Nuno Henriques Gil | 14 de marzo de 2017
Disponer de un conocimiento nos hace más responsables. Si debemos confiar en la cordura de los científicos y de las entidades que los financian, no podemos desechar novedades de la manipulación genética sin tener claro en qué consisten, solo porque su nombre nos asusta.
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Por mucho que la primera acepción de manipular signifique que hacemos algo con las manos, se tiende a sospechar de intenciones oscuras, ilegales o poco éticas. Términos como transgénico, mutante o clon han sido también apropiados por titulares sensacionalistas y hasta por películas de terror, lo que no favorece que se comprenda del todo en qué consisten. Manipulación genética
Es obvio que, como cualquier tecnología, la manipulación genética no carece de peligros. Pero lo cierto es que las modificaciones genéticas practicadas en un buen número de especies –humanos incluidos– están casi siempre pensadas para mejorar nuestra calidad de vida minimizando riesgos: se combaten enfermedades, se consiguen alimentos o productos necesarios o se mejora el conocimiento científico.
En el año 1972, se lograban las primeras moléculas del llamado ADN recombinante: fragmentos que se habían cortado, ligado a otros diferentes e introducido en una bacteria que adquirió una propiedad genética de la que carecía. De inmediato se asumió que un día se haría posible corregir enfermedades añadiendo al genoma de un paciente la versión funcional de un determinado gen. No era una ficción: las dos décadas siguientes asistieron a una verdadera explosión de la ingeniería genética con la transformación un buen número de especies. En los años 90 se iba a lograr la primera terapia génica con éxito.
¿En qué difiere la terapia génica de la ingeniería genética? En dos aspectos. El primero es que la terapia trata de curar una patología en una persona y no de crear un organismo para un fin concreto. Y, segundo, las modificaciones afectan solo a un grupo concreto de células somáticas del organismo; el resto, incluida la línea germinal, sigue inalterado. No se rediseña una persona ni se influye sobre su descendencia.
Se extrajeron células de su médula ósea, se modificaron con el gen funcional y se devolvieron a su dueña, de modo que se sustituyeron las defectuosas. Desde entonces hasta hoy vive como cualquier persona en su casa y al aire libre
La primera terapia génica –un hito en la historia de la ciencia– se llevó a cabo en una niña cuyo sistema inmunitario no funcionaba por la falta de un único gen. Vivía encerrada en una burbuja de esterilidad porque cualquier microorganismo, inocuo para nosotros, la infectaría con consecuencias fatales. En pocas palabras, se extrajeron células de su médula ósea, se modificaron con el gen funcional y se devolvieron a su dueña, de modo que se sustituyeran las defectuosas. Desde entonces hasta hoy vive como cualquier persona en su casa y al aire libre.
Siguieron varios pacientes más y los protocolos se ampliaron a otras patologías. Por supuesto, hubo algunos resultados adversos, fracasos, replanteamientos y éxitos. Hoy estamos todavía lejos de que la terapia génica sea una opción de rutina, pero aumentan sus posibilidades, en especial frente a enfermedades para las que hasta ahora poco se podía hacer: cáncer, fibrosis quística, patologías neurodegenerativas, etc.
Pero hay posibles caras oscuras de la manipulación genética. No es cuestión de la metodología en sí, sino de unas intenciones menos limpias de quienes la empleen. Después de todo, la fabricación de útiles de acero es algo estupendo, pero también se pueden construir artefactos con el único propósito de hacer daño. Y, tanto para el acero como para el ADN, es asunto de todos evitar las malas intenciones.
Dos casos. El primero es más benigno aunque poco ético, ilegal y peligroso: consistiría en mejorar una característica en sí normal, no en curar un defecto. Me refiero al dopaje. Pongamos, por caso, el uso de eritropoyetina por deportistas, que es un tema recurrente en los esfuerzos antidopaje. Pero la manipulación de un gen de modo que sea el propio cuerpo que segregue mayores cantidades de esta sustancia es más difícil de detectar, ya que hay unas personas con niveles más altos que otras. Y, desde luego, afecta a la esperanza de vida del deportista; nefastas consecuencias a medio plazo obviadas ante los deseos de medallas.
El otro, aún en el horizonte, es fruto en parte de las nuevas posibilidades de edición genética de alta precisión pero, sobre todo, se debe a los avances en el control de la diferenciación celular, con una facilidad impensable hace no muchos años. La cuestión es que las células cultivadas y tratadas en el laboratorio pueden convertirse en células germinales y, posteriormente dar lugar a, según el caso, óvulos o espermatozoides. Ya se ha logrado en ratones y todo lleva a pensar que hacerlo sobre material humano es tan solo cuestión de reajustes técnicos. Será posible alterar una característica genética y convertir la célula en un individuo completo. Estamos ante una terapia génica germinal (o una verdadera ingeniería genética), en su momento unánimemente apartada por peligrosa, falta de ética y –seamos sinceros– porque se antojaba difícil y con poca razón.
Disponer de un conocimiento nos hace más responsables. Si debemos confiar en la cordura de los científicos y de las entidades que los financian, no podemos desechar novedades sin tener claro en qué consisten, solo porque su nombre nos asusta.