazos sobre el pecho, con los pies bien plantados en el suelo, como un soldado en
posición de descanso.
Los tres hombres estrechan el círculo para que Albertson pueda hablarle al jockey con
discreción de la estrategia de carrera y ella se queda un paso atrás. Su madre, en cambio, no
suelta el brazo de Roberto. A los dos les ha dado muchísima alegría verse y ahora sí que no
puede dudar de que es verdad que eran amigos y vivían en la misma casa. Si hasta se ha lanzado
a sus brazos y le ha estampado dos besos... Y él no paraba de decirle lo guapísima y lo
elegantísima que estaba. No se han separado en todo el rato.
Su padre y su tío Gabriel, en cambio, se han quedado fuera del paddock. Decían que ya eran
muchos y no querían molestar.
El que no ha podido venir al final es Luca. Justo antes de la tercera carrera se han encontrado
con sus padres, que les han dicho que se ha quedado en su habitación, castigado. Es un
desobediente. Por la mañana ha desaparecido sin avisar a nadie y no ha vuelto en casi dos horas.
Y luego se ha marchado a la playa a Deauville, aunque le habían dicho que no se alejara de casa.
Clara calla. No puede decir nada sin desvelar su secreto, pero es injusto que Luca esté
castigado, porque si se ha escabullido esa mañana ha sido para esconder el collar, y luego ha ido
a buscarla a la playa para enseñarle dónde lo había ocultado.
Aunque eso prueba, una vez más, que a su amigo le pillan al más mínimo renuncio y hay
oficios para los que, por mucho que le atraigan, no vale.
Se escucha un silbato, los jockeys montan a caballo con ayuda de los entrenadores y
abandonan el paddock, y ellos suben todos juntos a la tribuna, con Roberto. Clara está nerviosa.
No alcanza a ver los caballos. El Morny es una carrera al esprint, en línea recta, y la salida está
situada a mil doscientos metros de la meta. Sin prismáticos lo único que se divisa son unas
manchitas oscuras a lo lejos.
Entonces se escucha la corneta. Las conversaciones mueren de golpe y Clara se vence sobre la
barandilla, intentando distinguir las sedas turquesas y negras de Juan Sin Miedo, con su boleto de
cincuenta céntimos a ganador agarrado firmemente en una mano.
El silencio se va convirtiendo en un murmullo que crece y crece a medida que las sombras
oscuras se aproximan y empiezan a distinguirse sus colores. Clara reconoce la gorra amarilla del
jinete de Mistress Ford y los colores negros con la gorra blanca de lord Derby y su potra
Fragance. Entonces, de en medio del grupo se separa un caballito negro que devora terreno a
cada tranco; da la impresión de que sus patas se mueven más rápido que las de los demás, y
avanza, avanza, hasta superar a Mistress Ford justo en la línea de meta, por una cabeza.
—¡Ha ganado, ha ganado! —Clara salta y aplaude de alegría.
Roberto golpea la barandilla exultante, y, de un salto, se funde en un abrazo con el tío Gabriel.
Cuando se separan, su tío se queda unos instantes agarrando a su amigo del hombro, y a Clara le
parece oír que le desea buena suerte antes de darle otro abrazo rápido y ordenarle: «Anda, baja a
recibir al caballo».
Clara sale corriendo también, gradas abajo. El público se arremolina para celebrar al vencedor
y ella apenas alcanza a ver entre las cabezas como Albertson alza un puño a la llegada del animal
en un gesto de victoria. El jockey desciende de un salto y abraza el cuello del potro, y Roberto le
frota la cabeza sin preocuparse de la espuma de sudor que le mancha la chaqueta. Los fotógrafos
se arremolinan en torno a los vencedores y Juan Sin Miedo baila excitado, con los ollares
dilatados y el corazón todavía encendido.
Entonces se da cuenta de que Roberto le está haciendo señas para que se acerque a hacerse
una foto con ellos antes de que se lleven al caballo y Clara corre a su lado, entusiasmada.
¡Cuando Luca la vea! ¡Se va a morir de envidia!
El trofeo lo va a entregar el actual duque de Morny, nieto del fundador del hipódromo, pero
tienen que esperar a que los jockeys se pesen y los comisarios confirmen el orden de llegada y,
mientras aguardan, un montón de desconocidos se acercan a felicitar a Roberto. A Clara le
llaman la atención dos de ellos. Tienen el rostro serio y ninguno va vestido con mucho cuidado
para ser un domingo de carreras. El modo en que se aproximan también es diferente. Uno le ha
tocado un codo, con discreción, y luego se ha apartado.
Roberto se excusa un momento y se separa del grupito de aficionados que le rodea para hablar
con los dos hombres. Clara ha perdido de vista a su familia. Intimidada al verse sola en medio de
todos esos señores de postín que no conoce de nada y sin saber dónde ponerse, los sigue.
Ninguno de los dos desconocidos le dirige ni una mirada. Por lo visto son de los que consideran
que los niños no tienen importancia.
El más flaco de los dos habla de corrido, en un tono apagado:
—Suponemos que usted también preferirá hacer las cosas con discreción —alcanza a
escuchar—. Recoja el trofeo y termine de saludar a quien quiera felicitarle, tranquilamente. Mi
compañero y yo le esperaremos aquí al lado, si no le importa.
Roberto alza las cejas, complaciente, aunque parece desconcertado:
—Por supuesto, caballeros. Estoy a su disposición.
Los dos tipos saludan cortésmente y se hacen a un lado justo cuando el duque de Morny se
acerca con la mano tendida. Es un viejo conocido de Roberto. Está encantado de que haya
ganado la carrera y al menos él no la ignora:
—¿Y esta muchachita tan guapa, quién es?
Ella saluda un poco cohibida. Nunca ha hablado antes con un duque. Roberto la presenta no
como si fuera la sobrina de un amigo, sino como una amiga con todas las de la ley, y además le
dice que ha sido su talismán y le ha traído buena suerte, pero los altavoces interrumpen su
conversación, anunciando que se va a entregar el trofeo, y se inclina sobre ella:
—Escucha, Clara. No me va a dar tiempo a apostar en la próxima carrera. ¿Te quieres quedar
con mi programa? Tengo apuntados mis favoritos.
—Vale.
Extrae el programa de carreras de un bolsillo con un ademán parsimonioso y lo dobla con
primor:
—Aquí tienes. Ten cuidado, no lo pierdas. Es muy importante. Me lo quiero quedar de
recuerdo. Guárdalo y, cuando nos volvamos a ver, me lo devuelves. —Le aprieta las manos al
entregárselo. Habla muy despacio y la mira fijamente a los ojos. A Clara se le ponen rojas hasta
las orejas—. Anda, dame un beso.
Se pone de puntillas y entonces le oye susurrar a su oído, muy bajito: «Que no lo vea nadie».
Le mira, perpleja. Pero Roberto ya se ha dado la vuelta para situarse frente a los fotógrafos,
listo para la entrega del trofeo.
Clara no se atreve a aplaudir. Tiene los papeles bien apretados entre las manos. Busca a sus
padres con la mirada y por fin los localiza al otro lado de la barandilla. El que no está es el tío
Gabriel. No piensa enseñarle lo que le ha dado Roberto —ha quedado claro que no lo puede ver
nadie—, pero a lo mejor él conoce la razón de tanto secreto.
—No sé dónde está, cariño. A lo mejor está cobrando su apuesta —aventura su madre.
Los caballos que participan en la última carrera ya están desfilando en el paddock. Clara sigue
sosteniendo el programa entre las manos. Es más grueso de lo que debería, como si en el centro
hubiera un cartón o una libreta, pero no se atreve a mirar qué es. Roberto le ha dicho que no
debía enseñarlo.
—Vamos a dejar que Roberto charle con sus conocidos. No puede ocuparse todo el tiempo de
nosotros —le dice su madre—. Cuando acaben las carreras, volvemos a despedirnos.
Clara asiente, muda. Cuando los caballos salen a la pista acompaña a sus padres a las tribunas
y, una vez en lo alto, se asoma desde un lateral, buscando. El tío Gabriel sigue sin aparecer. Pero
ahí está Roberto.
Se dirige a la salida del hipódromo acompañado por los dos hombres taciturnos y mal vestidos
de antes, que caminan cada uno a uno de sus costados.
Gabriel se ha marchado antes de la entrega del trofeo.
Cuando ha visto al potro de Roberto cruzar la meta el primero, se ha abrazado con él en un
arranque sincero de alegría. Una emoción auténtica e irreflexiva, tan pura como en los viejos
tiempos.
Él mismo se ha sorprendido de la franqueza de su impulso. Antes de la carrera y luego,
mientras se corría, se ha mantenido apartado, junto a Léon. No han hablado entre ellos, pero
siente que a su cuñado y a él los une el mismo tipo de sentimiento turbio en el que se mezclan
demasiadas cosas, algunas de ellas probablemente injustas, y no se sentía capaz de compartir el
entusiasmo honesto de Emma y Clara.
Pero el estallido de júbilo a su alrededor, tras la victoria de Juan Sin Miedo, ha liberado en él
un arrebato espontáneo de afecto hacia su viejo amigo, por una vez, limpio de dobleces. Le ha
estrechado con fuerza, consciente de que aquel abrazo era también un adiós. Y le ha deseado
suerte.
Eso ha sido todo. No se despidieron hace catorce años y no sabría cómo hacerlo ahora.
Además, Félix le aguarda en la puerta del hipódromo. Ha quedado en verse con él después de
que se corriera el Morny.
Cuando esta mañana se le acercó, en cuatro zancadas, mientras estaba desayunando en la
terraza de su café habitual, se le cuadró delante y le espetó que sabía que era Léon quien había
sacado el cuadro de Velázquez de Italia y pensaba publicarlo en la edición del día siguiente,
Gabriel no supo qué decir.
Le pidió tiempo, solo unas horas. Pero no ha hecho nada con ellas.
Con Léon no ha hablado. No quiere angustiarle si puede solucionar el asunto a sus espaldas.
Ya habrá tiempo, si no lo consigue, para avisarle de que se prepare para el acoso de la prensa e
invente más mentiras que contarle a su familia.
Y a Roberto tampoco lo ha dicho nada. ¿Para qué, si está a punto de marcharse? Se lo contó
anoche. Lo tiene todo preparado para partir esta misma madrugada, primero hacia Tánger, luego
quizá a Beirut y después, ni él sabe a dónde.
Es a quienes quedan atrás a quienes corresponde decidir sobre sus propios asuntos, no a
quienes escapan.
Félix le propone ir a tomar algo al café del Ferrocarril. Es un local popular en el que los dos se
sienten cómodos, y además está muy cerca de la redacción de El Mensajero.
A esas horas, la mayoría de las mesas están vacías, todo Deauville se encuentra aún en las
carreras, y deciden acomodarse en una mesa tranquila del fondo del local.
—En fin —Félix pide un par de cervezas y se frota las manos—, vamos a negociar.
—¿A negociar?
—Qué quieres. Soy un tipo generoso. Tengo una exclusiva que no han conseguido ninguno de
los redactores de París. Pero mi mejor amigo, que me ha estado saboteando toda la semana, no
quiere que la publique. No estoy enfadado con él porque entiendo sus razones, pero estoy seguro
de que algo tendrá que ofrecerme a cambio.
Félix está más lejos de la verdad de lo que él piensa. Está convencido de que Léon sacó
realmente el cuadro de Italia, y cree que si él se ha cerrado en banda a hablarle de su relación con
Roberto durante estos días, ha sido por proteger a su cuñado.
Gabriel lo prefiere así. Es un motivo medible, razonable. Desde luego, más que la lealtad terca
hacia un extraño.
En cualquier caso, está obligado a mantener la ficción. Félix no debe ni siquiera atisbar que
todo es una farsa orquestada por Roberto:
—Tienes que entender la situación, Félix. Ni siquiera la familia lo sabe. Si el nombre de Léon
sale a la luz lo único que va a traerle son problemas. No es decente hacerle pagar así una buena
acción. Tú y yo somos amigos desde hace más de diez años, joder.
—Bueno, te agradezco que por fin seas sincero. Y te voy a hablar con la misma honestidad.
—Félix se arremanga y apoya los antebrazos en la mesa—. La historia del cuadrito de marras
está siendo un bombazo. Se ha convertido en la nueva Gioconda. Es, de lejos, la noticia del
verano. Ha relegado la guerra de Abisinia a un rincón de la primera página. Pero, a diferencia de
lo que ocurrió con el robo de la Mona Lisa, aquí no hay apenas margen para especular.
Conocemos al comprador y sabemos dónde está el cuadro. Lo que le queda a la imaginación es
sobre todo el pasado. ¿Quién era Flaminia Triunfi? ¿Quiénes son los nobles italianos que han
vendido el lienzo? ¿Quién es el generoso amigo que lo sacó de Italia y burló a los fascistas? Y
sin datos fiables, quien quiera estirar la noticia empezará a publicar cualquier cosa. Un colega de
París me ha contado que un tipo se ha puesto en contacto con ellos diciendo que el cuadro era
suyo y que se lo han robado. La historia no tiene ni pies ni cabeza, es un chalado en busca de
protagonismo, pero lo van a publicar de todos modos porque los lectores demandan más
contenido y ellos no tienen otra cosa. El único en toda Francia que tiene una noticia de verdad
soy yo. Y me pides que no la publique.
Gabriel cabecea.
—Le haces una putada a mi familia.
—Lo sé. Y por eso estoy seguro de que podemos llegar a un acuerdo. —Hace una pausa—.
Ya sabes que a mí quien me importa es otra persona. Alguien mucho más interesante que tu
cuñado. Y de quien nadie sabe casi nada. Échame un cable, Gabriel, y nos ayudamos el uno al
otro.
Gabriel entrelaza los dedos y estira los brazos, destensando los músculos de la espalda. El
trato es justo. Respetar el anonimato de Léon a cambio de información sobre Roberto.
Hasta hace unas horas, la propuesta le habría supuesto un conflicto. Pero ya no.
Anoche, en la playa, Roberto le dio a entender claramente que ya no le importaba lo que se
dijera de él. Estaba cansado de su personaje y de sus secretos. Se marchaba. Y le daba igual lo
que dejaba atrás. De manera implícita, le había liberado de la petición de no hablar de su pasado.
Así que la proposición de Félix no puede venir en mejor momento.
Ahora, además, a la luz del día, Gabriel se avergüenza de lo pánfilo que fue anoche. Es verdad
que llevaba unos cuántos cócteles en el cuerpo, pero, aun así, ¿cómo pudo pensar que, con sus
confesiones, Roberto estaba haciendo honor a su vieja amistad? Hubo un momento, incluso, en
que estaba deseando que le propusiera cualquier plan, cuanto más loco mejor, y le pidiera que le
acompañara a donde fuese. Igual que si tuvieran otra vez quince años y estuvieran inventando
aventuras indómitas en un desván.
Solo cuando se despidieron, rondando el alba, y regresó caminando a solas hasta su
apartamento, le fue invadiendo la sospecha de que toda esa locuacidad tenía mucho menos de
confianza fraternal que de jactancia de un tipo fatuo que tenía miedo de que el mundo no se
enterara nunca de lo listo y habilidoso que era.
Esa era la verdadera razón por la que Roberto le había contado sus secretos.
O no. Quizá está siendo injusto. Ya no sabe qué pensar de nada, pero, en cualquier caso, lo
mejor que les puede pasar a todos es que Roberto se marche de una vez, con todas sus peripecias
de novela a cuestas. Está harto de compararse con él y sentirse frustrado. Y esta vez no piensa
volver a quedarse mirando como un papanatas esa puerta hacia quién sabe dónde que el muy
cabrón deja batiendo a sus espaldas cada vez que aparece y desaparece de su vida.
Lo único sensato es darse media vuelta y volver a la realidad.
Y la realidad es ese bar, con sus viejos veladores de mármol, es su amigo Félix, que intenta
abrirse paso profesionalmente con uñas y dientes, es su trabajo de fotógrafo y, dentro de un par
de semanas, el retorno al estudio de Rouen, a la comodidad del hogar y a sus costumbres. No
tiene ninguna necesidad de seguir siendo el perro guardián de los secretos de nadie.
Levanta la mano para pedir otra ronda. Más cerveza para Félix y una copa de Calvados para
él. El cuerpo le pide algo más fuerte.
—Está bien. Es un trato justo. Pero antes tienes que decirme qué es lo que sabes tú. Lo que
me hiciste preguntarle a Roberto el otro día sobre el blanco de zinc, por ejemplo, no tenía nada
de inocente. ¿A cuento de qué venía eso?
El director de El Mensajero se moja los bigotes en la espuma fresca de su nueva jarra de
cerveza antes de contarle, con detalle, todo lo que sabe sobre el falso Van Dyck. Lo que le reveló
Busson y lo poco que ha averiguado Jacob preguntando a sus contactos de París.
—Marchal insiste ante el juez en que él actuó siempre de forma honesta. Dice que el lienzo
provenía de una liquidación post mortem y siempre pensó que era auténtico. Pero a Busson le ha
contado que se lo proporcionó Montenegro y que él siempre sospechó que había gato encerrado.
—Roberto piensa que lo que Marchal quiere es sacarle dinero.
—Pues lo tiene complicado. En Le Petit Parisien no van a publicar ni una palabra que pueda
perjudicar a tu amiguito. Y si Marchal lo intenta por otro lado irán a por él a cuchillo. Por ahí no
hay nada que rascar. —Félix le mira fijamente a los ojos—. Pero sé que tengo una exclusiva del
copón delante de las narices, Gabriel. Y estoy convencido de que tiene que ver con la amistad de
Montenegro y la rusa. Ahí hay algo raro. ¿Tú harías negocios con un tipo que le hubiera hecho a
tu padre lo que él le hizo al suyo?
Gabriel mira fijamente el fondo de su copa vacía. El instinto de Félix no se equivoca. Pero lo
que le confesó anoche Roberto sobre el príncipe ruso, esa historia más propia de una novela de
aventuras que de la vida real, es algo que queda fuera de los límites de lo que le puede contar:
—No sé qué decirte sobre eso, Félix. ¿A lo mejor los ha compensado de algún modo? Le
sobra el dinero, él mismo me lo ha dicho. Y siempre fue un buen tipo. En serio. Viví con él dos
años. Es verdad que era solo un crío, pero nunca le vi un mal gesto ni una mala palabra hacia
nadie. Era sencillo, noble, desprendido. No sé. Por mucho que haya cambiado, me cuesta
imaginar que desplumara así a un pobre hombre sin remordimientos.
Félix le señala con un dedo. Tiene un brillo de victoria en la mirada:
—Precisamente. Eso es lo que no acababa de creerse tampoco el inspector del juego del
casino de Biarritz.
Gabriel achica los ojos. Las sospechas de Félix son más certeras de lo que imaginaba Roberto.
Pero no puede ayudarle. La historia del ruso es tabú.
Piensa que debería dejárselo claro para que no siga por ese camino: no va a contarle nada que
pueda suponerle problemas con la ley ni a Roberto ni a terceras personas. Hay líneas que no está
dispuesto a rebasar. Aunque no tiene claro que su silencio sea tan noble como pretende y le da un
trago largo a la copa, que le han vuelto a rellenar, para ahogar en el líquido amargo su doblez.
Vuelve a rondarle la sospecha de que la verdadera razón por la que Roberto se confesó anoche
con él fue tan solo para que todas sus fantásticas historias acaben conociéndose alguna vez,
cuando él se encuentre ya en a saber qué rincón remoto del mundo, lejos del alcance de
cualquiera que pueda pedirle cuentas. Por pura vanidad.
Pero él no piensa seguirle el juego. No piensa contar nada.
Le pega otro trago a la copa de licor.
—Yo no puedo ayudarte con esas especulaciones de altos vuelos, Félix. Me pillan muy lejos.
De lo que puedo hablarte, si te interesa, es de quién es Roberto y de dónde viene. Qué se esconde
detrás del personaje. Lo que durante todos estos años le ha ocultado a todo el mundo.
Félix responde con un gesto de barbilla que viene a decir «Adelante, ya veremos si merece la
pena», y Gabriel empieza a contar. Habla de la llegada de Roberto a la escuela de sus padres, de
su espontánea amistad, de su habilidad con el carboncillo, de su primer viaje a Deauville, de su
encuentro con Anna y de su marcha a París. Habla ágil, conciso, facilitándole la tarea al
periodista, que interrumpe de cuando en cuando para hacer una pregunta y toma notas en su bloc
mientras las jarras de cerveza y las copas de licor siguen acumulándose en la mesa. Fuera,
atardece, y el café está cada vez más concurrido.
Gabriel se remanga la chaqueta. Tiene un regusto acerbo en la lengua, pero no es algo
desagradable. Es un placer pérfido, solapado, pero placer al fin y al cabo. De pequeña venganza.
Siente que a medida que cuenta del joven campesino que conoció hace años, va despojando a
Roberto, prenda a prenda, de sus ropajes novelescos, convirtiéndolo en alguien común a los ojos
de Félix y mañana, también, de sus lectores.
Pero es un desquite tan ruin y tan minúsculo que el ánimo se le va ajando a medida que habla.
El mismo café en el que están sentados resulta más feo y sofocante. Y le parece que palabra a
palabra el corazón se le va acartonando, como los decorados de su provinciano estudio de
fotografía.
Se incorpora para ir a vaciar la vejiga y se enjuaga la cara en el lavabo. Le cuesta reconocer su
mirada derrumbada en el espejo. Y se siente patoso y ridículo. Pretender rebajar así a Roberto es
una soberana estupidez porque su historia real es igual de novelesca que el falso personaje que se
ha construido, y hacerla pública solo hace que su talento resulte aún más inverosímil.
No le queda más remedio que echarse a reír. Está visto que Roberto tiene todas las de ganar
haga lo que haga.
Y es lo más justo.
La realidad es que nunca, ni ahora ni cuando eran adolescentes, pudo compararse con él.
Regresa al salón y se encuentra con que en su mesa hay ahora instalada otra pareja. Busca con
la mirada y ve a Félix hacerle señas desde la barra del bar. Se le ve impaciente:
—Me voy a tener que ir, Gabriel. Me acaban de llamar de la comisaría. Han detenido al
ladrón del collar que desapareció anoche de la habitación de Elena Volóshina, en el Normandy.
—Vaya —responde—. ¿Y quién es?
—No te lo vas a creer. Es Roberto Montenegro.
Dora ha llegado del Normandy sofocada, con una sensación de ahogo que la inundaba entera,
abrumada por la impotencia. Ha arrojado los zapatos lejos y se ha servido una copa de ginebra
con las manos aún temblorosas.
¿Habrá hecho el ridículo desnudándose así delante de la rusa y el periodista? No lo sabe. Lo
único que quería era vengarse de Léon, como fuera, estaba convencida de que eso era lo único
que podía aliviarla.
Pero la verdad es que no siente ni el más mínimo consuelo.
Si acaso, se siente más desolada y más abandonada todavía, con toda su rabia y su dolor
intactos y sin saber qué más hacer para aplacarlos. Se derrumba en el sofá, con el gatito persa de
color humo que adoptó hace dos semanas hecho un ovillo en su regazo, y rompe de nuevo a
llorar.
Acaricia al animalito, buscando consuelo, contemplando fijamente sus ojos amarillos, tan
serios. ¿Cómo ha sido capaz Léon de tratarla así? ¿Por qué la desprecia de repente? No entiende
nada. Estrecha al gatito entre sus pechos, sollozando, y, muy bajito, para no escucharse ni ella
misma, le pregunta, al oído, con voz entrecortada:
—¿Por qué no me quiere?
Poco a poco, su congoja se va disolviendo en un segundo y en un tercer vaso de ginebra, y,
por primera vez, se plantea otras consecuencias de lo sucedido.
No ha pensado en Emma. ¿Cómo debe comportarse con ella a partir de ahora? Seguro que la
llama para preguntarle por qué no ha ido hoy al hipódromo. Tendrá que decirle que se
encontraba mal. ¿Y si se empeña en venir a atenderla? No puede darle largas indefinidamente, y
tampoco quiere. No tiene por qué esconderse. Ella no es culpable de nada. Es Léon quien lo está
trastornando todo.
No. No puede mentir. Emma tiene derecho a conocer la verdad. No es una cuestión de
venganza, sino de lealtad. Su amiga tiene que saber quién es en realidad su marido. Un hombre
débil, tornadizo, jugador y mujeriego.
Abraza de nuevo al gatito y, con un suspiro hondo, se pone en pie y contempla en el espejo
sus ojos rojos e hinchados.
Podría ir ahora mismo y decirle a Emma la verdad a la cara. Sin contemplaciones. Pero ella no
tiene corazón para hacer esas cosas. No podría soportar verla derrumbarse en su presencia. Se
frota los ojos con el dorso de la mano y, sin perder más tiempo, se sienta al escritorio con papel y
pluma, decidida. Por escrito podrá explicarlo todo mucho mejor.
Justo en ese momento llaman a la puerta.
Se enjuga los restos de máscara de pestañas que le emborronan los ojos y se acerca a abrir.
No conoce de nada al visitante. Es un hombre alto y ancho como un toro, con el pelo muy
corto. A pesar de su rudeza viste con cierta elegancia, con un traje bien cortado, ajustado a sus
formas desmesuradas.
—Buenas tardes, estoy buscando a la señora Vernon.
Habla con un apabullante acento americano, nasal y pausado. Se presenta. Su nombre es
Santoro y trabaja para el señor Kaplan. ¿Puede pasar?
Dora parpadea para borrar los restos de lágrimas que le nublan la vista y se hace a un lado,
desconcertada. Santoro le da las gracias con un gesto de cabeza y sin más formalidades penetra
hasta la sala de estar, pasando por delante de ella, sin miramientos.
—Vaya, es usted amante de los mininos. —Extiende una de sus manos inmensas, llenas de
nudos como las de un árbol viejo, y coge a su gatito persa, que se acomoda en su palma como si
fuera un lecho a su medida—. Igual que yo.
Dora alza una octava la voz, molesta por la falta de modales del individuo. Su
comportamiento no da la impresión de ser la grosería inconsciente de un hombre mal desbastado
sino algo intencional.
—Disculpe, me ha dicho usted que venía...
—En nombre del señor Kaplan. Aunque no han tratado nunca personalmente, a mi patrón no
le cabe duda de que sabe usted quién es. Hoy mismo, al parecer, ha estado usted en el hotel
donde se aloja hablando con la prensa de algunas cuestiones que le atañen directamente. —El
visitante habla con una voz monótona y sin emociones que a Dora le resulta perturbadora—. Así
que me ha pedido que venga a verla para traerle un detalle de su parte. Una muestra de su buena
voluntad.
Santoro acaricia la cabeza del gato con el pulgar de su mano enorme. Con la otra extrae un
sobre del bolsillo de la chaqueta y se lo tiende con una sonrisa fría. Dora duda antes de cogerlo.
No lo abre, pero al tacto está claro que lo que hay dentro son billetes de banco. Y no pocos. Es
mucho dinero.
—Disculpe, pero no comprendo...
Su visitante la interrumpe, aunque sigue sonriendo:
—Es una simple muestra de amistad, señora Vernon. No le dé mayor importancia. El señor
Kaplan cuida mucho de sus amigos. Es muy protector con ellos. Igual que con sus colaboradores
y las personas con las que hace negocios. Tiene fe ciega en ellos. En su profesionalidad y en su
honradez. Por eso no soporta que nadie vaya por ahí contando historias que no debería contar
sobre sus socios. —Los dedos gigantes del americano se cierran de golpe sobre el cuerpo del
gato, atrapándolo por entero. El animalito intenta maullar, asustado, pero la presión de la mano
es demasiado fuerte. Sus ojos claros se abren pidiendo auxilio y Dora chilla, pero Santoro la
retiene en el sitio con una mirada severa y la misma sonrisa inmutable—. No. Al señor Kaplan
no le gusta nada la gente que inventa historias. Pero comprende que estaba usted muy nerviosa.
Está seguro de que ni siquiera sabía lo que decía. A lo mejor, ni siquiera se acuerda ya.
La mano del gigante se cierra un poco más sobre el cuello del gatito, que boquea asfixiado.
Dora se cubre la boca con las manos, horrorizada, esperando escuchar en cualquier momento el
crujido de los huesos del animalito, pero Santoro sonríe de nuevo, abre los dedos y deja caer al
gato sobre el sofá.
—Recuerde, señora Vernon. El señor Kaplan se disgustaría mucho si volviera a escuchar o a
leer historias falsas sobre sus amigos. Y no queremos disgustar a un hombre tan bueno y tan
generoso, ¿verdad?
Dora corre a abrazar al animalito, temblando. El sobre con el dinero se le ha caído al suelo y
un puñado de billetes nuevos de mil francos se ha desparramado a sus pies.
Intenta responder, aterrada, pero su visitante no ha considerado necesario aguardar. Mientras
ella intentaba dominar el ataque de nervios, con el gatito apretado contra el pecho, se ha dado
media vuelta, ha abandonado la estancia, bamboleando sus hombros de bestia, y ha salido de la
casa sin cerrar la puerta.
—Imposible. ¿Cómo va a ser Roberto el ladrón? Es absurdo.
Gabriel se acoda en la barra junto a Félix y le habla al oído. Le parece un auténtico
despropósito.
—A mí también me sorprende, ¿qué quieres que te diga? Pero una de las camareras lo vio
escabullirse por la escalera de servicio del hotel a las tres de la mañana, así que le han llevado a
comisaría para interrogarlo. Al parecer, no tiene coartada ninguna. Ni estaba en su hotel ni nadie
recuerda haberle visto después de las doce en ningún sitio. Y su reputación es la que es.
El camarero les planta dos cafés delante. Los ha pedido Félix, que necesita despejarse para ir
a trabajar.
—No puede ser.
—¿Por qué no? Al final, la cabra siempre tira al monte.
—Porque no tiene sentido. No necesita hacer una estupidez así para nada. Kaplan acaba de
comprarle un cuadro por una cantidad inverosímil de dinero. Y tú mismo lo has dicho, las
cuentas que tuviera pendientes con la rusa tienen que estar saldadas si están haciendo negocios
juntos. Sería de auténtico imbécil.
Habla con calor. Encendido. Aunque lo que en realidad le enoja no es que su amigo esté
siendo acusado injustamente. Si no encuentran ninguna prueba que lo incrimine, más tarde o más
temprano lo dejarán marchar. Es otra cosa, más confusa. Y con la que, probablemente, tiene
bastante que ver el licor trasegado.
Porque lo que le exaspera, más de lo que debería, es esa especie de conjura universal para
convertir a su viejo compañero de clase en un personaje de folletín. Parece que cualquier excusa
es válida para seguir alimentando su incongruente personaje, por disparatada que sea. Pero Félix
cree que su indignación es honesta:
—Tú le tienes cariño, Gabriel, y no eres objetivo. No sería la primera vez que don Roberto
Montenegro se lleva algo que pertenecía a un amigo. Acuérdate del Rembrandt y los otros
cuadros que desaparecieron de la casa de campo de sir Edmund Adley, en Inglaterra.
—Nunca se probó nada.
—Y todos sabemos que fue un juicio de lo más serio —replica Félix con ironía—. Con un
jurado que no se dejó influir en absoluto por las paparruchas de la prensa.
—No ha sido él quien se ha llevado el collar. Estoy seguro.
Félix le observa con suspicacia:
—Muy convencido te veo.
Gabriel se encoge de hombros. Y calla.
Pero Félix no necesita más para intuir que acaba de abrirse un resquicio en su negativa
rotunda a contarle nada más de Roberto. Se hace con dos taburetes que se han quedado vacíos y
le hace gestos para que se acomode en uno de ellos.
—¿No tenías prisa?
—Tenía. Pero si se me hace tarde ya se encargará uno de mis esclavitos de darle a la tecla.
La curiosidad se le transparenta en cada gesto. Incluso le tiemblan un poco las comisuras de
los labios. Gabriel toma asiento. Hace cada vez más calor y los murmullos del local, ahora
repleto, le aturden un poco. A lo mejor debería pedir otro café para acabar de despejarse. O
levantarse e irse a casa. Ya le ha contado a Félix todo lo que había decidido que podía contar.
Pero la mirada ansiosa del periodista le clava al asiento. Quizá sea mejor darle algo, cualquier
cosa de poca importancia. Se encoge de hombros otra vez:
—Roberto no ha robado nada en su vida. Me lo ha dicho él mismo. Y estoy seguro de que no
me mentía.
Toda la expectación que animaba el rostro de Félix se desploma:
—O sea, que es una cuestión de fe. Muy conmovedor. Pero no me lo trago. Tú sabes más.
Gabriel considera una vez más la opción de ponerse en pie y despedirse de Félix de una vez.
Ha cumplido con su parte sobradamente. No le debe nada. Pero algo le retiene anclado a la barra.
Un deseo inexplicable de sobrepasar la barrera de precaución que él mismo se ha impuesto y que
se parece mucho a la atracción que se siente al asomarse al hueco de una escalera y contemplar el
vacío.
Pide que les sirvan dos copas más de Calvados antes de hablar:
—No es fe, Félix. Hazme caso. Le conozco bien. Estoy seguro de que no me ha mentido. No
tendría ningún sentido. Si supieras todo lo que me ha contado... Cosas de su vida tan ilícitas o
más que robar en un hotel, y que podrían traerle problemas serios si se descubrieran. ¿Qué
sentido tendría que me mintiera diciendo que no es ningún ladrón para luego confesarme todo lo
demás?
Félix se endereza y estira su cuello corto:
—No irás a dejarme con la miel en los labios de esa manera.
Gabriel enciende un pitillo y le da una calada larga. Porque eso es exactamente lo que debería
hacer. Dejar a su vecino de barra con la miel en los labios y marcharse a casa.
Aunque alguna migaja, quizá, sí podría arrojarle. Alguna confidencia sin consecuencias.
Sobre el falso Van Dyck, por ejemplo. Al fin y al cabo, el mismo Félix le ha dejado claro hace
un rato que Roberto tiene las espaldas cubiertas en lo que respecta a ese tema.
—¿Qué quieres que te cuente? ¿De dónde sacó el Van Dyck que vendió a través de Marchal?
Porque lo sé. Y lo sé por qué me lo ha contado él.
—Qué cabrón eres.
—Te puedo contar, por ejemplo, que el cuadro no salió de ninguna subasta post mortem. Y
que Roberto hizo algo más que ponerlo en circulación sabiendo que era falso. —Achica los ojos,
anticipando la reacción del periodista—. Fue él mismo quien lo pintó.
—¿Qué coño...? —Félix lo mira boquiabierto, entre la indignación y la carcajada—. Hijo de
puta. Mira que lo sabía... Estaba absolutamente seguro de que los tiros iban por ahí. Y me has
tenido largando del tema como un panoli mientras te hacías el inocente...
Gabriel se moja los labios, pensativo. Otra vez tienen el regusto agrio y mezquino de antes.
Paladea el licor tostado de su copa lentamente, tratando de borrar el sabor áspero que le llena la
boca. Pero no hay caso. Ahí sigue. Y ya sabe por qué.
Piensa en todo lo que le ha contado hace un rato a Félix sobre Roberto. Sobre sus ambiciones
compartidas cuando eran críos, sobre sus aventuras veraniegas y sobre una amistad que creía
inquebrantable. Y ya sabe de dónde le viene ese encono que no le deja comportarse con libertad
desde que supo del retorno de su viejo compañero.
Y es que todo en él, sus peripecias, su fortuna, su osadía y su ridícula fama le recuerdan, a su
pesar, que hubo una época en la que él también tuvo la vida entera latiéndole entre las manos y
no supo qué hacer con ella.
Eso es lo que no le perdona y lo que no cree que pueda perdonarle nunca.
Susurra:
—Lo del Van Dyck es una menudencia. Roberto estuvo años falsificando cuadros, y vivió del
negocio bastante tiempo. Hasta que hizo fortuna y empezó a dedicarse al comercio de arte
español. Ha colocado telas falsas por media Europa y parte de América y todavía andan por ahí,
colgadas entre obras auténticas en residencias privadas y museos. Y ¿sabes lo más increíble? —
Una vocecita nerviosa le advierte de que tenga cuidado. Lo que está a punto de decir puede ser
muy peligroso. Roberto está detenido. Ahora mismo no puede ponerse a salvo de las
consecuencias de sus propias revelaciones en ningún refugio exótico, como tenía previsto. Pero
la ahoga en un trago largo de licor—. Hay una forma de reconocerlos.
1923
Al lado de Van Winjen, Roberto se dio cuenta de que era un ignorante que solo sabía pintar.
Incluso en el taller le quedaba casi todo por aprender. Porque si la pericia del holandés
envejeciendo el temple era innegable, con el óleo poseía auténtica maestría.
Su minuciosidad era extrema. Para empezar, no transigía jamás con la antigüedad de la tela.
El lino contemporáneo, tejido por métodos industriales, poseía una trama mucho más prieta que
el de los viejos telares manuales y podía dar lugar a sospechas. Se negaba en redondo a utilizarlo.
Además, hallar lienzos de época con los que trabajar no era tan complicado. En los siglos XVII y
XVIII abundaban los talleres de copistas dedicados a reproducir cuadros de flores y paisajes que
vendían a precios asequibles a los pequeños burgueses, así que era fácil encontrar óleos de hacía
doscientos años amontonados en los anticuarios.
Pero no siempre bastaba con que la tela tuviese la edad adecuada. A veces había que cortarla
para adaptarla a otras medidas, y esa era otra labor de enorme precisión. Después de varios siglos
de tensión, los bordes del tejido estirado en el bastidor y endurecido por la pintura se distendían,
de modo que la trama del lienzo se distorsionaba en torno al marco. En cambio, al recortarlo, las
esquinas recién estiradas aparecían impecables, y eso, para un observador meticuloso, podía ser
un indicio de que algo raro había ocurrido. Van Winjen era un perfeccionista y no descansaba
hasta lograr que las esquinas de la tela aparecieran convenientemente deformadas.
También era extremadamente preciso a la hora de dotar a la pintura de las inevitables grietas
engendradas por la edad. Para resultar convincentes, las fisuras debían provenir de la capa
preparatoria de albayalde y transmitirse desde esta a la superficie. Y cuando dicha capa era
antigua pero el óleo era moderno, el trasvase no se producía de modo satisfactorio, así que había
desarrollado un trabajoso método consistente en introducir una mezcla de azúcar y almidón en
las hendiduras del blanco de plomo subyacente, aplicar encima los pigmentos y luego humedecer
la parte posterior del lienzo hasta que el emplasto se expandía y las resquebrajaduras se
transmitían a la superficie para imitar el efecto deseado.
Había mil y una sutilezas que aprender para dominar el oficio. El color debía tratarse de forma
minuciosa para que pareciera adecuadamente envejecido. Cerca de las grietas los pigmentos
originales a menudo oscurecían, debido a la exposición a las calefacciones de carbón. Y aunque
con los años la pintura tendía a amarillear, no siempre era así. El ultramarino podía adquirir un
moteado blancuzco, la resina de cobre tomaba un tono marrón y el azul de Prusia desteñía.
Incluso la aplicación del barniz era un arte preciso. Van Winjen disponía de diferentes mezclas,
elaboradas por él mismo, con distintas dosis de carbón y óxido de hierro, y según necesitara
envejecer un lienzo cien, ciento cincuenta, doscientos o trescientos años, echaba mano de una u
otra receta.
A Roberto no quedaba más remedio que ir absorbiendo toda aquella sabiduría sobre la
marcha, puesto que ya había dado comienzo a su primer trabajo al óleo, un retrato de Frans Hals.
La elección del artista no había sido trabajosa. Hals era un pintor con una producción extensa
y un amplio taller a su servicio. La aparición de una nueva obra de su autoría no resultaba
improbable. Además, la Mauritshuis poseía varios retratos suyos, y Harleem y Ámsterdam
contaban también con interesantes colecciones que a Roberto le podían servir de material de
estudio.
El plan era convertir el rostro lozano de un mostachudo vendedor de quesos del Haagse
Markt, del que Roberto había tomado apuntes del natural, en el de un arrogante caballero del
siglo XVII con la faz enmarcada por una suntuosa gola blanca. Pero antes de dejarle utilizar el
lienzo de época que había acondicionado, Van Winjen se empeñó en que practicara con telas
nuevas. Aún no le veía preparado para imitar con solvencia a Hals.
Roberto se desesperaba. Estaba acostumbrado a deslumbrar siempre a la primera y la
exigencia del holandés le aturdía. No sabía qué era lo que fallaba. No eran los materiales. La
mezcla creada por Van Winjen tenía una textura algo distinta de la de los pigmentos aglutinados
con aceite de linaza, al modo tradicional, pero había conseguido acostumbrarse a trabajar con
ella y ya le permitía casi la misma fluidez.
Le costó entender que el problema no era la calidad técnica de su trabajo, sino la precisión de
su pincelada:
—La clave está en el tempo, polluelo. La pincelada de los imitadores es siempre demasiado
exacta, demasiado lenta, demasiado cuidadosa. Pincelada de copista —mascullaba Van Winjen
con desprecio—. La del verdadero artista es rápida, impensada, distendida. Descuidada, incluso.
Déjese llevar más.
Y le obligaba a arrojar la tela al fuego y comenzar otra vez.
Tardó más de un mes en darle permiso para utilizar el lienzo definitivo. Solo entonces dejó de
atosigarle, aunque raro era el día que no se acercaba a hacerle una visita al taller; y no había
ocasión en que no le enseñara algo.
Insistía, por ejemplo, en que incluyera en su trabajo algunos pentimenti, un par de esos
habituales arrepentimientos que a menudo se esconden bajo la superficie de los óleos de los
grandes maestros y que no son sino rastros de composiciones desechadas por el artista que
permanecen ocultas bajo las capas más recientes de pintura.
—Es algo que a los imitadores jamás se les pasa por la cabeza. Pero no hay que descuidar
ningún detalle. Los museos importantes están empezando a instalar laboratorios para analizar el
proceso de creación de los artistas. No sabemos dónde acabará nuestro Hals y hay que estar
prevenidos. Debemos mantener una reputación intachable.
Roberto descubrió así que Van Winjen no descartaba vender su Frans Hals a un museo. De
hecho, consideraba que era más fácil cerrar tratos con grandes instituciones públicas que con
galeristas privados. Los particulares se lo pensaban demasiado antes de hacer grandes
inversiones.
—De todos modos, la información que proporcionan las pruebas técnicas es muy limitada. Al
final lo que cuenta son las corazonadas. Que a los expertos les dé buenas vibraciones. Que
sientan que es auténtico. Y cuanto más sencilla sea la historia de un lienzo, cuanto menos se sepa
de su procedencia, más les convence siempre.
Para su fortuna, la discreción era algo consustancial al mercado del arte y las exigencias de
anonimato, habituales, ya fuera para eludir las restricciones a la exportación de obras valiosas,
para escapar de la vigilancia de la hacienda pública o para mantener en la ignorancia a un
familiar con derechos hereditarios.
—Falsificar documentación antigua es muy fácil. Usted y yo podríamos hacerlo con los ojos
vendados. Pero cuanto más complejo es un relato, más sospechas despierta. En cambio, si no se
sabe nada de una obra, los responsables de los museos siempre se la toman en serio.
El holandés tenía una teoría filosófica que justificaba esa enigmática paradoja.
En su opinión, la gran debilidad del ser humano era que seguía creyendo en los milagros. Por
mucho que fingiese ateísmo o modernidad, en el fondo de su corazón tenía hambre de maravilla.
Y una aparición inexplicable e inesperada le hablaba a su alma en un idioma más cercano de lo
que nunca podrían hacerlo una ristra detallada de documentos sellados.
—Esa es la razón por la que nuestro negocio es factible, polluelo. La gente quiere ser
engañada. Lo desea con tanto ahínco que pasa por alto cosas muy básicas que nunca resistirían
un análisis frío.
Cuando, a pocos días de Navidad, Roberto dio por rematado su trabajo, contuvo el aliento,
inseguro por primera vez en su vida, pero a pesar de su escrupuloso examen, Van Winjen no fue
capaz de encontrar ni una pega y, una vez seca la pintura, le invitó a que hiciera los honores y la
sometiera a las dos rudimentarias pruebas que podían revelar que no era de ejecución reciente.
A Roberto no le inquietaba el test del alcohol. Ya había visto cómo reaccionaba el Vermeer de
Van Winjen meses atrás, pero cuando su socio extrajo una aguja de un costurero, la calentó al
fuego y se la entregó, se puso un poco nervioso. En teoría, si la pintura era nueva, la aguja
penetraría con facilidad en la tela. Si había tenido décadas para secar y endurecerse, no podría
atravesarla.
Presionó, primero con miedo, y luego con más decisión. Nada. Miró a su socio. Van Winjen
sonreía de oreja a oreja. La pintura reaccionaba igual que si tuviera trescientos años de
antigüedad.
Esa misma tarde, con una cerveza en la mano, el holandés le contó que pensaba llevar el
lienzo a Berlín. La gran inflación de los últimos años había obligado a muchas familias alemanas
a deshacerse de los objetos de arte que tenían en casa para no morir de hambre, mientras quienes
aún disponían de efectivo pero veían desintegrarse su valor día a día, se desesperaban por
convertirlo velozmente en objetos tangibles. La situación se había estabilizado en los últimos
tiempos, pero los alemanes aún se sentían inseguros y buscaban refugio para su dinero en el
negocio inmobiliario, las joyas o, mejor aún, el arte. El mercado se movía como en ningún otro
lugar de Europa.
Y Van Winjen sabía desenvolverse con genial maestría. Su primer paso fue ofrecerle el lienzo
al ilustre Wilhelm von Bode, el director del Kaiser Friedrich de Berlín. Pero en cuanto logró que
los expertos del museo lo autentificaran, fingió impaciencia ante la tardanza de la institución en
hacer una oferta en firme y acudió a uno de los galeristas más prestigiosos de la ciudad, Leo
Blumenreich, para que lo sacara a subasta.
No era sino otro anzuelo. Con tanto movimiento, lo que lograba era que el nuevo Frans Hals
se convirtiera en la comidilla de los mentideros artísticos. Y los peces no tardaron en picar. Un
industrial judío con casa en Suiza decidió anticiparse y evitar que el cuadro saliera a la venta en
subasta ofreciendo una cantidad fantástica. Y no en volátiles marcos, sino en libras esterlinas.
Después de aquel primer éxito, Roberto y Theo van Winjen continuaron colaborando con
cautela y parsimonia. Durante el año y medio que siguió solo salieron de su taller tres lienzos
más, un Rembrandt, un Van Dyck y un Rubens, todos los cuales se vendieron con extrema
facilidad, a través de distintos cauces y sin despertar sospechas.
Roberto se sentía millonario. Van Winjen seguía llevando la misma vida moderada. No dejaba
traslucir de ningún modo su nueva fortuna. A él, en cambio, el dinero se le escurría de entre los
dedos. A diferencia de su socio, no necesitaba disimular. El personaje público que se había
creado era el de un diletante acaudalado. Además, sus retratos, aristocráticos y halagadores, que
capturaban al vuelo a los personajes, en mitad de un gesto o un movimiento casual, se cotizaban
cada vez mejor. Su opulencia no extrañaba. Y era bienvenido en todas partes.
Se sumergió en la bulliciosa vida de la ciudad con la misma naturalidad con la que había
vivido en Cambremer y con la que había pasado días y días encerrado en el taller de Landi. Anna
se había convertido en un recuerdo. Su correspondencia se había ido espaciando poco a poco
hasta extinguirse del todo y, por lo que él sabía, ella nunca había regresado a Europa.
Acosaba a su socio a preguntas para aprenderlo todo. Y no solo las cuestiones técnicas.
Quería conocer los nombres de quienes contaban en el mercado del arte. Saber qué buscaban los
distintos compradores. Aprendió muchísimo, pero a medida que transcurrían los meses le iba
invadiendo una intranquilidad que nunca había sentido antes, ni siquiera cuando necesitaba ganar
dinero de modo urgente para no perder a Anna.
No sabía muy bien qué le agitaba. Solo que cuando regresaba caminando a su casa, de
madrugada, respirando el aire helado del invierno o el frescor manso de las primeras horas de un
día de verano, después de una de esas noches en las que el universo entero parece bendecido y
uno ha reído y ha amado y ha discutido hasta la saciedad de lo divino y lo humano, y la vida
parece una magnífica burbuja dorada, ya no se sentía colmado como en los primeros tiempos de
su estancia en la ciudad.
Van Winjen sentía su inquietud y le recordaba una y otra vez la importancia de la prudencia:
—El mundo del arte es muy pequeño, polluelo. No puedes permitirte ni un paso equivocado.
Con que te pillen con una sola falsificación entre las manos, todo lo que muevas en adelante se
convertirá en sospechoso. Tú mismo te convertirás en sospechoso. Debes cuidar tu reputación
como la de una princesa casadera. Tienes una habilidad excepcional. Inusitada. Pero si te dejas
llevar por la codicia, lo tirarás todo por la borda.
Estaban sentados en la terraza del esplendoroso Kurhaus, con la inmensidad metálica del mar
del Norte frente a ellos y, a sus pies, el amplio arenal plagado de figuritas en traje de baño.
—No es eso, Theo. No es el dinero.
No sabía expresarlo. Quizá era solo que, por primera vez en su vida, entre retratos de
comerciantes holandeses muertos hacía trescientos años y vistas de puertos brumosos, el mundo
se le estaba haciendo pequeño. Quizá era que seguía comparándolo con el universo encantado
que había atisbado en una playa de Normandía, a media noche, hacía ya cuatro años: y que por
radiante que fuera, frente al recuerdo de aquel verano o el de los paseos sin rumbo, junto a Anna,
en el París escarchado de las mañanas de enero, su vida en La Haya le resultaba previsible y
desvaída. La melancolía taciturna y las visiones atormentadas de los Rembrandts, Vermeers y
Ruysdaels le oprimían.
Necesitaba viajar. Aprender. No conocía nada. Ni siquiera había estado en Italia.
Su socio comprendió que no podía seguir reteniéndolo. Le ayudó a establecer una ruta de los
lugares que debía visitar, se encargó de prevenir a sus amigos para que lo recibieran, y, a finales
de verano, Roberto partió rumbo a Florencia, donde contaba con la hospitalidad del ilustre
Bernard Berenson, un judío estadounidense de origen lituano, máxima autoridad en pintura
renacentista italiana. Hasta el punto de que era casi imposible vender una obra principal de
alguno de los grandes maestros a ningún coleccionista serio sin su previa sanción.
Berenson residía en una espléndida villa a las afueras de la ciudad en la que había instalado su
inmensa biblioteca y asentado su corte. Era un esteta de modos aristocráticos con un genio
flameante. Despreciaba las pruebas técnicas a la hora de autentificar una obra de arte y confiaba
ante todo en su intuición.
A Roberto le fascinaron su inmensa cultura, su cortesía exquisita y su conversación rutilante
y, durante meses, aquella casa se convirtió en una residencia desde la que partir a explorar el
resto de la península, y a la que regresar cada poco tiempo, en busca de la compañía y los
consejos de su propietario. A medida que pasaban las semanas, su ojo y su mano aprendían tanto
y tan deprisa que se admiraba de que algunas de sus primeras imitaciones, que ahora le
resultaban tan pobres, hubieran logrado pasar con semejante facilidad por obras auténticas.
Pensó en enseñarle a Berenson alguno de sus dibujos al estilo de Giorgione, Tiziano,
Leonardo o Miguel Ángel y decirle que lo había encontrado en un mercadillo para ver si podía
darle gato por liebre. Pero se arrepintió enseguida. Le admiraba, y no se habría perdonado a sí
mismo si hubiera logrado embaucarle.
En cambio, cuando arribó a Londres a mediados de marzo de 1926, con una carta de
presentación para Joseph Duveen, le fue más difícil resistir la tentación.
Duveen era, sin lugar a dudas, el nombre más ilustre y poderoso del mercado del arte europeo.
Entre sus clientes se encontraban los más ricos entre los ricos, desde J. P. Morgan a Randolph
Hearst o Rockefeller. El deseo de ver si era capaz de burlarle era casi irresistible, pero al final la
razón se impuso porque si le mostraba uno de sus carboncillos y le contaba que lo había
encontrado en un anticuario de Roma o Florencia, no podría explicar por qué no le había pedido
a Berenson que lo autentificara.
En Londres fue, por otro lado, donde Roberto se dio cuenta, por primera vez, de que su
artificiosa identidad había adquirido solidez. A medida que viajaba y acumulaba relaciones en
distintas ciudades de Europa, se estaba construyendo un pasado tangible, una historia y unas
amistades que cualquiera podía verificar. Y descubrió algo más. Que mientras nadie supiera de
dónde sacaba uno el dinero, el mundo tendía a tratarle como un aristócrata.
Quizá era inevitable que su nueva posición se le subiera a la cabeza, porque se volvió
imprudente, ¿pero cuánta cautela se le podía pedir a un tipo de veintidós años a quien nunca en la
vida le había salido nada mal y llevaba meses tascando el freno?
De Londres se trasladó a París, a finales de mayo. Se instaló en el Claridge, en plenos Campos
Elíseos, y descubrió una ciudad que no había tenido siquiera la oportunidad de conocer años
atrás.
Él también era una persona distinta. Se desenvolvía con soltura, tenía contactos y dinero.
Aunque las reservas menguaban día a día. Viajar como un gran señor no era barato. Pero sabía
cómo conseguir más caudales, y la excusa se presentó por sí sola.
Landi, su antiguo socio, pasaba un momento de estrechez económica, y Roberto se sentía en
deuda con él por haberle abandonado para instalarse en La Haya, así que un buen día alquiló una
buhardilla discreta cerca de su viejo barrio y se puso manos a la obra, dispuesto a sacar de apuros
al galerista y, de paso, hacerse con fondos sobrados para el resto de su viaje.
El resultado fue una mezcla de luces y sombras. A primera vista, el lienzo pasaba por un Van
Dyck de juventud sin problemas. Pero a pesar de sus intentos de reproducir la receta de Van
Winjen, la mezcla de aceite y gelatinas que había conseguido era muy aproximada. Como no
funcionaba bien con todos los pigmentos, había tenido que reducir la paleta de color. Además, la
textura, mal conseguida, daba problemas para trabajar, y la pincelada, demasiado pastosa, le
delataba. Pero no hacía falta que el resultado fuera perfecto. El plan no era venderle el cuadro a
ningún museo ni a ningún coleccionista serio. Era un negocio rápido para salir del paso. Y Landi
ya tenía listo, por adelantado, el certificado de autenticidad, firmado, sellado y lacrado, de un
profesor de sólida reputación pero con problemas para llegar a fin de mes. Así que no se sofocó.
De hecho, ni se molestó en buscar un lienzo de la época ni en imprimar con albayalde. Recurrió a
una tela moderna que Landi tenía en su almacén, ya preparada con blanco de zinc, convencido de
que el tipo de comprador que tenían en mente jamás repararía en esas sutilezas. Incluso, a la vista
de que el pedido de azul de ultramar tardaba en llegar, estuvo tentado de echar mano de un tubo
de azul cerúleo elaborado con cobalto, un pigmento que no se había inventado hasta el siglo XIX.
Pero al final no se atrevió.
El siguiente paso era encontrar un intermediario adecuado para poner a la venta el cuadro.
A Marchal lo conoció una noche en el Lipp y se entendieron desde el primer momento. El
abogado era listo. Muy listo. Lo comprendía todo con medias palabras. Y era un personaje
prestigioso, muy conocido en el mundo de la política. Aportaba un barniz de respetabilidad
valiosísimo. A Roberto no le cupo ninguna duda de que cumpliría con su papel a la perfección, y
no se equivocó.
A las pocas semanas, Marchal se presentó en la galería de Landi para hablarles de un viejo
general, antiguo miembro del Gobierno, que quería iniciarse en el mundo del coleccionismo. La
noche anterior había cenado con él y, como quien no quiere la cosa, le había contado que sabía
de un maravilloso Van Dyck que estaba en venta. Le había asegurado que era un hallazgo
fantástico, aparecido en una subasta post mortem, que no podía dejar pasar.
La compraventa se cerró en menos de una semana. Pero Roberto aún no sentía que su deuda
estuviese saldada. Landi le había arropado en todo momento durante su estancia en París, sin
arrojar ninguna duda sobre su personaje de ocioso aristócrata español. Era el único, en toda la
ciudad, que le conocía de los viejos tiempos. El único que sabía quién era. Lo más parecido a un
miembro de la familia. Así que, a finales de agosto, antes de partir, decidió hacerle un último
regalo: media docena de lienzos de Corot, un par de Degas y un Pissarro.
El trabajo, comparado con el de los óleos del Barroco o del Renacimiento, había sido un
recreo y, aunque los precios del impresionismo no se acercaban a los de un Rafael o un Vermeer,
era dinero fácil y rápido. Corot era un auténtico fenómeno en América. Los barones del acero y
el ferrocarril del Upper East Side se peleaban por sus cuadros. Hasta el punto de que en los
mentideros del arte se comentaba con mordacidad que, de los tres mil Corots que existían en el
mundo, unos diez mil los tenían los americanos.
Lo único que le pidió a Landi fue que no los vendiera en Europa. No se molestó en tomar más
cautelas. Le sobraba confianza. Había descubierto lo fácil que podía ser la vida, y los cuidados
de Van Winjen le resultaban excesivos e innecesarios.
Cruzó los Pirineos pocos días después, con una agenda de contactos repleta y una lista de
invitaciones de la alta sociedad madrileña.
Pero nada más llegar a San Sebastián le ocurrió algo curioso. El recepcionista del hotel María
Cristina leyó el nombre que figuraba en su pasaporte y comenzó a hablarle en un castellano veloz
y enérgico, que Roberto a duras penas lograba seguir. Y de pronto se sintió expuesto. Por
primera vez desde que adoptara el papel que Van Winjen le había enseñado a representar en La
Haya, le pareció que saltaba a la vista que era un farsante.
No había razón sólida. Podía explicar su mal dominio del idioma como siempre lo hacía,
contando que se había educado en el extranjero desde muy joven. Pero sabía que la imagen que
evocaban esas palabras en sus interlocutores no era precisamente la de un aldeano de una granja
normanda y, por primera vez, no se sentía cómodo. Temía que le pillasen en falta. No sabía
apenas nada de aquel país más allá de las leyendas que le contaba de niño su madre y le resultaba
un bagaje demasiado escaso para ser convincente.
Le esperaban en Madrid, pero decidió pasar de largo.
Solo estuvo tentado a hacer una escapada rápida al Museo del Prado desde la estación de tren.
Van Winjen había hecho una predicción, antes de que abandonara La Haya, que Roberto no
había comprendido del todo:
—Es usted un virtuoso del pincel, polluelo, pero se nota que aún no se ha enamorado. Imita a
unos y a otros con la misma indiferencia. Le falta personalidad.
Al principio, Roberto no había entendido lo que quería decir y se había puesto rojo hasta las
orejas. ¿Qué sabía Van Winjen de él? No podía estar más equivocado.
Luego comprendió mejor las palabras de su socio. Pero no estaba de acuerdo. ¿Qué
personalidad quería que tuviera? Lo que requería su trabajo era precisamente perder toda
personalidad, fundirse con la identidad de otro.
Van Winjen había insistido, y había pronosticado dónde recibiría el flechazo. Cuál, de entre
todos los grandes maestros, estaba hecho a su medida. Y el reino de aquel pintor se hallaba
escondido entre los muros del coqueto museo madrileño. Eso era, por encima de todo, lo que le
había llevado a la ciudad. Pero decidió resistirse, de momento. Era una visita que quería realizar
con calma y prefería aplazarla. Dejar que creciera el deseo. Igual que los niños que se reservan su
golosina favorita para el final de la merienda.
Se dedicó a viajar en solitario. Sin planes ni compromisos. Llevaba una vida errante y ociosa.
Practicaba el idioma. Visitaba iglesias y museos. Charlaba con los lugareños. Vivía una pereza
suculenta, provechosa. Había aprendido mucho en el último año, pero lo había asimilado todo
con premura. Ahora, por fin, tenía tiempo para dejar que los conocimientos se asentaran.
En Sevilla buscó la vieja casa familiar. Supuso que, preguntando en el barrio, alguien
recordaría a un viejo marino de apellido Montenegro que se había casado con una mujer
francesa, pero aunque encontró el patio lleno de luz y flores rosas que recordaba, sus parientes ya
no vivían allí. Nadie supo darle razón, y regresar al lugar de donde habían brotado sus leyendas
de infancia y ver que no era sino un patio de vecinos más, en un entramado de calles de cal y
ventanas enrejadas, le causó una nostalgia extraña y honda. De esa que solo provocan las cosas
que nunca han llegado a existir.
Tardó dos o tres meses en volver a Madrid, más sosegado, después de ese tiempo lejos del
mundo del arte y sus fuegos de artificio. Con menos avidez y menos premura. Dispuesto, por fin,
a comprobar si su maestro holandés había acertado con su predicción.
Cuando la había formulado, en La Haya, Roberto no se la había tomado muy en serio. Pero
después de enfrentarse en Roma y Londres a la veracidad arrolladora del Papa Inocencio, a la
belleza huidiza y sosegada de la inaprensible Venus o al rostro abotargado de un rey Felipe
cansado y dolorosamente envejecido, llegaba a Madrid dispuesto a rendirse sin condiciones.
El de Velázquez no era un nombre habitual en los círculos del comercio del arte. Su
producción era escasa y sus obras, ubicadas en su mayoría en grandes instituciones, habían
cambiado poco de manos a lo largo de los siglos. Pero en los últimos meses volaba de boca en
boca casi con reverencia, porque el conspicuo Joseph Duveen, su anfitrión de Londres, acababa
de vender un presunto autorretrato del artista sevillano a un coleccionista americano por la
inimaginable cifra de un millón doscientos cincuenta mil dólares.
La maniobra había sido de las que hacían época.
La tela llevaba un par de siglos en posesión de un noble hannoveriano que la custodiaba en su
castillo del Rin, convencido de que se trataba de una obra de Van Dyck. Hasta que un marchante
alemán empezó a sospechar y se la mostró al principal especialista mundial en pintura española,
el respetadísimo August Mayer. Este, de inmediato, la identificó como un Velázquez. Más aún.
Un autorretrato del maestro sevillano.
El valor de mercado del lienzo se multiplicó de inmediato pero, al poco, Mayer empezó a
dudar. No. Se había equivocado. La pintura en cuestión no tenía calidad suficiente. Y rectificó.
No era obra de Velázquez, sino de su yerno, Martínez del Mazo.
Tras el nuevo veredicto del experto, el precio del retrato cayó en picado. Y ahí fue cuando
entró en acción Joseph Duveen, haciéndose con la pieza a un precio más que razonable. Había
tenido ocasión de estudiarla con detenimiento y, a pesar de la enmienda del experto, seguía
convencido de que el autor de aquel retrato solo podía ser Diego Velázquez. Además, tenía un
plan.
Lo primero que hizo, una vez lo tuvo en su poder, fue limpiar el lienzo a fondo, eliminando
las capas de barniz envejecido y la mugre acumulada por los siglos que impedían que el óleo
luciera en todo su esplendor, y luego volvió a convocar a Mayer para que reconsiderara su último
veredicto.
El experto se resistió. Un nuevo cambio de opinión no resultaba muy profesional. Pero
Duveen tenía los bolsillos hondos. Logró persuadirle de que volviera a examinar la tela sin la
capa de suciedad que la empañaba la última vez que la había visto y, en cuanto Mayer pudo
contemplarla en su estado original, se rindió por completo. Apenas le llevó unos instantes
reconocer que su primera opinión había sido la correcta.
El fulgor perlado de la golilla, hasta entonces apagada y plomiza; la transparencia de la piel
levemente sudorosa, bajo la que clareaban las venas azuladas de las sienes; la economía de las
pinceladas, leves como las de una acuarela y a través de las cuales se transparentaba la trama del
lienzo; la ilusión tenue de las rojeces de la tez y la línea de nacimiento del pelo; los trazos
inacabados en torno a la figura del protagonista. Y, más allá de las consideraciones técnicas, el
aire de intensa autenticidad que compartían todos los retratos de Velázquez.
Aquella solo podía ser obra del gran maestro sevillano.
Sin embargo, todas esas maravillas no habían permanecido a la vista más que unas breves
semanas porque, casi de inmediato, Duveen había vuelto a ocultarlas a los ojos del mundo.
Comerciante por encima de todas las cosas, el inglés había vuelto a oscurecer la tela nada más
obtener la autentificación definitiva de Mayer, convencido de que si le devolvía la apariencia que
los ignorantes millonarios americanos consideraban propia de las obras de los grandes maestros
españoles obtendría por ella un precio más elevado. No solo eso. Para disfrazarlo aún mejor,
había encargado a su restaurador que, además de velar el lienzo, aplicando gruesas capas de
barniz, proporcionara más nitidez al contorno de la figura, dándole más solidez, más solemnidad,
más aire de añejo caballero castellano.
Y no se había equivocado con el cálculo, porque la cantidad que le había extraído al inversor
y coleccionista neoyorquino Jules Bache era ciertamente descomunal.
Roberto había tenido ocasión de ver el lienzo meses atrás, aunque, desafortunadamente, había
llegado ya tarde, después de que Duveen le aplicara el grosero tratamiento que había vuelto a
desfigurarlo antes de enviarlo a América, y no entendía cómo nadie podía creer que ese acabado
burdo y esas aplicaciones densas eran obra de Velázquez.
Sobre todo, después de poner el pie en el Prado.
Durante el tiempo que permaneció en Madrid, visitó el museo todos los días, y una y otra vez
terminaba su recorrido en las salas reservadas a Velázquez, tratando de embeberse de su técnica.
Su facilidad de ejecución era prodigiosa. Escuetas pinceladas grises que creaban la ilusión de
un cuello de encaje blanco. Labios que no eran más que unas gotas de pigmento rojo. Borrones
de pintura clara que despertaban el metal de una armadura. Toques de luz que tejían un vestido
de plata. Negros de infinitos matices en las texturas de la seda, la lana o el terciopelo. Trazos
ingrávidos que se deshilachaban en hebras de cabello. Cinco puntos oscuros, que bastaban para
crear la ilusión del bordado de una valona. Pesadez de terciopelo y levedad traslúcida de gasa
que se disolvían en cuanto se aproximaba a unos pasos de la tela.
Dejaba pasar horas, sin apenas darse cuenta, frente a la infantita rubia de Las meninas y los
familiares que la rodeaban, fascinado con ese hombre que se había retratado a sí mismo en un
lateral del lienzo en una actitud tan firme como la de un monarca guerrero, ocupado en pintar el
mismo cuadro que él contemplaba ahora, siglos después, en un deslumbrante juego barroco. E
intentaba comprender de qué modo había logrado que tras las figuras de la hija del rey y sus dos
damas el aire se palpara de aquel modo, denso, cargado de motitas de luz y de vida, otorgando
esa profundidad inverosímil a la superficie lisa de la tela.
Pero la personalidad del pintor le fascinaba tanto o más que su talento. Velázquez se le
antojaba un prestidigitador inaprensible que se mostraba y se escondía al mismo tiempo en sus
obras. Un hombre secreto cuya vida se perdía en sombras, pero capaz de retratarse más grande
que un rey. Un cortesano que pintaba bufones con gravedad de príncipes. Un virtuoso que
desvelaba el alma de sus retratados y a la vez los armaba de insolencia, para que interpelaran al
espectador con la mirada.
Toda su pintura era un maravilloso espejismo que, sin embargo, desprendía una verdad
abrumadora, y Roberto se encontraba deliciosamente a gusto en su compañía. Sentía una peculiar
hermandad con ese hombre de hacía tres siglos cuya escurridiza identidad se difuminaba entre
pigmentos plateados pero que tan inequívocamente orgulloso estaba de su talento.
Era algo evidente en un lienzo como Las hilanderas, donde narraba la historia de una simple
artesana cuyo talento artístico superaba al de los mismísimos dioses. O en la jactancia con la que
en la esquina de alguno de sus cuadros pintaba un papel en blanco, que parecía abandonado de
casualidad sobre una roca. No necesitaba añadir su nombre, parecía decir Diego Velázquez,
porque era indudable que nadie más que él podía ser el autor de aquella obra.
Uno de los retratos del rey Felipe, vestido con un sencillo jubón negro, derrotado y triste,
tenía a Roberto particularmente embrujado. Nunca antes había visto tanta desnudez y tanta
dignidad juntas. Era un retrato íntimo, sin ceremonia, de un hombre envejecido y cansado que
observaba a su pintor de corte con la resignación de quien sabe que está desvelando su alma.
Todos los días, inevitablemente, acababa su visita frente a sus ojos agotados, interrogándole y
dejándose interrogar a su vez por ese hombre muerto hacía más de doscientos cincuenta años.
Hasta que una noche de final de otoño, después del cierre del museo, se quedó paseando por
los alrededores hasta bien entrada la noche. Tenía varias invitaciones para pasar la velada pero
no se sentía con ganas de compañía. Regresó a su hotel, dispuso papel y pluma y se sentó a
escribirle una carta a Anna, por primera vez en casi tres años. Fueron pocas líneas, de un tono
más parecido al de las cartas de Cambremer que a las que le había escrito desde París después de
su marcha. No sabía si la encontraría en su antiguo domicilio de Buenos Aires, y él tampoco
tenía dirección fija donde recibir respuesta, así que anotó la de Van Winjen en La Haya.
Y a la mañana siguiente, al despertar, decidió que era hora de regresar a casa.
No había pintado apenas nada desde París. Y allí se había limitado a remedar de manera
sumaria a varios pintores comerciales para obtener dinero rápido. Pero ahora tenía una cosa
clara. No pensaba perder más el tiempo con ese tipo de imitaciones cicateras, al alcance de
cualquiera.
Si seguía en el negocio, quería hacer cosas que nadie más que él pudiera hacer. Dejar un
rastro que provocara la incredulidad y la admiración de los espectadores, de alguna manera.
Como esos papeles en blanco que Velázquez arrojaba a los pies de los caballos, con
fanfarronería, sin molestarse en escribir en ellos su nombre.
Verano de 1935
Lunes

Eliot Kaplan acaricia las solapas de la estúpida chaquetita marinera que le ha traído el chico del
sastre y se la abotona frente al espejo. Ya no se acordaba de la ridícula regata ni del atuendo que
había encargado hacer casi contra reloj el viernes pasado por insistencia de Lena, para poder
asistir. Malditas las ganas de perder el día en un barquito de madera poniendo sonrisitas tontas.
Esta noche ha dormido solo. O lo ha intentado, porque apenas ha pegado ojo.
Aún está tratando de asimilar las desarbolantes noticias que recibió ayer sobre su Flaminia.
Calculando la mejor ruta antes de maniobrar.
Lo primero, por supuesto, fue tomar medidas prácticas. Nada más despedir a Busson, antes de
salir hacia el hipódromo, se puso en contacto con Rosenberg para que localizara a su hombre de
París. Un tipo cuyo nombre figuraba en la libretita de tapas raídas de su secretario y al que ya
habían encargado hacía tres días que indagara sobre Castel.
Entonces no había encontrado nada que contradijera la historia que les había contado el
médico, pero aquella había sido una investigación sucinta. Su cometido era tan solo comprobar la
veracidad de los datos que les habían proporcionado.
Ahora es muy distinto. Kaplan quiere saberlo todo sobre él.
Se estira los faldones de la chaqueta, satisfecho con la caída de la tela, y se acerca con la
cartera en la mano al muchachito que le ha traído el traje, un chavalín de unos once años, con el
pelo revuelto, que no le quita ojo de encima. Pero lo reconsidera un momento y alza un dedo,
indicándole que aguarde. No sería la primera vez que Lena corrige sus decisiones vestimentarias.
Levanta el auricular del teléfono y le pide que se pase un momento, fingiendo mansedumbre.
Anoche, después de cenar, se despidieron de malos modos. Él no estaba de humor para cenitas a
la luz de las velas, no es hombre capaz de reposar cuando tiene asuntos pendientes, y acabó
culpándola a ella del engaño de Montenegro y Castel. Ella era quien le había enredado en aquella
pantomima.
Su prometida no respondió. Solo achicó los ojos y se levantó silenciosa y digna de la mesa,
pero Kaplan no estaba de talante para templar malos humores ni dignidades ofendidas. Ni hoy
tampoco. En su cabeza no hay sitio más que para una convicción, repetida y pertinaz.
La Flaminia Triunfi tiene trampa.
No sabe cuál es. Ignora por qué el hijo de puta de Montenegro les ha montado ese sainete con
figurantes y no tiene forma de poner las cosas en claro mientras el miserable permanezca en
manos de la policía. Pero no le cabe ninguna duda. La Flaminia Triunfi tiene trampa.
Y es demasiado tarde para poner remedio.
Llaman a la puerta. Es Lena. Lleva un sencillo vestido azul celeste y sandalias planas.
Atuendo de playa. Kaplan le besa la mano y, de reojo, se fija en la expresión de pasmo del
chavalito que ha traído la chaqueta. Es lo único que está a punto de hacerle reír desde ayer por la
tarde. Tiene cara de pillo y lo contempla todo con unos ojos enormes de autillo que ahora
muestran auténtica estupefacción. Probablemente no ha estado nunca tan cerca de una mujer así
de bella.
Lena le pide que gire sobre sí mismo y le observa con aprobación. Kaplan se esfuerza por ser
amable aunque la sangre aún le hierva. No es la primera vez que encaja un revés o emprende un
negocio equivocado. Pero nunca, jamás, ha sido expuesto a la vergüenza pública. La sola
posibilidad le enciende un fuego en el estómago. Ve su rostro y su nombre exhibidos en la
primera plana de la prensa de toda la Costa Este. Relee sus palabras triunfantes. Piensa en su
envite público a la aristocracia americana. Y se le llena la gola de hiel pensando siquiera en la
posibilidad de convertirse en su hazmerreír.
Su prometida se dirige al chico:
—Una chaqueta perfecta. Y en un tiempo récord. Felicitaciones al sastre. —Luego ladea la
cabeza, dubitativa—. ¿No nos hemos visto en algún sitio? Me suena tu cara. ¿Cómo te llamas?
El chavalito sacude la cabeza con vigor:
—Luca. No. No sé. No.
Lena alarga la mano hacia la pitillera que reposa sobre la mesa y se enciende un cigarrillo:
—Voy a acercarme a la comisaría —dice—. Acabo de llamar al alcalde y me ha asegurado
que no me pondrán problemas para hablar con Montenegro.
El tono es desapasionado, eficiente.
Kaplan asiente. El alcalde de Deauville lleva desde que se hizo público el robo del collar
perdiendo el culo por agradarles del modo que sea. Como si a él en ese momento le importara
más o menos quién se haya llevado los malditos pedruscos.
Eso sin tener en cuenta que son todos una banda de inútiles. Cuando ayer por la tarde, en el
hipódromo, después de la última carrera, el muy imbécil se le acercó tan ufano para anunciarle
que ya habían detenido a un sospechoso y le dijo su nombre, a Kaplan le entraron ganas de
propinarle un par de bofetadas, por mentecato.
Mira a Lena a los ojos. Está convencido de que ella tampoco piensa que Montenegro sea el
ladrón. Es más lista que eso.
—Doy por sentado que no vas a perder el tiempo hablando con él del collar.
Ella le devuelve la mirada, impasible. Aún no le ha perdonado su trato de anoche:
—Claro que no. Quiero que me dé explicaciones sobre la Flaminia Triunfi.
Kaplan está a punto de pedirle que le espere. Quiere acompañarla. Pero se lo piensa mejor. Se
sabe perfectamente capaz de saltarle al cuello a ese granuja y apretar hasta estrangularle si se
niega a decirles la verdad. Y la discreción es imperativa.
No. Su presencia no es necesaria. Lena es lista y muy hábil, y es probable que la persuasión
funcione mejor que las amenazas a la hora de sacarle alguna verdad a Montenegro. El muy hijo
de puta no es tonto tampoco. Tiene que saber que, si sus respuestas no le convencen, él le estará
esperando fuera. No necesita que vaya a darle su ultimátum en persona.
—De acuerdo, ve tú sola. Creo que es lo mejor. Nos vemos a mediodía en el yacht club.
Se gira hacia el chico para pagarle.
Es un crío curioso. Kaplan duda que hable una palabra de inglés, pero sus ojos han seguido su
breve conversación increíblemente atentos. Una vez saldada la cuenta, extrae otro billete de
cincuenta francos y se lo mete en el bolsillo superior de la chaqueta, de propina.
Él le mira boquiabierto y le da las gracias, pero no se mueve. En vez de despedirse, respira
profundo, cogiendo carrerilla:
—Señor Kaplan, usted es americano, ¿verdad?
Aunque la formula en francés, la pregunta es fácil de entender:
—Así es.
—¿Y es usted muy muy rico? ¿Tiene a mucha gente a sus órdenes?
Esta vez requiere de la ayuda de Lena para entenderle. Cuando ella traduce, Eliot suelta una
carcajada:
—Bueno. ¿Qué quieres que te diga? No me va mal.
El chico hace un gesto de cabeza, satisfecho con la respuesta. Agarra el pomo de la puerta,
dispuesto a marcharse, pero es evidente que se ha quedado con más preguntas en el tintero. Se
arma de resolución y se da la vuelta:
—Pero es usted mucho más rico y mucho más poderoso que Roberto Montenegro, ¿verdad? Y
más peligroso también.
Kaplan intercambia una mirada perpleja con Lena. ¿Qué demonios dice ese crío? ¿Habrá
entendido algo de su breve conversación? ¿O es mera casualidad?
Ella está también desconcertada. Agarra al chico del hombro, recriminándole su
impertinencia, y lo saca de la habitación. Luego se despide de Kaplan con un beso tenue. Ambos
saben cuál es la única conducta posible a esas alturas. Seguir adelante y guardar silencio. Velar
porque, el secreto que les ha ocultado Montenegro, sea lo que sea, no salga a la luz.
Y con el hijo puta farsante ya habrá tiempo de solucionar las cosas. En privado.
Gabriel se ha despertado de madrugada y, apenas ha escuchado los primeros ruidos de la ciudad
desperezándose, ha corrido a la calle a comprar El Mensajero.
El alivio le ha dejado el cuerpo tan blando que ha tenido que apoyarse contra la pared de
metal del quiosco de prensa. El periódico habla del arresto de Roberto y de las acusaciones que
han llevado a la policía a sospechar que fue él quien robó el collar. Nada más. Félix incluye
algunos detalles exclusivos que le ha desvelado su contacto de la comisaría, aderezados con un
poco de fantasía de cosecha propia, pero eso es todo. Ni una sola palabra sobre su conversación
de ayer. Como si hubiera sido un sueño.
Por un momento Gabriel se pregunta si no lo habrá sido realmente. Tiene la cabeza nublada
por la resaca y el mal dormir, y todo le resulta un poco irreal. Pero no. Lo que hizo, hecho está. Y
si Félix no ha publicado nada todavía, lo hará.
Se sienta en la terraza del café donde desayuna todas las mañanas y aprovecha para ojear la
prensa nacional. Aunque la noticia de la detención de Roberto se supo tarde, con la edición de
hoy casi cerrada, los diarios de París también se han apañado para hacerle un hueco en sus
páginas.
Engulle el café con leche y el croissant. La intranquilidad no le deja quedarse sentado ni cinco
minutos.
Al final, paga la cuenta con un resoplido, abre las puertas del estudio de fotografía y se va
derecho al teléfono. Marca el número de El Mensajero y el mismo Félix descuelga el auricular:
—Muy buenos días. ¿Qué hace el señor Caron ya despierto a estas horas de la mañana?
—Ya ves. Escucha, tengo que hacerte una pregunta. Todo lo que te conté anoche sobre
Montenegro... No has publicado nada.
—¿Eh? No, no. Claro que no. Es demasiado bueno, compañero. Y tenía ya el cierre encima.
No podía publicarlo sin más, sin verificar nada ni hablar con nadie. Las cuestiones de
importancia hay que tratarlas con cabeza. Mañana empezaré a sacar cosas.
—De eso quería hablar contigo, Félix. No puedes publicar nada de lo que te conté ayer a
última hora.
Silencio.
—Félix, ¿me has oído?
—Lo siento, Gabriel, pero eso es algo que no me puedes pedir. He aceptado comerme con
patatas lo de tu cuñado por no perjudicarles ni a él ni a tu hermana. Pero esto a tu familia no la
toca.
—Joder, Félix. No me vengas con esas, que no fue gratis. Te pagué con información. Te conté
quién es realmente Roberto. Cómo empezó su carrera... Cosas que absolutamente nadie sabe. A
cambio de que no mencionaras a Léon. Te van a arrancar el periódico de las manos solo con eso.
—Te repito que lo siento. Pero en ningún momento mencionaste que fuera confidencial. Así
que lo lamento, Gabriel, pero la información es legítima.
La aflicción de Félix tiene poco de sincera. Hay un deje de guasa imposible de ignorar en su
apostilla. Y eso le exaspera.
—Vale, a lo mejor me fui de la lengua. Pero llevábamos horas bebiendo y eran solo
chismorreos entre camaradas. No te lo conté para que lo publicaras.
—No quieras hacerme comulgar con ruedas de molino, Gabriel. Tú sabías que con quien
hablabas anoche no era con un amigo sino con el director de El Mensajero. Estuve tomando
notas en tu cara todo el tiempo. Y tú seguías largando tan feliz. No había lugar a
malinterpretación. Otra cosa es que esta mañana te hayas arrepentido. Pero yo le debo la verdad a
mis lectores. Y, francamente, Roberto Montenegro no me resulta simpático. No veo por qué
habría de guardarle las espaldas.
—Vete a tomar por culo, Félix.
—Yo también te quiero. Y para demostrártelo, voy a hacerte un favor. No te voy a mencionar
por ningún lado. Ni siquiera diré que la información proviene de un amigo de nuestro
protagonista. Lo presentaré todo como una investigación privada de la redacción. Sin dar fuentes.
Gabriel cuelga el teléfono de un golpe y masculla una ristra de insultos. Contra Félix y contra
sí mismo.
Menudo cretino. ¿Cómo ha podido ser tan bocazas? Cuando aceptó contarle cosas a Félix a
cambio de que dejara en paz a Léon, lo hizo sin pesadumbre y hasta con un poco de alegría
pérfida, pero tenía claro el punto en el que debía callar.
Hasta que un genio mezquino le susurró al oído entontecido por el humo y el alcohol que no
le permitiera a Roberto tirar la piedra y esconder la mano otra vez. Volver a dejar el mundo patas
arriba y salir corriendo. Como hace catorce años.
No tiene cuerpo para trabajar. Echa el cierre del establecimiento de nuevo y comienza a andar
en la vaga dirección de la playa.
Se siente innoble. Y la promesa de Félix de no mencionar su nombre no le alivia lo más
mínimo. Es imposible que Roberto no sume dos más dos.
Nadie más que él ha podido ser el iscariote.
Deambula de acá para allá hasta que, un poco antes de la hora del almuerzo, decide acercarse
a casa de Emma. Su hermana y su cuñado acaban de regresar de la playa y están tomando el
aperitivo en la terraza. Una copita de Marie Brizard para ella y un Borgoña para él. Clara lee, un
poco apartada, acurrucada en un butacón de mimbre. O finge leer, porque casi no pasa las
páginas y sus ojitos de ardilla les lanzan miradas rápidas de reojo a cada poco.
Léon y Emma hablan de lo mismo de lo que debe estar hablando media ciudad.
Emma defiende a Roberto sin ambages. No le importa si es culpable o no. Es de la familia. Se
educó en su casa. Y, en cualquier caso, robarle a unos millonarios no le parece un crimen tan
terrible.
—La gente no debería derrochar de esa manera. Es inmoral. Así que sea quien sea el ladrón,
les está bien empleado.
Léon se enfada, y lanza un alegato manido sobre el respeto a la propiedad privada seguido de
una soflama ñoña sobre la justicia que hace poco honor a su inteligencia.
Está arisco. A la defensiva. Gabriel intuye que no se relajará hasta que Kaplan y su cuadro no
embarquen rumbo a América y desaparezcan de sus vidas, pero aun así le sorprende la
vehemencia de su cuñado. Léon jamás ha sido rígido. El hombre que él conoce desde la
adolescencia es alguien sensible, afectuoso, entregado a su mujer hasta el punto de ponerse de su
lado siempre y en todo, solo por no hacerla sufrir. Le resulta inconcebible que pueda desear nada
malo a alguien a quien Emma aprecia.
Él se pone de parte de su hermana. Da por sentado que la policía no encontrará nada y
Roberto recobrará la libertad y acabará el verano con una cuenta más que engarzar en el rosario
de su vistosa leyenda.
Léon hace una mueca cáustica:
—Habláis como críos irracionales. —Emma endereza el cuello, sorprendida por el tono, pero
Léon no se refrena—. Me niego a continuar esta conversación con vosotros. Y menos delante de
la niña, que no pinta nada aquí, escuchando sandeces. Bastantes fantasías tiene ya en la cabeza.
—¡Sí que pinto! —se indigna Clara, cerrando el libro—. ¡Roberto es mi amigo!
—Perfecto. Esto es lo que habéis conseguido. Que mi hija diga que es amiga de un
delincuente y un sinvergüenza.
Apura la copa de un trago y se levanta de la mesa.
Clara está aturdida. Sus ojos color miel le miran muy abiertos. Gabriel se queda mudo. Jamás
había escuchado a Léon alzarle la voz a Emma.
Aunque entiende perfectamente los sentimientos de su cuñado. Probablemente, porque son tan
turbios como los suyos. Léon no ha soportado seguir escuchando cómo defendían, sin
argumentos y por pura lealtad, a un hombre con el que odia estar en deuda y cuya mera mención
le obliga a enfrentarse a una parte de sí mismo que no quiere tener que contemplar. Un hombre
que le ha salvado la vida cuando estaba a punto de morir ahogado por culpa de sus propias
miserias.
Y al que, precisamente por eso, no puede perdonar.
A la comisaría de Deauville se accede por el ala este del mismo edificio que alberga el
Ayuntamiento. Lena empuja la puerta acristalada, pregunta por el comisario, un tal Duchet, y un
agente la conduce directamente a su despacho.
El comisario es un hombre joven, atlético, de modales decididos. El alcalde ya le había
prevenido de su visita y la estaba aguardando. Desgraciadamente no tiene ninguna pista nueva
acerca del paradero de su joya. Han vuelto a registrar el vehículo y la habitación de hotel del
detenido, sin éxito. Lo único con lo que cuentan de momento es con la información
proporcionada por la camarera del Normandy.
La mujer ha ratificado su declaración. Asegura que padece de insomnio y lo único que a veces
la ayuda a conciliar el sueño son los paseos por la playa, así que la madrugada del jueves al
viernes, incapaz de dormir, se vistió y tomó la escalerilla de servicio que permite a los empleados
bajar desde las buhardillas donde se alojan hasta la calle sin transitar por la zona noble del hotel.
Fue poco antes de llegar al rellano del segundo piso cuando vio a un hombre vestido de
esmoquin abrir la puerta que comunicaba con el pasillo principal. El desconocido alzó la vista,
sobresaltado por el ruido de sus pasos, y entonces la camarera reconoció, sin ningún género de
dudas, al célebre Roberto Montenegro. Este tardó unos instantes en reaccionar, pero de
inmediato se alzó las solapas de la chaqueta y salió corriendo precipitadamente, escaleras abajo.
Por lo demás, el detenido no tiene coartada ninguna para la noche de autos. Nadie, en todo
Deauville, le vio en ningún sitio el jueves pasado después de que, sobre la medianoche,
acompañara a Lena hasta la puerta de su hotel, tras encontrarse con ella en la terraza del casino y
tomar una copa en su compañía. La teoría más factible es que cometiera el robo esa misma
madrugada mientras ella dormía, inerme y sin darse cuenta de nada.
Lena pide permiso para fumar y Duchet se lo concede presuroso, complacido de encender él
también un pitillo. El caso tiene prioridad absoluta, puede asegurárselo, y están poniendo todos
los medios a su alcance para recuperar sus pertenencias.
Ella agradece su ayuda, con un punto de conmiseración, porque por mucho empeño que ese
hombre y sus compañeros pongan, lo tienen muy complicado para encontrar nada si continúan
siguiendo una pista completamente falsa. Y ella no va a ayudarlos a enderezar el rumbo. Suspira:
—Es todo muy desagradable. El señor Montenegro y yo somos viejos conocidos. Por eso
quiero hablar cara a cara con él. Me gustaría hacerle saber que estamos dispuestos a retirar la
denuncia si el collar reaparece.
Duchet comprende perfectamente. De hecho, en previsión de su visita, ya ha mandado a sus
agentes que vayan a buscar al detenido. La noche ha sido serena y los calabozos no alojan más
que a otro par de huéspedes, dos ingleses que organizaron una trifulca beoda a la puerta del
Brummel la pasada madrugada. Los tienen allí durmiendo la mona y aún no han abierto el ojo.
Pero ese no es sitio para una señora como ella.
La acompaña hasta otra dependencia de la comisaría, una sala con las ventanas enrejadas que
da a un patio interior. Dentro no hay más que una mesa de madera con dos sillas. Roberto
Montenegro está sentado en una de ellas. Se pone en pie al verla entrar, y los agentes los dejan a
solas, como acordado.
Lena guarda silencio. Ha mantenido las formas con el comisario, pero la realidad es que está
tan enfadada que no se siente capaz de empezar a hablar sin que la rabia le brote a borbotones.
Montenegro se sienta en el pico de la mesa. Lleva el traje arrugado después de haber dormido
con él, pero, por lo demás, no podría parecer más despreocupado. Al fin y al cabo, se sabe
inocente. Seguramente confía en que las acusaciones de la camarera acabarán cayendo por su
propio peso.
Lena cruza los brazos. A la defensiva. Aunque no sabe bien por qué. Lo cierto es que es ella
quien está en posición de superioridad. Es la primera vez, desde que conoce a Montenegro, que
sabe algo que él ignora.
Al detenido le sorprende su hosquedad. Ríe:
—¿Elena? ¿No pensarás de verdad que he sido yo...?
Ella le interrumpe, displicente:
—Claro que no. Me desapareció del bolso el viernes, en el hipódromo, después de que me lo
devolvieras. Creo que me lo robaron en las tribunas. Pero, obviamente, no podía contarlo.
¿Cómo iba a explicar que lo tenía allí? Así que esperé a que Eliot me pidiese que me lo pusiera y
fingí que había desaparecido de la caja fuerte.
Se sienta frente a él, con las piernas cruzadas. Muy cerca. Tanto que uno de sus tobillos le
roza la pernera del pantalón. La proximidad con el cuerpo de Roberto le resulta placentera, pero
no le gusta tener que mirar hacia arriba para verle la cara. Se siente en desventaja.
Le indica la silla del otro lado de la mesa con un ademán imperioso:
—Siéntate.
Roberto alza las cejas, pero obedece. Se sienta frente a ella, recostado en el respaldar, y cruza
a su vez las piernas, como en un espejo.
Lena enciende un cigarro y luego le lanza la pitillera por encima de la mesa. Él la atrapa,
enciende un cigarrillo a su vez y se queda esperando. Sus ojos tienen una chispa de curiosidad
inocente que la solivianta aún más. Nunca ha entendido cómo puede parecer tan exento de
dobleces un hombre que vive de engañar al mundo.
—¿Te han dicho cuánto tiempo te van a tener aquí?
—No mucho más, supongo. Mi abogado no ha llegado todavía. Estaba en Saint-Malo, de
vacaciones con su familia, y me ha costado localizarle. Pero hay sitios peores. La noche me la he
pasado jugando a las cartas con los agentes de guardia en un despacho. Están muy orgullosos de
haber atrapado al famoso ladrón de los periódicos, pero me huelo que las pruebas que tienen no
les convencen mucho y están preocupados por si han metido la pata, así que son amabilísimos.
Lena busca dónde arrojar la ceniza del tabaco y, a falta de otra opción, la deja caer al suelo.
—Roberto...
Su voz suena ronca y su lengua hace rodar las erres con torpeza, extrañada de esa intimidad
reciente. Él se inclina hacia delante, atento por fin. Lena observa sus movimientos lentos, su
cuerpo flexible, tan remiso a ponerse en alerta, y siente un cosquilleo caliente en el interior de las
muñecas.
Se protege hablando con dureza:
—He sido yo quien ha hecho que te detengan. He pagado a una de las camareras del hotel
para que diga que te vio escabullirte la madrugada del jueves al viernes desde la planta de mi
habitación a la calle, por la escalera de servicio.
Roberto la examina con incomprensión y Lena le sostiene la mirada.
Ambos saben que él no pisó el hotel en ningún momento a lo largo de aquella noche. Que
después de su encuentro, en la terraza del casino, cuando no tuvieron más que decirse, Roberto
se ofreció a acompañarla hasta su hotel. Pero ella le pidió que no la dejara sola, que cogiese su
coche y la llevase a donde fuera. A un lugar donde no hubiera nadie que los conociese.
Roberto obedeció y condujo sin rumbo hasta que, finalmente, detuvo el vehículo en las
inmediaciones de Houlgate, en lo alto de una de las colinas. Salieron del coche a respirar aire
fresco y se apoyaron en la carrocería para fumar. A su izquierda brillaba la ciudad encendida. Al
frente, el mar soplaba negro.
No hablaron. Lena jugueteaba con su anillo de compromiso. No entendía cómo podía sentirse
tan perdida, ahora que por fin había conseguido la seguridad tan ansiada desde siempre. Ahora
que por fin estaba a salvo.
Roberto arrojó su cigarro a lo lejos y respiró hondo. Ella se giró, le miró a los ojos y, sin más,
se incrustó contra su cuerpo, largo y delgado, y él la estrechó contra sí y la besó, primero en los
labios y luego el cuello, cada vez más rápido y con más calor.
Fue ella quien abrió la portezuela del coche para esconderse dentro con él. Lo desnudó con
una urgencia dolorosa y se agarró con anhelo a su cintura estrecha, a sus brazos esbeltos y
firmes, a su pelo. Las piernas de Roberto se enredaban con las suyas, pero su rostro quedaba en
sombras y Lena no podía evitar pedirle una y otra vez que le hablara, que pronunciara su nombre
para escuchar su voz. Aun así, por momentos le invadía el miedo y entonces le mordía los
hombros, le besaba con más fuerza y le exigía que la aferrara más fuerte para no perderse para
siempre en la oscuridad.
No se acordó en ningún momento del collar, que debió perderse entre sus ropas arrugadas y
arrojadas al suelo del coche. Olvidado.
Pero nada de eso tiene ahora importancia. Lena cierra los ojos un instante, y cuando vuelve a
abrirlos se asegura de que en su mirada no quede ni rastro de esos recuerdos:
—Sé que la historia de Léon Castel es mentira. Sé que no sacó el cuadro de Italia. —Le mira
fijamente a los ojos—. Y Eliot también lo sabe.
Se queda aguardando la respuesta de Roberto. Espera que al menos no tenga la desfachatez de
negarlo. No está dispuesta a seguir transigiendo. Pero él, al cabo de un momento de reflexión, se
encoge de hombros, sin más.
—Me imaginaba que podía pasar. Castel se podía romper por cualquier costura. Era un riesgo.
Aunque, sinceramente, esperaba que aguantase más tiempo.
Tanto cinismo la exaspera. Silba, entre dientes:
—No deberían dejarle salir nunca de aquí, señor Montenegro. Se merece que le encierren de
por vida, si no es por el collar, quién sabe por cuántas otras cosas.
Se levanta y camina hasta la ventana para no abofetearle. Un gato atigrado la observa con ojos
redondos de incredulidad desde un rincón del patio húmedo. Se gira y respira hondo, intentando
mantener la voz serena mientras le cuenta a Roberto todo lo que les reveló ayer la desdichada
inglesa a ella y Busson. Habla con frases secas. Distantes. Para dominar su enfado y su miedo al
mismo tiempo.
Trata de refugiarse en la lejanía del usted:
—Nunca terminé de fiarme, señor Montenegro. Lo sabe perfectamente. Y le advertí que no
iba a ser su cómplice.
—Elena...
—Basta de confianzas. Usted y yo no somos nada el uno para el otro. Ni siquiera somos
verdaderos socios, o no me hubiera utilizado de esta manera. Lo único que quiero que me diga de
una vez es de dónde ha sacado el lienzo. Si es capaz.
Achica los ojos. La acusación es muy clara. Roberto sabe lo que sospecha desde hace mucho
tiempo.
Apabullado por su agresividad, se pone en pie él también, pero no se acerca a ella. Le muestra
las palmas de las manos, en son de paz:
—Elena, tranquilízate. No es para tanto. Después de todo, Kaplan tiene lo que quería. Un
cuadro legendario del que presumir ante el mundo. Y a él es a quien menos le conviene que
nadie se entere de nada.
Lena sacude la cabeza, incrédula. ¿Cómo puede tomarse a Eliot tan a la ligera? Igual que días
atrás, cuando cenaron juntos en el Normandy y se empeñó en contar todas esas historias de
coleccionistas americanos que compraban piezas de trapero a precios de grandes maestros.
Su imprudencia la abruma.
A no ser que su calma no sea real. No sabe de él lo suficiente para poder juzgar. Conoce
mejor su cuerpo, después de una sola noche sobre la hierba de una colina solitaria, de lo que ha
logrado conocer de quién es y cómo piensa a lo largo de los últimos doce meses. Pero está segura
de que no es ningún necio.
Quizá está intentando tranquilizarla. Nada más. Piensa en la noche de hace un año en que su
padre enfermo la llamó a su habitación. En los ojos de maravilla con los que le entregó una
llavecita oxidada y le pidió que abriera la tapa del viejo arcón que guardaba en el fondo del
armario. En el maravilloso tesoro que conservaba envuelto en paños. En la historia que le contó.
En la farsa de Biarritz. E, inevitablemente, en la facilidad con que se vendió la copia de El Greco
que Montenegro había elaborado discretamente en un puñado de días.
Nadie sospechó nada. Aún hoy cuelga de las paredes de un museo privado de Ginebra.
Aparece en su catálogo y jamás se ha puesto en duda su autenticidad. Pero no son cosas
comparables. Su Greco nunca fue sometido al escrutinio minucioso que ha pasado la Flaminia
Triunfi.
O de eso quiere convencerse.
A pesar de su actitud beligerante, Lena sigue resistiéndose a nombrar en voz alta sus
sospechas. No son verosímiles. No hay absolutamente nada en el Velázquez que pueda incitar a
la duda. Ni un hilo de tela que no proclame a gritos su maravillosa autenticidad. Pero nadie más
que ella tiene siquiera un atisbo de lo que Roberto es capaz de hacer con sus manos, y le cuesta
creer que el ejercicio de prestidigitación que ejecutó con el Greco de su familia fuera algo único.
Que no hubiera hecho nada parecido antes ni lo haya repetido después.
Roberto hace ademán de ir hacia ella, pero Lena se lo impide con un gesto. No está dispuesta
a dejar que ningún sentimiento, ni viejo ni reciente, se imponga a su enfado. Ese hombre no tiene
ningún derecho a jugar con ella ni a poner su porvenir en peligro. Y si lo ha encerrado en un
calabozo ha sido precisamente para que no se escabulla sin contestar a sus preguntas.
Regresa a la mesa y, con un ademán, le pide que vuelva a sentarse frente a ella:
—Dime la verdad, por favor. ¿Qué es lo que ha comprado Kaplan?
—Un Velázquez. —Lena masculla una injuria y hace ademán de levantarse, pero él la detiene
—. Elena, si Kaplan cree que ha comprado un Velázquez, ha comprado un Velázquez. Eso es lo
único que importa.
Lo mira a los ojos. Tienen la misma luz suave y un poco remota que de costumbre, y, aunque
su enojo no se ha debilitado ni un pellizco, siente, al mismo tiempo, un impulso intenso de
protegerle.
Sabe que Roberto no seguiría en Francia si ella no hubiera impedido que escapara ayer por la
tarde. Se lo dijo la otra noche. Tenía planes para marcharse en cuanto tuviera el dinero. Así que
seguramente desaparezca en cuanto se descarte su implicación en el robo. Pronto estarán todos
lejos. Eliot zarpa mañana hacia Nueva York. Ella regresa a París por unos días. Solo para hacer
las maletas, despedirse y poner en orden sus asuntos.
Fantasea un instante con la idea de olvidarse de todo y no tomar el barco a América, y sigue
mirando a Roberto a los ojos. Al fin y al cabo, son esas manos tramposas las que imagina
paseando por su cuerpo por la noche, con los ojos cerrados, cuando es otro hombre el que la
acaricia. Pero sabe que eso es intrascendente. Lleva toda su vida obligada a ser una aventurera.
No confía en nadie más que en ella misma. Y menos que en nadie, en alguien que se reserva para
sí todos sus trucos.
Es hora de despedirse. Se pone en pie y Roberto la imita.
—Tiene suerte, señor Montenegro —susurra—. Lo último que desea Eliot es que la historia
que cuenta esa mujer haga ruido. Y yo tampoco quiero que nadie pueda relacionarme con su
farsa. Por eso no voy a hablar. Porque tengo que protegerme a mí misma y tengo que proteger a
mi padre. Y eso es ahora mismo lo único que le protege a usted.
1928
A Iván Alexandróvich Voloshin lo conoció a principios del verano de 1928, en el Hôtel du Palais
de Biarritz.
Roberto se alojaba en una habitación con vistas al mar y el duque ruso trabajaba de chófer y
aparcacoches. Intimaron una tarde en que el radiador del Isotta en el que Voloshin le conducía a
San Juan de Luz echó a humear y tuvieron que refugiarse a la sombra de una cantina cercana, a
la espera de ayuda.
Iván Voloshin tenía cincuenta y cinco años endurecidos y gastados. Era alto, enjuto y hablaba,
en voz baja y grave, un francés libresco y cultivado. Tenía unos modales comedidos,
extremadamente corteses y, para ser ruso, apenas bebía. En realidad, no parecía muy ruso. La
mayoría de los emigrantes blancos apenas aguardaban a cruzar dos palabras con cualquiera para
proclamar sus títulos y su rango en la corte de los zares, así como el número de condecoraciones
obtenidas en la guerra contra los bolcheviques. Eran criaturas imprevisibles, osos heridos,
susceptibles y orgullosos, que en el momento menos esperado salían de su letargo y con un
rugido violento bramaban a los cuatro vientos su poderío perdido.
La tristeza de Voloshin, en cambio, era callada y serena. Decorosa. Era viudo. Había luchado
en el ejército blanco y había abandonado Rusia tras la derrota, junto a su única hija. Después de
un par de años vagando por los Balcanes, ambos habían recalado en Francia y, durante algunos
años, él y la niña habían podido vivir y mantener las apariencias vendiendo joyas de familia.
Hasta que el dinero se había terminado.
Aquel era el segundo verano que trabajaba como chófer de hotel.
No era el peor de los desempeños. Sabía de viejos compañeros de armas que habían
terminado en las fábricas de Renault y Citroën o en la industria metalúrgica del norte. Quien le
preocupaba era su hija. Tenía dieciocho años, y podía considerarse afortunada porque era esbelta
y hermosa y eso había permitido que Lucien Lelong la contratara como maniquí. Voloshin
conocía a más de una princesa empleada como criada de la burguesía parisina.
A partir de aquella tarde, la relación entre Roberto y su chófer se hizo más desenvuelta. En
varias ocasiones, a lo largo de aquel verano, acabaron bebiendo vodka juntos, de madrugada, en
la taberna que otro viejo oficial del ejército blanco había abierto cerca del mercado. Y una de
esas noches fue cuando Voloshin le habló del dilema que le carcomía el espíritu.
La pobreza no le había desposeído de todo. Conservaba un tesoro en el pisito desvaído,
cercano al parque Monceau de París, que compartía con su hija. Lo había heredado de su madre.
Y esta, a su vez, de su madre y de la madre de su madre. Era una obrita religiosa de El Greco
pintada en Venecia, un óleo de reducidas dimensiones que representaba la coronación de la
Virgen. Aquel trozo de tela, con sus vibrantes azules y amarillos, lo era todo para él. Lo único
que le unía ya a su familia desaparecida, a su pasado y a su vida, engullida por las hordas
rabiosas y desbocadas que le habían arrancado de su patria. Por nada del mundo se habría
deshecho de él. Contemplar el rostro de la Virgen del lienzo era para él contemplar el rostro de
su madre. Prefería morir de miseria.
Pero ¿y su hija? Tenía que pensar en su hija. Con lo que ganaba como maniquí no le bastaría
para mantenerse dignamente si él faltaba un día, y cada invierno se notaba el pecho más débil.
De modo que quería pedirle un favor. Que lo pusiera él a la venta. Era un experto y, como
amigo, sabría tasarlo con más justicia que nadie.
Roberto no prometió nada. Primero tenía que ver el cuadro. Así que, aprovechando que le
reclamaban en París para cerrar un trato, se presentó una mañana en el apartamentito
desangelado de la calle de Crimea, cercano a la iglesia que los emigrados rusos habían adquirido
un par de años atrás para redecorarla al gusto oriental y convertirla en el corazón de su
comunidad malherida.
Le abrió la puerta la hija, Elena, una jovencita rubia con facciones redondas y ojos de hada
silvestre, de esas que les juegan malas pasadas a los viajeros en los bosques solitarios.
Aparentaba menos de los dieciocho años que tenía y, desconfiada y reticente, de pocas palabras,
no le quitó ojo de encima mientras examinaba el cuadro, temerosa en apariencia de que fuera a
huir con él.
El lienzo era pequeño, unos cincuenta por sesenta centímetros, y no se encontraba en el mejor
de los estados. Por mucho cuidado que hubiera puesto Voloshin, la pintura había sufrido con los
desplazamientos. Pertenecía además a una época poco conocida y, en consecuencia, poco
cotizada del maestro cretense, los años de juventud transcurridos entre Venecia y Roma. Una
etapa de transición en la que, tras descubrir a Tintoretto y al gran Tiziano, el artista había
decidido abandonar los panes de oro y las perspectivas arcaizantes de los tradicionales iconos
ortodoxos a los que se había dedicado hasta entonces y cambiar el temple por el óleo, pero en la
que aún no había adquirido el característico estilo de figuras alargadas y melancólicas,
arremolinadas bajo cielos turbulentos, por el que era más conocido.
Era una pequeña joya y los daños de la pintura tenían arreglo. No costaría trabajo devolverle
un aspecto prístino. Pero con las pinturas de Toledo y el Prado en la mente, un lego jamás habría
atribuido aquel cuadro a El Greco, ni a primera ni a segunda vista, y eso lastraba su valor de
mercado. Roberto calculaba que podía venderse por unos diez o doce mil dólares, y así se lo
confirmó una rápida consulta con Van Winjen. Existía, sin embargo, una forma de realzar su
valor.
Había que inventarle una historia.
Lo que necesitaban era transformar aquel trozo de tela manchada de pigmentos de colores en
un verdadero objeto de deseo. Lograr que quienes ambicionaran su posesión estuvieran
dispuestos a pagar mucho más del precio de mercado de una obra similar. Y para eso había que
dotarla de una aureola que la distinguiese de las demás. Convertirla en parte de una fábula.
Le costó convencer a Voloshin. Al principio, el ruso se negó en redondo a tomar parte en
ninguna representación. Pero Roberto persistió. El impagable valor que él le otorgaba a su
herencia familiar por razón de sentimiento no iba a ablandar a ningún tasador. Solo había una
forma de multiplicar su valor de mercado. Tenían que transformar el lienzo, hasta ahora
desconocido, en un objeto preciado para el público.
Si el duque ruso acabó cediendo no fue por codicia sino por orgullo. Por amor a su familia.
Estaba dispuesto a cualquier cosa antes que ver a su hija servir a uno de esos nuevos ricos que no
sabían lo que era tener un sable entre las manos, personajes que ignoraban lo que era enfrentarse
a un ejército de demonios diez veces superior en número, pero se atrevían a tratar con altanería a
quienes habían compartido la comida y el techo de los zares.
Y, sobre todo, porque una noche, por fin, en la intimidad de la taberna del oficial del ejército
ruso, Roberto acabó revelándole la segunda parte de su plan. La que iba a permitirle conservar el
tesoro familiar en su poder aun después de haberlo vendido.
Decidieron fijar la fecha de la comedia para final del verano. Necesitaban tiempo para
prepararla. Lo primero era procurarse varias barajas con los cantos redondeados de un modo
imperceptible a la vista. Arriba a la derecha para las jotas. A la izquierda para el as. El nueve y el
ocho en los ángulos inferiores. Afortunadamente, los dedos de Roberto estaban acostumbrados a
los trabajos de precisión y el resultado fue impecable. Hubo que convenir también una serie de
señas minúsculas, invisibles para los espectadores, con las que quien ostentase la banca indicara
al otro la conveniencia o no de pedir más cartas.
Por fin, a principios de septiembre, Voloshin se presentó en el casino a media tarde, vestido
de frac. Su aparición hizo alzar algunas cejas entre quienes le reconocían, aunque para preparar
el terreno, ya hacía días que le había contado a uno de sus compatriotas, un portero de
restaurante propenso a la charla, una historia inventada: que había decidido vender la última joya
rescatada de Rusia que le quedaba, un anillo de esmeraldas, y jugarse el todo por el todo frente al
tapete verde.
La réplica le correspondía a Roberto. Se mostró impertinente con Voloshin, maleducado
incluso, hasta provocar un desencuentro un tanto encendido y un desafío. Así acabaron
instalados, poco después de caer la noche, en una mesa alquilada al casino. Los curiosos los
ojearon al principio desde la distancia, dudando de si el público era bienvenido, pero ellos no los
desalentaron y poco a poco el disimulo fue disolviéndose y se fue haciendo un pequeño círculo
de curiosos a su alrededor.
Los espectadores no tardaron en darse cuenta de que la suerte estaba sin ambages de parte del
joven retratista español. Voloshin venció alguna mano, pero cada vez que Roberto optaba por
arriesgarse, cerca de los veintiún puntos, las cartas se ponían a su favor.
El ruso no se inmutaba. Pidió que les sirvieran vodka, que se aseguraran de que las copas
permanecían llenas, y siguió jugando, lunático y obcecado, hasta perder el último céntimo.
Roberto le ofreció entonces una forma de continuar la partida. Una oportunidad de reponerse.
Un todo o nada:
—Tengo entendido que aún conserva usted algo de verdadero valor. Un tesoro que vino con
su familia desde San Petersburgo.
La sonrisa de Roberto era provocativa. Cruel. Los curiosos contemplaban al príncipe
desplumado entre murmullos. Voloshin se encendió. Los labios le temblaban.
—El Greco no está en venta.
—Y yo no quiero comprarlo. Solo le hago ver que es su única oportunidad de reponerse. La
única prenda que puede ofrecer si desea seguir tentando a la suerte. Las damas y los caballeros
que nos rodean nos sirven de testigos. En el caso de que prefiera retirarse está en su derecho, por
supuesto. No hay que confundir la valentía con la temeridad —sonreía, conciliador en apariencia,
pero el tono meloso encerraba una burla evidente—. Si me lo permite, me encantaría invitarle a
cenar. Para agradecerle las ganancias.
Quizá dio un paso más de lo debido. Cuando vio el temblor de mandíbula de Voloshin
comprendió que esa cortesía final, con su aroma a chacota, le había herido de verdad, como si la
provocación no estuviera acordada.
El viejo militar acometió el desafío sin pararse en cuentas. Roberto le vigilaba, estupefacto,
mientras se esforzaba por controlar el desarrollo de la partida. El alma esteparia de Voloshin se
había adueñado de su voluntad y embestía con todas sus fuerzas contra el azar. Era todo fuego. A
menudo porfiaba a destiempo, olvidándose de reparar en los gestos ensayados. Parecía luchar su
última batalla contra los enemigos que le habían desposeído de todo, ante las miradas absortas de
los elegantes espectadores que aún conservaban la esperanza de que el desesperado príncipe ruso
lograra derrotar a ese altanero pisaverde que le estaba arrebatando lo único que le quedaba.
Ninguno adivinó que a lo que asistían, entre luces de media tarde y cortinas de damasco, no
era sino a una obra de teatro, un cuadro barroco puesto en pie para proporcionarle fama a un
lienzo que no la tenía.
Tampoco supo ninguno del último acto, celebrado en privado semanas más tarde, cuando
Roberto regresó al apartamento de París a buscar la tela. Ni se enteraron del esmero con el que se
aplicó a reproducirlo con todo el cuidado por el detalle aprendido de Van Winjen. Lo único que
no copió fueron los daños de las zonas roídas por el tiempo para que no le restaran valor al
resultado, y, cuando hubo terminado, cubrió la nueva pintura con un barniz amarillento que
empañara la imagen.
El siguiente paso era ponerla a la venta como si fuera el lienzo original.
La presunta Coronación de El Greco encontró comprador con una rapidez inusitada y a un
precio que, sin la comedia de Biarritz, habría sido impensable, cuarenta mil dólares. No era una
gran fortuna, pero sí suficiente para que la familia dispusiera de una pequeña renta con la que
sobrevivir en el futuro sin tener que aceptar empleos indignos. Voloshin guardó el lienzo original
envuelto en paños en un cajón con doble fondo de su dormitorio y no le contó la verdad a nadie,
ni siquiera a su hija.
El golpe de Biarritz le proporcionó a Roberto una singular reputación. No era aún, ni mucho
menos, el personaje de la prensa popular en el que se convertiría después, pero le dio nombre en
ciertos círculos. Todos quienes contaban en la alta sociedad querían posar para él. Aunque solo
mostraba su talento para el retrato con cuentagotas. Siguiendo los consejos de Van Winjen,
aceptaba pocos encargos, a una tarifa desproporcionada, y siempre como un favor especial. Una
conducta caprichosa que lo hacía aún más solicitado.
Su extraordinaria suerte y su sangre fría durante su partida contra Voloshin le habían
otorgado, además, una fantástica reputación de tahúr. Cuando pisaba un casino se llevaba a
rastras las miradas curiosas de otros jugadores y las ojeadas subrepticias de los detectives del
establecimiento, atentos a descubrir qué trucos escondía bajo la manga. No escondía ninguno,
por supuesto, y perdía y ganaba con la misma regularidad que cualquier otro cliente, pero nadie
parecía fijarse en las noches en que se levantaba de la mesa sin una ficha en las manos. Solo
existían aquellas en las que la ruleta le regalaba una racha de fortuna.
El mundo ya había decidido quién era, o más exactamente, quién quería que fuera, y filtraba a
su complacencia las señales que no correspondían con la imagen que se había formado.
Fue por entonces, a finales de 1929, cuando Van Winjen se retiró del negocio. Había logrado
lo que ambicionaba. Una pequeña fortuna que le permitía imitar al legendario Leo Nardus y
retirarse a vivir como un marajá en algún país del sur del Mediterráneo.
En los últimos tiempos habían firmado brillantes proezas los dos juntos. Estudiadas,
minuciosas, preparadas con el mayor esmero, como el holandés exigía, pero con el toque de
desafío que aportaba Roberto. Nada de obras de etapas oscuras de pintores con producciones
inmensas, sino pequeñas joyas que volvían locos a los coleccionistas. Un Vermeer inacabado de
los últimos años del pintor. Un autorretrato de juventud de Rembrandt. Los dos hijos mayores de
Rubens, atrapados en un delicado momento de intimidad familiar.
Sin su socio, Roberto cambió poco a poco su forma de trabajar. Tenía experiencia, contactos y
había asimilado todos los trucos de meticulosa orfebrería de Van Winjen. Había logrado, incluso,
mejorar sus fórmulas, añadiéndole minúsculas dosis de secativos elaborados con resinas. Pero
era un hombre rico. Ya no necesitaba arriesgarse tratando de colocar obras inéditas en el
mercado. Se había ido labrando una reputación de experto en pintura española cada vez más
sólida. Asesoraba. Restauraba. Y solo si estaba de humor, ocasionalmente, trabajaba por encargo.
Había coleccionistas fanáticos que pretendían obras imposibles, y él se encargaba de
conseguirlas.
Sus clientes favoritos respondían a un tipo muy determinado. Propietarios de grandes fortunas
a los que ni se les pasaba por la mente que pudieran estar sujetos a las mismas restricciones del
común de los mortales. Un tipo de comprador muy poco escrupuloso con las filiaciones y que,
cuando se encaprichaba de algo, solo se interesaba por obtener la pieza, sin importarle de dónde
procedía.
Roberto no tardó en tomarles la medida. Disfrutaba enormemente burlándolos. Había
aprendido a rastrear en los archivos en busca de referencias a antiguas obras de los grandes
maestros cuyo rastro se había perdido con los siglos. Obras de las que se conocía el asunto, el
año de creación e incluso una descripción detallada, pero cuyo paradero se había perdido por
completo. Lo más probable era que la mayoría ya ni siquiera existieran. Hasta que resurgían,
mágicamente, en la intimidad de su estudio.
En cierta ocasión, se atrevió incluso con un apóstol de Ribera robado de un castillo austriaco
hacía apenas quince años y del que desde entonces no se había vuelto a saber. En un alarde de
osadía, Roberto decidió hacerlo resucitar para cumplir con la fantasía de un canadiense
obsesionado con comprar un lienzo del Españoleto para su colección.
Pero era precavido. Se hacía rogar insistentemente antes de aceptar cualquier encargo. Solo
accedía, después de mucho vaivén, si la cosa le resultaba lo bastante sugestiva. Y tardaba meses,
a veces años, en conseguir las piezas que le pedían. Eso si al final lograba dar con ellas. Una tasa
razonable de fracaso era imprescindible para no despertar sospechas.
Su colección personal era exquisita pero reducida. En buena parte eran obras originales, que
convivían en armonía, encantadas de proporcionarles lustre, con un puñado de Montenegros de
reciente factura que se exhibían a su lado sin complejos. Solo si algún visitante insistía mucho,
podía quizá avenirse a considerar la posibilidad de desprenderse de alguno de ellos a cambio de
una de esas ofertas imposibles de rechazar.
Fue un tiempo apacible. Trabajaba solo cuando le apetecía y como le apetecía. Se movía en
círculos discretos, exclusivos, y si su nombre figuraba en la prensa era solo en la lista de los
invitados a una fiesta elegante.
Hasta que estalló el escándalo de la Saskia leyendo de Rembrandt.
En realidad, a quien conoció primero fue a la esposa de sir Edmund, en el hotel Negresco de
Niza, a finales de 1929. La relación fue breve y turbulenta. Sin consecuencias. Ella era una mujer
inteligente y atractiva, pero también celosa, desmedida y dependiente.
Su marido resultó ser todo lo contrario. Un tipo cordial que le estrechó la mano sin segundas
intenciones cuando los presentaron, meses después, en el Turf Club de Piccadilly. El matrimonio
estaba ya roto y las andanzas de su mujer no le preocupaban. A Roberto le resultó simpático de
inmediato, y su mutua afición a las carreras de caballos los hizo buenos amigos en poco tiempo.
El sonado robo —un Reynolds, dos Gainsboroughs y un valioso Rembrandt— tuvo lugar
pocos días después de una de las visitas de Roberto a la casa de campo de sir Edmund, situada
cerca del hipódromo de Epsom. Pero él no supo mucho más que lo que publicaba la prensa hasta
un mes después, cuando el inglés apareció por sorpresa en su casa de París para pedirle consejo.
La historia era breve. El divorcio le estaba costando una fortuna. La familia de su mujer
estaba espléndidamente relacionada y sus abogados eran implacables. Estaba ahogado en deudas
y no quería mutilar su cuadra de carreras, de modo que había pensado poner a la venta alguna de
sus obras de arte. Pero el momento no era boyante. La quiebra bursátil de Wall Street tenía
también en calzones a los inversores europeos, y lo que le ofrecían por los lienzos era menos de
lo que había pagado por ellos. Así que había fingido un robo para cobrar el seguro.
Aún no había visto una libra, por supuesto. La investigación no se había cerrado. Y estaba
aterrado. Convencido de que lo iban a atrapar. Tenía los cuadros escondidos en un hangar de
Liverpool y no dormía pensando en que la policía o los sabuesos de la compañía de seguros los
descubrieran. Pero no tenía corazón para destruirlos.
Roberto le aconsejó que confesara y entonces sir Edmund le confió su verdadera intención.
¿Por qué no le ayudaba a venderlos? El Rembrandt, al menos. Valía mucho dinero. Estaba
seguro de que tenía que haber un mercado para ese tipo de piezas. Y él tenía contactos. Podían
compartir beneficios.
A Roberto no le quedó más remedio que desengañarle. Imposible. Ni el comprador menos
escrupuloso se metería en algo así. Una cosa era adquirir piezas de procedencia oscura y otra
comprar algo tan conocido. El riesgo era enorme, y además era una inversión absurda. Ni
siquiera podía mostrarse en público.
—Me encantaría ayudarte, Edmund, en serio, pero no hay ninguna posibilidad. Y menos con
el Rembrandt, que es el que de verdad vale dinero. Ha salido reproducido en la prensa de medio
mundo. Hasta mi barbero sería capaz de reconocerlo.
Pero el inglés era perseverante. Insistió. Hasta que Roberto acabó proponiéndole una solución,
sin comprometerse demasiado.
Vender el Rembrandt era absolutamente inviable, en eso fue firme, pero a lo mejor se podía
hacer algo con los otros cuadros.
Reynolds y Gainsborough eran artistas extraordinariamente prolíficos. El primero había
llegado a pintar unos ciento cincuenta retratos al año y del segundo había más de mil óleos
catalogados. Las damas dieciochescas y las niñas con perros en brazos de sus obras de
compromiso se confundían fácilmente unas con otras. Si lograban travestir los lienzos antes de
ponerlos a la venta, como en los tiempos de sus restauraciones creativas de la calle Laffitte, era
muy factible que nadie los reconociera.
Hasta ahí llegaba su participación. Se limitaría a retocar los cuadros para disfrazarlos. Era un
reto divertido. Pero no quería implicación ninguna en la compraventa. A lo único que se ofrecía
era a ponerle en contacto con Landi, que quizá les encontrara salida en el mercado americano.
Sir Edmund aceptó, resignado, y a las pocas semanas cruzó el canal con los tres lienzos
escondidos en un yate de recreo. Roberto se puso manos a la obra con los dos Gainsboroughs,
Landi les buscó comprador y, a las pocas semanas, las dos telas viajaron a Boston,
convenientemente disfrazadas, sin ningún incidente.
Envalentonado por el éxito, sir Edmund trató de convencer de nuevo a Roberto para que le
ayudara a vender el Rembrandt y, al recibir una nueva negativa, decidió moverlo por su propia
cuenta a través del corresponsal del marchante de Boston que le había comprado los
Gainsboroughs, un escocés tan poco fiable que, a los pocos días, en la calle Laffitte empezó a
correr el rumor de que había en el mercado un lienzo que se parecía sospechosamente al retrato
de Saskia van Uylenburgh desaparecido meses atrás de una mansión inglesa.
Cuando la policía intervino y se lo llevó detenido, el tipo no tardó ni veinticuatro horas en
decidirse a colaborar. Pero no conocía la identidad del hombre que le había ofrecido el lienzo. Al
parecer, era lo único con lo que sir Edmund había sido precavido. Así que arrojó al azar el
nombre de Landi, con el que había tratado de la venta de los Gainsboroughs, y el de Montenegro,
porque había intuido que algo tenía que ver en la operación. Era un rastro muy tenue, pero acabó
conduciendo a los investigadores a casa de Roberto, que, ajeno a todo, tenía el Reynolds de sir
Edmund amontonado entre los lienzos de su estudio, a la espera de empezar a trabajar con él.
Así fue como lo encontró la policía.
A partir de ese momento, todo escapó a su control. Negó que el Reynolds fuera uno de los
cuadros robados porque fue lo primero que se le ocurrió. Sir Edmund corroboró su versión. Su
mujer intervino desmintiéndolos a ambos. El galerista americano, implicado en el negocio, la
contradijo a su vez. Los peritos no se ponían de acuerdo. Y la prensa se frotaba las manos.
Roberto no perdió la calma. Estaba acusado de comerciar con obras de arte robadas, pero era
imposible que nadie encontrara pruebas de un robo que no había cometido y, aunque los jurados
populares eran imprevisibles, pronto se dio cuenta de que mostrarse ante el público como el
personaje aristocrático, impasible y misterioso en el que los periódicos habían decidido
convertirle jugaba a su favor. Su abogado era optimista. La prensa pronto supo de su amistad con
sir Edmund. De sus visitas a su casa. De su relación con su mujer. Y cuanto más se enredaba el
asunto, más a su favor estaba la opinión popular. En el colmo de la extravagancia, todos los días
llegaban al juzgado docenas de cartas a su nombre, repletas de encendidas declaraciones de
amor.
Después de la absolución intentó no dejarse llevar por la vorágine. La primera vez que abrió
un periódico y vio publicada una de esas rocambolescas historias en las que se le relacionaba con
el robo de una joya o un golpe en un casino, acudió a la redacción del diario a protestar, pero el
periodista se mostró casi ofendido. ¿Cómo podía molestarse? ¡Si su pluma estaba a su servicio!
¿No comprendía que con ese tipo de historias ganaban todos? El periódico y su reputación. Era
una relación de simbiosis perfecta.
Se mostró escéptico. Le daba pudor seguirle el juego a la prensa. Pero no tardó en comprobar
que su nuevo renombre no le perjudicaba. Al contrario. El público le consideraba una especie de
mago con relaciones en los bajos fondos, capaz de desenterrar cualquier tesoro. Como si de
verdad fuera Arsenio Lupin. Y a sus clientes no parecía importarles. Al contrario, presumían de
su amistad, encantados de que el mundo supiera de ella.
Él, por si acaso, mostraba una seriedad extrema en los negocios. No podía permitirse ningún
tropezón y actuaba con más parsimonia que nunca. Había demasiados ojos vigilándole. De ahí
que, por ejemplo, a pesar de recibir las más extraordinarias ofertas, se negara en redondo a
vender las dos joyas que colgaban de las paredes de su casa. Dos monjes de Zurbarán que
dejaban embobados a todos los visitantes con su luminosa nitidez y sus rotundas vestiduras en
mil tonos de blanco.
Tenía que ser prudente. Y en el envés de ambos lienzos, en la esquina inferior derecha, justo
donde se unían la madera vertical y la pieza horizontal del bastidor, donde nadie podía verlo, se
escondía un minúsculo dibujo a tinta negra. El esbozo de un folio en blanco sobre una roca. El
mismo dibujo que se ocultaba en el envés de todos los óleos que Roberto había pintado desde su
primera visita al Prado, hacía ya más de un lustro, a imitación de las firmas invisibles de Diego
Velázquez.
Su pequeño pecado de orgullo.
Verano de 1935
Clara corre y corre hasta que no aguanta más las punzadas en el costado. Corre porque no
quiere que la policía la obligue a contar que ella y Luca tienen la culpa de todo. Que si no se
hubieran empeñado en jugar a los ladrones de guante blanco Roberto estaría vivo.
En realidad, lo que debería hacer es ir a buscar a Luca a su casa y contarle que la policía la
está buscando. Es el único con el que puede hablar. Pero no se atreve. Tiene miedo de que su
amigo no esté igual de triste que ella. Ayer estaba tan enfadado... Prefiere no verle de momento.
Así que cruza el puente para ir a buscar a su estudio al tío Gabriel. A él sí puede contárselo
todo. Él siempre la entiende. Es la persona que más se parece a Roberto. Y el que más le quería.
Seguro que está tan asustado como ella. Clara sabe que ha estado en su casa esta mañana. Le
ha escuchado susurrar en la terraza, junto a sus padres, mientras ella se hacía la dormida. Pero
no se ha atrevido a bajar, no quería que nadie le preguntara nada.
Camina todo lo deprisa que puede pero, por mucho que intente no escuchar, por mucho que
agache la cabeza, cada vez que pasa frente a una terraza o un corrillo de adultos le parece oír el
nombre de Roberto Montenegro. Todo el mundo habla de lo mismo. Incluso cree atisbar a Dora
Vernon, la amiga de su madre, sentada a la mesa de un café con un grupito de mujeres
desconocidas, inclinadas a la vez sobre un mismo diario. Se escabulle a toda prisa para que no
la vean y echa a correr de nuevo.
Clara no ignora qué tipo de cosas cuenta la prensa sobre Roberto porque anoche, en casa del
doctor Vidal, todo el mundo hablaba de lo mismo. Es una historia de cuadros falsos. Dicen que
los pintaba él. Además de ser un ladrón. Pero a ella todos esos adultos le parecen idiotas. Se
comportan como si estuvieran leyendo una novela de intriga por entregas. Y ninguno es capaz
de entender que las aventuras han terminado para siempre porque Roberto ya no está.
Apresura el paso para refugiarse cuanto antes en el estudio de su tío, pero al llegar allí se le
cae el alma al suelo. La baraja está echada. Y el apartamento del piso de arriba tiene cerradas
las contraventanas.
No sabe qué hacer. Está a punto de sentarse en la acera y echarse a llorar. No quiere estar
sola. Pero tampoco quiere volver a casa. Echa a andar, sin rumbo, y entonces, apenas gira la
esquina, se encuentra cara a cara con Luca.
No se lo esperaba. Y menos tan lejos de su casa, pero recuerda que la sastrería de su padre
está a pocos pasos de allí y él sigue castigado. Le hacen ir a ayudar un rato todos los días.
Seguro que viene de llevar algún encargo.
Su amigo la mira como si fuera un fantasma y se queda paralizado.
Ella también se queda inmóvil. No sabe qué decir ni qué hacer. No se han visto desde ayer
por la tarde. Cuando pasó lo que pasó. Pero eso ahora no tiene ninguna importancia.
De pronto nota que se le infla el pecho con una pena inmensa. Luca sigue sin decir nada. Y
Clara se da cuenta de que ni siquiera parece triste. Así que ella tenía razón en no querer ir a
verle.
Está a punto de darse la vuelta, sin más, pero lo que sea que le infla el pecho se le ha subido
a la garganta y, de pronto, se echa a llorar.
Corre a abrazar a su amigo, olvidada de todo. Pero Luca da un paso atrás.
Clara se queda desarbolada. No entiende nada y no puede contener el sofoco. ¿Qué le pasa a
Luca? ¿Por qué se comporta así? Nunca ha sido rencoroso. Es cariñoso y bueno. Por eso es su
amigo.
Entonces se fija.
Luca está muy blanco. Muy serio.
—Ya no podemos ser amigos, Clara. Nunca más.
—¿Qué dices? Claro que somos amigos. Ya ni me acuerdo de nada de ayer. De verdad. Te he
perdonado. Y estoy muy triste...
—No es eso. No es por lo de ayer. —Luca la mira por primera vez a los ojos y entonces Clara
se da cuenta de que está todavía más asustado que ella—. No podemos ser amigos porque he
hecho algo muy malo. Algo tan malo, tan malo que tengo miedo de ir al infierno para siempre.
Dos días antes
Lunes

—Tenemos que devolverlo, Luca.


—No. Todavía no.
—Tenemos que devolverlo.
Clara sisea con rabia y se baja del caballito de un salto. Luca desciende a su vez, tomándose
su tiempo. Para hacerla esperar, seguro. El muy imbécil está consiguiendo que se arrepienta de
haber pedido a sus padres que lo dejaran venir con ellos a las atracciones de feria que todos los
años, durante la Semana Grande, instalan cerca de la desembocadura del río. Casetas de tiro,
loterías, un tiovivo y una pequeña noria.
Luca sigue castigado. No le dejan ir a la playa ni salir a jugar. Por eso, cuando su madre ha
sugerido que bajaran al paseo marítimo a dar una vuelta en familia, Clara ha preguntado si
podían pasar a buscarlo. Seguro que si ella lo pedía le dejaban salir un ratito. Su padre ha
protestado. Está harto de tener que cargar con el niño del sastre a todas partes. Eso ha dicho. Pero
su madre le ha mirado muy seria y él ha cedido. A Clara le parece que está arrepentido de
haberse enfadado tanto con todos a mediodía.
Menos mal. Porque ella tenía que hablar con Luca sí o sí. Han organizado un lío muchísimo
más gordo de lo que habían pensado. Y tienen que devolver el collar inmediatamente.
Se lo ha dicho a Luca muy claro, hace un rato, mientras subían y bajaban en los caballitos del
tiovivo, aprovechando el estruendo de la música:
—Tienes que ir tú a por él, Luca. A mí no me dejan ir sola a Deauville.
—Yo tampoco puedo. Estoy castigado.
—Sí, pero a veces tu padre te manda a hacer recados. Si te envía al Royal o al Normandy
puedes acercarte al escondrijo en un pispás.
Sus padres caminan del brazo, parándose de vez en cuando a saludar a los conocidos. Clara y
Luca mastican sendas manzanas de caramelo y aprovechan cualquier momento para quedarse
atrás y seguir discutiendo en voz baja.
—Es que no sé cómo quieres hacer para devolverlo. A ver, ¿a quién se lo contamos?
Clara abre la boca para replicar, pero no se le ocurre nada. No lo ha pensado. Porque la
estrategia original consistía en aguardar a que se descubriese el robo y todo el mundo se
preguntase quién podía ser el ladrón y entonces, por sorpresa, entregarle el collar a Roberto.
Siempre habían dado por sentado que él sabría qué hacer.
Pero ahora el plan se ha torcido. Del todo.
Ni hablar de confesarle la verdad a sus padres. Ni a la policía, eso por descontado. La única
idea que se le ocurre a Clara es decir que se lo han encontrado tirado en cualquier sitio. Pero para
eso tendrían que ir primero a rescatarlo de las ruinas del Victoria Lodge.
—Yo no sé por qué te preocupas tanto, de verdad —insiste Luca—. ¿No dice todo el mundo
que Roberto Montenegro es como Arsenio Lupin? ¿Y no se escapa Arsenio Lupin de la cárcel,
como si nada, todas las veces que le pillan? Pues que se escape él también si es capaz.
Habla con tal retintín que a Clara le dan ganas de hacer que se trague de un solo golpe la
manzana de caramelo:
—Eres un crío que no dice más que bobadas. Esto no es una novela. Es la realidad. A ti lo que
te pasa es que te quieres parecer a él y no puedes. Ojalá te atragantes de la envidia.
Y, sin más, le deja plantado y se marcha con sus padres, que acaban de encontrarse con el
doctor Vidal y su mujer.
Menudo bobo. Ahora sí que lo tiene claro. Ni en sueños piensa contarle lo que sucedió ayer en
el hipódromo. Ni palabra del gran secreto que tiene guardado en su habitación. Y mira que tenía
ganas.
Después de la victoria de Juan Sin Miedo, cuando los dos hombres mal vestidos se acercaron
a Roberto, a Clara ni se le ocurrió pensar que pudieran ser policías. Solo ha sumado dos y dos
esta mañana, durante el desayuno, cuando su madre le ha contado lo que decían los periódicos.
Aun así, lo importante es que ha cumplido con lo que le pidió Roberto. Nadie ha visto lo que
le entregó, delante de las narices de los dos agentes, justo antes de que se lo llevaran. Ni siquiera
ella se atrevió a mirar qué era lo que había dentro de las hojas del programa de carreras hasta que
no regresó a casa y se encerró en su habitación. Y cuando por fin lo hizo se quedó de piedra. Era
un pasaporte. Pero un pasaporte muy peculiar. Aunque la fotografía que aparecía dentro era la de
Roberto, no era español, sino italiano. Y el nombre del titular no era el de su amigo, sino el de un
tal Carlo Pellegrino, con residencia en Verona.
Un pasaporte falso...
El corazón le trepidaba. No había duda. Roberto se lo había entregado para que la policía no
lo descubriera. La había convertido en su cómplice.
Así que lo escondió dentro de uno de sus libros de Arsenio Lupin, dispuesta a guardarlo el
tiempo que hiciera falta. Le pareció el sitio más seguro. Donde menos posibilidades había de que
nadie mirara.
Le da muchísima rabia no poder compartir el secreto con Luca. Un secreto sobre el que no
puede hablar con él es menos secreto. Pero no hay otra opción. Tal y como se está comportando,
no se fía. Le mira de reojo.
Ahí sigue, con cara de malhumor, dándole lametones a la manzana. Ella saluda al doctor
Vidal, que se asombra, como casi todos los adultos, de lo que ha crecido en los últimos tiempos.
La llama «mujercita». Y les pregunta a sus padres por qué no la llevan con ellos mañana por la
noche. Celebra una cena en su casa.
Ellos le dan las gracias pero no quieren que moleste si le entra el sueño. Y a Clara le da igual
ir o no ir a esa cena de adultos. Lo que le preocupa de verdad es lo insoportable que está Luca.
Alguien la agarra del codo. Es él, con cara de pena:
—Anda, perdona. Ven conmigo. —Clara resopla, pero acepta acompañarle hasta un banco
cercano. Parece arrepentido—. Esperamos un día más, ¿vale? Y si Montenegro no ha salido de la
cárcel mañana a estas horas, buscamos la forma de devolverlo.
—Vale. Un día. Pero solo un día. Por un día más no creo que importe. Y si sigue detenido,
confesamos.
Luca asiente con fuerza. Lo que ella diga. De verdad. Pero no quiere que estén enfadados.
Además, tiene una cosa superinteresante que contarle:
—¿A qué no sabes a dónde me ha mandado mi padre esta mañana? A llevarle una chaqueta a
Kaplan. ¡Al gánster, ni más ni menos! ¿Y sabes quién estaba también en su habitación? No te lo
vas a creer. Casi me da un ataque al corazón al verla. La mujer a la que le robamos el collar.
—¿En serio? —exclama Clara, impresionada—. Qué miedo, yo me habría puesto
nerviosísima. Pero es normal que la mujer estuviera allí. Es su prometida. Lo pone en el
periódico. ¿Y sabes qué pone también? Algo rarísimo. Pone que el collar lo han robado de la caja
fuerte del hotel... Y eso no puede ser, porque lo robamos nosotros en el hipódromo.
Luca sacude las piernas:
—¿Eso pone? ¿Seguro? Pues es todo muy raro. Ojalá me hubiera enterado mejor de lo que
decían el gánster y su novia, pero hablaban entre ellos en inglés. Estaban como enfadados y les
escuché mencionar a Montenegro. Eso lo pillé. Y algo creo que dijeron también de la policía.
Estoy casi seguro. Pero a lo mejor lo entendí mal.
—Pues ahí sí que hay un misterio de verdad. ¿Por qué crees que estarán mintiendo los
periodistas? ¿Les habrá pedido la policía que no digan la verdad para ver si engañan al ladrón?
Su amigo se muerde los labios, caviloso:
—¿Sabes? Yo creo que esa mujer y Roberto tienen algún secreto. Si no, ¿por qué le dio la
bolsita con el collar tan a escondidas el otro día, justo cuando el americano no estaba? Pues para
que nadie los viese. Yo creo que no es la policía la que miente. Son ellos los que le están
mintiendo a la policía.
Clara sonríe. Es una idea un poco disparatada, pero le gusta ese juego de detectives:
—Es verdad que es raro. No sé. ¿A lo mejor es que Roberto se lo había robado de verdad de
la caja fuerte pero luego se arrepintió y se lo devolvió? Yo creo que deberíamos investigar.
Está tan concentrada con sus cavilaciones que se ha despistado y un mechoncito de pelo se le
ha quedado pegado a la manzana de caramelo. Se dispone a desprenderlo cuando se da cuenta de
que tiene la mano izquierda debajo de la de Luca. No se había fijado y no sabe cómo ha ocurrido,
pero no parece casual porque los dedos de su amigo están un poco cerrados, como si quisieran
sujetar los suyos.
Se pone roja como un tomate y no sabe si levantarse del banco de un tirón o quedarse quieta y
hacer como si no se hubiera dado cuenta de nada.
—Oye, Clara.
Luca habla muy bajito, con los ojos clavados en los zapatos.
—¿Qué?
—Toma.
Su amigo mete una mano en un bolsillo y extrae una pulsera de cuentecitas azules y verdes
muy bonita.
—¿Y esto?
—La he robado. Para ti. Es un regalo.
Clara no sabe qué decir. ¿Será verdad que la ha robado? ¿Como si fuera Roberto? ¿Cuándo lo
habrá hecho? Le da las gracias, un poco aturdida, y se la coloca en la muñeca. No sabe muy bien
qué contestar. Ella le ha hecho regalos a Luca muchas veces. Pero este parece distinto y no sabe
muy bien por qué. Busca algo que decir para cambiar de tema:
—Oye, ¿y el gánster? ¿Hablaste con él? ¿Cómo es? ¿Se parece a los de las películas?
Luca levanta la vista y tarda un instante en contestar:
—No sé. Estaba muy serio. Yo creo que peligroso es, eso seguro. Y menudos golpes habrá
dado para ser tan rico. ¿No dice tu tío que el cuadro que le ha comprado a Montenegro es el más
caro del mundo? Tiene que ser supermillonario, seguro. ¡Te puedes creer que me dio cincuenta
francos de propina! —Luca habla y habla, cada vez más entusiasmado. Clara solo espera que
ahora no le dé por decir que quiere ser gánster también. Juguetea con las cuentas de la pulsera y
escucha, paciente—. ¿Sabes lo que me gustaría saber más que nada? Si tiene una banda a sus
órdenes. Y si ha matado a mucha gente... Si tiene metralleta y esas cosas. ¿Tú qué crees?
Félix Oriot camina arriba y abajo y a cada poco se detiene para mirar por encima del hombro del
linotipista. El tipo ni se inmuta, como si estuviera acostumbrado a tener una mosca cojonera
acechando en derredor todos los días mientras teclea y compone los textos que hay que enviar a
imprenta.
Disimuladamente, Félix le lanza una ojeada rápida para espiar su reacción. Es algo que todo
periodista sabe. No existe intelectual más leído que un linotipista curtido. Su reacción suele ser el
primer aviso de que una noticia va a causar sensación. Y él está convencido de que lo que tiene
entre manos es una bomba.
Por eso no quiso publicar nada ayer. Había que guardar la calma. Verificar cuanto se pudiera
verificar. Y pensarse muy mucho cómo enfocar la información. De su pluma dependía que la
historia se leyera como un capítulo más de un folletín popular o como un verdadero escándalo.
A él, desde luego, le conviene el escándalo. Pero quiere causar sensación y ser riguroso al
mismo tiempo.
Puñetero Gabriel. Anoche, a medida que le escuchaba, le iban entrando ganas, primero, de
matarle, por ser un ruin y un sinvergüenza que había planeado callárselo todo; y luego, a medida
que el muy cabrón seguía hablando y hablando, lo que le iba apeteciendo era darle un beso de
tornillo y llevarle en brazos al altar. Qué carajo. Se lo perdonaba todo. Incluso la llamada
inoportuna de esa mañana exigiéndole que parara máquinas.
Félix no tiene tiempo de atender a arrepentimientos tardíos. Se ha pasado sentado a la mesa
desde antes del amanecer. Él no tiene ni idea de pintura, así que no sabía qué era verosímil y qué
no en toda aquella historia, pero si lo que le había contado Gabriel era cierto, existía una forma
de comprobarlo.
El problema era que para eso debía localizar algún otro cuadro de los que Roberto había
vendido a lo largo de su vida. El Van Dyck de Marchal no servía. Por lo que le había contado
Gabriel, la prueba que buscaba solo podía hallarse en las telas que su amiguito había pintado
después de su primer viaje a Madrid.
Se deja caer en una silla, agotado de dar paseos alrededor de la máquina.
La solución más rápida había sido recurrir a Busson. Su colega había escrito decenas de
páginas sobre Montenegro, por fuerza tenía que conocer a alguno de sus clientes. Además, le
debía una.
El redactor de Le Petit Parisien no se hizo de rogar demasiado aunque, para tener tantas ganas
de devolverle el favor como decía, se puso bastante pesado tratando de averiguar para qué
necesitaba la información. Félix lo notó un tanto a la defensiva, como si pensara que todo lo que
tenía que ver con Roberto Montenegro era su patio particular.
Pero él no iba a darle ni de broma la más remota pista de lo que buscaba. Lo despachó
contándole que seguía escarbando en su relación con Elena Volóshina y quería saber si habían
hecho negocios juntos en el pasado, y a Busson debió parecerle que aquel callejón sin salida no
tenía ningún interés porque accedió a ayudarle de inmediato. Aunque, por lo visto, el asunto no
era tan fácil. La mayoría de los compradores eran millonarios extranjeros, americanos sobre
todo. Difíciles de localizar y más aún de convencer para que colaboraran. Y los europeos estaban
obsesionados con la discreción. Su mejor baza eran dos o tres coleccionistas franceses con los
que quizá pudiera intentarlo.
Félix anotó concienzudamente los tres nombres, pero solo pudo contactar con uno de ellos, y
eso después de incontables llamadas. Un anciano inversor franco-belga que le había comprado a
Montenegro un retrato de los dos hijos mayores de Rubens cinco años atrás por una auténtica
fortuna.
Ahora quedaba lo más difícil. Insinuarle que su obra maestra podía ser falsa, convencerle de
que había una forma de cerciorarse, y persuadirle de que quien hablaba con él no era ni un
bromista ni un chiflado. Para ello, no le quedó más remedio que recurrir, a la desesperada, a la
mitad de la agenda de contactos que había ido elaborando a lo largo de años de concienzudo
trabajo en Deauville. Proporcionó al coleccionista una docena de nombres que podían atestiguar
su impecable profesionalidad. Incluidos los de varios miembros del Cuerpo de Policía. Estos
fueron, probablemente, los que le determinaron, pero aun así hubo de escuchar, con callada
docilidad, las admoniciones de un abogado de voz nasal, que le amenazó con las más terribles
consecuencias si el lienzo sufría algún daño en el proceso de desmontaje.
Todo para que, después de horas de sudores, el mamarracho concluyera respondiendo que le
daría una contestación en el curso de las próximas semanas.
¡Semanas! Félix no podía esperar semanas. Estaba evaluando seriamente la posibilidad de
desahogarse pegándole unos cuantos cabezazos a la pared cuando sonó el teléfono. Era la hija del
viejo inversor belga. Había estado hablando con el abogado y con el conservador de la colección
de su padre, y había encargado personalmente que verificasen sus sospechas. Esperaba que, al
menos así, cesase su acoso hacia ellos y hacia sus amigos. Le volvería a llamar en cuanto supiera
algo.
Félix se sentó a redactar de inmediato. En su vida había visto avanzar tan deprisa las agujas de
un reloj. En dos ocasiones no pudo resistirse y llamó a casa del coleccionista. Ni siquiera le
atendieron. A las seis de la tarde se subía por las paredes. A las siete se había comido todas las
uñas de las dos manos. A las ocho, por fin, sonó el teléfono.
La voz de la mujer sonaba hueca. Estupefacta:
—Tal y como usted sospechaba, señor Oriot. En la esquina inferior derecha.
¡Sí! Félix quería ponerse a bailar de la alegría. Pero no tenía tiempo. Iba contra reloj para
terminar la pieza y llevarla a talleres.
—¿Qué tirada ha encargado, señor Oriot? ¿La misma de siempre?
Félix se endereza en la silla. El linotipista le mira de reojo sin dejar de teclear.
—El doble.
El linotipista sacude la cabeza, sin interrumpir su labor:
—Pues se va a quedar corto.
Félix siente que el rostro se le ensancha en una irreprimible sonrisa. Si se ha quedado corto,
ya lo enmendará. Con lo que sabe sobre Roberto Montenegro y su pasado, tiene material de
sobra para tener al público enganchado durante todo lo que queda de Semana Grande, de mes y
de año.
1934
Nevaba con fuerza cuando Roberto descendió del coche frente a la Opera House de Broadway
para asistir al cóctel de Navidad que ofrecían los patronos del teatro. Había llegado a la ciudad
hacía dos semanas, después de hacerse de rogar durante más de un mes por los hijos de un
financiero de origen cubano que querían tasar la colección de pintura española heredada de su
padre. Tres hermanos que desconfiaban tanto los unos de los otros que solo se habían puesto de
acuerdo cuando uno de ellos había propuesto a un especialista europeo.
Durante la cena conversó de asuntos frívolos, escuchó a unos y a otros presumir de sus
colecciones de arte, aplaudió el brindis de La traviata que interpretaron Beniamino Gigli y Toti
dal Monte, y, pasada la medianoche, acabó aceptando la invitación de un grupo de aficionados a
las carreras de caballos para continuar la fiesta en el Club 21, su sitio habitual de reunión.
Se encontraba en la puerta del teatro, aguardando al chófer, cuando se fijó en el cartel que
anunciaba la función del día siguiente, una representación de El pájaro de fuego de Stravinski.
Lo que le había llamado la atención era la ilustración. Él no entendía nada de danza y ni se había
fijado en los nombres de los bailarines. Por eso tardó en darse cuenta y, cuando por fin lo vio,
tuvo que leerlo varias veces para reconocerlo.
Era el nombre de Anna. Estaba escrito en grandes letras rojas, en cabeza del reparto.
Se olvidó de la nieve, del portero que le cubría con un paraguas servicial y del conductor que
aguardaba en su coche. Se olvidó del frío. Y se dio cuenta de que sonreía como un bobo.
Se informó, el Club 21 estaba a apenas media hora a pie. Así que, a pesar de la insistencia de
sus acompañantes, que no comprendían su extravagancia, decidió acercarse caminando. Quería
estar solo. No tenía claro qué sentía. No era sorpresa. Ni melancolía. Ni siquiera añoranza. Era
una serenidad inusitada.
De pronto se sentía protegido, arropado por la noche helada y el silencio blanco de la nieve.
No había vuelto a saber de Anna en todos aquellos años. Nunca respondió a la carta que le
había enviado desde Madrid. Quizá ni siquiera la recibiera. Roberto no tenía manera de saberlo.
O quizá sí. Habría podido indagar, rastrear entre los viejos vecinos y conocidos de Anna, en el
entorno de la burguesía de la banca y las finanzas de París. Sin duda habría dado con alguien que
tuviera una pista que le ayudase a encontrarla. Pero no lo había hecho. Aquella carta había sido
una especie de botella lanzada al mar. Si tenía que encontrar su destino, lo encontraría. Igual que
lo había hecho la nota de agradecimiento de la pensión de Deauville tantos años antes.
Y, al final, había ocurrido. Había tenido que esperar ocho años, pero allí estaba la respuesta a
su misiva, en forma de pájaro fantástico que cubría con sus alas protectoras a dos enamorados en
la fachada de un edificio de Nueva York.
No le resultó difícil, gracias a sus contactos, conseguir una entrada para la noche siguiente. Lo
que fue algo más costoso fue encontrar un emplazamiento a su gusto. Le ofrecían una y otra vez
invitaciones de palco, con el consiguiente peaje en forma de compañía, charla y ceremonia social
que no estaba dispuesto a afrontar. Quería estar solo. Tuvo que pedir varios favores, pero al final
logró que le cedieran una butaca en segunda fila, entre dos vecinos completamente desconocidos.
Llegó temprano al teatro, con tiempo de escuchar afinar a la orquesta. Desde la primera vez
que había pisado un teatro, en La Haya, hacía millones de años, le parecía que no existía sonido
más cargado de anticipación y promesas en el universo. El la prolongado del oboe que anunciaba
el sonido discordante de vientos y cuerdas le ponía los vellos de punta. Y no quería perdérselo.
Necesitaba prepararse antes de ver a Anna. Estaba nervioso y tenía miedo de no reconocerla. De
que no le pareciera la misma. De que estar cerca de ella no le reconfortara de la misma manera
que en el pasado.
Miedos absurdos. En cuanto la vio cruzar el escenario, en un vuelo centelleante, supo que era
ella. Al instante.
Vestía con una gasa entretejida de plumas rojas y sus ojos, agrandados por el maquillaje
teatral, estaban llenos de luz. Era una presencia arrolladora, viva y genuina, y al mismo tiempo
inaprensible. Mucho más poderosa que la amigable avecilla de color rosa que revoloteaba a
través del escaparate de una tienda de porcelanas hacía tanto tiempo.
Se había convertido en un ave bizarra e imperiosa. Pero era ella. Su esencia libre y volátil
seguía intacta, y a Roberto aquello le aligeró el corazón. Además, era tan evidente que era feliz...
Cuando al final de la función se acercó al proscenio a agradecer al público su ovación, su sonrisa
resplandeciente y su aleteo festivo desprendían una dicha inigualable.
Lo que no sabía era qué hacer ahora. ¿Debía ir a buscarla a su camerino? No lo tenía claro.
Recordaba la sinceridad con la que lo había abandonado todo para ir tras ella años atrás. La
claridad con la que había distinguido entonces lo que quería hacer y la seguridad con la que
había decidido. Ahora, a pesar de su entusiasmo, lo cierto era que sus sentimientos no tenían la
misma espontaneidad ni la misma fuerza.
Finalmente, decidió abandonar el teatro sin hacerle saber de su presencia y, al día siguiente,
desde el hotel, le envió un ramo de flores con una nota. Aunque cuando ella la leyera, él ya
estaría lejos. Su barco zarpaba esa misma tarde de vuelta a Europa. Pero Anna sabría que no la
había olvidado. Que deseaba volver a saber de ella. Más que un saludo, su mensaje era un hasta
luego. Un hasta un próximo encuentro.
Solo le quedaba una visita pendiente antes de dirigirse al muelle para embarcar: la residencia
de Jules Bache, el inversor que había adquirido años atrás aquel supuesto autorretrato de
Velázquez que los expertos habían tardado tanto en atribuir al maestro español porque estaba tan
sucio que su pincelada resultaba irreconocible. El mismo que el avispado Duveen, el galerista
que acogiera a Roberto durante su estancia en Londres, había restaurado y vuelto a oscurecer
para darle una imagen de falsa solera castellana antes de venderlo.
Roberto quería echarle un último vistazo antes de partir y su propietario, que estaba ausente,
había dado orden de que lo recibieran.
Lo que le llevaba de vuelta frente a aquella pintura no era su calidad técnica, inapreciable bajo
la restauración tan burda que había sufrido a manos del cínico marchante británico, sino la
posibilidad de que fuera, realmente, un autorretrato del pintor. No era una teoría descabellada. La
mirada de ese desconocido era la de un hombre orgulloso, inteligente, seguro de su valía, pero al
mismo tiempo lleno de reserva. Una lástima que el granuja de Duveen hubiera metido mano de
manera tan evidente con esos acabados densos, esos blancos amarillentos y ese fondo plano que
apagaban irremisiblemente las pinceladas de Velázquez.
Se quedó un buen rato contemplando a aquel caballero de hacía tres siglos. Más de una vez, a
lo largo de los últimos años, había tenido la tentación de pintar su propio hidalgo de jubón negro,
golilla blanca y bigotes altivos, y colgarlo en la pared de su salón a la espera de que picase
cualquier inocente.
Pero no lo había hecho.
Ante todo, por prudencia. Desde que el juicio por el robo en casa de sir Edmund le había
convertido en un hombre célebre, actuaba cada vez con más circunspección. Y con Velázquez
había que ir con un tiento especial. Su producción era muy breve y un nuevo lienzo suyo
planteaba muchas más preguntas que en el caso de, por ejemplo, Rembrandt, de quien había más
de dos mil obras catalogadas.
Pensaba en todo aquello en el ático de aquella fastuosa residencia de la Quinta Avenida con
vistas a Central Park, a solas frente a la mirada sagaz de ese hombre de negro. Se alegraba de
haber perdido la soberbia de los veinte años. Esa que le había llevado a consumar imitaciones de
medio pelo, como el Van Dyck de París. Pero también se preguntaba si no habría perdido algo
más por el camino.
Era una cuestión a la que no paraba de dar vueltas desde la noche anterior, a la salida del
teatro.
Llevaba una vida suntuosa, magnífica. Una vida que ni siquiera sabía que fuera posible
cuando era un niño. Y, sin embargo, no estaba seguro de que nada, en su día a día, pudiera
competir con la fuerza de la certeza con la que, de adolescente, había sabido que estaba
enamorado de Anna y tenía que ir a buscarla. Pensaba en lo simple que era todo entonces.
Incluso en la época en la que se dedicaba a falsificar tablas del quattrocento junto a Landi y
Bamberg en la calle Laffitte.
Y, de pronto, frente a la mirada indagadora de aquel hombre de hacía trescientos años, supo,
sin lugar a dudas, que no quería seguir.
Estaba aburrido, cansado de engañar a galeristas y millonarios llenos de aires de suficiencia, y
no se había dado cuenta hasta ese momento.
Retornó a Europa con la idea rondándole ya en la cabeza, aunque aún sin forma definida. Fue
a los pocos días, una madrugada de enero, en el corazón del bosque de Saint-Cloud, con las
manos paralizadas del frío y el pelo moteado de hielo, envuelto en la nube de vapor que
desprendía el cuerpo ardiente del caballo que montaba tras el galope, cuando lo vio claro. Todo
lo que sentía en ese momento era real. El dolor ardiente en los dedos, la escarcha en los
pulmones, el sudor blanco que empapaba el pelo del animal, las voces burdas de los jinetes que
bromeaban ateridos de frío a su alrededor. Todo era tangible, concreto, perceptible por los
sentidos. Al contrario que su vida, diluida entre sombras, desvanecida y oculta tras su talento con
el pincel y sus mascaradas.
Aquella mañana, regresó a casa empapado y tiritando de frío, pero entusiasmado.
Desde su vuelta de Nueva York, no había dejado de pensar en el presunto autorretrato de
Velázquez de Jules Bache. En la inexplicable mezcla de franqueza y secreto que envolvía al
maestro sevillano. En sus lienzos sin nombre, sin firma, sin fecha ni orden de registro en archivo
alguno.
Su método de trabajo era pura claridad. No ocultaba nada al espectador. Todo estaba a la
vista. Su técnica era transparente. Solo había que acercarse y mirar. Las pinceladas de sus obras
de madurez eran tan escasas que casi podían contarse. Pero eso no bastaba para comprender
cómo lograba pintar como pintaba. Cómo había sabido que un único punto de luz plateada
bastaría para dar inteligencia a una mirada, dos sucintos trazos oscuros dibujarían un bigote, un
borrón azul o gris lograría transmitir la transparencia de la gasa o la morbidez del terciopelo.
Todo en él era leve, fugitivo.
Como su personalidad. Apenas se conocían cuatro detalles sucintos de su biografía. El
aprendizaje en Sevilla, el matrimonio con la hija de su maestro, su talante flemático, los viajes a
Roma, la ambición nobiliaria, la amistad de Felipe IV, tan visible en el aprecio creciente con el
que le retrataba a medida que pasaban los años. Nada más. La vida y el alma de aquel hombre
prodigioso permanecían escondidas para siempre en el silencio oscuro del solemne secreto
castellano y los sombríos alcázares consumidos por las llamas.
La idea era arriesgada. Casi una locura. Un alarde de virtuosismo insensato. Pero no quería
escabullirse por una puerta trasera. Antes de que se cerrara el telón pensaba ofrecer un último
espectáculo. Una gran reverencia burlona. Y el corazón le latía más rápido de lo que lo había
hecho en años.
Nunca había necesitado otra señal antes de dar un salto al vacío.
La historia que se estaba fraguando en su cabeza era soberbia. Luminosa. El segundo viaje de
Velázquez a Roma. El retrato perdido de una pintora desconocida. El nombre de la mujer amada.
El rostro secreto de la Venus.
Preparó el soporte con más minuciosidad de lo que lo había hecho en su vida.
Al principio se hizo con un bodegón español del Siglo de Oro que tenía las medidas exactas
que buscaba para no tener que recortar el lino. Retiró la pintura con un cuidado extremo, pero la
imprimación de almagra subyacente, propia del Barroco sevillano, no era la que utilizaba
Velázquez en la época de su segundo viaje a Italia. El tafetán no tenía la calidad habitual de sus
lienzos, más finos y con una urdimbre más densa. Además, era muy poco frecuente que el
maestro sevillano reutilizara telas.
Finalmente, decidió buscar una artesana, que trabajara con telares antiguos y encargarle la
elaboración de un tafetán de lino con las características requeridas. Ya se encargaría él de
envejecerlo de modo que no despertase sospechas. Su escrupulosidad llegó a tal punto que para
elaborar el albayalde buscó plomo de la época, extrayéndolo de las pesas de un reloj del siglo
XVII comprado en un anticuario. Y reunió poco a poco, con paciencia y con la mayor
escrupulosidad, los pigmentos habituales en la paleta velazqueña, del bermellón de mercurio al
amarillo de plomo, la laca roja, la azurita o el negro de humo, todos de la mejor calidad.
Empezó a pintar a mediados de febrero y, durante semanas, no asomó la cabeza fuera del
estudio. Tuvo que practicar largas horas hasta lograr reproducir la pincelada acuosa y fluida del
maestro sevillano, que en la época de su segundo viaje a Italia utilizaba capas tan delgadas de
pintura que resultaban casi transparentes, como una neblina a través de la cual se vislumbraba la
trama del lienzo. Su mano se deslizaba sobre la tela sin una mínima duda, con una elegante
sprezzatura y una certeza mágica, y para que el resultado fuera creíble, Roberto debía imitarla
con la misma seguridad, el mismo descuido magistral, sin rastro de esfuerzo ni rigidez.
Trabajó con un perfeccionismo incansable hasta lograr imitar el brillo de madreperla de los
blancos, los colores diluidos y diáfanos, las pinceladas evanescentes, casi a punto de desaparecer.
Hasta conseguir una pintura tan impalpable como una respiración.
Y, esta vez, decidió no incluir pentimenti, como hacía en otras ocasiones, siguiendo el viejo
consejo de Van Winjen. En la época de su segunda estancia en Roma, la maestría de Velázquez
era tan avasalladora que su técnica de pintura alla prima, sin bocetos previos, se había
convertido en algo increíblemente libre que ni siquiera necesitaba esconder sus rectificaciones a
los ojos del espectador. Todas las pinceladas se mostraban a la vista con la misma naturalidad,
sin ocultar nada de su proceso.
Se aseguró también de que su protagonista estuviera a la altura. Flaminia Triunfi debía
mostrar esa dignidad incomparable que compartían los modelos de Velázquez sin perder su
individualidad. Su inteligencia tenía que brillar a través de la mirada, sin trucos superficiales, y
su autenticidad debía estar fuera de toda duda. Su rostro debía desprender la misma energía
serena, la misma seguridad desafiante que el rostro del hombre de negro que había visitado en
Nueva York.
La primera persona que vio el lienzo terminado fue Elena Volóshina.
Había aparecido en la vida de Roberto a final del verano del año anterior, una noche de
tormenta en que se había presentado en su casa sin previo aviso. Acababa de saber, por boca de
su padre enfermo, la verdadera historia de lo que había sucedido con el cuadro de El Greco en
Biarritz y venía a escuchar su versión. A pedirle disculpas por haberle juzgado como le había
juzgado todos estos años, y a darle las gracias.
Y, aunque a las pocas semanas, los médicos anunciaron que el padre sobreviviría a su
enfermedad, ella se quedó a su lado, como una especie de colaboradora.
Ya no era la adolescente flacucha y recelosa que Roberto había conocido años atrás. Tenía los
mismos ojos desconfiados, de criatura silvestre, pero era una mujer hermosa y sofisticada con
una belleza pulida y una apariencia distante. Un anzuelo magnífico para los negocios. A los
clientes les avergonzaba regatear delante de ella y acababan pagando más de la cuenta solo para
impresionarla.
Roberto nunca le dijo a Elena ni una palabra más de lo que hablaron aquella primera noche
acerca de lo que sucedía en el secreto de su taller, y ambos acordaron fingir que lo que había
hecho con el Greco de su padre había sido algo excepcional, que nunca antes había ocurrido ni
había vuelto a repetirse.
Elena no volvió a hacer preguntas, y Roberto siempre mantuvo la distancia con ella. Era
incuestionablemente hermosa. Sus ojos boreales brillaban en la intimidad con un calor
inesperado que resultaba perturbador. Como el contacto de sus manos cuando rozaban las suyas
al entregarle un documento o una copa de champán. Y había algo tan aristocrático en todos sus
movimientos que era inevitable interpretar su compañía como un privilegio. Más de una vez se
había sentido tentado por esos labios escépticos que solo sonreían en la intimidad.
Pero Roberto sentía que Elena Volóshina era una náufraga en busca de una tabla de salvación
a la que agarrarse, y eso le mantenía alejado. Aquella mujer seguía con el alma prendida a los
recuerdos de una infancia remota, y al miedo y la incertidumbre de los años que habían seguido.
Huía sin rumbo, ni ella sabía de qué, buscando con ansia seguridad y protección. Era más
inestable y estaba más extraviada de lo que pudiera imaginarse. Y ya sabía demasiado sobre él y
sobre aquello a lo que se dedicaba como para arriesgarse a tenerla más cerca.
Cuando apareció Eliot Kaplan, Roberto acababa de llegar a un acuerdo con Marchal para que
fingiera que había sacado el cuadro de Italia.
No era un plan preconcebido. Se había reencontrado con el abogado por casualidad, una
madrugada, en la Coupole. La Flaminia estaba ya terminada, oculta tras otras telas de su estudio,
pero aún no tenía claro cómo sacarla al mercado y, sin darse apenas cuenta, a medida que
hablaba con Marchal, había ido inventando toda la historia.
Por supuesto, ni se le pasó por la imaginación confesarle que el lienzo no era auténtico. Le
contó solamente que provenía de una liquidación familiar, que nadie más que él había
reconocido la maravilla que se escondía bajo un montón de suciedad y barniz amarillento, que se
lo había llevado a casa por una miseria y que ahora lo que quería era dotarlo de una historia
excitante para ponerlo en valor.
Era consciente de que quizá estaba excediendo la medida, añadiendo a un cóctel ya de por sí
cargado la historia de los condes italianos perseguidos por Mussolini. Más poesía, más emoción,
más teatro equivalían a mayor atención por parte de la prensa. Más ojos vigilando. Más
posibilidades de ser descubierto. Pero no le preocupaba. Al contrario. Su Flaminia Triunfi era un
sublime juego de espejos en el que se confundían la verdad y el deseo, y Roberto estaba
deseando que su protagonista cruzara por fin su mirada indagadora con la de sus espectadores.
Ni siquiera faltaba el toque secreto. Su pecadillo de vanidad. La firma oculta que incluía en
todos sus lienzos desde aquella primera visita al Prado. El pequeño papel en blanco posado sobre
una piedra que siempre dibujaba, en tinta china, en el envés del lienzo, antes de prepararlo para
pintar y de tenderlo sobre el bastidor.
Era imposible que nadie supiera que estaba allí, en la esquina inferior derecha, a no ser que en
un futuro su propietario decidiera desmontarlo para restaurarlo. Pero podían pasar décadas. Y
aun así tendrían que descubrirse más de uno de los papelitos que había ido dejando a lo largo de
los años para que alguien empezara a atar cabos.
No sabía cuántas posibilidades había de que aquello ocurriera, pero no le importaba
demasiado. El corazón no le latía con tanto vigor desde un verano casi olvidado de hacía ya
catorce años.
Había llegado el momento de la partida.
Verano de 1935
Martes

Hace ya años que Roberto está acostumbrado a las ojeadas encubiertas, los murmullos fisgones y
los silencios charlatanes a su paso. La mayoría de las veces, ni siquiera los nota.
Pero esto es diferente. Los ojos y los labios de los curiosos no han sido nunca más
entrometidos, más voraces que hace un momento, al verle bajar del taxi y poner pie en el
vestíbulo del Royal.
Es extraño. A una clientela con tanto mundo no debería llamarle de ese modo la atención un
presunto ladrón de hotel. O, al menos, debería saber disimular mejor. Así ha sido siempre.
Aunque lo cierto es que las miradas que le siguen tienen hoy una carga distinta. Más intensa.
Más intrusa que nunca.
Opta por ignorarlas, pide que le suban el desayuno y los periódicos de los dos últimos días a
la habitación y se dirige al ascensor.
El procurador ha ordenado su puesta en libertad a primera hora de la mañana, a instancias de
su abogado. Ni han encontrado ni pueden encontrar ninguna prueba en su contra, más allá del
testimonio, firme y repetido de la camarera del Normandy. Pero, dado que sigue siendo el único
sospechoso, el juez de instrucción le ha impuesto ciertas condiciones para dejarle en libertad. Le
han pedido que entregue el pasaporte y le han prohibido abandonar los límites de Deauville y
Trouville. Si necesita desplazarse a otra localidad deberá notificarlo y pedir permiso previo.
Además, tiene que presentarse todas las mañanas en la Prefectura de Policía.
Nada que le suponga un problema real. Tendrá que darle algún retoque a sus planes de viaje,
previstos para dos días atrás, pero no es algo que no pueda solucionarse sin demasiada dificultad.
Siempre y cuando pueda recuperar su otro pasaporte. El que le entregó a la sobrina de Gabriel
el domingo.
Fue todo tan repentino que no vio otra alternativa más que confiar en la niña, y no le pareció
una opción tan desesperada. Los niños son mejores que los adultos guardando secretos. Para
ellos constituyen un privilegio, no una ventaja de la que sacar réditos más adelante.
Se mete en la ducha, para refrescarse y relajar los músculos entumecidos por el banco del
calabozo, y, cuando sale del cuarto de baño, ya están aguardándole en el salón la bandeja del
desayuno y los diarios de los dos últimos días.
Ojea primero los del lunes. Los periódicos nacionales apenas dedican unas pocas líneas a su
detención. Pero El Mensajero de la Costa lleva la noticia a media plana en primera, y está bien
informado. Los contactos locales del amigo de Gabriel saltan a la vista. Hoy, en cambio, la
prensa nacional le dedica mayor espacio al misterioso robo del collar de Elena. Y es El
Mensajero el que ignora el asunto.
Su primera página lleva una información mucho más impactante. E inesperada. Tanto que a
Roberto le cuesta comprender lo que está leyendo. Se levanta de la mesa y sale a la terraza con el
diario plegado en dos.
El titular es terminante:

Roberto Montenegro, falsificador de obras maestras. Su firma secreta, hallada en un óleo de


Rubens,
le delata.

La noticia asegura que los propietarios del retrato de Clara y Frans Rubens, a quienes
Roberto Montenegro vendió el lienzo años atrás, han encontrado un dibujito a tinta china en el
envés de la tela que sería su sello personal y demostraría que el cuadro no es auténtico. Más aún,
según «fuentes próximas al célebre retratista español», esa es la señal con la que están marcadas
todas sus «obras maestras de la falsificación».
El texto es, en realidad, una mezcla descarada de veracidad y fantasía. Lo que el periodista no
sabe lo rellena con datos de su invención y mezcla informaciones asombrosamente precisas con
cebos vagos, mediante los que prepara el terreno para todas las extraordinarias revelaciones que,
según sus propias palabras, irá ofreciendo a sus fieles lectores en los próximos días sobre la
infancia y juventud del célebre Montenegro y sobre sus primeras «hazañas».
En cualquier caso, a pesar de sus inexactitudes, lo que publica El Mensajero contiene la
suficiente verdad como para que solo haya podido obtenerla de una persona.
Gabriel.
Y la culpa es solo suya. En ningún momento le pidió que guardara silencio.
Por vanidad. Porque le parecía que su secreto era digno de ser contado. Porque no quería que
permaneciera dormido para siempre en las salas oscuras de los museos y las colecciones de
pintura privadas. Y porque hablar con él de todo lo que no podía saberse, con desembarazo, era
un maravilloso alivio. Él era el único que sabía quién era en realidad.
No había imaginado que fuera a correr a chivárselo todo a la prensa en cuestión de horas.
Al menos había tenido la prudencia de no contarle por completo la verdad. Había estado
tentado. Al fin y al cabo, no deseaba que el secreto de la Flaminia Triunfi permaneciese oculto
para siempre. Pero la cautela se había impuesto y se había retenido. Le había dado a entender que
sus peculiares empresas eran cosa del pasado, que ahora era un negociante honesto. De otro
modo, la Flaminia Triunfi habría podido ser la protagonista de esa primera página esa misma
mañana.
Pero eso apenas le da unas horas de ventaja. Kaplan está sobre aviso.
Lena contempla las maletas cerradas que reposan sobre la cama y acaricia el sencillo collar de
perlas que luce al cuello. No hay ninguna pista sobre el paradero de su suntuosa gargantilla en
forma de ave del paraíso, y mucho se teme que quien quiera que la sustrajera de su bolso ya la
habrá desmontado para vender las piedras por separado.
Se marcha a París en el próximo tren. Es lo que ha acordado con Eliot. Regresará a casa de su
padre para despedirse e intentar convencerle de que asista a la boda, en Nueva York, dentro de
pocos meses, y tras arreglar algunos asuntos pendientes zarpará en un próximo barco, rumbo a
América, el mes que viene.
Eliot también tiene preparado el equipaje. A media tarde sale para Cherburgo. Allí le esperan,
listos para zarpar rumbo al otro lado del Atlántico, su secretario Rosenberg y la Flaminia Triunfi.
Lleva callado y torvo desde primera hora de la mañana, desde que se levantó, se puso el batín
y abrió la puerta de la habitación para recoger la prensa del día. En cuanto vio El Mensajero
descorrió las cortinas, sin contemplaciones, y la despertó para que se lo tradujera.
La noche anterior la había pasado al teléfono, hablando con Nueva York. Lena le había
relatado el fracaso de su encuentro con Montenegro en comisaría, pero la noticia no había
provocado más que un frío comentario sarcástico por su parte. Los planes no cambiaban. No
había más remedio que seguir preparando la presentación del lienzo en sociedad, dentro de dos
semanas. La noticia inundaba ya toda la prensa de la Costa Este, de la más popular a la más
sesuda y, escondiera lo que escondiera la historia del cuadro, lo primordial era que su
autenticidad estaba fuera de toda duda. Si tenía que lidiar con algún problema menor, ya lo
solucionaría llegado el momento.
Ahora, sin embargo, todos los proyectos han saltado por los aires.
Llaman a la puerta y entra Santoro. Eliot ha decidido que la acompañe a París y que se quede
a su lado para asistirla en cuanto necesite. Lena se pregunta si no será sobre todo para vigilarla.
En los últimos días algo ha cambiado. Tiene la sensación de que su prometido ha perdido la fe
ciega que tenía en ella y que hacía que la considerara una especie de precioso talismán.
Santoro ajusta las correas de las maletas y las levanta con la misma facilidad que si estuvieran
vacías:
—Cuando usted quiera, señorita Volóshina.
Lena asiente y cierra tras de sí la puerta de la habitación. El último vistazo, de despedida, es
para la mesita baja donde reposa, releído y arrugado, el ejemplar de esta mañana de El
Mensajero de la Costa, con ese titular fatídico que ha hecho que todo se tambalee.

Clara escucha la voz de su madre, que le pide a la nanny que suba a buscarla. Pero ella no le da
tiempo. Al oír la campana de la puerta se ha asomado a la ventana de su habitación con un
presentimiento, y el corazón le ha dado un brinco de júbilo al reconocer a Roberto Montenegro.
¡Estaba libre! ¡A pesar de que el collar del pájaro seguía escondido entre las ruinas del
Victoria Lodge! La alegría ha sido tan grande que casi ha tirado la lamparita de noche de un salto
antes de salir corriendo escaleras abajo.
Cuando irrumpe en el salón, se encuentra con que su madre tiene a Roberto agarrado de un
brazo, e incluso le da tiempo de ver cómo le sujeta ambas mejillas con una mano y le propina un
beso tan afectuoso que a ella casi le hace morirse de vergüenza. Menos mal que su padre no está
en casa. Ha salido a dar su paseo de todas las mañanas. Porque, aunque no ha vuelto a enfadarse
tanto como ayer a mediodía, sigue poniendo mala cara cada vez que alguien menciona el nombre
de Montenegro.
—Clara, cariño, Roberto ha venido a pedirte una cosa. Mira a ver si le puedes ayudar.
—Es una tontería. Me da un poco de apuro venir a molestaros por algo así...
—¡Pamplinas! Las dos estamos encantadas de verte.
Clara se pone un poco roja ante el entusiasmo de su madre y Roberto explica que el domingo
pasado le entregó su programa de carreras, con todos sus favoritos anotados, por si querían
utilizarlo de guía en las apuestas. Pero la verdad es que, si no lo ha tirado, le gustaría recuperarlo.
No tiene otro, y es un recuerdo del día en que Juan Sin Miedo ganó el Morny. Pero va a
compensarla, se lo promete. Para empezar, la invita a tomar un helado o un pastel, lo que
prefiera.
Clara comprende de inmediato y sube corriendo a su habitación. Escarba diligente entre sus
libros de Arsenio Lupin y enseguida encuentra lo que busca. Ahí sigue. El pasaporte italiano con
la fotografía de Roberto. Lo introduce entre las hojas del programa y regresa con la misma
premura junto a él y su madre, con las manos muy prietas, custodiando el tesoro.
Se lo entrega a Roberto con sumo cuidado y él le corresponde con un guiño que solo ellos
entienden. Su madre está tan contenta, charlando sin parar, que ni se fija. Estaba segura de que su
detención era un error, le dice. Y él le explica que en la comisaría han sido increíblemente
amables y que le han pedido disculpas mil veces por la confusión.
—Pero aún tengo a la prensa encima. Espero que no nos moleste nadie. Me he escabullido por
la puerta trasera del Royal para esquivarla.
—Bueno, si ves mucho revuelo te traes a la niña a casa, ¿vale?
—No te preocupes. En un par de horas como mucho estamos de vuelta.

El teléfono del estudio ha sonado varias veces desde primera hora, pero Gabriel no ha querido
cogerlo. Es ridículo. No sabe de qué tiene miedo exactamente. De que sea Félix preguntándole si
ha leído El Mensajero. Sí, lo ha leído. Es lo primero que ha hecho esta mañana. De que sea su
hermana Emma queriendo saber si hay algo de verdad en lo que se dice. O de que sea el propio
Roberto, pidiéndole explicaciones. En el café ha oído decir que ya lo habían puesto en libertad y
estaba de vuelta en el Royal.
Gabriel hubiera preferido no haber escuchado esa conversación. No tiene claro que la puesta
en libertad de Roberto sea una buena noticia, y le obliga a buscar, aunque sea ante sí mismo, una
excusa convincente para no llamar al hotel y disculparse mil veces por haber sido un bocazas.
Lleva desde ayer buscando formas de quitarle gravedad a lo que ha hecho. Todo lo que cuenta
El Mensajero, al fin y al cabo, es que los propietarios de un Rubens adquirido hace años a través
de Roberto han encontrado un dibujito en el envés del lienzo que, según se rumorea, puede ser su
firma. Pero ese hecho no tiene ninguna importancia por sí mismo. La tela está autentificada por
los mejores expertos. Un papel y una piedra no significan nada.
Al menos hasta que no haya más compradores que decidan darle la vuelta a sus respectivos
cuadros...
En cualquier caso, cuando las acusaciones adquieran forma, si es que lo hacen, Roberto ya
estará lejos. Gabriel no cree que haya abandonado sus planes de desaparecer en algún lugar
remoto.
Por eso no sabe de dónde le viene un presentimiento lóbrego que no le deja en paz.
No es más que un pálpito. Pero algo le dice que Roberto estaba más seguro dentro que fuera
del calabozo.
Se asoma a la puerta del estudio y contempla el ir y venir de la mañana apoyado en el quicio
de la puerta. Las voces destempladas de las criadas que vienen de comprar al mercado. Las
miradas impertinentes de los veraneantes de postín. Las salpicaduras que levantan las ruedas de
los coches al pasar sobre los charcos que ha dejado la lluvia de primera hora de la mañana. Y la
ciudad, con su indiferencia festiva, le resulta de pronto egoísta, ingrata. Despiadada.
Es una idea un poco descabellada, pero de repente le asalta la certeza de que ese no es un
lugar en el que su viejo compañero de pupitre, con sus cuentos fantásticos, sus dibujos
improvisados y esa cortesía anticuada que le impedía gastarles bromas a las niñas de la escuela
de Cambremer, pueda habitar mucho tiempo sin correr peligro.

Lena apenas intercambia palabra con Eliot camino de la estación. Van solos en un taxi y Santoro
los sigue en otro coche con las maletas. El Chevrolet amarillo se ha quedado en el hotel. No se
sentía con ánimos para conducir hasta París, así que un chófer se lo acercará en un par de días.
Eliot casi no ha abierto el pico desde que leyó El Mensajero, a primera hora, y Lena está
convencida de que si se resiste a formular su temor en voz alta es porque en el fondo aún le
parece algo absurdo, inverosímil.
No le extraña. Desde que el domingo se enteraron de que Roberto les había mentido, no han
parado de barajar diferentes posibilidades. ¿Qué secreto podía esconder la Flaminia Triunfi? Lo
más probable era que fuese robada. También cabía la opción de que Montenegro la hubiera
comprado a precio de saldo, sin informar al propietario anterior de lo que tenía entre manos. O
que el sevillano tuviera algún feo negocio a medias con algún heredero que pretendiera estafar a
sus hermanos. Eliot había visto realizar todas y cada una de esas maniobras más de una vez y de
todas se había aprovechado en algún momento. Pero Lena está segura de que ni siquiera se le
había pasado por la imaginación la posibilidad de que el lienzo pudiera ser falso.
Que la Flaminia pueda ser hija, en todo o en parte, de los pinceles de un Roberto Montenegro
resulta incomprensible. Cada trazo, cada pigmento, cada análisis científico de la técnica pictórica
y la antigüedad de los materiales hablan de su autenticidad. Todos los ojos que se han posado en
ella han llegado a la misma conclusión.
Sin embargo, esa duda es lo único que tiene ahora Eliot en la cabeza. La terrible posibilidad
de que Montenegro los haya engañado a todos y la Flaminia Triunfi no sea más que una
formidable bufonada.
Lena está convencida, porque ella tampoco puede apartar de su mente la misma sospecha.
Y lo peor de todo es que ya recelaba cuando condujo a Eliot a la cámara blindada donde se
encontró por primera vez con la Flaminia, en París. Pero no había querido ni pensarlo. Se había
dicho que una cosa era reproducir al más mínimo detalle un óleo pequeño y modesto como el
Greco de su familia, con un valor de mercado limitado, y otra crear de cero algo tan inusitado,
capaz de concitar la atención del público de esa manera, una pieza tan magistral que ningún
experto fuera capaz de encontrarle falla.
Tampoco había querido escuchar su intuición cuando el periodista de Le Petit Parisien les
había hablado de ese misterioso Van Dyck en el que habían hallado pigmentos modernos pero
cuya superficie no reaccionaba en contacto con el alcohol. En su lugar, había decidido secundar
las deducciones erróneas de Eliot y de Busson que, aparentemente, lo explicaban todo. Porque no
quería saber.
Y ahora es demasiado tarde.
Las medias palabras de Roberto, ayer, en comisaría. Su actitud burlona. Su negativa a decir ni
una sola palabra sobre la procedencia de la tela... Era toda una confesión encubierta. Lena está
convencida.
Lo que más la intranquiliza es el silencio de Eliot.
Esta mañana, mientras ella terminaba de hacer las maletas, su prometido ha tratado de ponerse
en contacto con los propietarios del Rubens, sin éxito. Su abogado no les permite hablar con
nadie. Al parecer, ya están bastante arrepentidos de haber dado pábulo al periodista que los llamó
ayer y ha puesto su nombre en boca de todos. Pero Eliot no va a conformarse. A Lena no le cabe
duda de que va a tirar de todos los hilos a su alcance para hallar la verdad. Y le inquieta que no la
haga partícipe de sus planes.
Bajan del coche en silencio. Tampoco se dicen nada camino del andén. Finalmente, cuando
está a punto de subir al vagón, Eliot la besa y le susurra cuánto la va a echar de menos hasta que
vuelvan a verse, pero es un romanticismo formulario, de pega. Su mente está en otro sitio. Ella
responde con una promesa distraída de fidelidad y otro beso acorde a esa despedida insustancial.
Solo en el último momento, Eliot la agarra de la mano y la mira a los ojos. Tiene la mandíbula
tensa. Ahora sí está presente en cada una de sus palabras:
—He llamado a Rosenberg antes de salir. Le he pedido que desmonte el lienzo y compruebe
que la Flaminia no esconde ninguna firma secreta en una esquina.
Lena apenas sabe qué decir:
—¿Y si lo daña? Es una operación delicada.
—Será cuidadoso. Pero hay que hacerlo, gatita. Y debe hacerlo a solas y en secreto. No puede
haber testigos. No te preocupes. Está todo previsto. He mandado llamar urgentemente a un
restaurador de París y viene ya de camino. Si todo está en orden, tal y como espero, tendrá
tiempo de volver a montar el lienzo en el bastidor antes de que el barco zarpe.
—¿Crees que hay posibilidades de que...?
El rostro de Eliot se mantiene imperturbable:
—No. Pero no podemos llegar a Nueva York sin tener la certeza.

En cuanto el camarero que les ha traído la limonada con yerbabuena se aleja de su mesa, Clara se
inclina hacia delante y susurra:
—No se lo he enseñado a nadie. A nadie, de verdad. Ni siquiera a Luca. Ni al tío Gabriel.
Roberto le ha dado las gracias con mucha solemnidad por haber guardado tan bien su secreto
y Clara se siente halagada, pero también un poco culpable. Quiere estar segura de que él
comprende que es su amiga y que no le traicionaría nunca, nunca, nunca, antes de confesarle lo
que le tiene que confesar. Por eso tampoco se atreve a preguntarle por el pasaporte italiano que
escondía el programa de carreras y que él ha guardado con tanto cuidado en el bolsillo interior de
la chaqueta en cuanto han salido de casa, por qué tiene un nombre y una nacionalidad que no son
las suyas y por qué lo llevaba encima cuando le detuvieron.
No le parece honesto interrogar a Roberto sobre nada antes de haber confesado. Y no tiene
nada claro que su hazaña le vaya a hacer gracia después de haber pasado dos noches en el
calabozo por su culpa y la de Luca.
Se inclina sobre la pajita y aspira un poco de limonada.
—¿No está muy ácido? —pregunta Roberto.
Clara sacude la cabeza. No, está perfecta. Le gusta así. Y casi sin pausa añade:
—El collar lo robamos nosotros. Luca y yo.
Tarda un poquito en atreverse a levantar la vista y mirar a Roberto a los ojos.
Cuando por fin se atreve, se encuentra con que él también la mira. Fijamente. Muy profundo.
Sin decir nada. Y Clara no puede contenerse y rompe a hablar otra vez, aturullada:
—Lo sentimos mucho, de verdad. No nos imaginábamos que fueran a echarte a ti la culpa. Y
no sabíamos tampoco que fuera algo tan valioso. Ni siquiera sabíamos qué era cuando lo
robamos. Solo queríamos demostrarte que teníamos madera de ladrones para que confiaras en
nosotros y, luego, cuando menos te lo esperaras, devolvértelo. No pensábamos que se fuera a liar
una tan gorda...
Solo entonces se da cuenta de que Roberto está sonriendo. No con los labios, pero sí con los
ojos. No está enfadado con ella. De pronto se echa a reír y Clara ríe a su vez, en voz baja, de
alivio y también de orgullo, un poquito:
—Íbamos a confesar, de verdad. Si no te dejaban libre hoy pensábamos ir a buscar el collar y
devolverlo. Luca también estaba de acuerdo.
Roberto se recuesta en la silla y vuelve a mirarla a los ojos como antes, con los párpados un
poco guiñados, y a Clara le cosquillea el estómago. La verdad es que a lo mejor sí tiene un poco
de razón Luca cuando la acusa de pensar que es muy guapo. Pero está segura de que nunca jamás
lo ha dicho en voz alta.
—Madre mía. Así que vosotros sois los misteriosos ladrones. No me lo puedo creer. No, no te
preocupes, no estoy enfadado, no pongas esa cara tan seria. De verdad, la culpa no es vuestra. Es
toda mía. Ya me advirtió tu tío Gabriel que os estaba metiendo demasiados pájaros en la cabeza.
¿Seguro que te gusta la limonada?
Clara asiente de nuevo y le pega un sorbo largo. Ahora que está más tranquila ha empezado a
fijarse en las miradas de los paseantes, en cómo murmuran disimuladamente al reconocer a
Roberto, y se siente importante sentada a su lado. Estira la espalda y se alisa la falda sobre las
rodillas.
Por fin, se atreve a preguntarle por ese pasaporte italiano tan extraño.
Él se queda dudando un momento. Seguro que es un secreto y no sabe si fiarse de una niña de
once años.
—Pensaba marcharme de viaje después de las carreras. Al extranjero.
Eso no explica muy bien por qué en el pasaporte aparece con otro nombre. Ni por qué pone
que es italiano. Cuando en las películas y en los libros alguien tiene un pasaporte con datos falsos
es porque quiere hacer algo ilegal o porque quiere escapar del país a escondidas. Pero Roberto no
tiene ningún motivo para fugarse, que ella sepa.
Lo único que ha quedado claro es que pensaba marcharse el domingo pasado, sin avisar a
nadie ni decir adiós. Si es así, casi que se alegra de que la policía le detuviera y le metiera en el
calabozo. Le está bien empleado por querer marcharse a hurtadillas, piensa, contrariada, pero
enseguida se arrepiente de su actitud. Esos son pensamientos de niña mimada. Roberto tiene que
tener sus motivos para actuar de ese modo. Seguro.
También entiende mejor la importancia del pasaporte con nombre italiano que acaba de
devolverle. Roberto lo necesita porque el suyo, el de verdad, ya no lo tiene. Hace un rato le ha
contado a su madre que le han obligado a entregárselo al juez para dejarle en libertad. Se inclina
otra vez sobre la mesa y le hace un gesto a su acompañante para que se acerque, antes de
preguntar, en un susurro casi imperceptible:
—Si aparece el collar te devolverán el pasaporte que te han quitado, ¿verdad? Porque lo
tenemos escondido en las ruinas del Victoria Lodge. Te puedo explicar dónde está. Teníamos
pensado decir que lo habíamos descubierto jugando. Yo no puedo ir a buscarlo porque no me
dejan ir sola a Deauville, y Luca tampoco porque está castigado, pero es muy fácil de encontrar.
Roberto la tranquiliza. No pasa nada porque el collar se quede donde está. Él no puede ir a
buscarlo. No puede arriesgarse a que le vean enredando entre las ruinas de una casa abandonada
después de lo que ha pasado. Pero no tiene importancia. No necesita el pasaporte que custodian
en el juzgado para nada, explica, con un toque rápido a la altura del pecho, donde ha guardado el
documento con su foto y el nombre de Carlo Pellegrino que ella le ha entregado. Además, la
señora a la que le robaron el collar va a casarse dentro de poco con un hombre muy rico que
puede comprar cien joyas como esa con un chasquido de dedos.
—Sí, lo sé —responde Clara—. Lo he leído en el periódico. Se va a casar con el gánster
americano.
—¿El gánster? —Roberto se echa a reír, sorprendido—. ¿Por qué piensas que es un gánster?
—No lo pienso yo. Lo piensa Luca. Me ha contado que el tío Gabriel y tú decís que es un
gánster. Y a él también se lo parece. Lo vio ayer en su hotel, cuando fue a llevarle una chaqueta
que le había hecho su padre.
—Bueno, espero que al menos no se lo dijera a la cara... Kaplan es un hombre de negocios. Es
el comprador de la Flaminia Triunfi.
Eso Clara también lo sabe. Lo ponía en el periódico. Pero le encanta que Roberto le cuente
cosas de igual a igual. Cualquier otro adulto le habría ordenado que fuera inmediatamente a
buscar el collar a las ruinas de Victoria Lodge y luego le pidiera disculpas a sus propietarios,
para enseñarle una lección. Pero él es distinto a todos los demás.
—Roberto, ¿por qué tienes un pasaporte italiano? ¿Dónde te vas a ir?
Se muerde el labio. No sabe si ha metido la pata. Roberto achica los ojos de nuevo y, sin venir
a cuento, le pregunta cuál es su pastelería favorita. ¿Qué tal si van a comprar unos merengues? A
su madre le encantaban cuando eran jóvenes.
No ha respondido a su pregunta, pero tampoco parece que le haya molestado. Clara no sabe
muy bien qué pensar, así que le guía hasta el establecimiento donde compran pastas de té los
domingos y los días que esperan visita. Pero a Roberto no le interesan los dulces refinados. Pide
que le sirvan más de media docena de merengues de diferentes sabores, de los más grandes que
hay en la tienda. Luego emprenden el camino de regreso a casa a través de las callecitas
adoquinadas de Trouville, aún húmedas de la llovizna.
Clara se da cuenta de que la gente los mira de reojo mientras pasean y hasta murmuran a su
paso al reconocer a Roberto. Cuando eso ocurre, endereza los hombros, ufana, presumiendo de
ser su acompañante.
Entonces, al doblar un café que hace esquina, repara en un hombre con una barriga enorme
que está leyendo el periódico. Lo tiene desplegado por completo y le es imposible no fijarse en
las letras enormes del titular.
Roberto Montenegro, falsificador de obras maestras

Gira la cabeza, boquiabierta, pero él no hace ningún gesto ni se da por aludido. A lo mejor no
lo ha visto. Sigue hablando de una vez en que su madre se comió, de una sentada, tres pasteles
más grandes que los que han comprado hoy. Pero Clara tiene miedo de perder la oportunidad si
regresan ya a casa. Además, desde que Roberto le ha dicho que antes de que lo detuvieran
pensaba irse sin avisar, tiene miedo de que vuelva a hacer lo mismo y nunca más vuelvan a
verse. No logra retenerse más. Se detiene y le pega un tirón de la manga:
—Roberto, ¿no te vas a despedir antes de irte?
Él se para también. Están en una callecita tranquila, sin gente:
—Ya me estoy despidiendo. —Sonríe de nuevo y le revuelve el pelo, igual que su padre
cuando está de buen humor, y luego introduce la mano en uno de los bolsillos de la chaqueta—.
Por eso quería que diéramos un paseo tú y yo solos. Quiero hacerte un regalo antes de irme. Para
darte las gracias.
—¿El regalo no son los pasteles?
—No, no son los pasteles. El regalo es este. Es tuyo. Pero con una condición.
Roberto tiene un sobre en la mano. A Clara le cautiva que le hable con tanta gravedad. Eso
demuestra que la toma en serio. Asiente. Está dispuesta a cumplir la condición que sea. No por
conseguir el regalo, sino por no defraudarle a él.
—La condición imprescindible es que no se lo puedes enseñar a tus padres hasta mañana. Ni
una palabra a ninguno de los dos. ¿Prometido?
—Prometido.
—Si lo ven, dirán que no puedes aceptarlo e intentarán que lo devuelvas. Querrán hablar
conmigo. Pedirme explicaciones. Y ahora mismo no tengo tiempo para esas cosas.
Clara sujeta el sobre con ambas manos, sin atreverse a abrirlo.
—¿Y mañana ya no protestarán?
—Claro que protestarán, pero yo ya no estaré aquí y no les valdrá de nada. Aunque eso no
deben saberlo —concluye Roberto posando un dedo silencioso sobre sus labios—. Esta noche
voy a verme con ellos. Me ha dicho tu madre que estamos invitados a la misma cena. Así que es
mejor que no sepan nada. Tendría que darles muchas explicaciones y no las entenderían.
—¿Esta noche? ¿En casa del doctor Vidal?
Ella también estaba invitada pero como le daba igual ir o no ir, sus padres han decidido que se
quede en casa. Y ahora resulta que Roberto estará allí. Va a tener que hacer cambiar de opinión a
sus padres como sea, aunque tenga que insistir e insistir.
—Eso es. Es mi última noche aquí. Luego me marcho. Y no quiero discutir con tu familia.
Clara comprende lo que quiere decir Roberto. Sus padres son muy buenos, pero hay cosas que
no son capaces de entender. Sobre todo su padre. Cosas como el pasaporte falso que ella ha
tenido oculto en su habitación estos días. O que Roberto esté planeando marcharse a escondidas
a pesar de la orden del juez.
—¿No vas a abrir el sobre? —pregunta Roberto.
Clara titubea. No pensaba hacerlo hasta que no estuviera sola en casa. Roberto ha hecho que
parezca todo tan emocionante que tiene miedo de que el contenido la decepcione. Pero como él
insiste, no le queda más remedio.
Dentro del sobre hay unos papeles doblados. Una especie de cartilla llena de sellos. En la
portada viene el nombre de Juan Sin Miedo y, dentro, el dibujo de un caballo. Además, hay otro
papel plegado en dos, con más sellos y la firma de letras grandes de Roberto debajo de unas
líneas que dicen que la propiedad del potro Juan Sin Miedo pasa a ser, a partir del día de hoy, de
la señorita Clara Castel.
Era verdad, piensa Clara. Lo que contenía el sobre era algo absolutamente maravilloso.
No se atreve a levantar la vista, temiendo que sea todo una broma. No, es imposible. Roberto
no le gastaría nunca una broma así. Quiere saltarle al cuello y darle un abrazo, pero está
demasiado emocionada. Le mira muy seria:
—¿Juan Sin Miedo es mío?
—Es tuyo. Si lo quieres, claro. Yo no me lo puedo llevar.
Por supuesto que lo quiere. ¿Cómo no lo va a querer? Estrecha los papeles contra el pecho.
—¿De verdad te tienes que marchar? ¿No hay más remedio?
A Clara le han enseñado que no hay que ser insistente, pero a pesar de la alegría enorme que
le produce el regalo de Roberto, no consigue borrar del todo la pena que le produce su marcha.
—No hay más remedio. El hombre que ha comprado la Flaminia Triunfi...
—El gánster americano.
—Ese mismo —ríe Roberto—. Está muy enfadado conmigo. Bueno, a lo mejor todavía no.
Pero no va a tardar mucho.
—¿Es porque cree que has robado tú el collar?
—No, no. No tiene nada que ver. Es por otro asunto —Roberto hace una pausa—. Y puede
que hasta tenga razón. Pero es mejor no hablar de ello, por si acaso.
Clara piensa en el periódico que leía el hombre gordo del café y se pregunta si tendrá algo que
ver con lo que no quiere contarle Roberto, pero no se atreve a hacer más preguntas. No quiere ser
una niña latosa, de esas a las que los adultos tienen que mandar a otro sitio a jugar porque no
saben lo que es inconveniente y lo que no.
Pero le gustaría que Roberto supiera que va a ser siempre su amiga. Que nunca ha habido
nadie más especial ni más importante en su vida. Y que está de su lado pase lo que pase.
En un arrebato, se desprende de la pulsera de cuentas de colores que le regaló Luca anoche y
se la entrega a Roberto. A este le cuesta un poco ponérsela, es una pulsera de niña, estrecha, pero
para ser un hombre adulto tiene las manos finas.
—¿Es un regalo?
—No. Es una prenda. Así que tienes que prometer que me la devolverás un día.

El aire de la ciudad es irrespirable. El calor, atosigante. Infernal. La piel de los asientos del taxi
se le adhiere a la ropa, a los brazos viscosos, y, aunque lleva la ventanilla bajada, cada vez que se
detienen en un semáforo la atmósfera inmóvil y la bruma candente del asfalto la sofocan.
Lena odia París en verano. Es un lugar malsano, plomizo, en el que los desgraciados que no
tienen medios para huir arrastran una vida pastosa y descolorida desde que sale el sol hasta que
se pone y pueden salir por fin de casa a respirar.
Gracias a Dios, no vive lejos de la estación de tren. Santoro la ayuda a subir las maletas hasta
su apartamento, en una bocacalle del bulevar Haussmann, a medio camino entre el barrio de
emigrantes rusos donde aún reside su padre y los Campos Elíseos, y, tras asegurarse de que no
necesita nada más, le hace prometer que lo llamará para cualquier cosa que le haga falta y se
retira a su hotel.
Lena cierra las cortinas del dormitorio, tratando de aislarse del calor y, sin abrir las maletas, se
descalza, se saca el vestido y se tiende sobre la cama. Apenas le da tiempo a cerrar los ojos. El
teléfono del salón se pone a chillar con fiereza. Insistente. Ella lo ignora y el aparato calla. Pero
tras una breve pausa vuelve a comenzar.
Se alza, a regañadientes, y levanta el auricular.
Es Eliot.
Ni siquiera pregunta qué tal le ha ido el viaje. Solo dice:
—Rosenberg me acaba de llamar. Ha desmontado el bastidor.
Lena cierra los ojos.
—¿Y?
—Está ahí. En la esquina inferior derecha. Un papel desdoblado sobre una piedra.

Han llamado a la puerta y, nada más escuchar la voz de su madre, Luca ha adivinado que era una
visita de Clara. Sus padres siempre se ponen igual de contentos cuando viene a verle. Ambos la
adoran porque la consideran una buena influencia, y porque su padre salvó la vida de su tía
Giulia el invierno pasado. Viajó hasta Italia a operarla cuando nadie más se atrevía. Y ni siquiera
quiso cobrar nada.
Le alegra mucho que Clara haya venido a verle. Son las tres de la tarde. Hace un rato largo
que han terminado de comer y ya es la hora de la playa. Pero él sigue castigado.
—Mira —anuncia su amiga, nada más verle bajar corriendo las escaleras—. He traído unos
merengues. Nos los ha comprado Roberto esta mañana.
Su madre pregunta si le apetece que los sirva para la merienda. Eso sí, tienen que guardarle
uno a su padre, que está trabajando en la sastrería.
Clara rechaza la invitación, educadamente. No se puede quedar tanto tiempo. En casa le han
dicho que tiene que estar de vuelta a las cuatro.
—¿Subes a mi habitación, entonces? —pregunta Luca—. Tengo que enseñarte una cosa.
No es verdad. No tiene nada que enseñarle. Pero tienen que hablar de muchísimas cosas y sus
padres no pueden enterarse.
Suben los escalones a toda velocidad. Clara va por delante, y al verla apoyar la mano en la
barandilla, Luca se fija en que no lleva la pulsera de cuentas que le regaló ayer.
La birló al descuido para ella de un puesto de la feria, cuando estaba distraída junto a sus
padres y el doctor Vidal. Para demostrarle que podía ser tan buen ladrón como cualquiera. Que
no tenían por qué pillarle. Para que se sintiera orgullosa de él. Y ya se la ha quitado.
Al menos sirvió anoche para hacer las paces, y, ahora que Montenegro está en libertad, ya no
tienen motivos para discutir. Pueden pensar en cómo recuperar el collar sin prisas y en cómo
entregárselo sin que la policía se entere.
De eso es de lo que tienen que hablar en privado, pero no le da tiempo ni a abrir la boca. En
cuanto cierran la puerta, Clara le pide que se siente con ella en el suelo y empieza a hablar a toda
prisa. Lo de los pasteles ha sido una excusa que les ha puesto a sus padres para que la dejaran
venir a verle antes de ir a la playa, le dice. Tiene muchísimas cosas que contarle. Cosas muy
importantes.
Mueve mucho las manos, emocionada, mientras le cuenta que Roberto la ha llevado de paseo
esa misma mañana y la ha invitado a una limonada en una terraza. Y Luca vuelve a fijarse en que
no lleva la pulsera. No entiende por qué no han venido a buscarle para que los acompañara.
Viven muy cerca, podrían haber pasado por su casa.
Pero esa queja pasa enseguida a un segundo plano. ¿Cómo que le ha confesado que el collar
lo robaron ellos dos? ¡Y sin consultarlo con él! Pues lo dice tan contenta. Lo único que le
importa a la muy lela es que Montenegro no se ha enfadado con ella. ¿Y su plan de entregárselo
por sorpresa y dejarle patidifuso? ¿Cómo es que se le ha olvidado?
Menuda inútil. Encima, seguro que ni le ha dicho a Roberto que la idea del robo fue suya y
solo suya. Que ella al principio no quería y que había sido él quien, llegado el momento, había
metido la mano en el bolso de la señora rubia y había robado el collar. Para que Clara venga
ahora a robarle todo el mérito.
Le suelta todo lo que piensa muy clarito. Y remata:
—Tú en realidad no hiciste más que abrir el cierre del bolso.
Clara le mira con cara de pasmo:
—No te enfades, Luca... No es eso. No pretendía quitarte méritos, de verdad. Es que no quería
ser chivata. Y tampoco es que no quisiéramos que vinieras con nosotros esta mañana. Es que no
podía ser. Tenía que devolverle a Roberto una cosa que le estaba guardando en secreto. No te
puedo decir qué es, pero era importante, te lo prometo.
Clara arruga la nariz en un mohín, intentando congraciarse con él. Pero a Luca le parece una
cursi. Una niña ñoña.
Cruza los brazos:
—Deja de inventarte cosas para hacerte la interesante. No me creo nada. Lo único que pasa es
que eres una boba. Has metido la pata y no lo quieres reconocer.
—Que no, Luca. Te lo prometo. Si ya te digo que he venido con los pasteles solo para poder
contártelo todo. Ha pasado una cosa maravillosa. No te puedes ni imaginar el regalo tan increíble
que me ha hecho Roberto.
Ni se lo imagina ni tiene ganas de imaginárselo. Se lo deja bien claro, imitando su tono repipi.
Es que es lo que faltaba. Lleva tres días castigado. No le dejaron ir al hipódromo a ver ganar a
Juan Sin Miedo. No tiene ninguna foto con el trofeo, como Clara, y mucho menos le ha
entregado nadie cosas secretas e importantísimas que guardar en su habitación. Y todo porque él
fue quien tuvo que encargarse de esconder el collar mientras ella estaba en casa leyendo novelas.
Él es quien lo ha hecho todo. Y ahora encima es a Clara a quien le hacen regalos.
—Pues habrá que ver qué porquería de regalo es. A ti lo que te pasa es que estás embobada
porque te lo ha hecho quien te lo ha hecho, pero seguro que es una bobada comparado con los
cincuenta francos de propina que me dio Kaplan a mí ayer. Que, por cierto, le da cien y
doscientas vueltas a Montenegro. Es mucho más rico y mucho más peligroso. Y ayer no me
hiciste ni caso cuando te lo conté.
Como ahora. Ni le hace caso ni le contesta. Es que ni le mira. Simplemente, se pone en pie y
se levanta las faldas del vestido.
Lleva algo guardado en la cinturilla.
—Mira, bocazas. Lo he tenido que esconder porque mis padres no saben nada todavía y no se
pueden enterar. Pero sabía que si no te lo enseñaba no me creerías. —Coge aliento y anuncia en
voz baja, tendiéndole un papel—: Roberto me ha regalado a Juan Sin Miedo.
Luca tarda en reaccionar:
—Venga ya. ¿Cómo te va a regalar su caballo?
Se niega a creérselo. Pero aun así coge los papeles y los lee de arriba abajo. Seguro que tienen
truco. Segurísimo. Seguro que es todo una broma y cuando vaya a buscar el caballo a la cuadra
se queda con un palmo de narices.
Porque si no es todo injustísimo. Ya no es solo que a Clara le hayan hecho un regalo increíble
y a él nada de nada. Es que, además, ¿cómo puede competir él contra algo así con su estúpida
pulsera de cuentas? Es injusto y un asco y Clara le parece más mema que nunca. ¿Qué quiere
hacer con un caballo de carreras?
Espeta, con rabia:
—¿Y la pulsera? ¿Dónde está? —Clara parpadea, confusa, como si no supiera ni de qué le
habla—. La pulsera que te regalé anoche. ¿Qué has hecho con ella?
La muy tonta se mira las manos. Parece que acabara de darse cuenta de que no la lleva.
—Se la he dado a Roberto. De recuerdo. —Se muerde los labios y mira de reojo a la puerta,
como si pudiera haber alguien espiándolos—. Esto sí que no lo puede saber nadie, Luca,
prométemelo. Roberto se va a marchar esta noche. Ha pasado algo gordo con el gánster
americano. No sé qué es, pero me ha contado que está muy enfadado con él. A lo mejor explican
algo en El Mensajero, he visto el nombre de Montenegro en primera página. En mi casa no lo
leemos porque a mi padre no le gusta, así que no lo sé. El caso es que Roberto se va. El juez le ha
prohibido salir de Deauville sin permiso, pero me parece que tiene un plan. Para esta noche,
después de la cena en casa del doctor Vidal. O para esta madrugada, no lo tengo muy claro. Pero
me ha dicho que mañana ya no estará aquí. Eso es seguro. No te importa que se la haya dado,
¿verdad? No tenía otra cosa.
Luca tarda en responder. Le cuesta asimilar todo lo que cuenta Clara. No tiene ni pies ni
cabeza. Pero le están quemando las tripas de pura furia. No sabe muy bien por qué pero le enfada
muchísimo que le haya regalado la pulsera a Montenegro. Le enfada mucho más incluso que lo
del caballo.
—Eres una mentirosa.
—¡No lo soy!
—Claro que lo eres —replica, enrabietado—. Eres una niña mimada y una mentirosa.
Y para dejar claro su veredicto le propina un empujón, de puro coraje. Ella se pone en pie de
un salto y se lo devuelve. Y Luca hace lo mismo. Se empujan el uno al otro, cada vez más fuerte,
hasta que se ve acorralado contra la pared y entonces la agarra por la cintura, como un jugador de
rugby, y la tira al suelo.
Ahora se va a enterar esa tonta. Eso es lo que es, una tonta redomada. La agarra fuerte, pero
Clara se revuelve como una sanguijuela, lanzándole patadas y mordiscos, no hay quien pueda
con ella. Entonces, sin pensar, y sin tener la menor idea de lo que está haciendo, se inclina sobre
ella a toda velocidad y le da un beso.
En los labios.
Aterrorizado, se aparta de inmediato y se la queda mirando. Solo un segundo.
El bofetón restalla casi de inmediato.
—¡Eres un idiota!
Luca se lleva la mano a la mejilla. Está tan aturdido que no sabe ni qué responder. Clara se
pone de pie, sin mirarle a la cara, sale corriendo y cierra de un portazo.

Lena permanece junto al teléfono, inmóvil. Una gota de sudor le corre entre los pechos y tiene la
nuca empapada. El bochorno es insoportable. Hace ademán de ir a abrir la ventana pero entonces
recuerda que en la calle hace más calor todavía que dentro. Respira hondo.
Ignoraba que fuera posible sentir tanto enfado hacia nadie. Da igual que ya sospechara, da
igual que la noticia no la haya pillado por sorpresa. Hasta hace unos minutos podía imaginarse
que todo eran fantasías suyas. Prevenciones vacías.
Ya no.
Cómo se ha reído de ella ese malnacido...
Pero no es solo ira lo que siente. También tiene miedo. Eliot apenas ha dicho más después de
darle la noticia. Ha sido ella quien ha preguntado, con voz apagada:
—¿Y qué vas a hacer?
—Marcharme. El coche me está esperando ya para llevarme a Cherburgo.
—¿Y con Montenegro?
Durante un par de segundos solo se ha escuchado su respiración. Luego ha respondido, con
premeditación:
—Santoro se queda aquí, a tu lado, ya lo sabes. Es perfectamente capaz de cuidar de ti y de
ocuparse de mis asuntos al mismo tiempo. Y si, por lo que fuera, no tuviese oportunidad de
hacerlo, seguro que a Rosenberg se le ocurre algún modo de dejar todas las cuentas saldadas. Esa
libretita suya está llena de nombres interesantes. No hace falta precipitarse. Tardaremos unos
días en enviarle un saludo a nuestro amigo, pero sabrá de quién viene cuando lo reciba.
La amenaza es confusa. Lena no tiene del todo claro de qué sería capaz Eliot. Desde luego, de
arruinar a Roberto sin misericordia si se lo propone. Pero lo más probable es que ni él lo haya
pensado todavía. Tiene preocupaciones más apremiantes. Evitar el escándalo. Eludir el escarnio
público y salvar su reputación.
A Lena le palpita el pecho. Aún tiene tiempo de avisar a Roberto. Alza de nuevo el auricular y
le pide a la operadora que la comunique con el Royal.
—Sí, el señor Montenegro se encuentra en su habitación, pero no desea que le pasen
llamadas. Si me dice su nombre, se lo notificaré.
Lena duda un instante. No, no quiere hablar con él. Si cruzan tan siquiera una palabra no está
segura de que no le venza la ira que siente y opte por condenarle.
—No hace falta. Dígale solo tres palabras: «Kaplan lo sabe». De parte de una amiga. Lo ha
entendido bien, ¿verdad? Sí. Nada más.

Luca está tan tan tan disgustado que no es capaz de disimular ni un poquito cuando su madre
entra en su cuarto. Está preocupada. Le parece muy raro que no haya bajado a despedir a Clara.
Y más raro todavía que no quiera ni probar el merengue que ha traído su amiga. Hace rato que ha
pasado la hora de la merienda.
Él no intenta ni siquiera contenerse y le grita a su madre la verdad. Que no quiere ni oír hablar
nunca más de Clara. Que es una traidora y una mala amiga y una aprovechada. Y además es fea
y tonta y una mentirosa. No quiere volver a saber nada de ella nunca jamás.
Pero su madre no se lo toma en serio. Le obliga a sentarse en la cama a su lado y calmarse un
poco.
—Escúchame, Luca, no digo que no tengas razones para estar enfurruñado. Cuando yo tenía
tu edad también me enfadaba a veces con mis amigas y estaba días sin hablar con ellas. Pero
estoy segura de que haya pasado lo que haya pasado, lo podéis arreglar. Clara y tú os queréis
mucho y los dos sois buenos niños.
Su madre no entiende nada. Y él no se lo puede explicar. No puede contarle por qué han
discutido por mucho que insista. Pero es muy testaruda. Le pregunta si no quiere ir a casa de
Clara para hablar con ella y arreglarlo todo.
Luca se niega en redondo. Lo único que faltaba, salirle corriendo detrás después de lo que ha
pasado. El sofoco no le deja casi ni hablar.
Su madre le acaricia el pelo y le besa la frente, como cuando era pequeño y se caía y se hacía
daño.
—Está bien, pero no quiero verte así de disgustado. Ya verás como mañana es otro día y ves
las cosas de otra manera. Ahora lo que tienes que hacer es ir a la calle a jugar con tus amigos y
ya está. Venga, ya hablaré yo con tu padre, no te preocupes por el castigo.
No le vale de nada protestar. Al cabo de un rato se encuentra arrastrando los pies calle abajo,
camino de la playa. No tiene gana ninguna de ver a sus amigos. Está enfadado y triste y
asombrado consigo mismo. No entiende por qué ha hecho lo que ha hecho. Y no quiere ni
pensarlo.
Es un asco, un asco grande.
Las cosas empezaron a torcerse hace una semana, cuando apareció Roberto Montenegro y
empezó a volver a Clara tonta perdida, pero ahora se ha estropeado todo para siempre y ya no
volverán a ser amigos.
Clara no va a querer volver a verle después de lo que ha pasado y él no la quiere ver tampoco.
Jamás. Antes se muere de la vergüenza.
Le pega un puntapié a un cubo de basura y esparce el contenido por el suelo. Lo que querría
en realidad es darle de puñetazos a alguien. Si la vida fuera como las películas de gánsteres
contrataría a alguien para que le vengara y les enseñara una lección a los dos, a Clara y a
Montenegro. Eso es lo que se merecen, ni más ni menos.
Se detiene, cerca ya de la playa. No le apetece nada ir. No quiere ver ni a sus amigos ni a
nadie. Pero no puede volver a casa. Si regresa tan pronto su madre volverá a acosarle a
preguntas.
Así que se da media vuelta y echa a andar en dirección al puente de Deauville.

Roberto no guarda más que lo imprescindible en el maletín. Una muda. Ropa cómoda de viaje.
El pasaporte a nombre de Carlo Pellegrino. Poco más.
Está todo listo. Los asuntos que le quedaban por poner en orden, resueltos. La avioneta
aguarda en el aeródromo, lista para despegar a media noche. Los periodistas, convencidos de que
nada interesante van a sacar de él, más tranquilos, y su habitación de hotel, reservada a su
nombre hasta el domingo que viene.
Es imprescindible para que nadie sospeche nada, pero cuando den las ocho y media saldrá en
dirección a Trouville, hacia la villa de ese doctor Vidal que tanto ha insistido en invitarle a cenar
esta noche —no tenía intención ninguna de acudir, pero ahora se ha convertido en la coartada
perfecta para que nadie adivine sus planes de fuga—. Aparcará en algún rincón discreto. Entrará
en la casa para despistar a cualquier plumilla o a cualquier policía que pueda seguirle. Charlará
un rato con los demás invitados. Y antes de sentarse a cenar encontrará la forma de escabullirse
sin que se den cuenta. En menos de media hora estará volando rumbo al Mediterráneo.
Agradece el mensaje de Elena, le agrada saber que está preocupada por él a pesar de todo.
Pero ya estaba prevenido. En cuanto leyó El Mensajero, por la mañana, supo que no podía
aguardar ni veinticuatro horas. Tenía que desaparecer antes de darle tiempo a Kaplan a
reaccionar.

Kaplan respira hondo, contemplando el destrozo que ha provocado a su alrededor en la


habitación de hotel.
Cuando Rosenberg le ha dado la noticia, no ha podido contenerse. Ha arrojado contra la pared
lo primero que ha encontrado a mano, un jarrón. Ha volcado la mesa, la cómoda, haciendo pagar
su cólera a los objetos de su habitación hasta que le han derrotado, jadeantes, sus cincuenta y seis
años, sin duda trastornados por la súbita reaparición de ese Eliot Kaplan violento e ingobernable
que ya consideraban extinguido.
Ha tardado en recomponerse antes de marcar el número de Lena. Para informarla, nada más.
Le ha costado dominar los reproches. Ella conocía a Montenegro. Conocía su pasado. Y aun así
le animó a confiar en él.
Se imagina de regreso en Nueva York, con su ridícula princesa rusa del brazo y su cuadro de
imitación, y ve a la alta sociedad entera riéndose a su paso, preguntándose quién, de los tres —la
rusa, él o el cuadro—, será el menos falso.
Respira hondo. Se organiza la ropa y reflexiona.
Tiene pocas opciones. Legalmente, no se puede demostrar el engaño sin largas peritaciones ni
pruebas tangibles. Un dibujo escondido en el envés del lienzo no demuestra nada por sí mismo.
Pero, en cualquier caso, eso es lo último que desea hacer. Nadie, absolutamente nadie, debe saber
que el cuadro es falso. De modo que solo queda un camino a seguir.
Y la justicia deberá obrarse de otra forma. Más discreta. Como en los viejos tiempos.
Montenegro no puede ir muy lejos. Le han dejado salir del calabozo, pero las autoridades le
han retirado el pasaporte. No resultará difícil saldar cuentas con él en los próximos días...
Ahora lo que toca es proceder con templanza. No hay tiempo de otra cosa. El Majestic
aguarda, amarrado en Cherburgo, y en un par de horas zarpará rumbo a Nueva York con su
humillante cargamento de tela pintada. Ese espantajo burlesco en cuyos ojos insolentes Kaplan
está seguro de que se refleja toda su vergüenza. A la vista del mundo.
Hasta el punto de que preferiría ver el barco hundido y a todos sus pasajeros ahogados antes
que verlo arribar a América.
Apenas le ha dado tiempo a recomponerse cuando suena el teléfono para informarle de que el
coche le espera frente a la puerta principal. Abandona la habitación, dejando la puerta abierta y
sin preocuparse del desorden. Solo quiere perder de vista para siempre ese maldito hotel y esa
malhadada ciudad.
El chófer del Normandy le aguarda, con la puerta de su coche abierta, frente a la entrada
principal. Kaplan deposita en su mano los últimos francos que le quedan y está a punto de entrar
en el vehículo cuando escucha una voz infantil que le llama.
Alza la cabeza y reconoce al crío. Es el mancebo de la sastrería. El golfillo simpático que le
trajo ayer la chaqueta de regatista. ¿Qué hace allí? Le pide al chófer que le pregunte qué quiere
en su idioma.
—Señor —explica el chófer después de hablar con el niño—, el muchachito dice que no viene
por trabajo, que sus padres ni siquiera saben que está aquí, pero que tiene que hablarle de algo
muy importante.
—Pues dígale que ocultarles cosas a sus padres no está bien. Que se vuelva a su casa.
Pero el niño alza la voz. Y aunque Kaplan se pierde la mitad de sus palabras, agitadas y
urgentes, hay dos que llegan con distinción a sus oídos: Roberto Montenegro.
Lo mira fijamente. Le hace una seña para que se acerque, lo agarra de un brazo y lo lleva
aparte.
No sabe muy bien por qué le da pábulo. Probablemente, porque hay algo terminante y resuelto
en la mirada del crío que le llama la atención. Una fiereza que le resulta familiar.
—Habla despacio para que te entienda —le dice, muy lento, en inglés, y acompaña sus
palabras con un gesto de pausa de las dos manos.
El crío es espabilado. Habla con palabras sencillas que hasta él es capaz de reconocer. Frases
cortas como las de un telegrama.
—Esta noche. Cena. Casa del doctor Vidal. Trouville. Roberto Montenegro. Y después...
Por lo visto, se ha quedado sin expresiones simples con las que explicarse. Se mira los
zapatos, mordiéndose una uña. Y de pronto alza la vista, triunfante. En un inglés aproximado,
pronuncia tres palabras mal aprendidas en el colegio que para Kaplan, sin embargo, son más
elocuentes que todo un discurso:
—Run. Far. Travel. —Apunta con el dedo hacia el horizonte, y luego repite, con intención—.
Esta noche. Tonight.
Luego le señala a él con el dedo:
—Usted —dice, muy serio. Y luego cierra la mano con un movimiento veloz, como si
estuviera atrapando una mosca.
El sol se está poniendo ya y parece casi transparente. Desde las alturas de Trouville, Gabriel
contempla el panorama de la costa. La luz es tan clara que no consigue dorar la superficie del
agua. Tan intensa que para mirar al cielo hay que guiñar los ojos. Se refleja en la fachada de la
iglesia de la Virgen de las Victorias, vuelve metálicos los tejados de pizarra negra y delinea con
un aura brillante la silueta del casino.
Hace dos o tres horas, cuando estaba a punto de cerrar su estudio, ha aparecido en su puerta
un conserje del Royal con un sobre grande en la mano para él. De parte del señor Montenegro.
Gabriel tardó en abrirlo. No sabía qué le retenía. No creía que Roberto hubiera perdido el
tiempo en escribirle recriminaciones, pero le desasosegaba no saber con qué iba a encontrarse.
Finalmente, se decidió. Dentro no había más que una hoja de papel grueso, granulado, con un
dibujo a plumilla. El estilo no se parecía al de otros dibujos de Roberto. Era casi una caricatura,
con un carácter parecido a las ilustraciones de líneas precisas, veloces e irónicas de los retratos
de la alta sociedad de Deauville que había puesto de moda, años atrás, el popularísimo Sem.
Le llevó unos instantes en comprender qué estaba viendo. En el centro del papel, Roberto
había dibujado una avioneta que sobrevolaba un paisaje exótico, un oasis con palmeras y
camellos y varios minaretes al fondo. Por la ventanilla de la avioneta asomaba la cabeza del
pasajero. Un tipo de rasgos afilados en el que su amigo se había caricaturizado a sí mismo. Un
alter ego que reía y decía adiós, agitando una mano llena de billetes de banco, a un segundo
personaje, un tipo seco y antipático que corría detrás del avión con zancadas rígidas mientras
gritaba indignado. Al hombro llevaba una metralleta como las de los gánsteres de las películas, a
sus pies yacía un cuadro enmarcado en el que había esbozada una silueta de mujer, y en una de
las esquinas inferiores aparecía un último dibujo: un papel en blanco desplegado sobre una
piedra.
A Gabriel no le costó encajar las piezas. Lo que tenía en la mano era, sin duda, una
confidencia inaudita, una acusación irónica, un guiño burlón y una despedida. Todo a la vez.
Roberto le decía adiós. Y también que sabía que era él quien había hablado con la prensa. No
solo eso. Le decía que la Flaminia Triunfi era obra suya. Y se jactaba de ello alegremente, sin
preocuparse de que él pudiera irse de la lengua otra vez.
Era un mensaje lleno de ligereza y alegría. Roberto partía rumbo a nuevas aventuras mientras
él seguía varado en el mismo lugar, con su cámara al hombro, haciendo fotos para El Mensajero
hasta que acabara el verano y llegara el momento de regresar a su estudio de provincias.
Pero era lo justo y lo adecuado. Al fin y al cabo, eso era lo que él mismo había deseado solo
dos días atrás, en el café del Ferrocarril, mientras hablaba con Félix.
Por un momento, se le pasó por la cabeza la idea de llamar al Royal para despedirse, pero la
desechó de inmediato. No habría sabido qué decir. Además, tenía prisa. Le aguardaban en un
chalecito de Trouville para hacer unas fotos de cumpleaños. Guardó el sobre con el dibujo en la
bolsa donde transportaba el material fotográfico y se la echó al hombro.
Y ahora, terminada la fiesta infantil y con el trabajo ya concluido, parece como si ese trozo de
papel le pesase.
Se apoya en el tronco de un árbol. El azul pálido del cielo se está difuminando. Las nubes son
jirones blancos, sin relieve, como brochazos de pintura gastada. El agua brilla con tanta fuerza
que parece que la luz viniera de debajo del mar. Todo, colina abajo, se muestra más claro y más
limpio. Chillan los cuervos y las gaviotas, y a lo lejos se aprecia la playa de Deauville: la arena
pálida, la línea blanca de la espuma y el azul trémulo que se va cubriendo de neblina en dirección
a las lomas de Houlgate y el horizonte.
Más allá están esos otros mundos. Los que querían explorar juntos Roberto y él cuando eran
dos críos con toda la vida por delante.
Se ríe. Ni que fuese un anciano con la vida ya agotada... Es muy joven aún y no tiene
responsabilidades. Está a tiempo.
Todavía.
Extrae el sobre con el dibujo de Roberto de la mochila. Ese simple bosquejo a tinta china con
los minaretes minúsculos, los camellos caricaturizados y las cuatro palmeras raquíticas que, sin
embargo, resulta tan incitante y exótico como las ilustraciones de la vieja colección de revistas
de viajes que guardaba en el granero de sus padres.
Y no se llama a engaño. Adivina que ningún viaje que pueda realizar por su cuenta, por
fabuloso y lejano que sea, llegará a ser siquiera una sombra de lo que evocan esos trazos de
plumilla.
Que no va a marcharse a ningún sitio.
Siente un pequeño arañazo por dentro. Una rasgadura que no le resulta desconocida. Pero es
apenas un raspón, un residuo exhausto de una vieja herida. Una reminiscencia de aquel chaval de
diecisiete años que una tarde de invierno, en un cuarto solitario, leyó una intrépida carta de
despedida de un viejo amigo que tenía más corazón que él.
Contempla el dibujo de Roberto una vez más. ¿Es solo una despedida amistosa? No lo sabe. Y
no quiere darle más vueltas a lo que significa o deja de significar.
Sin pensárselo apenas, parte la cartulina en dos pedazos. En cuatro. En muchos pedacitos más.
Luego alza las manos y deja que se los lleve el viento colina abajo.

Santoro recibió la llamada de Kaplan a las cuatro y media de la tarde, y a las cinco en punto ya
estaba al volante de un Peugeot 402 que alguien había dejado aparcado cerca de su hotel de
París, en un callejón con pocos transeúntes.
Era una llamada que no esperaba y su jefe no había dado muchas explicaciones, pero el
mensaje estaba claro. El trabajo tenía que hacerse esa misma noche, a la primera ocasión, sin
sutilezas ni estrategias. No habría otra oportunidad. De modo que a Santoro no le quedó más
remedio que tomar prestado aquel automóvil sin avisar a su propietario. Nadie debía saber que
abandonaba la ciudad por unas horas, así que no podía alquilar ningún coche ni coger el tren.
Ahora son las ocho de la tarde y ya corre paralelo a las vías del ferrocarril, a punto de alcanzar
la estación compartida de Deauville y Trouville. Ha circulado a casi cien kilómetros por hora
durante todo el trayecto. A esas horas, Kaplan se encuentra ya en alta mar. No hay forma de
establecer contacto. Así que será él quien tome todas las decisiones.
Lo primero que hace al llegar a la ciudad es detenerse en un puesto de prensa para hacerse con
un directorio de las residencias vacacionales de la zona y encontrar la casa del doctor Vidal.
La casa del médico resulta ser un magnífico palacete. Está en lo alto de Trouville, en una calle
de atmósfera silvestre, en penumbra, apenas transitada. Cuando Santoro llega, ya están aparcados
en derredor los coches de la mayoría de los invitados. El inconfundible Hispano-Suiza verde de
Roberto Montenegro se halla junto al muro que rodea el jardín, algo retirado de la entrada.
Santoro camina unos minutos por los alrededores. La residencia del doctor Vidal está en una
calle apartada y solitaria, en lo alto de una colina, y no se cruza con nadie. En condiciones
normales, forzaría la cerradura del coche de Montenegro y le aguardaría en el interior. Así es
como lo ha hecho otras veces, aunque hace ya mucho tiempo de la última ocasión. Santoro
estaba convencido de que nunca más volvería a recibir un encargo semejante.
Pero no quiere arriesgarse a fallar. No sabe si Montenegro regresará solo hasta su coche o si
tiene otro plan para fugarse o quizá algún cómplice, así que mejor vigilar de cerca. Espiar los
movimientos de los invitados.
Espera hasta que cae la noche y la música serpentea a través de las ventanas abiertas de la
villa y la vegetación que la protege.
Trepa al otro lado del muro.
Y aguarda.

Clara baja del coche muerta de impaciencia y le da la mano a su madre, que va ataviada como
una princesa, con un traje largo de gasa pintada lleno de flores de colores. Ella también se ha
puesto su mejor vestido. El de encaje blanco. Y los zapatos de satén plateado.
Le ha costado que la dejaran venir. Ya no contaban con ella. A lo mejor ni siquiera había sitio
en la mesa. Y la cena era muy tarde. Le iba a entrar el sueño y se iba a aburrir. Pero ella ha
insistido hasta que su padre ha terminado por ceder. A Clara le da la impresión de que aún está
arrepentido por haberle gritado el otro día, y ha sido él quien ha convencido a su madre.
En cuanto le han dado el sí, ha corrido a su habitación a ponerse el vestido de encaje antes de
que cambiaran de opinión, y desde allí ha escuchado a su madre decir que tenían que confirmar
que Clara era bienvenida. No podían presentarse con ella sin avisar. Pero el servicio debía estar
muy atareado y no les cogía el teléfono, así que con el tira y afloja se les ha hecho un poco tarde.
Por eso son los últimos en llegar.
A Clara no le importa. Está feliz y emocionada. Es una noche especial. Un poco triste, porque
va a despedirse de Roberto. Ha visto su coche aparcado a resguardo junto al muro del jardín,
bajo las ramas de un sauce que cuelgan sobre la acera. Pero es una tristeza agradable. La calidez
aterciopelada de la noche de verano le cosquillea la piel de los brazos con complicidad. Entre los
libros de su habitación guarda un secreto maravilloso que la hace poseedora del animal más
espléndido del universo. Y sabe que volverá a ver a Roberto. Le ha prometido que tarde o
temprano le devolverá la prenda, que ella le ha entregado esta mañana. Más que de un final, el
atardecer trae rumores de algo nuevo, y la brisa oscura de la calle arbolada parece susurrarle que
algo emocionante va a ocurrir. Que algo dormido en su interior está a punto de despertar.
Caminan hasta la entrada del jardín del doctor Vidal y empujan la puerta entreabierta. La vieja
verja chirría y un pálpito trepidante se le agarra al alma. Al principio no sabe qué es. Contiene el
aliento.
Y entonces lo reconoce.
Es el jardín imposible, habitado por ojos de gato y susurros de cuento de hadas, en el que
jugaba cuando era pequeña, en sus sueños.
Epílogo
El Mensajero de la Costa
29 de agosto de 1935
Última hora

UN INCENDIO EN ALTA MAR DESTRUYE


LA «FLAMINIA TRIUNFI» DE VELÁZQUEZ

El RMS Majestic de la Cunard White Star Line, procedente de Southampton y Cherburgo, arribó al puerto de Nueva York
en el día de ayer acogido por una gran expectación. A bordo del trasatlántico viajaba el magnate del comercio y las
comunicaciones, mister Eliot Kaplan, junto al ya célebre retrato de Flaminia Triunfi, obra del pintor español Diego
Velázquez, adquirido, como todos nuestros lectores saben, al colosal precio de dos millones de dólares estadounidenses.
Según todos los rumores, mister Kaplan planeaba ceder su magnífica adquisición al Metropolitan Museum para disfrute
de todos los ciudadanos de Nueva York, y la prensa, escrita y radiofónica, le aguardaba en el muelle, atenta a recoger las
declaraciones del insigne empresario y benefactor de la ciudad. Decenas de fotógrafos luchaban por el mejor puesto, con la
esperanza de obtener una instantánea del coleccionista junto al lienzo.
Los amables lectores de El Mensajero no ignoran que la historia y procedencia de la Flaminia Triunfi estaban cargadas
de tintes novelescos, aún más acentuados tras el misterioso asesinato del descubridor del óleo, el conocido retratista Roberto
Montenegro, acaecido la semana pasada en los jardines de la residencia que el ilustre doctor Vidal posee en Trouville. Un
hecho luctuoso sobre el que la Gendarmería prosigue sus investigaciones y sobre el que El Mensajero de la Costa mantiene
informados a sus habituales a diario.
Además, tal y como nuestras páginas han desvelado, recientemente se ha sabido que el finado había hecho fortuna
durante años mediante la venta de óleos falsos que firmaba en el envés con un sello propio. De modo que los representantes
de la prensa estaban ansiosos por preguntar a mister Kaplan sobre el lienzo recién adquirido.
Toda la expectación fue en vano. A las 10 horas 30 minutos el capitán del navío se dirigió a la prensa congregada en
cubierta para leer una nota informativa. Durante la noche del 22 al 23 de agosto se había desatado un incendio en un camarote
contiguo al que ocupaba mister Kaplan. No había que lamentar víctimas, puesto que, a Dios gracias, a esa hora se celebraba
una cena de gala y los pasajeros se encontraban en el comedor. Además, la tripulación había logrado apagar el incendio con
prontitud y eficacia.
Desafortunadamente, les había resultado imposible salvar ninguna de las pertenencias privadas del señor Kaplan, incluida
la gran joya que custodiaba en su camarote.
Lamentamos profundamente tener que informar, por tanto, a nuestros lectores de que el óleo conocido como Flaminia
Triunfi, el gran regalo que Eliot Kaplan pretendía hacer al pueblo americano, la obra maestra de Diego Velázquez, con sus
casi trescientos años de antigüedad, protagonista de tantas peripecias y superviviente de quién sabe cuántos cataclismos, ha
perecido para siempre, hecha cenizas, en medio de las aguas del océano Atlántico.
Nota de la autora y agradecimientos

El ladrón de veranos ha sido una historia de cocción lenta, que empezó a fraguarse hace muchos
años.
El personaje de Roberto Montenegro comenzó a cobrar forma concreta cuando escuché hablar
por primera vez de Han van Meegeren, un retratista holandés de mediano talento que hizo
fortuna en los años treinta con sus falsificaciones de Vermeer. El fraude solo se descubrió
porque, acusado de colaboracionismo por haber entregado tesoros nacionales a los invasores
nazis, no le quedó más remedio que confesar, para salvar el pellejo, que los cuadros vendidos a
los alemanes no tenían valor ya que los había pintado él mismo.
Theo van Winjen, el socio holandés de Montenegro, está inspirado en Theo van Wijngaarden,
un colaborador de Leo Nardus (el flamante falsificador que hizo fortuna vendiendo imitaciones
de los grandes nombres del Renacimiento y el Barroco a los millonarios americanos) que,
después de muchos años de prueba y error, consiguió desarrollar no una, sino dos fórmulas, a
base de gelatina y bakelita respectivamente, para endurecer el óleo con rapidez y poder crear
falsificaciones que resistieran a la prueba del alcohol. Solo gracias a sus descubrimientos pudo
llevar a cabo Han van Meegeren sus engaños.
El retrato de Flaminia Triunfi pintado por Velázquez existió realmente y quizá siga
existiendo, oculto entre telarañas bajo alguna escalera de un palacio abandonado, pero hasta el
día de hoy no se tienen más noticias del mismo que las palabras que escribió Antonio Palomino
en su Vida de don Diego Velázquez de Silva en 1724. La identificación que se hace en las
páginas de la novela con la amante romana del pintor y modelo de la Venus del espejo tiene base
real. Es una teoría con la que han jugado algunos especialistas en la obra de Velázquez, como
José Camón Aznar. Maurizio Marini sugirió que quizá se tratase de Flaminia Trivia, la hermana
y ayudante del pintor italiano Domenico Trivia, nacida en 1629, pero hoy en día, otros
especialistas, como Salvador Salort, han desacreditado estas ideas. Parece ser que Flaminia
Triunfi era en realidad una dama de la aristocracia romana nacida en torno a 1615, casada, con
lazos con la corte española y pintora aficionada, lo que hace mucho más difícil identificarla con
la amante de Velázquez o la modelo que posó desnuda para él.

Para todo lo relativo a los conocimientos de historia del arte, técnicas pictóricas o atribución de
lienzos, he procurado ceñirme al estado de los conocimientos historiográficos y científicos de
1921-1935, que es el periodo que abarca la novela.
Por poner un ejemplo, cuando Montenegro habla de las cerca de dos mil obras catalogadas de
Rembrandt (entre óleos, dibujos y grabados) está haciendo referencia a las obras aceptadas por
los especialistas de la época, ya que a día de hoy, estas cifras se han revisado significativamente
a la baja.
Actualmente, los investigadores disponen también de herramientas de estudio que aún no
existían en los años treinta, como la reflectografía infrarroja, la datación mediante carbono 14 o
los avanzadísimos laboratorios capaces de analizar micromuestras de pintura por capas y
descubrir incluso las cantidades más ínfimas de resinas o pigmentos sospechosos.
Los avances científicos no han acabado con los industriosos falsificadores de obras antiguas,
sin embargo. El ingenio siempre encuentra manera de salir a flote (además, cuenta con un aliado
poderosísimo: nadie tiene gran interés en descubrir que un cuadro es falso, ni vendedor ni
comprador ni museos ni marchantes). Eso sí, les han puesto las cosas bastante más difíciles que a
principios del siglo pasado.
He intentado encontrar un equilibrio para proporcionar la información necesaria sobre
procesos de restauración, preparación de lienzos y de pigmentos y otros aspectos técnicos del
mundo del arte sin abrumar con excesivos datos, lo que ha hecho necesario simplificar algunas
explicaciones, por ejemplo, sobre las imprimaciones de las telas. Espero que si este libro cae en
manos de una profesional de la restauración, no encuentre demasiadas cosas de las que quejarse.

La novela no habría sido posible sin los fondos de la Biblioteca de Deauville, la web Gallica de
la Biblioteca Nacional Francesa y los recursos de la Biblioteca del Museo del Prado.
Los libros y documentos que he consultado son demasiado numerosos como para detallarlos
aquí, pero entre la bibliografía de la que he picoteado, me gustaría destacar, por lo que me han
ayudado en el desarrollo de la trama relacionada con la pintura, The Vanishing Man de Laura
Cumming, The Man who made Vermeers de Jonathan López y Velázquez. La técnica del genio,
de Carmen Garrido y Jonathan Brown.
Las enseñanzas de Rocío Brusquetas, restauradora del Museo del Prado, también han
resultado una guía importantísima que me ha evitado cometer muchos errores.

La principal inspiración para la creación del personaje de Roberto Montenegro y su relación con
Gabriel Caron ha sido, sin duda, Le Grand Maulnes, de Alain-Fournier, uno de esos libros de
adolescencia que se te quedan dentro para siempre y al que estoy encantada de haber podido
rendir homenaje.
A la hora de escribir una novela, es inevitable que broten ideas y fogonazos de inspiración que
provienen de viejas lecturas, películas o incluso canciones. Tengo que mencionar,
obligatoriamente, entre las autoras y autores de los que en algún momento he tomado algo
prestado a: Jean Anouilh, Antonio Buero-Vallejo, Alejandro Dumas, Elena Fortún, André Gide,
Jean-Jacques Goldman, Patricia Highsmith, S. E. Hinton, John Houston, Joseph Kessel, Marcel
Proust, Antoine de Saint-Éxupery, Emilio Salgari o Evelyn Waugh. Seguro que hay más, aunque
ahora mismo no los recuerde.

Gracias a Susana, por darle la vuelta al título de la novela, y porque sin novelón no habría habido
novelín. Ponerme en marcha no es sencillo.
Gracias también a Martina Torrades, mi editora en Destino, y a Silvia Bastos, mi agente, por
apostar por esta historia desde el primer momento; a Lola Gulias, por su acompañamiento desde
hace tantos años; a mi madre, por todos los cuentos de la infancia; a Elena, Lucas y Clara, por
prestarme sus nombres, y a Oli y Lila, porque siempre es bueno que te obliguen a salir a la calle
al menos tres veces al día, aunque estés en plena vorágine escribidora.
Y a David, por supuesto. Gracias por la fe infinita, el entusiasmo y las mil lecturas y
relecturas de manuscritos. Y, ya que estamos, por la indignación cuando alguna escena no estaba
a la altura de sus expectativas.
Eliot Kaplan le agradece también haber tenido que atender menos visitas.
El ladrón de veranos
María Soto

La lectura abre horizontes, iguala oportunidades y construye una sociedad mejor. La propiedad intelectual es clave en la creación
de contenidos culturales porque sostiene el ecosistema de quienes escriben y de nuestras librerías. Al comprar este ebook estarás
contribuyendo a mantener dicho ecosistema vivo y en crecimiento. En Grupo Planeta agradecemos que nos ayudes a apoyar así
la autonomía creativa de autoras y autores para que puedan seguir desempeñando su labor.
Dirígete a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. Puedes
contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

© María Soto, 2023


Autora representada por Silvia Bastos, S. L. Agencia literaria

© del diseño de la cubierta: Planeta Arte & Diseño


© de la imagen de la cubierta: Agustín Escudero

© Editorial Planeta, S. A. (2023)


Ediciones Destino es un sello de Editorial Planeta, S. A.
Diagonal, 662-664. 08034 Barcelona
www.edestino.es
www.planetadelibros.com

Primera edición en libro electrónico (epub): abril de 2023

ISBN: 978-84-233-6340-7 (epub)

Conversión a libro electrónico: Realización Planeta


¡Encuentra aquí tu próxima lectura!

¡Síguenos en redes sociales!

También podría gustarte