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Fernando Botero, el maestro colombiano que desafió los cánones de la delgadez con una mandolina

Los volúmenes en la pintura y la escultura de Fernando Botero marcaron la singularidad de un artista que buscó la “sensualidad de las formas”

Entrevista a Fernando Botero que expone en la galería Marlborough. El escultor posa delante de alguna de sus obras expuestas. Madrid. (21-02-19)Foto: LUIS SEVILLANO | Vídeo: EPV

“Yo no pinto gente gorda”. Sostuvo siempre, rotundo, el pintor Fernando Botero, fallecido hoy a los 91 años en el principado de Mónaco. Una afirmación con una o dos gotas de ironía y sátira, como algunas de las composiciones de su obra. Él prefería explicar su trabajo como una exploración del volumen, en primer término, y de la “sensualidad de la forma” como objetivo. Pero pintar y esculpir personajes y objetos abultados, cuya anchura desafiaba las dimensiones de un mundo que vinculó desde hace siglos los límites de la belleza a los cuerpos esbeltos, fue su forma de pensar, de decir, y de sintetizar un universo singular.

Fernando Botero contaba que todo ocurrió por accidente. Fue a finales de la década del 50 tras su paso por la Ciudad de México, donde vivió en 1958. El giro decisivo comienza con el descubrimiento de la obra del muralista Diego Rivera. Trabajos caracterizados por su monumentalidad para llegar a un público más amplio y el afán por retratar la historia del pueblo mexicano y otras reivindicaciones políticas.

“Hubo un cambio en su pensamiento plástico que lo lleva a experimentar con esos volúmenes ensanchados”, explica la académica de la Universidad de los Andes Ana María Franco. Pero la epifanía llegó en pleno proceso de esbozar una mandolina, esa pequeña guitarra de cuatro cuerdas con cuerpo abombado. “El hueco del sonido”, prosigue Ana María Franco, “le quedó muy pequeñito en comparación al resto del instrumento y eso hizo que, por accidente, encontrara la volumetría que guiaría el resto de su obra”.

Se trataba de un retorcimiento de la realidad que empataba con la incesante búsqueda de los artistas modernistas europeos desde finales del XIX de desmarcarse de la representación academicista de la realidad. Era la continuación de la búsqueda de todos los ‘ismos’, empezando por el cubismo, y luego el fauvismo y el expresionismo y todos los demás. Lo que sucede es que la pintura de Botero mantuvo un pie en la composición figurativa clásica, con paisajes, retratos o bodegones, y su aporte llegó con una mirada extravagante y sinuosa del mundo.

“Botero encontró en esa vía la manera de escudriñar, a través de principios puramente plásticos, otras formas de expresión. Fue un encuentro muy significativo en el contexto colombiano, y latinoamericano, porque junto a otros artistas de esa época impulsaron el modernismo artístico”. Se refiere a contemporáneos suyos como el alemán Guillermo Wiedemann, afincado en Bogotá desde finales de los 40, o el catalán Alejandro Obregón, colombiano desde que desembarcó en la costa cuando adolescente. Fueron artistas que rompieron costuras y junto a Botero incentivaron la experimentación con otras formas y otros materiales. “Si a eso le sumamos sus innegables dotes como relacionista público, ya tenemos todo el marco para comprender por qué ese lenguaje suyo tan singular tuvo tanta acogida en Colombia y el mundo”, apunta la académica Franco.

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El doctor en Arte y experto en su obra Christian Padilla incide en la importancia de los muralistas de los años 40 del siglo pasado. Suma los nombres de los antioqueños, como él, Pedro Nel Gómez (1899-1984) e Ignacio Gómez Jaramillo (1910-1970) para reconstruir su andadura. “El gran paradigma de la época era dejar de hacer cuadros pequeños. Y la idea que los movilizaba era hacer un arte propio latinoamericano, con personajes distintos, nativos e indígenas que no tenían los mismos volúmenes que las figuras representadas en el arte europeo”.

La fórmula exploró con figuras mestizas, más gruesas, y con cierto halo heroico. “Ahí se puede hallar una raíz del interés de Botero por lo hercúleo. Sus primeros trabajos lo reflejan claramente”. Tras su etapa mexicana viaja a la Academia de Bellas Artes de San Fernando, en Madrid, para redondear su proceso de formación. En las salas del Museo del Prado se rinde a las obras del Renacimiento y se topa con un libro seminal para su armazón conceptual: Los pintores del Renacimiento, del crítico estadounidense Bernhard Berenson.

“Berenson decía que los pintores del Renacimiento fueron los primeros en inventarse métodos para proyectar la impresión de tridimensionalidad en sus escenas, que hasta entonces se planteaban de forma plana y simbólica”, explica Padilla. Los ingredientes y los colores para canalizar su propuesta estaban dados. “Al amor por los pintores del Renacimiento y la admiración por los muralistas latinoamericanos se suma posteriormente el entusiasmo que encuentra por el arte prehispánico y popular colombiano”, afirma Christian Padilla.

Se refiere a los ‘caballitos de Raquirá', esas pequeñas artesanías de arcilla que representan a un caballo con sus alforjas y que se realizan en el departamento de Boyacá. Las inquietudes fueron cambiando, pero la preocupación por el volumen permaneció inalterada. Luego lo llevó hasta sus máximas consecuencias. Tras la mandolina siguió intentándolo al reducir ciertas partes inherentes a otros objetos para crear la impresión de que el contorno era más grande. Luego vinieron los rostros de toreros, campesinos o célebres personajes del arte universal.

¿El resultado? Un sello al que se suele acudir para describir el mundo como cualquier otro adjetivo que aparezca en la RAE: lo ‘boteriano’. Algunas claves de ese universo, que la marchante de arte Irene Acevedo describe como “colosal” y “claro”, se hallan en obras como Monna Lisa a los 12 años, una interpretación del célebre retrato de Lisa Gherardini, o la escultura en bronce de un enorme gato emplazado en plena Rambla del Raval barcelones.

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